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Capítulo 2

Es difícil imaginar un mundo sin aviones o automóviles, un mundo en el que la gente pasaba la mayor parte de su vida en la misma región y rara vez viajaba más que unos pocos kilómetros desde su pueblo. Un mundo sin Internet e incluso sin teléfonos. Por otro lado, atesoro los recuerdos de aquel mundo pequeño en el que viví durante los primeros años de mi infancia. Era un mundo definido por el amor y la calidez de mi familia. Ese estilo de vida tan predecible hacía que las pocas sorpresas fueran especialmente memorables. Cuando pienso en aquella manera de vivir, hoy tan distante, me invade la nostalgia, en especial por mis abuelos, tías, tíos y primos.

Las historias de mi padre me brindaban una imagen brillante de la ciudad de Cracovia, a 563 kilómetros y a años luz de la vida que yo conocía en Narewka. Debe haber sido duro para papá dejarnos por tantos meses y dejar tanta responsabilidad en manos de mi madre. Pero ella entendía que él trabajaba para darnos una vida mejor, y que debíamos tener paciencia mientras ahorraba dinero para que nos reuniéramos con él. Finalmente, en la primavera de 1938, luego de cinco años de trabajo duro y ahorro, vino a buscarnos. Yo estaba encantado. Tenía ocho años y adoraba las aventuras. Sabía que la gran ciudad encerraría muchas, y el solo hecho de poder volver a estar con mi padre me parecía lo mejor que podía pasarme. Él había estado lejos de nosotros la mayor parte del tiempo, ¡desde que yo tenía tres años!. De modo que dije adiós con entusiasmo y sin una pizca de recelo a mis abuelos, tías, tíos y primos, listo para comenzar mi nueva vida. Daba por hecho que todos ellos, al igual que mis amigos, estarían allí para que yo los visitara cada vez que quisiera volver. Sin mirar atrás, con mi madre, mis hermanos y mi hermana, hice mi primer viaje en tren.

Jamás me había alejado más allá de las afueras de mi pueblo, mucho menos en tren. Todo lo relacionado con el viaje era fascinante: los sonidos, la velocidad, el paisaje que corría ante mis ojos. Me sentía listo (o eso creía) para lo que fuera que vendría a continuación.

No recuerdo exactamente cuánto duró el viaje; solo sé que fue largo, al menos varias horas. Sí recuerdo mi fascinación. Qué enorme me parecía el mundo, aun cuando apenas habíamos viajado unos pocos cientos de kilómetros. Cuando oscurecía, temía perderme de algo si no mantenía mis ojos fijos en la ventanilla. Pasadas las once de la noche, nuestro tren llegó a la estación de Cracovia. Papá nos esperaba allí, y corrimos a sus brazos. Apilamos nuestro equipaje en un carruaje y nos amontonamos para seguir al hombre que lo condujo. Me desconcertaba que, incluso a esa hora de la noche, bastante más tarde de la hora en que yo solía acostarme, aún había tranvías y peatones por todas partes. “Ya casi llegamos”, nos dijo mientras cruzábamos el río Vístula, que corre sinuoso atravesando la ciudad. A medida que los cascos del caballo golpeaban contra las calles adoquinadas, finalmente me rendí al sueño. Ya había absorbido todo lo posible por ese día.

Minutos más tarde llegamos a nuestro destino. El nuevo hogar se encontraba en un edificio de apartamentos en la calle Przemyslowa número 13, al sur del río. El edificio alojaba a los empleados de la fábrica de vidrio en la que trabajaba mi padre. Nuestro apartamento estaba en la planta baja. Al igual que nuestra casa en Narewka, tenía solo dos habitaciones, pero la que servía de sala de estar era más grande que la de allí. Lo que más me entusiasmaba era el sistema de tuberías sanitarias. Antes de que nos derrumbáramos en la cama, papá nos condujo al corredor para mostrarnos el baño, que compartiríamos con otras tres familias. Jaló una cadena encima del retrete y pude ver, con los ojos muy abiertos de asombro, cómo corría el agua. Hasta ese momento había creído que la bombilla eléctrica era el mejor invento, pero ahora que me daba cuenta de que ya no tendría que hacer más viajes de noche a una letrina ubicada fuera de la casa, decidí que la electricidad quedaba en segundo lugar después del retrete y las tuberías. Mientras jalaba la cadena y observaba salir el agua y salpicar contra los costados de la taza, pensaba que era un invento extraordinario. Era la culminación de un día lleno de maravillas.

A la mañana siguiente, David y yo salimos a explorar los alrededores. Poco a poco, nos aventuramos más lejos de nuestro edificio, primero a lo largo de la calle, luego alrededor de nuestra manzana y finalmente hacia el río, donde el puente Powstankow Slaskich conectaba nuestra zona con las principales atracciones de Cracovia: el barrio judío de Kazimierz, el distrito histórico o Ciudad Vieja y el castillo Wawel, residencia real cuando Cracovia era la capital de Polonia en la Edad Media. Muy pronto me sentí lo suficientemente valiente como para atreverme a explorar solo. Todos los paisajes que había admirado en las fotos de las cajas de dulces se veían aún más impactantes en la realidad. Me sentí especialmente atraído hacia los grandes parques y edificios históricos, como la Vieja Sinagoga, que databa del siglo XV, y la Basílica de Santa María, una majestuosa iglesia gótica del siglo XIV que se elevaba sobre la plaza principal. Desde esa iglesia, cada mediodía, sonaba la trompeta que yo escuchaba en la radio que Tsalig había construido.

Cada día era una nueva aventura, y no podía esperar para descubrir lo que me aguardaba a la vuelta de cada esquina. A veces apoyaba mi mano en algún edificio, solo para asegurarme de que no estaba soñando. El ajetreo en las calles daba la impresión de que todos tenían algo muy importante que hacer. A veces trataba de seguir los pasos de gente con piernas mucho más largas que las mías, solo para ver adónde iban. Era divertido observar los diferentes tipos de zapatos que usaban las personas, y luego mirar hacia arriba para ver sus caras. De vez en cuando me detenía para observar el escaparate de alguna tienda, repleto de una abundante exhibición de mercancías, desde ropa y joyas hasta accesorios. Nunca había visto nada semejante. Era como estar en un escenario de película o en un parque de diversiones, aunque en aquel entonces yo no tenía idea de que estos existieran.

Nuestro apartamento se encontraba en un barrio industrial de clase trabajadora, a pocas calles de la fábrica en la que trabajaba mi padre, en la calle Lipowa. Había muchos chicos de mi edad. A veces se burlaban de mí porque yo me quedaba boquiabierto antes cosas que para ellos eran normales. Les gustaba mostrarse como chicos sofisticados que podían explicarle al ingenuo campesino cómo funcionaba todo en la gran ciudad. Sin embargo, en ocasiones se detenían conmigo a observar alguna maravilla que mis ojos captaban.

No pasó mucho tiempo hasta que hice amistades, y nos gustaba mucho inventar juegos. Uno de nuestros favoritos consistía en subirnos a los tranvías que recorrían la ciudad. Como mis nuevos amigos y yo no teníamos dinero, ideamos lo que considerábamos un modo extraordinariamente ingenioso de viajar gratis. Saltábamos al tranvía por el extremo opuesto a aquel en el que se encontraba el guardia. A medida que él se acercaba, recolectando y marcando los boletos de los pasajeros, al sector donde estábamos nosotros, nos preparábamos para escapar. Saltábamos del tranvía justo cuando el guardia nos alcanzaba, y luego nos precipitábamos hacia el otro extremo para repetir la travesura, al menos por algunas paradas más, hasta que nos pescaban. Nunca me cansaba de este truco.

El hecho de que yo fuera judío y mis nuevos amigos no, no parecía importarles. Solo importaba que compartiéramos nuestra osadía y la travesura.

Cracovia no era solo una ciudad histórica sino también cosmopolita y con gran actividad cultural, llena de cafés, teatros (incluyendo uno dedicado a la ópera) y salones de baile. Los ingresos modestos de mi padre no nos permitían acceder a ninguno de aquellos entretenimientos. Lo más cerca que estuve de la vida nocturna de Cracovia fue cuando llevaba y traía mensajes de un hombre en un cabaret a una mujer que vivía en el apartamento al lado del nuestro. La vecina me daba dinero para el boleto de tranvía, pero yo prefería caminar. Cuando llegaba al cabaret, le dejaba la nota al portero. Mientras esperaba la respuesta, espiaba dentro del local, esperando ver qué era lo que atraía a la gente allí noche tras noche. Nunca alcancé a ver demasiado, aunque sí escuchaba música típica polaca. Luego de un rato regresaba a casa y le daba a mi madre el dinero, ya que aun antes de la guerra escaseaba en mi hogar.

Mi papá estaba feliz de tener a su familia con él. Nos mostró orgulloso los alrededores de la fábrica, y David y yo siempre éramos bienvenidos cuando lo visitábamos en su trabajo. Si estaba muy ocupado, nos asignaba una tarea que nos llevara tiempo, como serruchar un tronco grueso por la mitad. El trabajo que nos daba no servía de nada, pero papá nos llenaba de elogios cuando las dos mitades caían al suelo. Él era un fabricante de herramientas y moldes muy hábil, y elaboraba repuestos para las máquinas que se dañaban y moldes para las botellas de vidrio que producía la fábrica. Era muy requerido por otros fabricantes de la zona por su habilidad. El orgullo que él sentía por su trabajo inundaba también nuestra casa, donde él era claramente el amo y señor del castillo, aun cuando el “castillo” fuera solo un apartamento modesto. Mi mamá trataba de satisfacerlo en todo; nosotros, los niños, estábamos en el segundo lugar de prioridad.

En los años en que estuvimos separados, mi hermano mayor, Hershel, había madurado al estar en compañía de papá. Bajo su tutela había sentado cabeza, conseguido trabajo y empezado a ahorrar dinero. Ahora Hershel era considerado y responsable, no problemático. Además tenía novia, así que, aunque había vuelto a compartir la vida diaria con nosotros, rara vez lo veíamos.

Nos acostumbramos rápidamente a la nueva vida en Cracovia. Nos concentramos en instalarnos y sentirnos a gusto juntos. Cuando comenzamos a enterarnos de la violencia y los disturbios en Alemania, fue preocupante; pero estábamos demasiado ocupados en nuestra vida cotidiana, y no teníamos tiempo para pensar en nada más. En septiembre de 1938 celebramos Rosh Hashaná, el Año Nuevo judío y Iom Kipur, el Día del Perdón, en una hermosa sinagoga, una de las más de cien que había en toda la ciudad. En Cracovia vivían alrededor de 60.000 judíos, aproximadamente un cuarto del total de la población. A mí me parecía que estábamos totalmente integrados a la vida de la ciudad. Ahora, a la distancia, me doy cuenta de que ya entonces había señales de los tiempos difíciles que llegarían.

En mi nueva escuela, un edificio enorme que albergaba a cientos de niños de mi vecindario, mi maestro de cuarto grado me señaló un día. Me llamó “Mosiek”, el diminutivo de Moshe. Primero me causó gran impresión: pensé que ese hombre debía conocer a mi padre, Moshe, y sabía que yo era su hijo. Me sentí orgulloso de que papá fuera tan conocido. Pero después me enteré de que el maestro no sabía quién era él, y que el apodo “Mosiek”, “Pequeño Moisés”, era un insulto destinado a cualquier niño judío, fuera quien fuera su padre. Me sentí tonto por haber sido tan crédulo.

A pesar de esto, mi vida continuaba absorbida por la escuela, los juegos, correr a la panadería para comprar una hogaza de pan o al zapatero para recoger nuestros zapatos recién remendados. Pero cada vez resultaba más difícil ignorar las graves noticias que llegaban sobre lo que estaba ocurriendo en Alemania.

El mes de octubre de 1938 comenzó con novedades preocupantes. Los periódicos, las emisoras de radio y las conversaciones en toda la ciudad solo se referían a Alemania y a su líder Adolf Hitler, el Führer. Desde su arribo al poder en 1933, Hitler y los nazis habían consolidado en poco tiempo el control de su país, silenciado a sus oponentes y comenzado una campaña para restablecer a Alemania como potencia mundial. Una parte central del plan de Hitler consistía en marginar a todos los judíos, convertirnos en “los otros”. Nos culpaba de todos los problemas, pasados y presentes, que sufría Alemania, desde la derrota en la Gran Guerra hasta la crisis económica.

Cuando Alemania anexó Austria en marzo de 1938 y ocupó la región montañosa de los Sudetes en Checoslovaquia seis meses después, la discriminación hacia los judíos se incrementó. La vida en esas regiones se volvió cada vez más precaria, debido a las numerosas restricciones.

Antes de que pudiéramos absorber todas aquellas novedades, fuimos golpeados por otras aún peores: por orden de Hitler, miles de judíos polacos, tal vez hasta 17.000, habían sido expulsados de Alemania. El gobierno nazi decidió que ya no eran bienvenidos y que no merecían vivir en suelo alemán. El gobierno polaco se mostró tan antisemita como los nazis y no permitió que los judíos expulsados pudieran retornar a su tierra. Nos llegaban noticias de que esos judíos languidecían en la frontera, en improvisados campamentos que eran una especie de “tierra de nadie”. Ocasionalmente algunos lograban sobornar a los guardias, cruzaban la frontera y se las ingeniaban para llegar a Cracovia o a otras ciudades.

En mi presencia, mis padres seguían minimizando la gravedad de la situación. “Hemos tenido antes los pogroms en el este”, decía mi padre con aparente indiferencia. “Ahora hay problemas en el oeste. Pero todo se arreglará, ya verán.” No sé si eso era lo que realmente pensaba, o si trataba de convencerse a sí mismo y a mi madre al igual que a mí. Después de todo, ¿adónde podíamos ir? ¿Qué podíamos hacer?

Después, llegó la peor noticia: en Alemania y Austria, en la noche del 9 al 10 de noviembre de 1938, las sinagogas y los rollos de la Torá que ellas albergaban fueron incendiados, y todas las propiedades judías fueron destruidas. Los judíos fueron ferozmente golpeados y cerca de un centenar murieron asesinados. Me parecía inconcebible que la gente se hiciera a un lado mientras sucedía algo tan terrible. La propaganda nazi difundió lo sucedido aquella noche como una demostración espontánea contra los judíos, en represalia por el asesinato de un diplomático alemán en París a manos de un joven judío llamado Herschel Grynszpan. Pronto nos dimos cuenta de que eso era solo la excusa que los nazis necesitaban. Usaron ese crimen para organizar una noche de violencia en todo el país. Más tarde, recibió el nombre de “la Noche de los Cristales Rotos”, en alusión a las miles de ventanas destrozadas en sinagogas, hogares y tiendas judías. De hecho, aquella noche se destruyó mucho más que unos cuantos cristales.

Deseábamos fervientemente que de algún modo los nazis tomaran conciencia y las persecuciones cesaran. Pero aun cuando mi padre trataba de convencerme de que estábamos seguros y que la situación se calmaría, por primera vez sentí miedo.

La posibilidad de una guerra se incrementó. Escuchaba hablar de ello en la escuela, en las calles, dondequiera que iba. Las noticias informaban que los representantes del gobierno polaco habían viajado a Alemania para reunirse con sus autoridades a fin de impedir una guerra. No importaba cuánto se esforzaran mis padres por protegerme del miedo creciente ante la proximidad de una guerra con Alemania; no había modo de que me lo ocultaran.

Cierta vez fui a la plaza principal de Cracovia a escuchar el discurso de un famoso general polaco, cuyo nombre ya no recuerdo. Se dedicó a alabar al ejército de nuestra nación, con extravagante orgullo. Destacó su valentía y prometió que, si había guerra, los soldados polacos no les darían a los alemanes que se atrevieran a invadirnos “ni un botón de sus uniformes”. Todos deseábamos creer que el valor de nuestros soldados podría de algún modo derrotar a los alemanes que llegaran con sus aviones y tanques. Estoy seguro de que mis padres y muchos otros tenían serias dudas al respecto, pero nadie quería parecer poco patriota ni sembrar alarma.

Durante el verano de 1939, toda Cracovia se preparó seriamente para la guerra. Cubrimos las ventanas de nuestro apartamento y yo ayudé a mis padres a sujetar los cristales con cinta para que no estallaran. Tratamos de acumular alimentos enlatados. Algunas familias se apresuraron a transformar sus sótanos o bodegas en refugios antibombardeos. Empecé a sentirme más ansioso que asustado durante todos estos preparativos y planes de emergencia. A diferencia de mis padres, no tenía idea de lo que era realmente una guerra.

En aquellos tiempos tumultuosos me acerqué más a mi hermano Tsalig. Como electricista autodidacta, era muy requerido por nuestros vecinos para que instalara redes de electricidad en sus sótanos. Creo que él sabía que yo necesitaba el consuelo de su presencia, porque a veces me dejaba acompañarlo y llevar sus herramientas. Yo quería ser como él y me gustaba cuando alguien nos miraba y comentaba lo mucho que nos parecíamos, incluso al caminar. Cuando alineábamos nuestros zapatos antes de acostarnos podía ver, por el modo en que se deformaban a la altura de los dedos, que en verdad caminábamos igual.

Algunos judíos se prepararon para la guerra abandonando Cracovia. Su razonamiento era que el este del país, más cerca de la Unión Soviética, sería más seguro que el oeste, tan próximo a Alemania. Una familia de nuestro edificio viajó en una barcaza por el río Vístula hasta Varsovia, más de 240 kilómetros al noreste. Antes de irse, el padre de esa familia le confió a mi papá la llave de su apartamento, seguro de que pronto regresarían. Nunca volvimos a verlos.

A medida que la tensión crecía día a día, mi mamá extrañaba cada vez más su pueblo y el apoyo de su familia. Después de todo, al seguir a mi papá, había dejado atrás a sus padres, tías, tíos, primos y parientes políticos en Narewka. Había hecho nuevas amistades, con mujeres cuyos esposos trabajaban con mi padre, pero estas relaciones no significaban para ella tanto como su familia. Yo amaba la vida en la ciudad, pero para mi madre había sido difícil acostumbrarse. Solo quería volver a su hogar. Sin embargo, jamás hubiera considerado irse sin el consentimiento de mi padre. Y él no podía imaginar dejar la vida que tanto le había costado construir para nosotros en Cracovia.

Poco antes del amanecer del 1º de septiembre de 1939, una alarma antiaérea me arrancó del sueño. Corrí desde mi cama a la otra habitación y encontré a mis padres allí, escuchando la radio. En tono sombrío, un reportero informaba los pocos detalles que se conocían hasta ese momento. Varios tanques alemanes habían cruzado la frontera e ingresado a Polonia; la Luftwaffe, la Fuerza Aérea alemana, había atacado un pueblo polaco en la frontera. La invasión comenzaba.

Mientras las sirenas antiaéreas sonaban con estridencia, mis padres, Tsalig, Pesza, David y yo nos apresuramos a bajar en fila por las escaleras hacia el sótano, donde nos reunimos con nuestros vecinos. En cuestión de minutos, escuchamos los aviones sobrevolándonos. Esperábamos que les siguiera el sonido de bombas explotando, pero curiosamente eso no sucedió. Cuando empezó a sonar la señal de que todo había terminado, volvimos a subir a nuestro apartamento. Espié por la ventana y solté un suspiro de alivio al ver que no había soldados alemanes cerca, solo una calma espeluznante que llenaba las calles. Cuando nos enteramos, dos días más tarde, de que Francia e Inglaterra habían declarado la guerra a Alemania, me sentí esperanzado. Seguro vendrían pronto a defendernos, pensaba. Pero no llegó ninguna ayuda en los días que siguieron.

El ejército polaco, a pesar de su valentía, no fue capaz de detener el flujo de soldados alemanes, que rápidamente avanzaron sobre Polonia hacia el este. Fue un colapso total, el fin de la vida que habíamos tenido en Cracovia.

En los primeros días luego del comienzo de la guerra, muchos hombres adultos, tanto judíos como no judíos, huyeron hacia el este, lejos del frente de batalla. Basándose en la experiencia previa de la Gran Guerra, todos daban por sentado que las mujeres y los niños estarían a salvo, pero que los hombres que estuvieran físicamente en condiciones serían capturados por el ejército alemán para realizar trabajos forzados. Mi padre y Hershel eran posibles candidatos a ser prisioneros, de modo que ambos decidieron unirse al éxodo y refugiarse en Narewka. Pero como el viaje sería más peligroso a medida que los alemanes avanzaran, y debido a que Tsalig, David y yo éramos aún demasiado jóvenes (o al menos lo parecíamos) para ser capturados, nos quedamos en Cracovia con mamá. Una mañana, precipitadamente, papá y Hershel se vistieron, empacaron algo de comida y, sin prolongar la despedida, se fueron. Hubo lágrimas, pero solo de quienes nos quedábamos. Me recuerdo mirando fijamente la puerta luego de que se cerrara, preguntándome cuándo volvería a verlos, o incluso si volvería a verlos alguna vez.

Cinco días después de aquella primera alarma antiaérea, oímos el rumor de que había guardias en los puentes sobre el río Vístula. Mi espíritu se animó. ¡Seguramente serían soldados franceses o ingleses que llegaban a rescatarnos! Detendrían a los alemanes, y papá y Hershel podrían regresar. Sin pedirle permiso a mi madre, porque sabía que no me lo daría, me escapé del apartamento para echar un vistazo. Quería ser quien llevara a mi familia la buena noticia de que ya no estábamos en peligro y que pronto volveríamos a reunirnos.

En medio de un silencio premonitorio, seguí mi recorrido habitual hacia el río. ¿Dónde estaba todo el mundo? ¿Por qué la gente no estaba en las calles, aplaudiendo y celebrando a los soldados que venían a defendernos? Cuando me acerqué al puente Powstancow y avisté a los soldados, aflojé el paso. Mi corazón pareció hundirse. Por las insignias de sus cascos, supe que esos soldados no eran franceses ni ingleses. Eran alemanes. Era el 6 de septiembre de 1939. Menos de una semana después de haber cruzado la frontera polaca, los alemanes estaban en Cracovia. Aunque aún no lo sabíamos, nuestros días en el infierno comenzaban.

El chico sobre la caja de madera. Memorias del sobreviviente más joven de la lista de Schindler

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