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Capítulo 2

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CHESS.

Nadie le había llamado así en años. Incluso su hermano, Chris que era el que le había puesto el apodo, ya no lo usaba, aunque por supuesto lo había usado quince años atrás y por eso la conocía Luke Wilde con ese nombre.

–Me sorprende que me hayas reconocido –consiguió decir.

–¡Oh, sí! –replicó él con ligereza–. Tardé uno o dos segundos. El tiempo se paralizó, como suelen decir –su sonrisa era un poco cínica–. Pero la verdad es que no has cambiado mucho. Sigues siendo la preciosa princesa rubia.

Era tan desdeñoso que ella gimió horrorizada y sintió que la rabia le coloreaba las mejillas.

–Creo que soy algo más que eso –extendió la mano con formalidad–. Ahora soy la doctora Francesca Brady y estoy al cargo de la consulta de mi padre.

–Ya lo sé. ¿Cuándo empiezas?

–El lunes.

–Lo había oído, desde luego, pero no pensaba que fuera tan pronto.

Él no le había tomado la mano, pero que la ahorcaran si pensaba permitirle aquel pequeño juego de poder. Ella ya no tenía quince años ni estaba dominada por un enamoramiento. Mantuvo la mano extendida y clavó la mirada en la de él, todavía azul y enfadada. Después de un momento y con desgana y frialdad, Luke estiró la suya.

Había recuerdos y electricidad en su contacto y Francesca quedó sorprendida. ¿Se habría dado cuenta él?

Por suerte parecía que no. Él había retirado la mano tan aprisa como la decencia aconsejaba y seguía mirándola con el mismo desdén con que había hablado.

Ninguno de los dos dijo una palabra. De nuevo era una batalla de voluntades y eso le dio tiempo a fijarse con incredulidad en los cambios que se habían operado en él.

Sus recuerdos eran tan vívidos que casi había esperado verlo todavía vestido de cuero y con un casco bajo el brazo. Pero por supuesto, no estaba así. Sin embargo, aquella imagen peligrosa había sido su mayor atractivo y su atuendo convencional de ahora parecía un disfraz, como el de los jóvenes delincuentes al presentarse ante un juez después de haber robado un coche.

Llevaba unos pantalones de color gris pálido, camisa blanca y zapatos de cuero negro muy brillantes. ¡Y hasta corbata, por Dios bendito! Pero se olvidó de la ropa porque no podía pertenecer al Luke Wilde que ella había conocido.

Y sin embargo, le quedaba bien. Parecía… bueno, increíblemente masculino y capacitado y el cuerpo que cubría aquella ropa era fuerte y bien formado.

–Tengo algunas citas ahora –dijo él por fin–. ¿Hay alguna razón en particular por la que hayas venido a verme?

–Oh. ¿Tienes algún paciente dentro?

–En este momento no.

–Entonces… entonces…

Francesca estaba decidida a superar el horrible y hostil comienzo, pero él no se lo estaba poniendo nada fácil. Deliberadamente, para mantener el terreno, recordó el estado de prosperidad de su consulta comparada con el estado ruinoso de la de él. ¡Luke Wilde no tenía ninguna razón para sentirse superior!

–Pensé que debíamos vernos para hablar. Nuestros padres nunca se llevaron bien personal o profesionalmente, ya lo sé, pero Chris y tú erais amigos. Yo siempre he tenido muy… bueno, cálidos recuerdos de ti, Luke y pienso que podemos ejercer los dos con éxito en Darrensberg. Aquí hay suficientes pacientes para los dos y espero que tengamos interés en áreas diferentes. Hasta podríamos enviarnos ocasionalmente pacientes el uno al otro. Por ejemplo, antes de empezar medicina de familia, hice un año de prácticas en…

–¡Por Dios! ¡Esto no puedo creerlo! –la cortó él con dureza–. Acabas de llegar al pueblo con todos tus títulos, a heredar a todos los clientes leales de tu padre y encima piensas que podemos ser amigos. Colegas. Intercambiar pacientes. Lo siento, pero no puedo aceptarlo.

–¡Pero hay sitio para dos médicos!

–Eso díselo a tu padre.

–Mi padre no tiene nada que ver con esto y de todas formas, no tengo intención de involucrarle –le enfureció que metiera a su padre en aquello–. Tuvo un serio ataque el corazón hace cuatro meses y sólo se le pudo convencer de que se retirara prometiéndole que yo me pondría a cargo de la consulta. Ahora, yo no conozco toda la historia de… –vaciló porque era un tema para tratar con tacto–, del cese de tu padre, pero seguramente no tendrá importancia ya. ¡Desde luego, yo no pienso repetirla! Nosotros somos la generación siguiente, podemos empezar de nuevo y hacer que esta vez salga bien. Yo… no entiendo por qué estás tan enfadado.

–No, es evidente que no –ella se encogió ante su tono de voz y Luke lanzó una carcajada–. Te estoy asustando, ¿verdad?

–No, no podrías. Creo que te valoras demasiado. Aunque debo admitir que me estás preocupando.

–Sí, eso ya lo noto. Te has quedado con los ojos como platos. ¡Dios, igual que hace quince años! De tal padre tal hija. Yo siempre fui el chico malo de la película, ¿verdad? Tú no podrías entenderlo porque no has hecho ni una sola cosa mala en tu vida. Y la forma que tenías de mirarme… Como si fuera a comerte. Hubo un par de veces en que me sentí muy tentado de…

Se detuvo abruptamente antes de que ella pudiera adivinar qué iba a decir. De alguna manera, sin embargo, la pasión que subyacía en sus palabras le había traído un vívido recuerdo del día en que la había besado.

¡Pero Luke no podía estar pensando en aquello en ese momento! Ahora sin embargo, aquel recuerdo había retornado con toda su fuerza y para su horror, sintió que los pezones se le endurecían como dos botones al pensar en aquel largo y mágico momento en el jardín de sus padres.

Debería haber sido divertido con aquella clásica receta: el joven rebelde y de mala reputación y la chica inocente y obediente. La penumbra del jardín al atardecer y el raro y único momento en que la había pillado por sorpresa después de llevar meses planeando ella cómo hacerlo.

¡Y cómo había aprovechado él la oportunidad! Podría haber sido torpe, pero no lo había sido. Recordaba cómo había alzado la vista para comprobar que nadie los estaba mirando. Entonces había avanzado hacia ella con fluida y sombría gracia, le había tomado la cara entre las manos y le había atraído la boca hacia la suya con rapidez como si supiera que en un minuto, la oportunidad podría haberse escapado.

A ella no la había besado nadie todavía. Ni siquiera había estado a punto. Apenas tenía quince años. No tenía ni idea de que pudiera sentirse tan embriagada, física y primitivamente excitada. Había jadeado, al principio se había paralizado y entonces había empezado a devolverle el beso de forma febril estirándose porque él era bastante más alto que ella.

Y entonces… había intentado aferrarle el pelo como había visto hacer en las películas. Dios, su repuesta había sido tan tan inepta. Pero él llevaba el pelo muy corto en aquella época y no había encontrado en qué enredar sus dedos, sólo una sensación suave y un olor a champú balsámico.

En aquel momento, antes de que pudieran durar los milagrosos actos, habían escuchado los dos la voz de su madre un poco alta y apremiante.

–Chessie, ¿dónde estás?

Luke había apartado la boca de la suya y se había desvanecido entre las sombras sin haber intercambiado una sola palabra con ella durante todo el episodio.

Podría parecer ridículo, pero seguía siendo uno de los recuerdos más poderosos de su vida junto con el de la primera vez que había ayudado a traer un niño al mundo y la primera que había visto morir a un hombre

¿Habría sido su vida tan sencilla y carente de drama? Incluso en ese mismo momento tenía las palmas de las manos mojadas y necesitaba con desesperación sentarse, pero la silla estaba demasiado cerca de él para su tranquilidad.

Era, de hecho, la vez que más cerca había estado de él después de aquella noche memorable.

Pero seguramente sería lo último en que estaría pensando él.

–Mira, ¿podríamos tomar un café o algo así? La verdad es que me gustaría…

–¡No, no podríamos tomar ningún café! A pesar de lo que he dicho, sigues insistiendo en pensar que nuestro futuro en este pueblo va ser una acogedora colaboración profesional, ¿verdad? Pues no va a ser así, Francesca. Hace quince años, tu ingenuidad hubiera sido… –vaciló e inspiró con intensidad–. Dulce. Ahora vuelve a la realidad, ¿de acuerdo? A mí me caía muy mal tu padre y lo despreciaba mucho más que nadie que haya conocido. No voy a decir que sienta eso por ti, pero no me va a encantar ser testigo de cómo tu clínica prospera mientras que yo me estoy dejando los… bueno, trabajando como un loco sólo para sobrevivir. ¿Es que no lo entiendes?

–Yo… Sí, supongo que puedo entenderlo –concedió totalmente despistada.

¿Por qué era su padre el causante de aquella hostilidad? Era el padre de él el que había perdido la licencia por negligencia, ¿no? Luke debía estar equivocado. De repente sintió un poco de lástima por él.

Fuera lo que fuera en lo que estuviera equivocado, en algo tenía razón: su consulta tenía un aire de fracaso total.

Luke había dicho que aquellas eran horas de citas, pero, ¿qué médico con éxito citaría los sábados por las tardes? Y desde que ella había llegado allí no había visto rastro de ningún paciente ni a ninguna enfermera o recepcionista. Evidentemente aquellos puestos estaban cubiertos por el cartel de: Por favor siéntese y llame al timbre.

¡Sí, definitivamente sentía lástima por él!

Luke estaba frunciendo el ceño al mirar a su reloj. Era evidente que quería que se fuera.

–Bien, no tomaremos café, pero dame alguna información, por favor Luke. La última vez que te vi… habías abandonado la escuela y estabas trabajando de mecánico de motos. Entonces te fuiste de la ciudad, ¿verdad? Y ahora eres especialista en medicina de familia. No debe haber sido fácil.

–En eso tienes razón –emitió una corta y áspera carcajada, pero no de diversión–. Tuve que terminar la secundaria, la universidad, la facultad de medicina. Intenté hacer la especialidad de endocrinología y estudié un año y medio, pero luego decidí que necesitaba más variedad. Pero cuando ocurre algo que te trastoca la vida por completo, tienes que tener una motivación muy fuerte para dar el paso siguiente.

–¿Y qué te pasó, Luke? No creo haberlo oído. ¿Fue una… conversión religiosa o algo así?

Él se rió con impaciencia.

–¿Una conversión religiosa?

–Hay gente a la que le pasa.

–¿Y por qué se te ha ocurrido eso? ¿Por mi ropa? ¿No pensarías que seguiría vistiendo de cuero negro?

–No, por supuesto que no. Yo…

–En ese caso, ¿Por qué vas tú vestida con ese elegante traje azul marino? ¿Por qué no sigues llevando esos vestidos de adolescente que dejaban pasar la luz –se paró y se rió–. ¡No importa! Me visto así con la terca esperanza de mejorar mi imagen en este pueblo. Pero hasta ahora no ha sido así. Menos mal que ya me siento bastante cómodo vestido así. Pero, de vuelta a tu pregunta inicial, no fue una conversión religiosa. Yo estaba… convencido de que irse de este pueblo era una buena idea. Y aunque eso no me costó mucho, las dificultades aparecieron después, en Nueva Jersey. Mi hijo murió –terminó con voz ronca.

–¡Oh, Luke!

–Está bien. Hubiera sido peor si hubiera vivido. Era prematuro y su madre era una yonki. Tuvimos un accidente de moto y ella se puso de parto con diecisiete semanas de adelanto sin ninguna esperanza de supervivencia. Y ahora, si no te importa, te diré un cortés y profesional adiós. A menos que esté muy equivocado, estoy a punto de tener un paciente. Aunque no te preocupes, no creo que sea de los que a tu padre le hubiera importado perder. Es muy improbable que pague.

–¿Qué? –gimió ella aturdida ante su tono rudo–. ¡Como si eso me importara a mí! Yo estoy perfectamente dispuesta a trabajar con pacientes del seguro.

Ya estaba volviendo a ponerse furiosa, pero él la estaba ignorando y se había acercado a abrir la puerta. Una mujer muy mal vestida, casi desdentada y embarazada, de cerca de cuarenta años, estaba avanzando con torpeza por la acera de cemento que bordeaba la casa. En la acera había aparcado un coche destartalado.

Debió ser el chirrido o el portazo de la puerta del coche lo que había alertado a Luke de su llegada.

–¡Hola, Karen! –la recibió con una alegre sonrisa.

Francesca recordaba aquella sonrisa que le aceleró el pulso incluso aunque no se la hubiera dirigido a ella.

–Pase.

–¡Oh, doctor Luke! –la mujer se iluminó de alivio y su áspera cara se suavizó–. Menos mal que me ha recibido. Desde luego no me siento nada bien hoy.

Y nada más decirlo, se desplomó en el suelo.

Luke y Francesca reconocieron lo que pasaba al instante, pero fue él el que se puso al mando.

–Sujétala. Iré buscar algo para que muerda. No dejes que se haga daño a sí misma. Debe tener la tensión por las nubes. Voy a buscar valium.

Luke estaba sacando llaves de un bolsillo y desapareció por el corredor hacia la puerta de un pequeño dispensario.

–¿Una ambulancia? –preguntó Francesca aprisa.

–Sí, porque puede que haya que ingresarla –le pasó el plato de mordida y Francesca se lo introdujo con cierta dificultad.

–¿Cuánto le falta para salir de cuentas?

–Una semana, dos como máximo. No puedo recordarlo con exactitud.

Luke bebió una botella de zumo de naranja y comió un sandwich de mantequilla de cacahuete como si en ello le fuera la vida.

Comer le parecía muy inapropiado bajo aquellas circunstancias y dijo con leve tono de acusación:

–Pero seguramente… ¿No la has atendido en cuidados prenatales?

–Cuando consigue acudir a sus citas sí, pero lleva cuatro semanas sin venir. Creo que su novio debe haberse ido del pueblo con el coche. No pierdas el tiempo con esta historia. ¡Llama a la ambulancia!

–¿Llamar?

–Ahí mismo.

Señaló la mesa y desapareció en otra habitación a lavarse las manos. Ella marcó el 911 balbuceando un poco al tener que dar los detalles.

–Calle State. La vieja casa blanca. La casa de los Wilde.

–Número 135 –informó él con tensión al volver con una jeringuilla de valium que le suministró en el acto.

A los cinco minutos, los estertores habían remitido y pudieron quitarle la bandeja de mordida que había evitado que se mordiera la lengua, pero Luke ya le había metido una buena dosis del medicamento.

–Ya se le ha pasado bastante. Tendremos que monitorizarla con mucho cuidado.

–Y al bebé.

–Y al bebé –acordó él.

–También tenemos que moverla –dijo Francesca.

–Eso no va a ser fácil. En su última visita creo que pesaba ciento veinte kilos. Espero que seas más fuerte de lo que pareces.

Por suerte, él era fuerte. Hicieron rodar a Karen sobre una manta antes de conseguir subirla a la camilla con un poco de ayuda de la misma paciente. Aquello les permitió acceso más fácil al equipo y al examen interno.

–¿Está de parto? –preguntó Francesca.

–Es difícil de decir. Ahora está recuperándose. Vamos a preguntárselo. ¿Karon?

Sólo entonces notó Francesca que no estaba diciendo Karen sino Karon. No, Caron. La hermana de Sharon Baron, si Preston Stock no se había equivocado.

–Caron, ahora ya estás bien –la estaba sacudiendo con delicadeza–. La ambulancia está de camino. ¿Tienes algún dolor?

Ella asintió abotargada.

–Lo tenía.

–De acuerdo. Bien, vamos a escuchar al bebé ahora, examinar tu tensión arterial y examinarte el cuello del útero a ver si has empezado a dilatar.

Francesca agarró el manguito de la tensión y lo infló mientras Luke se preparaba para hacer la revisión interna. Dieciocho, quince. Como había dicho Luke, tenía la tensión por las nubes. Y tenía también la cara y las piernas inflamadas por retención de líquidos como si la placenta no estuviera funcionando adecuadamente.

–No hay dilatación. Todavía no vas a tener al niño, Caron.

–¿No? ¿Vuelvo a… a casa?

–¡Oh, no querida, no puedes volver!

Luke estaba escuchando los latidos del bebé con un estetoscopio especial. A pesar de lo destartalado del lugar, al menos tenía equipo modero.

–El pulso está bien –comentó–. Aguanta… –Caron estaba poniendo muecas antes de lanzar un gemido–. ¿Tienes dolores?

Ella asintió antes de volver a caer en el sopor inducido por las drogas.

–Parece que el parto ha empezado –dijo Luke–. Probablemente sea lo mejor.

–Siempre que no estrese al bebé.

–Bueno, ya nos preocuparemos por eso cuando suceda. Mientras tanto, voy a poner más fluido en este gotero. Ya está –dijo Luke mientras le fijaba el gotero con más esparadrapo.

Para un observador podría parecer un error que le metieran líquidos estando ya tan hinchada, pero ese fluido iría donde era más necesario: la deshidratada placenta.

–Parece otra contracción –comentó Luke unos minutos más tarde–. Eso hace… ¿cuánto, cinco minutos?

–Más o menos. No estaba contando.

–No. De acuerdo, éstate quieta, Caron. Vamos a examinar al bebé de nuevo.

Dirigió una mirada interrogante a Francesca.

–Va reduciendo –respondió ella–. De forma apreciable. Está subiendo ahora que la contracción se ha pasado.

–Tenemos que incorporarla. No está en buena posición.

Con dificultad consiguieron meter toallas enrolladas bajo las vastas caderas de Caron, pero cinco minutos más tarde llegó otra contracción y el pulso del bebé se aceleró aún más.

Por primera vez Francesca estaba preocupada de verdad.

–¿Cuánto suele tardar la ambulancia en estos tiempos?

–Sigue tardando media hora. No han mejorado mucho la carretera.

–Y la he llamado hace… ¿quince minutos? ¿Y si hay retraso? Si no remite esta aceleración de pulso, ¿podríamos seccionarla?

–En caso muy extremo…

–¿Pero podríamos?

–Tengo relajante muscular y oxido de nitrógeno. No bastaría para mitigar el dolor de la incisión y el valium podría ayudar. Podríamos usar un poco de anestesia si hace falta aunque deprimir al bebé con algo así…

–Deberíamos evitarlo, si podemos –acordó Francesca.

–Y no he hecho ninguna incisión desde hace seis meses.

–Pero yo sí. Y he estudiado un año de obstetricia. Eso lo puedo hacer yo.

–Está obesa.

–Sí, no sería rápido.

–Tendría que serlo.

–¿Incisión baja transversal?

–Media línea –corrigió él–. Tiene muchos fibromas en bastante mal estado.

–¡Oh, estupendo! Y has dicho que no estará completamente sedada.

–Le daré tanta dosis como pueda, pero si el bebé ya se está desvaneciendo…

–El bebé… Mi bebé… –gimió de repente Caron abriendo los ojos de par en par.

Luke apartó a Francesca a un lado mientras le masajeaba el hombro a la paciente con fuerza aunque quizá no se enterara y decía en voz baja y urgente:

–Lo quiere, Chess. Quiere a ese bebé con desesperación. Ya sé que es difícil de creer… pero es su primer hijo. Tiene cuarentena y un años, está al borde de la miseria y vive en una casa móvil en ruinas con un novio medio enganchado al crack, pero lo desea con toda su alma. Ha estado leyendo todos los libros de cuidados infantiles que ha encontrado y eso que su lectura está al nivel de primaria.

–Ya… ya lo sé. Pero la ambulancia llegará, Luke. No tenemos que preocuparnos. No sé por qué estamos hablando así.

–Porque esta es la medicina real. Mira, acaba de tener otra contracción.

Esa vez él agarró el estetoscopio y escuchó con atención. Con el amplio vientre de la mujer, era difícil orientarlo bien.

–Bajo –dijo–. Treinta o cuarenta.

–Demasiado bajo. ¿No está subiendo?

–Ochenta. Se ha estabilizado en los ochenta ahora.

Los dos se miraron sabiendo que era demasiado bajo. Un buen ritmo cardiaco fetal era el doble del de un adulto.

–La ambulancia llegará enseguida –insistió Francesca–. Dentro de cinco minutos. Quizá menos. De todas formas, no podríamos prepararla para una cesárea en ese tiempo.

Entonces Caron gimió de nuevo.

–¿Otra? ¡Maldición! Van a empezar cada tres o cuatro minutos a partir de ahora.

Esa vez el pulso del feto se estabilizó sólo en sesenta mientras que durante la contracción fue más bajo aún que antes.

–Vamos a tener que hacerlo, ¿verdad? –preguntó Francesca –. No podemos esperar más.

Los dos se miraron con la misma muda comprensión que había habido en sus caras quince años atrás, la noche en que la había besado.

Entonces los dos escucharon el aullido de la ambulancia.

–¡Oh, gracias a Dios! –gimió Francesca.

Pero Luke sacudió la cabeza con energía.

–Ella no puede esperar media hora más. Vamos a tener que intervenirla aquí y después trasladarla al hospital.

Sin esperar su respuesta salió aprisa para dirigir a los de la ambulancia.

–La paciente está dentro, pero no pueden llevársela todavía. Vamos a tener que operarla aquí.

Caron lanzó un gemido al sentir otra contracción. Francesca estaba escuchando con el estómago en un puño.

–El ritmo cardiaco no está subiendo. Está bajo y… errático.

–De acuerdo –dijo Luke–. Vamos a desvestirla y a intubarla. Lo harás tú, Francesca mientras yo me encargo de la anestesia y de lo que pueda conseguir de la ambulancia. Vosotros chicos… rezad y asistid.

Francesca se sintió enferma.

Ella había hecho incisiones en forma de C antes, docenas de veces, pero siempre bajo condiciones controladas, con el equipo y asistentes adecuados y siempre con alguien más experimentado a mano. Nunca lo había hecho con un paciente tan obeso y esa vez, ella era la experta. Luke no había hecho ninguna operación en seis meses.

De alguna manera, sin embargo, ella era la que tenía que mantenerse más firme, la que llevaría el control final. Los oficiales de la ambulancia estaban más nerviosos que ella. Luke había estado dedicándose a quitarle la ropa a Caron cortando sin ceremonia cuando no podía alzarla o tirar, pero ahora le había pasado la tarea a los dos hombres.

Un minuto después, la intubó torciéndole el cuello con eficacia hasta que su respiración fue regular, le examinó el vientre y lo acomodó en la posición correcta.

Mientras tanto, Francesca había lavado el abdomen de Caron con antiséptico intentando visualizar todo el procedimiento en su cabeza.

–¿Tienes retractores? –preguntó.

–Un par. Probablemente no tan grandes como te gustarían para este trabajo –unos segundos después informó–. De acuerdo. Ya está anestesiada lo máximo posible, Francesca. Vamos a intervenir.

Al principio, Francesca fue muy consciente de las carencias del sitio, pero en cuanto se metió de lleno, se olvidó de que aquella no era una cesárea normal y se concentró sólo en lo que tenía delante: la piel y la grasa, que tardó en atravesar, la sangre, los músculos y la pared uterina dilatada. Luke tenía razón. Lo retractores no eran lo bastante grandes, pero Ray McCallum los mantuvo con habilidad en su sitio bajo sus instrucciones para dejarle sitio para trabajar.

–De acuerdo –dijo por fin–. Tendremos al bebé en un minuto.

Entonces lo sacó, un pequeño niño muy azul e inmóvil, que no respiraba espontáneamente.

Luke le succionó la nariz y la boca en el acto, pero siguió sin hacer esfuerzos por respirar y sólo agitaba levemente las diminutas extremidades

–¿Oxígeno? –preguntó Barry Linz.

Luke sacudió la cabeza y succionó de nuevo.

–El pulso está bien ahora. Creo que saldrá.

Pero los segundos pasaron y nada sucedió. Luke sacudió la cabeza.

–No, no puedes conseguirlo, ¿verdad, pequeño? Sí, máscara de oxígeno.

De repente, después de que Barry le hubiera aplicado a la cara congestionada la máscara durante unos segundos, escucharon un agudo grito y enseguida las extremidades empezaron a ponerse rosadas.

–¡Oh, gracias a Dios! –gimió Francesca.

–Tres o tres kilos y medio –calculó Luke.

Estaba poniendo al bebé en el nido caliente de la ambulancia para trasladarlo mientras le examinaba el pulso, los reflejos, el color y la respiración.

El niño ya había dejado de llorar.

–Es por la anestesia –dijo Luke poniendo unas gotas de nitrato de plata en los ojos del niño–. Y por el valium. Pero está vivo y básicamente saludable.

Por primera vez en quince minutos, Francesca se fijó en su entorno una vez más. Comprendió lo rígidos que tenía todos los músculos, los dedos le estaban temblando y le dolía toda la mano. Y todavía quedaba media hora o más de puntos porque tenía que revisar con atención los vasos por haber hecho una incisión tan rápida.

Una hora y media más tarde, todo había pasado. El bebé Baron estaba recibiendo su primer baño en el hospital y a Caron le estaban llevando a la UCI.

Francesca y Luke salieron juntos por la puerta de urgencias y sólo en ese momento tuvieron tiempo de quitarse las gorras, máscaras y guantes que se habían puesto en la consulta. Había un reloj justo encima de una papelera y marcaba las cuatro cuarenta y cinco. La tarde se había ido.

–¿Tomamos un taxi o hay algún autobús? –preguntó Francesca.

Luke sacudió la cabeza.

–El último autobús salió a las cuatro.

Él estiró una mano para aflojarse la corbata, se la sacó y se desabrochó el botón superior para revelar un cuello que incluso con lo temprano de la estación, ya estaba moreno. Él siempre se había bronceado con facilidad, recordó Francesca. También notó que sus clavículas y sienes estaban empañadas en sudor.

No había tenido tiempo de ser consciente de él mientras trabajaba con su paciente, pero ahora el extraño sentido retornó con toda su fuerza, como si estuviera viendo al viejo Luke, el chico apasionado de dieciocho años que se ocultaba bajo aquella máscara de hombre sensato.

–Entonces supongo que un taxi. Será más barato si lo compartimos.

Pero él sacudió la cabeza.

–Yo no voy a ir. Todavía no. Tengo que comer. Y también quiero quedarme hasta que Caron esté despierta y eso puede tardar un par de horas. Tendrá preguntas que hacerme.

–De acuerdo –asintió antes de dejarse llevar por el impulso–. Eres muy atento, Luke. Muchos doctores no se preocupan tanto en estos tiempos y… y me ha gustado trabajar contigo. Creo que hemos formado un equipo muy eficiente.

Hubo un desagradable silencio.

–¿De verdad? ¿Piensas que soy atento? Bueno, aunque te agradezca la condescendencia, déjame aclararte algo: esta es la primera y la última vez que ejercemos juntos, así que ya puedes quitarte cualquier idea rosa que se te haya metido en la cabeza.

Francesca sintió como si le hubiera dado una bofetada con aquella fría y deliberada rudeza y ni siquiera pudo reaccionar. Simplemente lo miró en asombrado silencio dejándole que tuviera él la última palabra.

Que fue lo que hizo.

–Ya nos veremos por ahí, Francesca –el tono indicaba que no le apetecía nada la perspectiva–. Pero procuraré que sea con la menor frecuencia posible.

Dándose la vuelta, Luke entró por la puerta de urgencias y Francesca sólo pudo mirarlo enmudecida.

Viejos rencores

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