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EL PESCADOR O LOS RESUCITADOS

Como vimos en el título anterior, Luciano ha asestado un duro golpe a las escuelas filosóficas de su época. Procediendo a aquella original subasta no ha conseguido sino atraerse las iras de todos los filósofos. Hasta tal punto ha llegado la unanimidad, que en un proceso con todas las de la ley, en un tribunal que preside la mismísima Filosofía en persona, designan a Diógenes, el famoso filósofo cínico, aquel que andaba por la ciudad con un candil «buscando un hombre», a fin de que éste pronuncie un discurso en defensa de todos ellos. Nos pones verdes como Aristófanes, le dicen. Luciano contraataca de forma un tanto desconcertante, pues dice que no van sus críticas contra los grandes maestros y los grandes fundadores de escuelas y sectas, sino contra los filósofos de la época, contemporáneos suyos y seguidores de aquéllos. Pero es evidente —léanse cualesquiera opúsculos de Luciano— que nuestro autor lo dice con la boca pequeña. En efecto, la segunda parte nos presenta una pintoresca parodia: una pesca de «peces filosóficos»; desde lo alto de la Acrópolis se tiende la caña y al cabo acuden humillados, y caricaturizados, los filósofos que parecen corroborar con su actitud los argumentos que contra ellos esgrime Luciano a lo largo de toda su producción.

[1] SÓCRATES. — Pega, pégale al maldito con piedras a montones. Pégale, además, con terrones de tierra. Y encima aún, con tejas. Golpea con los palos al culpable. Mira, no sea que se escape. Y tú, tira, Platón, y tú y todos, cerremos filas contra él. Pues,

alforjas con alforjas se defienden y bastones con bastones 1.

El enfrentamiento nos afecta a todos y no hay nadie de nosotros a quien no haya ultrajado. Tú, Diógenes, si alguna vez lo has hecho antes, maneja el palo. No aflojéis. Dadle el castigo que merece, pues es un calumniador. ¿Qué pasa? ¿Os habéis cansado, Epicuro y Aristipo? Vaya, por lo visto no había que hacerlo.

Sois hombres, sabios, acordaos de la cólera impetuosa 2.

¡Aristóteles, manos a la obra! ¡Más deprisa aún! Hemos [2] capturado la presa. Ya te tenemos, miserable. Al menos sabrás enseguida a quiénes estás insultando. Pero, ¿de qué manera alguien le echará el guante? Maquinaremos contra él una muerte pintoresca que pueda satisfacernos a todos nosotros; al menos es justo que perezca siete veces (una vez) por cada uno de nosotros.

FILÓSOFO. — A mí me parece que debe ser crucificado.

OTRO. — Sí, por Zeus, pero antes azotado.

OTRO. — Pero, mucho antes, haberle sacado los ojos a tirones.

OTRO. — Y mucho antes aún haberle cortado la lengua.

SÓCRATES. — ¿Y a ti qué te parece, Empédocles?

EMPÉDOCLES. — Tirarle al volcán 3 para que aprenda a no insultar a los que son más fuertes que él.

PLATÓN. — Sin lugar a dudas lo mejor sería, como un Penteo u Orfeo cualquiera, «encontrar en las rocas un destino lacerante» 4, para que cada uno se marche con una tira de su piel.

[3] PARRESÍADES 5. — De ninguna manera, ¡por el dios que acoge las súplicas, perdonadme!

PLATÓN. — Estás perdonado. Aún así, no te soltaríamos. Ya ves lo que dice Homero

que no hay juramentos fiables entre leones y hombres 6.

PARRESÍADES. — Sí, sí, yo os suplicaré, siguiendo a Homero; tal vez cantéis sus versos y no hagáis la vista gorda, cuando, como un rapsodo, cante:

Perdonad la vida a un hombre que no es malo y recibid los rescates merecidos, bronce y oro, lo que aman precisamente los sabios 7.

SÓCRATES. — No nos quedaremos cortos a la hora de darte una réplica homérica; escucha:

No arrojes, maldito, al ánimo la huida de mí, aunque hables de otro, una vez que llegaste a mis manos 8.

PARRESÍADES. — ¡Ay de mis males! No nos vale Homero, mi mayor esperanza; tendremos que ir a parar a Eurípides. Tal vez me salve aquello de…

No mates; no es lícito matar al suplicante 9.

PLATÓN. — ¿Y qué? ¿No es también de Eurípides aquello de

No sufrir cosas terribles los que han hecho cosas terribles? 10.

PARRESÍADES. — Ahora, pues, matadme por cuestión de palabras.

PLATÓN. — Sí, por Zeus, al menos él mismo dice:

De bocas desbocadas, de locuras sin ley el final es una desgracia 11.

PARRESÍADES. — Bien, puesto que os parece, sin duda, [4] conveniente matarme y no hay artimaña alguna para que escape, por lo menos decidme quiénes sois, o qué ofensas tan irremediables habéis recibido de parte mía, que os habéis enfadado con tanta acritud conmigo y, de mutuo acuerdo, me habéis abocado a la muerte.

PLATÓN. — Pregúntate a ti mismo, miserable, los terribles males que has causado y los bellos discursos aquellos en los que ponías verde a la filosofía y te chuleabas de nosostros como si nos subastaras en un mercado, a nosotros, hombres sabios, lo más importante, y libres. Ofendidos por eso hemos pedido permiso a Hades para faltar por un corto espacio de tiempo y venir a tu vera Crisipo, que está ahí, Epicuro y yo mismo, Platón, y Aristóteles más allá y Pitágoras, ese que no dice ni pío, y Diógenes y todos a cuantos pusiste a caldo en tus discursos.

PARRESÍADES. — Recobro la respiración. No me mataréis si llegáis a entender mi conducta respecto de vosotros. Así que tirad las piedras, y, ante todo, guardadlas, pues las usaréis contra los que debáis usarlas.

[5] PLATÓN. — Bobadas. Has de perecer hoy mismo y ya.

Ponte vestido de piedra por todos los males que nos causaste 12.

PARRESÍADES. — Pero, amigos míos, al único de entre todos a quien deberíais elogiar como afectuoso compañero vuestro y compañero de conocimientos y, si no resultara farragoso decirlo, defensor de vuestras actividades, sabedlo bien, a ése vais a matar si me matáis a mí, que tanto ha padecido por vosotros. Mirad, al menos, no sea que hagáis como la mayoría de los filósofos de ahora, al mostraros desagradecidos, irritados y desconsiderados con un hombre que os ha hecho favores.

FILÓSOFO. — ¡Qué desvergüenza! Así que ¿te tenemos que estar agradecidos por la difamación? ¿Crees que estás hablando de verdad con esclavos? ¿O también considerarás un favor hacia nosotros el apoyarte en tan gran insolencia y ultraje de palabras?

[6] PARRESÍADES. — ¿Dónde y cuándo os he chuleado yo, que me he pasado la vida admirando constantemente la filosofía y poniéndoos por las nubes y que me he comportado conforme a los tratados que habéis dejado? Porque todo esto que estoy diciendo ¿de qué otro sitio iba a sacarlo, si no es de parte vuestra, al tiempo que, cual abeja, de flor en flor, lo voy mostrando a los hombres? Ellos lo aplauden y conocen cada uno dónde, de quién y cómo he cogido la flor de la cuestión; y aunque de palabra me envidian por la calidad de la flor, en realidad admiran vuestro prado y a vosotros que habéis plantado en él flores variopintas de múltiples formas y colores; eso si hay alguien que pueda saber escogerlas y entrelazarlas y combinarlas para que no pierdan la rima una con otra. Así, pues, ¿quién que haya recibido este formidable trato de vosotros intentaría hablar mal de unos hombres a los que les debe «ser alguien»? Bueno, excepto si, como Támiris o Eurito, tienen una naturaleza tal como para rivalizar en cantos con las Musas, de quienes recibieron precisamente el canto 13, o para rivalizar en el dominio del arco de Apolo, cuando es él, precisamente, el que le ha dado los conocimientos de su manejo.

FILÓSOFO. — Buen hombre, has dicho eso como los [7] oradores, pero para el caso que nos ocupa es totalmente contrario y pone de relieve la nefasta osadía que tienes, ya que a la injusticia se añade ahora la ingratitud. Sí, tú, que, según dices, tomando de nosotros la ciencia de dominar el arco disparas una y otra vez contra nosotros, sin tener más punto de mira que el ponernos a todos a caer de un guindo. Éste es el trato que hemos recibido de manos tuyas, a cambio de haberte abierto las alas por el prado aquel de que hablas y no impedirte cortar flores y marcharte con un buen ramo junto a tu regazo. Así que, por todo ello, con toda justicia había que matarte.

[8] PARRESÍADES. — ¿Estáis viendo? Escucháis cabreados y echáis por la borda los argumentos justos. Al menos, yo nunca pensé que la ira llegara a afectar a Platón ni a Crisipo ni a Aristóteles ni a ningún otro de los vuestros, pues me parecía que vosotros erais los únicos que estabais ya de vuelta de ello. Pero, en última instancia, admirables maestros, no me matéis sin juzgarme antes, sin sentencia previa; al menos era un rasgo distintivo vuestro el no gobernarnos por la violencia, ni por la ley del más fuerte, sino el resolver las discrepancias con la justicia dando vuestros argumentos y escuchando los contrarios a su vez. De manera que, tomando un juez, acusadme vosotros, bien todos a la vez, bien aquel a quien vosotros designéis de entre todos por votación a mano alzada; yo me defenderé de las acusaciones. Y si después queda claro que he obrado al margen de la justicia y el tribunal lo refrenda, aceptaré con toda seguridad la pena que me corresponde.

Vosotros, así, no correréis riesgos forzosos. Y si, tras haber rendido cuentas de mi actuación, resulto a vuestros ojos limpio e intocable, los jueces me dejarán marchar, y vosotros volveréis vuestra cólera contra los que os engañaron y os azuzaron contra nosotros.

[9] FILÓSOFO. — ¡Vaya, hombre! ¡A los llanos va el caballo! 14. Así que te largas desviándote en manos de los jueces. De todos modos dicen que eres un orador y un picapleitos y un desastre en esto de los discursos. ¿Y quién quieres que sea el juez, alguien a quien tú puedas sobornar, como en muchas ocasiones sueles hacer, para que vote a favor tuyo?

PARRESÍADES. — Si eso es lo que os preocupa, tranquilos. No me parecería justo tener un árbitro tan sospechoso o ambiguo como para entregarme su voto. A ver qué os parece, por ejemplo, la Filosofía; a la par que vosotros voy yo a ella, la juez.

FILÓSOFO. — ¿Y quién formularía la acusación, si juzgamos nosotros?

PARRESÍADES. — Vosotros sed a un tiempo acusadores y jueces; eso no me preocupa en absoluto. En asuntos de pleitos estoy bastante por encima y sospecho que me defenderé con creces.

FILÓSOFO. — ¿Qué hacemos, Pitágoras y Sócrates? Al [10] pedirnos litigar por la vía judicial parece formularnos una invitación en modo alguno descabellada.

SÓCRATES. — Pues ¿qué remedio nos queda, sino echar a andar hacia el tribunal y, llevando a nuestro lado a la Filosofía, escuchar su defensa? Ya que, en efecto, el prejuzgar de antemano no es nuestro estilo; es enormemente propio de personas irascibles, vulgares y que se toman la justicia por la mano.

Ofreceremos, cuando menos, ciertas ventajas a quienes quieren difamarnos, si molemos a palos a un hombre, que ni siquiera ha podido ejercer su propia defensa y si decimos que eso complace a la justicia. ¿O qué podríamos decir de Ánito y Meleto, los que me acusaron, o de quienes fueron en aquella ocasión jueces si ese individuo va a morir sin haber podido agotar por completo el tiempo para su defensa?

FILÓSOFO. — Sócrates, nos recomiendas lo mejor. Así que vamos a buscar a la Filosofía; sea ella el juez y nosotros nos daremos por satisfechos con los términos en que ella emita su veredicto.

[11] PARRESÍADES. — Estupendo, hombres supersabios; eso es lo mejor y lo que más se adapta a la ley. Así que guardad las piedras, tal como yo os decía; os van a hacer falta dentro de un poco, en el tribunal. Pero… ¿dónde se podría encontrar a la Filosofía? No sé dónde vive. Estuve dando muchas vueltas buscando una y otra vez su casa para reunirme con ella. En mi camino topé con gentes vestidas con capas cortas y barbas tupidas, sentados, que decían venir de estar con ella; creyendo yo que ellos sabían cosas les iba haciendo preguntas. Ellos, que eran mucho más ignorantes que yo, o bien no me respondían nada de nada a fin de no dar muestras palpables de su ignorancia, o me señalaban una puerta tras otra. Ni siquiera en ese día he sido capaz de descubrir la casa.

[12] Muchas veces yo, por propia iniciativa o guiado por alguien, iba a algunas puertas con la firme esperanza de haberla por fin encontrado; así lo deducía por la multitud de gente que entraba y salía, todos ellos con ceño fruncido, sencillos en su porte externo y con un aire de preocupación en el rostro, y, haciendo bulto con ellos pude entrar. Después veía una mujercita no, ciertamente, muy sencilla, por más que ella se esforzaba en vestirse con sencillez y sin maquillaje; antes bien, me dio al punto la impresión de que no dejó caer suelto el cabello sin gracia, ni de envolver el pliegue del manto de un modo, diríamos, natural. Era evidente que con esos rasgos se adornaba y que se servía de su aparente desaliño para realzar su atractivo. Su rostro denotaba un ligero toque de colorete; sus palabras eran totalmente las de una hetera; se complacía al ser piropeada en su belleza por sus amantes. Y si alguien le regalaba algo, pronto ponía la mano para recibirlo; se sentaba lo más cerca posible de los más ricos, al tiempo que ni se dignaba dirigir la mirada a los más pobres de sus amantes. Y, en muchas ocasiones, cuando ella dejaba al descubierto su cuerpo como sin hacerlo ex profeso, veía yo collares de oro de más grosor que las cadenas. Al ver esto, yo me volvía sobre mis pasos inmediatamente, compadeciendo, evidentemente, a aquellos desdichados arrastrados a su lado no por la nariz, sino por la barba y que, como Ixión 15, estaban en compañía de un fantasma y no de Hera.

FILÓSOFO. — En eso llevas razón; la puerta de su casa [13] no es franca ni conocida por todos. Pero no habrá ninguna necesidad de ir andando hasta su casa; la esperaremos a pie firme en el Cerámico; enseguida llegará de regreso de la Academia para «peripatear» (dar un paseo) por el Pórtico de las Pinturas 16; es costumbre suya hacer eso cada día. Ya está muy cerca. ¿Estás viendo a la mujer arreglada, la que está envuelta en el vestido, la de mirada bondadosa, la que camina con paso lento, abstraída en sus pensamientos?

PARRESÍADES. — Veo a otras muchas mujeres, que son semejantes a ella en el vestir, en el andar, en el porte. Y claro, sólo una de entre ellas es la verdadera Filosofía.

FILÓSOFO. — Llevas razón. Pero, en cuanto deje oír su voz, se verá con claridad quién es.

[14] FILOSOFÍA. — ¡Vaya, vaya! ¿Qué hacéis aquí arriba, Platón y Aristipo y Aristóteles y todos los demás, la flor y nata de mis lecciones? ¿Por qué habéis vuelto de nuevo a la vida? ¿Qué os afligía de lo de abajo?, porque os parecéis a hombres irritados. Y… ¿quién es ese a quien traéis tras haberlo apresado? ¿Es, acaso, un desgarramantas o un asesino o un profanador de templos?

FILÓSOFO. — Sí, por Zeus, Filosofía, el más impío de los saqueadores, que se atrevió a hablar en público mal de ti, la más sagrada, y de todos nosotros, todos cuantos hemos aprendido algo de ti y hemos dejado nuestras enseñanzas a nuestros sucesores.

FILOSOFÍA. — ¿Y os cabreáis porque alguien os insulta, máxime cuando sabéis que yo, aun cuando tengo que oír lo que oigo de boca de la Comedia en los festivales dionisíacos, sin embargo la considero mi amiga y ni la he llevado a los tribunales ni he entablado pleito con ella; antes bien le permito hacer las chirigotas propias y habituales de la fiesta? Ya sé yo muy bien que nada malo puede venir de las bromas, sino que, al contrario, lo que sea hermoso, como el oro limpio de impurezas, refulge con más brillo y adquiere mayor vistosidad. En cualquier caso vosotros, no sé por qué, os habéis vuelto irascibles y propensos al cabreo. ¿Por qué le achucháis?

CORO DE RESUCITADOS. — Tras pedir permiso por un solo día, vinimos contra él para hacerle pagar el castigo que merece por lo que nos ha hecho, pues nos iban llegando rumores de lo que les decía a las masas hablando en contra de nosotros.

[15] FILOSOFÍA. — ¿Y estáis dispuestos a matarlo antes del juicio, sin darle opción a defenderse? Es evidente, al menos, que quiere decir algo.

CORO. — No, no; estábamos poniendo todo el asunto en tus manos, y lo que a ti te parezca ése será el resultado final del proceso.

FILOSOFÍA. — ¿Y tú qué dices?

PARRESÍADES. — Señora Filosofía, mi señora, justa y cabalmente eso mismo que ellos, que tú eres la única que podría descubrir la verdad. Pues, muy a duras penas, tras muchas súplicas vine a dar en que la justicia sería salvaguardada por ti.

CORO. — ¿Y ahora, miserable, la llamas «señora»? Ayer, sin ir más lejos, ibas por ahí demostrando que Filosofía era lo más despreciable, vendiendo por partes en pública subasta a teatro lleno, al precio de dos óbolos, cada forma de sus teorías 17.

FILOSOFÍA. — Fijaos, no sea que ese individuo mostrara en público no a Filosofía sino a hombres charlatanes que, al amparo de nuestros nombres, cometen muchas y muy impías fechorías.

PARRESÍADES. — Enseguida lo sabrás, simplemente si quieres escuchar mi discurso de defensa.

FILOSOFÍA. — Vayamos al Areópago, o, mejor, a la propia Acrópolis, a fin de que, al mismo tiempo, podamos [16] extender la vista alrededor de todo cuanto hay en la ciudad. Vosotras, amigas, pasead mientras tanto en el Pórtico de las Pinturas; yo me reuniré con vosotras cuando haya zanjado el proceso.

PARRESÍADES. — ¿Quiénes son tus amigas? Porque, también ellas tienen muy buenas pintas.

FILOSOFÍA. — Esta que se da un aire varonil es la Virtud; aquélla la Prudencia, y la que está a su lado la Justicia. La que está delante de ellas es la Educación 18, y la de tez pálida, de un tono difícil de distinguir, es la Verdad.

PARRESÍADES. — No veo a quién te refieres.

FILOSOFÍA. — ¿No ves a aquella que está sin arreglar, la que está constantemente queriendo huir y escabullirse?

PARRESÍADES. — Ahora la estoy viendo con dificultad. Pero, ¿por qué no las llevas también a ésas para que la sala del tribunal esté llena y completa? Mi voluntad es que la Verdad suba a la tribuna a lo largo del proceso en calidad de abogado.

FILOSOFÍA. — Sí, por Zeus, acompañadme también vosotras. No será pesado juzgar un solo proceso, máxime si se dirime por temas que nos afectan.

[17] VERDAD. — Marchad vosotras. Yo no necesitó oír cosas que ya sé yo desde hace mucho tiempo cómo son.

FILOSOFÍA. — Pues, Verdad, nos vendría muy bien que emitieras veredicto con nosotras y pudieras dar información completa de cada punto.

VERDAD. — Entonces, ¿tendré que llevar ahí arriba a estas dos jóvenes muchachas que están muy ligadas a mí?

FILOSOFÍA. — A ésas y a todas las que quieras.

VERDAD. — Seguidnos, Libertad y Sinceridad, para que podamos salvar a ese hombrecillo cobarde, amigo nuestro, que está en peligro sin motivo justo alguno. ¡Tú, Comprobación, quédate aquí!

PARRESÍADES. — De ninguna manera, señora, que venga ella también si tiene que venir alguien más, porque no voy a tener que enfrentarme con las fieras que uno topa, sino con individuos fanfarrones que están constantemente buscando evasivas; así que la Comprobación se hace absolutamente imprescindible.

COMPROBACIÓN. — Sí, desde luego, total y absolutamente imprescindible; mejor, si también llevaras contigo a la Demostración.

VERDAD. — Seguidme todas, pues al parecer sois imprescindibles de cara a este proceso.

CORO. — ¿Estás viendo? Se está llevando a su bando, [18] Filosofía, en contra nuestra a la Verdad.

FILOSOFÍA. — Entonces, ¿es que teméis, Platón, Crisipo y Aristóteles, que ella, la Verdad, vaya a decir alguna mentira para favorecerlo a él?

CORO. — No es eso, es que este hombre es muy intrigante y adulador, de modo que la acabará convenciendo.

FILOSOFÍA. — ¡Tranquilos! Ninguna injusticia podrá producirse [19] estando aquí con vosotros Justicia. Así que vamos para arriba. Y, por cierto, dime, ¿cómo te llamas?

PARRESÍADES. — ¿Yo? Parresíades, hijo de la gran Verdad, hijo a su vez de la famosa Comprobación 19.

FILOSOFÍA. — ¿Cuál es tu patria?

PARRESÍADES. — Soy sirio, Filosofía, de la ribera del Eufrates. Pero ¿qué importa eso? Sé positivamente que algunos de los litigantes, por la gente contraria, son de un linaje no menos extranjero que el mío; su modo de comportarse, su nivel cultural no es el que le cuadra a las gentes de Solos, ni de Chipre, Babilonia o Estagira 20, y por lo que a ti se refiere poco importaría que alguien hablara con acento extranjero, siempre que su criterio fuera recto y conforme a las exigencias de la justicia.

[20] FILOSOFÍA. — Llevas razón, estaba yo desviando mi pregunta. Vamos a ver, ¿qué sabes hacer? 21. Eso sí que merece la pena saberse.

PARRESÍADES. — Odio la fatuidad, odio la impertinencia, odio la mentira y odio el engreimiento y odio toda esa clase de lacras propias de hombres miserables, que, por cierto, según sabes, son muy numerosas.

FILOSOFÍA. — ¡Por Heracles!, tú especialidad está plagada de odio.

PARRESÍADES. — Bien dices; ya ves en cuántos berenjenales me veo metido por causa de ella. Pero aguarda, que yo también conozco con todo detalle su contraria; me refiero a la técnica que hunde sus raíces en el amor. Amo la verdad, amo la belleza, y la sencillez, y todo lo que es connatural al amor. Lo que pasa es que muy pocos se hacen acreedores a esa especialidad; en cambio, los que se gobiernan por la contraria y son muy proclives al odio se cuentan por millares. Desde luego, corro el riesgo de olvidar la una por falta de práctica y dominar, a la perfección, la otra.

FILOSOFÍA. — Pues no debería ser así, ya que igual, dicen, se puede hacer, una cosa y otra. Así que no dividas en dos tu habilidad específica, que es una sola, aunque parezca que son dos.

PARRESÍADES. — Tú sabes eso mejor, Filosofía; lo mío es eso: odiar a los canallas y ensalzar y amar a los hombres de bien.

FILOSOFÍA. — ¡Vamos! Ya estamos donde habíamos [21] quedado; celebraremos el judo por algún lugar de por ahí, en la entrada del templo de Atenea Polias 22. Tú, sacerdotisa, prepáranos los bancos; mientras, nosotros nos postraremos de rodillas ante la diosa.

PARRESÍADES. — ¡Diosa protectora de la ciudad! Ven a mí como aliada contra estos fanfarrones, haciendo memoria de todos los juramentos que les oyes hacer y romper cada día. Tú y sólo tú ves lo que hacen, tú que habitas en una atalaya. Ahora es el momento de deshacerse de ellos. ¡Si me vieras derrotado en algún momento, y que las negras son más 23, prestándome ayuda en tu propia persona, sálvame!

FILOSOFÍA. — Así sea. Nosotros aquí estamos, a vuestra [22] disposición, dispuestos a escuchar los discursos, vosotros, por vuestra parte, eligiendo a uno de entre todos, el que parezca que va a llevar mejor la acusación, componed el discurso acusatorio y aportad pruebas. No es posible que habléis todos a la vez. Por tu parte, tú, Sinceridad, harás tu defensa inmediatamente después.

PLATÓN. — ¿Quién de nosotros sería el más indicado para este proceso?

CORO. — Tú, Platón. La altura de tu pensamiento es asombrosa y el acento de tu lengua formidable, ático puro; estás lleno de encanto y persuasión; la sutileza, la perspicacia, la seducción a la hora de probar los hechos, todo eso está reunido en tu persona. Así que lleva tú la voz cantante y di, en nombre de todos nosotros, lo que creas conveniente. Haz memoria ahora de todos aquellos hechos y agrúpalos en el mismo cesto, como si los pronunciaras contra Gorgias o Polo, o Pródico o Hipias; ese hombre es más hábil que ellos. Échale encima una pizca de ironía, formula sin cesar aquellas preguntas enjundiosas y, si te parece oportuno, mete de relleno aquello de que el gran «Zeus en el cielo, conduciendo su carro alado», podría enfadarse si ese individuo no tiene una condena.

[23] PLATÓN. — ¡Ni hablar! Echemos mano a alguien más contundente, por ejemplo, Diógenes, que está ahí, o Antístenes, o Crates, o incluso tú, Crisipo. El caso actual no requiere belleza, ni habilidad para componer un escrito, sino un cierto grado de habilidad para argumentar y de tablas en el foro; Parresíades es todo un orador.

DIÓGENES. — Pues yo formularé la acusación contra él. No creo que sea necesario un discurso largo. Además, yo he sido ultrajado en mayor medida que todos vosotros, ya que me subastaron ayer por dos óbolos.

PLATÓN. — ¡Filosofía! Diógenes dirá el discurso por todos nosotros. Pero, acuérdate, fenómeno, de no meter en tu discurso de acusación tus problemas particulares, sino de ver los de todos. Y si en algún punto diferimos entre nosotros en nuestras apreciaciones, no debes de pasarte a analizar eso, ni a ver quién de nosotros es el que más se aproxima a la verdad. Preocúpate solamente por la Filosofía que ha sido ultrajada y que no para de oír cosas negativas en los discursos de Parresíades; dejando a un lado los puntos en los que discrepamos, procura defender lo que todos tenemos en común. Mira, a ti y sólo a ti, te colocamos como representante nuestro, y de ti depende ahora todo lo nuestro; o bien que se aprecie qué es lo más venerable que hay, o bien que se dé crédito a todo tipo de comentarios como los que él puso antes de relieve.

DIÓGENES. — ¡Ánimo! No nos quedaremos atrás. Yo [24] hablaré en nombre de todos. Y aunque Filosofía, abatida por sus palabras, pues su naturaleza es tierna y blanda, tome la decisión de dejarle marchar, no contará con mi apoyo, pues yo le demostraré que no llevamos estos palos en vano.

FILOSOFÍA. — De ese modo ni hablar; emplead, más bien, el razonamiento; es bastante mejor que el palo. No te retrases, que ya acaban de echar el agua en la clepsidra 24 y el jurado tiene ya sus ojos puestos en ti.

PARRESÍADES. — Siéntense los demás, Filosofía, y depositen su voto en compañía vuestra; pronuncie el discurso de acusación Diógenes solo.

FILOSOFÍA. — ¿No temes, pues, que la votación te sea adversa?

PARRESÍADES. — En modo alguno; estoy dispuesto a ganar por ventaja abrumadora.

FILOSOFÍA. — ¡Bravo! Pero, ea, toma asiento. ¡Y tú, Diógenes, habla!

DIÓGENES. — Con todo lujo de detalles te consta, Filosofía, [25] cuál ha sido nuestra trayectoria en la vida; no necesita explicarse con discursos. Dejaré a un lado lo que a mí atañe; pero ¿quién no sabe las excelencias que han adornado a Pitágoras y Platón y Crisipo y a los demás a lo largo de su vida? Pues bien, yo voy a explicaros qué clase de ultrajes nos ha inferido a nosotros, unos hombres de esa categoría, el maldito redomado Parresíades, aquí presente. Siendo, pues, un orador, eso dice él, abandonando los tribunales y las distinciones que haya en ellos, se dedicaba a volcar toda la habilidad y energía que había en sus discursos sobre nosotros; no deja de ofendernos en público llamándonos mentirosos e impostores, al tiempo que invita a las masas a burlarse de nosotros y a despreciarnos como si no fuéramos nada. Y, sobre todo, ha conseguido que seamos blanco de odios de la mayoría nosotros mismos y tú, la Filosofía, ya que nos insulta llamándonos fatuos y charlatanes, y se dedica a poner en solfa tus contenidos y las teorías más interesantes en las que nosotros hemos sido educados, hasta el punto de que él se granjea el aplauso y el elogio de quienes acuden a oírle, mientras a nosotros nos ponen como hoja de perejil.

La mayoría de la plebe es por naturaleza así; se divierten con quienes se dedican a burlarse y a meterse con los demás, sobre todo cuando no dejan títere con cabeza de los que ellos parecen venerar en grado sumo; tal y como con gusto se divertían hace tiempo con Aristófanes y Éupolis, ponen en solfa a Sócrates, ahí presente, sacándole a escena, y componen ciertas comedias inauditas sobre él 25. Aquellos hombres, sin embargo, se atrevieron a actuar así contra un solo hombre y lo hicieron en las fiestas de Dioniso, cuando estaba permitido, pues la broma parece formar parte de la fiesta,

el dios quizás se alegraba, pues era un cachondo 26.

[26] Pero él, convocando a los mejores y tras largo tiempo de reflexión y preparación, tras escribir una serie de calumnias en un grueso libro, a voz en grito se dedica a insultar en público a Platón, Pitágoras, Aristóteles, ahí presente, y a Crisipo, allí presente, a mí y a todos sin excepción, sin que haya fiesta que le dé licencia y sin que haya sufrido personalmente ningún agravio de nuestra parte. Pues aún podría haber algún resquicio para disculparle si lo hiciera en legítima defensa, pero, sin embargo, lo más terrible de todo es que, al actuar de ese modo, usurpa tu nombre, Filosofía y, suplantando al Diálogo, que es compañero nuestro, se aprovecha de él como compañero de escena y como actor en contra nuestra, e incluso anda por ahí convenciendo a un compañero nuestro para que le acompañe en sus chirigotas en muchas ocasiones: a Menipo, quien, por cierto, traicionando nuestra causa, es el único que no está aquí ahora y que no se suma a nuestra acusación.

Por todo ello, es muy lógico y merecido que encuentre [27] el castigo que merece. Pues, ante un número tan elevado de testigos, ¿qué podría decir él, que ha hecho trizas lo más venerable? Al menos, una cosa podría ser útil de cara a aquéllos: si pudieran ver públicamente que él recibe un castigo ejemplar, para que en lo sucesivo ningún otro se atreviera a despreciar a la Filosofía, ya que el mantener la calma y aguantar que a uno le insulten podría ser juzgado, con razón, no digno de moderación sino de cobardía y de ingenuidad. ¿Quién podría soportar sus últimas acciones? Conduciéndonos a nosotros como a esclavos al mercado, dándole el recado a un heraldo, nos vendió de un plumazo, según dicen, a los unos por mucho dinero, a algunos por una mina ática, y a mí, el canalla redomado ése, por dos óbolos. Y, claro, los presentes se reían.

Ante todo eso, hemos subido aquí llenos de ira y haremos [28] que nos las pague, tú que has proferido en contra nuestra el colmo de los insultos.

CORO. — ¡Bravo, Diógenes! Has dicho en favor nuesto todo lo que había que decir.

FILOSOFÍA. — Basta de aplausos. Echa para el defensor 27. Tú, Parresíades, te toca hablar a ti ahora; comienza ya a caer el agua; no te retrases.

PARRESÍADES. — Diógenes, Filosofía, no ha expuesto en su discurso todas las acusaciones contra mí, sino que, sin que sepa yo lo que le ha sucedido, se ha dejado en el tintero las más numerosas y las más importantes. Y bien lejos estoy yo de negarlas, como si no hubiera yo dicho tales palabras, o de venir aquí con un discurso de defensa especialmente preparado; así que si o bien él ha silenciado antes algunas cosas o yo negué antes haberlas dicho, me parece oportuno aportarlas ahora.

[29] Así entenderíais a qué clases de hombres estaba yo vendiendo en pública subasta, al tiempo que los insultaba llamándolos fanfarrones e impostores. Y tenedme en cuenta sólo eso, si es cierto lo que voy a decir respecto de ellos. Y si mi discurso pudiera dar la impresión de contener algún matiz calumniador o escabroso, pienso que no es a mí, que estoy ejerciendo mi derecho de réplica, sino a aquellos que son los autores de los hechos, a quienes es justo exigir responsabilidades.

Pues bien; en cuanto comprendí lo imprescindibles que resultan para quienes ejercen la oratoria toda una serie de aspectos desagradables, engaño y mentira, osadía, gritos, follones y mil cosas por el estilo, me aparté de todo ello y, ávido de cosas bellas, me pareció bien echarme en tus brazos, Filosofía, por el resto de mi vida y, como quien sale de una tempestad y torbellino y navega hacia un puerto acogedor, vivir para siempre a tu amparo.

Y, en cuanto tuve un atisbo de vuestras doctrinas, comencé [30] a admiraros a ti, como no podría ser menos, y a todos esos legisladores de una vida excelente que tendían la mano a quienes aspiraban a ella, que daban los consejos mejores y más convenientes siempre que uno no transgrediese las normas ni intentara escabullirse de ellos, sino que, fijándose atentamente en esas reglas que previamente habíais establecido, acomodara y encaminara su vida a ellas; algo, por Zeus, que hacen muy pocos, incluso de entre los vuestros.

Pero, al ver a muchos que no sentían amor por la filosofía, [31] sino que tan sólo eran llevados por la reputación que su cultivo comporta, aunque en los asuntos asequibles y al alcance del pueblo y en cuantos fácilmente pueden ser imitados por todos parecían asemejarse a los hombres de bien —me refiero al aseo externo, al porte en el andar y al esmero en el vestir—, contradiciendo, empero, a voz en grito su modo opuesto al vuestro, echando por tierra la dignidad de la profesión, al ver todo eso, digo, no pude por menos de disgustarme y me daba la sensación como si un actor cualquiera de tragedias, blandengue él y afeminado, representara el papel de Aquiles o Teseo o Heracles, sin moverse, ni hablar como le cuadra a un héroe, sino desdibujado por un personaje de tal envergadura; y ni siquiera Helena o Políxena resistirían más allá de lo razonable que él intentara parecérseles. No hablemos ya de Heracles el Victorioso; me parece que tal vez se volvería blandiendo la clava y lo golpearía a él y a su máscara, al hacerle sentirse ridiculizado por él.

Al ver yo personalmente que vosotros estabais sufriendo [32] esto de parte de aquéllos, no soporté la vergüenza de la representación, si siendo monos tenían la osadía de ponerse máscaras de héroes o de imitar al asno de Cumas, que con una piel de león sobre su lomo pasaba por ser un león relinchando a los ignorantes habitantes de Cumas de forma agresiva y feroz, hasta que un extranjero que había visto muchas veces leones y asnos demostró lo que era y lo puso en fuga golpeándole con palos.

Pero, lo que me parecía más horroroso, Filosofía, es lo siguiente. Las gentes, si veían a alguno de ellos comportarse de forma desvergonzada, indecorosa o libertina, todas sin excepción echaban las culpas a Filosofía o a Crisipo, o a Platón o a Protágoras o algún otro de quien el «hereje» aquel usurpaba el nombre o copiaba las palabras. Y, a raíz de su atrabiliaria forma de vivir, sacaban conclusiones nefastas sobre vosotros, que habíais muerto tiempo atrás. Efectivamente, su comparación no se llevó a cabo con vosotros en vida, sino que, lejos vosotros, todos veían con nitidez que aquél llevaba una vida horrorosa e irreverente, hasta el punto de que sufristeis proceso por incomparecencia en compañía de él y os visteis implicados en un escándalo semejante.

[33] Yo, al ver todo eso, no lo soporté, sino que he ido dando buena cuenta de ellos y los he diferenciado de vosotros. Y vosotros, cuando debíais honrarme por ello, me traéis al tribunal. Y resulta que si yo veo a alguien de los iniciados que divulga en público los misterios de las dos diosas 28 y las traiciona, lo increparé y lo pondré en evidencia a la luz pública; ¿pensaréis, por ello, vosotros, que soy yo el impío? Eso no es justo. Pues también los encargados de los certámenes literarios suelen golpear a un actor que ha representado mal el papel de Atenea, Posidón o Zeus por no haberle dado la dignidad propia de los dioses; y no se irritan éstos con ellos, pues encomiendan a los encargados de llevar los látigos golpear a quien lleva en torno a su cara su máscara y está embutido en su vestimenta, sino que —pienso yo— se alegrarían si les dieran más azotes. Porque, en verdad, pequeño sería el golpe si no hubiera representado bien el papel de un siervo de la casa o de un mensajero, pero el no mostrar a los espectadores a Zeus o a Heracles con la dignidad de rigor, eso hay que rechazarlo porque es una vergüenza.

Pero, lo más chocante de todo es que la mayoría de [34] ellos citan con exactitud vuestros discursos como si los leyeran y los estudiaran, para llevar una vida totalmente contraria a ellos; es exactamente la clase de vida que hacen. Todo lo que dicen, como por ejemplo que desprecian las riquezas y la fama y que sólo consideran bueno lo bello y el no irritarse, que desprecian a esas gentes brillantes y que hablan con ellos desde un plano de igual honra, todo eso es muy bonito, ¡dioses!, y demasiado sabio y admirable como para ser cierto. Todo eso lo van enseñando por dinero y miran pasmados a los ricos y se quedan con la boca abierta ante el dinero, más irritables que los perrillos, más cobardes que las liebres, más lisonjeros que los monos, más indómitos que los burros, más ladrones que los gatos, más peleones que los gallos. Naturalmente, se exponen al ridículo cuando se empujan por todo eso, y se dan codazos a las puertas de las casas de los ricos, y asisten a banquetes a los que acude mucha gente; en ellos les hacen grandes cumplidos, y se hartan de comer por encima del límite de lo correcto, y dan impresión de estar regañando, y dejan caer sobre la copa una filosofía desagradable y fuera de tono y no aguantan el vino puro. Y los ciudadanos de a pie que están allí, como es natural, se ríen y sienten una aversión total hacia la filosofía, si es que genera unos ejemplares de esta ralea.

[35] Pero el colmo de la desfachatez es que, diciendo cada uno de ellos que no tiene necesidad de nada, además gritando a los cuatro vientos que sólo el hombre sabio es rico, un poco después se acercan y piden y se cabrean si no les dan. Algo así como si alguien, con vestimentas de rey con la tiara y la diadema y demás distintivos regios, apareciera como un mendigo pidiéndoles a los que están más necesitados que él.

Y siempre que tienen que cobrar algo, sueltan la perorata sobre las conveniencias de compartir, diciendo que la riqueza es algo indiferente y expresiones tales como: ¿qué importan el oro o la plata, que en nada difieren de los guijarros que se encuentran en las playas? Y cuando, necesitado de ayuda algún compañero y amigo de toda la vida acude a ellos y de lo mucho que tienen les pide un poco, silencio e impotencia y olvido y repetición de los argumentos les dan a cambio. Aquellos discursos tan numerosos sobre la amistad y la virtud y la honradez no sé dónde diablos han ido a parar, volatilizados todos ellos, con alas como las palabras diluidas en las sombras vacuamente, todos [36] los días por boca de ellos en sus charlas. Cada uno es amigo de ellos hasta el momento que expongo a continuación: hasta que no se pone en medio oro o plata; si alguien muestra simplemente un óbolo, se acaba la paz, se rompen los acuerdos y se produce la confusión, se borran los libros y la virtud acaba por escaparse. Lo mismo que les pasa a los perros cuando alguien les echa en medio un hueso: pegando saltos se muerden unos a otros y ladran al que consigue llevarse el hueso.

Se cuenta que un rey egipcio enseñó, en cierta ocasión, a unos monos a bailar una danza guerrera, y que los animales —son los que mejor imitan todo lo humano— enseguida aprendieron y bailaban vestidos con trajes de púrpura y con máscaras, y que durante mucho tiempo el espectáculo gozó del favor del público hasta que un espectador de la ciudad, que llevaba una nuez guardada en el bolsillo, la dejó caer en medio. Entonces los monos, al verla, abandonando la danza, pasaron a ser justamente lo que eran, es decir, monos en vez de bailarines; hicieron trizas las máscaras, rasgaron de arriba abajo los vestidos y, por el fruto en cuestión, no paraban de pelearse; se disolvió la compañía de bailarines, y el teatro entero se partía de risa.

Eso es lo que hacen esos tipos, y yo, a individuos así, [37] los insultaba una y otra vez, y no pienso dejar de ponerlos en evidencia ni de reírme de ellos. ¿Estaría yo tan loco como para decir, respecto de vosotros o de los que se asemejan a vosotros, algo calumnioso o grosero? Y que conste que hay algunos, claro que los hay, que se esfuerzan por alcanzar la filosofía de verdad y que permanecen fieles a vuestras leyes. Pues, ¿qué podría decir? ¿Se ha llevado esa clase de vida por parte vuestra? Yo creo que es lógico y razonable odiar a aquellos fanfarrones y enemigos de los dioses. Porque, a ver, vosotros, Protágoras y Platón y Crisipo y Aristóteles, ¿en qué os cuadran esos tipos a vosotros? ¿O qué semejanza o afinidad han dejado ver a lo largo de su vida? ¡Ay, Heracles, el mono, como dice el refran! 29. ¿O es que porque tienen barbas y andan diciendo que filosofan y están con aspecto de mal humor, por eso hay que identificarlos? Aún lo soportaría yo si por lo menos estuvieran convincentes en su propia actuación; pero, lo que es ahora, mejor imitaría un buitre a un ruiseñor que ellos a los filósofos.

He dicho lo que tenía que decir en mi defensa. Ahora tú, Verdad, testifica ante ellos si es verdadero.

[38] FILOSOFÍA. — Colócate ahí en medio, Parresíades. Vamos a ver; no sé… ¿Qué vamos a hacer nosotras? ¿Cómo os parece que ha hablado este hombre?

VERDAD. — Yo, Filosofía, mientras hablaba, suplicaba sumergirme bajo tierra; hasta tal punto era todo cierto. Al oírle iba yo reconociendo cada uno de los tipos que habían realizado esas acciones y, en medio de sus palabras, iba yo encajando cada pieza; ésta con éste, esta otra con este otro. Y ha presentado a los hombres con total exactitud, como si los hubiera plasmado en un retrato, diríamos, en todas sus facetas, pues ha pintado no sólo sus cuerpos, sino también sus propias almas con pelos y señales.

PARRESÍADES. — Yo también me he sonrojado de vergüenza, Virtud 30.

VIRTUD. — Yo, la Virtud, también me he sonrojado.

FILOSOFÍA. — ¿Y vosotros, qué decís?

CORO. — ¿Qué otra cosa, sino dejarlo libre de acusación y dejar constancia escrita de que es amigo o benefactor nuestro? Por lo menos, nos ha sucedido simplemente lo que a los troyanos: hemos movilizado contra nosotros a ese actor trágico para cantarnos las desgracias de los frigios. Pues que siga cantando y que siga sacando en sus tragedias a los enemigos de los dioses.

DIÓGENES. — También yo, Filosofía, no puedo por menos de elogiar al hombre, al tiempo que retiro los cargos de la acusación y lo hago mi amigo a él, que es un tipo formidable.

FILOSOFÍA. — Está bien. Acércate, Parresíades; te absolvemos [39] de culpa y eres dueño de todas nosotras y, en lo sucesivo, quédate con nosotras.

PARRESÍADES. — Ante ti, la primera, me arrodillo; y después me parece que voy a actuar más como hacen en las tragedias; resulta más solemne.

Oh gran venerable Victoria,

ojalá que controles mi vida

sin dejar de coronarme31.

VIRTUD. — Bueno, vamos a empezar ya la segunda cratera. Llamemos también a aquellos para que reciban su castigo por los insultos que contra nosotros han proferido. Parresíades irá acusando a cada uno de ellos.

FILOSOFÍA. — Con razón hablaste, Virtud. Así que tú, Silogismo, niño, baja por la pendiente a la ciudad y llama oficialmente a los filósofos.

SILOGISMO. — ¡Atención! ¡Silencio! Venid a la acrópolis [40] los filósofos para defenderos frente a la Virtud, la Filosofía y la Justicia.

PARRESÍADES. — ¿Estás viendo? Unos pocos, que han identificado la señal, suben y, en cierto modo, temen a la Justicia. La mayoría de ellos no tienen tiempo libre, pues están como moscas con los ricos. Si quieres que vengan todos, Silogismo, haz así el pregón.

SILOGISMO. — Ni hablar. Llámalos tú, Parresíades, como a ti te parezca.

PARRESÍADES. — No es difícil. Atención. Cuantos filósofos [41] dicen serlo y cuantos creen que les cuadra el nombre, suban a la acrópolis para el reparto. A cada uno se le darán dos minas y una tarta de sésamo. El que exhiba una barba poblada, ése recibirá, además, también un pastel de higos pasos. Que a nadie se le ocurra ni por lo más remoto traer prudencia, justicia o templanza; aunque no haya, no hace falta nada de eso; cinco silogismos como sea; sin ellos no es lícito ser sabio

En el medio están puestos dos talentos

se los daremos a quien resulte destacado en la disputa 32.

[42] FILOSOFÍA. — Vaya, vaya, ¡cuántos! La rampa de subida está llena de gentes que se empujan por las dos minas; sólo en cuanto han oído eso. Unos junto al Pelásgico, otros a los pies del Asclepión y junto al Areópago todavía más, y algunos también a los pies de la tumba de Talo y otros junto al Anaceo 33, colocando escalas arracimados trepan como un enjambre de abejas, por emplear el lenguaje de Homero 34. También desde allí vienen más, y desde aquí…

millares, cuantas hojas y flores hay en primavera 35.

La acrópolis se va a llenar en breve tiempo

de gentes que se sientan haciendo ruido 36

y por doquier se van a ver alforjas, zalamerías, barbas, desfachatez, bastones, avidez, silogismos, codicia. Los que subieron al oír la primera citación no se ven, no se distinguen entremezclados en la marabunta de los demás y han quedado confundidos por su semejanza con las pintas de los demás.

PARRESÍADES. — Eso es lo más terrible de todo, Filosofía, [43] y lo que alguien te podría echar en cara; el no haberles dado una contraseña y una señal; los charlatanes ésos son muchas veces más persuasivos que los filósofos de verdad.

FILOSOFÍA. — Así será en breve tiempo; pero recibámoslos ya.

PLATÓNICO. — Conviene que nosotros, los platónicos, cojamos nuestra parte los primeros.

PITAGÓRICO. — No, nosotros, los pitagóricos; Pitágoras era anterior.

ESTOICOS. — Tonterías; los mejores somos nosotros, los de la Estoa.

PERIPATÉTICO. — No, señor; a la hora de los dineros los primeros somos los del Perípato.

EPICÚREO. — A nosotros, los epicúreos, dadnos las tortas, los pasteles; por las dos minas, podemos esperar; no nos importa cogerlas los últimos.

ACADÉMICO. — ¿Dónde están los dos talentos? Los académicos os vamos a demostrar que somos más peleones que los demás.

ESTOICO. — No, nosotros, los estoicos, que estamos [44] aquí.

FILOSOFÍA. — Basta de peleas. Vosotros, los cínicos, no pegaros con palos entre vosotros. Sabed que habéis sido llamados para otro asunto. Ahora yo misma, la Filosofía, y la Virtud misma y la Verdad vamos a juzgar quiénes son los auténticos filósofos. Acto seguido, aquellos cuya vida se compruebe que se ajusta a nuestros criterios, una vez considerados los mejores, vivirán felices. A los charlatanes y a los que no tienen nada en común con nosotros, les pondremos las esposas, para que no puedan reclamar nada de lo que está sobre sus cabezas, como fanfarrones que son. ¿Qué pasa? ¿HUíS? ¡Por Zeus!, la mayoría están saltando por las pendientes. La Acrópolis se ha quedado [45] vacía, excepción hecha de esos pocos que se han quedado porque no temen el juicio. Los servidores, recoged las alforjas que ha tirado al suelo el cínico en su regreso. Trae que vea lo que hay dentro; tal vez, altramuces, o un libro, o panes de trigo integral.

SIRVIENTE. — ¡Qué va! Oro y mirra, perfumes, una navajilla de afeitar, un espejo y cajas.

FILOSOFÍA. — Bien, buen hombre, ¿ésos eran para ti los pagos de tu trabajo y con ellos te parecía lógico insultar a todos y educar a los demás?

PARRESÍADES. — Ya estáis viendo qué clases de tipos son. Conviene que estudies de qué forma se pone término a esta confusión y de qué modo los que se encuentren con ellos pueden distinguir quiénes de ellos son los buenos y quiénes, por el contrario, los partidarios de la otra clase de vida.

FILOSOFÍA. — Tú, Verdad, inventa algo. Al menos, eso redundaría en tu propio provecho, no sea que la Mentira se imponga sobre ti y que, por acción del Desconocimiento, no te des cuenta de cuándo los hombres peores hayan imitado a los mejores.

[46] VERDAD. — Si te parece, le encargaremos esta misión a él, a Parresíades, puesto que se ha revelado como un hombre honrado, bien dispuesto con nosotros, y admirándote a ti, Filosofía, llevándose a su lado a la Comprobación, la ha sacado al paso de los que andan por ahí diciendo que son filósofos. Al que encuentre íntegro, como propio de la auténtica Filosofía, corónesele con una corona de olivo verde e invítesele al Pritaneo. Y si le sale al paso —hay muchos así— algún maldito que oculta su personalidad bajo la máscara de filosofía, tras quitarle el capote, que le rape la barba rasa con un cuchillo cabritero, que le haga cicatrices en la frente o que le haga un tatuaje a fuego entre las dos cejas, de arriba abajo. Y que la impresión del tatuaje sea una zorra o un mono.

FILOSOFÍA. — Bien dices, Verdad. Que la Comprobación, Parresíades, sea tal cual se dice que es la de las águilas volando hacia el sol; no, por Zeus, de forma que también ellos sean puestos a prueba para aguantar la luz, sino poniéndoles delante oro y fama y placer. A quien de ellos puedas ver despreciándolos y que no se le vaya la vista tras ello, a ése corónesele con olivo; pero a quien mire con especial atención y extienda su mano para coger el oro, a ése llevarle al hierro candente rapándole antes la barba según se acordó.

PARRESÍADES. — Así se hará, Filosofía, y al punto verás [47] a la mayoría de ellos con el tatuaje de la zorra o del mono, y a muy pocos, en cambio, coronados. Y, si queréis, os subiré a algunos de ellos ya.

FILOSOFÍA. — ¿Cómo dices? ¿Vas a hacer subir a los que huyeron?

PARRESÍADES. — Claro que sí, siempre que la sacerdotisa quiera prestarme por un corto espacio de tiempo la caña aquélla y el anzuelo que le ofrendó el pescador del Pireo.

SACERDOTISA. — Bien, coge también la caña para que lo tengas todo.

PARRESÍADES. — Pues bien, sacerdotisa, dadme unos cuantos higos y un poco de oro.

SACERDOTISA. — Toma.

FILOSOFÍA. — ¿Qué estará pensando hacer este hombre? Poniéndole al anzuelo como cebo un higo y el oro, sentado en lo alto, está ahí de cara a la ciudad. ¿A santo de qué haces eso, Parresíades? ¿Tú crees que vas a pescar piezas del muro Pelásgico?

PARRESÍADES. — Calla, Filosofía, y espera a que piquen. Tú, Posidón, pescador, y querida Anfitrite, enviadnos muchos [48] de vuestros peces. Estoy viendo una lubina enorme y con el ojo dorado. No, es un rodaballo. Ya se acerca al anzuelo con la boca abierta; ya huele el oro; ya está cerca; ha picado; capturado, arriba con él. Vamos, tú, Comprobación, tira para arriba. Comprobación, tira conmigo del sedal.

COMPROBACIÓN. — Aquí está. A ver que te vea. ¿Quién eres tú, el mejor de los pescados? Pero… si es un perro 37. ¡Por Heracles!, vaya dientes. ¿Qué pasa, fenómeno? ¿Te han pescado fisgoneando en torno a las piedras, en donde esperabas ocultarte agachándote bajo ellas? Pues ahora vas a ser expuesto a la vista de todos colgado de las agallas. Recojamos el anzuelo y el cebo. ¡Por Zeus!, se lo tragó. El anzuelo está vacío. El higo y el oro ya están bien seguros en el vientre.

PARRESÍADES. — Que los vomite, por Zeus, para que podamos usarlos como cebo para otros. Así, muy bien. ¿Qué dices, Diógenes? ¿Sabes quién es él, o qué relación tiene contigo este hombre?

DIÓGENES. — No, no, en absoluto.

PARRESÍADES. — Entonces, ¿cuánto dinero te parece que vale? Yo lo valoré el otro día en dos óbolos.

DIÓGENES. — Mucho dices. Es incomible, de feo aspecto, aplastado y no vale un pimiento. Déjalo caer de cabeza contra la piedra. Venga, prepara el cebo y saca otro. Eh, mira aquél, Parresíades, no sea que te rompa la caña de tanto doblarse.

PARRESÍADES. — Tranquilo, Diógenes; son ligeros y no más ágiles que un boquerón.

DIÓGENES. — Sí, por Zeus, muy ingenuos; tira para arriba, sin embargo.

PARRESÍADES. — Mira, aquí viene otro pez muy plano [49] como si estuviera cortado por la mitad, un lenguado con la boca abierta hacia el anzuelo. Se lo tragó del todo. Ya lo tenemos. Arriba con él. ¿Quién es?

COMPROBACIÓN. — Uno que dice ser platónico.

PARRESÍADES. — ¿También tú, miserable, vienes por el oro? ¿Qué dices, Platón? ¿Qué podemos hacer con él?

PLATÓN. — Tíralo por la misma piedra. Abajo. Por [50] otro.

PARRESÍADES. — Veo a uno precioso, que se acerca, al menos en la medida en que se puede apreciar en el fondo del mar. Variopinto de piel, con unas estrías doradas sobre su espalda. ¿Lo estás viendo, Comprobación?

COMPROBACIÓN. — Es el que pretende ser Aristóteles. Vino y se fue. Está observando con gran detenimiento. Otra vez vino para arriba. Picó. Capturado. ¡Arriba!

ARISTÓTELES. — No me preguntes por él, Parresíades; no sé quién es.

PARRESÍADES. — Pues, entonces, duro con él; también [51] contra las rocas. Pero, fíjate, estoy viendo muchos peces de piel parecida a la de éste; con raspas por todas partes y con unas pintas de tosquedad y aspereza, más escurridizos que anguilas. Necesitaremos una red para atraparlos.

FILOSOFÍA. — Pues no hay ninguna. ¿No bastaría si pudiéramos sacar alguno de toda la bandada? El que sea el más osado de ellos vendrá con toda seguridad al anzuelo.

COMPROBACIóN. — Siéntate, si te parece, y refuerza antes con hierro el sedal para que dure mucho, y que cuando se trague el oro no pueda serrarlo con los dientes.

PARRESÍADES. — Ya está abajo. Tú, Posidón, proporciónanos una pesca rápida. ¡Vaya, vaya!, se pelean por el cebo y una bandada, todos de golpe, se están comiendo el higo en derredor, mientras los otros aguantan ahí pegados al oro. ¡Muy bien! Uno muy gordo se ha quedado enredado. Mira a ver, ¿a quién dices que te pareces? Forzosamente tiene la gente que reírse de mí si me empeño en que hable un pez; no tienen voz. Pero tú, Comprobación, dime ¿a quién tiene él por maestro?

COMPROBACIÓN. — A Crisipo que está ahí.

PARRESÍADES. — Ya entiendo; por eso, creo, había oro en su nombre 38. Tú, Crisipo, por Atenea, di, ¿conoces a esos tipos o les exhortas a comportarse así?

CRISIPO. — Por Zeus, me estás haciendo una pregunta impertinente, Parresíades, sospechando que esos tipos tienen algo que ver con nosotros.

PARRESÍADES. — Eres una buena persona, Crisipo. También ése irá de cabeza con los demás, pues está lleno de espinas y existe el riesgo de que alguien, al intentar comérselo, se atragante.

[52] FILOSOFÍA. — Basta ya de pesca, Parresíades, no sea que —como hay muchos— alguno venga y te lleve el oro y el anzuelo, y luego se lo tengas que pagar a la sacerdotisa. Así que vayámonos a dar un paseo. Es hora de volver al lugar de donde partisteis, no sea que estéis más días del plazo que se os dio. Y vosotros dos, Parresíades y tú también, Comprobación, marchando contra todos ellos en todas direcciones, coronadlos o tatuadlos, tal como dije.

PARRESÍADES. — Así se hará, Filosofía. Adiós a vosotros, los más excelentes de los hombres. Bajemos nosotros, Comprobación, y cumplamos nuestros encargos.

COMPROBACIÓN. — ¿Adonde nos convendría ir primero? ¿Acaso a la Academia, o a la Estoa? ¿Qué tal si empezamos por el Liceo?

PARRESÍADES. — Nos va a dar lo mismo; de lo que estoy seguro, por lo menos, es de que dondequiera que vayamos nos van a hacer falta pocas coronas y muchas barras de hierro candente.


1 Prácticamente un calco de Ilíada II 363.

2 Nueva alusión homérica, ibid., VI 112, si bien Homero no dice «sabios» sino «amigos».

3 Al Etna al que, según se contaba, había caído Empédocles.

4 Alusión a las muertes violentas de Orfeo y Penteo; ambos murieron salvajemente despedazados por ménades.

5 «Parresíades» deriva de parrēsía, palabra que realmente quiere decir hablar sin tapujos; entiéndase: verborrea, sinceridad o franqueza. Algo de las tres cosas tiene, pero no es ninguna en exclusiva. Hubiera puesto «sinceridad», pero es que a lo largo del diálogo aparece con nombre y apellidos la parrēsía, al lado de la Filosofía y la Verdad. Si Parrēsía es sinceridad, Parrēsíadēs sería algo así como «sincérez», pues el sufijodēs, significa «hijo de». Me parece que es mejor mantener la transcripción del término griego Parrēsíadēs, que es, por cierto, el nombre bajo el que se nos esconde Luciano en este diálogo.

6 Il. XXII 262.

7 Cf. ibid., VI 46, 48, y XX 65.

8 Cf. ibid., X 447-8.

9 Cf. NAUCK, pág. 663.

10 EURÍPIDES. Iόn 1553.

11 EUR., Orestes 413.

12 Il. III 57.

13 Támiris, mítico músico que, por competir con las Musas en temas de música, fue castigado por ellas. Las Musas lo dejaron ciego y lo desposeyeron de su habilidad para la música. Eurito, por su parte, era rey de Ecalia, y había heredado de su padre Melaneo la habilidad en el manejo del arco. Desafió a Apolo y el dios lo mató antes de que llegara a viejo como castigo por su insolente pretensión.

14 Expresión que viene a significar lo mismo que el refrán castellano: «la cabra siempre tira al monte», obviamente porque es allí donde se siente como pez en el agua. Luciano parece llevar el tema, en su contencioso con los filósofos, a su terreno.

15 Ixión tuvo la osadía de enamorarse de Hera y trató de violarla. Zeus formó una especie de nube fantasmagórica a la que se unió Ixión engendrando un hijo, Centauro; Zeus castigó salvajemente a Ixión atándolo a una rueda encendida que giraba sin parar y lo lanzó a los aires.

16 El mismo recorrido que explica Pausanias. De la Academia se llegaba al ágora dando un paseo. Allí, en la cabecera norte del ágora, por donde hoy discurren las vías del metro, debía de estar ubicada la famosa Stoà Poikílē. Pero hay una doble intención, pues los puntos que se citan —Academia y Estoa de las Pinturas y el movimiento que se realiza: pasear— implica alusión a tres grupos de filósofos; «académicos, peripatéticos y estoicos».

17 Inequívoca alusión al opúsculo anterior.

18 Cuando decimos la «Educación» nos referimos a Paideía, esto es, la formación cultural, y no a la educación en el sentido de buenos modales y respetuosas actitudes.

19 Ya se explicó supra, n. 5, la dificultad que entraña la traducción del pasaje. Esta dificultad aumenta ahora. Si mantenemos Parresíades todo el rato, debemos seguir haciéndolo ahora.

20 Alusión a lugares de nacimiento de algunos importantes filósofos, algunos precisados con exactitud como Solos y Estagira, lugares donde vieron la luz Crisipo y Aristóteles respectivamente.

21 Nótese que la Filosofía le formula a Luciano la misma pregunta que los «Compradores» del diálogo anterior formulaban a cada filósofo.

22 El templo de Atenea Polias, esto es, Atenea Protectora de la ciudad, estaba situado cerca de donde hoy se encuentra el Erecteon.

23 Se refiere a las fichas negras que implicaban un veredicto adverso para el litigante.

24 La clepsidra, especie de reloj de agua, medía el tiempo de que disponía cada litigante para exponer sus alegatos. Acabar de echar el agua en la clepsidra es sinónimo de «ya se puede empezar a hablar», porque empieza a contar el tiempo.

25 Alusión indudable a las Nubes, de ARISTÓFANES, comedia en la que Sócrates aparece como un sofista más.

26 Pintoresca cita de un autor desconocido.

27 «Echa agua en la clepsidra» es tanto como decir: «Comience a contar el tiempo del siguiente orador».

28 Alusión a los misterios eleusinos celebrados en honor de Deméter y Perséfone también llamada Core. Los rituales que allí acontecían eran secretos y nadie podía revelarlos.

29 Se parecen a esos hombres como Heracles a un mono que llevaba encima una piel de león.

30 Parece razonable atribuir esta frase a Parresíades; me aparto, pues, ahí de la edición de M. D. McLeod.

31 Final empleado por Eurípides en Fenicias, Orestes, Ifigenia entre los tauros.

32 Cf. Il. XVIII 507-8.

33 Alusión a toda una serie de parajes a la falda de la Acrópolis. El Pelásgico es la muralla de la Acrópolis en época prehistórica. El Asclepión está al lado opuesto, junto al teatro de Dioniso, donde estaba también la tumba de Talo, a quien Dédalo, celoso, había despeñado. También en la vertiente norte se hallaba el Anaceo, dedicado a los Dioscuros.

34 Il. II 81.

35 Ibid., II 468.

36 Nuevamente ibid., II 463.

37 Obviamente, un cínico.

38 Crisipo tiene que ver con chrysós, el nombre del oro en griego.

Obras II

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