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2. CUERDAS DEMASIADO CORTAS PARA SER USADAS
ОглавлениеA pesar de que estaba entre dos trabajos y temía quedar atrapada en las grietas y las pausas de dos seguros de salud diferentes, me sentí contenta cuando me dijeron que tenía un bulto en un pecho. Yo lo había descubierto por mi cuenta durante una revisación casera, había contado hasta veinte y había vuelto a palparlo, y a pesar de que Gerard no paraba de decir “¿Dónde? ¿Ahí? ¿Es eso a lo que te refieres? Parece algo muscular”, yo se los mostré.
–Sí –dijo la enfermera–. Sí, hay un bulto en su pecho.
–Sí, es así –dijo el cirujano parado junto a ella como un padrino de boda.
–Gracias –dije–. Muchas gracias. –Me incorporé y me vestí. El cirujano tenía fotos de su esposa e hijos en la pared. Todos los miembros de la familia parecían alumnos de escuela secundaria, bellos y jóvenes. Miré las fotos y pensé: ¿Y? Me puse los zapatos y me subí el cierre, intentando no sentirme un poco como una prostituta.
Esta es la razón por la que me alegré: el bulto no era simplemente un punto para centrarme en mi autoconmiseración; era también una batería que me propulsaba, que me fortalecía: exactamente mi propia cita con la muerte. Era algo que me anclaba y me volvía más profunda, como un secreto. Empecé a sentirlo cuando caminaba, saliendo justo de mi axila: evidencia dura y dolorosa de que yo era realmente una santa llena de ampollas, un ángel sangrante. Al menos se había confirmado: mi vida era tan complicada como yo siempre lo había sospechado.
–Es verdad, está ahí –le dije a Gerard cuando volví a casa.
–¿Quién está ahí? –murmuró preocupado y ausente como un portero. Iba a cantar la parte de Eneas en una producción local de su propia ópera rock, y estaba yendo al centro a comprar sandalias “de esas que trepan por la pierna”.
–No es un chiste de preguntas y respuestas, Gerard. El bulto. El bulto está ahí. Y ahora es un bulto certificado.
–Oh –dijo lentamente, con suavidad y desconcierto–. Oh, cariño.
Compré grandes sostenes elastizados: un talle único que se acomoda a todos los tamaños, atrapa todo, agarra todo y lo presiona contra ti. Empecé a verme a mí misma como algo más que un mero organismo: un sistema simbiótico, como un rinoceronte y un picabuey o un queso gorgonzola.
Gerard y yo vivíamos en departamentos separados solo por un pasillo. Juntos, poseíamos la totalidad del piso superior de una pequeña casa roja sobre la calle Marini. Podíamos trabar las puertas abiertas con ladrillos e ir y venir entre los dos departamentos, y a pesar de que la mayor parte del tiempo estábamos de acuerdo en decir que vivíamos juntos, había momentos en los que yo sabía que no era lo mismo. Cuando Gerard se mudó a la calle Marini, yo ya llevaba tres años viviendo ahí. Fue su manera de aplacar mi deseo de discutir nuestro futuro. En ese momento, habíamos sido amantes por diecinueve meses. Un año antes, él había decidido irse a vivir a la otra punta de la ciudad en un “gran departamento en el bosque”. (A mi casa le decía “la cabaña en la ciudad”). Era un lugar demasiado caro, pero Gerard, con total autocomplacencia decía “lo suficientemente lejos como para ser encantador”. Aunque nunca supe qué era exactamente lo que le parecía encantador a la distancia: si él mismo, el departamento o yo. Quizás era la vista. A Gerard, el mundo le gustaba más a cierta distancia, como una fotografía o un recuerdo, y eso me asustaba. Le gustaba besarme y frotar su nariz contra la mía cuando yo acababa de despertarme y casi no tenía conciencia… o cuando era como un cadáver con gripe o estaba atontada por la fatiga. Le gustaba tener que eliminar algún obstáculo para llegar a mí.
–Es un cerdo sexista –dijo Eleanor.
–Quizás solo sea un necrófilo latente –dije, y de inmediato me di cuenta de que era probable que las dos cosas fueran lo mismo.
–Pasión por el polvo –dijo Eleanor y se encogió de hombros–. Que sea con frialdad después del trabajo.
Entonces, nunca tuvimos el ritual del debate, la toma de decisión y la búsqueda de departamento. Lo que sucedió es que la pareja de indios del departamento frente al mío se fue y Gerard, una noche, mientras mirábamos el monólogo de Carson en la televisión, dijo: “Ey, quizás me mude allí. Tal vez sea más barato que el bosque”. Teníamos alquileres separados, cocinas separadas, números de teléfono separados, baños separados con inodoros apoyados sobre la misma pared. A veces, golpeaba la pared para preguntarme cómo estaba a través de las cañerías. “Bien, Gerard. Todo bien”. “Qué bueno escucharlo”, decía. Y luego apretábamos el botón de descarga al unísono.
–Raro –dijo Eleanor.
–Son como universos paralelos –dije yo–. Es como vivir en camas individuales.
–Es como Delmar, Maryland, que es la misma ciudad que Delmar, Delaware.
–Es como vivir en camas individuales –volví a decir.
–Es como el cinturón de Borscht –dijo Eleanor–. Primero haces la prueba en un resort de las montañas Catskill antes de ir a un lugar realmente importante.
–Es como luchar contra el rechazo por medio de las descargas del inodoro.
–Es tan típico de Gerard –dijo Eleanor–. Ese hombre vive del otro lado del pasillo de su propio y jodido corazón.
–Es músico –dije con tono de duda. Con demasiada frecuencia, me encontraba creando este tipo de excusas, como una Rumpelstiltskin del amor, estoicamente hilando la paja para convertirla en oro.
–Por favor –advirtió Eleanor señalándose el estómago–, acabo de comer un sándwich con tocino, lechuga y tomate.
Estas son las palabras que utilizaron: aspirar, mamografía, cirugía, bloqueo, esperar. Primero querían esperar y ver si solo era un bloqueo temporario de los conductos de leche.
–¿Productos de leche? –exclamó Gerard.
–¡Conductos! –grité–. ¡Conductos de leche!
Si el bulto no desaparecía en un mes, dirían más cosas y usarían las otras tres palabras. Aspirar sonaba aireado y esperanzador, yo siempre había tenido aspiraciones; y una mamografía sonaba como un apodo simpático que uno le daba a su abuela preferida. Pero las otras palabras no me gustaban.
–¿Esperar? –pregunté, tensa como una luz amarilla–. ¿Esperar y ver si se va? Eso podría haberlo hecho yo sola. –La enfermera sonrió. Me caía bien. Ella no le atribuía todo al “estrés” o a mi “vida personal”, una redundancia a la que nunca fui muy afecta.
–Quizás –dijo–. Pero quizás no. –Después el doctor me pasó una tarjeta con el nuevo turno y una receta de sedantes.
De los sedantes había que decir lo siguiente: te ayudaban a adaptarte mejor a la muerte. Cambiar de lugar era difícil sin el equipamiento psicológico necesario, ni hablar de pasar de la vida a la muerte. Me di cuenta de que esa era la razón por la que la gente en situaciones complicadas e infelices tenía problemas para zafar: su fuerza menguaba; al mismo tiempo envejecían y sufrían regresiones; no tenían sedantes. No sabían quiénes eran, aunque sospechaban que eran la hamburguesa recalentada y siempre de oferta del universo paralelo. Temerosos de sus propios dedos de los pies, necesitaban la valentía de los sedantes. Que podría hacerlos reflexionar generosamente sobre los escuálidos restos de sus vidas y considerarlos buenos, asegurándose así una muerte más calma. Después de todo, era más fácil dejar algo que amabas verdaderamente y con serenidad que algo que en realidad amabas frenéticamente pero no amabas tanto. Una buena muerte tenía que ver con mostrar la actitud correcta. Una muerte sana, como cualquier otra cosa –un ascenso en el trabajo o verse más joven–, era simplemente una cuestión de “sentirse bien con uno mismo”. Y aquí es donde entraban los sedantes. Sedada como una menta, una mujer podría colocar su mano feliz sobre el hombro de la muerte y decir con voz ronca: “¿Qué dices, amiga, quieres bailar?”.
También podrías ocuparte de los quehaceres domésticos.
Podrías hacer las compras.
Podrías lavar la ropa y doblarla.
Dido y Eneas de Gerard era una versión rock de la ópera de Purcell. Yo nunca la había visto. Él no quería que yo fuera a los ensayos. Decía que quería presentarme todo el espectáculo completo y perfecto, al final, como un regalo. A veces, pensaba que quizás estuviera enamorándose de Dido, su actriz principal, cuyo nombre real era Susan Fitzbaum.
–Diviértete en Túnez –solía decirle cuando partía hacia los ensayos. Me gustaba decir Túnez. Sonaba obsceno, como una parte del cuerpo vista solo en raras ocasiones.
–Cartago, Benna. Cartago. Un lindo lugar para visitar.
–Aunque tú, por supuesto, prefieres Italia.
–¿Por la historia? ¿Por echar raíces? Obviamente. ¿Has visto mis llaves?
–¡Ja! El día en que tú eches raíces… –dije, pero luego no se me ocurrió cómo terminar la frase–. Ese será el día que eches raíces –la concluí.
–¿Por qué, querida, piensas que la llamaron Roma? –Sonrió. Le pasé las llaves. Estaban debajo de la revista Opera News que yo había estado usando para espantar moscas.
–Gracias por las llaves –sonrió, y luego desapareció mientras bajaba las escaleras, como un manchón posmoderno de campera de cuero maltrecha, bolso de tela puesto con descuido sobre los hombros y la parte inferior de los pantalones mal planchada y formando cintas de Moebius.
Durante las pausas de los ensayos me llamaba y preguntaba:
–¿Dónde quieres dormir esta noche, tu casa o la mía?
–La mía –decía yo.
Seguramente no estaba enamorado de Susan Fitzbaum. Seguramente ella no estaba enamorada de él.
Por esa época, Eleanor y yo fundamos la escuela de comedia Deja de Llamarme Shirley. Consistía en nosotras dos encontrándonos en el centro para beber tragos y hacer pronunciamientos desesperados sobre la vida y el amor que siempre empezaban “Sin duda alguna…”. También incluía lo que Eleanor llamaba “El gran llanto blanco”: gente blanca blanda juntándose a beber vino blanco y a llorar.
–Nuestra vida sexual está desapareciendo –decía yo–. Gerard va al baño y a eso yo lo llamo “darse la mano con el desocupado”. Los hombres llegan a los treinta, lo juro, y solo quieren hacer el amor dos veces por año, como las focas.
–Nosotros tenemos tres años más de pico sexual –dice Eleanor mientras cierra los ojos y hace el gesto de estrangularse a sí misma–. ¿Cuándo fue la última vez que hicieron el amor? –Eleanor intentó parecer indiferente. Yo canté:
–Enero, febrero, junio o julio –pero la camarera se acercó para tomar las órdenes y nos miró con hostilidad. Nos gustaba hacerla sentir culpable dejándole grandes propinas.
–Me siento premenstrual –dijo Eleanor–. Estuve forzada a escribir propuestas para becas durante todo el día. He decidido que odio a todas las personas bajas, a todas las personas ricas, a todos los funcionarios del Estado, a los poetas y a los homosexuales.
–No te olvides de los gitanos –dije.
–¡Los gitanos! –gritó–. ¡Desprecio a los gitanos! –Bebía chablis de una forma que era mezcla de terror y alegría. Siempre a toda velocidad–. ¿Puedes ver que estoy tratando de ser feliz? –dijo.
Eleanor era parte de un grupo de poetas-actores local financiado por becas que hacía lecturas dramáticas y a veces hermosas de poemas escritos por personas famosas muertas. Mis favoritos eran los soliloquios de Romeo de Eleanor, aunque también le salía muy bien “Alto en el bosque en una noche de invierno”. Yo era una bailarina con mala suerte y sin disciplina que despreciaba todas las formas de ejercicio físico relacionadas con la danza e iba de un trabajo de profesora de aerobics a otro, intentando convencer a los estudiantes de que me encantaba. (“¡La vida, la actuación tienen lugar en presencia del oxígeno!” explicaba yo con una euforia preparada. Al menos no decía cosas como “¡Aprieten las nalgas para intensificar el estiramiento!”, o “¡Vamos, chicas, a mover esos cuerpos!”). Acababa de dejar un trabajo en un gimnasio y había sido contratada en la escuela municipal de artes de Fitchville para dar una clase a adultos mayores. Aerobics de geriátrico.
–¿No sientes eso respecto a la danza? –preguntó Eleanor–. Me refiero a que me encantaría escribir y leer algo mío, pero para qué molestarse. Terminé de darme cuenta de eso el verano pasado leyendo a Hart Crane mientras flotaba en el medio del lago en la cámara de una rueda. Ese sí es un poeta.
–Un poeta que podría haber usado la cámara de una rueda. No seas tan dura contigo misma. –Eleanor era inteligente, tenía más de treinta años, sobrepeso, y nunca había tenido un novio serio. Era hija de un médico que todavía le enviaba dinero. Se tomaba nuestra mediocridad mutua con más seriedad que yo–. No deberías permitirte el sentirte tan miserable –intenté.
–Yo no tengo esas píldoras –dijo Eleanor–. ¿Dónde se consiguen?
–Creo que lo que tú haces en la comunidad es absolutamente genial. Haces feliz a la gente.
–Gracias, señorita Hallmark Hall de la Oscuridad.
–Perdón –dije.
–¿Sabes de qué se trata la poesía? –dijo Eleanor–. De la imposibilidad del amor sexual. Los poetas, finalmente, no desean genitales, ni propios ni ajenos. Un poeta quiere metáforas, patrones, alguna física del amor sucedánea. Para un poeta, amar es no tener ningún amante. Y vivir –alzó la copa y no pudo reprimir una sonrisa– es no tener hígado.
Básicamente, me di cuenta, estaba viviendo en esa espantosa etapa de la vida que va desde los veintiséis a los treinta y siete años conocida como estupidez. Es cuando no sabes nada, sabes incluso menos de lo que sabías cuando eras más joven, y ni siquiera tienes una filosofía sobre las cosas que no sabes, algo que sí tenías a los veinte y que volverás a tener a los treinta y ocho. Aunque intentaste ciertas cosas.
–El amor es el programa de intercambio cultural entre la futilidad y el erotismo –afirmé. Y Eleanor respondió:
–Oh, cuánto cinismo –lo que en realidad quería decir que no había estado siquiera cerca de ser lo suficientemente cínica. Lo había formulado de manera espantosa pero de alguna forma justa, como un campamento infantil donde debes dormir lejos de casa.
–Estar enamorada de Gerard es como dormir en el medio de la autopista –intenté.
–Esa es mi muchacha –dijo Eleanor–. Mucho mejor.
En el formulario de postulación para el trabajo de la escuela municipal, donde preguntaba “¿Está usted casada?” (se trataba de información opcional), yo había consignado un enfático “No” y, a continuación, donde preguntaban “¿Con quién?”, había escrito: “Un tipo llamado Gerard”. De alguna forma mi clase de adultos mayores se enteró del contenido del formulario y una vez que las clases adquirieron ritmo y ganamos confianza, solían sonreír y bromear conmigo:
–Una chica con tan buen humor como el tuyo –solía ser el estribillo retrógrado–, ¡y sin marido!
Las clases tenían lugar por la noche, en el tercer piso de la escuela de arte, que era una enorme casa de estilo victoriano casi donde terminaba el centro. El estudio de danza era decrépito y los espejos eran de pesadilla, como hojas de aluminio extendidas sobre las paredes. Yo hacía lo que podía.
–Abajo, arriba, flexión, otra vez. Abajo, arriba, flexión, estocada.
Tenía diez mujeres de alrededor de sesenta años y un hombre llamado Barney que tenía setenta y tres. Solía gritarle:
–Ahora apúrate –aunque por lo general no me refería al ritmo: Barney tenía un audífono que siempre se le caía al piso en el medio de la rutina. Después de la clase, se quedaba dando vueltas e intentaba conversar: se disculpaba por lo del audífono o me contaba historias sobre su hermana Zenia, que tenía ochenta y un años y, aparentemente, era ágil como un insecto.
–¿Entonces usted y su hermana se ven seguido? –le pregunté una vez mientras guardaba los casetes.
–¡¿Seguido?! –Soltó una carcajada y luego sacó su billetera y me mostró una foto de Zenia en Mallorca con un traje de baño amarillo. Me contó que su hermana nunca se había casado.
Las mujeres me trataban como a una hija. Se ubicaban a mi alrededor después de la clase y me sugerían distintas cosas que tenía que hacer para conseguir un marido. La más popular era que me aclarara el cabello.
–¿No crees, Lodeme, que Benna debería aclararse el cabello?
Lodeme era algo así como la líder, tenía la malla más sofisticada (de color lavanda con rayas azul marino), estaba perfectamente en forma, podía permanecer en la posición de v corta por minutos, y hacía sin cesar el intento de exhibir una sabiduría dura y llorona:
–Primero el cabello, luego el corazón –bramó Lodeme–. Aclara tu corazón, y luego estarás bien. Nadie se enamora de un hombre de buen corazón, ¿verdad, Barn? –después le apretaba el brazo y a él se le caía el audífono. Al finalizar la clase yo tomaba un sedante.
Hubo un período en el que intentaba hacer anagramas con palabras que no eran anagramas: menopausia y menudencia; agallas y toallas; enamorados y entramados. Me encontraba con Eleanor para beber algo, o en nuestra escuela de Shirley, o para desayunar en Hank’s Grill, y si yo llegaba primero, garabateaba las palabras una y otra vez en una servilleta, buscando formar los anagramas como un niño que intenta dividir tres en dos sin poder encontrar el resultado.
–Buenas –le decía a Eleanor cuando llegaba, y daba vuelta la servilleta. Tenía las palabras enamorados y camaradas escritas con letras grandes.
–Estás enloqueciendo, Benna. Debe ser tu vida romántica. –Eleanor se acercaba y escribía enamorados y manoseador; siempre había sido la más lista–. Pide el jugo de tomate –decía–. Esa es la forma en que te deshaces del olor a zorrino.
Gerard era un hombre alto y de ojos verdes que olía a talco de bebé y estaba muy preocupado por la gran música. Yo podía estar acostada en la cama explicando algo terrible y personal y él me interrumpía diciendo:
–Eso es Brahms. Eres como Brahms.
Y yo contestaba:
–¿A qué te refieres, a que soy gorda, vieja y tengo barba?
Y Gerard sonreía y contestaba:
–Exactamente.
Una vez, cuando le conté diversas humillaciones que viví en la adolescencia, dijo:
–Eso es un poco como Stravinski.
Y yo dije, fastidiada:
–¿En segundo año Stravinski todavía no había tenido el período? Me consuela saber que todo lo que me ha pasado le ha pasado también a un compositor famoso.
–Al final, no te gusta la música, ¿no? –dijo Gerard.
En realidad, la música me encantaba. A veces, pienso que esa es la razón por la que me enamoré de Gerard en primer lugar. Tal vez no tuviera nada que ver con el olor de su piel o el largo de sus piernas o el ritmo particular de sus palabras (un ritmo de reggae de pradera decía él), sino solo con el hecho de que pudiera tocar cualquier instrumento de cuerdas –piano, banjo, cello–, compusiera óperas rock y poemas tonales, y cantara lieder y canciones pop. Yo vivía rodeada de música. Cuando me ponía a leer el diario, él escuchaba Mozart. Si miraba las noticias, ponía Madame Butterfly diciendo que se trataba de lo mismo que se veía en el televisor: estadounidenses de juerga en países ajenos. Solo tenía que cruzar la fosa del pasillo para aprender algo: Vivaldi fue un sacerdote pelirrojo; Schumann se lisió la mano con un expansor; Brahms nunca se casó, esa era la gran historia, la que a Gerard más le gustaba contarme. “Está bien, está bien”, le decía yo, o a veces, simplemente “¿Y?”.
Antes de conocer a Gerard, todo lo que sabía de música clásica lo había sacado del disco de la banda sonora de Momento de decisión. Ahora, podía tararear el vals de Musetta al menos durante tres compases. Ahora, poseía todos los conciertos de piano de Beethoven. Ahora, sabía que Percy Grainger se había casado en el Hollywood Bowl. “Pero Brahms –decía Gerard–, Brahms nunca se casó”.
No es que quisiera estar casada. Lo que yo quería era algo equivalente al matrimonio, aunque nunca había sabido exactamente qué podía ser eso y sospechaba que quizás no existiera nada de esa naturaleza. A pesar de todo, estaba convencida de que tenía que haber algo mejor que esa farsa solitaria de vivir del otro lado de la ciudad o del pasillo. Algo que pudiera surgir en muy poco tiempo.
Y eso me hacía sentir culpable y burguesa. Entonces me consolaba con los defectos de Gerard: era infantil; siempre perdía las llaves; era de Nebraska, como un horrible presentador de talk shows; había crecido cerca de una de las áreas de descanso más antiguas de las autopista I-80; contaba chistes que incluían las palabras salchicha y pedo; una vez se refirió al sexo con la expresión “esconder el salame”. También tenía el hábito de perseguir a pequeños animales para asustarlos. La primera vez que lo hizo fue con un pájaro en un parque y yo me reí pensando que era gracioso. Más adelante, me di cuenta de que era raro: Gerard tenía treinta y un años y la emprendía contra pequeños mamíferos que buscaban refugio en arbustos, en árboles, sobre muebles. Después de asustarlos, se daba vuelta y sonreía, como un maníaco poseído, un Puck con un título de maestría. También le gustaba mojarles la cara y el cuello a gatos y perros para pasarles después la mano como un peluquero y decir que los hacía lucir como Judy Garland. Me daba cuenta de que la vida era demasiado corta como para ser capaz de superar ciertas cosas de forma absoluta y sincera, pero estaba claro que algunas personas estaban esforzándose más que otras.
Cuando tenía poco más de veinte, me fastidiaban las mujeres que se quejaban de que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse. “Los hombres, las mujeres, todos somos iguales”, decía yo. “Algunas mujeres son capaces de comprometerse, otras no. Algunos hombres son capaces de comprometerse, otros no. No es una cuestión de género”. Después conocí a Gerard y empecé a creer que los hombres eran superficiales e incapaces de comprometerse.
–No es que los hombres le teman a la intimidad –le dije a Eleanor–. Es que son hipocondríacos de la intimidad: siempre piensan que la tienen cuando no es así. Gerard piensa que estamos cerca pero la mitad del tiempo me habla como si nos hubiésemos conocido hace cuarenta y cinco minutos, me cuenta cosas de él que conozco hace años y me hace preguntas sobre mí cuyas respuestas ya debería conocer. Anoche me preguntó cuál era mi segundo nombre. Dios, no puedo ni hablar del tema.
Eleanor me miró fijo:
–¿Y cuál es tu segundo nombre?
Yo la miré fijo a ella:
–Ruth –dije–. Ruth. –El de ella era Elizabeth, yo lo sabía.
Eleanor asintió con la cabeza y corrió la mirada.
–Cuando estaba en la escuela católica –dijo–, me encantaba la historia de Santa Clara y San Francisco. Francisco fue canonizado a causa de su devoción por ideas vagas y generales como Dios y la cristiandad, mientras que a Clara la canonizaron a causa de su devoción por Francisco. ¿Lo ves? Eso lo resume perfectamente: incluso cuando un hombre es un santo, incluso cuando es bueno y devoto, no es bueno y devoto con nadie en particular. –Eleanor encendió un Viceroy–. Y de todas formas, ¿por qué se espera que estemos con hombres? Siento que alguna vez lo supe.
–Los necesitamos por sus destornilladores con punta Phillips –dije. Eleanor elevó las cejas.
–Es cierto –dijo–. Siempre me olvido que solo sales con hombres circuncidados.
El cortejo mío y de Gerard había consistido en música de cámara dominical, conciertos de rock y excursiones a los campos de maíz en las afueras de Fitchville para cantar “I Loves You, Porgy”, a todo volumen y con errores mirando al cielo. Después, íbamos a mi departamento, nos desvestíamos y nos metíamos la lengua en el oído mutuamente. Por la mañana, íbamos a un café. “Espero que no seas checoslovaca”, decía Gerard, siempre el mismo chiste, y apuntaba al cartel sobre la caja registradora que rezaba: NO SE ACEPTAN CHEQUES.
–Se vería genial sin piernas y ubicado sobre un carrito –dijo Eleanor.
En realidad Eleanor era muy agradable en presencia de Gerard. Incluso se mostraba seductora. A veces ella y Gerard hablaban por teléfono: él le hacía preguntas sobre la Eneida. A mí me gustaba que se llevaran bien. Después, en un rapto de originalidad, Gerard solía decirme: “Eleanor sería hermosa si bajara de peso”.
–Está en el costado de tu pecho –dijo el cirujano.
No sabía que los pechos tenían costados, y ahora tenía allí algo esperando.
–Oh –contesté.
–Supongamos por ahora que es un quiste –dijo el cirujano–. No desfiguremos inmediatamente el pecho.
–Sí –dije–. No lo hagamos.
Y luego, la enfermera me dijo que tener un hijo podía fortalecer un poco toda mi maquinaria interna. Ayudarme a prevenir las “enfermedades de las mujeres de carrera”. Los bultos suelen desaparecer durante el embarazo.
–¿Puedo extender mi prescripción de sedantes? –pregunté.
Con cada ciclo menstrual, procedió a explicarme, el cuerpo es como un boxeador golpeado que va tambaleando de su rincón al ring, y a medida que pasan los años, al cuerpo le cuesta más hacerlo. Su voluntad se quiebra. Se equivoca. El cuerpo de una mujer está tan ocupado preparándose para hacer bebés que cada año que pasa sin haber hecho uno es otro año de rechazo del que cada vez es más difícil recuperarse. Tarde o temprano, puede enloquecer por completo.
Tuve la sospecha de que fueron discursos como este que hicieron que las mujeres abandonaran las fábricas y comenzaran de inmediato con el baby boom.
–Gracias –dije–. Lo pensaré.
Un problema de enseñar aerobics era que no me gustaba Jane Fonda. Me parecía que era una persona inconstante y descomprometida, demasiado segura de sí misma, que sabía posar frente a la cámara y se había hecho rica y famosa aprovechándose comercialmente de la crisis espiritual de Estados Unidos. Y con qué aplomo lo había hecho.
–Lo que tú quieres es que la gente esté más insegura sobre sí misma –dijo Gerard.
–Sí –dije–. Pienso que algunas incertidumbres bien pensadas y prominentemente exhibidas siempre están bien. –Y la incertidumbre y la confusión eran por cierto mis espejos en aquel entonces.
Barney adoraba a Jane Fonda.
–Esa mujer –solía decirme Barney después de la clase–. Sabes, solo era una de esas reinas del sexo. Y ahora está ayudando a Estados Unidos.
–Querrás decir ayudándose a sí misma gracias a Estados Unidos. –Curiosamente, Jane Fonda era una de las pocas cosas en el mundo sobre las que me sentía segura, y ella me volvía propensa a las declaraciones rotundas, tan poco características en mí. Debería tener cuidado con esa asertividad, pensé. Debería pensar con evasivas, con vaguedad, como el resto de mi vida.
–Oh, no me vengas con eso –dijo Barney y luego me puso al tanto de las últimas novedades sobre Zenia, que había sido elegida directora de un comité de mujeres votantes contra el abuso infantil.
Guardé mi casetera, me tomé un sedante en el bebedero con forma de urinario en el pasillo y fatigosamente bajé las escaleras y caminé a casa. Entré al departamento de Gerard y me despatarré sobre su cama para esperar que volviera del trabajo. Contemplé una impresión en blanco y negro que tenía colgada en la pared frente a la cama. De cerca era un paisaje, un lago plasmado de forma onírica, un árbol y una montaña, pero de lejos era una cara macabra, vacía y hueca como una máscara de tragedia. Y desde donde yo estaba, ni lejos ni cerca, podía ver tanto el lago como la cara, los dos fusionándose y separándose una y otra vez, compitiendo por mi percepción, hasta que finalmente entorné los ojos, lo suficiente como para ver colores.
Me di cuenta de que amar a Gerard era como tener un gato macho sin castrar o un hijo adolescente. Salía cinco noches por semana y durante el día tenía sueño y hambre y se sentía deprimido y comía muchos cereales fríos y dejaba los bowls por todos lados. Los ensayos de Dido y Eneas se estaban volviendo cada vez más frecuentes, y las otras noches tocaba como solista en conciertos de jazz en la ciudad, casi siempre en bares de categoría (uno se llamaba El Helecho de Humo) con ventiladores de techo de cuatro aspas aletargados como insectos de invierno y helechos frescos y delgados que decoraban cada rincón. Gerard tocaba la guitarra en un escenario al frente, y siempre había un grupo de mujeres a un costado que soltaban risitas, aplaudían con adoración y le compraban tragos. Cuando iba a verlo a sus conciertos, me sentaba sola en una mesa lo más atrás posible. Me sentía como una fan descarriada, una vecina devota. En las pausas, venía a hablar conmigo, pero en realidad hablaba con todos los presentes. Todo el mundo recibía la misma cantidad de tiempo y atención. Era un personaje público. Dejaba de ser mío. Yo me sentía tonta y fóbica. Me sentía espermicida. Bebía y fumaba demasiado. Empecé a quedarme en casa. Hacía cosas como mirar programas especiales sobre ciencia o películas sobre la Biblia: Stacy Keach en el papel de Barrabás, Rod Steiger como Poncio Pilatos, James Farentino como Simón Pedro. Mi propio cuerpo se me volvió cada vez más extraño. Me volví muy consciente de sus bordes al espiarlo desde afuera, mis hombros, manos, mechones de cabello, invadían los límites de mi visión como ramas que están preparadas para proyectarse en una toma y de esa forma decorar y volver la imagen sentimental. La necesidad de las tortugas marinas de dejar sus huevos en la tierra, dijo el televisor, las hace vulnerables.
Solo en una ocasión, y muy tarde por la noche, corrí escaleras abajo y salí a la calle en pijama, jadeando y lagrimeando, esperando que algo (¿un auto?, ¿un ángel?) viniera a rescatarme o a matarme, pero no había nada, solo farolas y un gato.
En la escuela de Shirley nos hicimos preguntas sobre los machos cazadores y las hembras que hacen nidos.
–¿Crees que después de todo sí hay algo real en eso del macho como nómade? –le pregunté a Eleanor.
Ella se mandó todo un discurso. Dijo que podía comprar todo el diagrama social de la mujer como la constructora del nido (grande, redondo, ver ovum) y el hombre como nómade, invasor, desplazándose en bandas (ver spermatozoa), pero que si ella era la que tenía que cuidar el fuerte, quería algunos huéspedes, una caballería sonriente y a la carga. Su vida estaba mal alineada, dijo. La caballería la pasaba completamente por alto, como si los mapas viales estuvieran mal hechos, y ella se veía forzada a gritar detrás de ellos “¡Ey!, ¿a dónde van?”. O un par de desertores pasaban de casualidad por su puerta, pero solamente se sentaban en el cordón a hablar sobre lo difícil que era ahorrar dinero en estos tiempos. El ADN de ella estaba en riesgo de extinguirse. Los amantes que había tenido siempre la habían deprimido. Prefería estar con amigos.
–El sexo solía consolarme –dije–. Era mi coma anticoma.
Eleanor se encogió de hombros. Bebió un trago de vermut. Le gustaba gritarles desde la ventanilla de su auto a las parejas que se tomaban de la mano por la calle: “¡Córtenla, por favor, córtenla!”.
–¿Cómo está Gerard? –dijo.
–Creo que ya no me ama –me mordí el puño para fingir melodrama.
–Dale a ese hombre un bigote que torcer y una chica que atar a las vías del tren. Mira, vas a estar bien. Vas a terminar con Perry. –Perry era el hombre que ella había inventado para mi futuro. Había estudiado en Harvard, amaba a los niños y creía en los sucedáneos del matrimonio. El único problema era que padecía de epilepsia y había tenido ataques en dos cenas consecutivas–. Yo –dijo Eleanor– seguramente termine con un tipo llamado Opie que coleccionará material relacionado con Pinocho y dirá cosas como “¡Oh, caramba!”. Querrá que me vista en trajes de marinera.
En la clase de adultos mayores era difícil concentrarse. Una de las mujeres, Pat, se había teñido las piernas con loción autobronceadora o algo así. Barney seguía teniendo problemas con su audífono. Lodeme pasó mucho tiempo en la parte trasera de la sala tomándole el pulso a todo el mundo de la forma en que yo les había enseñado: con dos dedos ubicados al costado del cuello.
–¡Jesús santo! –gritó–. ¡Debes estar hibernando!
Ese era mi miedo: que alguien tuviera un ataque en el medio de mi clase y muriera.
–Okey –dije–. Comencemos con la rutina “locura de la danza”. Recuerden: es importante no tener miedo de parecer un idiota. –Ese era mi lema en la vida. Inserté el casete y empecé con algunas estocadas livianas, flexiones de tobillo y un Charleston lento.
–¿Estamos sanos ya? –gritó Pat por sobre la música, sus piernas eran como atardeceres sepia, su cara era como la cara de un búho: una manzana partida en dos–. ¿Estamos sanos ya?
–Déjame tocarte el pecho otra vez –dijo Gerard–. ¿Este es el bulto?
–Sí –dije–. Ten cuidado.
–¿No es muscular? –sus dedos presionaron el costado exterior de mi pecho.
–No, Gerard, no es muscular. Está flotando como un pedazo de fruta en gelatina. ¿Recuerdas la gelatina con frutas? No hay músculos en la gelatina.
Aunque, en realidad, sí los había. Me lo había enseñado hacía mucho una amiga en la secundaria que me había dicho que la gelatina estaba hecha de pezuñas de caballos y otros huesos y músculos disecados. Ella también me había dicho que las tetas eran solamente nalgas mal ubicadas.
Gerard retiró la mano de debajo de mi sostén. Volvió a reclinarse sobre el sofá. Estábamos escuchando a Fauré.
–Escucha las cuerdas –murmuró Gerard y su rostro adquirió una expresión de beatitud. El mundo, toda la materia, yo lo sabía, estaba hecho de cuerdas. Lo había escuchado en la televisión. Los físicos siempre habían creído que el universo estaba hecho de partículas. Pero hacía poco habían descubierto que habían estado equivocados: el mundo, sorpresivamente, estaba hecho de cuerdas delgadísimas.
–Sí –dije–. Son maravillosas.
Las mujeres de la clase me sugirieron que me exfoliara el cutis. Había tenido acné en la adolescencia, mi cara había parecido un trozo de pizza, y eso me había dejado cicatrices. Una vez, Gerard me dijo que le encantaba mi piel, que no lucía picada y vieja sino que las marcas le daban cierta sensualidad, una forma dura de ser sexy.
Coloqué todo el peso de mi cuerpo sobre una cadera y miré a Betty, a Pat y a Lodeme mientras pestañeaba.
–¡Caramba, pensé que mi cara tenía un aspecto más o menos rudimentario!
–Luces como un hombre de las cavernas –dijo Lodeme con una voz que sonaba mitad a grava, mitad a un mazazo–. Tienes que hacerte exfoliar el cutis.
En la cama, intenté ser simple y directa.
–Gerard, necesito saber lo siguiente: ¿me amas?
–Amo estar contigo –dijo, como si estar conmigo fuera aún mejor que amarme.
–Oh –dije. Y entonces él me tomó la mano debajo de las frazadas, levantó su cabeza hacia la mía y me besó; sus labios fuera de los míos, luego dentro, como pólipos. La palma de su mano se deslizó por el costado de mi cuerpo, debajo de mi camisón y me colocó, panza arriba, sobre él. Su pene se sentía suave sobre mi culo y me rodeó la cintura firmemente con las manos. No entendí qué se suponía que debía hacer, entregada al cielorraso como estaba. Entonces, simplemente me quedé acostada y dejé que Gerard se las ingeniara. Él se quedó muy quieto debajo de mí. Finalmente, murmuré:
–¿Qué se supone que estamos haciendo, Gerard?
–No me entiendes –suspiró–. No me entiendes en absoluto.
La clase de adultos mayores duraba solo ocho semanas, pero la sexta semana, el número reducido de personas de la clase y la intimidad provisional que había surgido allí se me volvieron repentinamente opresivos. Quizás estuviera volviéndome como Gerard. Deseé el anonimato enorme y con aspecto de dona de una clase grande donde los alumnos no tenían nombres, ni caras, ni problemas. En seis semanas, con Susan, Lodeme, Betty, Valerie, Ellen, Frances, Pat, Marie, Bridget y Barney, tuve la impresión de que habíamos llegado a conocernos demasiado o, más bien, habíamos llegado a los tercos límites de nuestra capacidad de conocernos; nos habíamos quedado con los abruptos raspones de nuestras diferencias, nuestra incapacidad de conocernos permanecía reluciente y despojada. Desarrollé una metáfora maderera: “Giros frente al pino”, le dije a Eleanor. Dar una clase de aerobics delante de un bosque requería de menos coraje que darla ante un par de árboles individualizados. Un bosque te dejaría solo, pero los árboles vendrían hacia ti. Eran testigos de cosas. Cuando tú podías verlos, ellos te podían ver a ti. Podían ver que tenías algunos problemas. No eras una persona seria. No eras una bailarina seria. Yo no quería que mi vida se viera. Estaba segura de que desde lejos eso no podía pasar.
Además, era difícil estar cerca de estas mujeres que tenían exactamente lo que yo quería: nietos, estabilidad, una gracia posmenopáusica, una tregua con los hombres, misteriosa y conseguida con esfuerzo. Tenían, finalmente, la única cosa que todo el mundo quiere en la vida: alguien que te tome de la mano cuando mueras.
Entonces, la tristeza empezó a rebotar a mi alrededor y a golpearme justo en el corazón, justo en el medio del casete de Michael Jackson. Yo no estaba a gusto conmigo misma, y lo sabía. Quería parar. Quería caerme muerta como una hoja. E intenté transformar ese sentimiento en un movimiento durante el resto de la clase: “Uno, dos, tres y me desplomo, uno, dos, tres y me desplomo”.
Una vez, en la clase de danza moderna en la universidad, durante una tarde soleada de septiembre, nos pidieron que fuéramos hojas dando vueltas por el patio del departamento de artes. Yo supe cómo poner en práctica la consigna de una forma que evitara la vergüenza y la indignidad: una se volvía una hoja muerta, una hoja de cemento. Una yacía sobre el pasto marchito del patio del departamento de artes y se negaba a flotar y girar. Una se desplomaba y nada más. Una no era una tonta. Una no escuchaba a la profesora. Una no quería ser vista aleteando por el campus, como los otros que eran claramente psicóticos. Una no quería estar en esta universidad. Una solo quería enamorarse y conseguir un sucedáneo del matrimonio. Una simplemente se acostaba y se quedaba quieta.
Alcé la vista y miré el espejo. Detrás de mí, Lodeme, Bridget, Pat, Barney, todos estaban rígidos pero se desplomaban obedientemente. De alguna forma, los amaba pero no los quería, sus caras llenas de manchas como pezones, sus consejos de belleza, sus voces viejas, bajas y rasposas. Deseaba que todos desaparecieran en alguna especie de borrón sin vida. No quería escuchar hablar más de Zenia o sobre cómo yo podía usar un buen par de caderas. No quería ser responsable de sus corazones.
Volvimos a ponernos en puntas de pie.
–¡Bien, bien! Golpeen el aire, tres, cuatro. Golpeen el aire. –En el espejo lucíamos como si nos hubiésemos derretido: charcos que resplandecían y se meneaban.
Después, Barney se acercó y me contó más cosas sobre Zenia. Intenté prestar el mínimo de atención mientras guardaba mis casetes y despedía a las mujeres que se retiraban. La voz de Barney parecía tener una nueva especie de graznido y de ronquido.
–Vi un programa sobre abuso infantil –dijo–, y ahora me doy cuenta de que yo fui un niño abusado.
Lo miré y él sonrió y negó con la cabeza. Yo no quería escuchar su historia. Cristo, pensé.
–Mi hermana Zenia tenía catorce años y yo seis y se metió en mi cama una vez, y nosotros no sabíamos que eso estaba mal. Pero técnicamente eso es abuso. Y lo gracioso es que… –Se moría de ganas de contarle esto a alguien. Me siguió por la sala mientras yo apagaba las luces y cerraba las ventanas– yo jamás habría visto ese programa si no hubiera sido por el comité que ella preside. Ella es mi hermana, tengo que quererla, pero…
–No, no tienes que quererla –le grité al anciano. El mundo era un carnaval de demonios y Zenia estaba ahí con todos los demás–. Buenas noches, Barney –dije. Cerré con llave la puerta de la sala y lo dejé en el comienzo de la escalera.
–Buenas noches –farfulló inmóvil.
Bajé los tres pisos a toda velocidad, los casetes repiqueteaban en mi bolso, y salí hacia la bebida fresca de la noche. ¡Si esta fuera otra ciudad, seguiría intentando conocer nuevos lugares! ¡Si este fuera un lugar nuevo en el mundo!, ¡si es que hubiera un lugar así!
En una sola semana pasaron cuatro cosas: Barney dejó de venir a clase; Gerard anunció que estaba pensando en pasar un año en Europa con una beca especial (“Suena como una buena oportunidad”, dije tratando de que mi voz no se interpusiera en su camino, como una madre); recibí una carta de una amiga en la que me preguntaba si quería ir a Nueva York para trabajar en un club de salud que ella y su esposo tenían juntos; y me hice un test casero de embarazo que resultó positivo. Intenté recordar cuándo había sido la última vez que Gerard y yo habíamos siquiera hecho el amor. Volví a revisar el test. Releí las instrucciones. Esperé, sin fe alguna, como había hecho a los doce años, que me viniera el período como por arte de magia.
–Nueva York, ¿eh? –dijo Eleanor.
–Sería para enseñarles a yuppies –me quejé. A pesar de las varias similitudes que teníamos con los yuppies (Eleanor era una esnob del vino, y yo poseía demasiadas zapatillas), los odiábamos. Odiábamos la palabra yuppie aunque la usábamos. Eleanor solía caminar por la calle mirando a la gente que pasaba cerca y decidiendo si calificaban o no para esa ignominia. “Yup, yup, nop”, decía en voz alta, como si estuviera jugando al “pato, pato, ganso”. Los yuppies, sabíamos, eran codiciosos, superficiales y egoístas. Hacían su propia pasta. Preferían jugar al ráquetbol antes que leer Middlemarch. “Ve a casa y lee Middlemarch”, le gritó una vez Eleanor a un corredor vestido de color pastel que miró hacia el costado para vernos a Eleanor y a mí pasar rápido en el auto de ella. Volvimos a bautizar a los siete enanitos: Pretencioso, Pedorro, Maniático, Ordinario, Bruto, Falso y Yuppie.
–Bueno –dijo Eleanor–, si estás en Nueva York, son yuppies o mimos. Eso es todo lo que Nueva York tiene, yuppies o mimos.
Dido y Eneas me encantó. Tenía guitarras eléctricas, pianos eléctricos, Eneas vestido de cuero y Dido con lentejuelas azules, sexy y metálica como una reina del disco. Toda la obra tenía un aire a MTV, repleta de solos de guitarra. Eneas se ponía la guitarra en el hombro e improvisaba y lloriqueaba detrás de Dido durante todo el show: “¿No ves por qué tengo que ir a Europa?/ Debo ignorar el sentimiento que tú alimentas”. En realidad me pareció horrible. De todas formas lloré cuando ella se suicidó y cuando le cantaba a Eneas: “¡Entonces ve! ¡Vete si debes hacerlo!/ Mi corazón sin dudas se convertirá en polvo”. Eneas efectivamente partía y yo, en mi asiento, pensaba: “Qué imbécil eres, Eneas, no tienes que ser tan literal”. Eleanor, sentada junto a mí, me dio un codazo y susurró:
–Shirley va a convertir su corazón en polvo.
–Dudo que sea Shirley –dije.
Gerard, como Eneas y como director, recibió un aplauso de pie y una rosa de tallo largo. En mi mente, le arrojé a Dido un puñado de lirios atigrados y un buqué de gárgolas florales.
Cuando terminó el show, Eleanor se fue a casa a ocuparse de su dolor de cabeza, entonces fui detrás de escena y saludé a Susan Fitzbaum. Se había quitado la corona y los brillos. Llevaba una falda a cuadros y mocasines. Tenía una cabeza grande.
–Encantada de conocerte –dijo con voz grave y cansada.
Besé a Gerard. Daba la impresión de que estaba ansioso por irse.
–Necesito una cerveza –dijo–. La fiesta del elenco es recién a medianoche. Vamos a tomar algo y regresamos luego.
En el auto me dijo:
–Entonces, ¿qué es lo que de verdad te pareció?
Yo le dije que el show era maravilloso, pero que Eneas no estaba obligado a dejar a alguien porque le habían dicho que lo hiciera, y él sonrió y dijo gracias, me besó en la sien y yo le dije que estaba embarazada y le pregunté qué pensaba que debíamos hacer.
Estuvimos sentados un largo tiempo en un bar cercano dibujando cuadrados y diagonales en la escarcha de nuestros vasos de cerveza.
–Voy a volver a la fiesta del elenco –dijo Gerard finalmente–. No tienes que venir si no quieres. –Se puso de pie y dejó dinero sobre la mesa para pagar la mitad de la cuenta.
–No, iré –dije–. Si tú quieres que vaya.
–Lo que yo quiera o no quiera no importa, es tu decisión.
–Bueno, sería lindo si tú quisieras que fuera. Es decir, no quiero ir si tú no quieres que vaya.
–Es tu decisión –dijo. Tenía los ojos saltones como nudillos.
–Tengo la sensación de que no quieres que vaya.
–¡Es tu decisión! Mira, si crees que tendrás algo que decir en una fiesta llena de gente amante de la música, bien. Quiero decir, yo soy músico e incluso a veces me cuesta.
–No quieres que vaya. Okey, no iré.
–Benna, no es eso. Ven si…
–No te preocupes –dije–. No te preocupes, Gerard. –Lo llevé en el auto hasta la fiesta y luego fui a casa, donde me puse el pijama en mi propio departamento y escuché la banda sonora de Momento de decisión, un álbum, me di cuenta, que siempre había amado.
Había una razón principal por la que no le había dicho a Eleanor que estaba embarazada, aunque una vez, cuando las dos habíamos ido juntas al baño de mujeres, una necesidad de descarga sincronizada que no era de rara ocurrencia y que nos permitía cuchichear de cubículo a cubículo, casi se lo digo.
–Sabes, creo que estoy embarazada.
No hubo respuesta, entonces cuando terminé, salí del cubículo, me lavé las manos lentamente, y mirando los pies de Eleanor que todavía no salía, le dije:
–Bueno, te veo de nuevo en el mundo real.
Me miré al espejo, la precisión de la imagen me dejó perpleja. Me vi con esa vieja mirada: esa mirada en la que luces… vieja. Cuando volví a nuestra mesa, Eleanor ya estaba sentada y encendía uno de mis Winstons.
–Demoraste mucho –dijo.
–Oh, Dios –me reí–. Acabo de contarle toda mi vida a alguien con botas negras.
–Yo nunca usaría botas negras –dijo Eleanor.
Negarse a usar botas negras era algo que le había quedado de la escuela católica, dijo. Y esa es también la razón por la que nunca le conté nada del embarazo: seguía teniendo extrañas e irresueltas ataduras con el catolicismo. Se ponía sentimental. Una vez me contó sobre una frugal tía católica no practicante que cuando murió dejó dos misteriosas cajas en el ático: una llena de artilugios maritales y anticonceptivos y otra rotulada “Cuerdas demasiado cortas para ser usadas” que contenía una enorme colección de pequeños trozos de cuerdas de distintos colores, enrollados en grandes bobinas y nidos. Me di cuenta de que precisamente esa era la relación tanto de Eleanor como de su tía con el catolicismo: cuerdas demasiado cortas para atar nada y por eso almacenadas en una caja secreta y enorme. Pero a Eleanor claramente le gustaba arrastrar su caja por ahí, exhibir sus cuerdas como un mercader ambulante.
–Realmente no puedes ser una protestante en desgracia –dijo–. ¿Cómo es posible que siquiera exista la culpa?
–Puede haber culpa –dije–. Es mi devoción, puedo llorar si quiero.
–¡Pero ser una católica caída… es como hacer paracaidismo! Ser una protestante caída es como robarle la cartera a una anciana, tan fácil que no vale la pena molestarse.
–Sí, pero piensa qué mal te sentirías después de robarle a una anciana.
Eleanor se encogió de hombros. Le gustaban los católicos no practicantes. Creo que la única razón por la que lograba que Gerard le cayera bien era que había sido católico. A veces cuando Gerard se ponía al teléfono para preguntarle cosas sobre Virgilio terminaban hablando de Dante y después de monjas que habían conocido en la escuela católica. Los dos habían ido a escuelas parroquiales llamadas La Asunción, donde, decían, habían aprendido a asumir muchas cosas. Más de una vez, me senté en la mesa de la cocina de Gerard y lo escuché hablar por teléfono con Eleanor, exaltado y divertidísimo mientras intercambiaban chistes sobre sacerdotes. Yo nunca había conocido a un sacerdote. Pero era extraño y encantador observar a Gerard tan compenetrado con su propia infancia, tan cercano a Eleanor gracias a las anécdotas, tan contento con su propia huida a una adultez que le permitió estos chistes de sobreviviente; me sentaba ahí y flotaba subyugada como una luna, y me reía a la par de él, de ellos, aunque no supiera con precisión de lo que estaban hablando.
–Pedí un turno –le dije a Gerard.
Estábamos en mi departamento. Había venido a buscar sus llaves que pensaba estaban allí.
–Dios, Benna –dijo–. Me miras fijo con esos ojos de vaca que tienes… ¿Qué esperas que diga? En media hora tengo que salir para un show y dices “Pedí un turno”. Es igual a lo que hiciste la noche de la fiesta del elenco: ojos de vaca y luego “Creo que estoy embarazada”.
–Pensé que querrías saber –no dejaba de pensar en ese espantoso dicho de las madres respecto a tener la vaca atada.
–Me haces sentir como si estuviera en una tienda diminuta y solo quisiera relajarme, mirar y disfrutar, pero como soy el único cliente potencial, no paras de acercarte y presionarme.
–No te presiono –dije. Tengo un bulto en el pecho, es lo que quería decir pero no dije. Quizás me muera.
–Sí lo haces. Eres como esas mujeres que no paran de acercarse para preguntar “¿Puedo ayudarlo?”.
Miré su barbilla cuadrada, su imposiblemente hermosa barbilla sin afeitar y después miré la lámina de Mary Cassatt sobre la pared, madre bañando a niño, por qué poseía yo una cosa como esa, y fue en ese momento que realmente entendí que Gerard estaba enamorado de Susan Fitzbaum.
Las cosas, sin embargo, raras veces sucedían de la forma en que las entendías. La mayor parte de las veces, tan solo emergían paralelamente a lo que pensabas que estaba pasando y luego se hundían azarosamente en alguna otra dirección.
Gerard no paraba de repetirse.
–Eres como una de esas mujeres que no paran de acercarse: “¿Puedo ayudarlo?, esto es lindo, avíseme si lo quiere”. Una y otra y otra vez. No me dejarás nunca en paz.
Pensé sobre lo que me había dicho. Finalmente, dije en voz muy baja:
–Pero estás dentro de la tienda, Gerard. Si no te gusta, sal de la maldita tienda.
Gerard tomó una revista y la arrojó hacia el otro lado de la habitación, luego, sin buscar sus llaves, partió antes de lo necesario hacia su show en El Helecho de Humo.
Yo no era lo suficientemente grande para Gerard. Yo era pequeña, burda, estaba llena de preocupaciones, había colapsado. No me quería a mí, quería una tienda del tamaño de Macy’s; como Eneas o Ulises, él quería el anonimato y la libertad de vagar de isla en isla sin comprar nada. Yo era demasiado poco mundo para él. Ninguna mujer podía ser mundo suficiente, pensé, aunque eso fuera lo que un hombre deseaba de una mujer, aunque ella moviera frenéticamente sus brazos intentándolo.
Eleanor había dicho que se iba a quedar en casa mirando La novicia rebelde, entonces yo también me quedé en casa y leí el capítulo sobre aborto en mi libro de salud femenina. En la televisión, miré un documental sobre la naturaleza. Era sobre especies animales que, debido a un cambio en el paisaje, comienzan a producir huevos inviables o son perseguidas y se refugian en los cerros.
Caminé hasta el departamento de Gerard y recogí algunas cosas mías que habían quedado allí: zapatos, platos, revistas, cubiertos. Era como un principio de la física: las cosas iban y venían de forma natural entre los dos departamentos hasta que se alcanzaba el máximo nivel de caos. Yo tenía su abrelatas y él tenía mis cubeteras. Era como si nuestras posesiones estuvieran embarcadas en algún intercambio osmótico, conyugal, un gigante beso de efectos personales, que de algún modo nos había dejado atrás a nosotros.
El lunes me encontré con Eleanor para desayunar en Hank’s. Quería hablar de cosas esperanzadoras: el trabajo en Nueva York, cómo se sentiría ella acompañándome. Tal vez podría empezar un grupo de lectura allí. Le prometería no morirme de la enfermedad de Globner.1
–Deberíamos dejar de fumar cigarrillos. ¿Quieres dejar de fumar cigarrillos? –dijo Eleanor apenas me senté.
A pesar de mi salud en proceso de degeneración, los disfrutaba demasiado. Eran parte de nuestra relación sorora.
–Pero nos hermanan en los quistes –dije y me levanté un pecho con la mano. Ninguna idiotez era demasiado indigna para mí. También podría haberme sentado en un rincón y aplicar Winstons a mis nódulos linfáticos mientras me reía y contaba chistes malísimos.
La boca de Eleanor formó una sonrisa pequeña y fragmentaria.
–Tengo algo que decirte, Benna.
–¿Algo relacionado con lo sororal y quístico? –dije–. ¿Qué?
–Benna, le pedí a Gerard que se acostara conmigo.
Yo seguía sonriendo inapropiadamente y mi pecho todavía estaba un poco levantado.
–¿Cuándo fue? –dije, volví a acomodarme el pecho, enderecé el torso. Algo entre nosotras se había vuelto de repente pálido y gris, como un pequeño trozo de carne que no se saca de entre los dientes horas después de comer. Encendí un cigarrillo.
–El sábado por la noche. –La cara de Eleanor parecía organizada por la ansiedad, la misma cara que usaba cuando leía el discurso de Romeo a Paris, a quien acaba de matar: ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la desgracia! Lucía rosada y suplicante, aunque esencialmente se veía igual, como lo hacen todas las personas a pesar del hecho de que han comenzado a convertirse en monstruos y están por decirte algo que necesitaría que además tuvieran cuernos y colmillos o cejas abovedadas, pero nunca los tienen.
–Pensé que habías dicho que te ibas a quedar en casa mirando La novicia rebelde –dije con la misma voz que usaba siempre para arrojar humo de cigarrillos por mis fosas nasales.
–Yo, eh, finalmente no hice eso. Fui a ver a Gerard tocar. Me dijo que ustedes habían tenido una pelea, Benna.
Y de repente supe que esa era solo una parte de la verdad. De repente supe que había más cosas. Que siempre las había habido.
–Benna, al principio pensé que solo estábamos bromeando –continuó. No paraba de repetir mi nombre–. Me senté junto a él y le dije: “Ey, arruinemos una linda amistad…”.
–Pero ustedes se odiaban –insistí.
–...y él dijo: “Seguro, ¿por qué no?”. Y, Benna, estoy convencida de que él al principio pensaba que estaba bromeando…
¿Bromeando? ¿Cómo se le puede llamar bromeando a eso? Broma era mi lámina de Mary Cassatt. Mujer con niños.
–Benna, estoy segura de que no…
La piel de Eleanor era suave y sin poros. Tenía el cabello con reflejos dorados, como una madera costosa. Quería que dejara de decir mi nombre.
–Pero no se acostaron, ¿no? –pregunté, aunque sonó patético, como un personaje diminuto de Hans Christian Andersen.
Eleanor me miró fijo. Sus ojos empezaron a llenarse de agua. Se sentía mal por mí. Se sentía mal por ella misma. Pude sentir cómo mi corazón se marchitaba como una flor. Pude sentir cómo el bulto en mi pecho subía hasta mi garganta, donde tal vez hubiera estado al principio.
–Oh, Benna, él es una mierda. –Ellos sí se odiaban mutuamente. Es por eso que ella me estaba contando esto: todos nos odiábamos mutuamente–. Lo siento, Benna. Él es una mierda. Sabía que jamás te lo contaría.
Eleanor era gorda. No sabía nada de música. Era una niña. Seguía recibiendo dinero de sus padres desde el país de los médicos. Ningún animal es tan problemático en cautiverio como el elefante, pensé con maldad, como una profesora de aerobics que mira demasiada televisión pública. Todos los años, al menos un cuidador de zoológico es asesinado en algún lugar del mundo.
Algo en Eleanor empezó entonces a desmoronarse y morder.
–¿Cuánto tiempo crees que yo podría haber seguido siendo una caja de resonancia de ustedes dos, Benna?
Esto era espantoso. Era la clase de cosas que lees en las columnas de consejos de las revistas. ¡Dame la mano tú que, como yo, has sido inscripto en el libro funesto de la gracia!
–…yo merecía un romance, y en lugar de eso estaba pasando todo mi tiempo envidiándote. Y tú nunca me notabas. Nunca notaste siquiera que había bajado de peso. –Ella no sabía nada de música. No conocía ninguno de los temas de Momento de decisión.
–No te das cuenta de que la hermandad entre mujeres tiene que ser redefinida –dijo–. Hay demasiados pocos hombres en el mundo. ¡Hay una escasez de heterosexualidad allá afuera!
Lo que finalmente logré decir mientras miraba un póster que explicaba la maniobra de Heimlich fue:
–¿Entonces, esto es lo que se llama sociobiología?
Eleanor sonrió débilmente, con esperanza, y yo me largué a reír, y después las dos estábamos riéndonos con los ojos llenos de lágrimas y hundiendo la cabeza entre nuestros brazos apoyados sobre la mesa. Y fue en ese momento que tomé la botella de ketchup y se la partí sobre la cabeza. Y después me paré y salí tambaleando, mi alma entumecida como una pierna cruzada, y Hank me gritó algo en griego y dejó su puesto detrás de la barra para ir a socorrer a Eleanor que lloraba en voz alta y seguramente iba a necesitar puntos.
Durante nueve días, Gerard y yo no nos hablamos. A través de las paredes, yo podía escucharlo entrar y salir de su departamento, y seguramente él podía escucharme a mí, pero no hablamos. Desde el principio yo me negué a responderle cuando me golpeó la puerta.
Por la noche, salía a ver todas las películas malas en Fitchville y me quedaba sentada en el cine. A veces, llevaba un libro y una linterna.
Lo extrañaba. Me di cuenta de que el amor era algo que la columna vertebral recordaba. No había nada que se pudiera hacer al respecto.
Desde el otro lado del pasillo, podía escuchar cómo sonaba el teléfono de Gerard, entonces prestaba atención y esperaba que él respondiera. Las palabras siempre se escuchaban apagadas. A veces, lo oía reírse como si ya estuviera listo para volver a ser feliz. Un par de veces, en que no volvió en toda la noche, su teléfono sonó hasta las tres de la mañana.
Dejé de tomar sedantes. Los días eran todos falsos, de un color gris cálido. Días de monóxido. Alfombra de baño sucia. Suela de zapato. Cuando iba al centro, los colores de todas las tiendas se derretían ante mis ojos como revistas húmedas. Había un ruido en el aire que cambiaba con el viento y que podría haber sido música, o rugidos, o voces de niños. Las personas miraban hacia arriba buscando algo en los árboles y yo también alcé la vista y vi lo que era: no lejos de la calle Marini, miles de pájaros oscuros habían aterrizado, habían descendido de sus nidos; geometría resuelta en la confusión del vecindario, esparcían sus graznidos complicados entre los árboles y sobre los techos, en busca de la mancha negra e iridiscente de un derrame de petróleo. Yo sabía que había científicos que estudiaban eventos como este, que afirmaban poder discernir patrones en este tipo de caos. Pero esto requería distancia y un estudio que no tenía en cuenta ninguna de las partículas individuales en el desorden. Las partículas no tenían valor. La mirada de cerca no tenía ningún uso particular.
A cuatro cuadras, pude ver que la bandada tenía una especie de vida grupal, una inteligencia reconocible, era indudable que había patrones en su aleteo azaroso, pero solo, cualquiera de esos pájaros negros no hubiera tenido idea de lo que estaba pasando. Solos, como vive la gente, se habrían roto la cabeza contra las paredes.
Me alejé lentamente de la calle Marini, y comprendí este pequeño fragmento: entre lo grande y lo pequeño, entre lo cercano y lo lejano, no había sabiduría ni tregua posible. Estar cerca significaba estar ciego, ser uno entre tantos equivalía a no poseer forma ni voz.
“¡Debe haber cosas que puedan salvarnos!”, quería gritar, “pero no están aquí”.
Me hice un aborto. Después sufrí de una breve depresión heterosexual y tuve problemas para dar mi clase: sin darme cuenta, me salteaba el número tres al contar y gritaba: “Al frente, dos, cuatro, cinco; costado, dos, cuatro, cinco”. En realidad, eso pasó solo una vez, pero más adelante, cuando estaba viviendo en Nueva York, se volvió una historia divertida para contar. (“Benna”, dijo Gerard el día que me fui, “mi amor, lo siento mucho”).
Gracias al embarazo, el bulto en mi pecho desapareció, se retrajo, fue absorbido y nunca volvió a aparecer.
–Una flor nocturna para nada seria –le dije a la enfermera. Ella sonrió. Cuando me palpó el pecho, me dieron ganas de invitarla a cenar. Hubo una semana en mi vida en que ella fue la única persona que realmente me gustó.
Pero yo creía en recomenzar. Sabía que, finalmente, solo había rupturas e insatisfacción y dolor entre las personas, pero, Shirley, la mejor venganza era la de transformar tu vida en un pequeño conjunto de milagros.
Si no podía ser estable y profunda, trataría, al menos, de ser amable.
Entonces, antes de partir, llamé por teléfono a Barney y lo invité a tomar un trago.
–Eres una chica dulce –dijo, hablando con el volumen de un comentador deportivo–. Siempre lo he pensado.
1 Enfermedad imaginaria inventada por el grupo de teatro experimental The Firesign Theatre durante la década de 1960. [N. de la T.]