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Capítulo 1

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ERA un príncipe de los pies a la cabeza. Alto, pelo negro, con la cabeza en un ángulo orgulloso, el príncipe Alí Ben Saleem, jeque del principado de Kamar, atrajo la mirada de todos al entrar en el casino.

No se trataba solo de sus facciones atractivas y de la combinación de poder y gracia de su cuerpo. Había algo en él que parecía proclamar que era diestro en cualquier cosa que se propusiera. Por ello los hombres lo contemplaban con envidia y las mujeres con interés.

Frances Callam observó con los demás, pero sus ojos exhibían un propósito peculiar. Alí Ben Saleem era el hombre al que había ido a estudiar.

Era una periodista independiente, muy solicitada por su habilidad para retratar a las personas. Los editores sabían que resultaba insuperable en historias en las que había involucradas grandes sumas de dinero. Y Alí era uno de los hombres más ricos del mundo.

—Mira eso —musitó asombrado Joey Baines sin apartar la vista del avance imperial de Alí en dirección a las mesas.

Joey era un detective privado a quien ella a veces contrataba como ayudante. Esa noche lo había llevado de tapadera mientras recorría el casino y analizaba a Alí.

—Estoy mirando —murmuró—. No cabe duda de que se encuentra a la altura de su leyenda, ¿verdad? Al menos en apariencia.

—¿Cuál es el resto de la leyenda?

—No tiene que justificar ante nadie de dónde viene su dinero ni adónde va.

—Pero nosotros sabemos de dónde viene —indicó Joey—. De esos pozos de petróleo que tiene en el desierto.

—Y mucho se pierde en sitios como este —Fran miró alrededor con desaprobación.

—Eh, anímate. ¿No puedes disfrutar de la vida entre los ricos al menos durante una noche? Es por una buena causa.

—Es por la causa de definir a un hombre al que no le gusta responder a preguntas sobre sí mismo, y averiguar qué tiene que ocultar —afirmó.

Joey se pasó el dedo por el interior del cuello de la camisa. Parecía incómodo con el esmoquin que tenía que llevar por norma.

—Es un arrogante —musitó Fran, viendo cómo besaba la mano a una mujer—. Los hombres como él se supone que se han extinguido.

—Solo aquellos que no logran sobrellevarlo —repuso Joey—. Los que sí, son tan malos como siempre.

—Estás celoso —comentó indignada.

—¡Todos lo estamos, Fran! Mira a tu alrededor. Todos los hombres que hay aquí desean ser él, y todas las mujeres anhelan acostarse con él.

—Todas no —aseveró con firmeza—. Yo no.

Alí había terminado su marcha real y se acomodaba a una de las mesas. Fran se acercó más, tratando de observarlo sin parecer demasiado interesada.

Realizaba apuestas elevadas y cuando perdía se encogía de hombros. Fran se atragantó con las sumas que despilfarraba como si no representaran nada. También notó que en cuanto comenzaba la mano, se olvidaba de las mujeres que tenía al lado. Un instante coqueteaba con ellas y al siguiente dejaban de existir. Su irritación se incrementó.

Empeoró cuando la partida se detuvo y él volvió a concentrarse en la seducción, esperando reanudarla en el punto en que la había dejado. Y lo lamentable es que ellas se lo permitían.

—¿Ves eso? —le musitó a Joey—. ¿Por qué alguna no le escupe a la cara?

—Intenta hacerlo tú a la cara de cien mil millones de libras —repuso Joey—. Comprueba lo fácil que es. ¿Por qué eres tan puritana, Fran?

—No puedo evitarlo. Me educaron así. No es decente que un hombre tenga tanto… tanto.

Iba a decir «tanto dinero», pero el jeque Alí tenía demasiado de todo.

Había heredado el pequeño principado a la edad de veintiún años. Su primer acto había sido cancelar todos los contratos con las poderosas corporaciones petroleras del mundo para renegociarlos, consiguiendo para Kamar grandes beneficios. Las empresas habían clamado al cielo, pero terminaron por ceder. El petróleo de Kamar era de una calidad inapreciable.

—¿Sabe Howard que te encuentras aquí esta noche? —preguntó Joey, refiriéndose al hombre con el que solía salir Fran.

—Por supuesto que no. Jamás lo aprobaría. De hecho, no aprueba que realice esta historia. Le pregunté qué podía decirme sobre Alí, y me dio la versión oficial de su gran importancia y el valioso aliado que era Kamar. Cuando mencioné que había demasiados misterios, se puso pálido y repuso: «Por el amor del cielo, no lo ofendas».

—¡Qué miedoso! —provocó Joey.

—Howard no es un miedoso, pero es un banquero y sus prioridades son las de un banquero.

—¿Y piensas casarte con ese tipo?

—Nunca he dicho eso —se apresuró a contestar—. Es probable. Algún día. Quizá.

—Sin embargo, estás loca por él, ¿no?

—¿Podemos concentrarnos en lo que hemos venido a hacer? —preguntó con voz fría.

—¡Hagan sus apuestas!

Alí empujó una fuerte suma en fichas hasta el veintisiete, rojo, luego se reclinó en la silla con un supremo aire de indiferencia. Lo mantuvo mientras la ruleta giraba y la bola rebotaba de rojo a negro, de un número a otro.

—Veintidós, rojo.

El croupier retiró las fichas. Con el ceño fruncido, Fran observó al jeque Alí. Él ni siquiera le echó un vistazo a la fortuna que era retirada. Toda su atención estaba centrada en su nueva apuesta.

De pronto, alzó la vista hacia ella.

Fran se quedó boquiabierta. Dos puntos de luz la atravesaron y la inmovilizaron.

Entonces Alí sonrió; fue la sonrisa más perversamente encantadora que ella había visto jamás. La invitaba a una silenciosa conspiración y algo en ella despertó para aceptar. Descubrió que le devolvía la sonrisa; no supo cómo ni por qué. Sencillamente el gesto se apoderó de su boca, luego de sus ojos y al final de todo su cuerpo.

El sentido común le informó de que solo el azar había hecho que mirara en su dirección, pero no lo creyó. La había percibido ahí. Entre mucha gente, supo que lo miraba y había sentido el impulso de que sus ojos se encontraran.

Alí se adelantó hacia ella y extendió la mano por la estrecha mesa. Como hipnotizada, Fran apoyó su esbelta mano en la suya. Él la sostuvo un momento y ella experimentó la sensación de una fuerza acerada en esos dedos largos. En ellos había poder suficiente para quebrantar a un hombre… o a una mujer.

Entonces se llevó la mano a los labios. Fran contuvo el aliento cuando la boca le rozó la piel. Fue un contacto leve, pero bastó para que sintiera al hombre poderoso, vibrante, sensual, peligroso.

—Hagan sus apuestas, por favor.

La soltó para adelantar sus fichas al veintidós, negro, aunque no dejó la vista allí. Olvidaba a las otras mujeres en cuanto la ruleta se ponía a girar, pero en ese momento mantuvo los ojos en ella, sin prestar atención a la bola. Fran le devolvió el escrutinio, incapaz de desviar la mirada.

«Veintidós, negro».

Alí pareció salir de un sueño para darse cuenta de que el croupier deslizaba fichas hacia él. Había sido una apuesta importante y con un acierto prácticamente había recuperado todas sus pérdidas. Sonrió, mostrando unos dientes blancos, y con una ligera inclinación de cabeza indicó el sitio que tenía a su lado.

Fran rodeó la mesa en su dirección. La expresión de las otras mujeres se tornó hosca, pero él las descartó con un leve gesto.

Sintió como si se moviera en un sueño. De forma súbita la suerte había caído en su camino. Su intención había sido estudiar a Alí esa noche, y el destino le presentaba la oportunidad perfecta.

—Me ha traído suerte —comentó cuando se sentó a su lado—. Debe permanecer a mi lado para que la suerte continúe.

—¿No me diga que es supersticioso? —preguntó ella con una sonrisa—. La suerte cambiará. No tiene nada que ver conmigo.

—Pienso de otra manera —pronunció con un tono que acallaba cualquier otro argumento—. El hechizo que proyecta es solo para mí. Para ningún otro hombre. Recuerde eso.

—Hagan sus apuestas.

Con un gesto de la mano, le indicó que hiciera su apuesta por él. Fran puso las fichas en el quince, rojo, y contuvo el aliento mientras giraba la ruleta.

«Quince, rojo».

La gente que rodeaba la mesa suspiró.

Menos Alí. Tenía los ojos clavados con expresión de admiración en ella. Aceptó las fichas con un encogimiento de hombros.

—No me lo creo —musitó Fran.

—Usted hizo que pasara —aseveró Alí—, y hará que se repita.

—No, fue casualidad. Debería parar ya, cuando gana.

—Vuelva a apostar por mí —repitió—. Todo.

Aturdida, movió todas las ganancias sin saber en qué número dejarlas.

—No puedo decidirme —reveló nerviosa.

—¿Cuál es el día de su cumpleaños?

—El veintitrés.

—¿Rojo o negro? Elija.

—Negro.

—Entonces será el veintitrés, negro.

Fran miró con agonía mientras la ruleta giraba.

—No mire —sonrió Alí—. Míreme solo a mí y deje que los dioses de la mesa se ocupen de lo demás.

—¿Es que también consigue que hagan lo que usted quiere? —susurró.

—Puedo lograr que todos y todo hagan lo que yo quiero —repuso con sencillez.

La ruleta se detuvo.

«Veintitrés, negro».

Fran sintió un escalofrío. Era algo extraño. Alí vio su expresión sobresaltada y rio.

—Es brujería —comentó—. Y usted es la bruja más hermosa de todas.

—No… no me lo creo —tartamudeó—. No puedo creerme que haya ganado.

—Ha pasado porque usted es mágica. Y yo no puedo resistirme a la magia.

Bajó la cabeza y posó los labios sobre la palma de la mano de ella. Al instante Fran sintió como si se abrasara, aunque el contacto de sus labios fue suave. La sensación comenzó en su piel y no tardó en abarcar todo su ser. Experimentó una cierta alarma y habría apartado la mano, pero a tiempo recordó que ese acto grosero no encajaría con el papel que interpretaba. Sonrió con la esperanza de reflejar que recibía esas atenciones a diario.

El croupier le deslizó las ganancias.

—Yo las tomaré —anunció Alí.

Un hombre de pie detrás de él las contó y escribió el total en un trozo de papel. Fran se quedó boquiabierta al leerlo.

Mientras el hombre iba a cambiar las fichas, Alí se levantó y se la llevó lejos de la mesa.

—Ahora, cenaremos juntos —dijo.

Fran titubeó. Una antigua sabiduría femenina le señaló que no sería inteligente aceptar una invitación tan repentina de un hombre al que había conocido media hora antes. Pero iba buscando una historia, y no la conseguiría si rechazaba la primera oportunidad que le concedían.

Por el rabillo del ojo vio a Joey boquiabierto. Le guiñó el ojo y enlazó el brazo con el de Alí.

Su Rolls Royce esperaba fuera, con el chófer de pie ante la puerta abierta. Con galantería, Alí la ayudó a subir. El chofer se puso al volante y arrancó sin aguardar instrucciones.

Una vez en marcha, se volvió hacia ella, le sonrió con picardía e introdujo las manos en los bolsillos. De uno extrajo un collar de perlas exquisitas y del otro uno de diamantes.

—¿Cuál? —preguntó.

—¿Cuál…?

—Uno es suyo. Elija.

Fran abrió la boca con incredulidad. ¿Llevaba cosas semejantes en los bolsillos?

—Aceptaré el de diamantes —dijo, sintiéndose como si hubiera sido transportada a otro planeta. La voz no le pareció suya.

—Gire el cuello para que pueda quitarle el colgante de oro —ordenó—. El hombre que le regala esas baratijas no sabe cómo valorarla.

Los dedos le rozaron el cuello y se vio obligada a respirar de forma trémula y entrecortada. No se suponía que la velada debiera transcurrir de esa manera. Había ido preparada a analizar al jeque Alí, a que le cayera mal y a despreciarlo. Pero no había estado lista para verse abrumada por él.

—Están hechos para usted —declaró al girarla para dejarla de frente—. Ninguna mujer ha estado jamás mejor con diamantes.

—Habla desde su amplia experiencia, ¿no?

Él rio, ni ofendido ni avergonzado.

—Más amplia de lo que puede imaginar —garantizó—. Pero esta noche no existe ninguna otra mujer. Solo está usted en el mundo. Dígame cómo se llama.

—Mi nombre… —tuvo una súbita inspiración—. Me llamo Diamond.

—Es ingeniosa —se le iluminaron los ojos—. Excelente. De momento bastará. Antes de que termine la noche me revelará su verdadero nombre —sostuvo su mano izquierda y estudió sus dedos—. No lleva anillos —observó—. No está casada ni prometida, a menos que sea una de esas mujeres modernas que desdeñan informarle al mundo de que pertenecen a un hombre. ¿O tal vez desdeña ser de otro?

—No pertenezco a ningún hombre —repuso—. Soy mía, y ningún hombre será jamás mi dueño.

—Entonces nunca ha conocido el amor. Cuando lo conozca, descubrirá que sus arrogantes ideas no significan nada. Cuando ame, dará, y deberá ser todo su ser, o el regalo no tendrá ningún sentido.

—¿Y a quién pertenece usted? —exigió con atrevimiento.

—Esa es otra cuestión —rio—. Pero podría decir que pertenezco a un millón de personas. Kamar tiene una población de un millón de habitantes. Ninguna parte de mi vida me pertenece por completo. Ni siquiera el corazón es mío para regalarlo. Hábleme del hombre que había con usted. Me preguntaba si sería su amante.

—¿Y eso habría marcado una diferencia con usted?

—Ninguna en absoluto, ya que no se esforzó en protegerla de mí. Un hombre incapaz de retener a su mujer no es un hombre.

—¿Necesito protección de usted? —musitó, provocándolo con los ojos.

Él le besó la mano.

—Me pregunto si no terminaremos por descubrir que los dos necesitamos protección del otro —repuso pensativo.

—¿Quién sabe? —respondió tal como requería su papel—. El placer estará en descubrirlo.

—Y usted es una mujer hecha para el placer.

Fran respiró hondo, sorprendida por lo mucho que la afectaron las palabras. Howard admiraba su aspecto, pero también aclamaba su sentido común. Y este le indicaba que así como la pasión importaba, no lo era todo en la vida. Aunque ya no estuvo segura de eso.

—No va a fingir que desconoce a qué me refiero —añadió él ante su silencio.

—Hay muchas clases de placer.

—No para nosotros. Para usted y para mí solo hay uno… el placer compartido por un hombre y una mujer en el calor del deseo.

—¿No es un poco pronto para pensar en el deseo?

—Pensamos en él en cuanto nuestros ojos se encontraron. No intente negarlo.

No habría podido. La verdad aturdía, pero seguía siendo la verdad. Alí le tocó el rostro con las yemas de los dedos. Lo siguiente que supo Fran es que le daba el beso más ligero que jamás había experimentado en los labios. Luego bajó a la barbilla, a la mandíbula, subió a los ojos y regresó a los labios. Apenas los sintió, pero sí sus efectos por el hormigueo que le produjeron en el cuerpo.

Era alarmante. Si hubiera intentado abrumarla con poder, podría haberse defendido. Pero el jeque Alí era un artista que dedicaba toda su destreza a someterla bajo su encantamiento. Y contra eso no parecía existir defensa.

Se movió impotente contra él, sin devolverle los besos ni rechazarlos. Él la miró a la cara, pero estaba demasiado oscuro. No pudo ver la expresión de incertidumbre que apareció en sus ojos.

El lujoso coche se detuvo en una calle tranquila de la zona más exclusiva de Londres. Despacio la soltó. El chófer abrió la puerta y Alí le tomó la mano para ayudarla a bajar. Al hallarse sobre la acera Fran comprendió lo que tendría que haber pensado antes, que no la había llevado a un restaurante, sino a su casa.

Supo que ese era el momento en que tendría que haber obrado con sensatez y huir, pero, ¿qué clase de periodista huía a la primera señal de peligro?

«Desde luego que no hay peligro», se dijo. No supo por qué había pensado eso.

Las altas ventanas de la mansión irradiaban luz. Una, en la planta baja, tenía las cortinas abiertas para revelar candelabros de cristal y muebles suntuosos.

Despacio se abrió la puerta de entrada. Un hombre alto con túnica árabe ocupó casi todo el espacio.

—Bienvenida a mi humilde hogar —dijo el príncipe Alí Ben Saleem.

La única esposa

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