Читать книгу Anagramas - Lorrie Moore - Страница 9

3. VENTA DE GARAJE

Оглавление

He notado que hay personas en el mundo que nacen vendedores. Saben cómo realizar transacciones, cómo disponer. Saben cómo abrirse paso de forma fascinante y cautivadora hacia un acuerdo, un descuento. Luego se suben a su auto y conducen a toda velocidad.

–Cada vez que me mudo a un lugar nuevo –dice Eleanor–, me compro un estante para la ducha. Me da la sensación de estar empezando de nuevo. –Esboza una gran sonrisa mordaz.

–Sé de lo que hablas –dice Gerard, sentado en una silla de jardín, mientras se agacha para atarse los cordones. Estamos en el patio de la casa, liquidando nuestros afectos, intercambiando nuestras vidas por efectivo: hemos organizado una venta de garaje. Gerard se endereza. El cabello le cae sobre la cara, lo hace lucir demasiado joven, luego demasiado apuesto cuando se lo corre hacia atrás. El corazón me duele, se expande y se pliega sobre sí mismo como un omelette.

Son dos contra uno aquí.

Eleanor está tratando de vender su antiguo estante de ducha por veinticinco centavos a pesar de que los restos de un horrible jabón se han secado y han formado una cera verde sobre toda la superficie del accesorio. Eleanor es una buena amiga y ha venido a nuestra venta de garaje este fin de semana con todos los artículos desagradables que no pudo vender en su propia venta de garaje la semana pasada. La invité para poner su propio puesto, pero ahora me pregunto si no estará profanando nuestro jardín. Gerard y yo estamos vendiendo cosas lindas: una bicicleta de diez velocidades, un decantador de vino de vidrio tallado, algunos discos de jazz raros, plantas saludables que necesitan un hogar saludable, suéteres de buena lana, dos sillas antiguas con el respaldo alto. Eleanor ha traído basura: ruleros de goma con pelos todavía enredados en ellos, un body de encaje color lavanda con una antiestética mancha, dos bolsas de placas de aislamiento de fibra de vidrio, tres vasos viejos y grasientos de jugo que venían gratis con el cóctel de camarones y que Eleanor quiere vender ahora por setenta y cinco centavos. También trajo una caja entera de tops sin mangas y una antigua banda sonora de la película Millie, una chica moderna. Extendió la mayor parte de estos objetos en una de las mesas bajas que Gerard y yo habíamos armado con ladrillos y dos puertas viejas traídas desde el cobertizo. Magdalena, nuestra perra, tiene una etiqueta de precio púrpura pegada en la parte trasera (“parece popó”, dice el eternamente joven Gerard). Olfatea los vasos de cóctel de camarones y tira uno. Gerard le alisa con la mano el pelaje negro, le acaricia el lomo, le dice que se calme. Una vez, Eleanor describió a Magdalena como un perro que se veía exactamente igual que el dibujo de un perro de un niño de primer grado. Ahora, sin embargo, con su parte trasera ornamentada, Magdalena parece un poco incorrecta: disfrazada, gitana, como un bebé con las orejas perforadas. Su trasero dice “43 centavos”. Magdalena tiene el porte de una duquesa, siempre lo pensé.

Eleanor ubica algunas prendas de vestir en las ramas de los abedules junto a nosotros: algunas faldas, una chaqueta raída, el body de encaje herido. Ahora somos realmente un tugurio.

–Eso es adorable, Eleanor –dice Gerard señalando los abedules. Magdalena se ha acercado y se ha puesto a ladrarle a la ropa de Eleanor.

–Oh, desaparece y sé una cachorrita yuppie –le dice Eleanor a la perra. A veces, como en un terrorífico acto de ventriloquía, Eleanor supone que estoy enojada, e incluso exagera en su suposición. Gerard es un pianista de cafetería cansado que partirá en dos días hacia California para empezar la carrera de derecho. Se lleva con él a Magdalena, a mí no. Dice que necesita hacer una publicación de leyes para conseguir un trabajo maravilloso en alguna parte. A Eleanor le gusta definir a los yuppies como personas que compran la mostaza cara y el ketchup barato, mientras que el resto del mundo lo hace al revés.

–Gerard, eres demasiado viejo para transformarte en un yuppie –dice, aunque se equivoca. Gerard es un año más joven que Eleanor y casi dos años más joven que yo.

Eleanor se acerca con una bolsa de papel y se sienta.

–¡Un punto de inflexión! –anuncia y saca de la bolsa una caja abierta de tintura aclarante para morochas y la ubica en la mesa junto a mi hermosa aglaonema y mi decantador de vino, que fue un regalo de mi hermano. Me es más fácil de lo que pensaba deshacerme de las cosas.

–Todo mi pasado aquí y solo pido diez centavos –dice Eleanor con una sonrisa socarrona. Hace poco se ha teñido el pelo de rojo. Ella y su esposo, Kip, se mudan en diez días a Fort Queen Anne, Nueva York, donde Kip encontró un mejor trabajo y Eleanor quiere comenzar desde cero–. Esta es una ciudad muerta –dice–, pero no puedes ganar el dinero solo con críticas.

Clavo la vista sobre la caja de tintura. Las letras están en proceso de borrarse y tiene marcas de tazas de café, como los anillos de la insignia olímpica, en el frente.

–Eleanor –digo lentamente. Pasan algunas personas que miran la ropa colgada en los árboles, sonríen y siguen caminando. Estoy a punto de decirle que su concepto del comercio no es el mismo que el nuestro pero, en lugar de eso, saco diez centavos de mi taza con monedas y se los doy.

–¿Me quedará bien? –Sonrío y sostengo la caja de tintura frente a mi cara como en una publicidad. Soy la única de nosotros que no se muda, aunque pronto me iré de vacaciones a Cape Cod por dos semanas para pensar en mi vida.

–Serás la sensación de Truro –dice–. Deslumbrarás. Gerard llorará de arrepentimiento.

Son dos contra uno aquí.

Gerard se vuelve a sentar a mi lado. Eleanor, que sospecha que él la escuchó, se acerca y le da un golpecito en el muslo. Vuelve a hablarnos de la mostaza y el ketchup.

Gerard no sonríe. Mira los árboles. Magdalena se ha echado a sus pies.

–Da la impresión de que alguien hubiera sido asesinado con eso puesto, Eleanor –dice Gerard y señala el body de encaje.

Me estiro hacia un costado, debajo de la mesa, y le aprieto la mano a Gerard para advertirle, para rescatarlo. Son dos contra uno aquí; simplemente seguimos turnándonos.

–No, no vamos a casarnos. Él se va a California y yo me quedo aquí –le dije a mi madre por teléfono cuando preguntó. Normalmente nunca llama. Normalmente hace cosas como enviarme notas con garabatos histriónicos que dicen “Bueno, sabes, yo no los puedo usar”, y junto con la nota, en el sobre, hay cupones de descuento de tampones y analgésicos para los dolores menstruales.

–Bueno –dijo mi madre–. El consejo que escucho de mis amigas últimamente es no te cases hasta los treinta. Tómate tu tiempo. Diviértete conociendo gente mientras seas joven. No te quedes con las ganas de nada.

Conocer gente es una frase que mi madre ama.

–Mamá –dije lentamente, alzando la voz–. Tengo treinta y tres. ¿Con las ganas de qué crees que no debería quedarme?

Esto pareció dejarla boquiabierta.

–Sabes, Benna –dijo finalmente–, no todas las mujeres piensan como tú y yo. Algunas simplemente quieren establecerse. –Esta alianza entre madre e hija era algo que mi madre había empezado a hacer tarde: de forma arbitraria, sin prestar atención–. Definitivamente, tú y yo somos excepcionales en ese sentido.

–Madre, él me dijo que pensaba que iba a ser un infierno vivir conmigo mientras estuviera estudiando derecho. Dijo que ya era una especie de infierno. Eso es lo que me dijo.

–Yo era como tú –dijo mi madre–. Estaba decidida a estar soltera y divertirme y salir con muchos hombres. No me importaba lo que pensaran los demás.

La gente no para de preguntar por Magdalena. “¿El perro está a la venta?”, dicen, o: “¿Cuánto piden por el perro”, como si fuera un chiste especial y divertido. Luego se ríen y se ponen a revisar nuestras pertenencias.

Lo primero que se va es mi bicicleta de diez velocidades. Está casi nueva, pero es incómoda y nunca la usé.

–¿Cuánto? –pregunta un hombre vestido con un rompevientos rojo que se enteró de nuestra venta por los avisos clasificados.

Miro a Gerard para que me ayude.

–¿Cuarenta y cinco? –digo. El hombre asiente con la cabeza, se monta a la bicicleta y da unas vueltas por la vereda.

–La próxima vez –me susurra Gerard– pide sesenta y cinco. –Pero no hay próxima vez. El hombre vuelve con la bicicleta. “Me la llevo”, dice, y me pasa dos billetes de veinte y uno de cinco. Gerard se encoge de hombros. Yo miro el dinero. Me siento mal. No lo quiero.

–No soy buena para estas cosas –le digo a Gerard. El hombre de rojo carga la bicicleta en su camioneta Dodge, se sube al vehículo y arranca.

–Era una buena bicicleta, pero no te sentías cómoda con ella. El tipo hizo un buen negocio –dice Gerard. La camioneta se aleja y desaparece de nuestra vista. Ahora ya no poseo una bicicleta.

–No te preocupes –dice Eleanor. Me rodea el hombro con el brazo y me conduce hacia los abedules–. Es como la vida –y señala con el pulgar hacia atrás, donde está Gerard–. Vende al joven y elegante, y consíguete un viejo achacoso y te sentirás mucho más feliz. El viejo achacoso es cómodo y nunca te lo robarán. Mira a Kip. Al viejo achacoso lo tienes de por vida.

–Cuarenta y cinco dólares –digo y sostengo el dinero frente a mi cara, como si fuera un abanico.

–Ya aprenderás –dice Eleanor. Ahora, una pequeña multitud está congregada alrededor de los tops de Eleanor, los discos de Gerard, mis plantas. Las plantas no, me digo. No estoy segura de que deba venderlas. Son cosas vivas, mucho más que los tops de Eleanor.

Eleanor es toda una vendedora junto a los abedules. Señala la falda negra.

–Esta es marca Liz Claiborne –le dice a una mujer cuyo interés en la prenda no es seguro–. ¿Sabes quién es?

–No –dice la mujer, fastidiada, y se pone a mirar los discos de jazz.

–Queremos las plantas –dice una adolescente con su novio–. ¿Cuánto?

Hay un ficus pequeño y una aglaonema.

–Ocho dólares –digo, improvisando un número. El sentimiento de incomodidad me invade nuevamente. La aglaonema me mira sin poder creerlo, traicionada. La parejita junta los ocho dólares, me los dan, y luego toman las plantas en sus brazos, como si fueran los bondadosos salvadores de unos niños.

–Gracias –dicen.

Las ramas del ficus me dicen adiós, pero la aglaonema chilla: “¡No eres apta para ser la madre de una planta!”, o algo así, mientras es conducida hacia el auto de la pareja. Pongo los ocho dólares en mi taza. Me pregunto cuán lejos se podría llegar en una de estas ventas de garaje. “Por supuesto”, podrías decirle a un desconocido total, “llévate a la perra, llévate a mi novio; las madres y los dedos tienen una oferta especial: dos por uno”. Si lo único que quisieras fuera llenar tu taza de efectivo podrías dejarte llevar. Un resto de uña o un bebé, las dos cosas bien podrían tener un precio escrito sobre cinta adhesiva. El ímpetu de vender podría apoderarse de ti, como el alcoholismo o la religión.

–Estoy mal –le digo a Gerard, que acaba de vender algunos discos y pone alegre el dinero en su taza.

–¿Qué sucede? –Otra vez, he vuelto amarga su felicidad, me he interpuesto en su camino, da la impresión de que eso es lo que hago.

–Vendí mis plantas. Me siento mal.

Me rodea la cintura con un brazo.

–Es dinero, podrías usarlo para algo.

–Gerard –digo–, huyamos a New Hampshire y solo usemos bolsas de dormir como ropa. Seremos principiantes durmiendo en tiendas.

–Ben-na –dice separando mi nombre con tono de advertencia. Saca su brazo de mi cintura.

–Tuvimos una buena vida aquí, ¿verdad? Comimos mucho arroz y muchos porotos. Toma tus ocho dólares, Benna. Cómprate un bistec.

–Ya sé –digo–. ¡Podríamos abrir un puesto de limonada!

La aglaonema sigue chillando a la distancia, como un pájaro. Entre los abedules, la mancha en el body de Eleanor es una suerte de spin art orgánico, una flor o un blanco; un ojo menstrual aplastándome.

Sé lo que pasará: él me prometerá escribirme día por medio, pero cuando resulte ser una vez por semana, me prometerá escribirme una vez por semana y cuando resulte ser una vez por mes y aunque solo sea una postal, llamará por teléfono, dirá: “Benna, te lo prometo, una vez por mes te escribiré”. Empezará a decir cosas falsas con tono de abogado, cosas como: “Sabes, estoy extremadamente ocupado” y “hago mi máximo esfuerzo”. Será el primero en sacar el tema del costo de las llamadas de larga distancia. De repente, palabras como res ipsa loquitur y no nos beneficia aparecerán en su lengua como forúnculos. Hablará sobre lo que “otras personas dijeron” y lo que él “y otras personas hicieron”, y cuando nunca mencione específicamente a ninguna mujer será como las agencias de noticias soviéticas que nunca publican nada que contenga los nombres de las ciudades donde están las nuevas bombas.

–No hay problema, puedo aceptar un cheque –dice Eleanor–. ¿Por qué no lo aceptaría? –Milagrosamente, alguien está comprando Millie, una chica moderna. Un hombre con una gran barriga y con chequera pero sin camisa. El pelo en su pecho es parecido al de Gerard: un territorio muy diferente al de su cara, algo exótico y prestado, como un disfraz de Halloween. El hombre toma el decantador de vino. Es un objeto feo, un regalo caro y equívoco de mi hermano solitario y con sobrepeso.

–Puedes llevártelo por un dólar –digo. Una vez, encontré un libro de poesía bastante bueno en una tienda de libros usados, y en la portada alguien había escrito: “Para Sandra, la única mujer que amé”. Me sonrojé. Me sonrojé por la perra de Sandra. Las traiciones, incluso las que tú misma llevas a cabo, pueden tomarte por sorpresa. Te das cuenta de que eres capaz de ciertas cosas.

El hombre nos hace cheques a Eleanor y a mí.

–¿El perro está a la venta? –dice riéndose entre dientes, pero ninguno de nosotros le responde–. Mi mujer ama con locura a Julie Andrews –dice, sosteniendo el disco en alto–. De niña, quería crecer para ser niñera y cantar las canciones de Julie. “Doe a deer” y todo eso.

–¡Ja, yo también! –digo, una niñera ridícula, una Julie Andrews con un sapo en la garganta. El hombre hace el gesto de brindar con el decantador de vino, después se aleja por la vereda.

–El gusto de un abrelatas –murmura Eleanor.

Y en el teléfono, en California, en un último y acorralado estallido de sentimiento erótico, susurrará: “Buenas noches, Benna. Guarda tus senos para mí”, pero la conexión de la línea no será muy buena y sonará como: “Guarda tus sueños para mí”, y yo diré “Estás loco, mi amorcito”, y cortaré golpeando el teléfono.

Se produce un momento de calma en nuestra venta de garaje. Voy adentro y busco cervezas, y vierto una en un plato para Magdalena.

–Bueno –dice Gerard reclinándose en su silla de jardín–. Nadie ha preguntado por el body color lavanda aún, Eleanor. Quizás piensen que está manchado.

–Bueno, sabes, no es una mancha completa –explica Eleanor–. Es solo el contorno de una mancha… en el medio ya no se ve. Los moretones también se borran así. Después de algunos lavados habrá desaparecido del todo.

Gerard parpadea con gesto serio en señal de burla. Yo trago mi cerveza como una mujer en pánico. Gerard y Eleanor cuentan su dinero, enrollan y desenrollan los billetes y hacen torres plateadas con las monedas. Son dos contra uno. La gente pasa caminando, algunos se paran y miran, otros siguen. Otros dicen que volverán.

–No paran de decir que van a volver pero nunca lo hacen –digo. Tanto Eleanor como Gerard alzan rápidamente la vista desde sus tazas de dinero y me miran, como si de alguna forma los hubiera acusado a ellos, una contra dos–. Solo un comentario –digo, y ellos regresan a su dinero.

Una bella mujer de pelo negro con un jumper de jean pasa caminando y al ver nuestra venta se detiene a curiosear y reordenar la mercadería. Está bronceada y sus ojos grises llaman la atención y todas esas cosas que son obviamente encantadoras quedan opacadas por su falta de sutileza.

–Oh, ¿el perro está a la venta? –dice y se ríe más bien estridentemente mientras mira a Magdalena, y Gerard le contesta con una risa igual de estridente (para ser amable, explicará después), aunque Eleanor y yo no nos reímos; la mujer está más cerca de la edad de Gerard que de la nuestra.

–No, la perra no está a la venta –dice Eleanor y descruza y vuelve a cruzar las piernas–, pero, sabes, eres realmente la primera persona que hace esa pregunta.

–¿Sí? –dice la bella mujer. El problema con una mujer linda es que hace sentir a todos a su alrededor desesperadamente masculinos, lo que no presenta ningún problema particular si para empezar eres hombre. Pero si eres cualquier otra cosa, tu identidad sexual completa es arrastrada hasta la oficina del director, donde te dicen: “¿Qué es eso que escuché de que has estado pavoneándote por ahí, haciéndote pasar por mujer?”. Tú no sabes qué decir. Estás sentada sobre tus manos. Rezas para que tus pechos crezcan, para que tu cabello tenga más volumen.

–Un viejo achacoso –susurra Eleanor, mirando a Gerard–. Consíguete un viejo achacoso.

Seguramente miraré muchos especiales de televisión: Sammy Davis cantando “For Once in My Life”, Tony Bennett cantando “For Once in My Life”, todos cantando “For Once in My Life”.

–¿Puedo mostrarte algo de Liz Claiborne? –dice Eleanor y baja la falda negra del árbol–. No sé mucho de ropa de diseñadores pero supuestamente Liz Claiborne es una buena marca.

La bella mujer de cabello negro azabache con un jumper de jean sonríe levemente.

–Está bien salvo por las pelusas –dice y levanta cautelosamente el dobladillo de la falda y luego lo vuelve a soltar. Eleanor se encoge de hombros y pone de vuelta la falda en el árbol.

–Ya nadie sabe nada sobre tener personalidad –suspira y vuelve dando saltitos a las mesas donde se pone a apilar revistas gratuitas de aerolíneas y números viejos de People y Canadian Skater.

–Entonces llevo solo esto, supongo –dice la mujer y le pasa un dólar por un disco a Gerard. Miro rápidamente y noto que es un álbum de Louis Armstrong que le regalé la última Navidad. Cuando la mujer se ha ido, digo:

–¿Así que ahora vendes los regalos? ¿Te di ese disco para Navidad y ahora está en nuestra venta de garaje?

Gerard se sonroja. Lo hice sentir mal y no estoy segura de haber tenido esa intención. Después de todo, yo misma vendí el decantador de vino que me regaló mi hermano el año pasado. Cuando me lo dio sacudía los pies y llevaba la totalidad de su vida imposible impresa en su cara como una moneda.

–Lo tengo en casete –dice Gerard–. Tengo a Louis Armstrong en casete.

Miro a Eleanor.

–Los casetes de Gerard –digo.

Ella asiente con la cabeza. Está revisando unas revistas People viejas que quiere vender a diez centavos cada una.

–Así que Billy Joel se casa con una modelo –dice mientras hojea las revistas–. Qué puedes esperar de un tipo que escribe “No quiero una conversación inteligente” y llama a eso una canción de amor. –Muy poco después, Eleanor se pone a cantar el tema que acaba de citar–: “No quiero una conversación inteligente. Solo quiero unas tetazas enormes”. Kip ama a Billy Joel –agrega–. El hombre tiene el gusto de un abrelatas.

Esto es un sálvese quien pueda.

Me mudaré a un nuevo departamento en la ciudad. Lo llenaré con nuevos olores: el vinilo de la cortina del baño, el percal maloliente de las nuevas sábanas, el aroma enérgico de los pesticidas del conserje. Tomaré demasiados baños calientes: un sustituto del sexo y del alcohol y un intento de reorientarme.

En el trabajo, de repente, nadie entenderá cuando esté bromeando.

En realidad, nos está yendo bastante bien en la venta de garaje, a pesar de que los suéteres no son un gran hit dado que hace calor.

–Perdón por lo del disco –dice Gerard mientras pone su mano en mi muslo en la parte donde termina el short.

–No hay problema –digo y voy a la casa y traigo un montón de regalitos baratos que me ha dado en los últimos dos años: carpetas tejidas al crochet, jabones marca Crabtree and Evelyn, una bolsita para perfumar cajones que dice “Soy pino para ti y a veces soy bálsamo”. Todos provienen de otras ventas de garaje. Estuvieron guardados durante años en los cajones de otras personas, y luego en sus garajes, y ahora me voy a deshacer de ellos. Supongo que me estoy vengando, pero en realidad esos regalos nunca me gustaron. Son para una solterona o para una abuela, y esta es mi oportunidad de tirarlos a la basura. Tal vez soy una persona poco generosa. A veces pienso que debo querer más a Magdalena que a Gerard, porque cuando los dos partan hacia California quiero que Magdalena esté contenta y quiero que Gerard se deprima y pierda el cabello en su plato de agua. No quiero que sea feliz. Quiero que me extrañe. Eso no es realmente amor, supongo. Eso lo entiendo. Tal vez sea como la pequeña niña que por un instante perplejo y desencantado nota que la muñeca de plástico rígido no es un bebé real, pero pronto retoma la simulación. Quizás sea como un jugador de fútbol que, vano y superfluo, se coloca sobre la pila de jugadores incluso cuando sabe que el tackle ha terminado, incluso después de saber que el juego ha sido completado y que eso no tuvo nada que ver con él; simplemente salta allí de todas formas.

–Oh, Dios mío –grita Eleanor mientras levanta la bolsita para perfumar cajones–, he visto esto al menos en dos ventas de garaje.

–La compré en Oak Street –dice Gerard–. ¿La viste ahí?

–Creo que no –la toma con dos dedos y la inspecciona con sospecha.

Por un tiempo me encontraré hablando sola y me daré cuenta de que eso es algo que siempre he hecho; lo que pasa es que cuando vives con alguien más piensas que hablas con esa persona. Solo porque están en el mismo cuarto supones que te escuchan. Y luego, cuando empiezas a vivir sola, te das cuenta de que has desarrollado el hábito perturbador de hablar en voz alta cuando no hay nadie.

Como medicación, miraré mucho HBO y comeré manzanas asadas con crema ácida. La parte blanca de mis ojos se resquebrajará con líneas de color escarlata. Solamente una o dos veces correré hacia la calle en el medio de la noche con el pijama puesto.

Cerca de las tres y treinta y cinco, la venta realmente aminora. Yo ya he vendido mis sillas de respaldo alto y mis chalecos escoceses. Ni siquiera estoy segura de por qué he vendido todas esas cosas; quizás solamente para no ser dejada afuera de este gran insulto a la propia vida que es una venta de garaje, este grandioso proyecto de deshacerse rápido de algo. Lo que en realidad debería haber sacado es la comida que Gerard y yo todavía tenemos: papas que ya se están echando a perder, intestinos de vaca que se ponen cada vez más oscuros, perejil y lechuga llenándose de moho en bolsas de plástico, especias derramándose por el costado de sus contenedores en el estante de la cocina. O quizás debería haber bajado todos los espejos: el que está en el baño, el que está sobre la cómoda. Estoy cansada de mirarme en ellos y ponerme tanto maquillaje y verme como una prostituta. Estoy cansada de decirme a mí misma: “Solía ser capaz de lucir mejor. Sé que solía ser capaz de lucir mejor que esto”.

Todo me da dolor de estómago.

–Ahí va mi dote –digo cuando una niña de diez años compra mi “Soy pino para ti” por veinticinco centavos. Siento preocupación por ella. Tiene el cabello duro como alambre y es tímida, con la voz casi inaudible susurra: “Gracias”. Camina dando pasos diminutos y sostiene la bolsita contra su pecho.

Observo el cielo y deseo que llueva.

–Esto se vuelve aburrido después de un tiempo, ¿verdad? –digo–. Me gustaría cerrar, pero anunciamos que estaríamos abiertos hasta las cinco. –Pasan muy pocos autos por la calle Marini; algunos bajan la velocidad, nos inspeccionan y luego vuelven a acelerar y se van. Eleanor agita un top y grita:

–Lo mismo para ti, amigo.

–Si cerráramos –continúo–, ¿alguien podría demandarnos por publicidad engañosa? ¿Por perpetuar un fraude público?

–Por arrojar basura en la vía pública –dice Gerard y señala el body color lavanda.

–Por Dios –dice Eleanor indiferente–, odio cuando alguien viene y revisa una caja con ropa que tú considerabas bastante linda, y ellos simplemente mueven las prendas y las huelen y luego siguen. Es decir, yo ni siquiera estaba segura de deshacerme de la falda Liz Claiborne, pero ahora que ha sido manoseada, olvídalo. No hay manera de que regrese a mi clóset.

Entro a la casa y Magdalena me sigue, se queda conmigo y se echa en el linóleo del piso de la cocina donde está fresco. Tomo el paquete de seis latas de cerveza que queda en la heladera y lo llevo al patio. El ruido de las latas de cerveza abriéndose me reconforta, la amargura almidonada burbujeando debajo de mi lengua. Gerard pasea por el patio con su lata de cerveza. Finge ser un cliente. Camina pavoneándose delante de las mesas, delante de los abedules, gira y, con un acento de chico malo de Brooklyn que sacó de las películas, dice:

–Oye, ¿cuánto me pagarías a para que me lleve estas cosas? –Nos reímos, molestas con su carisma y su belleza. Bebo la cerveza demasiado rápido y la efervescencia me quema y me corta la garganta.

Eleanor decide que ahora le toca a ella. Toma el aislante de fibra de vidrio y lo modela como si fuera un chal. Va y viene por la pasarela silbando y meneándose como una modelo drogada.

–Querrriduuu, no te preocupes por unas astillitas –dice–, ¿cuál es el problema con unas astillitas?

Gerard y yo aplaudimos.

Es posible que mi nuevo departamento esté en un lugar donde haya muchos niños. Quizás se junten cerca de mi puerta a jugar, y cuando salga a hacer las compras me dirán: “Hola, ¿tienes hijos?”, y después: “¿Por qué no?, ¿no te gustan los niños?”.

“Sí me gustan”, explicaré, “me gustan mucho”. Y cuando esté a punto de atropellarlos con mi auto en la entrada del garaje, sentiré muchas cosas distintas.

–Tu turno, Benna –dicen Eleanor y Gerard–. Sé alguien –dicen–. Actúa algún personaje. Alguna historia de venta de garaje. Estamos aburridos. No viene nadie.

El cielo tiene ese aspecto de alfombra de baño vieja de cuando está por llover.

–¿Algún personaje entrañable? –La verdad no me siento con ganas.

–Tres personajes en un garaje –dice Gerard sonriendo y Eleanor gruñe y le golpea el brazo con una revista People.

Pongo mi lata de cerveza sobre el suelo cuidadosamente. Me paro.

Anagramas

Подняться наверх