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CAPÍTULO 2

En ese tiempo, la noche de nuestro pueblo solo era iluminada por la luna, las estrellas o las velas que se encendían en las casas para cenar y que se apagaban cuidadosamente antes de dormir. El tío de Nina, Guillermo, que era como tío de todos nosotros, era la única persona que nos contaba lo que pasaba más allá de los límites reales del pueblo. Él había visto maravillas y nos hablaba de las casas donde encendían una ampolleta de vidrio y toda la pieza se iluminaba y no había para qué poner velas. Nos dejaba con la boca abierta y le gustaba que lo persiguiéramos haciéndole preguntas, aunque yo creo que a veces inventaba las respuestas para tenernos interesados, pues así le ayudábamos a ordenar sus “mercaderías” y limpiar las cajas y sus muchas maletas, que se llenaban de polvo y barro en los largos caminos que recorría. A veces nos traía de regalo libros de cuentos con los personajes dibujados y ropas de materiales muy raros; pero, sobre todo, lo más importante era lo que no podía traer: artefactos y máquinas de una potencia tan grande, que podían reemplazar a decenas de hombres.

Lo más moderno para nosotros, en aquel entonces, era que algunas casas tenían lámparas de petróleo que daban una luz más fuerte. Pero no existía la electricidad, la luz artificial no aparecía ni siquiera como una idea fantástica en nuestras mentes. Éramos niños sencillos, que para entretenernos cada día jugábamos a cosas que eran posibles de hacer en un pueblo muy humilde, sin grandes peligros, por lo que vagábamos tranquilamente y teníamos mucho tiempo para conocernos, hablar, jugar a las escondidas, a las bolitas, al trompo con punta de clavo, que hacíamos nosotros mismos, y contar cuentos e historias de fantasmas para asustarnos, aunque eso lo hacíamos de noche con los primos que habían venido a vivir a nuestra casa por un tiempo, no sé claramente por qué. Pero ahí estábamos todos juntos, y cuando mi mamá se ponía a planchar y a arreglar la ropa, con planchas que había que calentar sobre el fogón, jugábamos a inventar sombras con las manos y a ver manchas que se transformaban en las paredes, haciéndonos creer que la casa estaba embrujada. Además, con las risas y los gritos chisporroteaban las velas y de verdad las sombras se movían y nosotros nos quedábamos oyendo ruidos, sin poder dormir del puro miedo que nos daba.

Por eso la llegada de los húngaros-gitanos nos cambiaba la vida a todos. Y la curiosidad nos hacía ir acortando lentamente la distancia… aunque pasaron varios días antes de que nos atreviéramos a acercarnos al camión donde estaban los animales.

–Hay un hombre mono –me dijo Pedro–; tienes que verlo, se parece mucho a ti.

Me dio tanta rabia que no fui a verlo con él. Esperé que se fuera con su madre al pueblo vecino a vender las muñecas que hacía su familia; la acompañaba para ayudarla con los canastos, que aunque no pesaban tanto eran muchos.

Ahora estaba solo y ya no había tanto sol. Fui directamente a las jaulas, pero no vi monstruos, vi perros grandes y pájaros raros, que chillaban como Anita cuando se caía o cuando la peinaban. Poco más allá divisé a un hombre muy pequeño, con barba y pelo blanco, haciendo pruebas y saltando sobre una rueda inmensa.

Los gitanos se veían felices y tranquilos porque ahora el pueblo era también su casa. El comisario les había dado la autorización, firmada en un papel con sellos, para que se quedaran, pues venían a presentar un espectáculo misterioso y único en el mundo, algo que ni un padre ni un niño habían visto antes en ningún lugar, ya que, como decían, recién se había inventado.

–¿Qué crees tú que puede ser? –nos preguntábamos unos a otros e imaginábamos de qué podría tratarse ese “algo” que nunca antes había existido.


–Es algo que puede hacer desaparecer a una persona, creo yo, algo así como hacerla invisible –dijo Francisco.

–¿Y de qué serviría eso? –interrogó Anita–, igual habría que hacer lo de todos los días: trabajar, bañarse, lavarse el pelo invisible, vestirse y comer comida de verdad, que habría que ir a comprar en almacenes de verdad, o ir a buscar agua al pozo para tomar, porque la sed no es invisible… Entonces, ¿por qué sería ese “algo” una cosa tan maravillosa?

Anita pensaba cosas muy graciosas y además las decía; es verdad que todos nos reíamos, pero con el tiempo nos fuimos dando cuenta de que se trataba de ideas llenas de realismo. Ella era como un pájaro saltarín que iba y venía con sus cosas y nos sacaba de nuestras conversaciones, a veces tan de sorpresa que nos desconcertaba. Además, tenía cierta tendencia a portarse con nosotros como una mamá y a dar consejos que nos caían mal. Porque claro, nosotros nos sentíamos grandes y con derechos que ella aún no tenía, como quedarse jugando afuera hasta más tarde o no tener que ayudar en las tareas de la casa.

Estrella y el caleidoscopio

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