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AMADO BOUDOU

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El rechinar de la reja oxidada quedó vibrando unos segundos en el aire, mientras la inmensa verja de barrotes verduzcos comenzaba a abrirse. A sus espaldas se cerró con fuerza y lo sobresaltó apenas. Quedó en la absoluta soledad en aquel espacio de más de dieciocho metros de largo. El primer paneo le devolvió lo inevitable: un lugar mugriento y cucarachas que, ante su presencia, huyeron en diferentes direcciones. Había una heladera oxidada y en pleno desuso en medio de aquel sitio. Todo era abandono. Contándolas rápidamente, determinó que en frente tenía quince celdas. Podría haber elegido, o dejar al azar, la elección de su lugar, pero ya estaba predeterminado. Algo resultaba extraño en aquella escena, le habían mostrado una lista con seis personas que debían estar alojadas ahí, en el módulo B, pero solo estaba él, inaugurando de alguna manera ese recinto. Fue el primer exvicepresidente acusado de corrupción en pisar una cárcel federal.

El 26 de octubre de 2017 cobró fuerza. El exvicepresidente se encontraba en su casa preparando la defensa para el caso Ciccone, la causa por la compraventa de la calcográfica. Por la televisión vio cómo Julio de Vido se entregaba en los tribunales de Comodoro Py, acusado de corrupción. Supo que la cárcel lo esperaba a él también. Está convencido de que todo responde a una persecución que “tenía como principal objetivo a la cabeza del proyecto”. Una semana después de aquel suceso, a las 05:40 sonó el portero en su departamento de Puerto Madero. Su esposa dormía. Su suegra, que estaba de visita, también. El sonido irrumpió en la tranquilidad de aquella jornada que en pocos segundos se volvió intensa, impredecible, imposible de dimensionar y de digerir. Dos efectivos de Prefectura Naval y una autoridad judicial le avisaron por el intercomunicador que tenían una orden de detención. Aún estaba en pijama, una imagen que en pocas horas fue difundida. La incertidumbre frente a lo que le esperaba fue el sentimiento que imperó cuando le colocaron el chaleco antibalas y las esposas.

Sintió las esposas en sus muñecas, era una sensación extraña, incómoda. Para esa hora ya se había convertido en una noticia nacional, como resultado de la decisión del juez Ariel Lijo. En una camioneta blanca fue trasladado a la sede de Prefectura, donde pasó la primera noche. Aquel “circo romano”, como suele denominarlo, continuó. Luego de una parada de varias horas en Comodoro Py, finalmente lo subieron al móvil del Servicio Penitenciario Federal (SPF) para llevarlo a su lugar de alojamiento. Su condición había cambiado en pocas horas: era un preso más. Cuando ingresó al penal comenzó con los trámites. Primero, una sala en la que lo obligaron a desnudarse para hacerle todo tipo de controles. No hay detenido que no haya sentido esa instancia como un ultraje y una humillación. No sería la excepción. No se lo acuerda, pero ese día le asignaron un número de preso. Tampoco sabe con exactitud cuántos días estuvo detenido, no porque los números no fueran su fuerte, sino porque decidió no llevar esa cuenta, quizá temiendo que fuera una historia con final abierto.

Faltaba el aire. No circulaba ni siquiera algo parecido a una brisa. Todo parecía estático, inamovible. Ese espacio carecía de una ventana que le permitiera mirar hacia afuera de esos pocos metros cuadrados. Pasó la primera noche tras las rejas en el Hospital Penitenciario Central (HPC). Cada cama es una celda, cada celda es una cama. A eso se reduce todo. Pero cuentan con una comodidad extra en relación con los calabozos de los pabellones: un baño con ducha. Ahí pasaba veintitrés horas al día, ya que no había acceso a un patio, no había margen para caminar un poco. Otra vez el agobio, no solo por estar preso, sino por esa suerte de prisión dentro de la prisión que representaba ese reducido lugar. Sin una rendija por la que ingresara algo de luz natural. Nada. Una luz blanca cuando se encendía, una oscuridad rotunda y sórdida de noche. Silencio, quietud, ahogo. Con los días lo supo, pared de por medio estaba Núñez Carmona, pero durante ese tiempo no pudo hablar con él. Aquella circunstancia era la que le causaba cierto dolor, la relación con su amigo de toda la vida, con su socio, era, para la Justicia, una relación diseñada para cometer ilícitos. Le pesaba haber llegado a esa situación, ser vecinos de celda.

Durante la noche, el grito de otro detenido en el HPC, que solía sacarle una sonrisa, irrumpía esa pasmosa quietud. El pedido, a voz en cuello, que derivó en el reto del guardiacárcel ordenando que guardaran silencio, insistía: “Cantante una, Boudou. Cantate una”. Desde que llegó a la vicepresidencia, no era raro que los actos oficiales terminaran con él tocando la guitarra y cantando en el escenario. Estaba por iniciar la séptima noche en el HPC cuando, pasada la medianoche, la puerta principal se abrió y los guardias comenzaron a abrir las celdas una a la vez. La orden que escuchó fue a los gritos: “Preparen el mono, vamos, preparen el mono”. Los policías que ingresaron iniciaron el traslado interno. Ató una sábana, en la que envolvió todo lo que tenía, que tampoco era demasiado, y lo cargó al hombro. Cuando atravesó el umbral del calabozo, a los pocos metros vio a José María. Un saludo a lo lejos y la incertidumbre compartida sellaron aquel momento. Los subieron a un carrito cuya marcha era por demás lenta, como todo lo que transcurría entre aquellos muros. Concluido el minitrayecto, Boudou descendió con su mono y observó que el traslado era para él y su amigo marplatense, Núñez Carmona. Se miraron un poco desconcertados. Era de noche, se veía con poca nitidez en aquel extenso pasillo y se olían muchas cosas. Nada de lo que percibían era agradable. En ese silencio casi aturdidor, era más fácil distinguir el correteo de las cucarachas, a las que denominaban el “animal nacional del Servicio Penitenciario Federal”. Convivían con aquel insecto, que se escabullía en los lugares menos pensados, hasta el hartazgo.

“Amado Boudou, revise esta lista por favor”, le dijo uno de los policías a cargo del procedimiento. En ese papel que le acercaron figuraban al menos seis nombres. “¿Conoce a algunas de estas personas?”. La respuesta fue negativa. El interrogatorio continuó: “¿tiene algún problema con alguna de estas personas?”. Después de unos segundos de silencio, dijo, sonrisa de por medio: “Le acabo de decir que no conozco a ninguno de esos hombres. Cómo puedo tener algún problema con desconocidos”. La mirada del personal penitenciario no le devolvió el tono casi jocoso de aquel planteo. Lo siguiente fue una orden en un tono mucho menos amigable: “Bueno, firme acá. Como no tiene problemas con nadie, va a ingresar a este pabellón”. Era el pabellón B. Le proporcionaron un colchón que él mismo cargó. Tampoco era mullido ni tan pesado, era más bien algo que imitaba un colchón. Entonces, el guardia abrió una extensa reja oxidada, añeja como las historias que encerraba. Con aquel sonido metálico de fondo, ingresó a ese sitio de dieciocho metros de largo: un gran rectángulo que contaba con quince celdas una al lado de la otra, todas de igual tamaño, por demás acotado, de 2,35 por 3,50 metros. Lo que sobraba de lugar lo denominaban el Salón de Usos Múltiples (SUM) para imprimirle algo de organización al desorden estructural.

Cuando ingresó se encontró en absoluta soledad. Dejó sobre el suelo el colchón de apenas 80 centímetros de espesor. Ante sus ojos tenía una heladera en paupérrimas condiciones, corroída por el paso del tiempo, y arrojada en medio de aquel SUM. Olvidada, como si aquel electrodoméstico fuera una metáfora de cómo las cosas iban transformándose dentro de aquellos muros. La esquivó y observó la falta de higiene de aquel sitio. Nada estaba en su lugar, ni siquiera la mesa de plástico con sus sillas. A esa imagen de decadencia la acompañaba el olor nauseabundo que lo desconcentraba, ese olor a cárcel imperaba por sobre otros aromas. Se dirigió hacia la celda nueve, pese a que todos los calabozos estaban vacíos. Al acercarse a la puerta ciega, que tenía una pequeña ventana, percibió el olor de inmediato. Las paredes oscuras, cubiertas de hollín, corroboraron su presunción: en una revuelta, ese espacio había sido incendiado, pero nunca más acondicionado. Se respiraba a fuego apagado. Con todo, dejó sobre la cama el colchón y, cuando su vista giró hacia la pared derecha, observó una imagen pegada. Era la página de una revista con la imagen de Mauricio Macri y Juliana Awada en la quinta de Olivos. La arrancó de un tirón. Una cucaracha fue testigo de la escena.

Tenía pabellón asignado, celda medianamente acomodada, pero no había compañeros de detención. Recorrió en silencio el lugar. Cuando revisaba las demás celdas, en mejores condiciones que la suya pero deplorables de todos modos, escuchó ruidos a lo lejos que se percibían cada vez más cercanos. Solo lo decidió. Quizás como medida ordenadora de lo que, ahora sí, comenzaban a ser sus días en prisión. Entonces, de jogging, que fue su principal vestimenta, se acercó a la enorme reja de barrotes verduzcos, y se dispuso a aguardar. Los vio a lo lejos, sin identificar a nadie en particular. Sus compañeros de pabellón avanzaban en fila india. Se puso en la puerta principal de acceso y uno a uno les dio la bienvenida, como si fuera el anfitrión de aquel mugriento y maloliente lugar. “Qué tal, buenas noches, yo soy Boudou”, pronunció con la mano extendida, despertando la simpatía de aquellos internos.

El primero en encontrarse con el exvicepresidente en el acceso al pabellón B fue Mini, un narcotraficante colombiano. Después ingresó el Coronel, misma nacionalidad y delito. Después Matías Faubel, acusado por contrabandear dos toneladas de cocaína líquida. Como si fuera un maestro de ceremonia de un extremadamente peculiar evento, al próximo al que le dio la bienvenida fue Jorge Chueco, el ex abogado de Lázaro Baéz. Finalmente, ingresó Jesús, un mexicano que cayó por una red de contrabando de estupefacientes. Esos eran todos. Cuando el último estuvo adentro, la reja, una vez más, oxidada, rechinante, se cerró. El “show de la reja”, como solía decirle. Comenzaba otra etapa. Parecía la casa de Gran hermano, no solo por el modelo de panóptico propio de esa prisión, sino por la convivencia forzada.

Boudou tenía claro que necesitaba concertar un acuerdo de convivencia, una suerte de contrato con desconocidos. Les pidió a sus compañeros de pabellón que se reunieran alrededor de lo que simulaba ser una mesa. Nadie se opuso. El silencio reinó hasta que él habló: “Voy a ser claro. Para desgracia de ustedes, cayeron a este pabellón, donde vamos a ser más controlados y vigilados que en otros. Yo voy que tener una conducta impecable, por lo que les voy a pedir que cumplamos todas las reglas. En este pabellón, ni celulares ni drogas”. Dijo todo sin anestesia. Uno de sus interlocutores, Mini, tratando de descontracturar la situación, replicó: “Al final, usted nos va a desmejorar las condiciones de detención. En otros pabellones tenemos de todo y sin controles”. Las risas irrumpieron alrededor de esa mesa. El Coronel pidió la palabra: “Mire, vice. Se lo voy a decir, ustedes, los argentinos, son muy cochinos. Nosotros queremos estar en mejores condiciones”. Risas de nuevo. Rápido para tomar decisiones, Boudou le dijo que se ocupara de organizar la cuadrilla de limpieza del pabellón.

Determinar cuál es el aroma de la cárcel no es fácil. No encuentra una única definición. En cierta ocasión, cuando dejó el penal, Boudou señaló ante un grupo de amigos que la cárcel olía “a humedad, a tierra, al humo de la celda, a algo viejo, a un olor inconfundible, a un calabozo”. Algunos días, a pesar de las cuadrillas de limpieza, el aroma a putrefacción se imponía.

Cocinar, en ese contexto, era una odisea. Además, al principio les prohibieron el ingreso de ollas y otros elementos. Se las arreglaron, por consejo de los colombianos, cocinando sobre papel metálico. Ellos se las ingeniaban para mejorar las viandas que el SPF proveía, que apodaron “pollosaurios”. Nada tenía sabor. Pero Boudou, durante ese período, jamás probó la comida del penal. Tenían un sistema comunitario: lo que llegaba por encomienda o lo que quedaba de las visitas era compartido. “En la cárcel te sostiene la solidaridad y el sentimiento de compañerismo”, solía decir durante las visitas.

Hizo de su celda una suerte de refugio. Su día se dividía entre horas de lectura, momentos musicales y películas. Para conjugar todo eso, escribió notas pidiendo autorización ante las autoridades del Servicio Penitenciario Federal, que otorgaba un papel que llamaban “la tenencia”, es decir, la potestad sobre el reproductor de DVD de quince pulgadas y otros objetos. Así, “tenencia” en mano, el DVD se incorporó a los pocos elementos que había en su celda. También comenzaron a llegar encomiendas de amigos y familiares con películas, discos y libros. Todo era parte de su plan de lucha contra la rutina carcelaria. Lo que más acumuló tras las rejas fueron libros. Cuando dejó el penal, se llevó consigo medio centenar de títulos de las temáticas más diversas.

En todas las actividades de rutina el espacio personal era exiguo. Nada era privado, nada podía reservarse para el fuero interno: las visitas se recibían en un salón compartido, las encomiendas eran anunciadas a los gritos y revisadas por el personal penitenciario, las comidas eran comunitarias, las duchas, las únicas dos disponibles en el pabellón B, eran semiabiertas, las puertas de las celdas permanecían, salvo por la noche, siempre abiertas. No había ningún lugar a salvo de la mirada de los otros.

A fin de sobrellevar esta circunstancia, decidió sumar horas de lectura a su rutina. Su biblioteca se dividía en dos grupos: los libros de economía y, por otra parte, los libros que devoraba por placer, que apilaba sobre una mesa pequeña de acero inoxidable. Estos últimos iban desde una saga sobre grandes ciudades hasta clásicos como Joseph Conrad, pasando por libros de historia argentina. El listado también incluyó obras como La conjura de los necios, de John Kennedy Toole, y la novela Tiempos recios, de Mario Vargas Llosa. Los momentos de lectura ocupaban al menos seis horas diarias, distribuidas en dos momentos de la jornada. El primero lo dedicaba a los libros más vinculados con la economía, que acomodaba en la pila de “estudio”. “Estuve un montón en la cárcel. Lo que más hacía era leer, así que pude leer de todo”, dijo en una reunión de amigos entre risas. La lectura solía ir acompañada de música clásica, que sonaba en esa celda durante las horas de lectura y estudio, construyendo una suerte de paréntesis en la vida carcelaria. La tranquilidad pese a la falta de libertad.

Una suerte de chicharra, un ruido metálico como todo ahí adentro, sonaba a las ocho de la mañana, cuando las puertas de las celdas se abrían. Era el inicio de otro día en la cárcel, uno parecido al anterior y similar al siguiente, un déjà vu constante. Pero el exvicepresidente y sus compañeros de pabellón tenían una organizada rutina que les hacía todo más llevadero. En ella, el ejercicio físico y el fútbol eran indispensables. Aunque los muros se imponían, sus cuerpos, que tenían la necesidad de moverse, se negaban a ser parte de la inercia. “Vamos todos al SUM que empezamos”, se escuchaba cada mañana gritar al Coronel, el responsable del ejercicio matutino. Como si se tratara de un entrenamiento militar, no tenía piedad durante esa hora de ejercicio.

Durante la tarde, y al comienzo solo dos veces a la semana, autorizaban a los pabellones A y B a salir al reducido patio. Desde ahí podían ver una porción del cielo, aunque obstruida por edificaciones de la misma cárcel, y disfrutar de un poco de aire libre. Contaban con una cancha de fútbol cinco, en la que Boudou jugaba contra su amigo José María Núñez Carmona (siempre destacó sus dotes deportivas). Pasaban varias horas, varios partidos y varios equipos con tal de permanecer fuera del pabellón. Así, al menos, consumían algunos minutos de la tediosa e implacable rutina como internos penitenciarios.

Cuando recibían visitas de un tenor más político, el Servicio Penitenciario modificaba la organización de los internos en el gimnasio, que se había convertido en la sala común. Una tarde se encontró con Carlos Zannini. Después de saludarse amablemente, ingresaron al lugar que lindaba con el pabellón B. Separados por unos pocos metros, pasaban la tarde charlando a media voz, buscando un poco de privacidad, algo imposible en ese lugar. Un grito unánime alteró la tranquilidad de la tarde, y Boudou demoró unos segundos en darse cuenta de que se dirigía a él. “Te vas, vice. Te liberaron”. El barullo provenía del pabellón B, donde sus compañeros veían la noticia en televisión.

Era el 12 de enero de 2018. Ya había “celebrado” sus primeras fiestas en prisión, ya sabía que su esposa Mónica esperaba mellizos, ya conocía la vida carcelaria, ya había adoptado una rutina dentro de aquellos muros, pero, después de casi tres meses, le habían dictado la excarcelación. No festejó —aunque no pudo evitar alegrarse— porque muy internamente sentía que aquello era transitorio, y no se equivocaba.

Nada es inmediato dentro de una prisión, mucho menos en Ezeiza. Desde que se enteró de que dejaría la cárcel hasta que esa orden se materializó, pasaron muchas horas. Fue a su celda y empezó a juntar sus pertenencias, siempre de jogging, remera y zapatillas. Se dispuso a seleccionar qué se llevaría y qué no. Quiso regalar el reproductor de DVD y el ventilador, aquellos aparatos sobre los cuales tenía una “tenencia”, como le dicen entre los presidiarios. Pero el SPF no se lo permitió, tenía que llevarse absolutamente todo y, a lo sumo, desde su casa, enviar una encomienda. “Es un sistema delirante”, replicó en aquella ocasión.

Finalmente, a la tarde, el personal penitenciario fue a buscarlo al pabellón. Cargó todas sus cosas y dejó a sus espaldas la celda 9, ante el saludo de los otros cinco internos que quedaban. Se dirigió por un largo pasillo mal iluminado hacia la administración para que le tomaran nuevamente las huellas dactilares y para recuperar algunos efectos personales. Recién después de firmar una serie de papeles se dirigió a la puerta de salida del penal de Ezeiza. Era de noche y corría una leve brisa que hacía más llevadero el intenso calor de enero, pero no le preocupó la temperatura. Pudo ver el cielo sin restricciones de paredes. Eduardo Durañona lo ayudó a cargar las cajas en el auto y partieron.

Ya no vivía en Puerto Madero, donde lo habían detenido casi tres meses atrás. Se habían mudado a un departamento prestado en el barrio de Barracas, donde lo aguardaba Mónica, que nunca dejó de visitarlo en prisión, aunque en el último mes, con el embarazo tan avanzado, se le hacía más difícil ir. Se reencontraron esa noche, y 72 horas después los mellizos nacieron. Durmió con ellos cada noche que pudo.

Si bien sostiene que vivió todo el proceso en absoluta paz, tenía presente, día y noche, que aquella libertad era pasajera. El penal de Ezeiza estaba a media hora de viaje, a una orden judicial de distancia, porque faltaban unos pocos meses para que concluyera el juicio en su contra por la compraventa de Ciccone.

Ese desenlace llegó el 7 de agosto de 2018, cuando el Tribunal Oral Federal 4 (TOF 4) leyó la sentencia. Esa mañana, antes de ir hacia Comodoro Py, le dijo a Mónica que había una gran probabilidad de que esa misma tarde volviera a prisión. Sus hijos tenían la misma cantidad de tiempo que él en libertad, siete meses y un poco más. La lectura, que inició a las 14:30, no demandó más de diez minutos. A Boudou lo condenaron por cohecho pasivo y negociaciones incompatibles. Inmóvil, continuó escuchando la condena contra su amigo, Núñez Carmona, a quien sentenciaron a cinco años y medio de prisión. Después de siete meses, debían volver a la cárcel. Esa tarde no hubo papelerío. Se cambiaron de ropa, y cumplieron con el protocolo de seguridad y traslado, que ya conocían. Minutos después, fueron subidos al móvil del Servicio Penitenciario para iniciar una ruta que ya habían transitado. La sospecha de Boudou se había confirmado.

Caía la noche cuando vieron, a lo lejos, el complejo de Ezeiza. Le incomodaban, otra vez, las esposas, quizás por el calor, por la humedad, por la incomodidad, o quizás por el simple hecho de que eran una muestra explícita de que había vuelto a perder su libertad. El trámite de rigor se cumplió en pocos minutos. Esa vez los llevaron enseguida al pabellón asignado, que contaba también con quince celdas. Lo dejaron con Núñez Carmona en el mismo pabellón en el que se encontraban Cristóbal López, Fabián de Sousa y los exfuncionarios José López y Ricardo Jaime. Con el tiempo se sumó el empresario Gerardo Ferreyra, presidente de Electroingeniería. En ese pabellón también habían alojado —a su entender, estratégicamente para espiar a los “presos K” a través de la pinchadura de teléfonos— a algunos condenados en causas por narcotráfico.

Todo ahí le resultaba familiar, conocido. Al día siguiente, entre los saludos protocolares y las preguntas obligadas, observó que todo estaba mucho más organizado en el SPF que la vez anterior. A tal punto que contaban con más días de visitas, y a eso se sumó que su esposa había pedido verlo más tiempo. Entendió que debía rearmar su rutina. Esta vez sumó horas de fútbol (porque contaba con más acceso al patio), pero dedicó gran parte del día a las visitas. En la mesa que siempre utilizaba en el gimnasio/sala de visitas, que convirtió en una suerte de despacho, recibía cada semana a intendentes bonaerenses, diputados, concejales, todos del FPV. Supo asesorarlos en cuestiones financieras, pero después, entre mates y facturas, las conversaciones tenían como eje el escenario político del momento, y las críticas a Mauricio Macri abundaban. Esos encuentros, que consumían gran parte de la tarde, hacían más llevaderos los días.

Como en la etapa anterior, la vida comunitaria se imponía. Todo se compartía y se socializaba, tanto las encomiendas con alimentos como el dinero que depositaban los familiares en la cantina para poder sacar de ahí víveres. Este punto, que resume como la “revalorización de lo comunitario”, fue otro sostén en sus días tras las rejas.

Con una condena que tenía una confirmación por parte de la Cámara de Casación y el cómputo sobre su ejecución, que le redujo dos meses el arresto, Boudou estaba obligado a realizar talleres dentro de la cárcel. Eligió varios y de los más disímiles porque de esa manera acumularía puntos para reducir su condena. Con ocasión del Día del Niño, a los presos les ofrecieron hacer regalos. En una de las salas de talleres, les dieron los materiales, bastante rústicos, pero suficientes para cumplir con el objetivo. Elegidos los colores, el dibujo y el modelo, empezó. Le demandó varias horas, lo que no le preocupó porque no tenía mucho más que hacer. Una vez finalizado, lo observó con detalle y consideró, conforme, que a León y a Simón no les iba a disgustar aquel presente: dos pequeñas alfombras con la imagen de un oso panda. El animal se distinguía con claridad y había acertado con los colores. Sus hijos, en la sala de visitas, lo recibieron con alegría. Aún conservan aquel presente.

También hizo un curso de organización de eventos, del que poco se acuerda, uno de electricidad, que consideró más útil, y estudió ruso. Por sugerencia de su amigo Núñez Carmona, decidió probar otro tipo de actividades. En la sala de talleres, después de elegir el modelo y la gama de colores, comenzó un curso sobre mandalas. Le gustó y reconoce que le ayudó a pasar los días en los que ya no contaba con las visitas familiares porque su pareja ya se encontraba en México.

Entre talleres, partidos de fútbol y asesoramientos financieros, el tiempo avanzaba, pero no llevaba la cuenta de cuántos días acumulaba como recluso. Después de la condena por el caso Ciccone, en diciembre de 2018 le concedieron el arresto domiciliario (con una tobillera), previo pago de una fianza de noventa mil pesos, que varios compañeros de militancia contribuyeron a abonar. Como todo resultó bastante repentino, su esposa tuvo que regresar de México. De haber sabido lo que esa condición iba a durar, no lo habría hecho.

El 18 de febrero de 2019, la Cámara de Casación —máximo tribunal penal— ordenó que volviera a la cárcel. Por tercera vez iba al penal de Ezeiza. Cuando habla de esas tres estadías, su ríe, como quien busca mitigar todo el recuerdo desagradable de lo que representa vivir en prisión. Defiende, inclaudicable, su inocencia. La Justicia lo acusó por corrupción, pero él habla de causas armadas y de persecuciones políticas.

Cuando, en mayo de 2020, en medio de la pandemia del coronavirus, el juez de ejecución penal Daniel Obligado le concedió el arresto domiciliario con tobillera electrónica, sacó de su celda 50 libros, algo representativo de su tiempo en prisión. La ropa, escasa, era siempre la misma: jogging, zapatillas, remeras y buzos. Como ninguna prenda podía ser de los mismos colores que utilizaba el personal del servicio penitenciario, le quedaban los colores que él denominaba “ropa de payaso”: naranja, amarillo, rojo, verde. Sin embargo, en el estudio que se armó en su casa, conserva algunos elementos de su paso por la cárcel: usa la misma ropa, y en su biblioteca hay muchos libros que trajo de prisión.

Considerando las tres estadías, vivió 650 en el penal de Ezeiza. No tiene la certeza de que no regresará, pero elige no enfocarse en eso. Sus días transcurren puertas adentro. Estudia Ciencias Políticas, y no descarta cursar la carrera de Historia. En su reconstrucción política, alejado de algunos personajes, siempre vinculado con otros, considera que la prisión lo reivindicó, pero no desconoce que para parte de la sociedad se transformó en un ícono de la corrupción K. La virtualidad es el modo de concretar sus proyectos fuera del penal. Sigue privado de su libertad, pero en otro contexto. El 3 de diciembre de 2020 la Corte Suprema de Justicia confirmó la condena en el caso Ciccone. Amado Boudou se convirtió en el primer exvicepresidente con sentencia acusatoria por corrupción firme. El 1 de junio de 2024 habrá cumplido la pena impuesta. Sigue tras unas rejas menos visibles, pero palpables al fin: aún es un prisionero.

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