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I
El país conquistador.
ОглавлениеAntes de describir la situación y condiciones de la conquista espiritual realizada por los jesuítas sobre las tribus guaraníes, conviene sintetizar en una ojeada el estado del país donde aquéllos tuvieron origen y bajo cuya bandera ejecutaron su empresa, con el fin de no hallarnos de repente en su presencia, sin los antecedentes necesarios á toda investigación.
Ello es tanto más necesario, cuanto que hasta ahora el asunto se ha debatido entre los elogios de los adictos y las diatribas de los adversos—unos y otras sin mesura—pues para ésos y éstos la verdad era una consecuencia de sus entusiasmos, no el objetivo principal.
Tan escolásticos los clericales como los jacobinos, ambos adoptaron una posición absoluta y una inflexible lógica para resolver el problema, empequeñeciendo su propio criterio al encastillarse en tan rígidos principios; pero es justo convenir en que el jacobinismo sufrió la más cabal derrota, infligida por sus propias armas, vale decir el humanitarismo y la libertad.
Producto de la misma tendencia á la cual combatía por metafísica y fanática, el instrumento escolástico falló en su poder, tanto como triunfaba en el del adversario para quien era habitual, puesto que durante siglos había constituido su órgano de relación por excelencia, cuando no su más perfecta arma defensiva.
Uno y otro descuidaron, sin embargo, el antecedente principal—la filiación de la orden discutida y de la empresa que realizó.—Dando por establecido que los jesuítas son absolutamente buenos ó absolutamente malos, el estudio de su obra no era ya una investigación, sino un alegato; resultando así que para unos, las Misiones representan un dechado de perfección social y de sabiduría política, mientras equivalen para los otros al más negro despotismo y á la más dura explotación del esfuerzo humano.
No pretendo colocarme en el alabado justo medio, que los metafísicos de la historia consideran garante de imparcialidad, suponiendo á las dos exageraciones igual dosis de certeza, pues esto constituiría una nueva forma de escolástica, siendo también posición absoluta; algo más de verdad ha de haber en una ú otra, sin que pertenezca totalmente á ninguna, pero es mi intención que el lector y no yo saque las consecuencias del fenómeno descrito, y por bien servido me daré si hay coincidencia.
Tampoco creo que reporte perjuicio á nadie el examen preliminar antes indicado, y aun cuando así fuera, estoy completamente seguro que no ha de causarlo á la verdad. El estudio de la conquista requiere ese capítulo previo, que todas nuestras historias han descuidado, y que da en síntesis, así como la semilla al árbol futuro, el sucesivo problema de la Independencia. Lo más importante que hay en historia, es el origen de los acontecimientos, si se quiere explicarlos por medios humanos y clasificarlos en un orden cualquiera, dependiendo de este concepto científico la rectitud de relaciones entre el autor y el lector. Así la lógica viene á ser un organismo fecundo, no una mera construcción dialéctica.
El conocimiento del estado en que se encontraba España al emprender y realizar la conquista, resulta, pues, indispensable para apreciar este fenómeno con claridad, puesto que fué naturalmente una consecuencia de aquél.
Al descubrirse el Nuevo Mundo, España vacilaba entre el feudalismo declinante y la nacionalidad naciente, como el resto de los países europeos, agravada, sin embargo, esta situación de crisis, por un fenómeno especial de la mayor importancia. Quiero referirme á la impregnación morisca, que habían efectuado en su pueblo los ocho siglos de dominación sarracena.
Es innecesario demostrar que ningún pueblo sufre en veinte generaciones la conquista, sin resultar poco menos que mestizo del conquistador. Por resistido que éste sea, por mucho que se le aborrezca, á la larga establece relaciones inevitables con el vencido. Ellas son tanto más rápidas, cuanto es en mayor grado superior la civilización de aquél, pues une entonces al hecho consumado por la fuerza, la seducción que ejercen las artes de la paz. Tal sucedió, precisamente, con la conquista mahometana.
Sabido es que desde la confección y ejercicio de las armas, elementos tan capitales entonces, hasta los principios de las ciencias naturales, y las matemáticas introducidas por ellos en Europa, los árabes sobrepujaron decididamente al pueblo avasallado, estableciendo sobre él su dominio con tan decisiva ventaja. El feudalismo facilitó la impregnación, al celebrar los señores frecuentes alianzas con el enemigo común, para desfogar rencores ó dirimir querellas de vecindad; y así como las cotas de nudos, que trenzaban con lonjas brutas los guerreros godos, cayeron ante las hojas de Damasco, la rudeza nativa cedió al contacto de la cultura superior.
Rasgos étnicos que todavía duran, con mayor abundancia donde fué más intensa la conquista y donde el ambiente es más propicio á su conservación, sin dejar de revivir por esto en las otras regiones con intermitencias suficientemente reveladoras; el idioma, es decir lo último que ceden los pueblos conquistados, como lo demuestran polacos y albaneses, invadido de tal modo, que ni la reacción implícita en la adopción del dialecto aragonés y castellano como lengua nacional, ni la transformación latina de los humanistas, pudieron abolir desinencias, prefijos característicos, y hasta elementos tan genuinamente nacionales como las expresiones interjectivas, pues nuestro deprecatorio Ojalá es textualmente el «In xa Alá» (¡si Dios quiere!) de los sarracenos. La misma nobleza terciada de sangre judía, según lo propalaba un libelo contemporáneo, el Tizón de la nobleza de Castilla, atribuido al arzobispo Fonseca, que aun exagerando, por algo lo diría, así le hubiera inducido, como se pretende, un resentimiento nobiliario: todos éstos son elementos bastantes para demostrar la impregnación.
La independencia fué un desprendimiento lógico del tronco semita, el eterno fenómeno de la mayoría de edad que se produce en todos los pueblos, mucho más que un conflicto de razas.
Comprendo que sea más dramático y más susceptible de inflamar al patriotismo, aquel puñado de montañeses asturianos que empezó la heroica reconquista; mas los aragoneses tienen cómo oponer, y por iguales motivos, la cueva de San Juan de la Peña á la de Covadonga y Garci Ximènez á don Pelayo...
Algo de eso hubo sin duda, pero las guerras de independencia nunca son un arranque de aventureros; y en aquel choque, colaboró decisivamente el mismo elemento semita, el árabe español, que daba contra su raza por amor á su tierra natal. Tres siglos bastaron para producir el mismo fenómeno con los españoles en América: ¡cuánto más no alcanzarían ocho en la Península, y mezclándose el factor religioso para precipitar la separación!
El movimiento patriótico es, pues, bien explicable, sin necesidad de recurrir á la guerra de razas, para dilucidar cómo España consiguió su independencia del árabe, siendo substancialmente arábiga; pero sin profundizar mayormente la tesis, puede sostenerse con verdad que los dos pueblos en su largo contacto (la guerra lo es también, hasta en términos específicos) se impregnaron mutuamente, engendrando un tipo que, sin ser del todo semita, no era tampoco el ario puro de los demás países de Europa.
Como es natural, los rasgos comunes de los antecesores se robustecieron al sumarse, caracterizando fuertemente al nuevo tipo. El proselitismo religioso-militar, que había suscitado en el Occidente las Cruzadas y en el Oriente la inmensa expansión islámica; el espíritu imprevisor y la altanera ociosidad característicos del aventurero; la inclinación bélica que sintetizaba todas las virtudes en el pundonor caballeresco, formaban ese legado. Rasgos semitas más peculiares, fueron el fatalismo, la tendencia fantaseadora que suscitó las novelas caballerescas, parientas tan cercanas de las Mil y Una Noches;[3] y el patriotismo, que es más bien un puro odio al extranjero, tan característico de España entonces como ahora.
Creo oportuno recordar á propósito que el semitismo español no era puramente arábigo. Los judíos tenían en él buena parte, y sus tendencias se manifiestan dominadoras en algunas peculiaridades, como esa del patriotismo feroz.
Ellos y los árabes, resistieron cuanto les fué posible al destierro, prueba evidente de que se hallaban harto bien en la Península. Vencidos, perseguidos, humillados, sin esperanza de riqueza material siquiera, sólo la atracción de la raza puede explicar su constancia. Consideraban su patria á España, lo soportaban todo por vivir en ella—no digamos años sino siglos después de la derrota,—sin la más lejana idea de reconquista ya, dejando rastros de esta invencible afección en toda la literatura contemporánea.
Los moros nunca abandonaron sus costumbres del todo, no digamos ya en las Alpujarras donde disfrutaban de una autonomía casi completa, sino en el resto de la Península y bajo su forzada corteza de cristianos; igual sucedía con los hebreos, continuando esto, profundamente, la impregnación que la guerra había abolido en la superficie.
Además España, militarizada en absoluto por aquella secular guerra de independencia, se encontró detenida en su progreso social; y este estado semibárbaro, que luego trataré detalladamente, unido al predominio del espíritu arábigo-medioeval antes mencionado, le dió una capacidad extraordinaria para cualquier empresa, en la que el ímpetu ciego, que es decir esencialmente militar, fuera condición de la victoria.
Carlos V sueña entonces la monarquía universal, que no era sino una transposición en el terreno político, del sueño de la Iglesia universal, ó si se quiere, su realización consecutiva; pero la Iglesia sostenía también un ideal semita, puesto que el Cristianismo, originariamente hebreo, era una prolongación de la ley mosaica, y pretendía realizar por cuenta propia las promesas de dominación universal, contenidas en ella para los hijos de Israel.
No faltaron al absurdo proyecto las coincidencias, que en ciertos momentos históricos parecen acumularse con milagrosa oportunidad en torno de un hecho cualquiera, bien que ello no demuestre sino una convergencia de causas más ó menos ocultas, al efecto que las caracteriza. Así el desequilibrio morboso, necesario para concebir como realizable ese sueño enfermizo también, tuvo en Carlos V y Felipe II dos augustos representantes.
La hipocondría hereditaria,[4] que produjo en uno el místico desvarío de la abdicación, y en el otro la torva displicencia que sombreó todas sus horas, engendró en ambos la misma ambición desatinada, quizá como una válvula de los tormentos atávicos; y así, fracasado el plan del Emperador entre las ruinas de un mundo que se desmoronaba, nació en Felipe II la idea del Imperio Cristiano. Era una reducción del mismo sueño, después de todo grandioso, pues contaba para efectuarse con el dominio de medio mundo. España y sus posesiones constituían la base de aquel designio, que si fracasó en su parte internacional, tuvo sobre el pueblo la influencia más desastrosa.
Aquellos absolutistas, como nuestros demócratas de ahora, pretendían conformar los acontecimientos humanos á principios metafísicos, tomando por norma el ideal católico, del propio modo que éstos pregonan su república universal sobre el concepto de una fraternidad abstrusa. Ambos caminos que conducen fatalmente al despotismo, como lo demostró tan claro el final imperialista de la Revolución, trastornan en la mente de los pueblos toda noción de progreso recto, y extravían á poco toda idea de libertad, substituyéndola por la rigidez de un principio unitario, cuando su desideratum racional es una constante variedad dentro del orden.
Los pueblos, que cuanto más ignorantes son, sienten más hondo el influjo de las capas superiores, pues se encuentran más desprovistos de medios de defensa y de apreciación, no tardan en conformar su vida al principio dominante que se les sugiere como ideal; proviniendo de aquí la importancia que tienen en su vida, las ideas fundamentales cuyo respeto se les ha imbuido. Á los conceptos falsos en la mente, corresponde casi siempre la falsedad de conducta, pues ideas y sentimientos son como vasos comunicantes en los que no puede alterarse parcialmente el nivel.
El Imperio Universal, y su sucedáneo el Imperio Cristiano, tuvieron consecuencias desastrosas sobre el pueblo, como que pretendían la supervivencia de un estado artificial; y de este modo, pronto desaparecen á su sombra todas las virtudes que constituyen el término medio común de las sociedades normales, para ser reemplazadas por las condiciones heroicas, es decir de excepción, necesarias al sostenimiento de un estado antinatural.
Por lo demás, la planta arraigó pronto, encontrando terreno propicio en las tendencias dominantes del pueblo, pues aquellas dos monstruosidades políticas fueron, ante todo, aventuras de paladines.
Bajo ese estado de crisis, mal cimentada aún la nacionalidad; el derecho en pleno conflicto de los fueros consuetudinarios con la unificación monárquica; el ideal absolutista en pugna con el sentimiento federal; el feudalismo que caía, poderoso aún, y el pueblo que se levantaba respetable; en esa crisis, el Descubrimiento produjo una inundación de riquezas. No podían llegar en peor momento para los destinos de la Península, pues fueron un tesoro en poder de un adolescente.
El equilibrio á que tendían aquellos antagonismos, y que hubiera llegado á establecerse después de las naturales oscilaciones, quedó roto para siempre asegurando el triunfo de la política absolutista. Floreció el pernicioso tema de la monarquía universal; y como el éxito no estaba en relación con el esfuerzo, el pueblo, falto del sensato reposo que da el trabajo para gozar de sus frutos, se entregó ciegamente á la dilapidación de su lotería.
De tal modo, las tendencias de raza, el sentimiento religioso, el concepto político, la misma obra de la independencia con su carácter de militarismo exclusivo, la ignorancia general y el interés como remate, constituyeron al pueblo español sobre un patrón heroico, que sustituyó á la honradez con el pundonor y al deber con el entusiasmo. Admirable máquina de guerra, la conquista formaba naturalmente su ideal, y el destino le deparaba, con el Descubrimiento, un mundo entero en qué realizarlo.
El siglo XVI fué el siglo del Conquistador. Al comenzar la Edad Moderna, éste continuó el espíritu de la Edad Media. Obligado á ser valeroso únicamente, pues era el defensor de la sociedad, que á la sombra de sus armas trabajaba, y exento de todo otro esfuerzo y de toda contribución, puesto que daba la de su sangre por labradores y artesanos que costeaban gustosos su franquicia, todo se aunó para constituirlo en ser privilegiado. El instinto aventurero que las Cruzadas aguzaron hasta la locura, le dominaba enteramente. La bravura, que después de todo era la única condición de sus empresas y la garantía de su éxito, constituyó para él un culto; y siendo solamente bravo, degeneró con toda facilidad en cruel. La misma cortesía, que fué el rasgo amable de su condición romántica, se tuvo por nada mientras no pudo tributar vidas de hombre á la prez de la dama preferida. Poco á poco, los trofeos de honor se convirtieron en su único salario, y como la guerra lo justificaba todo, el pillaje fué para él ocupación lícita; despojó á mano armada, los derechos más írritos, como el de fractura que enriqueció á tantos feudos ribereños, consagraron sus demasías, y la protección á los bandoleros, flor de sus huestes, fué tan celosamente conservada, que sólo bajo Felipe II, las Cortes de Tarazona dieron á los oficiales reales potestad de penetrar en los señoríos persiguiendo malhechores.
Con la ambición se hermanaban en su espíritu dos pasiones correlativas—la superstición y el juego, siendo éste al fin y al cabo un estado de guerra, en el cual, como en los trances bélicos, son elementos decisivos de triunfo la audacia, la oportunidad y la astucia; nada diré de la superstición, que fué la enfermedad espiritual característica de la Edad Media, y quizá la más lúgubre forma de la inquietud. Ya se sabe, por otra parte, que el jugador de raza es, sobre todo, supersticioso. La inquietud de la Edad Media, que avivaron de consuno iras celestes explotadas por la ambición de los monjes, y conflictos de mundos, como aquella eterna y nunca resuelta amenaza del Asia—exasperóse hasta la angustia en el alma sencilla del paladín.
Magias tenebrosas, importadas por órdenes como la del Temple, en cuyo exterminio tanto influyó el miedo; pestes atroces, de procedencia igualmente oriental; la alquimia cuyos prestigios confinaban con la brujería; el peligro enorme que implicaba el dominio de España y del Mediterráneo por fuerzas asiáticas; las leyendas de leprosos siniestros, que atravesaban la Europa con mensajes de inteligencia entre los sarracenos de Asia y los de España, para una acción conjunta de la cual era sagaz avanzada el comercio judío; la astronomía convertida en un simbolismo aterrador—todas estas circunstancias dieron á la superstición un vuelo inmenso.
Es un hecho averiguado ya, que los Cruzados sufrieron su contagio oriental, mucho más definido por cierto en España, donde el contacto no fué ocasional y meramente guerrero, sino habitual durante ocho siglos: otra circunstancia que acentúa los caracteres del aventurero español. Aquel contagio, no hizo sino avivar en el ánimo del paladín los rasgos fundamentales, puesto que provenía también de una civilización aventurera. Armas civilizadas, éste no las tenía para luchar con el terror que torturaba su espíritu. Toda su ciencia se reducía al blasón, la cetrería y las armas; la filosofía era una especialidad del monasterio; el arte una tarea de villanos y de vagabundos. No le quedaba, entonces, otro refugio espiritual que la fe. En ella se exaltó su bravura y se robusteció su superstición, puesto que era una fe ignorante; y de ella resultó otro rasgo también saliente de su carácter: la tenacidad.
Intrépido, no tenía en ello escasa parte su ignorancia, pues lo cierto es que en fuerza de creer pequeño al mundo, los descubridores se arriesgaron á la empresa que lo agrandó.
El orgullo de raza, despertado por las victorias sobre el infiel, agregaba otro motivo á la bravura; y tal conjunto de cualidades y defectos, entre los que sobresalían el coraje y la superstición, dieron igual fondo imperioso á su carácter y á su ideal. Éste era en lo cercano la fama y en lo remoto la religión, es decir dos pasiones. De aquí la intolerancia dominadora y la ausencia completa de espíritu práctico.
Idealista, la empresa que acomete no le interesa, sino porque puede darle timbres de honor; supersticioso, tiene el alma predispuesta á la fantasía de las tierras encantadas; bravo, la empresa más difícil le parece poco para ilustrar su nombradía; ignorante, carece de los puntos de comparación que podrían arredrarle, demostrando lo excesivo del esfuerzo.
Las grandes expediciones, sin consecuencia hasta hoy, ni aun á título de dato geográfico, cual la de aquellos temerarios aventureros que se cruzaron la América desde Quito á la boca del Amazonas; las exploraciones quiméricas en busca del clásico Eldorado, ó de las inhallables ciudades de los Césares,[5] revelan en el conquistador, de una manera concluyente, al paladín medioeval. Eran las Hircanias y Guirafontainas de Amadises y Gaiferos.[6]
Esa aventura de la conquista fué una prolongación, por otra parte, del estado militar en que dejó á España la guerra con el moro, sirviéndole á la vez de estímulo, en contraposición al interés civil y al progreso, afectados por el militarismo exclusivo. Después de todo, el Descubrimiento había sido una consecuencia de esa situación.
Cerrado, ó estorbado á lo menos, el acceso del Mediterráneo por la amenaza turca, la piratería trasladó al Atlántico su campo de acción, familiarizándose con la alta mar; y buscando por ella una senda de travesía, para evitar la obstruida ruta de las Indias, se dió con el Nuevo Mundo. Así, el tipo del paladín y el acto del Descubrimiento, fueron natural consecuencia de un estado social y político, no una excelencia de raza ni una invención genial. El prestigio del aventurero reside en lo pintoresco, tanto más acentuado cuanto es más discorde con su tiempo; y el mérito de la empresa estriba puramente en su audacia; pero tanto el hombre como la acción, son dos accidentes históricos, sin ninguna importancia intrínseca excepcional.
Ella está, para mi objeto, en la expansión que dió al proselitismo religioso-militar y al afán de riqueza inesperada, peculiares de la empresa aventurera, haciendo de España el país conquistador por excelencia.
Doble prueba de su especialidad en tal sentido, es su éxito y el fracaso de las naciones restantes. La tentación era demasiado fuerte, en efecto, para que éstas no intentaran un lance igual. El resultado les fué adverso, y no se diga que por falta de marinos. Inglaterra tuvo entre los mejores á Drake y á Frobisher; Italia, sin contar el Descubridor, á Vespucio, Corsali, Verrazzano y Marco Polo; Francia á Cartier, Roberval y Ribaut; sin contar aquellos bravos portugueses, cuya fama envolvía al globo en red de hazañas, desde el Catay famoso al bárbaro mar del África.[7] No llegaron ni con mucho á operar en la misma escala que los españoles, y tanto Cortés como Pizarro siguen siendo el modelo del Conquistador.[8]
Es que la conquista, por lo que tenía de quimérico, de colosal, de problemático, era una empresa medioeval, cuyo cumplimiento requería espíritus y tendencias medievales. Las demás naciones empezaban ya su evolución moderna, modificando rápidamente la antigua estructura; se hallaban en condiciones inferiores ante el caso especial, que requería las peculiaridades abandonadas. Más calculadoras y utilitarias, fracasaron en eso, porque progresaban en sentido moderno; y si no acrecieron la honra, aumentaron el provecho, mientras los otros realizaban el viejo ideal, alcanzando la miseria en la plenitud de su gloria estéril.[9]
Para abrir el Nuevo Mundo, se necesitaba conquistadores, es decir hombres de aventura que realizaran en un año lo que el colono, sedentario por naturaleza, habría efectuado en un siglo. Y sólo España tenía conquistadores. Los demás países, al volverse industriosos y comerciantes, se tornaron colonizadores, siendo la colonia y las instituciones representativas, consecuencias políticas del período industrial.[10] Así se explica cómo habiendo ejecutado España la apertura del Continente, fueron otros los que disfrutaron de su riqueza en definitiva.[11] El oro de América no enriqueció propiamente á España, puesto que no se transformó para ella en ramos permanentes de producción; pasó á su través como por un cedazo demasiado ralo, sin dejarle más que un residuo insignificante. En cambio le quitó, por medio de la selección violenta que efectuaron de consuno las aventuras y las quimeras, la población más viril; resultándole desastroso aquel oro que le compraba su sangre.
La consecuencia es mucho más terrible, si se considera que junto con los elementos mejores, perdía la esperanza de reaccionar, siendo aquello un fenómeno análogo al encadenamiento de procesos destructores que mina los organismos en decadencia.
Producto de la Edad Media que moría al empezar la conquista, el aventurero llevó al principio la ventaja, aunque para el concepto medioeval del paladín, es decir, del guerrero exclusivo á quien sucedía, sea ya un tipo de decadencia; pero al correr los años, el colono se sobrepuso lentamente hasta vencerlo, por su mayor conformidad con las tendencias dominantes; y los resultados de uno y otro tipo, con sus respectivos métodos de ocupación, quedan patentes en ambas Américas. La del Norte, al libertarse, produce sobre todo hombres de gobierno; si por algo peligra allá la libertad, es por carestía de militares. Acá, es todo lo contrario; sobran guerreros y faltan estadistas. Tal las consecuencias acarreadas por el predominio respectivo del colono y del conquistador. Ambos fueron lógicos en el momento de la conquista, porque éste era de transición, mas el uno fincaba su prestigio en el pasado, mientras el otro contaba con el porvenir.
Entretanto, los privilegios feudales pasaban al pueblo, que había combatido con el Rey contra los señores, bajo la forma de empleos en la administración, en la Iglesia y en el ejército. Pero esta alianza no quitó al privilegio nada de su carácter odioso, y hasta agravó su daño al difundirlo, determinando en el carácter nacional un individualismo agresivo, que hizo de cada español un pequeño tirano, mucho más cuando á esto se unía un enorme orgullo de raza, en el cual colaboraron el fatalismo de cepa oriental y el egoísmo del conquistador afortunado.
Junto con los poderes feudales, pasó al pueblo el ideal guerrero, con tanta mayor facilidad cuanto que aquél acababa de ser soldado con el Rey. El clero fué separándose cada vez más de Roma, para colocarse al lado del monarca, siguiendo la inclinación y las conveniencias que emanaban de su origen popular; por último el empleado, sobrepujó su exclusiva condición de amanuense, cuanto terminó la era puramente militar, convirtiéndose en un resorte esencial de gobierno, al acrecer su importancia la administración en la nacionalidad unificada. La Iglesia, la administración, y el ejército proporcionaron, pues, las profesiones más lucrativas, señaladamente este último. Los hombres de más talento y de mayor ilustración, enganchábanse como soldados rasos, tal era la estima en que se tenía á la carrera militar; pero semejante limitación profesional, aparejaba el desdén de la agricultura y del comercio. En estas ramas de la actividad no había nobleza, es decir privilegio, careciendo de importancia por consiguiente para el hidalgo—y el hidalgo formaba legión. En ciertas partes la hidalguía era un derecho de nacimiento.
Los semitas, excluidos de esas tres profesiones honoríficas, buscaron en el trabajo de la tierra y en el comercio, que por único recurso les quedaban, fructuosa compensación; y la necesidad dominó su indolencia oriental. Los judíos compraban la recaudación de las rentas y tributos reales, volviéndose doblemente odiosos al asumir este carácter fiscal, que era lo más aborrecido por un pueblo á quien las exacciones agobiaban; y para colmo sus hijas, á costa de crecidas dotes, enlazábanse con nobles tronados, según lo refiere el ya conocido Tizón de la nobleza de Castilla, iniciando esa conquista comercial del título, tan detestada en todos los tiempos y en todos tan eficaz.
El contraste alarmó bien pronto á los invadidos. La soberbia de raza no pudo tolerar aquellas fortunas. La religión atizó el descontento con su odio tradicional, y la expulsión, otra consecuencia absolutista, dió á España la unidad de la miseria, que por cierto no había buscado. España desapareció como país productor, y sobre el erial que diariamente aumentaba, en aquella lucha por la esterilidad, consecuencia de un ideal estéril, imperó como señor natural el hidalgo haragán y soberbio, para quien el tiempo fué arena que dejaba escurrirse al desgaire entre sus dedos, mientras mascullaba, susurrando coplas, el mondadientes simulador de meriendas; flotante en la altivez de su ojo arábigo un ensueño de Américas dilapidadas; su sangre hirviendo con la sed de fiestas crueles; su corazón arponeado por amores morenos; gran rodador de escudos, botarate magnífico, tan capaz de un heroísmo como de una estafa; místico bajo la cota, guerrero bajo la cogulla, y pronto siempre á tapar el cielo con el harnero de su capa familiar.
Nadie sintió el estrago, mientras duraron las empresas militares y la embriaguez de victoria que produjeron. Todo parecía conjurarse para realizar el ensueño de riqueza mágica, en las pintorescas regiones donde vestía de oro á su dueño la desnudez de la espada. Pero al producirse la contracorriente conquistadora, en los comienzos del reinado de Felipe II, comenzó el fracaso. La conquista no dió abasto ya para la satisfacción del ideal nacional. Cubiertos de heridas sin gloria por anónimas saetas de bárbaros; con un culto tal del coraje, que las milicias castellanas consideraban cobardía el atrincherarse; curtidos por su desamparo solar de ascios, que habían carecido hasta de su propia sombra; más bravíos, si cabe, al contacto de la breña virgen; orgullosos de haber sobrellevado peligros que semejaban fantasías de leyenda, volvían á arrastrar su fastidio en el suelo natal asaz estrecho.
Los pobres, se habían endurecido demasiado para doblegarse al yugo del trabajo, en su intimidad con los fierros de pelea; los ricos, se apresuraban á vaciar la escarcela en la carpeta. El desprecio del oro conseguido en la guerra, que no era sino una indirecta ostentación de valor, engendraba el desdén hacia toda aplicación productiva. Por nada de este mundo habría degenerado el héroe en comerciante ó en labrador. Acabada la fortuna, lo que acontecía en un tiempo harto breve, si estaba aún vigoroso volvía al teatro de sus hazañas; si viejo, se moría tranquilamente de hambre en su nostalgia de aventuras ultramarinas, ó se metía asceta, para liquidar en la atrición sus cuentas de sangre y de saqueo, pero sin que la reacción fuera jamás hacia el trabajo, penuria de siervos y de gañanes.
El raudal de sangre pura que atravesó el Océano, tornaba viciado por gérmenes de disolución, mucho más activos á causa del trasplante; y aquella diseminación de aventureros, corrompidos por esa atroz libertad de instintos que fué la conquista en el Nuevo Mundo, causó tanto daño á la Península como la invasión gitana, y el azote de las plagas inmundas con las cuales fué sincrónica.
La decadencia industrial de España asumió los caracteres de un derrumbe, tan brusco cual lo fué el abandono en pos del ideal conquistador. Cesaron las exportaciones de tejidos en lana y seda, de cerámica[12] y otros artículos, que durante la época arábiga iniciaron transacciones con Sicilia y Cerdeña, adquiriendo mayor importancia en los mercados flamencos y alemanes. La química industrial, aplicada á explotaciones como la del oleum magistrale y la potasa que surtían á Inglaterra, desapareció con los restos de la cultura morisca. El desierto y el bosque avanzaron sobre huertas y sembradíos; y no parece sino que una intención simbólica, bautizó al monumento clásico de la monarquía con el nombre del escorial.
El fanatismo religioso que precipitó la despoblación, y los impuestos excesivos, contribuyeron á matar el progreso español, presentándose como consecuencias del absolutismo. La importancia comercial de España había sido tan grande, que las naciones tenían adoptado por código marítimo internacional el Llibre del Consulat de Mar, promulgado en Cataluña, aceptando además como meridiano inicial el de las Azores. La absorción militar de esos centros parciales de cultura, anuló el progreso que habría sobrevenido, al incorporarse todos ellos en la nacionalidad común, viniendo á ser la unidad un azote para la Península; por otra parte, la conquista, al emplearse en ella lo más selecto de la población, arrastró á América los mejores industriales, y de consiguiente su industria, explicando esto cómo Méjico tuvo canales dos siglos antes que Inglaterra, y telares de seda en 1543; y cómo en tiempo del viaje de Humboldt se fabricaba pianos en Durango, mientras en España no había ya quien los hiciera.
La concentración de productos brutos que iban de América en cantidades inmensas, limitó la especulación comercial á un intercambio de materia prima y manufacturas extranjeras, prolongando el régimen medioeval de las transacciones en especies, al paso que toda la Europa salía completamente de él.
Bálsamos, maderas, alimentos tan preciados como el azúcar, plumas, pedrerías, pastas preciosas, artículos de fantasía que la riqueza extranjera pagaba sin regateos, llevaron á España el oro del mundo; improvisáronse fortunas colosales, los precios subieron hasta lo fabuloso. El rezago aventurero de la Edad Media que acababa, buscó aquel centro natural de reunión, agregando á la conquista su turbia gloria los mercenarios de toda la Europa, desde el lansquenete con su táctica famosa, hasta el griego insular con sus clásicas piraterías.[13]
Combustibles en una hoguera, aumentaban el esplendor fugaz; pero sus heces contribuyeron no poco á obscurecer el cuadro de la decadencia, á cuyo fondo tenebroso añadía el contrabandista gitano las escorias de su fragua clandestina.
La fácil transacción de toma y daca mató á la industria, ocasionando con su magnificencia retrospectiva, una vez pasado el torbellino, la continuación del sistema que produjo la decadencia. Los buques españoles abandonaron los puertos europeos, para largarse hacia las nuevas costas, cediendo el campo al comercio inglés. Éste dominó de tal modo y tan rápidamente en la misma Península, que en 1564, el gobierno español, en represalias de ciertas piraterías británicas, detuvo en sus puertos treinta buques ingleses con más de mil marineros. La industria española, que hubiera podido surtir al Nuevo Mundo, sucumbió en la persona de sus artesanos, contagiados por la fiebre aventurera, siendo sustituida por la británica[14] y volviendo más amargo el despertar de aquel ensueño de grandeza. Éste dominó contra todo. Tentación lograda, su prestigio subsistía en las mentes que trastornó, y si se tiene en cuenta las predisposiciones nativas, es fácil comprender lo imposible de una reacción. La fantasía suplió con sus creaciones al perdido fausto; el orgullo heredó de gloria á la nación; la tenacidad característica incrustó para siempre en su ánimo ese culto del pasado, que no impone responsabilidad alguna al deudo, por ser esencialmente decorativo.
El gobierno, aun siendo tan poderoso, defirió á las inclinaciones nacionales con mayor fuerza quizá, siguiendo una tendencia genérica. Efectivamente, «gobernar» en su acepción política, es la expansión metafórica de un vocablo náutico—en realidad dirigir el buque,—pudiendo continuarse la metáfora en sentido psicológico, si se aplica á la situación del timonel. Éste y el gobernante se encuentran realmente en la popa de la nave, no estando entonces llamados á descubrir las nuevas tierras; y he aquí por qué solicitar de los gobiernos iniciativas revolucionarias, equivale á sacarlos de su cometido.
Aquella monarquía peninsular, que ni con mucho podía ser calificada de progresista, dado su ideal absoluto y su concepto puramente militar del mando, tenía además en la ignorancia pública una garantía de impunidad á todo abuso. Excedióse, pues, en sentido retrógrado, y la acción depulsora, que es común á todas, fué decidida contramarcha en ella.
Las fortunas, pasajeras como es natural en un medio de pura especulación, y con tan rápida decadencia, desclasificaron, tanto en su elevación como en su caída, otra buena parte del pueblo; y la libertad de testar, adquirida por sucesivas desviaciones del derecho foral, durante el siglo XVI, agravó la perturbación; pues los señores la aprovecharon para heredar de preferencia á sus mancebas y bastardos. El azar se volvió entonces un arbitrio económico, disminuyendo, hasta perderse, toda noción de prosperidad normal. El empleado fué el único que siguió lucrando, en una administración cada vez más complicada por la necesidad de encontrar recursos en el impuesto, es decir, cada vez más artificiosa. Foro, clero y ejército eran sus campos de explotación, y cada uno tuvo su peculiar habitante.
En sus marchas á través de la Europa y del Asia, el soldado se había vuelto el transeúnte del mundo. La azarosa colección de aquellas milicias, que preludiaban en manera tan informe á nuestros ejércitos regulares; el carácter de esas guerras, con el bandolerismo nómade de los mercenarios que acudían á ellas como á una caza montes; la división en mesnadas, completamente análogas á las corporaciones de bandidos, con quienes las confederaban sus señores, hicieron de la vagancia una costumbre militar, á la cual contribuía con su ligereza específica la miseria del soldado. Éste la aceptó sin gran repugnancia. Recorrió el globo trampeando, pues el saqueo constituía su jornal; la vida errante le desvinculó de familia y patria; el ocio aventurero atrofió su capacidad productiva; el desamparo en semejante medio, llevó al auge su trapacería y sus mañas; y la adaptación á semejantes condiciones, tanto como el abandono de toda virtud pacífica, dieron predominio absoluto en su carácter al ingenio y al valor.
Con desenfado igual combatían por el Papa y mezclaban hostias al forraje de sus caballos; cálices y copones, teníanlos por vajilla de cantina; las vírgenes del Señor eran los pichones de su cuaresma; de emparejarles la apuesta, habrían volcado la bola del mundo en sus cubiletes. Langostas de la guerra, mucho más temibles que los enjambres alados, la tierra fué el rastrojo que se comieron. Durante años y años se los había visto pasar bajo los estandartes y las picas, como á través de escueta vegetación, repercutiéndoles en el enjuto estómago los tambores de piel de hombre; provocando el bigote con sus petulantes antenas; cubiertos de remiendos internacionales sus calzones de estambre y sus jubones de cordobán; limpios sólo de sable y de bolsillo; mordido de herrumbre el peto, el birrete de hierro apuntado por la mecha del arcabuz.[15]
Como ejemplo realmente épico que preludia dignamente la Conquista bajo su faz militar, debe de citarse siempre las nunca bien celebradas expediciones de los almogávares ó veteranos catalanes, que bajo las órdenes de Roger de Flor llevaron su contingente al imperio bizantino de los Paleólogos, amenazado hasta la ruina por los belicosos principados en que se había dividido el vasto imperio de los sultanes selyúkidos.
Llegados á Constantinopla en 1302, como salvadores del imperio, en ventajosa sustitución de la célebre guardia escandinava de los Værings, muy decaída por otra parte á la sazón, el emperador nombra á su jefe megaduque de la escuadra, otorgándole así el cuarto rango del imperio, y le casa con una princesa sobrina suya. Así asegurados, parten los almogávares para Cyzica, que toman como base de operaciones, iniciando éstas por la Anatolia y la Mysia. Una marcha triunfal, que dados la comarca y sus recursos resulta verdaderamente maravillosa para aquellos seis mil aventureros, gota de agua en el movedizo océano de las tribus sarracenas, les da el dominio de la Lidia y del valle del Hermos, al paso que sus galeras van haciendo paralelamente el periplo del Egeo. Ninfea, Meagnesia, Éfeso, todas las ciudades de la grande historia romana y cristiana, caen en su poder. Intérnanse más todavía, en las regiones casi legendarias de la Pisidia, la Licaonia, la Frigia, la Caria y la Capadocia, hasta el célebre desfiladero de las Puertas de Hierro, que da entrada por el macizo del Tauro á la Cilicia marítima. Regresan, después de haber impuesto con el de su fama el respeto del nombre bizantino en tan dilatado país, y traicionados por el emperador á quien parecieron ya temibles con tal victoria, se atrincheran en la península de Galípoli, cerrando así la entrada occidental del mar de Mármara.
Después de una tregua pasajera, en la que Roger de Flor encuentra el título de César—segunda dignidad del imperio jamás otorgada á ningún extranjero—y la muerte en pérfida emboscada dispuesta por el emperador, la guerra entre éste y los aventureros, vuelve á encenderse. Dos años batallan éstos en sus fortificaciones de Galípoli. Asolado el país circunvecino hasta las mismas puertas de Constantinopla, aquella especie de república militar emprende marcha con dirección á la Grecia, después de haber puesto á saco todo el litoral del mar de Mármara y sus islas, no sin haber alcanzado en audaz correría los mismos contrafuertes del temido Balkán; estréllase en un ataque infructuoso contra los monasterios del monte Athos; atraviesa el mar en dos ramas, conquistando una de ellas la Tesalia y forzando las Termópilas, como para que nada faltase á su gloria, apoderándose la otra de Negroponto y llegando ambas hasta la frontera del ducado franco de Atenas que hacen suyo en la sangrienta batalla de Copais, para conservarlo durante más de tres cuartos de siglo y celebrar sus hazañas bajo el mismo augusto techo del Partenón. Todo esto en sólo nueve años, de 1302 á 1311, repletos con las más grandes proezas y los más soberbios pillajes de la historia. La Anabasis griega resulta pequeña ante esta colosal empresa, cuyo parangón sólo podrían darlo las más audaces ficciones de los libros de caballería.
Distinguían al hombre de ley su venalidad y su torpeza. Si juez, el delito se le escapaba siempre; si alguacil, su pesquisa no daba sino en algún inocente desvalido, que pagaba por justos y pecadores. Era costumbre inveterada, desde dos siglos atrás, que los cuadrilleros de la Santa Hermandad sisaran en los robos que descubrían. Las pandillas de ladrones habían llegado á reservar la quinta parte de sus robos, en los recuentos semanales que practicaban, como renta de soborno; éste daba al empleado una fuente de recursos, si no lícita, tolerada á lo menos; y con tales costumbres, el ideal de justicia fué substituido por la perfección del procedimiento. La cuestión era tener víctima, y para esto servía cualquier prójimo, encargándose del resto la tortura. Derecho y jueces andaban á la greña. La obra escrita era admirable, y las leyes de Indias forman por sí solas un monumento; pero el hecho de ser uniforme para un Continente de regiones tan diversas, está revelando su carácter artificioso. El conflicto residió siempre en que la Corona legislaba, pero no tenía cómo aplicar su legislación. El hombre de ley era un empleómano y de aquí provenían todos sus defectos. Soberbio con el pueblo, bajaba en la oficina á instrumento de sus subalternos, que le ganaban el lado flaco de la venalidad, convirtiéndose en sus cómplices; y á estado semejante, correspondía por parte del pueblo el más profundo desprecio hacia el hombre de ley.
Aquélla fué la edad de oro del rábula. La jurisprudencia, hermana de la teología que degeneraba rápidamente en casuismo, llegó á ser una habilidad de sofistas, en esgrima de cortapisas y subterfugios. El alegato adquirió más importancia que la prueba; y aquella literatura forense, presenta el más fértil enredo de suspicacia que se haya visto nunca, bordado con sutilidad bizantina desde en el auto del juez hasta en la rúbrica historiada del cartulario, sobre el fondo de barbarie inconmovible que hacía del proceso un ojeo de hombres.
Por otra parte, la misma Universidad comenzaba el estrago. El juez, el abogado, el escribano futuros, salían ya bribones de aquellas aulas, cuya tortura mental, deformando los espíritus, daba por fruto una moral igualmente contrahecha. Nada como el bachiller español en punto á estafas, raterías y travesuras brutales. Ni los salmantinos escaparon al contagio general. William Lithgow, viajero contemporáneo, decía en 1620, refiriéndose á la célebre universidad, que era en ella donde nacían «aquellos enjambres de estudiantes cuyas picardías, robos y mendicidad, poblaban la tierra.»
Esquilmados por sus tutores y bedeles; sin más recursos que la pensión insuficiente ó la magra beca; atiborrados de indigesta erudición, cohibidos por una disciplina de monasterio, la reacción de la Naturaleza así violentada, los conducía al fraude libertador. Aquella juventud, oprimida bajo el férreo arnés de juicios y prejuicios que formaban la ciencia de la época, se escabulló en una jocosa truhanería. Su vivacidad canalla fué, después de todo, el único regocijo en aquellos páramos de la escolástica, la única protesta contra esa ciencia en silogismos, que no había podido entender la lógica elemental de Colón—la buena, la franca jovialidad que abría al racionalismo un postigo con la sátira, concertando epigramas en el fondo de su bonete.
La avería del carácter no era menos honda, sin embargo. El descreimiento en todo lo que no fuera argucia, se hizo de regla; la pedantería, elevada á las nubes por una enseñanza insuficiente, injertó en la cepa soldadesca del fanfarrón, duplicando su fuerza; y este paso atrás se daba cuando Florencia, Londres y París, fundaban academias de ciencias á tres y nueve años de intervalo;[16] cuando el periodismo nacía en Venecia y en Amberes; cuando la filosofía positiva alboreaba con Bacon. Pero si España podía defenderse con la ignorancia común, todavía grande, aunque no intentara salir de semejante estado, alegando que el doctor Sangredo, por ejemplo, imperaba en las cátedras de todo el mundo, el derecho, que es la base de mi argumentación en esta parte, se veía contrariado por tropiezos inherentes al medio.
El estado larval que implicaba su existencia en los fueros, se perpetuó por la impotencia del gobierno monárquico para realizar la unidad, en el único sentido que la habría hecho duradera; pues el espíritu foral, enemigo encarnizado del romanismo, se conservaba violento á pesar de las deformaciones. Había sufrido, sin cambiar en substancia, la adaptación torpemente efectuada por los abogados del siglo XIV, é intentada desde el anterior, al contacto, diríase íntimo, con los bizantinos,[17] como que la madre de Jaime el Conquistador, por ejemplo, fué nieta de Manuel Comneno I.[18] La barbarie feudal de esos privilegios, chocó rudamente con el absolutismo latino de la monarquía, pero sin intervención del pueblo, á no ser como carne de cañón.
Las tentativas para suprimir semejantes focos de separatismo en las soberanías incorporadas, fueron éxitos más militares que políticos, pues á los abolidos no se los compensó con nada mejor, dado que la ley sustituyente era sólo un instrumento de explotación fiscal. Los subsistentes, lógicos en los tiempos feudales, quedaron como un arcaísmo, intrincando la legislación sin fruto alguno; y el Estado, como se verá en breve, fué nada más que una policía incómoda, dedicada por entero á la extorsión contributiva.
Sobrepúsose entonces la destreza leguleya al principio de equidad; toda noción de rectitud quedó suprimida por el cohecho, la justicia fué un privilegio á su vez en aquella subversión general, constituyéndose de hecho el pueblo bajo la forma de una sociedad primitiva, donde cada cual se hacía justicia á su modo, sin alcanzar el equilibrio de las agrupaciones civilizadas, en que el derecho, que es la conveniencia de los más, fundada y estatuida sobre el interés recíproco, se sustituye á la fuerza y al individualismo bárbaro de la época feudal.
Los pueblos salían, entretanto, del ideal de gloria, que la Edad Media mística y paladinesca les legara, entrando de lleno al de justicia, que las aspiraciones democráticas traían consigo; y nada más distante de él que ese derecho español, todo chicana bajo su cariz entre teológico y curial.
El clero experimentó una evolución análoga. Sus cismas y transgresiones, daban pasto abundante á la sátira popular. Ya durante la Edad Media, había quedado clásico el sucedido de Ramiro II, que profeso de los benedictinos y obispo de Pamplona, fué autorizado por el antipapa Anacleto para casarse con la hija del duque de Aquitania, en la cual tuvo á la reina Petronila; y durante el siglo XV, que acentuó más aquellos vicios, hubo casos como el de don Alonso de Aragón, hijo adulterino de Fernando el Católico y arzobispo de Zaragoza, padre á su vez de un vástago natural y sacrílego, que le sucedió en el sagrado cargo; ello sin contar la exaltación, mucho más concluyente, del primogénito del Papa Alejandro VI, á quien el mencionado monarca hizo duque de Gandía.
Tales excesos, rebajaron su prestigio. Con todo el respeto que inspiraba, su condición disoluta no escapó á las férulas del cuento picaresco. Éste reeditó, enriqueciéndolo con nuevos detalles, el tipo del clérigo vividor, que Novellinos y Decamerones habían paseado en bragas sueltas á través de la Italia galante. Prebendados de triple mentón y sensuales labios de berenjena; abades de culminante panza; novicios cavernosos de flacura—son los mismos que divierten á la Península, en parranda con mozas de chancleta y manga ancha; fieles al ósculo de la bota y ambos brazos ocupados, ése por la guitarra de las juergas, éste por la Justina ó la Flora, saladas biznietas de las picantes Caterinas.
La Inquisición hizo la vista gorda ante aquellas impertinencias, que denunciaban, por otra parte, un daño real. Toleró la avaricia y la incontinencia del clero, sin duda porque no encontraba en ellas un peligro para la integridad de la Iglesia; pero el cuento picaresco jamás se metió con el dogma. El respeto hacia éste fué siempre grande. Era la letra, es decir la forma intangible, que el Santo Tribunal cuidaba con celo atroz. Poco importaba que las virtudes desalojaran la construcción teológica. La religión se dejaba llevar también por el extravío de las ideas dominantes. Su programa de estabilidad eterna, se satisfacía con la permanencia del edificio.
Esta materialidad pervirtió su fervor primitivo, limitando sus persecuciones al hereje rico. Su desdén por los gitanos, introductores de brujerías tan peligrosas como los naipes, que fueron primitivamente libros de suertes, es una prueba. El gitano era pobre, no presentaba aliciente á la confiscación; resultando de esta tolerancia, que el elemento asiático cuya productividad estaba demostrada por el trabajo, fué expulsado; mientras el vagabundo de baja ralea, quedó influyendo sobre la desorganización general, y agregando, con su fecundidad característica, elementos de la peor especie al ya acentuado orientalismo de la raza.
Chalán de mala ley, albéitar por consecuencia, contrabandista por vocación, hechicero á ratos, trápala siempre, el gitano se halló pez en aquellas turbias aguas. El medio le fué tan propicio, de tal modo se avino con el pueblo, que las reales órdenes dadas en su contra con progresiva frecuencia, desde el siglo XV al XVIII, jamás produjeron efecto. Disfrutaba de la indiferencia pública, á causa de su condición nada envidiable, cosa que no había ocurrido con el judío y con el moro. Después de todo, el gitano era para éste charamí (ladrón) y para el español, gitano (egipcio) simplemente. La diferencia me parece significativa.
Infestó las campañas, que aún conservaban su núcleo de trabajadores, convertido en mesonero cuyo traspatio era refugio de bandidos, donde servían de añagaza al caminante adiestradas Maritornes.
La falta de caminos seguros y de ríos navegables, mató el comercio interno, á punto que algunas provincias abandonaban sus cosechas en el rastrojo por no tener cómo transportarlas, proveyéndose las otras de cereales en el exterior. El bárbaro privilegio de la mesta, que arruinaba la agricultura para hacer prosperar á los carneros, aumentó la miseria general. El campesino se volvió á su vez tramposo; la insolvencia esparció por las campañas sus negras inquietudes; leguleyos tronados cayeron á punto con su aparato de latines; el hidalguillo rural trocó la siembra por el pleito y bajó á la ciudad en busca de tribunales; el labriego, sin trabajo en las tierras abandonadas, y aplastado por servicios pesadísimos, como el de bagajería (acembla, corrupción de acémila) que prestaba al Rey y á los nobles, siguió sus huellas; produciendo esa enorme concentración urbana, que es una tendencia de raza hasta hoy, es decir aumentando la ya innúmera falange del proletariado crápula é incapaz.
Sólo la nobleza, que por sus condiciones de fortuna alcanzaba á sostenerse correcta, conservó la tradición de honor, aunque exagerando, por reflejo directo el orgullo del aventurero. Su ejemplo, que pudo ser eficaz sobre el pueblo, quedó nulo, dada la distancia á que se encontraba de él, así como su efectiva impotencia de minoría. El espectáculo de su pompa, exasperaba, por otra parte, la sed de riquezas á cualquier precio, con nuevos incentivos de fraude; y como elemento de gobierno, adolecía de los defectos ya enunciados en éste.
No puede negarse que fomentó, á porfía con el monarca, las artes y sobre todo las letras; pero éstas, retraídas al gabinete, carecieron de influencia popular. La escolástica habíalas alcanzado también, con la sola excepción de las novelas picarescas, que heredaron en el pueblo la boga de los episodios de caballería, en combinación con los cuales darían á España la joya más bella de su literatura.
Dichas novelas, destinadas á divertir ensalzando en prototipos nacionales la trampa, el robo y la farsa, fueron la manifestación más vigorosa del ingenio español, y la más original á la vez,[19] como lo prueba la influencia de que gozaron durante dos siglos sobre las literaturas europeas, así por la abundancia de sus traducciones,[20] como por la afición á imitarlas. El pícaro español se volvió un tipo internacional, debiéndose su éxito, así al efecto de contraste que causaba con el paladín de las ficciones caballerescas, como á los elementos realistas que componían su carácter. Cortado en la carne viva del pueblo—paladín á su vez de la picardía y del fraude,—fué el verdadero origen de la novela de costumbres, hasta por su indiferencia perfectamente moderna ante las consecuencias morales de su actitud. En la literatura española es lo único genuino, bien que lo escaso esté aquí compensado con exceso por lo excelente.
Las demás formas literarias, confinadas según he dicho al gabinete, fueron más bien obra de humanistas, como que su auge tuvo por preludio la adaptación de los fueros al Derecho Romano, coincidiendo con la reacción latina que recibió específicamente el nombre de gongorismo. El Renacimiento en arte, y la unidad en política, confluían al mismo cauce artificial. La teología y la jurisprudencia dominantes, influyeron mucho sobre las letras españolas. El estilo forense, antecesor inmediato del gerundiano, dejó su marca en la prosa seria, sin excluir los sermones, de corte fuertemente curial. Las parténicas del examen universitario, daban su modelo al discurso; el tono jurídico, era de rigor; las intrigas dramáticas, resultaban simples coartadas; en las más altas efusiones de la mística—otra veta casi original del genio español—hay algo de abogadil... Nada extraño en todo esto, si se considera la estrecha relación del derecho y de la teología en aquella época: el mismo diablo tenía abogado para discutir los procesos de canonización.
Las formas líricas, importadas de Italia,[21] que fué el granero intelectual del Occidente cuando terminó el poder morisco—influyendo, como ya dije, hasta en la novela picaresca, la creación literaria más española,—no eran tampoco muy accesibles al pueblo. Carecían de ilación con el romance, forma popular que no progresó; y siendo productos de gabinete, cayeron á poco andar en el culto de la retórica.
Esta calamidad enfermó á toda la literatura. El retruécano se volvió la gala más delicada del estilo, influyendo hasta sobre la ideación filosófica. En las mismas efusiones religiosas se usaba de él; y nada prueba lo vacío de semejante devoción, la falsedad intrínseca de tal literatura, el frío interior de aquel pueblo al borde mismo del brasero inquisitorial—como ese estilo que impone á los verbos sublimes, contorsiones de acróbata para desahogarse con Dios.[22]
No obstante, esa literatura que era al fin benéfica, y mantenía la dignidad intelectual enhiesta ante el derrumbe, pronto se ahoga bajo la profusión retórica y agostada por su aislamiento entre la ignorancia común. Al énfasis señorial de sus dramas, sucede una gárrula parla de espadachines; á sus noblezas críticas, un gramaticalismo de dómines; á su lírica un tanto endeble, míseras rimas en vocativo. Los dos escritores más notables de aquella época, dan con su caso respectivo una enseñanza más elocuente, si cabe. En efecto, la familia cervantina se multiplica profusa, pero en una sola dirección—el estilo del maestro. Ahora bien, el estilo es precisamente la debilidad de Cervantes, y los estragos causados por su influencia han sido graves. Pobreza de color, inseguridad de estructura, párrafos jadeantes que nunca aciertan con el final, desenvolviéndose en convólvulos interminables; repeticiones, falta de proporción, ese fué el legado de los que no viendo sino en la forma la suprema realización de la obra inmortal, se quedaron royendo la cáscara cuyas rugosidades escondían la fortaleza y el sabor.
Quevedo, en cambio, mucho más castizo, mucho más artista, verdadero dechado, fruto de meditación y flor de antología, murió sin sucesión, de pie como un monolito en la coraza de su prosa. Encogiéronse de hombros ante su profundidad tachada de «conceptismo», recogieron de su pródiga troje sólo las aristas que volaba el viento, y el más noble estilista español quedó transformado en un prototipo chascarrillero.
Llegó un poco más lejos, siendo más significativa, esa esterilidad.[23] Cuando Italia florecía en artistas, al propio tiempo que los Borgias imperaban en Roma, éstos, á pesar de su pródigo fausto, no tuvieron una iniciativa en pro de la belleza. Aquel siglo del Renacimiento, que en un solo año (1564) veía morir á Miguel Ángel y nacer á Shakespeare, nada tuvo que agradecer á la familia pontificia española, sucedida, para mayor contraste, por Julio II y por León X.
Otro detalle que revela el fondo artificioso de esa literatura, en toda su amplitud, es que la mujer apenas afecta á la poesía. España no tiene un solo «poeta del amor.»[24]
Nada, sin embargo, más propicio á la inspiración que la mujer española.
Poco interesa por de contado la alta dama, que es igual bajo todas las latitudes. Clase media y pueblo, menos nivelados por el artificio convencional, más sensibles al ambiente, más puros de raza, dan un tipo decididamente admirable.
Férvidas morenas, que tienen, como la miel, su cualidad substantiva en su dulzura. Muelles en la pereza oriental, que están denunciando la pantorrilla baja, la lentitud cadenciosa del andar, el pie brevísimo, la mirada que anticipa en languidez tristezas de amores. Apasionada hasta la locura, su afecto era de una incorruptible fidelidad, que naturalmente se exteriorizaba en altivez. El amor accidental, la galantería, le eran casi desconocidos. La vida entera del amante le parecía poco, pero es porque ella amaba hasta la muerte. Doña Juana la Loca, es un caso de España. Su vida, consecuente con estos rasgos, se eclipsa en el hogar. Madre, impera; y esposa, reina. Pero la presión de los celos masculinos, la eternidad de aquella renunciación del mundo, que significa el desenlace de su amor, le infunden una gravedad cuyo fondo es tristeza; y la religión agrega su elemento terrorista á esa sombra, imponiendo una actualidad de dolor en una remota esperanza de ventura. No se amengua su exaltación, sin embargo, antes crece en la melancolía. La devoción, que es su segundo amor, la apasiona igualmente. Santa Teresa ha quedado proverbial. Fuego divino y llama infernal, lo mismo la queman. Carnal ó celeste, su amor vive en el arrebato. La monarquía, colaborando en esa devoción, más la había sublimado. Estaban para ejemplos las venerables doña María de Montpellier, doña Leonor, reina de Chipre, Santa Isabel de Portugal y aquella adorable monjita, la infanta de Aragón doña Dulce, que á los diez años fué religiosa. El hogar español, tan fieramente inviolable que recuerda desde luego al harem, profundiza con su aislamiento esa tendencia mística. Los hijos no podían sentarse á la mesa con sus padres, mientras no fuesen caballeros, y aquéllos estaban autorizados por la ley (Partida 4.ª, Título XVII, Ley VIII) á comérselos en caso necesario. Tal la rigidez de ese hogar, donde el mismo sol entraba furtivo. Su situación de plaza fuerte prolongó las formas domésticas de la Edad Media. La señora fué centro de un pequeño mundo. Desde la cocina al oratorio, toda la vida, con sus pequeñas industrias, sus necesidades comunes, estuvo para ella entre esas paredes. Lo que el castillo feudal había aislado por previsión guerrera, fué conservado por los celos orientales. Pero á causa de la igualdad monogámica, resultó favorable á la dignidad de la mujer. La calle fué para ella un terreno vedado, al cual no se aventuraba sin su dueña y su rodrigón; la escritura un arte galeoto; su aposento remedaba una celda monjil; hombres, no veía otro que su confesor, fuera del padre y los hermanos que la trataban con rígida cortesía.
La sangre, loca de sol, exasperada como por una infusión de especias, al soplo enervante de las brisas africanas, podía con todos esos recelos; y el discreteo de las «tapadas», que tornó clásicas la comedia congénere, vengó de tantos agravios á la libertad y á la belleza. Una amable rufianería de lacayos, escurrió billetes y madrigales por las junturas de las imponentes cancelas. La Celestina se volvió un personaje clásico; el percance de los galanes sorprendidos por la ronda, ó muertos en duelo anónimo al pie de cómplices rejas, fué argumento popular; pero justo es decir que semejante reacción, asaz natural por otra parte, jamás llegó á la corrupción de las costumbres. La dama española conservó integérrima su pulcritud en el arca de su fidelidad. El asalto á los hogares demasiado herméticos, no fué precisamente una proeza casquivana, y las conquistadas doncellas amaron por lo común sólo á sus dueños. La mujer de la clase media mantuvo su honestidad, y el adulterio fué casi siempre un pecado de Corte.
El pueblo no resistió tan bien á la corrupción general. El pícaro se desdobló á poco andar en la pícara, sujeto específico como él. De concierto con perillanes y bandidos, ésta fué activo fermento de corrupción. Mestiza de judío, de moro, de gitano, presa de la alcahuetería ó de la miseria, ella había operado la fusión de las razas, al descender los de casta superior hasta sus brazos tentadores y fáciles. Su tálamo fortuito en los pesebres de las ventas y los sotos silvestres, alzado en ocasiones hasta la alcoba real, efectuó la mezcla funesta para los elementos arios, que la guerra mantuvo libres del contacto semita. Agente de la disolución ahora, propagaba con fecundidad doblemente perniciosa las pestes del cuerpo y los males del espíritu. Pero siempre desinteresada é instintiva, su prostitución jamás fué sórdida; su fidelidad continuó descollando característica, en los tugurios de la hampa. La altivez nativa acentuó siempre su garbo, constituyendo una especie de lustre, que resaltaba lo mismo entre blondas que entre harapos; y nadie pisó la tierra con gallardía igual, cuando bajo la escolta de su majo pálido, derramaba por los barrios bravíos aquella delicia de su carne amorosa, purpureando en sus cabellos el clavel popular, suscitando con esos ojos, que evocaban melancolías de lunas agarenas, lampos de navajas y candencias de piropos.
Á ese impulso inspirador, que la verba improvisadora de los gitanos estimulaba, tuvo aquella mujer su poesía. La musa plebeya realizó en su honor, lo que no pudo el estro de los retóricos. Coplas mil nacieron, al sonar su chapín destalonado en las aceras que desdeñaba el brodequín de la duquesa; y la única poesía erótica de España, la que aún vive con su gracia original, cuando ya nadie menciona los atildados perifollos de academia, es fruto de su cuerpo.
La tristeza morisca, bien cultivada en aquel ambiente de opresión, impregnó tanto á esa poesía como á la mujer de quien ella emanaba, siendo éste otro rasgo genérico del femenino español. Los celos, más vivos también en el alma inculta, dieron á tales efusiones su elocuencia desesperada. El amante en sus coplas, si ofrece la vida, en cambio amenaza con la muerte. Las melodías arábigas, cuyas quejas y suspiros cesan apenas de alternarse, para traducir en ayes los aullidos del desierto, engendraron la música popular; y ésta formó, como quien dice, el comentario del despotismo, en consorcio con aquella poesía donde flotan las añoranzas y los desengaños de una raza, que en su literatura posee historias enteras «de árabes que han muerto de amor;»[25] las quimeras de éste, único paraíso para el esclavo, cuyos celos lo guardan cual sanguinarios mastines; la indefinida protesta de un pueblo aherrojado en el calabozo teológico, del cual es el monarca la centinela, cuando la nacionalidad al integrarse ensanchaba sus horizontes, que aun se amplificarían con el Descubrimiento hasta la infinitud del mar, convirtiendo en amargura el hondo contraste.
Chispa y buen humor, también perecieron en el naufragio. La misma novela picaresca fué ante todo un desahogo brutal, una carcajada cínica—en la cual había más desplante de perdido que gracia verdadera—y en el fondo, en su entraña recóndita, una venganza, menos baladí de lo que parece á primera vista, contra la opresión de la conciencia.
Ésta se extremaba en razón directa del absolutismo político. La misma teología, que era la filosofía de la época, experimentó una reacción mística. Declinó la vasta influencia interna é internacional de Vives y de Osorio, con su imperturbable serenidad y sus agilidades polémicas, respectivamente, sustituyéndosele la exaltación de Fr. Luis de Granada. Papistas antes que cristianos, lo que perdieron los místicos en latitud, ganáronlo en profundidad. Cierto es también que llegaban duros tiempos.
La inquietud político-filosófica que llenó el siglo XV, tuvo en la Península poderosa repercusión, no sólo popular, sino de cátedra, bastando para prueba la actitud del profesor salmantino Pedro de Osma, reputado por el hombre más sabio de su tiempo, y condenado en el concilio de Alcalá; del propio modo que el decisivo apoyo, prestado por Alonso V de Aragón al cisma de Basilea.
Depravaciones y simonías del clero, contribuían á inquietar más los ánimos, y así las cosas, la Reforma había penetrado, por el contacto comercial con los países herejes, no obstante el genio avizor de Carlos V. Libros prohibidos, de origen alemán y genovés, circulaban con relativa profusión, clandestinamente reimpresos algunos en la misma Castilla. La unión con Inglaterra, estrecha entonces, por la doble relación del comercio y de la alianza inalterable—que subsistió desde el primero de los Plantagenet y Alfonso VII de Castilla, hasta María Estuardo y Felipe II—fomentaba la propaganda herética. Así este monarca, una vez concluidas sus guerras en Italia y Francia, consagróse entusiastamente á la represión de la herejía, empezando su campaña en 1558.
El espíritu de la Edad Media, volvió á dominar imperioso. Durante ella, y bajo la influencia exclusiva de la Iglesia, había reinado la inmovilidad. Á condición de no cambiar nada, se podía discutir todo, siendo un error creer que no existía la libertad de discusión. Era, sin embargo, una libertad puramente dialéctica, puesto que demandaba, ante todo, la conformidad con lo establecido. De aquí que hereje, quiera decir estrictamente «disconforme». Tener opinión propia era el verdadero delito.
De esta inmovilidad fundamental, que limitaba las operaciones filosóficas á sacar consecuencias de los principios invariables, nació el predominio del silogismo. Ciencia y religión eran la misma cosa á este respecto, pues la Biblia y Aristóteles se conciliaban en el mismo concepto de autoridad. Corporal y espiritualmente, la unidad era el objetivo. Así, la única oposición provino de que tanto el papa como el emperador, se atribuyeron la representación de esa unidad, discutiendo sus parciales una mera cuestión de investidura. En España había vencido el emperador.
El protestantismo rompió este molde, con la agitación que causara. Ello fué involuntario sin duda, pues la Reforma, «querella de frailes», en efecto, al comenzar, quería la misma cosa, desde que discutía todo, menos la Biblia; pero á fuer de revolución, sobrepasó su objetivo, beneficiando su éxito al mundo.