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2 YA NO TODO SIGUE IGUAL

Muchas veces percibo que mi vida no tiene ritmo, que le falta algo que me mantenga viva. Es como si hubiese llegado un momento en que la monotonía me mata. No pasa nada diferente, todo se mueve siempre en la misma dirección. Casa, trabajo, casa. Algún fin de semana se me ha hecho eterno y tengo que confesar que he deseado que llegase el lunes. La vida en Londres no es fácil.

Nací en Glasgow. Estudié en Glasgow y vine a Londres para buscar trabajo. Ir a la capital del Reino Unido es algo que me fascinaba. Mi familia sigue viviendo en Glasgow: mis padres, John y Elizabeth; Emily, mi hermana mayor, que ejerce en el Queen Elizabeth de Glasgow, donde su vocación se ve realizada, y mi hermano pequeño, Joe, que sigue en Alemania trabajando en automoción Desde que terminó Ingeniería en Hamburgo. Las oportunidades en el norte de Alemania son muy buenas para un ingeniero que adora los coches. Los tres bien avenidos, pero lejos uno del otro. Nos vemos en Navidad y en verano, cuando coincidimos en casa de mis padres.

En Londres tengo pocos amigos: Mery, Carmen y Oliver son mi punto de referencia. Los tres tenemos muchas anécdotas. Mery es abogada en Deloitte, Carmen es médica y Oliver, un economista emprendedor. Solemos vernos cada mes, aunque este último año solo hemos quedado dos veces. Mery se casó y desde entonces hace vida matrimonial. Se ha vuelto aburrida. Me encantaría pasar por delante de su casa con una avioneta y con un cartel colgando que diga: «Mery eres una mujer tradicional y aburrida». A ver si así se enteraba de una vez por todas.

Su marido es un directivo indio que trabaja en la empresa de su padre. ¡Su boda fue lo más! Tres días en Bangladés. Colores, ritmos, ceremonias. Hubo un momento que no sabía si ya se habían casado o aún estábamos en la primera fiesta. Lo pasamos genial.

Carmen es una española que emigró a Londres con su marido, Álvaro, que es cirujano en Charing Cross, y Carmen es médica de la comunidad. Tienen tres hijos y está embarazada del cuarto. ¡No le da para más la vida a la pobre! La veo y sufro. Cochecito por aquí, biberón por allá, guardería, guardia, canguro… ¡que estrés, por favor! Su madre, Concha, un encanto de mujer, se ha instalado en su casa para ayudarlos. La última vez que estuve, los dos mayores tenían una guerra de globos de agua en el jardín que acabó en el salón. ¡Qué locura de vida!

Oliver lo tiene todo: guapo, simpático, elegante. Es el director de una escuela de modelos. Cuando terminó la carrera de Económicas tenía claro que quería montar su propia empresa. Por sus manos han pasado muchas celebridades y tiene un sexto sentido para detectar nuevos talentos. Vamos por la calle y siempre anda con su cuello de jirafa sin perderse ni un detalle. No os lo he dicho, pero Oliver es gay. Oliver tiene una nueva pareja desde hace poco más de nueve meses del que está enamoradísimo. Otro encanto: Pierce, algo mayor que él. Los dos juntos son fabulosos. Están hechos el uno para el otro. Como si se conocieran de toda la vida.

Hoy es domingo, un domingo como cualquier otro. Ethan vino un rato ayer por la tarde y se fue. Son las 9:35. Me encanta ese despertar de los domingos, sin prisas y con todo el día por delante. Aunque una vez me levanto, quiero que termine el día para que empiece la semana. Algunos fines de semana se me hacen largos. Tardes de lectura, paseo, pero siempre me invade esa sensación de soledad y de prisas por que empiece la semana, a ver si ocurre algo diferente.

A las 12 me recoge Oliver. Quiere enseñarme el nuevo salón que ha redecorado con Pierce que es galerista y está forrado. Lo suyo fue un amor a primera vista. Ya viven juntos y parece que lleven así una eternidad. Irradian esa felicidad de las películas de Hollywood. Tienen una casa que es lo más de lo más. Cada detalle está medido. Los colores se sobreponen para expresar su mejor resultado. Los muebles parece que se hablen entre ellos. Dos plantas en una de las zonas más exquisitas de la ciudad.

Viven en Mayfair, un elegante barrio londinense, por no decir el barrio de los ricos. Una casa pequeñita pero decorada con un gusto exquisito.

—Viajar tiene lo suyo. Te permite coleccionar bellezas mundiales que después puedes exponer en el salón de casa —suele decir Pierce.

Me hago una bañera relajante. Pongo una bomba de burbujas y purpurina y música aleatoria en Spotify. Un momento de relax antes de salir. Es un pequeño ritual que de vez en cuando apetece. Sin prisas, sin obligaciones.

A las doce en punto Oliver ya me espera fuera. Aparcado, con su descapotable y saludando con la mano derecha.

—Buenos días, Beth.

—Buenos días, Oliver. Puntual como siempre.

—Me he levantado pronto y he recogido un par de encargos de Pierce. Estaba haciendo tiempo dando una vuelta por tu barrio. Ya he visto que han abierto un par de restaurantes nuevos. Un fish and chips y un tailandés.

—Sí, el barrio está creciendo. Hay varios estudios rehabilitados como apartamentos con gente joven. Imagino que han visto una buena oportunidad. La semana pasada, de camino a casa, compré para cenar un par de platos en el tailandés y estaban muy ricos.

Subo al coche y sin prisas recorremos un Londres tranquilo y desierto. Los domingos por la mañana el tráfico desciende bastante. El coche de Pierce es un descapotable, así que no podía negarme dar un agradable paseo, al más estilo años 50 de Hollywood. Oliver está encantado de hacer los honores.

Al cabo de cuarenta minutos llegamos a su casa. Al abrir la puerta me invade un olor a bollería casera. Ese olor que desprenden las películas vintage. Pierce está cocinando y tiene una tarta en el horno. Al más puro estilo campestre. Mi recibimiento es siempre un ritual de estilo y elegancia. Un gusto entrar en su Mansión, como la llamo yo cariñosamente. La mesa, perfectamente puesta; la vajilla blanca con flores grandes en tonos verdes y negros a conjunto con los vasos y las copas verdes; velas verdes con olor a pachulí que desprenden ese olor cálido e intenso.

Entre los dos ya habían preparado la comida. Un apetitoso surtido de verduras con humus y un pato con puré de calabaza, especialidad de Oliver. Lo aprendió de su abuela y siempre que puede le gusta sorprender a sus invitados. El vino, especialidad de Pierce, un syrah australiano de aromas afrutados.

Comemos, reímos y en los postres Oliver y Pierce me cuentan cómo diseñaron el nuevo salón. Pierce estuvo en China hace unas semanas y se trajo la seda que utilizó para forrar toda una pared detrás del diván. Precioso, detalles dorados y verdes que, en sintonía con el sofá beige, le dan un aire exótico y a la vez alegre a la estancia.

Pierce tiene buenos contactos y suele anticiparse a las tendencias. ¡Yo que ni siquiera sabría qué hacer con un trozo de seda! Él sabe perfectamente cómo sacarle partido y darle el máximo esplendor.

Tomamos el té en el comedor que está al lado del salón. Pierce trajo té negro auténtico que ha infusionado con especias y unas rodajas de jengibre fresco, dándole un sabor especial. Los tres sostenemos la taza al más puro estilo británico. El ambiente es de lo más agradable.

Oliver siempre me pregunta por Ethan, nunca ha visto clara nuestra relación y cualquier excusa le vale para sacar el tema. Ya sabía que la pregunta estaba a punto de caer, pues aún no había sacado el tema.

—Elizabeth, estuve con Mery la semana pasada. Estuvimos comentando que hace tiempo que no nos vemos y mantenemos esas conversaciones ni esas risas.

—Es verdad, yo también las echo de menos.

—Estuvo contándome lo feliz que es y acabamos hablando de ti.

—¿De mí?

—Claro, cariño. ¿Qué va a ser de ti? ¿Cómo va con Ethan? No puedes estar toda tu vida complaciendo a un caradura. A alguien que no piensa en ti. Alguien que solo te quiere cuando te necesita y que no deja que puedas ser libre y hacer lo que quieras. Vives anclada a esa persona desde hace demasiados años.

—Hombre, Oliver, tampoco…

—Sí. Todos sabemos el tipo de personaje que es, no está por ti, y… te es infiel, Es un indisciplinado. Tú no te mereces esto, amor.

Cuando sale el tema me pongo algo tensa. Imagino que es algo que quisiera evitar y disimulo para no afrontarlo. Sé que en el fondo Oliver tiene razón, pero yo no puedo terminar con Ethan, no reúno el valor de hacerlo. Si encima acabo con Ethan, no me quedaría nadie. Sé que estoy sola, pero de vez en cuando saber que Ethan está ahí me reconforta en mi mundo. Todos mis amigos tienen sus vidas y yo, esperando a que algo pase, los años me consumen.

—Oliver, mi relación con Ethan es especial y ya sabes que lo tenemos hablado. Y solo fue infiel con una chica, y le perdoné. Ya hace tiempo de esto.

—Elizabeth, unas mil. Sabes de sobra que lo han visto flirtear con otras. El pasado verano se fue con un ligue al Caribe. El año pasado estuvo cuatro fines de semana sin aparecer. Entre semana sabemos que tira los tejos a la gente de la oficina. Elizabeth, tienes que ponerle fin a todo esto. ¡Por ti, por tu bien!

Pierce, que parece que no participaba de la conversación, se levanta, se sienta a mi lado y abrazándome me dice:

—Oliver y yo creemos que te sientes sola. Que te da miedo dejar a Ethan porque se enfadará, porque no quieres perder ese anclaje y porque crees que no tienes nada más alrededor. Eso no es así, Elizabeth. Eres una persona maravillosa. A la que te desprendas de Ethan verás todo lo que hay a tu alrededor. Serás libre, te liberarás y conocerás a otras personas. Te mereces otras oportunidades para ser feliz.

Sé que tienen razón. He pensado muchas veces en hacerlo, pero nunca he tenido ese coraje.

—Elizabeth, cariño, Oliver y yo queremos ayudarte a dar ese paso. Queremos que estés convencida de que eso es lo mejor para ti, y si lo estás y quieres tomar esa decisión puedes estar unos días en casa con nosotros. Ya sabes que nuestros trabajos nos permiten tener días libres.

Me cuesta verbalizarlo, pero esa especie de presión dulce que ambos ejercen en mí hace que acabe contándoles mi miedo. Mi miedo a estar sola, aunque en el fondo siempre estoy sola, mi miedo de que Ethan no viniese, cuando viene cuando quiere, mi miedo a decir que me acerco a los 35 sin pareja, miedo de tomar una decisión.

Pasamos del té al vino. Pierce viene con una botella de Château Haut-Marbuzet. Debe ser cara porque en esa casa no se bebe nada que esté por debajo de las 50 libras.

—Elizabeth, vamos a celebrar tu nueva vida, todo lo que te espera por delante.

Creo que han acabado de convencerme. La tarde va cayendo hasta que, ya oscuro, el reloj marca las 18:45. Oliver me acompaña a casa y ya en el coche me dice a modo de despedida:

—No esperes a mañana, ahora es un buen momento. El momento que tú buscas nunca llegará.

Esas palabras resuenan en mi cabeza y se van repitiendo, a modo de estribillo.

Llegó el momento

Cuando entro en mi casa, deben ser las 19:30, parezco hechizada. Subo a mi habitación, me siento en la cama y descuelgo el teléfono. Marco los cuatro primeros números del móvil de Ethan, pero cuelgo, no me atrevo. Me parece que quizá fuera demasiado frío, así que pienso que lo mejor sería decírselo a la cara. Hablar con él y no por teléfono.

Sin más, vuelvo a ponerme los zapatos, el abrigo y me voy a casa de Ethan. De camino, llego a pensar en dejarlo para el día siguiente, pero es verdad, nunca existe ese momento (el estribillo sigue invadiendo mi cabeza). Si lo dejo pasar, sé que no lo haría. Y así seguirían pasando los días, los meses e incluso los años.

No le mando ningún mensaje, como a él le gusta:

—Elizabeth, mándame un mensaje, un wasap por si he salido. Así sé que vienes y, en el caso de no estar, voy corriendo para casa —me dice siempre.

Sigo caminando a ritmo rápido y noto cómo el aire acaricia mi cara. Ethan vive a unos 35 minutos a pie de mi casa. Llego a su puerta, el corazón me late a mil. Sin más, subo las escaleras ensayando el discurso:

—Hola, Ethan, te sorprenderá que me acerque un domingo a estas horas, y sin decirte nada, así de sorpresa, pero llevo tiempo dándole vueltas a esto. Creo que lo nuestro no tiene sentido. Yo no quiero ser una más, yo no…

Mi discurso queda interrumpido en el último peldaño. Justo delante de la puerta entreabierta, una mujer de espaldas con un vaquero y una camiseta está besando a Ethan, y él, con el torso desnudo, sujetándola. Mi primer pensamiento es que me he equivocado de apartamento, pero leo en el rellano «Segundo A». No me hace falta decir nada, vuelvo a bajar. No me han visto.

Ya en la calle, en la esquina cojo un papel y un lápiz y escribo:

Ethan, gracias por regalarme mi nueva vida. Dejo atrás lo viejo, el pasado entre el que te encuentras tú, para dar la bienvenida a mi nueva vida, de la que ya no formas parte.

Elizabeth

Así ha sido, sin más, sin despedirnos. Sin numeritos de película al estilo Hollywood. Sorprendentemente me quedo tranquila. Como si me hubiesen masajeado en un spa, como si después de un día de calor te das una inmersión en esa bañera fría, o como esa sensación de terminar una clase de baile y quitarte las puntas, y llegas a casa para ponerte cómoda.

Dejo esa nota en el buzón del 2º A y regreso a casa.

Ando más lenta, fijándome en cada calle, en cada esquina, en cada persona con la que me cruzo.

Justo al llegar, y antes de ponerme cómoda, me estiro en el sofá y mando un wasap a Oliver:

Gracias por el maravilloso día que hemos pasado juntos. Mañana es el primer día de mi nueva vida. Ethan ya forma parte del pasado.

Me quedo dormida en el sofá.

Son las 5:00 cuando la luz entra por la ventana de la cocina y me despierta. Veo el teléfono encima y la ropa que había llevado el domingo. Parece que quedara lejos pero solo han pasado unas horas. Me voy a mi habitación, me quito la ropa y pongo el despertador a las 6:30, aún puedo arañar alguna hora más de sueño.


Estoy nerviosa

Querida Elizabeth. Pierce y yo queremos celebrar contigo esta nueva etapa. Queremos invitarte al teatro. Para celebrar los tres juntos esta nueva vida. Te vemos en el Majesty´s Theatre, 19:30.

Hoy debería ser un lunes cualquiera, un lunes de los que no cabe ni una aguja en el tren. Un lunes donde hay que volver a poner la rueda a funcionar. Incluso se percibe en la calefacción del edificio donde trabajo. Hasta media mañana no notas una buena temperatura. De hecho, los lunes son los días que aprovecho para ponerme los jerséis de cuello alto y las americanas más gruesas que tengo en el armario, así no paso frío en la oficina.

Tengo un par de teleconferencias agendadas con Singapur y tengo que prepararme la reunión de esta semana antes de Navidad, cuando se paraliza casi todo.

Es lunes, el último lunes antes de las fiestas, y se me ha pasado volando. Huele a Navidad. En la oficina muchos aprovechan para irse una semana antes a ver a su familia y suelen quedarse hasta Año Nuevo para regresar el día 2 al trabajo. Anne, Greta y Josh se despidieron el viernes pasado. Los socios tampoco están y Lucía y Fernando ya han volado a España. Los clientes se despiden hasta el año que viene y van llegando felicitaciones que vamos colgando del árbol de la entrada.

Tengo la sensación de que durante estas semanas el tiempo se detiene y todo es algo más lento de lo habitual. Hoy he comido con James y Rose. Dos colegas con los que suelo compartir el sándwich y el té en la oficina. He acortado el tiempo de descanso; les he dicho que había quedado con unos amigos y prefería adelantar trabajo, terminar los informes y ver los últimos balances. Pasaré por casa antes de ir al teatro, así me da tiempo a una ducha y arreglo algo el apartamento.

Salgo a las 16:30 de la oficina, la District line me deja directa, pero me bajaré unas paradas antes para dar una vuelta por las calles. Londres está precioso en Navidad y darse un paseo es un regalo para la vista. Cojo el metro planeo pasar por delante del teatro y comprar algún regalo que me queda pendiente. Aún me da tiempo de tomarme un café y saborear la espuma de un capuchino recién hecho.

El camino de Trafalgar a Picadilly no es ninguna maravilla. Suele ser una zona que no frecuento mucho, así que me invade la curiosidad. Justo delante de mí, el Majesty’s, qué impresión de edificio, majestuoso teatro. Cuatro columnas se alzan como si se tratara de una catedral. Fotos del espectáculo cubren los laterales de la entrada.

El fantasma de la ópera. Un musical histórico ambientado en el París de finales del siglo xix. ¡Pinta bien! He visto varios musicales, pero el Fantasma no. Hace años con Oliver vimos Mamma Mia, Chicago y Fame. Nos gustan los musicales con despliegue de números de danza, plumas y canciones conocidas. El Fantasma se nos resistía, lo habíamos intentado, pero no había entradas o bien nos apetecía otro tipo de argumentos. Hoy sería nuestra oportunidad de verlo.

Estoy segura de que Pierce y Oliver vendrán estilosos. Pierce suele ir a la ópera como invitado posando para esos photocalls de gente famosa con vestidos glamurosos. Toda la elegancia encima de una alfombra roja. Asiste a muchos estrenos. Es conocido por la prensa y alguna vez incluso le han entrevistado.

Llego a casa y me ducho con prisas. Mientras tengo la toalla enrollada al cuerpo, voy arreglando el comedor y haciendo la cama a la vez. Me había quedado pendiente. Entre el fin de semana y las prisas de esta mañana no había tenido tiempo alguno.

Busco en el armario un vestido, una chaqueta, y mientras me pongo las medias suena el teléfono. Es mamá.

—Hola, mamá, casi no puedo hablar. Todo va bien. ¿Estáis bien? Verás, tengo entradas para el teatro y voy algo justa de tiempo. Tengo ya todos los regalos comprados. Llego mañana a casa. Te llamo más tarde con más calma.

—Vale cariño, diviértete.

—Te quiero, adiós, mamá.

La tarde se me pasa volando. Llego al teatro a las 19:10, ya empieza a aglutinarse la gente en los alrededores. Hay público de todo tipo: grupos de orientales, matrimonios vestidos con mucha elegancia y gente corriente. Me pregunto cómo siempre hay tantos espectadores. Parece mentira que cada día pasen miles de personas por los teatros de Londres. Lo mismo ocurrirá en Nueva York y en otras ciudades.

Oliver y Pierce estarán a punto de llegar, son muy puntuales. El tiempo de agachar la cabeza para comprobar el teléfono móvil y escucho una agradable voz:

—Buenas tardes, preciosidad. —Es Oliver.

Que bien huele. Son los dos besos que mejor saben. Una mezcla de ámbar y sándalo que lo hacen característico. ¡Incluso una vez en un paso de cebra que crucé estando distraída, pasé justo al lado de un caballero cuyo aroma evocaba a Oliver, debería usar el mismo perfume que él! Me giré, pero no era él.

Pierce estaba emocionadísimo, había visto El fantasma de la ópera en Alemania, en Nueva York y en Londres. ¡Se sabía de memoria las canciones, los actores…, todo! Es un apasionado de la ópera y de los musicales.

Entramos al hall, donde nos tomamos una copa de champagne mientras Pierce nos cuenta la última vez que vio la función en Nueva York y lo bonitas que son las canciones de la obra. El vestíbulo está abarrotado y conecta con los dos pisos de localidades, los baños y la zona del bar. La gente empieza a despejar el hall para dirigirse a sus asientos. Quedan solo cinco minutos. Por megafonía suena el último aviso.

Nuestros asientos están en platea, fila nueve, asientos 11, 13 y 15. Pierce dice que desde la fila 9 suele verse bien, ni muy cerca, que pierdes ángulo, ni muy lejos, que no ves los detalles. No se le escapa nada.

—¡Que disfrutéis amigos! —dice Pierce justo cuando se apagan las luces.

La orquesta hace sonar la introducción….

Me he quedado sin aire, pegada a la butaca. Ni en el entreacto he sido capaz de recuperarme del estado catatónico. Los aplausos resuenan y cogen fuerza. Pierce se levanta y aplaude emocionado. Como él, otros se levantan y ovacionan a los actores, que saludan una y otra vez. Una maravilla de música y trajes. Todo elegante, majestuoso. Números corales operísticos, solos, duetos, incluso una góndola aparece desde atrás hasta la mitad del escenario con los actores cantando. Todo impecable y soberbio.

Una majestuosa cortina roja se cierra ante nuestros ojos mientras los actores siguen en el escenario saludando en un mar de aplausos.

El teatro empieza a vaciarse entre comentarios:

—Qué preciosidad, y qué bien cantan.

Oliver me dice que Christine es una actriz fantástica y que tiene una capacidad de interpretación muy buena. Es una artista muy completa. Era bailarina y ha hecho estudios de teatro musical.

—Es una de las mejores Christine que he visto.

Vamos andando conforme la muchedumbre nos empuja hacia la salida, sin prisas y dejando que los de las filas anteriores vaya saliendo primero. Justo al llegar al hall, pongo la mano en el bolso para encender el teléfono móvil y me doy cuenta de que no está. Miro en todos los bolsillos y le pido a Pierce que me sujete el bolso mientras saco la cartera y algún que otro objeto para ver si está debajo. Hago un escaneo mental: seguramente se me cayó al suelo cuando lo silencié, justo antes de empezar la función. Ente la oscuridad y la moqueta, no me he debido dar cuenta. Les digo a Oliver y a Pierce que esperen un momento, que tengo que volver a la butaca.

—Disculpadme, vuelvo enseguida.

Al entrar de nuevo en la platea ya no queda nadie. El teatro parece otro. Noto incluso una ligera corriente de aire frío. Voy corriendo a la fila 9 y mirando al suelo, en el pasillo, lo veo. Al cogerlo se enciende la luz de la pantalla y veo un SMS: «Te estamos esperando, no tardes».

No reconozco el número desde el que me envían el mensaje. Lo meto en el bolsillo para salir lo antes posible y ya lo miraré fuera. Al levantar la cabeza, veo al Fantasma sentado en el borde del escenario, justo delante del poderoso telón rojo. Me mira y me dice:

—Elizabeth, no tardes, te estamos esperando.

Me giro, no hay nadie más que yo.

Westend Street

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