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EL CAMPO SIN ARAR

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Las tierras de Kinraddie las ganó un joven noble normando, Cospatric de Gondeshil, en tiempos de Guillermo el León,1 cuando los grifos y otras bestias semejantes todavía recorrían la campiña escocesa y la gente se despertaba en sus camas al oír a los niños gritando porque un enorme lobo que había entrado por una ventana cubierta por un pellejo les estaba rajando el cuello. Una de esas bestias tenía su guarida en la cañada de Kinraddie, y de día se tumbaba en los bosques, y su asqueroso hedor se olía por todo el campo, y en el ocaso algún pastor lo veía con sus grandes alas medio plegadas sobre su enorme barriga, y su cabeza, que era como la de un gran gallo, pero con orejas de león, se asomaba vigilante por encima de un abeto. Y se comía ovejas, hombres y mujeres, y sembraba el terror, y entonces el rey dijo a sus heraldos que ofrecieran una recompensa a aquel caballero que acudiera y pusiese fin a las maldades de la bestia.

Y así el noble normando, Cospatric, que era joven y sin tierras, valiente y con buena armadura, se montó en su caballo en la ciudad de Edimburgo, y desde esos lejanos lares del sur subió al norte atravesando el bosque de Fife, adentrándose en los pastos de Forfar y pasando por la Gran Piedra de Aberlemno, la que se erigió cuando los pictos derrotaron a los daneses; y en ella se detuvo y contempló las figuras, en su momento brillantes y entonces apenas desvaídas, de los caballos y las cargas, y la derrota aplastante de esos toscos extranjeros. Y tal vez rezara una breve oración ante esa piedra y luego siguiera hacia los Mearns, pero la historia no cuenta más de su recorrido a caballo, salvo que al final llegó a Kinraddie, un lugar atormentado, y le dijeron dónde dormía el grifo, allá abajo en la boscosa cañada de Kinraddie.

Sin embargo, de día el grifo se escondía en los bosques y únicamente de noche, bajando por un sendero entre los carpes, podría encontrarlo Cospatric, agachado sobre un montón de huesos en su cubil. Y Cospatric esperó a que se hiciera de noche y cabalgó hasta el borde de la cañada de Kinraddie y encomendó su alma a Dios, desmontó y cogió su lanza para jabalíes, bajó a la guarida y mató al grifo. Y mandó recado a Guillermo el León, que estaba bebiendo vino y acariciando a sus hermosas amancebadas en la ciudad de Edimburgo, y Guillermo lo nombró caballero de Kinraddie y le entregó toda la amplia parroquia para que fuese su heredad, y le concedió permiso para construirse un castillo allí y para que tuviera una cabeza de grifo como emblema, y para que él y su descendencia contuviesen a todas las bestias y a la gente ordinaria y díscola.

Así que Cospatric le dijo a los pictos que le construyeran un resistente castillo en un lugar protegido de las colinas, con los montes Grampianos inhóspitos y oscuros detrás, y drenó la cañada y se casó con una dama picta y tuvo hijos y vivió allí hasta su muerte. Y su hijo, que tomó el nombre de Kinraddie, miró un día desde la muralla del castillo y vio que el Conde Mariscal subía marchando desde el sur para unirse a los hombres de las Highlands en la batalla que se libró en Mondynes, donde ahora se encuentra el molino de harina; y llevó a sus hombres y allí combatió, y aunque no se dice en qué bando tal vez fuera en el ganador, pues eran muy astutos los Kinraddie.

Y el bisnieto de Cospatric se unió a los ingleses contra el forajido Wallace, y cuando a continuación este subió marchando desde las tierras del sur, Kinraddie y otros nobles de entonces alojaron a los ingleses en el castillo de Dunnottar, que se alza sobre el mar más allá de Kinneff, bien construido y resistente, y alrededor del cual el mar rompe en pleamar y el estruendo de las gaviotas resuena día y noche. Muchas armas, harina y carne llevaron con ellos, y allí se instalaron bien fortificados, ellos y sus campesinos, y arrasaron los Mearns2 para que el Forajido que osaba rebelarse contra el buen rey inglés no encontrase provisiones para su ejército de hombres toscos y sin tierras. Pero Wallace llegó por el valle rápidamente y, al saber lo de Dunnottar, lo sitió, pero era un lugar muy resistente y él no tenía paciencia con esos lugares. Así pues, a altas horas de la noche, mientras el estruendo del mar ahogaba el ruido de su estratagema, escalaron las rocas de Dunnottar y la muralla, sus bandoleros escoceses y él, y tomaron Dunnottar, masacraron a los nobles allí reunidos y a todos los ingleses, se hicieron con su carne y sus armas y se marcharon.

Cuentan que ese año en el castillo de Kinraddie solo había una joven recién casada que aún no tenía descendencia, y pasaron los meses, y ella fue a caballo a la abadía de Aberbrothock, cuyo buen abad, John, era su primo, y le contó su problema y que era probable que la estirpe de los Kinraddie se extinguiera. Así que él yació con ella, lo cual fue en septiembre, y al año siguiente la joven recién casada tuvo un niño, y a partir de ahí los Kinraddie hicieron caso omiso de guerras y peleas, y en su lugar permanecieron en su castillo de un lugar protegido de las colinas con sus armas y sus amancebadas hermosas y jóvenes, y los villanos3 que tenían castrados para que fueran sumisos.

Y cuando llegó la Primera Reforma y las que la siguieron, y unos gritaban ¡Whiggam! y otros ¡Roma! y otros ¡El rey!, los Kinraddie continuaron tan tranquilos, decentes y pacíficos en su castillo sin que les importaran un comino las peleas de la gente, pues las guerras eran una cosa nefasta. Pero entonces llegó el holandés Guillermo4 y, al quedar bien claro que de allí nadie lo iba a echar, los Kinraddie se volvieron totalmente partidarios de la Alianza y dijeron que en el fondo siempre la habían defendido.5 Así que construyeron una nueva iglesia presbiteriana donde antes había estado la capilla, y también la casa de un pastor protestante junto a ella, en medio de los tejos en que el forajido Wallace estaba escondido cuando finalmente los ingleses lo derrotaron. Y un Kinraddie, John Kinraddie, se fue al sur y se convirtió en un gran hombre de los tribunales londinenses, y se hizo compadre de esas eminencias, Johnson y James Boswell,6 y una vez los dos, John Kinraddie y James Boswell, subieron a los Mearns en busca de diversión y aventura, y estuvieron bebiendo vino y diciendo ordinarieces hasta bien tarde noche tras noche, hasta que el viejo terrateniente se hartó de ellos y entonces se escabulleron y, como James Boswell escribió en su diario conseguimos llegar al desván en que estaban las doncellas y había una tal Peggi Dundas de nalgas gordas con la que yací.

Pero el principio del siglo xix mal tiempo fue para la aristocracia terrateniente escocesa, pues el veneno de la Revolución francesa cruzó los mares, y los campesinos y gente ordinaria de esa ralea se alzaron y gritaron ¡Al infierno! cuando desde los púlpitos de la Vieja Iglesia les predicaron que fueran sumisos. Y hasta Kinraddie llegó el veneno, y el joven señor de entonces, de nombre Kenneth, se dijo jacobino e ingresó en el Club Jacobino de Aberdeen, y allí en Aberdeen casi lo mataron en las revueltas en aras de la libertad, igualdad y fraternidad, como él las llamó. Y lo llevaron lisiado a Kinraddie, pero él siguió defendiendo que todos los hombres eran libres e iguales, así que decidió vender la heredad y enviar el dinero a Francia, pues tenía muy buen corazón. Y los campesinos marcharon sobre el castillo de Kinraddie y destrozaron las ventanas, pues pensaban que la igualdad debía empezar en casa de uno mismo.

Más de la mitad de la finca se fue perdiendo por adarmes mientras el tullido leía sus groseros libros franceses, pero nadie lo supo hasta que murió, y entonces su viuda, pobre mujer, se encontró con que solo poseía las tierras que se extendían entre las toscas colinas y los montes Grampianos y las granjas de al lado de Bridge End, sobre el río Denburn, a ambos lados del camino exterior. Tal vez hubiera en total entre treinta y cuarenta, arrendadas por adustos campesinos de antigua descendencia picta, gente corriente sin historia que malvivían en sus casas apiñadas en medio de los largos campos en declive. Los arrendamientos eran por un año o dos, y trabajabas desde que despuntaba el día en que nacías hasta que se apagaba la noche en que te amortajaban, mientras los terratenientes inmundos se sentaban a comerse tus arriendos, pero, eso sí, tú eras tan bueno como ellos.

Así pues, eso es lo que le dejó Kenneth a su dama, que lloró con amargura porque las cosas hubieran llegado hasta tal extremo, mas las cosas se fueron arreglando antes de que también a ella le ataran la mandíbula con una tela y la metieran en la cripta de Kinraddie al lado de su señor. Tres de sus hijos se ahogaron en el mar mientras pescaban en la pendiente del Bevie, pero el cuarto, el joven Cospatric, el que murió el mismo día que la Vieja Reina,7 era formal, ahorrador y sensato, y se propuso arreglar la situación de la heredad. Echó a la mitad de los pequeños arrendatarios, que se marcharon a Canadá, Dundee y otras partes como esas, pero a los demás solo pudo desalojarlos lentamente.

No obstante, en las tierras que quedaron libres construyó granjas más grandes y las arrendó a precios más altos y por más tiempo, pues dijo que había llegado el momento de las granjas buenas y grandes. Y plantó bosques de abetos y alerces y pinos para resguardar las largas e inhóspitas laderas, y bien podría haber devuelto su gloria a los Kinraddie de no ser porque se casó con una chica de Morton que era muy mala y le hizo mucho daño y lo empujó a la bebida y la muerte, que fue la mejor salida para él. Pues su hijo era totalmente idiota y al final lo encerraron en un manicomio, y ese fue el final de la familia Kinraddie, y la Gran Casa que se alzaba en el mismo lugar en que los pictos habían construido el castillo de Cospatric se fue desmoronando, mientras los fiduciarios solo tenían dos o tres habitaciones abiertas para trabajar en ellas y la finca estaba hipotecada hasta el cuello.

Así que en el invierno de 1911 no quedaban más que nueve lugares pequeños en la finca Kinraddie, de los que los Mains, que en los lejanos tiempos pasados fue el principal proveedor del castillo, era el mayor. Un irlandés, de nombre Erbert Ellison, llevaba esa granja para los fiduciarios, o eso decía él, pero de creernos todas las historias que corrían se llevaba una cantidad más considerable de dinero a su propia bolsa que a la de ellos. Y bien que cabía esperarse algo así, pues en su momento solo era camarero en Dublín, decían. Eso fue en la época en que lord Kinraddie, el idiota, se tiró a la bebida. Estuvo en Dublín, lord Kinraddie, de borrachera, y Ellison le ponía el whisky, y según algunos también compartió su cama con él; aunque claro está que la gente dice muchas cosas.

Así que el idiota se llevó a Ellison a Kinraddie de sirviente suyo, y a veces, cuando estaba muy borracho y los monstruos salían del whisky y se metían en él, le arrojaba una botella a Ellison y gritaba ¡Fuera de aquí, criado de mierda!, tan alto que se oía hasta en casa del clérigo y ofendía a la mujer de este. Y el anciano Greig, el que fue el último pastor de allí, miraba con el ceño fruncido a la casa Kinraddie como John Knox8 a Holyrood, y decía que ya llegaría el momento en que se hiciera la voluntad divina. Y vamos que si llegó, igual que llega la muerte, pues al idiota lo metieron en el manicomio, al que fue con una cofia de niñera puesta en la cabeza, que sacaba por la parte de detrás del carromato y decía ¡Quiquiriquí! cuando pasaba por delante de escolares que se iban corriendo a sus casas muy asustados.

Sin embargo, como Ellison se había avezado en cuestiones de labranza, venta de ganado y sobre todo en la compra de caballos, los fiduciarios lo hicieron administrador de los Mains, y él se mudó a esa granja y se puso a buscar esposa. Algunas no querían saber nada de él, un pobre desgraciado que era irlandés, no hablaba bien y no pertenecía a la Iglesia presbiteriana escocesa, pero Ella White no era tan exigente y también estaba ya entrada en años. Así pues, cuando Ellison se le acercó en el baile de la cosecha de Auchinblae y le gritó ¿La puedo acompañar a su casa esta noche, querida mía?, ella dijo Ah, pues sí. Y de camino hacia su casa yacieron entre las garberas, y tal vez Ellison le hiciera esto y aquello para asegurarse de que sería suya, de lo desesperado que estaba por conseguir a la mujer que fuera.

Se casaron el siguiente día de Año Nuevo, mientras Ellison empezaba a considerarse un hombre importante de Kinraddie y quizá hasta uno más de los señores terratenientes. Sin embargo, a los hombres de las cabañas, los labradores y temporeros de los Mains, les daban igual los señores terratenientes, salvo para burlarse de ellos, y la víspera de la boda de Ellison lo cogieron cuando entraba en su casa y le quitaron los calzones y le pusieron alquitrán en el trasero y en las plantas de los pies, y lo emplumaron y después lo arrojaron al abrevadero como era la costumbre. Y él los llamó Malditos salvajes escoceses presa de una ira espantosa, y cumplido el plazo hizo que los despidieran a todos de lo muy ofendido que estaba.

Pero después de eso les fue bastante bien a él y a su señora, Ella White, y tuvieron una hija, una chica muy flaca que pensaron que era tan distinguida que no debía ir a la escuela de Auchinblae, así que la mandaron al instituto de Stonehaven, donde le enseñaron a ser muy valerosa y a balancearse en el gimnasio de allí con unos calzones negros pequeñitos debajo de las faldas. El propio Ellison empezó a echar mucha barriga y tenía la cara roja, grande y fatua, y ojos verdes como un gato, y el mostacho le colgaba a ambos lados de la gran boca, que tenía llena de dientes postizos, muy caros y bonitos y cubiertos de oro. Y llevaba medias y pantalones de montar, pues ya era un señor terrateniente para entonces, y cuando se encontraba con algún amigacho en el mercado le gritaba ¡Ah, pero si eres tú, andrajoso!, y el hombre se ponía muy rojo de vergüenza, pero no se atrevía a decirle nada, porque era mejor no ponerse a malas con él. En cosas de política decía que era conservador, pero todo Kinraddie sabía que eso significaba que era muy tory, y los hijos de Strachan, el que labraba Peesie’s Knapp, le gritaban Caca negra de nariz azul. Das asco como la Turra Coo9 siempre que veían pasar a Ellison, pues había enviado un donativo al tipo de Turriff al que le habían vendido la vaca para pagar su Seguridad Social, pero la gente decía que no era más que una fanfarronada, lo del de la vaca y lo de Ellison, y se reían de él a sus espaldas.

Así que en los Mains, debajo de la Casa Grande, Ellison cultivaba las tierras a su modo irlandés, y justo enfrente, ocultas entre los tejos, estaban la iglesia y la casa del pastor presbiteriano; la iglesia era un lugar viejo con corrientes de aire donde en invierno, a lo mejor justo a mitad del padrenuestro, de pronto oías un estallido de toses que parecía que fuesen a levantar el tejado, y la señorita Sarah Sinclair, la que iba de Netherhill a tocar el órgano, estornudaba en su cantoral y se le escapaban algunas notas, y entonces el pastor, el que era viejo, le echaba una mirada fulminante con más cara de John Knox que nunca.

Al lado de la iglesia había una antigua torre, construida en tiempos de los católicos romanos, esos tipejos ordinarios, que estaba muy vieja y ya no usaban salvo las palomas torcaces, que entraban y salían por las estrechas rendijas de la planta superior y anidaban allí todo el año, y dejaban el lugar todo blanco con sus excrementos. En la parte inferior de la torre había una efigie de Cospatric de Gondeshil, el que mató al grifo, tumbado boca arriba con los brazos cruzados y una sonrisita de bobo en la cara; y la lanza con la que mató al grifo estaba guardada allí en un cofre, o eso decían algunos, pero otros decían que no era más que un viejo pedazo de hoz de tiempos del príncipe Carlos el Hermoso.10 Esa era la torre, pero no formaba parte de la iglesia; la verdadera iglesia estaba dividida en dos partes, la nave principal y la pequeña, que algunos llamaban el establo y el cobertizo de los nabos, y el púlpito estaba en medio.

En su momento, la nave pequeña era para la gente de la Gran Casa y sus invitados y hacendados de ese estilo, pero ahora casi todo el mundo con suficiente descaro se sentaba allí junto a las ancianas que pasaban la bolsa para la colecta y el joven Murray, el que le movía el fuelle del órgano a Sarah Sinclair. La nave pequeña tenía unas bonitas vidrieras, antiquísimas, con las figuritas de tres chicas que no es que quedaran muy decentes en una iglesia. Una de ellas era la Fe, y a fe mía que parecía una mujerzuela medio boba, porque levantaba las manos y la mirada como una vaquilla que se estuviese atragantando con un nabo, y la mantita que llevaba sobre los hombros se le caía sin que a ella pareciera importarle, y tenía un barullo de pergaminos y zarandajas a su alrededor.

La segunda chica era la Esperanza, casi tan rara como la Fe, pero esta tenía el pelo muy bonito, pelirrojo, aunque a lo mejor fuese caoba, y en invierno, durante el servicio matutino, la luz entraba a chorros en la nave pequeña a través de los tejos del cementerio de fuera y del pelo pelirrojo de la Esperanza. Y la tercera chica era la Caridad, que tenía un montón de niños desnudos a sus pies y parecía una mujer distinguida y decente, pese a llevar atados unos trapos tan tontos.

Pero las vidrieras de la nave principal, aunque eran de colores, no tenían imagen alguna ni había ninguna por ningún lado. ¿Para qué? Solo la gente ordinaria como los católicos querían que una iglesia pareciese el calendario de una tienda de ultramarinos. Así que era un lugar decente y desnudo, con sus antiguos asientos tallados, algunos con cojín y otros sin él, pero si no estabas acolchado por naturaleza y te sobraba el dinero podías poner todos los cojines que se te antojase. Justo debajo del púlpito, en ángulo con el resto de la iglesia, estaban los tres asientos en que se sentaba el coro a cantar los himnos, y a los que algunos llamaban el puesto de las vacas.

Por la puerta trasera, la de detrás del púlpito, se llegaba cruzando el cementerio a la casa del párroco, construida en tiempos de la Vieja Reina, y bien bonita que era, pero con demasiada humedad según todas las mujeres de los párrocos. Claro que las mujeres de los párrocos son muy dadas a quejarse, con el dinero que ganan sus mariditos por dar uno o dos sermones los domingos, y tan orgullosas que ni te conocen cuando se encuentran contigo por el camino. El estudio del pastor estaba en lo alto de la casa y desde él se divisaba todo Kinraddie; de noche veía desde allí las luces de las granjas como gotas de brillantes arenas bajo su ventana, y la luz del asta del tejado de la Gran Casa muy alta entre las estrellas. Pero ese diciembre de 1911 la casa del pastor estaba vacía, como hacía muchos meses lo estaba, pues el viejo pastor había muerto y todavía no habían elegido al nuevo; y los pastores de Drumlithie, Arbuthnott y Laurencekirk iban los domingos por la mañana y daban el servicio allí en Kinraddie; y bien sabe Dios que para lo que decían se podían haber quedado en sus casas.

Sin embargo, si salías de la iglesia por la puerta principal y cogías el camino un poco hacia el este, que era el que pasaba por la iglesia, la casa del párroco y los Mains, entonces estabas en el camino de peaje. Iba de norte a sur, pero enfrente había otro que atravesaba Kinraddie por la granja de Bridge End. Así que había allí un cruce, y si seguías hacia la izquierda por el camino de peaje, llegabas a Peesie’s Knapp, uno de los lugares más antiguos, que no era más que una pequeña granja de quince o veinte hectáreas con algún terreno agreste para pastoreo, pero bien sabe Dios que poco pasto tenía, pues solo era un cenagal de tojos, retamas y porquería, lleno de conejos y liebres que salían de noche y se comían las cosechas y volvían loco a cualquiera. Pero la mayoría de las tierras del Knapp no es que fueran malas; contaban con el duro esfuerzo de dos mil años, y el gran campo de detrás de las casas era de marga negra y no de la arcilla roja que abundaba en el subsuelo de medio Kinraddie.

Las edificaciones de Peesie’s Knapp no tenían más de veinte años, pero, aun así, eran bastante espantosas, pues aunque la casa daba al camino —y eso era práctico siempre que no te diera rabia que no pudieras ni cambiarte la camisa sin que algún zopenco maleducado se te quedara mirando—, justo entre el establo, la cuadra y el granero a un lado y la casa al otro, estaba el cobertizo del ganado, y justo en medio de él, el muladar, alto y amarillo de boñigas, paja y estiércol, por lo que la señora Strachan nunca perdonaría que Peesie’s Knapp oliese tan mal.

Pero Chae Strachan, el que llevaba la granja, solo decía Bah, ¿qué más da ese hedor?, y entonces se ponía a hablar de los malos olores que había padecido en el extranjero. Pues había viajado mucho ese muchacho, Chae, antes de volver a Escocia y que le pagaran el último sueldo en Netherfield. Había estado en Alaska buscando oro, pero que me aspen si llegó alguna vez a ver ni una migaja, así que luego estuvo de campesino en California hasta que se hartó tanto de la fruta que nunca quiso volver a ver una naranja o una pera ni en pintura o ni siquiera en una lata. Y luego se fue a Sudáfrica y se lo pasó muy bien allí, pues se hizo muy amigo del jefe de una tribu de negros, que pese a eso era un hombre muy decente. Chae y él lucharon tanto contra los bóers como contra los británicos, y los vencieron, o eso decía Chae, pero la gente a la que este no le caía bien decía que la única lucha que había librado en su vida era con la lengua, y que en cuanto a lo de vencer a alguien, no podría vencer ni a la nata de un tazón de leche cortada.

Pues no caía muy bien a los que iban de señores terratenientes, ya que Chae era socialista y pensaba que todos deberíamos tener la misma cantidad de dinero y que no debería haber «ricos y pobres», y que un hombre era tan bueno como cualquier otro. Y lo del dinero era una gran bobada, por supuesto, porque si todos tuviéramos el mismo dinero un día, ¿qué pasaría al siguiente? Pues que otra vez habría ricos y pobres. Pero Chae decía que los cuatro pastores de Kinraddie, Auchinblae, Laurencekirk y Drumlithie habían ganado lo mismo el año anterior, y ¿qué tenían este año? Todavía el mismo dinero. Tendrás que levantarte muy atento por las mañanas si quieres encontrar a un socialista que meta la pata, y a mí no me repliques o te pego un tortazo, muchachito.

Así que a Chae se le daban muy bien las discusiones, pero no era de los pendencieros salvo cuando lo provocaban, por lo que era muy querido, aunque la gente se riera de él. Pero bien sabe Dios que no hay nadie de quien no se rían. Era un hombre apuesto, bien plantado y de grandes hombros, buen pelo rubio, frente ancha y nariz pequeña y afilada, se enroscaba el bigote hacia arriba con cera como el káiser alemán ese, y podía detener a un novillo por los cuernos de lo fuertes que tenía las muñecas. Y era de los hombres más mañosos de Kinraddie, que lo mismo castraba a un ternero que domaba a un caballo o mataba a un cerdo, todo en un momento, o te embaldosaba la lechería o le cortaba el pelo a los niños o cavaba un pozo, mientras todo el rato no dejaba de decirte que estaba a punto de llegar el socialismo, o de lo contrario habría un crac espantoso y todos volveríamos al salvajismo. ¡Que sí, hombre, maldita sea!

Pero la gente decía que más falta le hacía empezar a volver sociable a la señora Strachan, la que antes era Kirsty Sinclair, de Netherhill, que intentar cambiar a nadie. Ella tenía una lengua temible, decían, muy afilada, y a la que le daba tanto que podría sacar con ella el clavo de una puerta, y si de vez en cuando Chae no echaba mucho de menos estar en su cabaña de Sudáfrica con una chica negra bien guapa, entonces es que nunca había tenido ni cabaña ni chica. Al volver del extranjero se puso a trabajar de pastor en Netherhill, donde solo tenían dos hijas, Kirsty y Sarah, la que tocaba el órgano en la iglesia. A las dos ya se les iba pasando un poco el arroz y estaban desesperadas por encontrar un hombre, y encima Kirsty se había llevado un buen chasco, porque parecía que un médico de Aberdeen quería juntarse con ella, pero yacieron y la dejó preñada, y su madre, la vieja señora Sinclair, casi se vuelve loca de vergüenza cuando Kirsty se echó a llorar y se lo contó.

Eso ocurrió en época de contratar a alguien para la siguiente temporada, y resultó que el viejo Sinclair de Netherhill llevó del mercado a su casa a Chae Strahan, que tenía la sangre caliente de vivir en esos lugares del extranjero y estaba pendiente del menor guiño que le hicieran. Pero, aun así, estuvo muy parado a la hora de cortejarla, y solo rondaba a Kirsty como una comadreja a una trampa con un poco de carne, sin estar seguro de si valía la pena correr tanto riesgo por la carne, y mientras iba pasando el tiempo. Había que tomar alguna medida drástica.

Así que una noche, después de que hubieran cenado todos en la cocina y el viejo Sinclair se fuera pisando charcos a los establos, la vieja señora Sinclair se levantó, le hizo una seña a Kirsty y le dijo Bueno, me voy a acostar. Tú no tardarás mucho, ¿verdad, Kirsty? Y Kirsty contestó No dirigiendo a su madre una mirada maliciosa, y entonces la vieja señora se subió a su cuarto y Kirsty empezó a reír y tontear con Chae, que era de sangre caliente, y, como estaban solos, lo mismo habría yacido al minuto con ella allí en la cocina, pero Kirsty le susurró que no era seguro. Así que él se quitó las botas, y ella las suyas, y subieron con sigilo al cuarto de Kirsty, y su buen rato de regodeo que estaban pasando cuando de pronto se abrió la puerta y entró la vieja señora Sinclair con una vela en una mano y la otra levantada del espanto. No, no, dijo, esto no puede ser, Chakie, buen hombre, así que te vas a tener que casar con ella. Y Chae no tuvo escapatoria, el pobre, con Kirsty y su madre fulminándolo las dos con la mirada.

Así que se casaron, y el viejo Sinclair, que tenía algún dinero ahorrado, arrendó Peesie’s Knapp para Chae y Kirsty y les compró animales, y allí se fueron a vivir, y Kirsty tuvo una niña que nació antes de que hubieran pasado siete meses, y bien crecida y completa que se veía a la criatura pese a que su madre jurara que había sido prematura.

Luego tuvieron dos hijos más, chicos los dos, y los dos el vivo retrato de Chae. Eran los que cantaban lo de la Turra Coo siempre que veían pasar a toda velocidad la bonita calesa de Ellison por el camino de Kinraddie, y vamos que si te hacían reír.

Justo enfrente de Peesie’s Knapp, al otro lado del camino de peaje, la tierra se elevaba roja y arcillosa, y por un desigual camino de piedra se llegaba a las viviendas de Blawearie. Sales del mundo y entras en Blawearie, decían en Kinraddie, y ciertamente eran unas tierras agrestes, y se estaba muy solo allí arriba en la ladera del monte, de veintiocho hectáreas, cerca del brezal que subía muy por encima de Blawearie hasta llegar a la gran cima llana del monte en la que había una laguna en la que anidaban las agachadizas a cientos; y algunos decían que la laguna no tenía fondo, y Rob el Largo, el del Molino, decía que era como el abismo de la depravación de un párroco.

Estaba feo decir eso de ningún clérigo, aunque Rob decía que estaba feo decirlo de ningún lago, pero allí el manchurrón de agua era una triste extensión oscura rodeada por todas partes de juncos y juncias; y los chillidos de las agachadizas te ensordecían si alguna tarde ibas a ese lugar. Pero pocos lo hacían, pues cerca de la laguna había un círculo de piedras de tiempos remotos, algunas erectas y otras tumbadas, algunas inclinadas hacia acá o hacia allá, y justo en el centro otras tres grandes se elevaban de la tierra y, torcidas y con sus amplios rostros lisos, parecían escuchar y esperar. Eran piedras de druidas, y la gente contaba que los druidas habían sido unos malditos demonios que mucho tiempo atrás subían allí y cantaban sus asquerosos cánticos paganos alrededor de las piedras, y si se encontraban con algún misionero cristiano lo destripaban nada más verlo. Y Rob el Largo, el del Molino, decía que lo que necesitaba Escocia era que volviesen los druidas, pero eso solo era una ocurrencia suya, pues debieron de ser una gente espantosa e ignorante y muy poco astuta.

Hacía un año que Blawearie no tenía arrendatario, pero decían que había uno en camino, un tal John Guthrie que procedía del norte. Sus edificaciones se erigían compactas y en buen estado a un lado del patio, con el muladar detrás de ellas, y enfrente estaba la casa, bastante amplia para un lugar pequeño como aquel, con tres plantas, una buena cocina y una considerable extensión de jardín entre ella y el camino de Blawearie. Había unas hayas, tres en total, una muy pegada a la casa, y los setos del jardín crecían preciosos en verano con madreselva; y de haber podido vivir del olor de la madreselva uno podría haber explotado aquel pequeño lugar y obtener beneficios.

En fin, el caso es que Peesie’s Knapp y Blawearie eran las granjas que había en dirección a Stoneheaven; pero si ese invierno girabas al este por el camino de Auchinblae, a mano derecha tenías Cuddiestoun, una pequeña granja del tamaño de Peesie’s Knapp y de su misma antigüedad, que era una reliquia de tiempos lejanos. Se encontraba a unos cuatrocientos metros del camino principal, y su propio camino estaba lleno de barro desde finales de la cosecha hasta la llegada de la primavera. Algunos decían que tal vez eso explicara que Munro no consiguiese lavarse el barro del cuello, pero otros decían que es que ni lo intentaba. Tenía un arrendamiento de trece años ese Munro, que era del sur, de por Dundee, y medía más de un metro ochenta, pero era de piernas muy bastas y como un cordero con agua en el cerebro, y tenía unos pies muy grandes que siempre parecían interponerse en su camino. Tal vez tuviera unos cuarenta años, pero ya estaba calvo y tenía la piel rojiza y arrugada en las mejillas y la barbilla, y por Dios que nunca se vio a una bestia más fea, pobre hombre.

Pues había gente peor que Munro, aunque tal vez estuvieran todos en la cárcel, y pese a que él podía ponerse a fanfarronear y a darse aires hasta que terminabas aborreciéndolo. Cultivaba sus tierras de forma irregular, y eso que era buena tierra en su mayoría, que tenía la misma veta negra de marga que las de Peesie, pero estaba mal drenada; el viejo drenaje de piedra seguía abajo, y el administrador de la Gran Casa no movía ni un dedo para cambiarlo, ni para reparar el tejado del establo que goteaba como un colador sobre la cabeza de la señora Munro cuando ordeñaba las vacas una noche de tormenta.

Pero si alguien decía en actitud amigable Por Dios, vaya establo más horrible que tiene, señora, ella montaba en cólera y decía Por lo menos es un establo, y para nosotros bien está. Y si esa persona, a falta de más conocimiento, pobre muchacho, estaba de acuerdo en que aquel sitio bien estaba para gente pobre, ella volvía a encenderse y replicaba ¿Aquí quién es pobre? Mire lo que le digo, nosotros nunca hemos necesitado que venga nadie a ayudarnos, aunque no nos dedicamos a jactarnos de eso por todo el lugar como algunos que yo me sé. Así que esa persona pensaba que no había forma de complacer a esa mujer y se reían de ella por todo Kinraddie, aunque no en su cara. Era delgada y tenía el pelo negro y ojos vivos y negros como una comadreja, y una voz que te ponía los pelos de punta cuando se ponía a gruñir. Pero era la mejor comadrona que había a kilómetros a la redonda, y en mitad de la noche algún pobre muchacho angustiado llamaba a su ventana y decía Señora Munro, señora Munro, levántese y venga a ayudar a mi mujer, por favor. Y ella se levantaba, se vestía en un santiamén, salía a la fría noche de Kinraddie e iba a toda prisa como una comadreja hasta que al poco ya estaba dando órdenes en la cocina de la casa a la que la habían llamado, diciéndole a la mujer parturienta que podría estar peor y actuando con brío e inteligencia.

Lo más gracioso de esa mujer es que estaba convencida de que nadie hablaba mal de ella, pues si se enteraba de la menor insinuación de algo así, que alguien dejara caer con malicia, se ponía roja como un tallo de ruibarbo en un huerto estercolado y parecía como si fuese a echarse a llorar, y entonces quien se lo hubiera dicho se compadecía mucho de la señora Munro, hasta que al minuto siguiente ella ya estaba chillando a Andy o Tony y dejándolos sin el poco seso que tenían los pobres diablos.

A ver, Andy y Tony eran dos idiotas a los que la señora Munro había sacado de un manicomio de Dundee, pues se suponía que no eran peligrosos. Andy era un hombretón torpe y desastrado que siempre tenía la boca abierta y babeaba como un potro al que le están saliendo los dientes, y la nariz le temblaba por toda la cara, y cuando intentaba hablar, solo decía un batiburrillo de estupideces. Aunque era el más tontito, también era taimado, pues a veces se iba corriendo a las colinas y desde allí, con el dedo en la nariz, le hacía muecas a la señora Munro, y entonces ella le chillaba y él refunfuñaba y se iba por el brezal a la cabaña de Upperhill, donde los labradores de allí le daban cigarrillos y luego le tomaban el pelo hasta que montaba en cólera, y una vez intentó matar a uno con un hacha que cogió de un montón. Y de noche volvía con sigilo a Cuddiestoun y fuera hacía sonidos como un perro al que hubieran dado una patada, y empezaba a resoplar delante de la puerta hasta que a Munro se le ponían de punta los pocos pelos que le quedaban en la cabeza. Pero la señora Munro se levantaba, iba a la puerta y metía a Andy en casa de la oreja, y algunos decían que le bajaba los pantalones y le daba unos azotes en el culo, pero tal vez eso fuese mentira. Ella no le tenía miedo y él tampoco se lo tenía, así que hacían buena pareja.

Y ese era el follón que montaban en Cuddiestoun todos menos Tony, pues los Munro nunca tuvieron hijos propios. Y aunque Tony no fuese el más tonto, era el más raro, ya lo creo que sí. Tenía el cuerpo pequeño, barbita pelirroja y ojos tristes, y caminaba con la cabeza agachada y te daba mucha pena cuando a veces le daba alguna ofuscación al pobre justo en mitad del camino de peaje o bajando por un campo de nabos, y allí se quedaba parado con la mirada fija como un cuclillo un montón de tiempo hasta que alguien lo sacudía y volvía en sí. Tenía las manos suaves, pues no era trabajador manual; la gente decía que había sido un erudito que escribía libros y estudiaba y estudiaba hasta que se le ablandó la sesera, perdió la cabeza y lo metieron en el manicomio de pobres.

La señora Munro mandaba a Tony a hacerle recados en la pequeña tienda que había pasado Bridge End, y le decía lo que quería de forma muy clara y sencilla, a lo mejor dándole algún bofetón de vez en cuando como se hace con un niño o un tonto. Y él la escuchaba, memorizaba el recado, se iba a la tienda y luego volvía sin haber cometido un solo error. Pero un día, después de que le dijera lo que quería, la señora Munro vio que el hombrecillo escribía algo en un pedazo de papel con un lápiz que había encontrado por alguna parte. Y ella le cogió el papel y lo miró por todos lados, pero no entendió nada de nada. Así que le dio un bofetón bien grande y le preguntó qué había escrito. Pero él negó con la cabeza con más cara de tonto que nunca y alargó la mano para que le devolviese el papel, a lo que la señora Munro se negó, y cuando fue la hora de que los hijos de Strachan pasaran por un extremo del camino de Cuddiestoun de camino a la escuela, allí estaba ella esperando y le dio el papel a la mayor, Marget, y le dijo que se lo enseñara al maestro a ver qué podía poner ahí.

Y de noche volvió a esperar a que regresaran los hijos de Strachan, que llevaban un sobre del maestro para ella. Y lo abrió y dentro había una nota en la que le explicaba que estaba escrito en taquigrafía y que esto era lo que ponía cuando se pasaba a la forma normal de escribir: Dos libras de azúcar El Periódico del Pueblo media onza de mostaza una lata de raticida una libra de velas y no creo que le pueda sisar dos peniques de las vueltas para tabaco, porque desde luego es la zorra más tacaña que hay a este lado de Tweed. Así que a lo mejor Tony no era tan tonto, pero esa noche se quedó sin cenar, y ella nunca volvió a pedirle que le enseñara lo que escribía.

Bien, pues siguiendo el camino de Kinraddie todavía hacia el este quedaba Netherhill a mano izquierda, que había sido cinco granjas pequeñas en los tiempos anteriores a lord Kenneth, pero ahora era una sola en la que el viejo Sinclair y su mujer, a los que no es que les fuera muy bien por la amargura de que su hija Sarah siguiera sin casarse, vivían en la alquería, y en la cabaña se alojaban el capataz, el segundo, el tercero y el temporero. El río Denburn pasaba por detrás de Netherhill y corría bajo, lento y plácido por su hondonada, pero jamás se habían visto peces en él, y la gente decía que lo mismo daba, pues ya estaban las cosas bastante turbias y resbaladizas en Netherhill y no había necesidad de que el Denburn aportara nada.

Por el fétido y cenagoso brezal que había entre aquel lugar y Peesie’s Knapp se encontraban los restos de un viejo camino que algunos decían que era de tiempos de Calgaco, el que mandó a los romanos al infierno en la batalla de Mons Graupius, y otro decían que era obra de los druidas que erigieron las piedras de arriba de la laguna de Blawearie. Y, válgame Dios, debían de tener un montón de mamposteros sin nada que hacer, porque también intentaron hacer otro círculo de piedras en el brezal de Netherhill, justo a mitad del viejo camino. Pero no quedaban más de dos o tres piedras sobre tierra, y los labriegos de Netherhill juraban que las demás las debían de haber hecho añicos y esparcido por toda la tierra cultivable, pues era tan dura y pedregosa como el corazón de la propia señora.

Mas no era mal sitio Netherhill para los nabos y la avena, y a veces el heno salía entre bueno y regular, pero la mayor parte de la tierra era de arcilla roja y demasiado basta y húmeda para la cebada; y de no ser por las piaras de cerdos que la señora Sinclair criaba y vendía en Laurencekirk, tal vez su marido nunca se habría llegado a asentar donde estaba. Ella procedía de Gourdon, y todo el mundo sabe cómo son esos pescadores de Gourdon, que sacarían dinero hasta del vientre de un cadáver y dirían que unos abadejos hediondos estaban fresquísimos y los venderían a un chelín el par. Ella había sido pescadora antes de casarse con Sinclair, y cuando se establecieron en Netherhill después de pedir dinero prestado era ella la que iba a Gourdon dos veces a la semana en el carro tirado por un poni y volvía apestando el campo a kilómetros a la redonda con su carga de pescado podrido para abonar la tierra. Y bien que la abonó, y tuvieron buenas cosechas los primeros seis años o así, pero luego la tierra se volvió blanca y tuvieron que dejar de echarle el abono de pescado. No obstante, para entonces la cría de cerdos ya iba bien y les daba dividendos, y habían pagado sus deudas y ganaban dinero.

Era un hombre inofensivo el viejo Sinclair, que ya empezaba a andar a trompicones, y por eso la señora Sinclair lo sentaba de noche en su butaca, le quitaba las botas y le ponía las zapatillas delante del fuego de la cocina y le decía Te has vuelto a agotar, mi muchacho. Y él le ponía la mano bajo la barbilla y decía No, estoy bien, no te preocupes… Sí, todavía soy tu muchacho, ¿verdad, muchacha mía? Y se miraban con cara de bobos, los dos viejos tontos y arrugados, y su hija Sarah, como era tan remilgada, se ofendía mucho si había otra gente delante. Pero Sinclair y su mujer solo la miraban y negaban con la cabeza, y de noche en su cama, bien acurrucados para darse calor, suspiraban por que ningún chico valiente hubiese mostrado jamás la menor disposición de meter a Sarah en su lecho. Ella llevaba muchos años de anhelos, miraditas y emperifollos, y una vez pareció que había alguna esperanza con Rob el Largo, el del Molino, pero a Rob no le iba el matrimonio. Ay, Señor, Señor, si los idiotas de Cuddiestoun lo eran de verdad, ¿qué decir de un hombre de mucho dinero que vivía solo y se hacía la cama y el pan cuando podía conseguir una mujer que lo tuviera contento?

Pero a Rob, el del Molino, le daba igual lo que dijeran de él en Kinraddie. Siguiendo por el camino de Kinraddie se llegaba al molino, en una esquina del camino secundario por el que se subía a Upperhill, y diez años hacía que Rob vivía allí solo, a cargo del molino y leyendo los libros de un impresentable, Ingersoll, que hacía relojes y no creía en Dios. Tenía Rob dos o tres cerdos excelentes alrededor del molino, y ya podían serlo, porque los alimentaba con trigo y cebada que afanaba de los sacos que la gente le llevaba para moler. Tampoco podía negar nadie que el verraco de Rob el Largo era de los mejores de los Mearns, así que iban allí con sus cerdas desde lugares tan lejanos como Laurencekirk para que las montara ese verraco suyo que era toda una bestia enorme.

Además del molino y sus cerdos y gallinas, Rob tenía un caballo de tiro y un poni con los que araba sus diez hectáreas, y una o dos vacas que nunca se quedaban preñadas porque nunca tenía tiempo de mandarlas al toro, aunque más le valdría haber sacado tiempo en vez de dedicarse a matarse y sudar como un idiota intentando abrir el basto páramo de detrás del molino para transformarlo en tierras de cultivo. Había empezado tres años antes y aún no iba ni por la mitad; estaba lleno de grandes agujeros y charcas, e infestado de enormes raíces de retama tan gordas como el brazo de un hombre, así que jamás se había visto empresa más tonta. El resto de Kinraddie oía a Rob matándose en ese duro terreno cuando se acostaban, silbando como si fueran las nueve de la mañana y el sol brillara con fuerza. Silbaba Las damas de España, Érase una doncella y La chica que me hizo la cama, cuando nunca había llevado a una chica a su cama, aunque tal vez fuese mejor para ella, porque no habría llegado a ver mucho de él ni aun teniéndolo al lado.

Pues después de una noche como esa volvía al tajo al despuntar el día, y a veces llevaba al caballo y al poni y eran tan amigos los tres, hasta que las bestias echaban a andar cuando él no quería o no se movían cuando él quería; y entonces se enfurecía con los caballos y los insultaba con todas las ordinarieces que se le ocurrían hasta que parecía que se le fuera a oír por más de la mitad de los Mearns; y los azotaba hasta el punto de que la gente hablaba de llamar a la protectora de animales, pero también sabía entenderse con ellos y al minuto volvían a ser amigos, y cuando se iba a la herrería de Drumlithie o a la carpintería de Arbuthnott, al verlo regresar los animales echaban a correr hacia él desde el otro extremo de los campos, y Rob se bajaba de la bicicleta y les daba terrones de azúcar que había comprado.

Pensaba este Rob que se le daban muy bien los caballos, y por Dios que te podía estar contando historias sobre ellos hasta que te salieran canas, pero ese muchacho largo y delgado nunca se cansaba de ellas. Largo era, tal vez de huesos pequeños, pero, aun así, anchos, y con una pequeña cabeza encima, nariz fina y ojos azul grisáceos que eran como una cuchilla de arado en una mañana de invierno de lo que brillaban, y un largo bigote del color del trigo maduro que le colgaba de tal modo por los lados de la boca que el viejo pastor le dijo que parecía un vikingo y él contestó Bueno, pastor, mientras no parezca un párroco ya puedo ir contento por el mundo, y entonces el pastor dijo que era un necio y un impío, y su risa como el chisporrotear de los espinos bajo la caldera.11 Y a eso dijo Rob que prefería ser espino antes que mamón, pues no creía en pastores ni iglesias, como había aprendido de los libros de Ingersoll, aunque bien sabe Dios que, si la lógica de ese era tan mala como sus relojes, no era buen sostén en el que apoyarse. Pero Rob decía que estaba bien, y que si Cristo bajaba algún día a Kinraddie nunca le faltaría un poco de carne o leche en el molino, mientras que a saber qué le darían en la casa del párroco. Así era Rob el Largo, y eso era lo que pasaba en el molino; algunos decían que no estaba muy bien de la cabeza, pero otros decían que sí lo estaba, y hasta demasiado.

Upperhill se elevaba sobre el molino coronada por sus bosques de alerces, y la gente decía que cien años antes se amontonaban allí cinco granjas, hasta que lord Kenneth derribó las edificaciones, echó a sus ocupantes de la parroquia y construyó la espléndida casa de labor de Upperhill. Y veinte años después un hijo de uno de los antiguos campesinos regresó y arrendó el lugar; era de nombre Gordon, pero lo llamaban Upprums para abreviar y eso a él no le gustaba, pues casi era un señor terrateniente con esa gran granja que tenía, y se olvidaba de que su padre el campesino había llorado como un niño al irse de Kinraddie esa noche que lord Kenneth los echó. Era un hombre pequeño de cara blanca, pelo largo y ralo, una nariz que no estaba recta, sino que le miraba hacia un lado del rostro, sin bigote y manos y pies pequeños; y le gustaba vestir bombachos y medias y llevar bastón con aire de estar tan prendado de sí como un gallo en un gallinero.

La señora Gordon era de Stonehaven, donde su padre había sido cartero, pero por Dios que al oírla hablar parecía que su padre hubiese inventado Correos y lo hubiese patentado. Era una mujer grandota como una puerca, pero vestía bien y tenía ojos de pez, como de bacalao, e intentaba hablar buen inglés y que sus dos hijas, Nellie y Maggie Jean, que iban al instituto de Stonehaven, también lo hablasen. Y por Dios que menudos líos se hacían, y si te encontrabas a las chicas por el camino y preguntabas Qué, Nellie, ¿cómo están poniendo las gallinas de tu madre?, lo más probable es que te contestara No muncho hoy,12 pero dándose unos aires que te costaba contenerte para no coger a la comadreja, ponértela en las rodillas y darle unos azotes.

Aunque solo tenía una birria de familia, oyendo hablar a la señora Gordon parecía que hubiera estado dando a luz todos los meses a camadas de hijos desde el día que se casó. Siempre estaba con De la forma en que crie a Nellie o Y el especialista de Aberdeen dijo de Maggie Jean, hasta que la gente se hartaba tanto que no nombraban a ningún hijo a menos de un kilómetro de Upperhill. Pero Rob el del Molino, el muy bruto, se burló de ella en su cara diciéndole Pues cuando llevé a mi verraco al especialista de Edimburgo, levantó la cabeza y me dijo: «Señor Rob, este verraco es tan raro, tan delicado, pero tan inteligente, que debería usted mandarlo al instituto y algún día será una verdadera honra para usted». Y cuando la señora Gordon oyó ese cuento, se puso roja como un tomate y se olvidó de hablar inglés bien y le dijo a Rob que era un «peazo» animal.

Además de las dos hijas tenían un hijo, John Gordon, que menudo demonio estaba hecho, pues ya había metido en líos a dos o tres chicas cuando él apenas contaba dieciocho años. Pero con una de ellas se llevó un susto muy grande, pues cuando se enteró su hermano, que era jardinero en Glenbervie, fue a Upperhill y agarró al joven Gordon en el corral del ganado. ¿Eres Jock?, preguntó, a lo que el joven Gordon dijo ¡Suelta esas malditas manos!, y el chico dijo Sí, pero primero me las voy a limpiar en un trapo sucio, y entonces cogió un puñado de excrementos que le tiró al joven Gordon manchándolo de arriba abajo, y luego lo hizo rodar por el sumidero del establo hasta que quedó tan asqueroso que incluso a una cerda se le habrían quitado las ganas de comer.

Los hombres de la cabaña oyeron lo que pasaba y acudieron corriendo, pero en cuanto vieron que se trataba tan solo de que al joven Gordon le estaban dando su merecido, lo único que hicieron fue reírse sin mover un dedo y gritarse entre sí que había un buen montón de estiércol tirado en el sumidero. Así que el chico de Drumlithie, por su hermana y la vergüenza que pasaría, no quiso rematar el tormento, y durante una semana el joven Gordon pareció un gato medio muerto y olió como uno muerto del todo, lo cual fue una grave afrenta para la señora de Upperhill. Fue hecha una furia a la cabaña y le espetó al capataz, un adusto y joven diablo de las Highlands, Ewan Tavendale, ¿Por qué no ayudaste a mi Johnnie?, y Ewan dijo A mí me pagan para que haga de capataz, no de niñera. Era un bruto insolente, más tranquilo que nada, pero también un trabajador buenísimo del que la gente decía que podía oler el tiempo y que llevaba la tierra en los huesos.

Y al octavo de los lugares de Kinraddie es que ni apenas se le podía llamar lugar, ya que era el de Pooty, a mitad de camino entre el Molino y Bridge End yendo por la senda de Kinraddie, y no era más que una parcela pequeña de tierra con una casita y un puñado de cobertizos detrás en los que el viejo Pooty guardaba su vaca y su pequeño burro, que era casi tan viejo como él, y a fe mía que el doble de guapo; y la gente decía que el asno llevaba tanto tiempo con Pooty que cada vez que abría la boca para soltar un rebuzno empezaba a tartamudear. Pues el viejo Pooty tal vez fuera el peor tartamudo al que se haya oído jamás en los Mearns, y lo peor de todo era que él no lo sabía y obligaba a cualquier párroco que estuviera organizando un recital a kilómetros a la redonda a que le dejase participar. Y se subía a la tarima, el muy tonto, y recitaba Pe-que-que-ña escuá-cuá-lida temerosa bestezuela13 u otro poema, y era un verdadero suplicio oírle.

Decían que llevaba cincuenta años viviendo allí; de su padre, que había sido campesino en el Knapp antes de eso, casi nadie recordaba el nombre, y tal vez hasta él mismo lo hubiera olvidado. Era el habitante más antiguo de Kinraddie, y bien orgulloso que estaba de eso, aunque solo Dios sabe qué motivo de orgullo podía ser el vivir tantos años en una casucha llena de humedad ante la que ni una cabra se detendría a aliviarse. Era zapatero y se llamaba a sí mismo el Remendón, un nombre anticuado del que la gente se reía. Tenía pelo cano que le caía por las orejas y tal vez se lavara los días de Año Nuevo y de su cumpleaños, pero, desde luego, no más a menudo, y si alguien lo había visto alguna vez vistiendo algo que no fuera la camisa gris con tirilla roja que siempre llevaba, guardaba muy bien el secreto.

Alec Mutch era el granjero de Bridge End, que estaba más allá del nacimiento del Denburn. Había llegado allí procedente de Stonehaven, y la gente decía que estaba hasta las cejas de deudas, lo que no era de extrañar con la desastrada de mujer que tenía para agobiarlo. Era un gran trabajador Alec, y Bridge End no estaba entre lo peor de Kinraddie, aunque la parte del fondo era muy húmeda hasta donde sus tierras se unían a las de Upperhill más arriba. En la cuadra cabían dos pares de caballos, pero Alec solo tenía tres y decía que esperaba a que su familia creciera para completar el segundo par. Y tenía familia bien rápido, pues otra cosa no haría, pero apenas pasaba un año sin que la señora Mutch se pusiese de parto, y Mutch ya estaba acostumbrado a levantarse en mitad de la noche e ir corriendo a Bervie a por el médico. Y este, el viejo Meldrum, le guiñaba un ojo a Alec y exclamaba Pero, bueno, ¿ya has vuelto a las andadas?, y Alec decía Maldita sea, pero si es que hoy en día basta con que mires a una mujer para que se quede en estado.

Así que algunos decían que debía de estar muy embelesado con su señora, pero no había quien se creyera eso, ya que no era ninguna gran belleza, sino una bizca con pinta de holgazana a la que nada preocupaba, nada sobre la faz de la tierra, ni aunque sus cinco criaturas estuvieran gritando que las mataban todas a la vez y bajase humo por la chimenea y estropeara la cena, y el ganado saliera del corral para meterse en el patio y comerse su colada limpia. Ella decía Bueno, lo mismo dará cuando lleve cien años muerta, y se encendía un cigarrillo como si fuera un gitano, pues siempre llevaba un paquete encima y con eso de fumar era la comidilla de medio Mearns.

Dos de sus cinco hijos eran chicos, el mayor de once años, y todos tenían la cara de los Mutch, ancha, huesuda y más estrecha en la barbilla, como la de un mochuelo o un zorro, y grandes orejas como las asas de una jarra. El propio Alec tenía esas orejas, que decían que batía para espantar a las moscas en verano, y una vez que volvía a casa en bicicleta de Laurencekirk e iba muy borracho por la ladera empinada de encima del puente del Denburn, confundió la corriente de agua con el camino ancho y de cabeza que cayó al lecho de arcilla de seis metros más abajo; y a menudo contaba que, de no haber aterrizado sobre una oreja, se podría haber quedado sin sesos, pero Rob el Largo, el del Molino, se echaba a reír y decía ¿Sesos? Por el amor de Dios, Mutch, te aseguro que si se trataba de eso no corriste ningún peligro.

Así era Kinraddie ese crudo invierno de 1911, del que el nuevo párroco, el que eligieron a principios del año siguiente, diría que era en sí la campiña escocesa, engendrada por un huerto y un bonito rosal silvestre al abrigo de una casa de postigos verdes.14 Y lo que quería decir con eso pues adivínenlo ustedes si les van los acertijos y las tonterías, porque no había una sola casa con postigos verdes en todo Kinraddie.

Canción del ocaso

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