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CAPÍTULO 3

Unos días después de que los gitanos alzaron sus gigantescas tiendas de colores, comenzó el paseo insistente de una camioneta con altavoces. Esta recorría el pueblo completo, anunciando los prodigios que nos mostrarían y que no podíamos dejar de ver, por lo cual debíamos reservar los boletos. Porque el espectáculo no era gratis; para nosotros era diversión, para los gitanos era su trabajo, como cualquiera de los que se acostumbra a realizar en nuestras familias: sembrar la tierra, hacer muñecas, lavar y planchar ropa, coser ropa, criar gallinas, atender un almacén o viajar vendiendo cosas, como el trabajo del tío Guillermo, que era hasta el momento el que más me interesaba para cuando yo fuera grande, pues significaba recorrer el mundo entero si así lo quería.

Pero, como todos los niños de pueblo humilde, teníamos un gran problema: ¿cómo haríamos para entrar a la función si nadie tenía dinero?

–¿Qué vamos a hacer entonces? –preguntó Francisco. ¿Y si ese día nos metiéramos por debajo de la carpa sin que nadie se diera cuenta?

–Cierto –opinó Pedro, dando un salto gigante, como solía hacer cuando le gustaba una idea que nos podía alegrar la tarde–, después de que empiecen los primeros números, ¿quién va a estar vigilando? Mi mamá dice que en el circo todos hacen de todo y hasta los niños –¿o son payasos chicos?– trabajan cuidando los animales que van a participar y ponen aserrín en el suelo, para que no se resbalen los perros que saltan por dentro de los aros en llamas…


–Y la bailarina vende los boletos –agregó Anita–. Estarán todos, todos, todos ocupados cuando empiece la fiesta. Pero tenemos que cuidar que no nos vean…

–¿Quién va a descubrirnos? –dije, haciéndome el valiente para que Anita viera que yo también era capaz de hacer cosas arriesgadas sin tener miedo.

Así, la gente, y sobre todo nosotros, pasábamos las horas pensando en las funciones que se avecinaban; seguro que habría fieras salvajes, que estarían escondidas por su peligrosidad, aunque ahora no las veíamos por parte alguna, y payasos, con bailarinas bellas, y equilibristas que volarían por los aires de un columpio a otro; y también estarían esos infaltables monos que harían piruetas sobre un caballo de pelo largo, largo, tan largo que nadie creería que era posible, porque venía de un país misterioso donde todos los caballos eran así… y los gitanos los cambiaban en esos lugares lejanísimos por pailas de cobre inmensas y cajas de música con espejos de colores, que giraban haciendo aparecer mariposas en vuelo con luces diminutas.

–Esta vez no servirá ensayar el viejo truco de “colarse a la mala”, como lo hacíamos nosotros –dijo la hermana de Pedro–, porque ahora ya no son simples números y actos adentro de la carpa, es otra cosa. No tienen alternativa, la única posibilidad para estar ahí y verlo todo es comprando la entrada. Y como yo trabajo, tendré la mía –agregó y se alejó riendo, para darnos rabia, pues todos sabíamos que no le gustaba para nada trabajar, aunque apenas cumplió 13 años, su mamá le había pedido que la ayudara en el almacén, porque en la casa el dinero no alcanzaba.


Cuando preguntamos todos los detalles de la “entrada”, que no era más que un boleto de papel, sufrimos el primer golpe, pues luego de saber su precio nos quedó dando vueltas en la cabeza de dónde sacaríamos el dinero. Ninguno de nosotros disponía de él, nuestros padres tenían apenas lo suficiente para darnos de comer y para que no faltara lo necesario, pero no para lujos ni cosas extravagantes. Parecía que nuestra ilusión empezaba a esfumarse, cuando de pronto se transformó en un verdadero desafío y decidimos enfrentarlo.

–Podríamos vender botellas para juntar el dinero –dijo Pedro–; las entradas de la primera fila son más caras, pero podríamos sentarnos a los lados, o en el suelo, o llevar sillas de la casa y así pagaríamos la mitad.

–Cierto, y las de niños son más baratas –agregó Francisco–, y no tenemos para qué vernos la suerte en la palma de la mano, como las muchachas, que siempre quieren saber cosas de amor.

Pero ahora había además otro misterio, ya que sabíamos que “aquello” nunca antes visto no ocurría adentro de la carpa. Eso nos obligó a dirigirnos en grupo hacia el centro del problema, decididos a descubrir el secreto.

–Ahora sí descubriremos de qué se trata –dijo Pedro, sin poder aguantar las ganas de resolver el misterio antes de la función.

–Entonces acerquémonos poco a poco y veamos si sale de allí algún ruido o es algo no vivo.

–¿Han pensado que tal vez no sea un animal sino algo como un duende, o un ser de otro tiempo? –preguntó Anita.

–Es que los duendes no existen, Anita –le dije, como para evitar que los demás empezaran a reírse de sus imaginaciones, que en el fondo eran tan claras como nuestras fantasías con los espejismos. Lo curioso es que esta vez nadie se rió.

–Puede ser, Anita –dijo Nina–, si estamos hablando de algo que antes no existía, podrían ser duendes… ¿o qué tal un pájaro que habla?

–Eso no sería nada raro –interrumpió Pedro–, esos sí existen: hay loros que si se les enseña idiomas incluso pueden conversar. El tío Pepe dijo que conoció uno que hablaba francés.

Mientras conversábamos sobre las ocurrencias de cada cual, nos fuimos acercando al conjunto de camiones y camionetas que estaban dispuestas como encerrando algo. El corazón se nos salía, pero lo disimulábamos bien, porque ninguno quería parecer cobarde delante de los otros.

Estrella y el caleidoscopio

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