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CUALQUIER DÍA EN CUALQUIER ÁRBOL

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En una tranquila y frondosa urbanización situada a las afueras de la ciudad, poco antes de que el autobús del colegio pasara a recogerle, Pablito, un niño pelirrojo de facciones redondas y aspecto saludable; pecas en abundancia y cara de pocos amigos; se había subido a un árbol —un manzano de casi diez metros de altura plantado en mitad de un amplio césped recién cortado—, sin que hasta el momento nadie supiera a ciencia cierta el motivo por el que se había encaramado a lo más alto.

De nada sirvieron los gritos de su madre, quien, en su intento por hacer que bajase, ya había pasado por todas y cada una de las fases de rigor.

Primero, la negación: «No es posible. No me lo puedo creer. ¿Qué haces subido ahí?».

A continuación, la ira: «¡Baja inmediatamente o te juro que te vas a acordar!».

Luego, la negociación: «Baja, por favor te lo pido, de verdad que no te voy a castigar».

Después, la depresión: «Dios mío, todo me pasa a mí. Hay veces que me dan ganas de morirme…».

Y, por último, la aceptación: «Está bien, sigue ahí hasta que te canses. Ya bajarás, ya».

El niño, que vestía el uniforme del colegio —a saber: camisa blanca de manga corta con el emblema del centro (un puente sobre un canal, con un ancla y dos ramas de abedul y ciprés atadas en la parte inferior), corbata negra con nudo doble y un pantalón corto azul marino que dejaba al descubierto sus rollizas piernas— miraba a su madre sin decir nada, fijos los pies en una gruesa rama y sujetándose con las manos a otras más próximas.

Mientras tanto, los vecinos y transeúntes que se encontraban cerca se aproximaron al oír los gritos y se detuvieron al llegar al césped, donde formaron un círculo alrededor del árbol, al mismo tiempo que inclinaban el cuello hacia atrás y miraban hacia el lugar donde se encontraba el niño. Y entre ellos empezaron a conversar solapando sus comentarios y preguntas.

«¿Qué ha pasado?»… «No lo sé, yo acabo de llegar ahora»… «Un niño, que por lo visto se ha subido al árbol»… «Ave María Purísima»… «¿Dónde está? Yo no le veo»… «¿Cómo habrá conseguido llegar hasta allí?»… «¡Dios mío, qué peligro! Está expuesto a caer y matarse»… «Yo llamaría a los bomberos»… «¿Y por qué se ha subido?»… «Estos críos de hoy no hacen más que dar problemas»… «Tiene usted razón. En mis tiempos…»… «Yo si quieren puedo subir»… «No, no, que igual se asusta y se cae»… «Sigo diciendo que lo mejor es llamar a los bomberos».

Aparte de los vecinos de los chalés más próximos, se podía ver también un grupo de ciclistas que se habían bajado de las bicicletas; dos monjas de clausura que pasaban casualmente por allí y sacaron sus rosarios para rezar por el niño; el vendedor de helados, que abandonó su furgoneta en la acera de enfrente y se acercó intrigado; un grupo indeterminado de corredores que hacían footing y al igual que el resto se detuvieron; dos testigos de Jehová que aprovecharon para repartir sus panfletos; y entre otros muchos, un vendedor de enciclopedias, el repartidor de prensa y un señor de negro al que nadie conocía.

Pero entre todo aquel variopinto grupo de gente, algo en común los identificaba por igual: sus flamantes smartphones. En efecto. Salvo el señor de negro al que nadie conocía, el resto apuntaba con sus móviles al niño, con la intención de grabar lo que acontecía arriba, no sin cierta dificultad debido a que apenas se le podía ver, ya que el manzano estaba en todo su apogeo y había dado frutos en abundancia.

Al darse cuenta de que le grababan, Pablito empezó a lanzar manzanas a los que estaban debajo del árbol, que huyeron despavoridos intentando esquivar como buenamente podían los proyectiles que lanzaba sin parar. El desconocido señor de negro fue el que se llevó la peor parte, ya que una manzana le impactó con tal fuerza que perdió el sentido. Sin embargo, como nadie sabía quién era, ninguno hizo intención de reanimarle.

La lluvia de manzanas cesó por fin, y tan solo quedó allí la madre, que no dejaba de gritar:

—¡Pablito, baja!

Fue entonces cuando, abriéndose paso con delicadeza entre la gente, hizo su aparición Isabelita.

Y todos los que se encontraban en aquel lugar desviaron la atención hacia aquella encantadora criatura. Una niña rubia, que llevaba puesto un precioso vestido blanco de manga corta y forma ligeramente acampanada, adornado por un lazo rosa alrededor de la cintura. Lucía asimismo una gargantilla de terciopelo negro en el cuello, y sobre sus hombros descansaban dos trenzas holandesas rematadas al final con una cinta elástica.

Su mirada y ademanes desprendían tal inocencia, que todos, sin excepción, se apartaron para dejar pasar a la niña, que avanzó lentamente sin apenas dejar huella al pisar el césped, hasta situarse justo debajo del árbol. Y una vez allí, ante el asombro de los presentes, se dirigió al niño mostrando una leve sonrisa en los labios.

—Baja, Pablo —dijo con voz suave y tranquila.

—¡No bajaré hasta que se vayan! —respondió él malhumorado.

Isabelita volvió entonces la cabeza hacia el grupo de gente que, algo alejada del árbol, contemplaba en silencio la escena. Y aquel simple gesto fue suficiente para que todos se apartaran aún más, hasta situarse al otro lado de la calle donde estaba aparcada la furgoneta del vendedor de helados.

—Pablo, deja de hacer el tonto y baja, por favor —repitió la niña nuevamente.

—No bajaré, Isabel. No lo haré hasta que me des una respuesta.

—Ay, Pablo, ya lo hemos hablado. Necesitamos tiempo. No puedo darte una respuesta ahora.

—¡Solo quiero saber si me quieres! Dime sí o no.

—Claro que te quiero. ¿Cómo puedes dudarlo?

—Entonces, ¿por qué no te casas conmigo?

—¡PORQUE SOLO TENEMOS DIEZ AÑOS! ¡DEJA DE HACER EL IDIOTA Y BAJA DEL ÁRBOL! —gritó con todas sus fuerzas la niña, sobresaltando al grupo que contemplaba la escena desde el otro lado de la calle.

Rápidamente, Pablito comenzó a bajar del árbol, y al poco rato ponía los pies en el suelo para fundirse en un tierno abrazo con Isabelita.

El grupo dejó de grabar unos segundos y aplaudió conmovido. Algunos incluso se enjugaron las lágrimas. Por su parte, la madre cruzó la calle sin la menor vacilación, agarró al niño de la oreja y se lo llevó hacia la casa, en cuyo interior desapareció tras dar un sonoro portazo.

La niña se encogió de hombros, lanzó un suspiro de resignación, y a continuación volvió su rostro hacia los que grababan sin descanso desde el otro lado de la calle. Se agachó para coger una de las muchas manzanas que había en el césped, la contempló con una sonrisa, y luego de dar media vuelta, se marchó de allí de la misma forma que había llegado.

Tras contemplar durante unos minutos cómo se alejaba la angelical criatura, finalmente todos apagaron los smartphones y volvieron a ponerse en movimiento. Los ciclistas montaron en las bicicletas; las monjas guardaron sus rosarios; el repartidor de prensa continuó el recorrido habitual; el grupo de corredores prosiguió haciendo footing; los testigos de Jehová y el vendedor de enciclopedias siguieron su itinerario; el dueño de la furgoneta de los helados se alejó del lugar de los hechos, y el resto se dispersó en diferentes direcciones.

Tan solo quedó al pie del árbol, completamente desvanecido sobre el resplandeciente verdor del césped, el señor de negro al que nadie conocía, rodeado de brillantes manzanas de un rojo intenso.

Si alguien desea ver lo que aconteció aquella mañana en una tranquila y frondosa urbanización situada a las afueras de la ciudad, puede verlo en YouTube: «Un niño se encarama a un árbol y baja gracias a los requerimientos de una preciosa niña».

¡Llévame contigo a Afganistán!

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