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Capítulo 1

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ACABARÁS viendo fantasmas en cada esquina –se rió el doctor suplente, Preston Stock.

–¿Fantasmas?

Francesca Brady estaba sorprendida.

–De tu pasado –aclaró él–. No sabía que habías crecido en esta ciudad.

–Sí, pero me fui a los dieciocho años –dijo ella un poco a la defensiva–. Y ahora tengo treinta. Doce años y apenas algunas visitas de vacaciones, ya que mis padres solían irme a ver a Florida. Dudo mucho poder encontrarme con fantasmas.

–Ah, pero es así exactamente como aparecen los fantasmas –él agitó una mano de perfecta manicura–. Cuando no has vuelto. No tienes posibilidades de superar el pasado con recuerdos más recientes.

–Parece como si creyera que mi pasado hubiera sido particularmente sombrío, doctor Stock.

Él pareció considerar aquel corto almuerzo como su oportunidad de hacer sabias afirmaciones acerca de muchas materias. Ya había atacado verbalmente la vida social de Darrensberg, sus oportunidades de compras y a muchos de sus ciudadanos. ¡Ahora le había tocado a ella!

–Cariño, todo el mundo tiene un pasado sombrío.

–Yo no –dijo ella con ardor–. Yo tengo un pasado muy agradable. Una madre estable y cariñosa, un padre con éxito y respetado en su profesión y un hermano y hermana mayores con los que me llevaba muy bien. En definitiva, una infancia feliz. No habrá fantasmas.

–Si tú lo dices…

Hubo un breve silencio mientras los dos empezaban el plato principal. Francesca había decidido invitar al doctor Stock al mejor restaurante de Darrensberg como gesto de despedida, pero estaba empezando a pensar que no se lo merecía. Él había cotilleado de todo lo que se movía bajo el sol, pero apenas había hablado de la consulta de familia que había llevado durante tres meses y de la que ella iba a hacerse cargo. ¿Por qué su padre lo habría escogido a él? Le preocupaba un poco.

Decidió devolver la conversación a los temas profesionales sin rodeos y empezó con rapidez después de tomar un bocado de exquisito salmón:

–Bien, el ataque al corazón de mi padre fue a finales de febrero y usted se encargó de la consulta entonces. Dentro de un minuto me gustaría que me hablara de los pacientes que considere que debe darme alguna información especial, pero aparte, ¿hemos perdido pacientes desde el fallecimiento de mi padre? ¿Ha mostrado alguien insatisfacción por el cambio? –decidió ser un poco más diplomática–. Después de todo, fue tan repentino… Comprenderá que papá estuvo aquí de médico durante cuarenta años. Le dejarían claro desde el principio que yo me encargaría de la consulta en cuanto terminara mi residencia de prácticas en New Jersey, ¿verdad?

–Sí, lo sé –respondió Preston–. ¡Dios, no puedo imaginar que alguien piense quedarse aquí para siempre! Y en cuanto al descontento o perder pacientes, no que yo sepa. ¿Y pacientes especiales? Cuando volvamos miraré el libro de citas de la señora Mayberry para recordar los casos que le harán tomar un frasco de píldoras contra el dolor de cabeza aunque hay un par de ellos que le podría contar ya mismo. Y también le he dicho a todo el mundo que la hija de Frank Brady se encargaría de la consulta desde junio, pero no he oído muchos comentarios, la verdad. Por eso saqué la conclusión de que tu padre debió venir aquí cuando tú ya te habías ido de casa. Evidentemente eras una niñita buena y no dejaste mucha impresión en la conciencia colectiva de Darrensberg.

–¡Yo no era ninguna niñita buena! –de verdad, aquel hombre era imposible–. Era… un poco tímida, eso es todo, y la hija menor.

Pero para sus adentros, tenía que admitir que Preston Stock tenía cierta razón. Aparte de su indudable timidez, había sido una niña terriblemente buena de pequeña e incluso de adolescente, siempre obediente, siempre limpia y con el pelo rubio recogido, siempre con los deberes hechos a tiempo y nunca había creado ningún tipo de escándalo.

Se estremeció y se sintió un poco sorprendida por los recuerdos.

Y en cuanto a la conciencia colectiva de Darrensberg, desde luego, tampoco pensaba causar ninguna impresión ahora.

–En cuanto a lo de perder pacientes por la transición –estaba diciendo Preston Stock–, es muy improbable. ¿A dónde iban a ir? ¿Conducir hasta Wayans Falls? Oh, es cierto que está el doctor Wilde, pero hasta ahora no me parece que sea mucha competencia. La gente no ha dicho ni una sola palabra buena de él.

–¿El doctor Wilde? –preguntó ella con asombro–. ¿Pero cómo puede seguir trabajando? Perdió su licencia hace años. O al menos…

Frunció el ceño.

Su padre le había mantenido informada de lo que ocurría en el pequeño mundo médico de Darrensberg y los pueblos cercanos, pero, para ser sincera, no siempre había prestado mucha atención. Recordaba en concreto, un par de visitas de sus padres a New York en la época de sus exámenes y que ella apenas había sido capaz de mantener los ojos abiertos durante la cena.

Los problemas médicos de un pequeño pueblo rural habían sido como una tempestad en una tetera comparado con sus exámenes finales, ya que en aquella época, antes de la enfermedad de su padre, ella no había pensado que acabaría en Darrensberg.

Continuó con menos seguridad:

–Como mínimo, debería estar retirado por lo que yo sé. Era más viejo que mi padre.

–¿Viejo? Este doctor Wilde no, querida –el doctor Stock se rió–. Quizá sea su hijo.

–¿Su hijo? ¿Adam?

Estaba un poco desconcertada. Su padre no se lo había mencionado. ¿Qué le había contado su padre? Su voz había sido tan débil después del ataque al corazón cuando yacía en una cama de hospital en Nueva York… En aquel momento, sin haber aceptado el estadio de su enfermedad, todavía creía que volvería a trabajar en unas cuantas semanas.

Sólo cuando había conseguido que su hija prometiera que se encargaría de la consulta había aceptado retirarse. E incluso entonces, Francesca y su madre habían tenido que conspirar para que dejara de preocuparse y obsesionarse por la consulta, lo que ahora le dejaba con la penosa impresión de que no sabía tanto de la situación del pueblo como debería

–Pensaba que había estudiado Derecho. –murmuró.

Él se había ido a la universidad a Boston cuando ella tenía once años, mucho antes de la aparente degeneración profesional de su padre.

–No, no Adam Wilde –estaba diciendo el doctor Stock–. Su nombre es Luke.

–¿Luke? ¿Luke Wilde? ¿Médico? Eso es… –se rió con incredulidad. Que Adam Wilde se hubiera hecho médico era sorprendente, pero Luke…–. Imposible. Luke era… Era…

Se detuvo recordando exactamente como era Luke Wilde quince años atrás.

Preston la estudió y luego se rió.

–¡Ahí lo tienes! ¿Qué te decía? ¡Los fantasmas! Y unos poderosos, a juzgar por la expresión de tu cara.

–No son fantasmas –aseguró ella con sequedad–. Nadie ha muerto. Estaba sólo… asombrada, eso es todo. Luke Wilde dejó la escuela. Montaba una Harley-Davidson y había rumores acerca de drogas. Se relacionaba con mala gente. ¡No puedo creer que ahora sea médico!

–¡Se relacionaba con mala gente! ¿Y no es esa expresión de una niñita buena?

Esa vez ella no se molestó en negarlo. Estaba demasiado ocupada pensando en Luke Wilde y los fantasmas con los que había bromeado Preston Stock se estaban arremolinando en su mente como una bandada de pájaros.

Luke.

¡Ella había estado terriblemente colada por él! ¿O debería decir maravillosamente? ¡Oh, Dios! Y le había durado años. Ella tenía trece cuando había empezado mientras que él tenía diecisiete y no había acabado hasta…

Ahora que lo pensaba y si tenía que ser sincera, no había acabado hasta que ella se había ido a la universidad de Nueva York a los diecisiete, aunque Luke había superado hacía tiempo aquella etapa, y su enamoramiento había sido alimentado sólo por dos años de recuerdos. La imagen de él pasando en su rugiente moto, su sensual presencia en su porche trasero cuando merodeaba en las noches de verano, para constante desaprobación de sus padres, con su hermano Chris y más poderosamente, aquella tarde incandescente en que la había besado.

¡Oh, gracias a Dios que había salido de aquello! Soñar con él toda la noche, analizar de forma obsesiva cada insignificante palabra que le hubiera dicho, sentarse en los escalones de la puerta aparentando leer cuando lo único que esperaba era verle pasar.

Si pasaba con la moto, o, por milagro de los milagros, diera la casualidad de que fuera a buscar a Chris y con condescendencia decidiera hablar con ella, quedaba tan alterada que era incapaz de cenar esa noche ocupada con las fantasías adolescentes de poder cambiar aquella rebeldía suya con el poder de su amor y casarse con él en una nube de gloria y tul blanco alejándose a la puesta de sol en aquella diabólica máquina suya. Aunque, ahora que lo pensaba con cinismo, aquella rebeldía era su mayor atractivo.

Sonrió mirando los ravioli. ¡Sí, gracias a Dios que había salido de aquello!

Ni siquiera podía recordar ya su cara, sólo una turbia imagen de su joven cuerpo masculino envuelto en cuero y un par de enfadados ojos azules. Aunque había servido para un propósito en su vida. Sus fantasías acerca de él habían gobernado sus hormonas alteradas y la habían cargado del deseo de demostrarle quién era ella.

Como había sido, definitivamente la más horrible de las niñas buenas de Darrensberg, aquella forma de sobresalir había tomado la forma de estudiar duro, lo que le había permitido ingresar en la facultad de medicina de la Columbia University. Luke Wilde se había desvanecido en aquella época y no se hablaba de él salvo con el humor más negro. ¿No había tenido un serio accidente de moto en New Jersey?, había creído oír.

Y aunque ahora tenía que agradecerle sus buenos resultados en la especialidad de Medicina de Familia, por increíble que pareciera, él lo había conseguido también.

Sin embargo, seguía sin poder creerlo. ¿Cómo sería Luke Wilde ahora, quince años después? Su imaginación no conseguía reproducir ninguna imagen.

–Y en cuanto a los pacientes que te he mencionado, hay un par de auténticos horrores –estaba diciendo Preston Stock.

Francesca comprendió con culpabilidad que él había estado haciendo exactamente lo que le había pedido y ella no había escuchado una sola palabra aunque había asentido dos veces con cortesía.

En ese momento, procuró concentrarse.

–¿Sí? ¿Quiénes son?

–Bueno, el primero y más importante, Sharon Baron.

–¿Quién?

–Sharon Baron. Sus padres debieron creer que la rima hacía un nombre bonito y me ha dicho que tiene un hermano que se llama Caron, pero hasta ahora no he tenido la buena suerte de conocerle. Aunque veo a menudo a su hermana.

Preston procedió a ejercitar su crueldad lingüística a expensas de sus futuros pacientes unos quince minutos más, pero ella se lo había buscado, así que no podía quejarse.

Mientras tomaba el café y saboreaba la deliciosa tarta de caramelo, no podía dejar de pensar en el hecho incongruente de que Luke Wilde se hubiera hecho doctor.

Cuando Preston terminó su resumen, Francesca frunció el ceño y comentó con el tono más casual que pudo:

–Me dijiste que no había mucha competencia porque Luke…, el doctor Wilde era muy impopular. ¿Por… por qué exactamente?

–¡Oh! –Preston se encogió de hombros–. Tú misma lo has dicho. Por su juventud salvaje. La gente no olvida. Los rumores son bastante desagradables. Y si el viejo doctor Wilde perdió su licencia por negligencia, eso no lo he oído. ¡Es jugoso de verdad! Me pregunto qué haría. En cuanto al caso de Luke, drogas, por supuesto. Siempre que alguien es impopular aparecen rumores de drogas, que cubre su adición con recetas falsas, ya sabes ese tipo de cosas… Quizá en este caso sea cierto.

–Yo… lo dudo –respondió ella sintiéndose un poco decepcionada y hasta horrorizada ante la idea.

¿Es que todavía después de tantos años se tomaba de forma personal no haberlo reformado como en sus tontas fantasías adolescentes?

Pero no, no podía reírse de eso. El que un doctor tomara drogas era un asunto muy serio. Luke había sido salvaje, pero no, seguramente no del tipo de los que abusaran de su profesión de tal manera.

Siguió hablando con cuidado de mantener un tono neutral:

–¿No será que has hablado con la gente equivocada?

–Quizá –su colega se encogió de hombros. No parecía interesarle aquel rumor en concreto–. Debo decir que en las dos ocasiones que nos hemos visto, no he observado ningún síntoma de nada.

–Bueno, debo llamar o pasarme para ponerme en contacto con él –murmuró en voz alta–. Parece que hubo una cierta rivalidad entre papá y el viejo señor Wilde hace veinte años, pero ahora es una tontería. Hay suficiente sitio en la ciudad para dos médicos. Deberíamos ser amigos… o amistosos colegas, al menos. Estoy segura de que ese asunto de drogas…

–¡Oh, sin duda! ¡Todo se exagera en un pueblo pequeño como este! No me gustaría saber lo que cuentan de mí –Preston había terminado el café y se removía inquieto–. Ahora, si no te importa, quiero irme a Nueva York esta tarde. Empezaré en una bonita consulta de dermatología de Manhattan el lunes y tengo que ponerme al tanto de la consulta.

–Claro –asistió ella.

Francesca veía que él ya miraba hacia el futuro borrando de su vida a Darrensberg y a sus ciudadanos.

Aquel tiempo le había dado tres meses de empleo entre dos trabajos de verdad, así como un poco de diversión, pero eso era todo.

Y no es que pudiera culparle por sentir aquello. En su puesto de interino, nadie se involucraría seriamente. Darrensberg contenía su futuro profesional, no el de él. Y evidentemente contenía el futuro profesional de Luke Wilde también. Seguía encontrándolo difícil de creer.

La consulta del viejo doctor Wilde y su residencia estaban a sólo media manzana de la consulta Brady, pero la de su padre estaba más cerca del centro del pueblo, así que Francesca y Preston no tuvieron que pasar por delante al volver del restaurante. La gran casa victoriana de los Wilde estaba un poco apartada de la calle también, así que aunque miró de soslayo no pudo ver nada.

–La única cosa que te envidio –dijo Preston al avanzar a lo largo del costado de la casa hasta la entrada de la consulta–, es esta casa. Yo estaré viviendo en un apartamento de una sola habitación de Manhattan desde esta misma noche.

–Sí, siempre me ha encantado.

Como la casa de los Wilde, la suya era una mansión imponente del siglo pasado cuando la madera de los magníficos bosques que cubrían las montañas Adirondach, habían hecho al pueblo próspero.

En la actualidad, Darrensberg era menos próspero, pero mucho más habitable y el dinero provenía del turismo: esquí en invierno y naturaleza y deportes acuáticos en el río Hudson y los numerosos lagos de la región en verano.

La mayoría de los edificios victorianos se conservaban en pie. Algunos habían sido reconvertidos en hostales y restaurantes, como el de los Gables donde acababan de comer, pero otros seguían teniendo negocios como el de su casa y por desgracia, unos cuantos, estaban a punto de desmoronarse cualquier día.

De todas aquellas casas, la casa Brady era la favorita de Francesca, en parte porque era la suya y en parte porque sus padres la habían conservado muy bien con el transcurso de los años.

El otoño anterior, antes del infarto de su padre, había mandado pintar toda la casa con los últimos colores de diseño, había actualizado la caldera y había remodelado por completo la cocina, lijado los suelos y reparado un par de puntos débiles del precioso tejado de pizarra. Aparentemente había habido problemas: el primer contratista se había arruinado y no había terminado el trabajo ya pagado y su padre se había sentido obligado a supervisar al segundo contratista con extremo cuidado.

–Lo que fue demasiado para él –había comentado su madre en el hospital–. Quizá si no hubiera tenido todo ese estrés, el corazón le hubiera aguantado. Y simplemente fue incapaz de delegar. Ya lo conoces. No puede creer que los demás sean competentes y honrados a la vez y cuando pasa algo como lo de ese horrible hombre de la cocina, encima se lo confirma.

Las manos temblorosas de su madre se habían extendido con impotencia y Francesca se había temido por la salud de su padre tanto como por la de ella.

–¡No le dejes preocuparse por la consulta, Francesca! –había rogado la señora Brady–. Si empieza a hablar de ello, córtale. Dile que ya está todo solucionado. Y recuérdale que ahora estás más cualificada tú de lo que está él.

Y lo había tenido que hacer. Durante los pasados meses había tenido montones de llamadas desde Florida, donde sus padres habían fijado su residencia permanente en el apartamento de vacaciones. Había sido una etapa difícil y ahora que había conocido al doctor Stock comprendía que su padre había tomado las decisiones bajo las peores circunstancias.

«Debería haber buscado yo misma al suplente», pensó arrepentida.

Preston y ella llegaron a la entrada de la sala de espera al mismo tiempo y los dos se quedaron indecisos. Francesca ganó y eso le pareció significativo. ¡Aquel era el momento en que definitivamente se había hecho cargo!

Preston hojeó el cuaderno de citas y recordó a algunos pacientes más de los que debía comentarle cosas, actualizó el contenido del botiquín así como los méritos de algunos representantes farmacéuticos que acudían de forma regular y le señaló el horario de atención al público. En aquello, parecía haber seguido los procedimientos de su padre al pie de la letra, pero ella pensaba introducir algunos cambios. Quería imponer su propia estampa en la consulta.

Entonces Preston dio:

–Y aquí estás las llaves. Probablemente las recordarás y la forma en que abren. Esas cosas infantiles van primero.

–¿Cómo los fantasmas? –no pudo evitar decir ella.

–Como los fantasmas. Ahora, ya tienes mi dirección de Nueva York por si necesitas algo. ¿Te importa que me vaya ya?

–No. Como bien has dicho, te puedo llamar si te necesito y yo también tengo que empezar a desempaquetar.

Ella acababa de llegar esa misma mañana. Había enviado sus posesiones más pesadas el día anterior y se había llevado lo más ligero en el coche con ella.

Preston Stock se despidió por última vez y le dijo que se mantuviera en contacto como si temiera que no fuera a dejar de llamarlo durante las dos semanas siguientes.

Entonces desapareció dejándola enfrentarse en silencio a aquella gran casa victoriana y a la imagen de sus cosas apiladas en el imponente recibidor.

Debería ponerse directamente a ello. Debería, pero no lo hizo. Se sentía bastante inquieta y se estuvo paseando por la casa más de media hora, admirando la nueva pintura, redescubriendo las habitaciones familiares y fijándose en los muebles que habían dejado sus padres y en los que se habían llevado a Florida.

Preston había atendido a las citas de esa mañana y no tenía más pacientes hasta el lunes o sea que le sobraba tiempo. Y de repente se le ocurrió pensar si Luke Wilde estaría en casa.

Podría ir a verlo. En ese mismo momento. Podría presentarse y examinar al hombre que sin razón, con un poco de suerte, atraía tan desagradables comentarios. Enterraría la antigua rivalidad profesional entre Brady y Wilde y empezaría a forjar una relación profesional positiva y productiva con su nuevo colega y su antiguo amor.

Sonrió ante aquella idea sintiendo la fuerza de su nueva posición allí y del indulgente orgullo ante la primorosa y tímida muchacha que había sido y que se había permitido tener fantasías tan apasionadas. ¡Luke se hubiera reído a carcajadas si lo hubiera sabido! Y ella se hubiera muerto mil veces de vergüenza si sus tiernos sueños hubieran sido expuestos al escrutinio de la gente malévola. ¿Cómo serían las cosas ahora?

Había una forma de averiguarlo. Cerrando la casa de nuevo, se dirigió calle abajo bajo el ardiente sol del mediodía de finales de mayo. La gente estaba cortando su césped, quizá por primera vez desde el invierno y el aire olía a maravillosa hierba recién cortada. Quizá Luke estuviera cortando también su césped.

Aquella imagen era muy doméstica y al instante pensó que podría estar casado. Incluso podría tener hijos. Ahora tendría treinta y cuatro años. De repente su impulso le pareció más enfrentado al desastre y seguía sin hacerse una idea física de él.

Quizá fuera un error hacer aquello. ¿Cuál sería la verdad de las antiguas quejas de su padre acerca de la profesionalidad del doctor Wilde y sus malos augurios? En las pocas ocasiones en que ella le había preguntado, había sido evasivo y le había dicho que no se preocupara. Se preguntó cuándo se habría hecho cargo de la consulta Luke Wilde. Su padre no se lo había mencionado. Era posible que ni siquiera lo supiera. Quizá hacer aquello fuera un error.

Pero acobardarse le hacía recordar a la tímida chica de quince años que lo había visto por última vez y siguió adelante con aire de resolución.

Entonces unas doscientas yardas más adelante la mansión de los Wilde apareció a la vista y fue su segunda sorpresa del día.

Al principio no podía creerlo. Quizá sus recuerdos estuvieran equivocados y aquella casa fuera la de los Keating. Pero no, la estructura era la misma y su emplazamiento le sonaba familiar. Sin embargo los detalles…

El porche que rodeaba toda la casa estaba ruinoso y la mitad de sus decorativos ornamentos de madera habían desaparecido. La magnífica madera de la que estaban construidas casi todas las casas victorianas de la zona, estaba pelándose y en mal estado. El precioso jardín de antaño estaba salvaje aunque notó que habían cortado el césped recientemente; había cristales rotos en el piso de arriba y faltaban tejas en el alero.

¿Sería aquel el resultado del escándalo que había alejado al doctor Wilde de la profesión médica? Las pocas veces en que había pensado en aquello, no había considerado algo así. Vaciló. ¿Debería darse la vuelta? No, porque podrían haberla visto desde alguna ventana…

Sin embargo, ¿qué puerta debía intentar? ¿La imponente y vieja de la entrada principal? ¿O la lateral, que era en su tiempo la que daba a la sala de espera, consulta y oficina? Entonces vio que la segunda estaba abierta y eso decidió por ella.

Subiendo los escalones laterales, pensó que de todas las emociones que había esperado sentir cuando se encontrara con Luke, aquella era la única en que no había pensado: la lástima.

No había nadie en la arruinada sala de espera, pero había un timbre antiguo bastante bonito en el mostrador y un cartel pintado con esmero que decía: Llame y espere, por favor.

Francesca vaciló deseando haber hecho lo más sensato: llamar antes por teléfono. Si hubiera pensado que las cosas estarían así, nunca se hubiera presentado de aquella manera.

¿Debería llamar a aquel timbre? Escuchó inmóvil. Todo estaba muy silencioso. Quizá, si no aparecía nadie, podría dar la vuelta y salir a la calle.

Sí, eso sería lo mejor. Empezó a retroceder de puntillas, pero una tabla crujió bajo sus pies y escuchó un movimiento desde la oficina, un cajón cerrarse y un sonido que reconoció, pero que no tuvo tiempo de identificar. Un momento después, mientras seguía de espaldas, escuchó una voz masculina que dijo con grave cortesía:

–¿Puedo ayudarla?

Con el corazón desbocado, se dio la vuelta sintiéndose como un ladrón pillado con las manos en la masa y se enfrentó a él muda de asombro.

Sí, definitivamente era Luke Wilde, mirándola mientras se abrochaba un gemelo de la camisa. Luke, el hombre que le había robado tantas horas de sueño.

Él la miró un momento mientras ella buscaba con desesperación algo que decir y entonces, aquella grave voz sonó de nuevo con incredulidad:

–¿Chess? ¿Chess Brady?

Viejos rencores

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