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ОглавлениеCAPíTULO I
EL ESCENARIO, PRÓLOGO DEL DESASTRE
La Fiebre Amarilla desde la mirada
de la bacteriología moderna
En la actualidad la Fiebre amarilla es definida como una enfermedad infecciosa, de rápida evolución y con alto índice de mortalidad. Si bien el área de origen es tema de discusión13 (costas selváticas del Caribe o África Occidental), no hay dudas de que la enfermedad es tropical y vírica. Su vector es un mosquito que habita en zonas tropicales y templadas bautizado como Aedes Aegypti quién, si está infectado introduce en el hombre al picarlo el virus que alberga involuntariamente.
Si bien el Aedes Aegypti precisa temperaturas superiores a los 25° para desarrollarse, es indudable que resiste y se adapta a temperaturas medias, más bajas. Respecto a ello, Scenna señala que la ciudad de Buenos Aires se encuentra cerca del límite sur del área de dispersión al poseer un hábitat permanente y estable a un paso de ella: el delta del Paraná.14
Es un insecto casero y noctámbulo, datos fundamentales para comprobar la hipótesis sobre el porqué se registra el mayor número de muertes durante los meses de Marzo, Abril y Mayo, es decir en temperaturas relativamente bajas.
Se ha sostenido que la sintomatología de las enfermedades, y el impacto visual de ésta, es una pieza clave para analizar la construcción de su imaginario. La influencia que ejerce para despertar temor o estigmatizaciones, está más allá de la ferocidad real o aparente de cierta enfermedad. En relación a ello, Enrique Fliess afirma que:
“la imagen que un grupo social construye alrededor de un dato de la realidad puede tener un mayor o menor grado de aproximación al mismo, puede ser verosímil o bien deformarlo completamente.”15
Esto indica que toda investigación embarcada en dirección a los imaginarios sociales que se construyen en la historia de las enfermedades debe tener en cuenta los síntomas particulares de la patología a analizar.
Por lo tanto, expongamos los síntomas que despierta el virus de la Fiebre amarilla una vez inoculado por el Aedes en el hombre: Hasta una semana después de la picadura se da la incubación del virus, el hombre incólume sigue su vida normalmente sin la menor sospecha y de pronto, estalla vehementemente un cortejo de síntomas. Es entonces cuando la fiebre amarilla declara una guerra a muerte al involuntario adversario. A partir de allí se puede transitar por tres fases: En la primera, que dura entre tres y cuatro días el hombre en un breve lapso pasa a una fiebre violenta, alcanzando los 41° acompañado por escalofríos, un quebrantamiento general del cuerpo, dolores musculares, de espalda, una terrible cefalea, pérdida del apetito, nauseas y vómitos abundantes e incontenibles.
Al finalizar esa primera fase el enfermo se recupera, los síntomas desaparecen y todo es mejoría, apenas molesta un leve dolor de cabeza, esa segunda fase dura no más de 48 horas y es realmente peligrosa, por tratarse en realidad de una falsa mejoría, la que provoca que el enfermo se confié de su cura y deje el reposo.
Pasada la engañosa calma, comienza el desesperante tormento: los ojos se inyectan en sangre y las pupilas se dilatan, aparece de forma bien definida la ictericia, que avanza como un manto amarillo cubriendo todo los rincones del cuerpo, al tiempo que las hemorragias hacen eclosión en encías y nariz. El enfermo es apresado por el delirio, se obnubila, mientras que su pulso se acelera, su respiración es lenta y costosa. La temperatura corporal antes elevada, ahora cae estrepitosamente por debajo de lo normal, caminando por la cornisa del coma. Por si todo esto fuera poco, vuelven los vómitos, pero esta vez oscuros, síntoma impactante que ha generado el bautizo de vomito negro a la enfermedad, tratándose de sangre digerida a su paso por el estómago. Y aparece la anuria. Los latidos del enfermo, preso de una adinamia e indiferencia total, son ahora cada vez más lento y el pulso tardo al límite de sucumbir. Aquel que logre sobrevivir al flagelo le espera una recuperación lenta y penosa, aunque la inmunidad que adquiera durará lo que le resta de vida.
Está claro que más allá de los espeluznantes síntomas, otro ser humano puede tocar al enfermo, respirar su aliento, convivir íntimamente con él y de ningún modo se contagiará, ya qué la fiebre amarilla no es directamente transmisible de un hombre a otro. Para ello es necesario que entre a escena un nuevo Aedes pique al enfermo (en los primeros cuatro días de la enfermedad), pase un determinado período de incubación y luego pique a otro hombre sano, para que este deje de serlo. Esa es la única forma de transmisión. Pero estos conocimientos se consolidaron a en las primeras décadas del siglo XX, cuando la «Gran epidemia» asoló Buenos Aires nada de esto se sospechaba.
El enemigo invisible: Los miasmas
En este periodo de incertidumbres biomédica, anterior a la consolidación de la bacteriología moderna, las faltas de certezas dan margen a narrativas de matices tan variadas que van desde lo arbitrario o delirante a otras razonables, arrojando como resultado una diversidad de constructos desde el saber médico-científico.
En ese lento andar de la medicina se cuestionaba el contagio de enfermedades que sobradas evidencias se mostraban como tal y, contrariamente, se afirmaba con total seguridad la contagiosidad de otras que no lo eran, al menos directamente. De esta forma las causas de las enfermedades infecciosas eran razonadas bajo endebles teorías. La más aceptada de la época era atribuirlo al Miasma, término difuso y cambiante a lo largo de su empleo en la terminología médica, siendo los higienistas su más acérrimo defensor.
El estudio de Alain Corbin es buen punto de partida para analizar la esencia que ha adquirido el término en Francia durante los siglos XVIII y XIX, por tratarse de uno de los países cuyos postulados médicos han sido influyentes en nuestro país.16 Allí se reafirmaba que el detritus nauseabundo amenazaba el orden social [mientras que] la victoria tranquilizadora de la higiene acentúa la estabilidad; [por ende] el olfato delataba el veneno, [y] detectaba los peligros que oculta la atmósfera.17
No hay dudas para los higienistas de la época que el aire mantiene en suspensión las sustancias que se desprenden de los cuerpos. Se lo denominaba miasma al efluvio o emanación nociva que se suponía desprendían los cuerpos enfermos, las sustancias corrompidas y las aguas estancadas y que transmitían las enfermedades.18
Esta concepción del aerismo forjó entre los higienistas una práctica discursiva centrada en nociones como aire mefítico y gases tóxicos. A partir de ellas, diagramaron su profilaxis: en un primer momento, retomando la antigua senda recorrida por Hipócrates, se consideró que el antiséptico capaz de detener los miasmas eran las substancias aromáticas, por los olores socialmente considerados “agradables”. Tanto los síntomas como el remedio pertenecen al sentido del olfato. 19
En un segundo momento, los principios que delinearán las acciones de los higienistas, definida como vigilancia olfativa, tendrá como objeto no sólo detectar y atacar el miasma, sino buscar donde germina la amenaza, de allí que el punto de localización del mal sea, además de olfativo, visual: La relación que el hombre tiene con su entorno también oscila. Lo esencial será el análisis de las cualidades de los lugares estrechos, de la vida cotidiana; de la envoltura aérea, de la atmósfera de los cuerpos.20 La profilaxis aquí apuntaría al saneamiento, desinfección y cuarentenas. Entonces la insalubridad y las precarias condiciones de vida se convertirían en la principal amenaza, capaz de desencadenar desde el miasma a las epidemias. De este modo se evidenciaba una definida política higienista neo hipocrática, con un campo de acción mucho más vasto y activo. Esa política, preocupada en los problemas sociales, enfocaba su lente de supervisión en las ciudades y su hacinamiento. Con el concepto de suciedad en el centro de la escena las estrategias fueron desde la desinfección de los espacios, (calles, cementerios.), hasta el control de la vivienda popular, (conventillos).
Estos controles luego, como lo demostraremos, se expandirán más allá de lo propiamente material, interfiriendo en la vida cotidiana de los habitantes, en lo que respecta al consumo de alimentos, horas de descanso, tipo de trabajo, y vida privada.21 Asimismo, el desplazamiento del centro de atención hacia la ciudad, por parte de los higienistas, se fue estableciendo al mismo tiempo que se acentuando la noción de foco en las autoridades, legitimando el proceder e intervención de las fuerzas, (llámese médica, policial, pública o toda en su conjunto) sobre los considerados como tal. Todo foco infeccioso debía ser aislado y eliminado.
Seria equívoco presentar un cuadro homogéneo de los postulados médicos- higienistas respecto a las explicaciones de las etiologías de las enfermedades. Estas presuntas diferencias ya fueron señaladas muy tempranamente por Ackerknecht, para quien en el higienismo prevalecían dos corrientes confrontadas: una infeccionistas y otra contagionistas. La revolución pasteuriana habría permitido la victoria de la segunda, despojando de los circuitos de los saberes médico a la primera.22
Si bien coincidimos que no se trató de un grupo homogéneo, nos planteamos ante tal esquematismo estrictamente binario ¿Hasta qué punto tiene validez universal dicha distinción? ¿Qué aporta a la cuestión el estudio de la epidemia de Fiebre amarilla en Buenos Aires de 1871? Al reconstruir la compleja trama que encierran los discursos se aprecia no sólo la alianza de ambas corrientes, sino además, como florecen explicaciones alternativas, que complejizan, deforman o amplían la concepción sobre la enfermedad e incluso lo que se ha definido como miasma.
La ciudad y sus «aires modernos»
En 1869 la ciudad de Buenos Aires contaba con un total de 177.987 habitantes la cual se componía de 89.661 argentinos y 88.126 extranjeros.23 Para esos años se aceleraba la marcha del arribo de inmigrantes de ultramar, preludio de la denominada Era aluvial. Proyecto alentado por una elite liberal que concebía a la inmigración como un componente clave del proceso modernizador. Sin embargo, contrariamente a lo esperado por la elite, en su mayoría los arribados provenían de la parte sur de Europa. El censo nacional es ilustrativo en cuanto a la composición demográfica en la ciudad. De Italia provenía la mayoría de los inmigrantes arribados, seguidos por los españoles y franceses, luego de otras nacionalidades que disminuyen considerablemente en comparación de los tres primeros. Esa paridad demográfica años después se inclinaría hacia los extranjeros. El arribo masivo de inmigrantes fue una marea que inundó la ciudad, conformando un pluralismo cultural24 que convivirá por décadas.
Si el 80% del crecimiento demográfico en la ciudad entre 1855 y 1885 se debió a tal variable y la incrementación porcentual de los extranjeros paso de un 35, 3% a un 52,8 % (véase cuadro 1), 25 el impacto sociocultural que produjo el fenómeno en la ciudad fue rotundo. Para 1870 en sus calles de la ciudad se oían incomprensibles y estrafalarios dialectos, se asistía a modalidades, costumbres e incluso regímenes impensados. Muchos criollos se sentían molestos ante los recién llegados y trataban de marginarlos. A su vez los inmigrantes buscaban integrarse entre ellos mismos, conformando un circulo hermético, como reacción defensiva, demostrando que el mismo desprecio que el criollo sentía por ellos lo experimentaba el inmigrante ante la nueva sociedad.26 Estas escenas cotidiana son redactadas por testigos de época, como Antonio Samper quien relataba que si bien había muchos parques, estos eran ocupados siempre por los inmigrantes recién llegados que esperan colocación; de manera que las personas aseadas o delicadas, no pueden frecuentar esos lugares.27
El contingente de extranjeros en la ciudad de Bs. As.:
Cuadro 1: Distribución porcentual de la población por nacionalidad
Año | argentinos | extranjeros | Total |
1855 | 64,7% | 35,3 | 100% |
1869 | 50,4% | 49,6% | 100% |
1887 | 47,2% | 52,8% | 100% |
Estos datos se tornan interesantes al compararse el desmesurado crecimiento demográfico con la reducida expansión arquitectónica de la ciudad.
Hacia 1870 la ciudad de Buenos Aires tenía dimensiones urbanas mucho más modesta en comparación con su vertiginosa demografía. El centro se limitaba entre las calles Piedras (Bartolomé Mitre) hacia el norte y Potosí (Alsina) hacia el sur, es decir lo que hoy es la plaza de Mayo y sus alrededores más próximos. A ese centro se le sumaban catorce pequeños fragmentos geográficos cuyos puntos centrales eran sus parroquias: Catedral al Sur, Catedral al Norte, San Nicolás, El socorro, San Miguel, Monserrat, Concepción, San Telmo, La Piedad, Balvanera, Pilar, Barracas al Norte, San Juan (La Boca) y San Cristóbal. La planta urbana tenía una estructura con forma más o menos triangular, su base sobre el Rio de la Plata, entre Retiro al norte, y plaza constitución al sur, que se iba haciendo angosto a medida que se acercaba a Plaza Once. El censo de 1869 indica que esa ciudad se componía de 20.838 casas, y se descomponía en 18.507 de un piso, 2.078 de dos pisos y 253 de tres pisos. La planta urbana no se extendió al ritmo de esa población que la habitaba, de forma irregular, concentrándose en barrios cuyas características poseían verdaderos rasgos étnicos.28
El impacto inmigratorio provocará de manera lenta pero constante movimientos poblacionales en el interior mismo de la ciudad, que serán intensificados luego con la epidemia. Hasta el derrocamiento de Rosas el barrio sur (Concepción y San Telmo), era un barrio señorial pero un lento éxodo de las familias “más respetadas” comienza, y se acelera a partir de 1860. La principal causa de este fenómeno fue los nuevos gustos modernos de las familias más pudientes. La arquitectura de las casonas coloniales ya no reunía esas cualidades estéticas que a las pupilas de aquellas familias representaba lo bello y majestuoso; como tampoco ya el barrio lo hacía. Esto motivó que Catedral Norte, San Nicolás o el Socorro, parroquias donde florecía una arquitectura moderna, se conviertan en nuevos puntos de atracción. En el imaginario social si el Sur representaba lo atrasado, en tiempos de azote epidémico ese constructo se profundizará y vinculará con otros. La zona Sur era a la vez el principal punto de destino de los inmigrantes, cuestión que también se alista a las causas del éxodo de familias solventes que no deseaban la vecindad.
Empero, el rechazo y resistencia a los indeseables huéspedes tenía sus límites lucrativos, que doblegaba cualquier linaje aristocrático. Los criollos, dueños de las casonas vejadas, de numerosas habitaciones, no dudarían en alquilarlas a precios módicos a los recién llegados, o vendérselas a un inmigrante que, asentado social y económicamente, generalmente por su extensa estadía en el país, se transformaba en líder de su grupo (en el caso de los italianos conocidos como Padrone). Una vez adquirida, este se las alquilaba a sus connacionales recién llegados y casi siempre atraído y llevado por él a través de un mecanismo conocido como cadena migratoria,29 dando origen y proliferación a un tipo de vivienda colectiva que estará entre las cejas de los médicos e higienistas contemporáneos: Los conventillos.
Los conventillos se caracterizaban por su promiscuas divisiones, cuyos pocos metros cuadrados servían de dormitorio, comedor y sala, y de escasa o nula ventilación motivaba la resistencia y mezcla de efluvios. Hacinamiento, suciedad y desidia eran los conceptos que se vinculaban con esta vivienda popular, donde hasta el agua para lavarse era difícil de obtener.
El exiguo estado sanitario de la ciudad
Pero el problema del agua no era sólo puertas adentro del conventillo. Las exigencias modernas para una ciudad que se pretendía como tal, reclamaba la urgencia de contar con los servicios de agua corriente y cloacas. Ya en 1862 se estudió la posibilidad de que la población de la ciudad contara con aguas corrientes, pero recién en 1867, en el gobierno de Alsina, se puso en práctica dicho proyecto. Dirigido por el ingeniero Coghlan, se importaron los elementos necesarios de Gran Bretaña y recién en 1869 Buenos Aires inauguró su primer tramo de aguas corrientes, escasos 20.000 metros de cañería, con filtros en la Recoleta. Evidentemente el servicio era mínimo y por ende los beneficiados; y si a la exigüidad agregamos la total interrupción del proyecto, no resta más que señalar su real fracaso.
A su vez, el aprovisionamiento de agua era por entonces más que complicado, peligroso. Podía ser comprada por pocos centavos a los aguateros, quienes las ofrecían en un tonel sucio y extraída en el mismo sector del rio donde las lavanderas emergían las sucias prendas y donde pululaban las deyecciones de equino. José Wilde comenta que las autoridad señalaban el sector de donde los aguateros debían sacar su provisión del río, pero esta disposición era burlada muy frecuentemente, sacando de donde más les convenía, aun cuando estuviera revuelta y fangosa.30 La Otra manera, escatológicamente peor, era obtenerla de pozos cuyas aguas se mezclaban con las fecales debido a su proximidad con los pozos negros de las letrinas.
Por otro lado, la recolección de basura se limitaba al centro y los carros tardaban días en recolectarla, incitando la fermentación de la basura en detrimento de la salud. La insuficiencia numérica de los carros, y su mezquina capacidad eran escollos para brindar un servicio apto. Pero la recolección de la basura no garantizaba el deshacerse de ella, ya que esta misma era empleaba en el relleno de terrenos y calles para su nivelación y futura urbanización. El magma era luego emparejado, apisonado y cubierto por el empedrado “a bola”. Allí abajo, en verano, la basura fermentaba en gran escala y dejaba sentir su presencia, despidiendo una sinfonía de olores mefíticos por las juntas del pavimento.31 A ello sumémosle que, ante la carencia de desagües para el desecho de aguas servidas o de lluvias, hacia que vaya a parar también a la calle:
“hasta hace no muchos años se veían aun en los puntos más centrales de la ciudad, inmensos pantanos que ocupaban a veces cuatros cuadras enteras. Los pantanos se tapaban, con las basuras que conducían los carros de policía. Estos depósitos de inmundicias, estos verdaderos focos de infección, producían, particularmente en el verano, un olor insoportable, y atraían millares de moscas que invadían a toda hora las casas inmediatas. Muchas veces se veían en los pantanos animales muertos aumentando la corrupción.”32
El problema del aire era más profundo aun, tratándose, según el Dr. Rawson, de una ciudad poco oxigenada desde su nacimiento:
“la ciudad de Bs. As., que tomaremos como modelo en nuestro estudio sobre la higiene pública, dará a nuestra observación los elementos más evidenciados de que sus fundadores no tuvieron suficiente previsión para hacerla un centro saludable. Sus calles tan estrechas que impiden la circulación amplia y libre del aire, es el inconveniente más importante […] son pulmones demasiados pequeños que necesariamente amenazan asfixiar a la sociedad.”33
La carencia sanitaria de la ciudad se evidenció además en su escasez de cementerios y hospitales. Ya, con un índice de mortalidad de 20 fallecimientos diarios, sólo existía el saturado cementerio de la Recoleta (o cementerio del Norte) y el pequeño y exclusivo cementerio de los protestantes. Este problema llevó a la apertura en 1866 del cementerio sur, de corta y agitada existencia. Respecto a los hospitales, sólo se contaba con el hospital general de hombres, su homónimo de mujeres, el hospital militar y los impulsados por algunas colectividades: el británico, el francés y el italiano. Pero, más que la cantidad habría que destacar la calidad de ellos. El estado de esos hospitales era luctuoso, carentes de ventilación y baños y, lo más peligroso, la falta de salas de aislamiento. Todos los enfermos iban a parar a la misma y triste sala general, de esta manera las enfermedades infectocontagiosas se aventuraban sin restricción alguna entre los pobres allí depositados entre el hacinamiento y la suciedad.
En la ciudad desguarnecida, tales condiciones sanitarias favorecían la aparición y rápida propagación de cualquier enfermedad, hasta adquirir la categoría de epidémica.
De las primeras alarmas al horror
Este era entonces el contexto socio-demográfico y sanitario donde haría eclosión la enfermedad. Exactamente un año antes ese escenario se preparaba con copiosas lluvias. El 31 de marzo de 1870 una sola lluvia de pocos minutos dio 145 mm de caída, cerca del 20 por ciento de la media anual. Esta lluvia determinó tal inundación en el sur de la ciudad, que el gobierno de la provincia debió dictar un decreto de auxilios. Todos los bajos de la ciudad se llenaron de pantanos y la parte alta de lodazales, con inundación de los pozos ciegos y desborde de materias fecales.34 Pantanos y aguas estancadas transformaron la ciudad en un edén para el Aedes Aegypti, al tiempo que en Río de Janeiro la fiebre amarilla hacía estragos.
En el último mes de 1870, se alertó de brotes de fiebre amarilla en Corrientes, prólogo de lo que ocurriría en Buenos Aires. Por orden del gobierno Nacional Corriente fue aislada, cerrándose puertos y caminos como medida para que la voraz enfermedad no se expandiera, sin embargo, la peste terminaría su trayecto en Buenos Aires.
La revista Médico-Quirúrgica, órgano de la medicina oficial, entre sus líneas escritas en el mes de enero destacaba condiciones climáticas enrarecidas:
“Los cambios de temperaturas de la quincena se han verificado de un modo brusco sucediéndose muchas veces a los fuertes calores del día, el fresco notable de la noche.” “La temperatura, en algunos días de esta quincena, se ha elevado considerablemente, produciendo fuertes calores que se hacían sentir en las horas avanzadas de la noche.”35
Finalizando el mes volvieron cuantiosas lluvias sobre la ciudad, el edén estaba nuevamente establecido.
Existe cierto consenso en señalar al 27 de enero, día en que mueren tres personas de fiebre amarilla en la ciudad, cómo fecha de inicio de los días de borrasca. Y mientras se discutía en secreto para no alarmar a la población, si se trataba o no de fiebre amarilla y la mayoría de los diarios llenaban sus espacios con noticias de todo menos de la enfermedad, Mardoqueo Navarro con una frase breve y lapidaria (marca registrada de su pluma), inauguraba lo que se adoptaría luego como el diario de la Gran Epidemia:
Enero 27. Según las listas primitivas de la Municipalidad, 4 de otras fiebres, ninguna de la amarilla.36
El subrayado sagaz del autor no sólo demuestra que una brisa de inquietud sobrevolaba la ciudad, sino que además se cuestionaba los partes oficiales. Lo cierto es que la enfermedad no dará más prórroga, iniciándose así uno de los capítulos más oscuros y tristes que haya vivenciado Buenos Aires. Derrumbando, incluso, el clima “optimista” que se presagiaba desde las revistas y los almanaques que daban inicio al nuevo año, quienes auguraban, bajo el título Juicio del año tal bienestar:
Lectores no será extraño que este año sea propicio, pues año que tiene juicio nunca puede ser mal año. / Año corriente tan corriente y sano, y tan agradable y tierno, que ni habrá frio en invierno, ni calor en su verano.
Como también será despojado aquel Bello Ideal, mezcla entre valentía y solidaridad y decidido a que:
En una situación epidémica, anunciaré por todas partes mi secreto, correré a la cabecera del moribundo le salvaré con privilegio de mi elixir y… al paso que derramo el bien por todas partes, mi nombre correrá de boca en boca, y la posterioridad se encargará de mi memoria. 37
En los días de borrasca pocos serán los que conserven tales valores frente a “eso” que amedrentaba primero en San Telmo, y que luego se difundiría, ya con horror, por toda la ciudad.
El impacto de la epidemia de fiebre amarilla desde la diversidad de discursos e imaginarios sociales emergentes es lo que analizaremos en los próximos capítulos, no sin antes insistir con que en una crisis sanitaria todos parecen tener algo que decir. Bajo un contexto de temor todos anhelan escuchar ese discurso esperanzador que aquiete el alma, segura de estar lejos de todo riesgo. Vinculado con ello, Mardoqueo Navarro en el Diario de la epidemia tras reflexionar sobre los discursos e imaginarios que tuvieron lugar durante la coyuntura epidémica destaca:
Es cierto que en esa época de muerte, pavor y de descomunal exageraciones, época en que la imaginación exaltada por el miedo.38
13 Para una profundización de esta discusión ver Cartwright, Frederick; Biddiss, Michael. Grandes pestes de la Historia. El Ateneo, Buenos Aires, 2005. pp.: 185-187.
14 Scenna, Miguel Ángel. Cuando Murió Buenos Aires. Cántaro, Buenos Aires, [1974] 2009, p: 121.
15 Fliess, Enrique. «La tuberculosis en el imaginario popular». En Revista del Hospital Nacional Baldomero Sommer, vol. 3 N° 2, Buenos Aires, 2000 pp.: 103-116, p: 105.
16 Corbin, Alain. El perfume o el miasma. El olfato y lo imaginario social. Siglos XVIII y XIX. FCE, México, (1982) 2002. Una fuente primaria para el caso específico de las ideas médicas respecto a la fiebre amarilla entre Francia y el Río de la Plata a mediados del siglo XIX véase Brugulat, Eduardo. Estudios sobre la fiebre amarilla, según la opinión de los más ilustres prácticos en esta especialidad. Revoltijo, Montevideo, 1853.
17 Corbin, Alain. (2002) op. Cit., pp.: 10, 13 y 14. La cursiva es nuestra es nuestra.
18 Scenna, Miguel Ángel. (2009) op. Cit; p: 142
19 Corbin Alain. (2002) op. Cit; pp.: 24 y 25
20 Ibíd, pp.: 28 y 29
21 Sobre higienismo ver: González Leandri, Ricardo. Curar, persuadir, gobernar. La construcción histórica de la profesión médica en Buenos Aires. 1852-1886. Biblioteca de América/CSIC, Madrid, 1999. Ibíd, «El Consejo Nacional de Higiene y la consolidación de una elite profesional al servicio del Estado. Argentina 1880-1900». En Escuela de estudios Hispano-Americanos/CSIC. Madrid, tomo LXI, n°2, 2004. pp.: 571-593. Armus Diego. «Un médico higienista buscando ordenar el mundo urbano argentino de comienzos del siglo XX». En Salud Colectiva. Año 3, n°1, Buenos Aires, enero-abril 2007; pp.: 71-80. Galeano, Diego. «Mens sana in corpore sano: José M. Ramos Mejía y la medicalización de la sociedad argentina». En Salud Colectiva. Año 3, n°2, Buenos Aires, mayo-agosto 2007; pp.: 133-146.
22 Ackerknecht, Erwin. «Anticontagionism between 1821 and 1867». En: Bulletin of the History of Medicine, n° 22, The Johns Hopkins university press, Maryland, 1948, pp.: 562-593.
23 Censo Nacional 1869
24 No es la intención tratar sobre la ya vieja discusión sobre si nos encontramos en una sociedad donde prima el Crisol de Razas o el Pluralismo cultural. Una profundización de ello en Devoto, Fernando; Otero, Hernán. «Veinte años después. Una lectura sobre el crisol de razas, el pluralismo cultural y la historia nacional en la historiografía argentina». En: Estudios migratorios Latinoamericanos. Año 17, N° 50, Buenos Aires, 2003, pp.: 181-216.
25 Cuadro 1: Registro estadístico del Estado de Buenos Aires de 1855, Buenos Aires, Imprenta Porteña, 1855. Censo Nacional de 1869. Censo municipal de Buenos Aires 1887.
26 Scenna, Miguel Ángel. (2009) op. Cit; p: 87.
27 Samper, Antonio. «La ciudad malsana». En: Cortázar, Julio y Otros. Buenos Aires: de la fundación a la angustia. Ediciones de la Flor, Buenos Aires, 1967. p.: 63.
28 Devoto, Fernando Historia de la inmigración en Argentina. Sudamericana, Buenos Aires, 2004, pp.: 345-352.
29 Sobre liderazgo étnico y cadena migratoria: Gandolfo, Romolo. «Notas sobre la élite de una comunidad emigrada en cadena: el caso de los agnoneses». En: Estudios Migratorios Latinoamericanos. Año 3, N°8, Buenos Aires, Abril 1988; pp.: 137-156. Devoto, Fernando. «Las cadenas migratorias italianas: algunas reflexiones a la luz del caso argentino», pp.: 103-124. En: Bernasconi, Alicia; Frid, Carina. De Europa a las Américas. Dirigentes y liderazgos (1880-1960). Biblos, Buenos Aires, 2006.
30 Wilde, José Antonio. Buenos Aires desde 70 años atrás (1810-1880). Eudeba, Buenos Aires, 1960, p.: 148.
31 Scenna, Miguel Ángel. (2009) op. Cit; p: 150.
32 Wilde, José Antonio. (1960) op. Cit; pp.: 19-20.
33 Maglioni, Luis. Conferencia sobre higiene pública dadas en la facultad de medicina de Bs. As., por el Dr. Guillermo Rawson (año 1874). París, 1875, pp.: 1-2. También véase para un panorama en conjunto Coni, Emilio. El servicio sanitario de Bs. As. Pablo E. Coni, Buenos Aires, 1879.
34 Besio Moreno, Nicolás. Historia de las epidemias de Buenos Aires: Estudio demográfico estadístico. Publicaciones de la cátedra de historia de la Medicina. tomo III. Universidad de Buenos Aires, Buenos Aires, 1940, p.: 157.
35 Revista Médico-quirúrgica. Año VII, n°19, del 8 de enero 1871. Ídem. n°20 del 23 de enero de 1871. Un detalle pormenorizado del clima en Coni, Emilio. Apuntes sobre estadística mortuoria de la ciudad de Bs. As.: desde el año 1869 hasta 1877 inclusive. Pablo E. Coni, Buenos Aires, 1878; pp.: 82-83.
36 Navarro, Mardoqueo. Diario de la epidemia. Archivo General de la Nación. Colección Andrés Lamas (1849-1894). Legajo 2672.Colección de Documentos, legajo N° 69. 1863-1881. 27 de enero de 1871.
37 Almanaques del correo de las niñas para 1871. La Discusión, Buenos Aires, 1871.pp.: 23 y 24. Sobre las recetas preventivas véase en Almanaque de las familias para 1871. Imprenta del siglo, Buenos Aires, 1870.pp.: 50 y 51. Almanaque popular de Orión: 1871. La Tribuna, Buenos Aires, 1871.
38 Navarro, Mardoqueo. (1871) op.cit;