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SUBASTA DE VIDAS

Ahí es nada. La flor y nata de la filosofía se subasta al mejor postor. En un original mercado, con Zeus como patrono organizador y Hermes como auténtico experto en el arte de pregonar la mercancía y dirigir la subasta, el lector asiste, anonadado, a la más pintoresca subasta que pueda haber en el mundo. Pitágoras, Diógenes, Sócrates, Crisipo, Pirrón desfilan por las tablas de tan peculiar mercado. ¿Por qué y para qué? Parece claro. Luciano aprovecha cualquier procedimiento ingenioso que pueda ocurrírsele para dar rienda suelta a su pensamiento crítico; no se ataca a filósofos con nombres y apellidos ni se arremete contra la filosofía en sí. En la época de Luciano la filosofía ha quedado reducida básicamente a una actitud moral ante la vida. En ese sentido debe entenderse la expresión «subasta de vidas»; son actitudes ante la vida representadas por unos filósofos determinados de unas escuelas determinadas. Nótese que Platón y Aristóteles, entre otros, quedan excluidos, lo que parece confirmar, de algún modo, lo expuesto anteriormente. Precisamente por eso no llama la atención la aparición de Sócrates, cuya presentación, además, es utilizada de pasada para poner en boca suya algún postulado platónico que luego se critica.

Los filósofos, irritados, cierran filas contra nuestro autor, que parecerá aplacarlos en El pescador, para acabar ridiculizándolos cambiando la subasta por una pesca igualmente humillante para ellos.

ZEUS. — Tú, vete poniendo los asientos por la sala y [1] prepara el sitio para los que van llegando, y tú, quédate fuera acompañando las vidas, pero adoptando las medidas oportunas para que sus rostros ofrezcan un aspecto saludable y nos atraigan a muchísima más gente. ¡Tú, Hermes, da el aviso y convócalos!

HERMES. — ¡Con los mejores augurios! ¡Los compradores, acercaos al mercado! Vamos a vender en subasta pública vidas filosóficas 1 de todo tipo y de las especies más variopintas, a elegir. Y si alguien no tiene ahora mismo dinero, que dé una señal y luego pagará.

ZEUS. — Se están concentrando muchos. Así que no hay que perder tiempo ni hacerles esperar. Vamos, pues, a comenzar la subasta.

HERMES. — ¿Quién quieres que ofrezcamos primero? [2]

ZEUS. — Al melenudo ese de ahí, al jónico, que parece ser un personaje respetable.

HERMES. — Tú, pitagórico, baja y preséntate, que te vean los que están reunidos.

ZEUS. — ¡Vocéalo!

HERMES. — ¡Vendo la mejor vida, la más venerable! ¿Quién quiere pagar por este hombre? ¿Quién quiere conocer la armonía de todo lo habido y por haber y volver a la vida otra vez?

COMPRADOR. — Tiene buenas pintas, ¿qué más sabe?

HERMES. — Aritmética, astronomía, geometría, hechicería, música, magia. Tienes ante tus ojos a un eminente adivino.

COMPRADOR. — ¿Se le pueden hacer preguntas?

HERMES. — ¡Pregunta, por Zeus!

COMPRADOR. — ¿De dónde eres?

[3] PITÁGORAS. — De Samos.

COMPRADOR. — ¿Dónde te educaste?

PITÁGORAS. — En Egipto, entre los hombres sabios que hay allí.

COMPRADOR. — Oye, y si te compro, ¿qué me enseñarás?

PITÁGORAS. — No te enseñaré nada; te haré ir recordando cosas.

COMPRADOR. — ¿Cómo me vas a hacer recordar?

PITÁGORAS. — Trabajando tu espíritu hasta dejarlo limpio y echando fuera la suciedad que hay en él.

COMPRADOR. — Bien, piensa que ya has purificado mi espíritu, ¿cuál es la forma de refrescar la memoria?

PITÁGORAS. — Lo primero de todo una prolongada tranquilidad, y un prolongado mutismo y no charlar nada de nada durante cinco años.

COMPRADOR. — Oye, buen hombre, vete a educar al hijo de Creso 2; yo soy un parlanchín, no quiero ser una estatua. ¿Y tras ese quinquenio de silencio, qué?

PITÁGORAS. — Te ejercitarás en el arte de la música y de la geometría.

COMPRADOR. — Tiene gracia lo que dices, si, por lo que se ve, primero tengo que ser tocador de cítara y, después, sabio.

[4] PITÁGORAS. — Y, a continuación, manejar la aritmética.

COMPRADOR. — Yo ya sé contar.

PITÁGORAS. — ¿Cómo cuentas?

COMPRADOR. — Uno, dos, tres, cuatro…

PITÁGORAS. — ¿Ves? Lo que a ti te parecen cuatro son diez, y un triángulo perfecto y nuestro juramento 3.

COMPRADOR. — No, por la más grande de las cosas por las que se puede jurar, por el número cuatro, nunca he oído palabras más divinas ni más sagradas.

PITÁGORAS. — Después, extranjero, date una vuelta por la tierra y fíjate a ver cuál es el flujo del aire, el agua y el fuego y cuál es su forma para poder moverse.

COMPRADOR. — ¿El fuego, o el aire, o el agua tienen forma?

PITÁGORAS. — Y muy fáciles de distinguir. No es posible que muera lo que carece de forma o de estructura. Y por eso sabrás que la divinidad es número, inteligencia y armonía.

COMPRADOR. — Dices cosas maravillosas.

PITÁGORAS. — Pues, además de todas esas que he dicho, [5] sabrás que tú mismo, si te fijas, tendrás la impresión de ser una persona, pero de hecho eres otra.

COMPRADOR. — ¿Qué dices? ¿Que soy yo otro y no el hombre que está ahora mismo dialogando contigo?

PITÁGORAS. — Sí, ahora eres ese hombre; pero hace mucho tiempo apareciste en otro cuerpo y en otro nombre. Y con el tiempo nuevamente pasarás a otro.

COMPRADOR. — ¿Estás diciendo esto, a saber, que yo voy a ser inmortal evolucionando a otras muchas formas? [6] Bueno; basta ya de ese tema. A ver, ¿cómo es lo que se refiere al régimen de comidas?

PITÁGORAS. — No me alimento de ningún ser vivo; excepto habas, como de todo lo demás.

COMPRADOR. — Y eso, ¿por qué? ¿Es que te dan asco las habas?

PITÁGORAS. — No, pero son sagradas y su naturaleza es prodigiosa. En primer lugar, son simiente, y si pelas un haba que está todavía verde, verás que la contextura es parecida a los genitales masculinos. Y si las cueces y las expones a la luna en unas noches determinadas, harás sangre. Pero, lo más importante, es costumbre que entre los atenienses los cargos públicos se elijan con habas 4.

COMPRADOR. — Todas tus palabras son hermosas y las pronuncias con un aire de solemnidad sagrada. Pero, desnúdate, que quiero verte desnudo. ¡Por Heracles, tienes el muslo de oro! Da la impresión de ser una divinidad y no un mortal; así que lo compro con toda seguridad. ¿Por cuánto lo subastas?

HERMES. — Por diez minas.

COMPRADOR. — Ahí tienes; por ese precio me lo llevo.

ZEUS. — Anota el nombre de quien lo va a comprar y de dónde es.

HERMES. — Parece ser, Zeus, un italiota de la zona que rodea Crotona y Tarento y la Grecia limítrofe. Pues, en verdad, no uno sino casi trescientos lo han comprado, o mejor lo han «compartido».

ZEUS. — Que les vaya bien. Ofrezcamos a otros.

HERMES. — ¿Quieres a aquel que está manchado de polvo, [7] al del Ponto?

ZEUS. — De acuerdo.

HERMES. — ¡Eh, tú, el que está colgando la alforja, el de la camisa sin mangas, ven aquí y date una vuelta por la sala! ¡Vendo una vida varonil, una vida excelente y notable, una vida libre! ¿Quién está dispuesto a comprarla?

COMPRADOR. — Heraldo, ¿tú qué dices? ¿Que vendes a un hombre que es libre?

HERMES. — Sí señor.

COMPRADOR. — ¿Y no temes que te lleve a juicio por sometimiento a esclavitud o te cite ante el Areópago?

HERMES. — A él no le importa que lo subaste, pues cree que es libre en todas las facetas.

COMPRADOR. — ¿Y qué provecho podrá sacar alguien de él, sucio, y en un estado tan desastroso? Habría que dedicarle a cavar o a llevar agua.

HERMES. — No sólo eso; si le encargas que vigile la puerta de la casa, lo hará con más fidelidad que los perros; por cierto que «perro» 5 se llama.

COMPRADOR. — ¿De dónde es y qué está dispuesto a que se le encomiende?

HERMES. — Pregúntale, es lo mejor que se puede hacer.

COMPRADOR. — Me da miedo su ceño fruncido y cabizbajo, no sea que me dé un ladrido al acercarme a él o, incluso, por Zeus, me dé un mordisco. ¿No ves cómo, preparado el mazo, frunce las cejas y cómo mira de reojo con aire amenazador y enfadado?

HERMES. — No tengas miedo, pues está domesticado.

[8] COMPRADOR. — En primer lugar, buen hombre, ¿de dónde eres?

DIÓGENES. — De todas partes.

COMPRADOR. — ¿Cómo dices?

DIÓGENES. — Estás viendo a un ciudadano del mundo.

COMPRADOR. — ¿Imitas a alguien?

DIÓGENES. — A Heracles.

COMPRADOR. — ¿Por qué no vas recubierto tú también de una piel de león? Porque en el mazo te pareces a él 6.

DIÓGENES. — Ésta es mi piel de león: la capa raída. Y, al igual que aquél, yo lucho contra los placeres, sin que nadie me obligue a ello, por voluntad propia, pues he elegido limpiar la vida de inmundicias.

COMPRADOR. — Buena elección, pero ¿qué se puede decir que sabes fundamentalmente, o a qué te dedicas?

DIÓGENES. — Soy libertador de hombres y médico de aflicciones. En una plabra, quiero ser «profeta» de la verdad y la franqueza.

[9] COMPRADOR. — ¡Bien, «profeta» 7! Y caso que te compre, ¿cuál será tu comportamiento?

DIÓGENES. — En primer lugar, cogiéndote y quitándote la molicie y encerrándote conmigo en la indigencia, te pondré una capa corta y, después, te obligaré a pasar fatigas y penalidades, durmiendo en el suelo, bebiendo agua y llenando tu estómago de aquello que la suerte te depare. En segundo lugar, tus bienes, si es que los tienes, si me haces caso, los arrojarás al mar; te desentenderás de boda, hijos y patria, y todo eso serán para ti fruslerías; abandonando la casa paterna, vivirás en un hoyo o en un torreón solitario o, incluso, en un tonel. Que tu bolsa esté llena de altramuces y libros escritos por el dorso. De esa manera podrás decir que eres más feliz que el gran rey. Y si alguien te torturase o te azotase, no pienses que está haciendo nada doloroso.

COMPRADOR. — A ver, ¿cómo es eso que dices, el no sentir dolor al ser azotado? ¡Que a mí no me han recubierto la piel de un caparazón de tortuga o de erizo!

DIÓGENES. — A poco que lo cambies, imitarás aquel verso de Eurípides.

COMPRADOR. — ¿Cuál?

DIÓGENES. [10]

La mente te dolerá, pero la lengua no te dolerá 8.

Los rasgos que más te conviene adquirir son éstos: es útil ser intrépido y andar y censurar por igual a todos, reyes y ciudadanos de a pie. Así, todos se fijarán en ti y te tendrán por un auténtico hombre. Que tu acento sea extranjero y tu voz hueca y sin modulación, parecida a la de un perro; la cara estirada y el paso adecuado a tu porte, y en todas las facciones un aire feroz y agresivo. Queden desterrados el decoro, la cortesía, la moderación, y quita raspando el sonrojo de tu rostro por completo. Frecuenta los lugares más poblados de hombres y, en ellos, desea estar solo sin compañía, sin acercarte a amigo o a extranjero. Todo eso es la liberación de las ataduras. A la vista de todos haz, ten valor, lo que ni siquiera en privado te atreverías a hacer, y de los placeres del amor, elige los más divertidos y, por último, si te parece, cómete un pulpo o una sepia cruda y muérete. Ésa es la felicidad que te procuraremos.

[11] COMPRADOR. — Lárgate. Dices porquerías impropias de un hombre.

DIÓGENES. — Pero, oye, tú, es muy fácil y está al alcance de todos el buscar ese tipo de vida. No te hará falta educación, ni doctrinas, ni charlas, sino que ese camino es para ti un atajo hacia la fama. Y aunque seas un ciudadano de a pie, zapatero o vendedor de salazones o carpintero o banquero, nada te impedirá ser un tipo admirado, simplemente si la desvergüenza y la cara dura están a tu lado y aprendes a criticar bien a la gente.

COMPRADOR. — Para eso no te necesito. Tal vez, si fueras un marinero o jardinero, me vendrías al pelo, y eso, siempre y cuando ése quisiera venderte, como máximo, por dos óbolos.

HERMES. — Toma y llévatelo. Estaremos encantados de vernos libre de un tipo molesto, chillón y que no para de meterse con todo el mundo y que no dice a voz en grito más que tonterías.

[12] ZEUS. — ¡Venga! Llama a otro, al cirenaico, al del vestido de púrpura, que lleva una corona.

HERMES. — Venga, tú, acércate. ¡Un ejemplar perfecto que está pidiendo a gritos gentes con dinero! He aquí una vida sumamente gozosa, una vida superfeliz. ¿Quién tiene ganas de lujo? ¿Quién compra al más exquisito del mercado?

COMPRADOR. — Ven tú y di qué es lo que sabes, que yo te compraré si me vas a ser útil.

HERMES. — No le molestes, buen hombre, ni le preguntes, que está borracho. Así que mal podría contestarte, pues, como estás viendo, se le traba la lengua.

COMPRADOR. — Pues, ¿quién con dos dedos de frente compraría a esta piltrafa de hombre tan corrompido y desenfrenado? ¡De cuántos perfumes desprende el aroma cuando camina con paso inseguro y vacilante! Pero, aunque sea, tú, Hermes, dinos cuáles son sus cualidades y qué ventajas tiene.

HERMES. — En dos palabras; es bueno para vivir con él y capaz de compartir la bebida y está predispuesto a acompañar a su señor, amante, corrompido, cuando va de jarana por ahí con una flautista. Por lo demás es catador de manjares y cocinero muy diestro, y un conocedor perfecto del pasarlo bien. Fue educado en Atenas, pero estuvo como esclavo en Sicilia, en la corte de los tiranos, mas goza de muy buena reputación entre ellos. Lo más importante de su forma de actuar es que desprecia todo y a todos, de todo y todos se aprovecha y de todas partes va recogiendo para sí.

COMPRADOR. — Yo creo que es hora de echar un vistazo a otro de esos hombres ricos y acaudalados; desde luego, yo no estoy dispuesto a comprar una vida atolondrada.

HERMES. — Ése parece que está ahí parado, sin comprador, para nosotros.

ZEUS. — ¡Cámbialo de sitio! Ahora trae a otro; mejor [13] esos dos, el que ríe, de Abdera, y el que llora, de Éfeso. Quiero que los compréis a los dos en un lote.

HERMES. — Bajad los dos al medio. ¡Vendo las dos vidas más excelentes; estamos subastando las más sabias de todas las vidas!

COMPRADOR. — ¡Ay, Zeus, qué contraste! El uno no para de reír y el otro parece que está plañendo a un muerto; por lo menos, llora a mares. Oye, tú, ¿de qué te ríes?

DEMÓCRITO. — (Con acento extranjero.) ¿Me preguntas? Pues, porque todos los asuntos vuestros me parecen ridículos y vosotros mismos también.

COMPRADOR. — ¿Cómo dices? ¿Te burlas de todos nosotros y te importan un pepino nuestros asuntos?

DEMÓCRITO. — Así es. Nada que justifique tantos afanes hay en ellos; todo es un vacío y un impulso de átomos e infinitud.

COMPRADOR. — Tú sí que estás de verdad vacío e infinitamente [14] ido. ¡Maldita sea!, ¿no vas a dejar de reírte? Y tú, buen hombre, ¿por qué lloras? Me parece que es mucho mejor hablar contigo.

HERÁCLITO. — Pienso, extranjero, que los avatares humanos son dignos de lamentos y sollozos y que no hay ninguno de ellos que no sea perecedero. Por ello, los compadezco y me lamento. Y no estimo importantes las cosas de ahora, sino las que serán en tiempo posterior, totalmente enojosas; me refiero a las catástrofes y al desastre del universo. Eso es lo que lamento, porque no se puede hacer nada por impedirlo, sino que en cierto modo todo se amontona en una amalgama, y viene a ser lo mismo gozar y no gozar, saber y no saber, lo grande y lo pequeño; deambulamos de arriba abajo y de abajo arriba, sujetos a cambios en el juego de la eternidad.

COMPRADOR. — ¿Qué es la eternidad?

HERÁCLITO. — Un niño que juega moviendo fichas.

COMPRADOR. — ¿Qué son los hombres?

HERÁCLITO. — Dioses mortales.

COMPRADOR. — Y ¿qué los dioses?

HERÁCLITO. — Hombres inmortales.

COMPRADOR. — Oye tú; enigmático es lo que dices, o ¿es que me estás proponiendo adivinanzas? Así de simple, como Loxias, no explicas nada con exactitud 9.

HERÁCLITO. — No me importa nada de vosotros.

COMPRADOR. — Entonces, nadie que tenga dos dedos de frente estará dispuesto a comprarte.

HERÁCLITO. — Desde que estaba en plena juventud, mi misión es lamentarme por todos, por los que compran y por los que no.

COMPRADOR. — Precisamente, esa desgracia no está exenta de un cierto trastorno mental. Yo, desde luego, no pienso comprar a ninguno de los dos.

HERMES. — Pues se van a quedar éstos también sin comprador.

ZEUS. — Anuncia a otro.

HERMES. — ¿Quieres que anunciemos a aquel ateniense, el gracioso?

ZEUS. — Muy bien.

HERMES. — Tú, ven aquí. Vamos a subastar una vida [15] honesta y sensata, ¿quién va a comprar al más sagrado?

COMPRADOR. — A ver tú, ¿qué diablos sabes hacer?

SÓCRATES. — Soy pederasta 10 y entiendo de temas del amor.

COMPRADOR. — ¿Cómo, pues, te voy a comprar? Lo que yo necesitaba para mi hermoso niño es un pedagogo.

SÓCRATES. — ¿Quién podría haber más apropiado que yo para estar con un hermoso joven? Y conste que no soy un amante de los cuerpos; pienso que es el alma la que es realmente bella, sin lugar a dudas; si me cobijaran bajo el mismo manto, oirías que no han sufrido menoscabo alguno de parte mía 11.

COMPRADOR. — Dices cosas increíbles, como que quien es pederasta no se mete en berenjenales más allá de las fronteras del alma, y eso teniendo la ocasión, máxime yaciendo bajo el mismo manto.

[16] SÓCRATES. — Por el perro y el plátano te juro que eso es así.

COMPRADOR. — ¡Ay, Heracles, qué absurdos los dioses!

SÓCRATES. — ¿Qué estas diciendo? ¿No te parece que el perro es una divinidad? ¿No estás viendo, por ejemplo, qué importante es Anubis en Egipto? ¿Y Sirio en el cielo y Cerbero en el mundo subterráneo?

[17] COMPRADOR. — Llevas razón. Yo estaba equivocado. Pero ¿qué clase de vida llevas?

SÓCRATES. — Habito una ciudad que he modelado a mi medida, me rijo por una constitución extranjera y pienso que las mías son las únicas leyes.

COMPRADOR. — Me gustaría oír uno de los decretos.

SÓCRATES. — Escucha el más importante, a mi parecer, que versa sobre las mujeres: «que ninguna de ellas sea de ningún hombre solo, que participe del matrimonio todo el que quiera» 12.

COMPRADOR. — ¿Quieres decir, abolir las leyes sobre el adulterio?

SÓCRATES. — Sí, por Zeus, y así zanjaríamos toda la hipocresía sobre el tema.

COMPRADOR. — ¿Y qué te parece respecto de los jóvenes en la flor de la vida?

SÓCRATES. — También sus caricias serán un premio para los que hayan realizado trabajos destacados y notables.

COMPRADOR. — ¡Ay, ay, qué excesiva generosidad! ¿Y [18] qué es para ti lo importante de la sabiduría?

SÓCRATES. — Las «ideas» y los modelos de los seres. Todo cuanto ves, la tierra, lo que hay sobre ella, el cielo, el mar, son imágenes invisibles establecidas fuera del universo.

COMPRADOR. — ¿Dónde están establecidas?

SÓCRATES. — En ninguna parte; si estuvieran en algún lugar, no existirían.

COMPRADOR. — No veo bien esos modelos que dices.

SÓCRATES. — Evidente, puesto que tienes ciego el ojo del espíritu. Yo, en cambio, estoy viendo imágenes de todo, veo un tú invisible y un yo distinto, y así lo veo todo doble.

COMPRADOR. — Por lo menos, eres lo suficiente sabio y fino en tus apreciaciones como para que merezca la pena comprarte. Vamos a ver, tú, ¿cuánto me vas a hacer pagar por él?

HERMES. — Dos talentos.

COMPRADOR. — Lo compro por el precio que dices. Luego te traigo el dinero.

HERMES. — ¿Cómo te llamas? [19]

COMPRADOR. — Dión de Siracusa.

HERMES. — Toma y llévatelo. Que te vaya bien. Voy a llamarte ya, epicúreo. ¿Quién está dispuesto a comprar a éste? Es discípulo de aquel que se reía y del que estaba borracho, a los que subastamos poco antes. Él sabe una cosa más que ellos, en la medida en que es más impío. En otros aspectos es agradable y amigo de la buena mesa.

COMPRADOR. — ¿Cuál es su precio?

HERMES. — Dos minas.

COMPRADOR. — Toma. Por cierto, para que lo sepa yo, ¿cuáles son los manjares que le gustan?

HERMES. — Come cosas dulces y pringosas, pero sobre todo higos.

COMPRADOR. — No hay problema, le compraremos pasteles de frutas de los carios.

[20] ZEUS. — Llama a otro, a aquel que tiene una cicatriz en la piel, de aspecto taciturno, al del Pórtico 13.

HERMES. — Llevas razón. Al menos, parece que una gran multitud de los que se concentran en el ágora le espera. ¡Vendo la virtud personificada, la más perfecta de las vidas! ¿Quién es el único que quiere saberlo todo?

COMPRADOR. — ¿Por qué dices esto?

HERMES. — Porque él es un sabio único y bueno, el único justo y valeroso, rey, orador, rico, legislador y todo lo demás.

COMPRADOR. — ¿No es también un cocinero único, y también, por Zeus, un zapatero único, un carpintero único y demás cosas por el estilo?

HERMES. — Parece que sí.

[21] COMPRADOR. — Ven aquí, buen hombre, y dime a mí, tu comprador, cómo eres y, ante todo, si no te disgusta el hecho de que vaya yo a comprarte y, en consecuencia, pases a ser esclavo.

CRISIPO. — En absoluto. Esas cosas no están en nuestras manos. Y lo que no está en nuestras manos es inmaterial.

COMPRADOR. — No entiendo a qué te refieres.

CRISIPO. — ¿Qué dices? ¿No comprendes que de esas cosas una son preferibles y otras impreferibles? 14.

COMPRADOR. — Pues tampoco ahora entiendo ni jota.

CRISIPO. — Normal. No estás acostumbrado a nuestros términos, ni tienes la «fantasía cataléptica»; en cambio, el estudioso que ha aprendido «teoría lógica» no sólo sabe todo eso, sino además, cuáles son las causas fortuitas y accidentes secundarios y en qué se diferencian entre sí.

COMPRADOR. — En aras de la sabiduría, no me dejes sin explicar lo que es la causa fortuita y el accidente secundario 15. No sé cómo me he visto impactado por el ritmo de los términos.

CRISIPO. — Nada de confundirte. Pongamos que alguien que es cojo tropieza en una piedra precisamente con el pie del que cojea y se lesiona fortuitamente; la cojera que tenía es la causa fortuita; la herida es el accidente secundario.

COMPRADOR. — ¡Qué sutileza! ¿Qué más dices que [22] sabes?

CRISIPO. — Los entresijos de las palabras con los que atrapo a los que se dirigen a las masas y les cierro la boca y los hago callar, poniendo en torno a su boca el bozal.

A esa capacidad se le da el nombre de «famoso silogismo» 16.

COMPRADOR. — Por Heracles, duro e inextricabale es lo que dices.

CRISIPO. — Vamos a ver; fíjate, al menos. ¿Tienes niños?

COMPRADOR. — ¿A cuento de qué me lo preguntas? CRISIPO. — Si un cocodrilo, pongamos por caso, te arrebata al hijo cerca del río por encontrarlo perdido y te prometiera devolverlo después, si le dijeras de verdad lo que él pretendía hacer respecto de devolverlo o no, ¿qué dirías que habría decidido?

COMPRADOR. — ¡Qué pregunta tan difícil de contestar! No sé con qué respuesta podría devolverme al hijo. Vamos, por Zeus, con tu respuesta devuélveme salvo al niño, no sea que se anticipe el cocodrilo y se lo engulla. CRISIPO. — ¡Ánimo! Te enseñaré cosas más asombrosas. COMPRADOR. — ¿Cuáles?

CRISIPO. — Al «Segador» y al «Señor» y, sobre todo, a «Electra» y al «Oculto» 17.

COMPRADOR. — ¿Quién es ese Razonamiento Oculto o a qué Electra te refieres?

CRISIPO. — A la famosa Electra, la hija de Agamenón, que al mismo tiempo sabía y no sabía las mismas cosas. Cuando estaba a su lado Orestes, sin haberse dado aún a conocer, conocía a Orestes, que era su hermano, pero desconocía que ése fuera Orestes. Respecto del Razonamiento Oculto vas a oír un argumento sorprendente. Contéstame, ¿conoces a tu padre?

COMPRADOR. — Sí.

CRISIPO. — ¿Y entonces? Si yo, poniendo a tu lado a alguien «oculto», pregunto: ¿lo conoces?, ¿qué dirás?

COMPRADOR. — Que lo desconozco por completo.

CRISIPO. — Pues era tu padre; de manera que si lo [23] ignoras es evidente que desconoces a tu padre.

COMPRADOR. — No, no. Al destaparlo sabré la verdad. Pero, cambiando de tema, ¿cuál es para ti el fin de la sabiduría, o qué harás cuando llegues al culmen de la virtud?

CRISIPO. — Entonces llegaré a estar en torno a las cosas más importantes de la naturaleza; quiero decir, la riqueza, la salud y cosas por el estilo. Antes es obligatorio haber abordado muchos y penosos trabajos aguzando la vista en libros de trazos finos y recopilando escolios y saturándose de solecismos y palabras absurdas. Y lo más importante, no es lícito llegar a ser sabio sin antes beber tres tragos de eléboro de golpe.

COMPRADOR. — Eso es digno de tu estirpe y muy propio de un hombre hecho y derecho. Oye, y el ser un Gnifo 18 y usurero —y veo que esto te cuadra—, ¿qué diremos, que es propio de un hombre que ha bebido el eléboro y está en el culmen de la virtud?

CRISIPO. — Sí. Al menos el hacer préstamos le cuadraría sólo al sabio. Puesto que lo suyo es darle vueltas a la cabeza, y el prestar y calcular los intereses parece estar cercano al discurrir, sólo le cuadraría al estudioso esa tarea. Y no sólo los intereses puros y simples como los otros, sino el sacar partido de esos intereses. ¿O es que no sabes que de los intereses unos son primeros, otros segundos, como si dijéramos frutos éstos de aquéllos? Ya ves lo que dice también el «silogismo»: si se coge el primer interés también el segundo; pero hay que coger el primero para coger el segundo.

[24] COMPRADOR. — Así, pues, ¿diremos lo mismo respecto de los honorarios que por tu sabiduría recoges de los jóvenes, y que es evidente que el estudioso cobra honorarios por la virtud?

CRISIPO. — Ya vas aprendiendo. La clave de cobrar no está en mí, sino en quien paga. El uno es desprendido, el otro tacaño; yo me ejercito en ser tacaño y el alumno desprendido.

COMPRADOR. — Pues sería conveniente que el joven en cuestión fuera tacaño y tú el único rico derrochón.

CRISIPO. — Oye, tú, que me estás tomando el pelo. Fíjate no vaya a atravesarte con el arco de un silogismo nunca demostrado.

COMPRADOR. — ¿A ver qué cosa terrible se desprende de tu flecha?

CRISIPO. — Perplejidad, mutismo y desviación de la [25] mente. Y lo más importante, si quiero te demostraré en un instante que eres una piedra.

COMPRADOR. — ¿Cómo una piedra? ¡Ay, buen hombre!, no me parece que seas Perseo 19.

CRISIPO. — ¿Cómo que no? ¿La piedra es un cuerpo?

COMPRADOR. — Sí.

CRISIPO. — ¿Y qué? ¿El animal 20 no es un cuerpo?

COMPRADOR. — Sí.

CRISIPO. — ¿Y tú no eres animal?

COMPRADOR. — Al menos, eso parezco.

CRISIPO. — Pues, entonces eres una piedra.

COMPRADOR. — De ninguna manera, así que libérame, por Zeus y hazme hombre desde el principio del todo.

CRISIPO. — No es difícil. Vuelve a ser un hombre. Dime, ¿todo cuerpo es animal?

COMPRADOR. — No.

CRISIPO. — ¿Cómo? ¿Una piedra es un animal?

COMPRADOR. — No.

CRISIPO. — ¿Tú eres un cuerpo?

COMPRADOR. — Sí.

CRISIPO. — ¿Siendo un cuerpo eres un animal?

COMPRADOR. — Sí.

CRISIPO. — Entonces no eres una piedra si eres un animal.

COMPRADOR. — Menos mal, que ya se me estaban quedando las piernas frías como las de Níobe 21; se me estaban quedando heladas. Pues te voy a comprar. ¿Cuánto hay que pagar por él?

HERMES. — Doce minas.

COMPRADOR. — Ahí tienes.

HERMES. — ¿Eres tú el único comprador?

COMPRADOR. — Por Zeus, todos esos a los que ves.

HERMES. — Hay muchos y bien fornidos de hombros, que vienen como anillo al dedo 〈para el Segador〉.

[26] ZEUS. — No pierdas el tiempo; llama a otro.

HERMES. — Al peripatético, a ti te digo, al guapo, al rico; ven aquí. Vais a comprar al más inteligente, al que sabe absolutamente todo.

COMPRADOR. — Y ¿cómo es?

HERMES. — Moderado, contenido, de vida ordenada y, lo más importante, doble.

COMPRADOR. — ¿Cómo dices?

HERMES. — Por fuera da la impresión de ser uno, pero por dentro parece ser otro; así que, si lo compras, acuérdate de llamar a una parte «exotérica» y a otra «esotérica».

COMPRADOR. — ¿Y qué es lo que sabe, fundamentalmente?

HERMES. — Que tres son las excelencias; las del alma, las del cuerpo, las del mundo exterior.

COMPRADOR. — Piensa como un ser humano; ¿cuánto es?

HERMES. — Veinte minas.

COMPRADOR. — Mucho es.

HERMES. — No, buen hombre. Él parece tener algún dinero, así que no te demores en comprarlo. Y, además, a su lado, aprenderás, al punto, cuánto tiempo vive el mosquito, a cuánta profundidad brilla el mar bajo el sol y cómo es el alma de las ostras.

COMPRADOR. — ¡Por Heracles, qué rigor!

HERMES. — Pues ¿qué, si oyeras otras cosas mucho más agudas que ésas, respecto de la fecundación y la generación y de la modelación de los embriones en las matrices y por qué un hombre puede ser capaz de reír y un burro, en cambio, no es capaz de reír, ni de fabricar casas, ni apropiado para la navegación?

COMPRADOR. — Cosas muy sublimes dices y sus enseñanzas son provechosas; así que voy a comprarlo por las veinte minas.

HERMES. — De acuerdo. [27]

ZEUS. — ¿Quién nos falta?

HERMES. — Queda el escéptico ése. ¡Tú, Pirrias 22, acércate y que al instante te ofrezcan en público! Ya se va largando la muchedumbre y en pocos instantes se procederá a la subasta. Sin embargo, veamos, ¿quién quiere comprar a éste?

COMPRADOR. — Yo mismo. Pero primero dime, ¿tú qué sabes?

PIRRÓN. — Nada.

COMPRADOR. — ¿Cómo dices eso?

PIRRÓN. — Simplemente, porque me parece que nada existe.

COMPRADOR. — Entonces, nosotros no existimos.

PIRRÓN. — Eso no lo sé.

COMPRADOR. — ¿Y no sabes si tú existes?

PIRRÓN. — Aún sé menos eso precisamente.

COMPRADOR. — ¡Qué problemas! ¿Y qué quieren de ti esas balanzas?

PIRRÓN. — Trato de sopesar en ellas los argumentos y trato de equilibrarlos. Y una vez que veo los dos platillos perfectamente equilibrados, entonces, sí, entonces desconozco cuál es el más verdadero.

COMPRADOR. — ¿Y de las demás cosas qué harías gustosamente?

PIRRÓN. — Todo, excepto ponerme a perseguir a un esclavo fugitivo.

COMPRADOR. — ¿Por qué te parece eso imposible?

PIRRÓN. — Porque no lo atrapo, buen hombre.

COMPRADOR. — No me extraña. Pareces ser un tipo lento y remolón. ¿Cuál te parece la culminación de la sabiduría?

PIRRÓN. — La ignorancia y el no oír, ni ver.

COMPRADOR. — ¿Quieres decir el ser al mismo tiempo ciego y mudo?

PIRRÓN. — Y, además, el ser indeciso, insensible y no diferenciarse en nada de un gusano.

COMPRADOR. — Precisamente por eso vale la pena comprarte. ¿Cuánto dices que hay que pagar?

HERMES. — Una mina ática.

COMPRADOR. — Ahí tienes. Oye, tú, ¿qué dices? ¿Te acabo de comprar?

PIRRÓN. — No está claro.

COMPRADOR. — ¿Cómo que no? Acabo de comprarte y ya pagué el dinero.

PIRRÓN. — Pero yo me resisto y estoy recapacitando.

COMPRADOR. — Pues, acompáñame, que tienes que ser mi criado.

PIRRÓN. — ¿Quién sabe si estás diciendo la verdad?

COMPRADOR. — El pregonero y la mina y los aquí presentes.

PIRRÓN. — ¿Es que hay aquí gente?

COMPRADOR. — Pues yo, metiéndote ya a trabajar en el molino, te convenceré, con el argumento más corriente, de que soy tu dueño.

PIRRÓN. — Ni se te ocurra.

COMPRADOR. — Por Zeus, ya he dicho que sí.

HERMES. — Tú, deja de resistirte y acompaña a tu comprador. Y a vosotros, hasta mañana. Ahora vamos a subastar vidas corrientes, obreras y comerciantes.


1 Como se ha indicado en la Introducción, no se trata de subastar vidas —sensu stricto—, ni filósofos con nombres y apellidos, sino tipos de vida, actitudes morales, comportamientos y visión de la vida, eso es lo que Hermes pone a subasta a voz en grito.

2 Si hacemos caso de lo que cuenta HERÓDOTO, Historia I 34, 85, uno de los hijos de Creso era mudo.

3 El triángulo perfecto al que se alude en otros diálogos debe reflejarse gráficamente para su mejor comprensión:


Pitágoras responde a las preguntas con marcado acento jónico, que en una lectura sí podríamos reflejar.

4 En primer lugar, pienso que son alubias más que habas a lo que se refiere el texto, y es cierto que se empleaban en los sorteos de los cargos públicos, si bien existen otros procedimientos.

5 Véase Menipo o Necromancia, n. 2.

6 La piel de león y la maza o clava eran los atributos distintivos de Heracles.

7 No entro a discutir la acepción del término «profeta» deformado por las traducciones defectuosas de los textos bíblicos, entre otros. Lo mantengo porque entiendo que refleja mejor que ningún otro, el contraste entre Diógenes y su posible comprador; una sola palabra para traducir prophētḗs sería difícil de encontrar.

8 Alude al v. 612 del Hipólito de EURÍPIDES: «la lengua ha jurado, pero la mente no».

9 Sobrenombre que se le daba a Apolo como responsable último de los oráculos que se daban en Delfos; oráculos deliberadamente confusos y ambiguos.

10 La traducción puede prestarse, hasta cierto punto, a confusión, pues, de entrada, suena un poco fuerte para presentar a Sócrates. Nótese, sin embargo, que el comprador hace, en el texto griego, un pequeño juego de palabras; no necesita un «ped-erasta» sino un «ped-agogo». El propio Sócrates aclara y matiza su carácter «pederasta» en las frases siguientes.

11 Alusión a las palabras pronunciadas por Alcibíades en el Banquete 219d.

12 Clara alusión a las teorías platónicas de corte comunista, lo que se ha dado en llamar «el amor libre». Buena punta le sacó ARISTÓFANES en Las asambleÍstas. Más abajo, al revelar el nombre del comprador, estos puntos se aclaran. Dión de Siracusa, influenciado, y en gran medida, por Platón, puja por conseguir y la consigue, la vida de Sócrates.

13 Mejor sería traducir «porche», pues «pórtico» se emplea en la actualidad como un término, diríamos, específico del arte. Una stoá, palabra griega que ha dado nombre a los estoicos es lo más parecido a una galería o porche.

14 A partir de aquí comienzan a emplearse términos específicos de la filosofía estoica que son muy difíciles de traducir; tal vez lo ideal sería dejarlos tal cual. He aceptado, en este caso, la traducción de A. Tovar.

15 Se les puede llamar, respectivamente, «accidente» y «preteraccidente»; en griego, sýmbama y parasýmbama.

16 Intentemos aclarar el pequeño galimatías del cocodrilo, que viene a continuación, para ver como funciona «el famoso silogismo».

Supongamos el siguiente diálogo:

Supuesto A Supuesto B
COCODRILO. — ¿Voy a devolverte el niño, sí o no? COCODRILO. — ¿Voy a devolverte el niño, sí o no?
PADRE. — Sí PADRE. — No
COCODRILO. — Te equivocas. COCODRILO. — Tienes razón.
| |
En consecuencia, el cocodrilo devora al niño. En consecuencia, se lo queda y no se lo devuelve.

CONCLUSIÓN.

El cocodrilo siempre gana.

El padre siempre pierde.

¡Divertido botón de muestra! ¿No es verdad?

17 Continúa Crisipo anonadando a su eventual comprador. Se trata de cuatro tipos de lógoi que cómodamente traducimos por «razonamientos». Dado que el «Electra» y el «Oculto» se explican, procede decir dos palabras respecto de los dos primeros. El «Segador» se basa en un empleo engañoso de la negación; al parecer, alguien se encargaba de demostrar que un hombre que iba a segar un campo no podía hacerlo; de ahí su nombre. El «Señor» consiste en que de cuatro proposiciones deben escogerse tres, al tiempo que se desecha una. Si observamos el funcionamiento del «Electra» y del «Oculto», veremos que todo se basa en el empleo ingenioso y sistemático de la falacia, para que, pase lo que pase y se responda lo que se responda, el oponente lleve siempre las de perder.

18 Quiere decir un avaro.

19 Recuérdese la historia de Perseo, a la que, por cierto, se aludirá al principio del último diálogo (Los retratos) de este volumen. Perseo derrotó a Medusa y le cortó la cabeza, pero su mirada tenía la propiedad de petrificar a quien la recibía.

20 Léase zṓon en el sentido de «ser viviente».

21 Alusión a algo que viene explicado en la n. 1 del último diálogo del presente volumen, pues allí es donde le cuadra una explicación más detallada.

22 Mote o, mejor, apelativo cariñoso para referirse a Pirrón de Elide, fundador de la escuela escéptica.

Obras II

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