Читать книгу Tus grandes ojos oscuros - Lucía Victoria Torres - Страница 5

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Ken tenía razón. La vida es lo que ocurre, no lo que se espera o planea. Y cualquier cosa puede ocurrir. Siempre. A la edad que sea. Todo depende del lugar y el momento en que uno se encuentre. Qué tan agrestes serán, lo ignoramos. Pueden ajustarse a nuestras pretensiones o ir en contravía de las ilusiones alimentadas a lo largo de los años. En mi caso me he llevado una sorpresa. Enorme. Desagradable. Triste porque nada volverá a ser como antes ni como lo había pensado para el futuro. Me había hecho a la idea de morir en casa acompañada de Flor. Creo que la muerte se facilita si ocurre en un lugar querido y con una persona de confianza al lado. Leal y sincera como ha sido Flor. Pero ya ni sé qué pasará conmigo ni qué será de mis casas. Las dejé el día en que el comandante de policía vino y me dijo: “Lamento mucho, doña Margó, pero ya no podemos garantizarle nada, el presidente ordenó recuperar la zona y se hará una operación de más alcance con tropas especiales de las Fuerzas Armadas que vienen en camino, es una imprudencia quedarse, le recomiendo salir esta noche, si quiere nosotros le ayudamos”. Eran mis casas. Son mis casas. Pero ellos querían una. Dijeron que si no se las daba me secuestraban. Empezaron con anónimos por debajo la puerta. Siguieron con llamadas por teléfono. Hasta que se atrevieron a ir en persona. Yo me sostuve en que no. Ceder al chantaje podía ser el comienzo de algo peor. Claro que negarse también traía consecuencias. Estaban pidiéndome además los fondos de la obra que para administrarlos. Don Rafa les contó que yo manejaba la caja menor y la cuenta del banco. Que le preguntaron por vecinos y conocidos el día que fueron a exigirle plata en efectivo para no quitarle la camioneta. Ese señor. Tanto como nos colaboró en la Fundación con las diligencias y embarrarla de esa manera. Pero no me queda juzgarlo. Cualquiera se intimida ante hombres dispuestos a matar si no se les obedece. Ya había pasado lo de don Alirio a quien le duplicaron la cuota y como se ranchó lo sacaron de la casa por la noche y lo dejaron en el morro con un tiro en la cabeza. Le reclamaron porque estaba poniendo su taller como parqueadero nocturno. Les explicó que necesitaba pagar la universidad de su hijo. Le contestaron que eran dos negocios y por lo tanto dos pagos. Les dijo que primero cerraba y se iba del barrio que darles más dinero. Pero no alcanzó a irse. Pobre hombre. Qué culpa tenía de que su local fuera amplio y lo aprovechara para ganar un dinero extra. Estaba tan orgulloso de que su muchacho hubiera pasado a la universidad. Pensaba sostenerlo hasta el último semestre aunque se sentía cansado de trabajar. Otra familia con los sueños rotos. Pero con esos hombres nadie podía. Tenían doblegados a débiles y fuertes. A la empresa de buses le cayeron encima con cuatro vacunas diferentes. Todos los bandos recibían pago del dueño de la flota. A los transportadores independientes les exigían plata por cada vehículo. A los tenderos les fijaron una cuota que pasaban recogiendo los lunes sin falta. Si las ventas habían estado malas sacaban de los cajones lo que encontraran. Un día don Óscar reviró y le dieron la paliza. Se lo llevaron y lo molieron a golpes en uno de los ranchos que mantenían desocupados para castigar a quienes supuestamente se manejaban mal con el barrio. Ladrones y viciosos o maltratadores de mujeres. ¡Solapados! No tenían derecho. Ellos también violaban muchachas. Robaban. Se drogaban. Hacían daño. Peor. Eran unos matones sin corazón. Cuántas veces de esos ranchos sacaron sin vida a sus víctimas que porque les había parecido grave la falta cometida y mucho el perjuicio ocasionado. Cuántos cadáveres desaparecieron dejando a las familias sin la posibilidad de sepultar a su muerto. Tanta gente de la que nadie volvió a dar razón. Yo vi las listas de perdidos. Ellos ni se inmutaban cuando se las mostraban. Decían que se limitaban a cuidar el barrio. Y como había gente que los apoyaba aunque les temieran… Una vez le oí decir a una señora que esos hombres eran muy queridos porque no se metían con nadie y vigilaban que no hubiera delitos ni delincuentes. Que qué más daba pagarles si con lo que cobraban hacían mejoras y el barrio progresaba… Así pensaban unos. Qué falta de criterio. O de autoridad. O mucha dificultad en las circunstancias. Por eso prosperaron esos hombres cuando se nos metieron al barrio. ¿Que si milicianos o guerrilleros o paramilitares? De todo había y de todo tenían un poquito. De mercenarios. De espías. De guardianes. No podría decirte con precisión lo que eran. En mi caso no supe con certeza con quién estaba tratando. Sé que era más de un bando en pelea y que todos delinquían e infundían miedo y aparentaban trabajar por la comunidad. Yo los veía pasar. Me impresionaba ver tanto jovencito armado. Algunos iban de civil. Otros con uniforme militar y un brazalete de tela por encima de la manga de la camisa con las letras CAU. Nunca los vi con pasamontañas. No les importaba que los identificáramos. Ni siquiera cuando nos paraban en los retenes donde se nos ponían cara a cara. Con los retenes controlaban las entradas a los barrios más periféricos, sobre todo. Ellos definían unas fronteras y teníamos que aguantarnos. No nos aclaraban por qué. Nunca se justificaban. Pero uno sí tenía que explicarles quién era y dónde vivía. Se paraban ahí las veinticuatro horas. Eran cautelosos. Se mantenían alertas a cualquier movimiento. Usaban radioteléfonos y binoculares. Seguido los llamaban. Se avisaban cosas. A algunos se les notaban los nervios. A uno también le daban nervios. Sabíamos que estaban buscando desafiar al enemigo y generar enfrentamientos. Qué tal uno ahí parado y que los del bando contrario salieran a atacar. La vida expuesta. El riesgo de quedar metido en una balacera seguía aun después de que lo dejaran pasar a uno pues hacían devolver al transporte y tocaba seguir a pie. ¿Cómo salir corriendo a mi edad? ¡Y a oscuras! Porque adrede disparaban a las lámparas que para camuflarse mejor. Por el lado del cementerio yo también podía llegar a la casa. Era una vía más corta pero sin alumbrado y por lo tanto muy sola. Prefería entrar al barrio por el lado de la urbanización de San Miguel. Aunque por ahí montaban el retén más azaroso. Tan azaroso era que lo llamaban La Morgue. En ese retén les vi la cara por primera vez y por primera vez sentí miedo de un arma. Yo a veces anduve por la casa con el revólver en el bolsillo del delantal. Pero un fusil es otra cosa. Me dio escalofrío verme parada ante esos hombres tan armados. En ese retén aprendí que debía guardarme en casa temprano. Me pasó algo que me perjudicó y todavía ni entiendo. Desde entonces no volví a hacer diligencias por la tarde. Eran como las nueve de la noche y venía del centro. Casi no encuentro cómo llegar. Ningún taxista quiso llevarme. Uno me dijo: “Eso allá es pura candela”. Otro que era lo más peligroso de la ciudad. Y así por el estilo. Yo ya no sacaba el jeep pues sabía que le tenían ganas. Tuve que viajar en el metro y después tomar el colectivo que me dejaba en la puerta de mi casa. Pasando los edificios nos topamos con ellos. Nos hicieron bajar a los cinco. Al conductor y a los pasajeros. Yo era la única mujer. El corazón me latió duro y rápido. Creí que se me desprendía. Me eché la bendición. Al apearme un vecino me dio la mano. La sentí helada. También él temblaba. Todos temblábamos. Alcancé a mirar a uno de ellos directo a los ojos. Otro de ojos enrojecidos como trasnochados me reparó bastante mientras nos requisaban. Noté que al que miré comentó con un compañero. Me examinaron de arriba abajo. Me revisaron los documentos y la cartera. Luego murmuraron entre ellos. Yo ni hablé. Después de que verificaron que éramos del barrio nos dijeron: “Pasen tranquilos”. Desde ahí empezaron a molestarme. No me explico qué pudo haber pasado. En realidad nada raro ocurrió. Excepto que me chequearon. Y eso sí era maluco. Esa presión me ha parecido más insoportable que los enfrentamientos que oía por las noches desde mi casa. Qué estruendos aquellos. De tanto oírlos aprendí a identificar si eran ráfagas o explosiones. Balaceras o granadas. Me había acostumbrado a que el alboroto se apagara al amanecer. Pero un día salió el sol y seguía. Los papás faltaron al trabajo y los niños a la escuela. Así fue una y otra vez y otra. Me dio duro ver la guerra a plena luz del día. Además tenía que encerrarme a la fuerza y a mí eso me choca. Lo mío ha sido andar el mundo. Estar con la gente. Lo supe en mis años de noviciado y lo ratifiqué en los años como inmigrante sin papeles. Solo las nevadas han podido acorralarme en casa sin hacerme sentir el peso del encierro. Era el espacio que se le daba a la naturaleza para que hiciera su trabajo y yo aprovechaba para hacer muchas cosas. Ordenaba y limpiaba la casa. Lavaba cortinas. Sacudía muebles. Aspiraba alfombras. Les sacaba brillo a las ollas. También me cuidaba yo. Me hacía mascarillas en la cara. Me arreglaba las uñas. Me pintaba el pelo. Cocinaba. Comía bien. Practicaba el inglés con mi suegra. Veíamos películas en la televisión. Poníamos música. Si a ella la vencía el sueño y Ken no había llegado me ponía a leer. Anotaba frases bonitas que me encontraba. Escribía cartas a las amigas. A los sobrinos. A mis hermanos. Miraba los copos de nieve por la ventana. El tapete blanco que dejaba en la yard. Me sentía tranquila. Segura. La vida pasaba silenciosa. Tenía cierta pureza. No había estallidos ni detonaciones ni confusión. Yo podía dormir sin pesadillas. Sabía que afuera todo transcurría en paz. Llovía nieve en vez de balas. El campo de batalla no lindaba con los alrededores de mi casa. Había guerras pero estaban lejos. Aquí en cambio se ponía en acción la naturaleza de unos hombres cuya principal experiencia de vida es la muerte. Cómo mantenerse sereno cuando sabes que afuera suceden cosas dolorosas y censurables. Te llegan sus gritos y hasta su olor. Imaginas lo que te encontrarás al salir. Los efectos inevitablemente los verás. Sangre. Muertos. La vida extinguida. Pero lo único que puedes hacer es esperar a que todo pase. Es agotador. Más cuando lo malo no cesa sino que se alarga. Cuando el sol despunta y siguen oyéndose tiroteos hasta las nueve de la mañana. Las diez. Las once. Llega el mediodía y todavía percibes el eco lejano de los últimos disparos. Los sientes extraños en medio del cielo azul. El crimen suele escudarse en las sombras. Pero esos hombres al final no respetaban. Se aparecían por las calles a cualquier hora y disparaban los fusiles en medio de la gente sin importarles el destino de unas balas que podían recorrer kilómetros. Asomarnos por las ventanas se nos volvió tan arriesgado como estar afuera. En algunas partes la gente tenía que andar con cuidado en la propia casa. Donde Martica un tiro traspasó la pared y rompió un escaparate que estaba al otro lado. Cuando empezaban las balaceras ella se metía debajo de la mesa del comedor o se refugiaba en el pasillo y dormía sobre una colchoneta. Pobre mujer en esas y sola. No fue capaz de vivir con los hijos regados donde familiares. Un tiroteo de dos días definió su destino y el de otros que se cansaron y se fueron como ella. Se multiplicaron las familias con equipajes y los camiones de trasteo. También los avisos de venta en San Miguel. Apartamentos a mitad de precio. Edificios prácticamente desocupados. Zonas verdes y jardines vueltos maleza. Maleza llena de ratas y gatos y chuchas. El problema extendiéndose y extralimitándose. Cada día nos traía novedades. Menos momentos de tregua y más alrededores comprometidos. Una mañana me topé con un retén. Otra me enteré de que un disparo había aterrizado en una casa de los barrios acomodados de la margen sur y matado a una niña que huía por la ventana. Me pareció que la guerra era de tiempo completo y para todos. Las autoridades no reconocían que gente inocente moría en los tiroteos. Saber quién había muerto se volvía especulación. La verdad es solo conjetura cuando se esconde. Pero negarla de puertas para afuera no implicaba ignorarla adentro. Yo era consciente de los riesgos que corría y no me gustaba vivir como en una prisión. Estaría mejor en otro lado. Pero decidí quedarme. Como muchos otros. ¿Para dónde más irse? ¿Cómo dejar todo a la deriva? ¿Por qué? Fui obstinada. No oí los ruegos y consejos de la familia. Me sostuve en mis pretextos. Hasta que empezaron a acosarme y a pedirme la casa y vino el comandante de policía y ocurrieron los peores bombardeos. Fue una suerte salir antes. Lástima la forma como tuve que hacerlo. Pienso mucho en Flor. Me dijo que ya todo lo tenía empacado. Cómo habrá padecido allá sola con esa última operación. Me contó que hizo un refugio con los colchones. Que aquello parecía un temblor de tierra y que mis casas no sufrieron daño. De todos modos soy de las más afectadas. El sentido de mi vida estaba en la comunidad. Fuera de mí. Me involucré demasiado. Pierdo más. Pero si me equivoqué con lo que hice ya no queda arrepentirse. Impotente he visto cómo se disuelve lo bueno en lo malo hasta caer en una situación escabrosa. Tal vez moriré sin ver el desenlace de la batalla. Qué importa. Tengo suficiente con sufrir el efecto que tiene en mí. Cómo imaginar que apenas un disparo y un muerto pudieran desencadenar semejante cosa. Porque reaccionaron fue por el tiro a la comitiva oficial y el asesinato del oficial que investigaba los crímenes del barrio. La mayoría dice que siquiera el Gobierno intervino. Es cierto que donde se permite vivir sin ley surgen problemas graves. Pero qué manera de hacerse presente. Lo hicieron mal y tarde. Solo unos ineptos dejan agravar de esa manera un conflicto conocido. Y solo un gobernante pendenciero puede aprobar un ataque de esa magnitud en medio de gente inocente. Ser tan frío ante el sufrimiento ajeno. Porque hemos sufrido mucho. Todos. La gente ni se lo imagina. Le han dado bastante despliegue a nuestra situación. Cierto. Pero la prensa nunca logra dibujar las cosas como son en realidad. Menos una guerra. El desamparo. La maldad. La injusticia. A pesar de las fotos de caras tristes y gente llorando y la destrucción. Mostrar un alma destrozada es imposible. Cómo fotografiar un miedo de días. Una zozobra de meses. Lo que queda al final de la batalla. La ira. La confusión. La tristeza de la derrota. El desconsuelo por un fracaso producto del desafuero y la arrogancia. Yo sé que muchos en el barrio consideran que los buenos deben volverse malos porque en zonas tan enormes y corrompidas el bien no puede imponerse al mal. Creo que el bien existe pero allí parece imposible hacer justicia o poner autoridad como corresponde a los seres humanos y las sociedades. Es lo más problemático que yo he conocido en mi vida. Tanta falta de dinero y de normas. Tanto caos. No hay quien lo resista. Allá ha sobrado lo malo y engendrado cosas peores. Pero era de esperarse. Lamentablemente nuestra comunidad nació infectada. Por eso al comienzo a Ken y a mí se nos cruzaban los sentimientos cuando la Policía llegaba a tumbar ranchos y a expulsar a los invasores. Por un lado deseábamos que los sacaran por haberse apoderado de una tierra hermosa con laderas verdes y árboles espesos y una quebrada nítida. Era el paisaje y la tranquilidad que soñamos para nuestra vida en las casas que acabábamos de edificar. Una ilusión que empezó a disiparse cuando se murió el dueño de los lotes alrededor. Un terrateniente de ciudad sin herederos es bastante propicio para que caiga una invasión. Por el otro lado nos indignaba ver niños llorando alrededor de unas mamás que eran arrastradas por los agentes. Cómo gritaban esas mujeres. Cómo pataleaban. Me daba lástima semejante pelotera tan bárbara. Ken nunca había visto algo así. Más de una vez se enfrentó a los policías por defender a los invasores. Dejó de hacerlo cuando nos dimos cuenta de que aquello no tenía la inocencia que aparentaba. Al otro día del desalojo los veíamos izando las banderas de nuevo. En un lote. En dos. En tres. Hasta seis para una sola persona. Clavaban el tricolor y después empezaban a negociar los terrenos. A una señora que tenía casa al otro lado de la ciudad le pregunté por qué venía a adueñarse de un lote. Me contestó que quería otra casa. La pobreza también es ambiciosa. Quisimos irnos. Vacilamos. Nos cuestionamos. Perdimos el sueño. A Ken le pareció una imprudencia quedarse. Dijo que no sería un buen lugar para vivir. Que vendiéramos las casas. Que estábamos a tiempo. Pero yo ya me había hecho a la idea de que era nuestro último hogar. No quería moverme más. Insistí. Lo convencí. Y quedamos atrapados pues cómo cruzarse de brazos ante semejante situación. Me nació ponerme a ordenar ese caos y arrastré a Ken y a los mismos invasores. Empezamos con los senderos y caminos. E impotentes vimos lo que hacían los aprovechados y lo que ocurría. Nunca pude aceptar que se tomaran tierras ajenas y las repartieran. Las adjudicaban a los necesitados y luego les cobraban por todo. Por el derecho a sacar agua de un pozo o de una quebrada. Por cocinar en fogones comunitarios de leña o de petróleo. Por alcantarillados de mentiras construidos con materiales desechables. Por la conexión fraudulenta de mangueras y cables a tuberías del acueducto y postes de electricidad. Agua y energía robadas que la gente debía pagarles mensualmente. En menos de dos años nos inundaron las invasiones. Mil quinientas familias censamos una vez. Venían de pueblos o de otros barrios de la ciudad. Las funcionarias de la Alcaldía nos insistían en que no les dijéramos invasores o tugurianos sino “personas que tienen por costumbre prácticas invasoras de apropiación del terreno”. Que porque con esa marca nominal dificultábamos nuestra integración como habitantes de la zona. ¡Discutía con ellas! Me gusta llamar las cosas por su nombre y valorarlas en su justa medida. Nosotros habíamos pagado por el lote. Éramos residentes legales. Los invasores no. Pero forcejearon y se opusieron. Soportaron y sobrevivieron. Lo convirtieron en un acto de resistencia. Hasta que el despropósito pegó. Se asentaron y nació un barrio aquí y otro allá y uno más allá. Les ponían nombres acordes al hecho mismo. Las Independencias. Los Héroes. Nuevos Conquistadores. Libertad. Al nombrarlos los hacían reales. Y vea el resultado. Dieciocho barrios. Una comuna entera. Sin darme cuenta pude haber recorrido los siete kilómetros cuadrados que tiene el sector. No reconozco a toda la gente. Imposible. Sé que son más las mujeres que los hombres porque a ellos los matan más. Que hay menos casas que familias y que todas son de clase baja. Las funcionarias del Gobierno también nos recalcaban que dijéramos estrato socioeconómico y que especificáramos si era bajo-bajo, bajo o medio-bajo porque en el barrio no todos estaban en las mismas condiciones. Para mí no existía diferencia. La vida era difícil para todos y en todo sentido. Demasiada desocupación y carencia de lo básico. Aun así fuimos organizando la comunidad y saliendo adelante con ella. Que servicios públicos. Que transporte. Que puesto de salud. Que la escuelita para los niños. Hasta que empezó a meterse gente rara y se fue perdiendo el control. Primero aparecieron los guerrilleros. Detrás llegaron los paramilitares que los combatían. De ahí pasamos a los narcotraficantes y sus sicarios. Los peores porque para ellos el crimen es una forma de trabajo. Les gusta hacer dinero con el mínimo esfuerzo. Matan al que se les oponga y pagan lo que sea. Con ellos todo se enredó más. Se volvió ingobernable. Se depravó. Empezó a ser escabroso. Desplazaron a unos policías que no sabían defenderse y vacilaban para entrar a nuestro barrio. Se renovaban los delitos y los delincuentes y la población aumentaba pues la guerra del país seguía botando desplazados a las ciudades. Quien huye busca un lugar para aterrizar. Necesita donde acomodarse. Se somete con tal de alejarse de los enemigos aunque exista el riesgo de que surjan otros nuevos. Batalla en otro campo de batalla. Entonces el barrio crecía y a la vez se deterioraba. Los policías se rindieron y nos dejaron a la deriva en manos de inmorales y pícaros. Con su ausencia favorecieron el exceso y el atropello. Una situación así es ineludible cuando se la padece. De alguna manera hay que enfrentarla. La gente clama que alguien intervenga. Se cansa. Hace lo que sea para combatir el mal. El barrio no se quedó atrás. “Si la justicia privada es la única forma posible de defendernos, ¿por qué no aceptarla?”, le oí decir a uno de la acción comunal. Después otro señor dijo que como el presidente de la república había fundado las cooperativas de autodefensa para proteger sus tierras, “entonces no hay nada malo en hacerlo nosotros que trabajamos por una comunidad”. Me dio temor que se tratara de tolerar grupos armados como los que había en otras partes de la ciudad. Grupos de limpieza social. Me horrorizaba dicha alternativa. Pero la mayoría estuvo de acuerdo. Hasta ese día les fui a las reuniones. Lo que no se puede cambiar hay que tolerarlo y si no puedes tolerarlo tienes que alejarte. Concluí que también lo pernicioso se copia así conduzca al infierno. Me di cuenta de que eso era un círculo vicioso y peligroso. Que el miedo a las balas doblega a buenos y malos y que donde se carece de gobierno y nadie se atreve siempre hay quien se aproveche. Terminaron mezclándose guerrilleros con gente que estaba dispuesta a armarse, y paramilitares con policías que no sabían moverse solos. Todos querían mandar. Imponer su ley. Unos y otros lograron apoyo. Se propagaron. Se adueñaron de la zona por sectores. Aplacaron a las bandas de asaltantes y matones. Es verdad. Se volvieron autoridad. Cuando los guerrilleros alcanzaron el control ahí el Gobierno sí se preocupó. Aterrizó con un programa de mejoramiento para cambiar ranchos por casas de material. Sobre todo en la parte alta. La más conflictiva. Millones de préstamos internacionales invertidos y sin embargo poco mejoró la vida con eso. Siguió teniendo la misma dureza. La vida allá era una tragedia social desbordada. Saber que ahí están mis casas y queda todavía Flor. Mi muchacha me recuerda a las mujeres que lavaban ropa en la quebrada. Muchas veces llegué hasta donde ellas para conversar. No paraban de restregar la ropa y darle golpes contra las rocas mientras hablábamos. Yo me sentaba en una piedra. Me quitaba los zapatos y metía los pies a la quebrada. Era tan limpia el agua que me veía las uñas patenticas. Mis pies se hinchaban con las caminadas por las lomas. Qué asoleadas aquellas. Yo me ponía un sombrero. Tenía la costumbre de los sombreros. Desde niña en la finca los usábamos mis hermanas y yo. Luego en el verano en Estados Unidos. También echaba en el bolso una camisa vieja de Ken de manga larga para ponérmela encima. Siempre había algo de qué protegerse. Los mosquitos. Un alambrado. Una llovizna inesperada. El viento en la tarde que enfriaba. El invariable sol de una ciudad sin estaciones y en primavera perpetua. A esas mujeres el solazo les caía directo. Tenían las mejillas resecas y tostadas. Se metían descalzas a la quebrada. Se les emparamaba la barriga. Por las sienes les chorreaba el sudor que les humedecía el pelo y las hacía echarse agua en la cara y el cuello. Conversábamos bueno. Tranquilas. Con confianza. Como mujeres. Se desahogaban. Las oía con verdadero interés. En el colegio me enseñaron que una simple conversación puede transformar vidas. Que con un gesto sencillo de generosidad, por ejemplo, es posible cambiar un panorama oscuro. Y la lección más grande que recibí de la vida religiosa fue la aceptación de lo que nos pasa y no quisiéramos que nos pasara. Entonces se los decía a ellas y ahora me lo digo a mí. Trato de encontrar maneras de aceptar mi situación. De ayudarme así como me hubiera gustado ayudarles a todas esas mujeres de la quebrada. Era lo que intentaba. Ofrecerles al menos unas palabras que les dieran esperanza en un futuro más claro. Tan claro como el agua que tomábamos en las manos para mitigar la resequedad que nos dejaba en la boca la confesión de la intimidad. Para limpiar el llanto derramado al confiarla a otro. También yo sentía ganas de llorar. Pero me cohibía. Si era quien estaba consolando no podía desmoronarme. Oprimía las lágrimas y se las devolvía a mi corazón. Él me castigaba ocasionándome como un desgarre en el pecho. Yo le hacía entender que podía desahogarme por el camino de vuelta. A veces la perturbación me bloqueaba el llanto hasta por la noche cuando llegaba a casa y se me chorreaban las lágrimas apenas cerraba la puerta. Hablar con la gente humilde me ponía triste. Pero yo necesitaba descubrir a aquellas personas. Saber cómo enfrentaban su situación. En las historias cotidianas que me contaban veía el coraje que exige llevar una vida como la suya. Un coraje que la mayoría ignora porque la gente mal vestida y revejida con niños desnutridos nada les da a entender ni les dice. Es gente que apenas significa algo para quienes los aman. O para mí que los tuve cerca. Una gente que me enseñó la cara verdadera de la solidaridad. Lo que yo tanto he pregonado. En ninguna otra parte conocí personas capaces de privarse de algo para compartirlo con otro aunque nadaran en la necesidad. Los ricos que nos ayudaban desconocían el verdadero significado de su gesto. En algunos era solo apariencia y conveniencia. A otros ni les interesaba saber que los pobres existen y son gente buena. Cuando iba por las donaciones me tropezaba con su imponencia. Me atropellaban con su mezquindad. Me humillaban con su actitud. Me hacían sentir miserable y darles la razón a los que se sublevan. ¿Qué hace una persona con necesidad y hambre que recibe desdén de quien podría tenderle la mano con algo de comida o ropa o techo para hacerle la vida más llevadera? Me tildaban de paternalista. No valía explicarles que la asistencia social y humana ha existido por siglos. No les interesaba saber que en el mundo entero hay voluntarios que trabajan por los necesitados. Gente preparada que promueve la caridad. Universidades que piensan la pobreza. Nunca pudieron entender que eso también puede ser una inquietud de la inteligencia. O yo no pude convencerlos como sí logré convencer a esas mujeres que recordaré siempre y extrañaré tanto como al barrio. Porque aun en medio de tanta carencia y doblez el barrio tuvo sus momentos bonitos. Y tenía otro nombre cuando Ken y yo llegamos. San Javier. Nombre de origen vasco que curiosamente significaba casa nueva o castillo. Compramos el lote porque nos pareció muy agradable todo alrededor. La primera vez que fuimos a verlo había tres vacas y dos terneros masticando hierba. Me gustó la arboleda en la parte más alta. Sigue casi igual. Quién sabe si se conservará en el futuro. Servía de escondite a los guerrilleros y por ahí escapaban los delincuentes cuando empezaron los allanamientos y requisas. Al lado de ese bosque nació el botadero de escombros a donde han ido a dar los desaparecidos de estos años. Cientos de muertos sepultados en una fosa común impensada. Se sabe por el olor. Es inevitable ignorarlo. Cómo imaginarse entonces semejante porvenir. Nos ilusionaba construir una casa a nuestro gusto y al final decidimos hacer dos. Una encima de la otra. La de abajo para alquilar. La de arriba para vivir con mamá. Durante nueve meses vimos cómo levantaban cada parte de las casas. Sé por dónde van las tuberías y los cables de la electricidad. Aún me parece sentir el olor de los adobes húmedos y el piso de tierra cuando íbamos en las tardes a ver cómo había avanzado el maestro de obra. Seguramente lo tenía cansado yendo a diario a chequear lo que estaba haciendo. Que si el inodoro allí y que si el lavamanos allá. Que la poceta y la instalación para la lavadora. Que esto y aquello. Me emocionó mucho ver el armazón de madera para techar la casa de encima. Lloré cuando terminaron de poner las tejas de barro. Yo fui artífice y testigo del nacimiento de lo que hoy me quieren quitar y tuve que dejar. Mis casas no tienen balazos en las paredes como las de tantos en el barrio o como las escuelas. Sin embargo están en peligro. Las quiero por lo que llegaron a representar para mí. Nunca antes había tenido una casa propia. Ni soltera ni casada. La casa de Ken era la de él y su madre. Ella terminó aceptando que cambiara cosas. Un mueble. Una alfombra. El puesto de las ollas. Ella terminó muriéndose y yo pude hacer lo que quise. Pero esa casa nunca fue mía ni pude sentirla como mía. Quería tener una y en mi país. Hacer la casa de los dos. Fue el inicio de una nueva vida. Nuestra vida aquí. No sabíamos cómo podía resultar. Tomamos el riesgo con ilusión. Ken terminó conformándose y trabajando en lo menos pensado. Ken no había necesitado plantearse el servicio a los demás. Desconozco qué significó para él conocer la pobreza extrema y vivir rodeado de ella trabajando para hacerle frente. Nunca se me ocurrió preguntárselo. Lo embarqué en una empresa y un compromiso que lo extenuaban. Pero jamás le oí renegar por ello. Lo asumió con seriedad y nobleza. Se dedicaba a los contactos y a conseguir las ayudas con los curas y las entidades estatales. Ser extranjero y hombre le facilitó las cosas. La presencia y el acento le abrieron puertas. Le caía en gracia a la gente por la forma como se vestía y hablaba. Fue el gestor del centro médico que tanto nos enorgulleció después de haber empezado en una carpa en la calle con practicantes de medicina y las novicias como enfermeras. Fue mi cómplice y compañero en la aventura. Me alentó en momentos en que quise darme por vencida. Por eso merece que le perdone lo que me hizo. Aún no logro excusarlo del todo. Pero el día llegará. Fue justo el homenaje en la Alcaldía y que le dieran la ciudadanía. Mínimo reconocimiento por sus servicios a un país que no era el suyo y lo recibió de esa manera. Yo pienso y pienso en toda esa gente amontonada de mi barrio querido. Gente sencilla. La gente sencilla conmueve. Más si es honesta y trabajadora. Nunca podré olvidar la mirada de respeto que siempre nos dirigieron. El tono de voz cuando nos hablaban. Acordarme de eso me resarce ahora que tuve que echarme para atrás. Me hace ver un lado diferente de las cosas y me evita arrepentimientos. En ese momento era lo que había que hacer. Alguien tenía que hacerlo. Nos tocó a nosotros. No me pesa. Me ha gustado vivir en la frontera. Eso ofrece otra mirada. Ayuda a entender la verdad del otro. Enseña que la de uno es solo una entre muchas y no necesariamente la correcta. Que hay ideas más valederas. No es fácil llegar y entrar de manera segura sin levantar sospechas. Generar rechazo o correr peligro. A Ken le tocó lo bueno dentro de todo eso tan nefasto. Siquiera se libró del chantaje. Las amenazas. La decadencia. Hasta donde pude le oculté las llamadas y los anónimos. Me sentía culpable. Pero estuvo a salvo. Yo también lo estuve mientras vivió a mi lado. Había estado opacada por él y se fijaron en mí apenas quedé sola. Ahí mismo fueron a visitarme. Ni siquiera había terminado el novenario. Primero llegó un hombre solo. Que a darme el primer aviso que porque no habíamos hecho caso de las boletas debajo de la puerta y las llamadas. Como estaba haciéndose el bueno, con un cinismo desvergonzado, entonces me tocó cantarle la tabla. Se me grabó la conversación.

No se la venga a dar de redentor que yo llegué primero que ustedes a este barrio y empecé el trabajo con la comunidad cuando no había nada –le dije. Entonces me contestó:

—Yo no sé cómo habrán sido las cosas ni me importa. En todo caso el encargado de la seguridad del barrio con quien tiene que entenderse va a venir para que cuadren la cuota.

—Que ni se aparezca.

—Yo no sé, doña. Cuadre con él para que la deje vivir tranquila. Verá que le colabora si usted le colabora. Para que sepa, eso se hace un negocio de palabra, solo de palabra, con plata en efectivo. Vea que ya arreglaron la cancha y están haciendo el mantenimiento de las cunetas.

—Eso le toca al municipio, por qué no se lo piden a ellos, presenten un proyecto para el presupuesto comunitario, esta ciudad tiene con qué.

—¡Meterse con el Gobierno! Es mejor tenerlo lejos. Son unos corrompidos.

—Los corrompidos son ustedes, y perezosos, además, porque les gusta lo fácil.

—Puede que haya uno que otro corrompido y echado, pero también gente caritativa y trabajadora. La mayoría. Si no, cómo cree que nosotros hemos hecho todo esto. Ya se lo dije. Yo cumplo con hacerle la advertencia. –Y se fue.

A los dos días llegaron tres hombres. De civil. Dos se quedaron afuera en las escaleras. El que me habló no pasó de la puerta. Se presentó como el responsable de la seguridad del barrio. Venía a exigirme que les diera una casa.

—Usted no puede tener dos casas tan grandes y buenas en un barrio de pobres donde hay tanto necesitado. Eso es una ofensa para la comunidad.

—Ofensa es lo que ustedes me están haciendo porque esas casas son mías y son producto del trabajo de mi marido y yo que las conseguimos honestamente y con mucho esfuerzo.

—Y eso qué –me contestó–. Lo que importa es que las tiene y no las debe tener.

Le pregunté por qué no habían dicho nada cuando Ken estaba vivo. Ni se inmutó. Le pedí que dejara de aprovecharse porque ya me veían sola. Le recordé que Ken y yo nos habíamos sacrificado por el barrio. Dijo que eso tampoco tenía que ver. Le insistí. Inútil. Me parece oír su ultimátum:

—Nos tiene que entregar una y esa es la norma y para todos es igual y usted no va a hacer la excepción. Puede escoger si la de arriba o la de abajo. Le damos esa ventaja.

Y se fue con sus compinches. Ningún argumento valió para convencerlo de lo contrario. Después vino el comandante a advertirme del peligro. Si la Policía no podía darme garantías qué más iba a hacer. Los unos me echaban. Los otros me pedían plata. Todos me mandaban decir que cuidado. Todos andaban tan armados y mataban tan fácil. Y yo una anciana ya. No es lo mismo que cuando se tienen bríos. Lograron perturbarme la vida. Trastocarla. Por eso tengo que irme para ese asilo a donde nunca imaginé ir a parar y dónde no sé cómo me irá ni cómo voy a sentirme. Un asilo puede caer bien a mi edad. Los viejos somos silenciosos. Es nuestra mayor ventaja. Si ahora hablo y hablo es porque tú me obligas y quiero que escribas mi historia. Te lo agradezco porque además como todo está tan fresco me sirve para desahogarme. A veces son penosas y fatigantes estas confesiones. Me dejan pensando. Me retroceden a cosas ya olvidadas. Es bueno recordar algunas. Me sorprendo de lo que he sido capaz de vivir y hacer. Eso le da dimensión a mi vida que ahora vale tan poco. De otras no es tan bueno acordarse. Me reviven lo malo. Todas me corroboran que la resistencia es lo único que queda cuando las cosas llegan al límite. Así uno resulte vencido. De un modo u otro iba a tener problemas. Era malo si me quedaba y ha sido peor salir pues significa abandonar mi mundo. He quedado en el limbo y mis casas a la deriva. Poco podrá hacer Flor. Pobre muchacha. Cómo estará de angustiada. Cómo habrá pasado todos estos días. Debe ser como para enloquecerse. Cuánto me ha ayudado. Me desvela pensar en ella y en el puñado de gente que quedó allá y debe seguir llena de miedo. Ya me convencí de lo que decía Ken. Somos humanos. No tenemos el control. Su pérdida ha sido doblemente difícil y dolorosa. Me asusté cuando murió. Se me convirtió en recuerdo al instante. El presente vuelto pasado. De un día para otro deja de ser y estar lo que tengo y amo. Su muerte me ha hecho pensar en cómo prepararme para la mía. Pero sobre todo me dejó sin norte. Creí que mi refugio era mi casa. Qué va. Mi verdadera coraza y protección se llamaba Kenneth Wilson. Era el centro y desconocía que lo fuera. Me he dado cuenta de que todo lo equilibraba. Las fuerzas sobre todo. No lo parecía. No me lo esperaba. Había leído que el amor no siempre puede salvarnos pero sí darnos un motivo para luchar. No sé si es mi caso. Ken me dejó un vacío y un pesar inmenso. Quizás insanable. Mi amor por él lo he comprobado en la falta y en la ausencia. En la necesidad que tengo de él. Sobre todo ahora en mi situación.

Tus grandes ojos oscuros

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