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Capítulo 2

LA ÉTICA DE LA VIRTUD.

¿QUÉ ESPERAS DE UN AMIGO?

Francisco Marambio

… precisamente quien vive bien es feliz y bienaventurado, al contrario del que vive mal. (Platón, República, 354a)

Resumen

En este capítulo se introduce el paradigma ético de la virtud, uno de los tres principales paradigmas de la ética, a partir de una discusión de sus conceptos centrales. En este modelo, el criterio valorativo no es el deber ni las consecuencias de una acción, sino las virtudes que se expresan en el agente moral. Por ello, se discutirá, en primer lugar, el concepto de virtud, a la luz de la definición griega de areté ofrecida por Aristóteles. A continuación, se expondrá la idea de sabiduría práctica o phronesis, virtud intelectual clave para conseguir la unidad de las virtudes humanas, así como el modelo de individuo virtuoso. Como tercer punto se discutirá la conexión entre virtudes y felicidad, destacando el vínculo entre ambas nociones. Y, por último, se examinarán ventajas y desventajas asociadas a este modelo.

A mediados de los años noventa, Jordan Belfort defraudó a cientos de clientes en el mercado bursátil de EE.UU., siguiendo la lógica de “todo vale en los negocios”. Esta actitud agresiva y decidida, le valió ser reconocido públicamente como el “lobo de Wall Street” y llevó su nombre a ser el protagonista de dos autobiografías, un libro de autoayuda y una película de Hollywood. El éxito de Belfort se basa en una premisa que resulta clave para el mundo de los negocios: al parecer, todas las personas queremos lo mismo en la vida, dinero y placer. Un buen corredor de bolsa no hace más que explotar este deseo innato de los seres humanos y lo aprovecha a su favor para incrementar la ganancia, aunque esta no termine siendo real. Si bien fue condenado por sus delitos tributarios, Belfort no pasó más de dos años en prisión y hoy se presenta ante el público con una renovada imagen, la de un hombre sagaz y ambicioso, uno que supo beneficiarse del sistema ¿Cabría, entonces, considerarlo como el ganador de esta historia? Muchos dirían que sí, ya que, a fin de cuentas, consiguió lo que toda persona quiere y el precio que tuvo que pagar por ello fue bajo. Pero ¿existe otra manera de mirar este caso?

Veinticinco siglos antes, el filósofo Sócrates, en su defensa ante el tribunal ateniense, reprochaba con vehemencia esta mirada hedonista y superficial de la vida, que ya parecía ser común entre sus conciudadanos:

Cuando mis hijos sean mayores, atenienses, castigadlos causándoles las mismas molestias que yo a vosotros, si os parece que se preocupan del dinero o de otra cosa cualquiera antes que de la virtud, y si creen que son algo sin serlo, reprochadles, como yo a vosotros, que no se preocupan de lo que es necesario y que creen ser algo sin ser dignos de nada. Si hacéis esto, mis hijos y yo habremos recibido un justo pago de vosotros. (Platón, Apología, 41e-42a)

Era firme convicción de Sócrates que el ser humano tiene que aspirar en su vida a algo más que al dinero y al placer. Quienes se enfocan en alimentar la ambición y el goce como únicos móviles de su existencia, pasan a ser, según esta visión, “dignos de nada”.

Luego de su sentencia, Sócrates se vio enfrentado a reafirmar sus palabras, esta vez con sus actos, al recibir la oferta de su amigo Critón: fugarse para ir en busca de una vida tranquila en alguna región del norte de Grecia. Critón tenía los preparativos listos, los guardias sobornados y una casa esperando a Sócrates en Tesalia, y solo restaba que el filósofo aceptara y podría salir de la prisión sin ningún problema. Sin embargo, como sabemos, Sócrates rechazó la propuesta y decidió quedarse para aceptar su condena. ¿Por qué lo hizo? ¿Cuál fue su justificación? Quizá sintió miedo por las consecuencias que podría recibir su familia y amigos si escapaba, o tal vez consideró que violar una sentencia legal podría ser más perjudicial a la larga, pues la gente dejaría de respetar las leyes; o incluso podemos pensar que Sócrates consideró que era su deber ciudadano quedarse ahí. Pero su respuesta fue otra: siempre es malo y vergonzoso cometer una injusticia; un hombre justo y respetable jamás respondería con un acto injusto, aun cuando sea víctima de una injusticia. O, planteado desde otra perspectiva: la justicia es una virtud que el hombre bueno siempre debe reflejar en sus acciones. La respuesta de Sócrates, entonces, se apoyó en lo que hoy denominamos una ética de la virtud.

Ahora bien, ¿cuál es el fundamento que tendría Sócrates para afirmar que una vida virtuosa es “mejor” que otra enfocada, por ejemplo, en el éxito económico? En otras palabras, ¿por qué deberíamos ser virtuosos?

La ética de la virtud, junto con la teoría del deber (deontología) y la consecuencialista (utilitarista), forman los pilares básicos de la ética normativa de Occidente. Sus orígenes se pueden remontar, precisamente, a los filósofos del mundo griego clásico, Sócrates, Platón y Aristóteles, quienes cimentaron el núcleo de la teoría y sus principales conceptos7. Ella se mantuvo como la teoría ética dominante en el mundo latino y posteriormente en el medieval, donde se unió con ideas propias del cristianismo. Si bien durante la Modernidad la teoría de las virtudes fue postergada en favor de otras visiones, ya en el siglo XX los trabajos de Elizabeth Anscombe (1958), Alasdair MacIntyre (1984) y Martha Nussbaum (1986), entre otros, han vuelto a colocar el concepto de virtud en el centro de la reflexión filosófica, reivindicando su valor y sus aportaciones frente a las tendencias dominantes de la época, como el relativismo y el emotivismo.

A diferencia de los paradigmas señalados, el criterio valorativo en la ética de la virtud no es una norma objetiva, como el deber, ni tampoco alude a la maximización de consecuencias positivas, como en el utilitarismo, sino que apunta a la virtud y el carácter moral de los individuos. De modo que, desde este paradigma, una acción se juzga correcta si y solo si corresponde a una virtud y a aquello que un individuo virtuoso realizaría en determinada situación (Hurtshouse, 1999)8.

En general, las éticas de la virtud se pueden organizar según tres elementos básicos: a) una caracterización de lo que es la virtud, b) una idea de prudencia o sabiduría práctica, y c) un concepto de felicidad o realización humana.

Comencemos, pues, con el primero de estos puntos.

1. ¿Qué es la virtud?

1.1. Virtud como excelencia

Partiendo por lo más general, se puede definir la virtud como una especie de rasgo o cualidad que esperamos en algo o en alguien. En su condición de cualidad, la virtud es aquella característica que, al estar presente, hace que algo se realice de la mejor manera posible. En el lenguaje cotidiano nos expresamos de esta manera, por ejemplo, al hablar de un baterista o un tenista virtuoso. Utilizamos esta expresión para querer señalar un conjunto de características que hacen que el individuo en cuestión destaque en su labor, es decir, que la realice de manera excelente. Un baterista virtuoso es diestro, preciso y creativo; un tenista destacado es ágil, dedicado y fuerte. Por el contrario, un baterista mediocre tiene las cualidades opuestas, falla en la coordinación, no logra dar con el ritmo y se limita a repetir patrones sin creatividad. Lo propio se podría decir de un mal tenista: es lento, indisciplinado y propenso a lesiones. Según esto, la virtud es también un criterio evaluativo: la banda de rock, al momento de elegir, preferirá al baterista que posea las cualidades sobresalientes y dejará al otro relegado a tocar en las fiestas familiares, y el equipo nacional de tenis preferirá al jugador virtuoso por sobre el mediocre para competir en la Copa Davis.

Pero también usamos la palabra virtud para referirnos a una persona en cuanto tal, no solo en su condición de músico o deportista. Así, por ejemplo, decimos que la honestidad, generosidad y compasión son cualidades esperables en una buena persona. Son características, decimos, que se debieran inculcar y fomentar en todas las personas. Desde esta perspectiva, la virtud es un rasgo destacable que hace de su poseedor una buena persona, una persona sobresaliente.9

El origen semántico de virtud encierra también esta ambigüedad. La palabra virtud proviene del latín virtus, que a su vez es un calco semántico del griego areté, término que muchos autores modernos han traducido como excelencia. La virtud, en su raíz etimológica, es una excelencia, es decir, es aquel elemento necesario para la realización excelente (y, podemos agregar, eficaz) de algo (Aristóteles, E.N. 1106a 15-24). El polo opuesto de la virtud tradicionalmente se denomina vicio y se entiende como aquello que, estando presente, daña e impide el desarrollo óptimo de algo.

Es comprensible, de este modo, que la areté griega esté directamente asociada con el bien de algo, en concreto, con su realización excelente. Citando las palabras de un especialista en filosofía griega:

Areté significa que algo es bueno para algo, y era natural que un griego, al oír esta palabra, preguntase: «¿la areté de qué o de quién?» […] Areté, pues, es una palabra incompleta por sí misma. Hay la areté de los atletas, de los jinetes, de los generales, de los zapateros, de los esclavos. Hay una areté política, una areté doméstica, una areté militar. (Guthrie, 1953, p. 14)

Las virtudes, por tanto, se refieren a la realización del bien intrínseco de cada cosa. Los pensadores griegos argumentaban que todo posee su areté o virtud propia, precisamente porque todas las cosas tienen una naturaleza, esencia o fin que les corresponde (esto es lo que se conoce como visión o perspectiva teleológica, del griego telos=fin). Los autores antiguos indican el paralelismo entre la esencia de algo y su excelencia, al describir, por ejemplo, la fertilidad como la excelencia de la tierra10, la lealtad como cualidad del perro11 y la valentía como la virtud propia del guerrero12. Así, el concepto griego de virtud está mucho más cercano al de eficacia, esto es, aquella realización eficaz e íntegra de la naturaleza propia de algo (MacIntyre, 1991, p. 16).

1.2. Virtud humana

Ahora bien, el paso siguiente es hablar de la virtud en un sentido más restringido, un sentido que bien podríamos denominar moral, atendiendo específicamente a la virtud humana. Aristóteles reflexionó en profundidad sobre las virtudes humanas, las que cabría definir como rasgos del carácter adquiridos por el hábito y expresados en acciones habituales. A diferencia de los ejemplos antes mencionados, las virtudes humanas no son cualidades innatas, tal como pueden ser la fertilidad de la tierra o la rapidez del caballo, puesto que suponen hábito y ejercicio. En concreto, la virtud humana no es una mera cualidad; es específicamente un modo de ser.

En el caso de los seres humanos, las virtudes no se dan de manera espontánea (como sí ocurre con ciertas cualidades de las que hablamos antes), sino que requieren de costumbre, ejercicio y estudio para ser adquiridas y consolidadas. Aristóteles observa que las personas tenemos una tendencia natural al desarrollo de virtudes, pero que estas pueden nunca desarrollarse si es que no las ponemos en práctica. Alguien puede tener naturalmente un temperamento moderado, pero si no adquiere buenos hábitos (es decir, si no actúa regularmente de manera moderada), nunca llegará a ser alguien verdaderamente moderado. “Una golondrina no hace verano”, comenta el filósofo en una célebre expresión con la que denota que no es suficiente una o un par de acciones virtuosas para llamar a alguien virtuoso. Si llego temprano un par de veces o digo la verdad ocasionalmente, no seré ni puntual ni veraz, seré, por decirlo así, virtuoso solo por accidente, pero no realmente. Como bien recalca Rachels, la verdadera virtud surge allí donde hay un carácter “firme e inmutable” (Rachels, 2006, p. 268). En este sentido, la educación y el entorno son fundamentales, pues las virtudes bien pueden quedar en la mera potencia si es que no son ejercidas activamente por el sujeto. Dos pasajes de la Ética a Nicómaco de Aristóteles refuerzan nuestras descripciones:

Por tanto, las virtudes no se producen ni por naturaleza, ni contra naturaleza, sino por tener aptitud natural para percibirlas y perfeccionarlas mediante la costumbre. (E.N. 1103a 25)

No tiene, por consiguiente, poca importancia el adquirir desde jóvenes tales o cuales hábitos, sino muchísima o, mejor dicho, total. (ib. 1103b)

Recalcamos que las virtudes no son “contra naturales”, en el sentido de estar impuestas únicamente “desde afuera”, como quien endereza un árbol que estaba torcido; más bien, habría que entenderlas como “potenciales”, es decir, que se encuentran en nosotros en estado latente, esperando ser despertadas.

Pues bien, no cualquier acción habitual es una virtud, sino que se requiere algo más: deliberación y elección. Aristóteles especifica que las virtudes humanas (las virtudes propiamente éticas) se caracterizan como un modo de ser selectivo, en el que se elige el término medio entre el exceso y el defecto. La virtud humana consistiría, entonces, en un cierto “saber elegir”. Los individuos virtuosos –enfatiza Aristóteles– saben elegir el “qué”, el “cómo”, el “cuánto” y el “cuándo” algo debe hacerse. Para aclarar estos puntos, conviene detenerse en la definición aristotélica de la virtud:

Es, por tanto, la virtud un hábito selectivo que consiste en un término medio relativo a nosotros, determinado por la razón y por aquella por la cual decidiría el hombre prudente. El término medio lo es entre dos vicios, uno por exceso y otro por defecto, y también por no alcanzar en un caso y sobrepasar en otro el justo límite en las pasiones y acciones, mientras que la virtud encuentra y elige el término medio. (Aristóteles, E.N. 1106b 35)

Tres aspectos destacan aquí. En primer lugar, como se ha dicho, la virtud es un “hábito selectivo”. Pero ¿qué se elige y sobre qué? Se elige sobre los medios óptimos para alcanzar determinados fines. Tal como lo señala Aristóteles, solo puede haber deliberación y elección donde las cosas pueden ser “de una manera u otra”. Dicho de otro modo, en la virtud es donde se manifiesta, con plenitud, nuestra capacidad de elección libre.

En segundo lugar, se trata de una deliberación que expresa un “término medio”, que lo determina nuestra razón. Pensemos, por ejemplo, en la virtud de la moderación: la persona moderada se encuentra “en el justo medio”, es decir, entre lo “excesivo” y lo “defectuoso”, respecto a sus impulsos o deseos, porque sabe encausarlos adecuadamente, sabe en qué ocasión sus impulsos son dañinos y sabe cuándo no excederse en ellos. Lo propio se puede decir de virtudes como la valentía o la liberalidad, ejemplos predilectos para Aristóteles. Una persona valerosa se encuentra en el punto medio entre ser un temerario (un exceso) y un cobarde (un defecto). El individuo valiente –observa Aristóteles– “soporta y teme lo que debe y por el motivo debido, y en la manera y tiempo debidos…” (E.N. 1115b). En cuanto a la liberalidad (o generosidad, para usar un término más cercano a nosotros), la persona virtuosa sabrá cómo gastar su dinero y sus bienes; no es un derrochador que se empeña en gastarlo todo, pero tampoco un tacaño que conserva y no gasta.

No debe pensarse, sin embargo, que buscar este término medio es como una especie de “mediocridad”, como si quisiéramos encontrar una suerte de equilibrio en el que no nos comprometemos con ninguno de los extremos. Todo lo contrario, desde el punto de vista moral, la virtud es un extremo, es lo mejor que una persona puede poseer. Una persona virtuosa es, pues, una persona excelente.

En tercer lugar, y esto es clave dentro de la definición de virtud, se trata de un término medio que lo decide “el hombre prudente” (en griego, un phrónimon, palabra que se usaba para designar a un sabio). La virtud humana, entonces, no es un simple elegir entre un camino u otro, cualquiera sea, sino que se trata, realmente, de una elección correcta, fruto de la buena deliberación hecha por una persona prudente.

2. Sabiduría práctica

Con esto se entiende que la prudencia (en griego, phronesis) es una especie de virtud capital, la piedra angular sobre la que se articulan todas las otras virtudes. El individuo virtuoso, por lo tanto, reluce como el modelo sobre el cual se evalúa la rectitud moral de una acción. Rosalind Hursthouse llama a la prudencia “el equivalente a la virtud completa” (1999, p. 78), mientras que Aristóteles indica categóricamente que “no hay virtudes sin la prudencia” (E.N. 1144b 30) y es que gracias a la prudencia es que podemos escoger o identificar el término medio en cada ocasión. La prudencia es, pues, el núcleo que permite hablar de unidad de las virtudes.

Los teóricos modernos definen a esta virtud como un tipo de “sabiduría práctica”, la cual permite al individuo “saber” lo que es correcto hacer en una determinada situación, teniendo presente la totalidad de su vida. Una persona prudente es aquella que tiene la experiencia suficiente para decidir, en la situación, lo que debe hacerse, siendo capaz de evaluar y jerarquizar cada uno de los elementos que se le presentan antes de tomar una decisión13. La filósofa Philippa Foot (2002) destaca el aspecto deliberativo que hay en la sabiduría del hombre prudente:

Wisdom, as I see it, has two parts. In the first place the wise man knows the means to certain good ends; and secondly he knows how much particular ends are worth. Wisdom in its first part is relatively easy to understand. It seems that there are some ends belonging to human life in general rather than to particular skills such as medicine or boatbuilding, ends having to do with such matters as friendship, marriage, the bringing up of children, or the choice of ways of life; and it seems that knowledge of how to act well in these matters belongs to some people but not to others. We call those who have this knowledge wise, while those who do not have it are seen as lacking.

Como se ve, el individuo prudente no es un individuo ordinario, que solo “sabe elegir”, sino que además sabe identificar ciertos “bienes generales que pertenecen a la vida humana”. Bienes que pertenecen a la “buena vida humana”. Si volvemos a nuestro ejemplo del inicio, el caso de Sócrates, podemos observar el uso de la sabiduría práctica en su decisión. En semejante circunstancia (dos días antes de morir), muchas personas optarían por fugarse si tienen la posibilidad, quizás motivados por un deseo irrefrenable de conservar la vida o por querer mantener los afectos de la familia. Sócrates, sin embargo, reflexionó sobre este punto y determinó que no siempre es correcto mantener la vida a toda costa, pues hay ocasiones, como aquella que se le presentó, en las que lo correcto es dar la propia vida para ser una persona excelente y, con ello, resguardar el bienestar común.

3. ¿Por qué es importante el cultivo de virtudes? Virtud y eudaimonía

Llegados a este punto, nos podríamos volver a preguntar ¿por qué deberíamos ser virtuosos? A fin de cuentas, ¿no es más ventajoso o más conveniente a veces actuar en contra de las virtudes? El sofista Trasímaco replica a Sócrates justamente esto: el injusto es más exitoso en la vida que el justo, ya que puede acaparar más beneficios y pasar por encima de aquellos que, ya sea por ingenuidad o por debilidad, no se atreven a hacerlo (Platón, República 343b). Desde el sentido común, la opinión de este sofista encuentra asidero, pues ser un escultor virtuoso puede ser muy beneficioso para encontrar trabajo, pero ¿ocurre lo mismo con ser honesto, generoso o compasivo? Muchas veces parece ser lo contrario: ser honesto o generoso podría incluso ser perjudicial, en contextos donde los demás no son ni honestos ni generosos. En efecto, la cortesía bien puede ser un impedimento si lo que nos conviene es saltarnos la fila del supermercado y la lealtad podría jugarnos en contra a la hora de competir por un puesto de trabajo o encontrar mejores clientes en la bolsa de valores. De acuerdo a estos ejemplos, quizá sea provechoso ejercitar las virtudes solo en el ámbito profesional (dentro del cual cabría entenderlas simplemente como destrezas), mas no procurar estas otras virtudes humanas como la generosidad o compasión ¿Por qué entonces los teóricos de la virtud insisten en que debiéramos cultivar todas las virtudes?

Ya hemos anunciado parte de la respuesta a esta cuestión: desde la ética de la virtud hay una conexión inseparable entre el desarrollo de virtudes y la realización plena del ser humano. Ser virtuoso equivale a ser una persona íntegra, una persona realizada completamente, que ha alcanzado su plenitud en cuanto tal (un estado que los autores angloparlantes denominan flourishing, florecimiento). Las virtudes son indispensables para el florecimiento de las personas.

Un individuo íntegro, es decir, realizado íntegramente, es alguien que hace el bien para sí mismo y para su comunidad. Los griegos entendían al hombre como un ser social (el mismo Aristóteles dirá que un hombre que no vive con otros es o un animal o un dios), lo que quiere decir que las virtudes siempre repercuten en el bienestar de los otros, en el bien común, que al mismo tiempo es el bien personal. Una persona que se preocupa solo por sí misma, como lo defiende el sofista Trasímaco, es alguien que, simplemente, está negando una parte importante de su naturaleza.

La realización del ser humano es algo que siempre ha inquietado a las personas y especialmente a los filósofos, quienes intentaron definirla y ver si era posible alcanzarla. Los griegos llamaron a esto eudaimonía y la entendieron como aquella condición de plenitud o realización personal. Nosotros hoy la llamamos felicidad y seguimos considerándola como el bien o fin último de la vida humana14. Para Aristóteles, esta eudaimonía es el fin (la meta) de la vida humana, aquello que todos, por igual, deseamos alcanzar. De hecho, parece que, si no suponemos la existencia de este fin, todos nuestros deseos parecen ser vanos, carentes de sentido. Como muy bien observa el filósofo, la felicidad es el objetivo necesario a donde van a parar todas las motivaciones de nuestra vida:

Volviendo a nuestro tema, puesto que todo conocimiento y toda elección tienden a algún bien, digamos cuál es aquel a que la política aspira y cuál es el supremo entre todos los bienes que pueden realizarse. Casi todo el mundo está de acuerdo en cuanto a su nombre, pues tanto la multitud como los refinados dicen que es la felicidad, y admiten que vivir bien y obrar bien es lo mismo que ser feliz. Pero acerca de qué es la felicidad, dudan y no lo explican del mismo modo el vulgo y los sabios. (E.N. 1095a 14-20)

Pareciera que la opinión es unánime: la felicidad es el sumo bien de nuestra vida, al cual todos, por naturaleza, estamos orientados. El punto de controversia, más bien, es que no logramos ponernos de acuerdo en qué es esta felicidad o cómo la obtenemos. Para algunos, la felicidad está en el placer; para otros, en las riquezas o en el éxito material, o bien en la salud y la tranquilidad, como si fuese una especie de paz interna. Actualmente, las reflexiones acerca de la felicidad tienden a ser desestimadas por las personas, porque esta nos parece una idea demasiado “subjetiva” como para ser abordada con seriedad.

Desde la ética de la virtud, sin embargo, esta cuestión se resuelve apelando, precisamente, a las virtudes, que aparecen como aquellos rasgos necesarios para la eudaimonía (Hurtshouse, 1999). De ahí que se diga que la ética de la virtud es una ética “eudaimonista”, esto es, una ética que coloca la felicidad o plenitud humana al centro de la reflexión, pues la establece como un valor de orden superior. La respuesta de Aristóteles es que la eudaimonía, al ser el bien humano, requiere de la actividad más esencial del ser humano, que no es otra que la vida racional, en donde se puede expresar la excelencia en el obrar. El argumento aristotélico culmina reafirmando esta idea:

[…] el bien humano [la eudaimonía] es una actividad del alma conforme a la virtud y, si las virtudes son varias, conforme a la mejor y más perfecta, y además en una vida entera. Porque la golondrina no hace verano, ni un solo día, y así tampoco hace venturoso y feliz un solo día o un poco tiempo. (E.N. 1098a)

Solo el aquel que vive bien es realmente feliz, decía Sócrates, porque la virtud es el único bien duradero que poseemos (todas las otras cosas van y vienen). La respuesta de Aristóteles es que la felicidad es una “actividad del alma de acuerdo con la virtud”, lo que quiere decir que el bien del ser humano radica en sus acciones, en concreto, en sus acciones virtuosas. Todas las actividades de nuestra vida persiguen diferentes fines, pero todas y cada una de ellas se subordinan a un solo bien superior, la felicidad, que se alcanza por medio de las acciones buenas, es decir, de acciones virtuosas15.

Platón va un paso más allá y argumenta que el hombre justo es feliz, porque tiene una completa armonía interna. En él, todas las partes de su alma (su razón y sus deseos) funcionan armónicamente, como una sinfonía bien compuesta. Por el contrario, el injusto y vicioso se debate internamente entre deseos que luchan por gobernarlo. Un hombre de este tipo, sostiene Platón, jamás será feliz y dichoso, pues se encuentra en desorden, en una interminable pugna interna. Es más, un individuo vicioso a la larga termina dañándose a sí mismo, porque el vicio daña la cohesión y el correcto orden de su alma. Después de todo, el mito del injusto feliz de Trasímaco no es más que eso, un mito, que no tiene fundamento en la realidad del ser humano.

Desde la perspectiva de la ética de la virtud, resulta fundamental que los individuos distingan entre bienes primarios (las virtudes) y bienes secundarios (dinero, salud, etc.), y que fomenten con preferencia los primeros, ya que solo de esa forma pueden lograr la verdadera realización humana, evitándose así sufrimientos y confusiones. En su defensa ante el tribunal ateniense, Sócrates recoge esta idea en una célebre sentencia: “No sale de las riquezas la virtud para los hombres, sino de la virtud, las riquezas y todos los otros bienes, tanto los privados como los públicos”. (Platón, Apología 30b)

4. Ventajas y desventajas de la ética de la virtud

A modo de conclusión, repasaremos algunas ideas vistas, desde una óptica más crítica, para ilustrar elementos ventajosos y problemáticos de la teoría.

4.1. La formación del carácter

La ética de la virtud pone mucho énfasis en desarrollar el carácter de los individuos, y es que se entiende que individuos con un carácter bien formado (aquellos que han adquirido buenos hábitos) son personas mejor dispuestas a hacer el bien y ayudar a los otros. Crear buenos hábitos ayuda a que las acciones se realicen de mejor manera sin tener que reflexionar cada vez que vamos a hacer algo; si nos habituamos a ser puntuales, la puntualidad no resulta algo forzado, sino que incluso podemos decir que nos resulta naturalmente. Por medio de la costumbre es que el modo de ser de alguien (que, por definición, es adquirido) se transforma realmente en una cualidad, es decir, en una conducta interiorizada de tal modo que pasa a ser “como si fuera propia” del sujeto. Una persona que se ha criado en un ambiente de justicia y amabilidad se encuentra mejor dispuesta o está más propensa a actuar con justica y amabilidad en su vida, porque ha desarrollado la prudencia o sabiduría necesaria para conducirse correctamente.

Pero los malos hábitos pueden generarse por motivos análogos. Si la educación de los individuos no ha sido la mejor, si el apoyo familiar, escolar y social apunta en dirección opuesta al bien común, entonces tendremos individuos con un carácter débil, incapaces de hacer el bien a otros y preocupados solo de sí mismos y de su beneficio personal (Hursthouse, 1999, p. 80; Camps, 1990, p. 103). Los críticos de la teoría de la virtud sostienen que es un ejercicio riesgoso confiar mucho en las personas, pues la experiencia nos dice otra cosa. La mayor parte de las veces, en efecto, los individuos no eligen lo mejor (ni para ellos ni para el resto), sino lo que tienen más a la mano o simplemente lo que les resulta más placentero (Mill, 1984, p. 55). A veces los hábitos son vencidos por los deseos o por la simple conveniencia; quizá el carácter de las personas no lo es todo. Algunos dirían que necesitamos de ciertas reglas o imposiciones externas para forzarnos a actuar con rectitud.

4.2. Ética y motivaciones

Para algunos autores, la ética de la virtud tiene la ventaja de explicar de una manera más “natural” nuestras motivaciones, sin recurrir a conceptos como el deber o las consecuencias (Rachels, 2006). Las buenas motivaciones, se puede decir, nacen de un buen carácter y no todo depende de las obligaciones, del “deber por el deber”. Imaginemos una situación hipotética, como aquellas en las que el protagonista de una película se hace amigo de un androide. Pensemos, por ejemplo, en la amistad entre John Connor, el líder de la resistencia humana, y el T-800, un exterminador creado para defenderlo. Debido a su programación interna, el T-800 cumple a la perfección con los deberes asignados: proteger a John y servir como robot de compañía. En sus acciones, el T-800 demuestra ser mejor que cualquier amigo de carne y hueso: es inquebrantable en su voluntad de resguardar la vida de John, valiente a la hora de enfrentar peligros e, inclusive, es amable y jovial hasta en las conversaciones más triviales. El T-800, por lo tanto, es el modelo de virtud que buscamos, ¿verdad? No realmente desde la perspectiva de las virtudes que aquí presentamos. Si bien el T-800 cumple adecuadamente con lo que de él se espera, no hay una real elección en su actuar, por lo tanto, no hay virtud, sino solo acciones que se parecen a virtudes.

Pero, además, en este caso nos incomoda su motivación. Hay una importante diferencia entre “hacer el bien” y “querer hacer el bien”. La ética de la virtud nos dirá que las personas virtuosas “quieren el bien” y se complacen haciendo bien las cosas. No solo basta “hacer lo correcto”, es preciso encontrar una motivación personal para hacer eso16. Hay un cierto aspecto estético en esta manera de ver las cosas (recordemos que, en el canon griego, lo bueno es también bello y placentero). Como dirá Rachels (2006, p. 282), para dar un sentido “estético” a nuestras acciones correctas: “Necesitamos una teoría que subraye cualidades personales como la amistad, el amor y la lealtad; en otras palabras, una teoría de las virtudes”17.

Un bello pasaje de la Ética a Nicómaco refuerza esta idea:

Es más, ni siquiera es bueno el que no se complace en las buenas acciones, y nadie llamaría justo al que no se complace en la práctica de la justicia, ni libre al que no se goza en las acciones liberales y del mismo modo en todo lo demás. Si esto es así, las acciones de acuerdo con la virtud serán por sí mismas agradables. Y también buenas y hermosas, y ambas cosas en sumo grado […] Por tanto, lo mejor, lo más hermoso y lo más agradable es la felicidad y estas cosas no están separadas, como dice la inscripción de Délos: «Lo más hermoso es lo más justo; lo mejor, la buena salud; lo más agradable, alcanzar lo que se ama…». (Aristóteles, E.N. 1099a)

Al mirar las cosas de esta manera, no resulta extraño que para Aristóteles la amistad sea una virtud fundamental, ya que es, sin duda, el primer pilar sobre el cual se construye una comunidad. “Nadie querría una vida sin amigos”, dice el filósofo, “aun cuando se tuvieran los mayores bienes”. Y, sin embargo, la amistad también se debe cultivar, tal como se cultivan las otras virtudes. Puedo tener buenos y malos amigos, amigos verdaderos o solo en apariencia; amigos por placer o por interés. El individuo virtuoso sabrá elegir a sus amigos y sabrá entregar un verdadero amor a los otros. El verdadero amigo es el que quiere al otro “como si fuera uno mismo”. La amistad no es simplemente una pasión, algo que acaece ajeno a mi voluntad, sino que es una elección, por lo tanto, es una virtud que requiere de buenos hábitos e inteligencia.

4.3. Indeterminación y conflicto entre virtudes

Quizá una importante dificultad que enfrentan los defensores de la ética de la virtud tiene que ver con una cierta indeterminación que aparece en el seno de las virtudes, aquello que Hurtshouse (2003, p. 649) llama the Conflict problem. Y es que ocurre que las virtudes se definen como cualidades que se reflejan en situaciones concretas, pero ¿qué sucede cuando hay más de una virtud para cada caso?

Suponga que su mejor amigo se encuentra en un problema económico y la única salida viable que tiene es postular a la empresa en la que usted trabaja, pero para ello hace trampa y miente en sus antecedentes. Su jefe lo llama para preguntarle por la experiencia de esta persona, ¿diría la verdad? ¿Qué virtud es más importante en este caso, la amistad o la veracidad? ¿La honestidad o la lealtad? En una situación determinada, ¿es más importante ser justo que ser amable? Necesitamos contar con un criterio para jerarquizar las virtudes, pero este criterio no puede ser una virtud, puesto que ellas son siempre relativas a nosotros y a las cosas. Si bien la ética de la virtud apela a la sabiduría práctica para resolver y jerarquizar, algunos consideran que no todo podría resolverse de esta manera y tal vez una ética de principios, como la kantiana, nos entregue respuestas más sólidas en determinados casos18.

Bibliografía

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Rachels, J. (2006) Introducción a la filosofía moral. Traducción de Gustavo Ortiz Millán. México: Fondo de Cultura Económica.

Bibliografía sugerida

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Besser-Jones, L., Slote, M. (eds.) (2015). The Routledge Companion to Virtue Ethics. Londres: Routledge.

Kraut, R. (1989). Aristotle on the Human Good. Princeton: Princeton University Press.

Zagzebski, L. (2010). “Exemplarist Virtue Theory”, en: Metaphilosophy, vol. 41, n° 1,

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Preguntas para la reflexión

1. ¿Se puede decir que “virtudes” y “valores” son términos sinónimos?

2. ¿Cuál es el rol de la familia, los amigos y la educación formal en el desarrollo de virtudes?

3. ¿Es el modelo de las virtudes un modelo aplicable para el análisis en un mundo globalizado y pluralista, como el actual?

Manual de ética aplicada

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