Читать книгу Westend Street - Lorena Toda - Страница 9

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1 TODO SIGUE IGUAL

—Vamos chicos, todos juntos.

Al escuchar aquella frase se unieron todos en un círculo, abrazados entre ellos, medio agachados y mirándose unos a los otros hacia el centro.

—Toda irá bien, hoy es nuestro día, mucha fuerza y mucha mierda. ¡A por ello!

El círculo se rompió y entre ellos hubo abrazos, choques de manos, sonrisas, nervios, cuando sonó el aviso. Todos a sus puestos. El regidor nos hizo la señal que tantos días llevábamos esperando. Aquella era la buena, la de verdad. El día más esperado: el estreno.

Dejé en el camerino los mensajes, los ramos de flores y los regalos que me habían hecho. Todos ellos deseándome buena suerte, resaltando mis frases favoritas y animándome. Dejé todos los mensajes pegados en el espejo, para que cada día, mientras me preparara para la función pudiesen hacerme compañía.

De fondo, desde el foso, la orquestra dirigida por el maestro Gordald hizo sonar las primeras notas hasta componer la melodía entera de la introducción.

Me coloqué en mi sitio. Se abrió el telón y todo estaba oscuro. Una tenue luz frontal iluminó a Gringoire, acordes de guitarra y su melódica voz resonando en el teatro.

La era de las catedrales, con la que comenzó nuestra función número uno de Notre-Dame de Paris.

Londres, un día cualquiera de 2002

Una mañana más. A las 6:00 ya estaba sonando el maldito pitido intermitente. Incluso he llegado a no oírlo. Una llega a acostumbrarse incluso al sonido más agudo y desagradable que emiten los dichosos despertadores. Estaba soñando. Mi sueño olía. ¿No huelen tus sueños? El mío sí, olía a canela y sándalo. Una mezcla que me hace sentir bien y que irradia serenidad.

La rutina de siempre, saco la mano de debajo de las sábanas. A la mano le sigue el brazo, que se resiste a dejar ese espacio calentito para rozar el aire fresquito de invierno. Voy dando manotazos a ciegas hasta dar con la tecla de apagado y salto de la cama. Salto porque si no, el cuerpo se confunde con el fin de semana y vuelve a introducir el brazo dentro de la sábana para darse media vuelta y disfrutar del placer de esa primera hora de la mañana. No sé que estaría soñando, pero me levanto con un buen sabor de boca.

Una vez fuera de la cama, fui al baño. La ducha de las mañanas es un placer para el cuerpo. Agua caliente, jabón y unos minutos de encuentro con una misma. Apenas me da tiempo a saborearlo cuando ya estoy haciendo una radiografía al armario. Me visto casi de manera automática sin reparar en qué me pongo: el pantalón azul, el jersey que me regaló mi madre las pasadas Navidades y el bolso grande de color gris.

Bajo a la cocina y enchufo la cafetera. El reloj de la pared marca las 7:43, me doy cuenta de que he tardado demasiado, así que no puedo permitirme ese momento del aroma de café recién hecho de los domingos. Apago la cafetera y la luz de la cocina.

Cojo el bolso, la cartera con el ordenador, siempre me quedan algunas cosas por terminar el fin de semana, y salgo corriendo por la puerta. De camino al metro saludo a Jenny, la vecina de dos casas más arriba, que a esas horas suele pasear al perrito. Desde Ealing Common hay un buen trecho hasta llegar a la City, lo recorro cada día y muchas veces apenas soy consciente, llego al despacho sin saber cómo. ¿No te pasa a ti?

Justo al pisar la estación, cojo un café y salto directa al vagón en dirección a Monument, donde me espera un trasbordo. Tardaré unos 35 minutos. Los suficientes como para saber quién sube, quién baja, quién ha tenido un mal despertar, quién llega tarde…

Tengo la radiografía exacta de casi todo lo que va a ocurrir en mi trayecto. Incluso los viajeros habituales tienen nombre. Doce años cogiendo el tren a la misma hora y con el mismo recorrido me han permitido descubrir a cada uno de ellos. John, ese pequeño que siempre viajaba de la mano de su madre, ya se ha hecho mayor y hace el recorrido solo. Baja en Earl´s Court. Hoy no lo he visto, se habrá dormido. Gyneth, esa preciosa mujer que rondará los 65, cuya belleza es admirable, hoy tiene mala cara. Hace un par de años estuvo desaparecida. Me preocupé, llegué a pensar que no la volvería a ver, pero aquí está de nuevo. Con su elegancia. Siempre viste con mucha clase, ningún pelo despeinado y con una amabilidad absoluta. Creo que el cáncer que tuvo no fue obstáculo alguno para ella. Ahí sigue.

Mientras la miro, así sé que hoy está bien, me sonríe. A la vez suenan en mi oído izquierdo los bajos y la percusión desagradable del jovencito que aún no tiene nombre. Sus rastas, su vestir, su dejadez me saca de quicio… Ese sonido de percusión con el que acompaña la dichosa música que suena en sus orejas. Le llamaré el Marley, aunque tengo que reconocer que entre sus rastas hay algo que me gusta, no sé qué es. Algo en ese aspecto de dejadez que no me resulta tan desagradable.

Estoy a punto de llegar. Hoy se me ha pasado el rato volando. Salgo del metro y la marea que en la hora punta colapsa Londres me arrastra hacia la calle. Llueve, hace un día gris y nubloso. Entre los altos edificios de la City no veo el sol, solo gris y gotas que de manera aleatoria chocan con los cristales y se convierten en unas bonitas formas redondeadas y verticales que se deslizan cristal abajo.

Camino hasta llegar a la oficina, tres minutos exactos en los que voy sorteando ejecutivos, colegiales y algún que otro despistado que sale de los food trucks con su café recién hecho. Justo cuando llego a mi edificio, en cuyo cartel de metacrilato pueden leerse varios nombres de empresas, tengo la manía de echar un rápido vistazo mientras entro. Deslizo la vista hasta el piso 12 y ahí está: Charles Sowby, Investors. ¡Esta es la mía!

Saludo al señor James, un conserje como los de antes, un auténtico gentleman. Traje y sombrero de copa, que siempre está atento a nuestra llegada.

—¡Buenos días, James!

—Buenos días, Elizabeth.

Y me dirijo hacia mi pequeño despacho de la planta 12. Me pregunto si James sabrá el nombre de cada uno de nosotros, de los cientos de personas que estamos en el mismo edificio. Es muy profesional, estoy segura de que sí. También debe conocer alguna que otra historia de edificio de oficinas, de aquellas que más vale no saber…

—Buenos días, Rose.

—Buenos días, Elizabeth —me contesta mientras su cara dulce y pequeñita sobresale de la pantalla del mostrador de la entrada.

—¿Qué tal el fin de semana?

—Todo bien, Rose, gracias.

En mi despacho me siento como en casa. El póster que me traje de París, mis libros, mi título universitario. Todo en perfecta sintonía. Huele a jazmín. Me gusta el olor a limpio que desprende.

Me espera un día tranquilo. El viernes salí a las 23:00. Uno de esos interminables días de reuniones y más reuniones. Cada reunión puesta de manera estratégica para generar más documentos para la próxima reunión y así van pasando las jornadas. Reunida y reunida, haciendo informes y consumiendo papeles que solo sirven para comprometer al medio ambiente. Esta tarde planeo pasarme por el centro. Ethan quiere que tomemos algo y vayamos al teatro, o eso supongo yo. O más bien me gustaría a mí…

Aún no os he hablado de él. Ethan es mi novio, mi novio de hace tiempo. Una relación peculiar, la nuestra.

A las 17:00 en Covent Garden, me ha dicho. No sé qué sorpresa me tendrá preparada. Igual vamos al Royal, están a punto de reestrenar El lago de los cisnes. Desde que Tamara Rojo no está de solista, no le tengo mucha confianza a la generación que sube. Me conozco el Royal de arriba abajo. Llegué incluso a superar una audición, pero una lesión en el menisco derecho me dejó fuera de combate a los diecisiete años. Sigo siendo una gran aficionada al ballet, de todo tipo, aunque el contemporáneo me tiene atrapada. Maurice Béjart y Alvin Ailey, entre mis favoritos. El Ballet de Lausanne fue dirigido por Béjart hasta que murió. Le Presbytére me atrapó. Música de Queen y contemporáneo: la combinación perfecta. Les sigo la pista y si vienen a UK hago todo lo posible para verlos.

Conocí a Ailey durante un viaje a Boston. Aproveché el cierre de una inversión para ir al ballet. Me atrapó la energía y el color. Bailarines afroamericanos con una fuerza en el escenario que no dejan a nadie indiferente.

En fin, comenzaré por revisar el correo, acabar los informes de ayer y preparar la reunión de la semana que viene en Singapur. Tenemos un socio capitalista que quiere meter a otro socio en nuestro fondo de inversión para entrar en los mercados asiáticos. Suena muy exótico, pero tendrá poco de divertido. Más de lo mismo, preparar contratos, llamadas…, vamos, lo de siempre. Aquí nunca pasa nada. Todo está siempre en el mismo lugar y siempre es la misma rutina. Incluso Ethan me evoca ese sentimiento de rutina.

Ya son las 17:00

Se me ha pasado el día prácticamente sin darme cuenta. Los días lluviosos me inspiran y me relajan, de tal manera que puedo pasar horas trabajando sin darme cuenta de que los segundos, seguidos de los minutos, devoran a las horas. Son las 16:35. Me apresuro para llegar a Covent Garden. Mientras espero a Ethan aprovecharé para ver la tienda que han abierto justo al lado del Royal.

Iré andando, así aprovecho el parón de la lluvia para que me dé un poco el aire. El metro por la tarde suele ir menos abarrotado que la mañana, pero si puedo elegir y el tiempo me lo permite, prefiero darme un paseo.

Llego a la tienda que Rose me recomendó. «Elizabeth, A ti que te gustan todas esas cursilerías, no puedes perderte la nueva tienda cerca del Royal. Si pasas cerca, échale un vistazo, te gustará».

Nada más entrar, tengo que reconocer que me parece un lugar encantador, lleno de colores y bonitas imágenes. Todo en perfecta armonía. Ordenado por colores. Cada color sigue al siguiente en la gama cromática, de tal manera que puede verse el arcoíris de los pantones dentro de la propia tienda. Compro dos libretas y tres lápices. Los dejaré en la oficina, en la mesa. A veces no sé por qué los compro, pero son tan bonitos que se merecen un lugar en mi despacho. Tengo muchas libretas por estrenar, pero el simple placer de tenerlas ordenadas encima de la mesa me produce un efecto relajante.

Son las 17:05, casi me despisto. El mágico mundo de los colores es capaz de transportarme y hacer que el reloj se detenga. Ya se sabe, cuando algo te gusta no te das cuenta del tiempo que has pasado contemplándolo. Salgo a la calle para buscar a Ethan. Ahí está. Pantalón oscuro, camisa y jersey Levi’s, cazadora de Jack Wills y esa sonrisa puesta. Ethan siempre sonríe. Le veo ponerse una mano en el bolsillo y mi subconsciente quiere ver dos entradas para el Royal, aunque conforme me acerco dejo de ver el rojo y el código de barras y visualizo Live Nation. Bueno, serán para el O2, tengo lista de favoritos. Ethan se acerca, me da un beso y me enseña las entradas para el concierto de Slash.

—No te lo vas a creer, Beth, el mismísimo Slash en concierto. Peter me ha llamado y nos ha faltado tiempo para comprarlas. Hemos conseguido las mejores localidades, toda la mañana colgados al teléfono. Slash tocará la guitarra delante de nosotros.

Es de esos momentos que no sabes si callar por no decir una estupidez o decirle que la crisis de los cuarenta le está afectando en exceso. Ethan tiene 41 y sigue sintiéndose como a los 32, cuando le conocí. Salvaje, inocente, egoísta y, por qué no decirlo, encantado de estar consigo mismo.

Lo nuestro fue y sigue siendo fugaz. Conocí a Ethan una noche en uno de los transitados bares cerca de Picadilly. Claire me lo presentó. Habían coincidido en un seminario en Thames Valley University. Esa misma noche, no sé por qué, terminamos en su casa con una botella de vino tinto y solo recuerdo un despertar soleado que apuntaba por la ventana y cuyos rayos iluminaban su torso desnudo.

Tenemos una relación curiosa. Cada uno tiene una vida para sí mismo, y luego tenemos una vida en común: no vivimos juntos, pero pasamos tiempo juntos, bueno, algunas horas juntos. Ethan se mueve por impulsos, como un electrocardiograma. Hoy está arriba, de subidón, y es lo más encantador que puedas conocer, y en un rato está de bajón. No es bipolar, pero a efectos prácticos como si lo fuese. La noche que le conocí estaba de subidón. De tal subidón que me lo contagió. No sé qué me pasó, pero me transmitió esa locura descontrolada, sin vergüenza, sin tabús. Elizabeth Grostler, 26 años, con un breve historial amoroso, de esos de novio formal y poco más, de haber tenido solo dos parejas estables. La misma Elizabeth que una noche conoce a un tipo salvaje y acaban desenfrenados en casa ajena. Salimos del pub y nos besamos desenfrenadamente. En cada esquina repetíamos la misma escena hasta llegar al portal de su casa. En el ascensor no sé qué hice, pero al abrir la puerta de su apartamento me faltaba la mitad de la ropa, bueno, de la ropa interior. Había conseguido arrancarme la lencería.

Quizá sea este descontrol que me saca de mí misma lo que hace que Ethan signifique algo para mí, lo que me tiene atada a él. Han pasado unos cuantos años y mantenemos la misma pasión, pero no sé si algo más. Siempre dudo si entre nosotros hay algo más.

He pasado noches y días preguntándome qué es ese algo más que me es difícil de encontrar.

La noche de Covent Garden cenamos en un mexicano, tortitas, chile y un buen vino. Luego me acompañó hasta casa. Era lunes y al día siguiente tocaba trabajar. «Nos vemos el fin de semana, Elizabeth». Se despidió, como siempre, con esa sonrisa seductora y desvaneciéndose como el humo y con las prisas de llegar tarde a algún sitio. A las 21:00 yo ya estaba en casa. Esa era la hora que marcaba el reloj de la cocina. Fui a mi habitación después de pasar por el baño y me puse el pijama.

Cogí el libro, encendí la luz tenue del comedor y sentada en el sofá con mi manta azul y gris, me pasé dos horas seguidas leyendo. A las 23:00 me fui a la cama. Sentía que llovía en la claraboya de mi habitación. Las gotas de lluvia chocaban con el cristal e invitaban a dejarse sentir una a una hasta que el sonido se volvía silencio. Vivo en un tercer piso de Gunnersbury Street. Un apartamento de 70 m2 con un comedor, cocina, dos dormitorios y un baño. Y una pequeña terraza desde la que puedo ver el jardín de todos los vecinos de la comunidad. Me gusta de vez en cuando salir y ver qué ocurre en el vecindario. Los fines de semana organizan barbacoas.

Aquella semana transcurrió como cualquier otra de un mes normal, sumando un mes más, un año más. Y así van pasando los días. Todo sigue igual.

Westend Street

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