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ОглавлениеDel tambor al picó: objetos de poder en las redes festivas artesanales y técnicas en el Caribe colombiano
Mauricio Pardo
Universidad de Caldas
En el Caribe colombiano, las fiestas patronales, los carnavales y, en general, la fiesta, a través de sus protagonistas artefactuales musicales y técnico-musicales, han sido factor principal en la configuración de los lazos comunitarios y la identidad local y regional. Las crónicas del siglo XIX señalan que en todos los poblados y barrios eran reiteradas las fiestas públicas y familiares, llamadas fandangos, merengues, bundes, palos de cumbia o cumbiambas, todas ellas desplegadas bajo patrones similares alrededor de los tambores. Los tambores, desde aquella época, se establecieron como agentes poderosos que integraban un libreto musical, coreográfico, ritual y festivo que ocupaba un lugar central en la vida social del Caribe.
Más adelante, la radio y la discografía reemplazaron y debilitaron las interpretaciones de los músicos locales e inscribieron las festividades y sus músicas en los circuitos corporativos internacionales de las industrias musicales.
Desde mediados del siglo XX, los equipos de sonido o picós se fueron configurando como actores centrales en los eventos festivos y desarrollaron una dinámica propia de estructura, forma y contenido por fuera de la circulación de esos conglomerados empresariales del entretenimiento. La fiesta de picó y su música de champeta, que establecen una red social, técnica y musical, con sus propios circuitos económicos restringidos a la región caribeña, convocan un importante número de seguidores en las barriadas de ciudades y poblados de la Costa y se han constituido y adaptado, alrededor del picó, como agentes focales de gran poder simbólico y social. Además, se han ido transformando e innovando a partir de los patrones vernáculos de la festividad caribeña al tiempo que han incorporado elementos de las músicas afro populares internacionales contemporáneas, africanas, del caribe francófono y anglófono y norteamericanas, entre otras, resultando en un fenómeno socio-técnico-musical de características únicas.
Gente, no humanos, cosas, máquinas
El antropocentrismo de las narrativas occidentales, tanto desde el saber lego como en el discurso científico, es una de las concepciones más arraigadas y menos cuestionadas. Aun desde la antropología, la disciplina que supuestamente está más próxima a modos de pensamiento no occidentales, la complejidad de los ensamblajes entre humanos y otros seres era leída no como una complejidad material entre diversos agentes, sino como una proliferación de representaciones, de sujetos cognoscentes. La investigación antropológica devino principalmente en un conocimiento sobre los conocimientos, sobre la diversidad de modos de conocer que se denominan culturas, las cuales interpretan en variaciones sin fin una naturaleza exterior regida por leyes inmutables.
En las últimas tres décadas han surgido discusiones que apuntan a revisar esos supuestos occidentales sostenidos en unas oposiciones entre cosas y conceptos, personas y entes no humanos, materia y significado, representación y realidad. Criticaron la suposición según la cual las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes (Wagner, 1981; Strathern, 1990; Descola, 1994; Gell, 1998; Viveiros de Castro, 2012 [1998]). Seguidores de esta corriente criticaron la suposición de que las cosas son accesorias, exteriores, silenciosas, pasivas, meramente ilustrativas de los sistemas sociales, de estructuras significantes o de ensamblajes semióticos. Proponen que las cosas, tal como son pensadas y habladas en las sociedades en las que existen, son sus significados mismos, los cuales deben ser tomados en serio en lugar de ser necesariamente decodificados o interpretados (Henare, Holdbraad y Wastell, 2007).
No es que haya muchas representaciones del (uni)mundo, sostienen estos autores, sino muchos mundos en los que las relaciones entre esas cosas con los humanos no son solamente mentales, simbólicas o representaciones, sino que son materiales y reales: son mundos que deben ser abordados a través de su puerta de entrada posible, o sea, que deben ser pensados a través de las cosas, de las cosas-significados que integran esos mundos.
Desde otro ámbito, diferente e incluso inesperado, el de los estudios de ciencia y tecnología (ECT), unos años antes, se venía problematizando tanto el supuesto conocimiento objetivo de la naturaleza a través de las ciencias físicas y naturales como la separación, en esferas esencialmente diferentes, de la naturaleza y la sociedad. Desde los ECT se planteó que los científicos son constituidos por sus objetos científicos, así como estos últimos son construidos por los científicos (Law y Lodge, 1984; Latour, 1987). Estas tendencias de los ECT plantean que humanos, máquinas, otros organismos vivos, desarrollos tecnológicos, seres inertes y otras “cosas” se relacionan dentro de redes complejas en las que todos ellos son actores-red, provistos de agencia y poder, que se influencian mutuamente (Law, 1991, p. 13; Latour, 2007).
Pero desde la posición de los agentes humanos, dentro del capitalismo, sostienen algunos de estos analistas, no todos se sitúan en la red en pie de equidad para relacionarse con otros seres-cosas, y esas diferencias de poder resultan en desigualdades en la distribución (Law, 1991, p. 18). Callon (1991), uno de los notables y seminales proponentes de esta tendencia de los ECT, plantea que si se hace énfasis en la distribución, esas redes pueden ser vistas como redes tecnoeconómicas que se organizan en torno al polo científico que produce conocimiento, al polo técnico que desarrolla los artefactos y al polo del mercado en el que se busca satisfacer demandas o necesidades. Propone que los actores se definen unos a otros en la interacción a través de intermediarios que ellos mismos ponen en circulación y que se asignan roles mutuamente. Esos intermediarios son de cuatro tipos: textos, artefactos, habilidades y dinero. En las situaciones concretas, muchos de los intermediarios son híbridos entre dos o más de estos tipos, y pueden ser también híbridos entre humanos y no humanos. Los intermediarios, híbridos o no, humanos o no, asignan roles a los actores participantes y a otros intermediarios. Las redes así configuradas pueden ser leídas en las inscripciones que marcan los intermediarios (Callon, 1991).
Hay entonces una notable convergencia entre el análisis propuesto por los sociólogos de los ECT desde finales de los años ochenta y el de los antropólogos multinaturalistas o de la nueva escuela etnográfica, para describir las redes sociotécnicas o tecnoeconómicas de los primeros y los diferentes mundos que proponen los segundos.
En las páginas que siguen, trataré de mostrar cómo la población del Caribe colombiano, y, hoy en día, especialmente en Cartagena y Barranquilla, ha hecho parte de manera importante de redes socioartefactuales y sociotécnicas festivas y musicales, entre cuyos actores se destacan como cosas poderosas el tambor –hasta comienzos del siglo XX–, vitrolas y radios –en la primera mitad del siglo XX– y especialmente los picós, desde esa época hasta la actualidad. Al considerar dichas redes festivas musicales, la observación y el análisis pueden enfocarse en los géneros musicales, en las organologías específicas, en las trayectorias de músicos particulares, en las transformaciones de las mediaciones tecnológicas y en muchos otros aspectos (Piekut, 2014). Pero si se mira el fenómeno festivo-musical y su importancia en la constitución y reproducción del grupo social, el actor artefactual-musical o tecnológico-musical aparece como objeto poderoso, que determina buena parte de las dinámicas de la red, y cuyas propiedades de localización, agencia e identificación lo hacen un protagonista visible que organiza a su alrededor las acciones de otros actores, humanos, musicales de variado orden, tecnológicos y económicos. De forma interesante, aparece que tambores y aparatos de sonido no son solo potentes artefactos-agentes dentro de redes sociotécnicas a la manera en que lo plantean los investigadores de los ECT, sino que son también agentes cargados de impetuosas valencias sociales, emotivas y afectivas en un sentido análogo al atribuido a los distintos actores no humanos que pueblan los multiversos que han sido señalados dentro del mencionado reciente giro etnográfico.
La red de tambores configuró el Caribe colombiano
La documentación existente señala que en el Caribe colombiano, ya desde el siglo XVIII, entre las clases bajas descendientes de africanos e indígenas, y de los mestizajes entre ellos y los europeos, los acontecimientos sociales más importantes y concurridos eran las fiestas de baile y canto alrededor de los tambores. Desde esa época, son mencionados bailes cantados denominados fandangos, currulaos, bundes, merengues, cumbiembas o cumbiambas, en los que la gente bailaba alrededor de un grupo de músicos de tambores, animados por cantos y palmas, en los que un coro generalmente de mujeres respondía a una solista (Escobar, 1985; González, 1988). A principios del siglo XIX, todavía se reportaban fiestas alrededor de grupos interétnicos de negros con tambores y de indígenas con gaitas (Gosselman, 1981 [1979]; Posada Gutiérrez, 1920-1921; Solano y Bassi, 2004). Ya para finales de ese siglo, esas festividades y bailes eran el núcleo del acontecer festivo a lo largo y ancho de la región caribeña, desde el golfo cenagoso de Urabá hasta la península desértica de La Guajira (González, 1988; 1989).
Si algo delimita la región del Caribe colombiano es la geografía del tambor; lo que marca la extensión espacial de la caribeñidad es el alcance de las celebraciones del tambor, que da la pauta para la danza, el canto, las comparsas y para los carnavales. Lo costeño, lo caribeño, va hasta donde se extiende el tambor; una configuración regional que se formó en los tiempos coloniales, integrando las poblaciones locales subalternas a pesar de las separaciones que la segregación racial y espacial colonial trataba de imponer. La sociabilidad de los dispersos asentamientos por las costas, sabanas, ciénagas, serranías, ríos y desiertos de la heterogénea geografía caribeña estuvo marcada por las festividades, las cuales se articulaban por el tambor o, mejor, por el conjunto de tambores que se extendía performativamente a los músicos con otros instrumentos.1 Hay áreas del Caribe con mayor o menor ancestro y presencia fenotípica indígena, o afro, o mestiza, y hay variaciones intrarregionales en diferentes aspectos, pero todas ellas son parte del entramado de sociabilidad festiva marcada por los tambores.
La vida pública en el Caribe, en ciudades, poblados y áreas rurales, se configuró entonces, desde los tiempos coloniales, como una red de celebraciones musicales, un calendario festivo marcado por el panteón católico de santos patrones y santas y vírgenes patronas. A esto se sumaban las ritualidades del ciclo vital: bautizos y funerales se marcaban también por la música, el canto y la danza. Después de la independencia, surgieron fiestas de efemérides patrióticas y otras celebraciones cívicas. Este calendario festivo permitió que se decantaran y se refinaran continuamente unos estilos musicales, organológicos y dancísticos, pero todos ellos variaciones de un patrón básico fuertemente relacionado con la organización social local.
En Cartagena, por ejemplo, a finales de la Colonia, en la fiesta de la Candelaria, los cabildos de nación de los afrodescendientes desfilaban en comparsas ida y vuelta hasta el cerro de la Popa (Posada Gutiérrez, 1920-1921; Gutiérrez Sierra, 2000). Después de la Independencia, en Cartagena, que hasta comienzos del siglo XX continuó siendo el principal centro económico y administrativo de la región Caribe, en las fiestas cívicas, especialmente en las de la Independencia del 11 de noviembre, en un comienzo abundaban las danzas y los tambores de la gente negra y mulata que había tenido importante protagonismo en la gesta anticolonial, pero progresivamente las prácticas festivas de los afrodescendientes fueron estigmatizadas por la élite blanca-mestiza como muestras de barbarie y atraso, y fueron retiradas de las celebraciones oficiales. Al margen de la programación gubernamental, en las fiestas desfilaban grupos de danzantes y cantantes al ritmo de tambores, y en los barrios pobres, todos de mayoría afrodescendiente, siguieron existiendo los cabildos, en esta época ya no como asociaciones étnicas, sino como organizaciones carnavalescas de barrio (Gutiérrez, 2000, p. 133).
Emirto de Lima, notable profesor, compositor y director musical, quien estudió en distintos conservatorios europeos y vivió en Barranquilla en la primera mitad del siglo XX, escribió un libro sobre las músicas rurales del Caribe colombiano, basado en un excepcional y extenso trabajo de campo, en las décadas de 1920 y 1930, y señaló la generalización e importancia de las celebraciones musicales con tambores en la región:
En las plazas principales de todas las poblaciones (y esto ocurre hasta en los villorrios más pobres) [...] se reúnen en ardoroso espectáculo [...] grupos del pueblo que, fieles a la tradición, manifiestan su júbilo, a través de las danzas, llamadas Cumbiambas, Porros, Chicha Maya, Puya, Mapalé, Currulao, Merengue, y Bailes de Gaita Indígena. (De Lima, 1942, p. 68)
De entre la multitud de instrumentos musicales africanos de sus pueblos de origen,2 solamente se generalizó, entre los esclavizados de la Nueva Granada, un tipo particular de tambor, de rara ocurrencia en el resto de África, venido de la región aledaña al puerto esclavista de Calabar, en el suroriente de la actual Nigeria y en el occidente del actual Camerún (Pérez, 1986; D’Amico, 2007; 2017; Miller, 2012).
Los africanos esclavizados embarcados en el puerto de Calabar fueron llamados genéricamente carabalíes y conformaron la mayoría de los que llegaron a Cartagena en el último periodo de la trata entre 1740 y 1811 (Colmenares, 1979; Del Castillo, 1982; Nwokeji, 2010; D’Amico, 2017). Dentro de dicha región africana, está el área del río Cross,3 ocupada por numerosos grupos diferentes aunque emparentados cultural y lingüísticamente, en los que está presente la institución de las sociedades del leopardo, compuestas por hombres que comparten conocimientos secretos, las cuales se ocupaban de varios asuntos públicos y de gobierno de las aldeas. En la actualidad, estas sociedades tienen un papel eminentemente ceremonial. En estas poblaciones, son notables los rituales de hombres disfrazados y enmascarados, animados por tambores de cuñas. También existen asociaciones y rituales femeninos que son acompañados por los tamboreros de las sociedades masculinas del leopardo (Ruel, 1969; Leib y Romano, 1984, pp. 94-95).
El tipo de tambor en cuestión es ligeramente cónico, de entre 30 y 60 centímetros de largo y entre 20 y 30 centímetros de diámetro, con un parche de piel de animal templado con lazos y cuñas alrededor del cuerpo del instrumento.4 Generalmente, se trata de una pareja de tambores, uno mayor y uno más pequeño. En el Caribe de Colombia, el tambor de mayor tamaño es llamado hembra, alegre, repicador o currulao, y efectúa variaciones e improvisaciones sobre el ritmo; el menor es llamado macho o llamador, y marca sin variaciones el ritmo central. Alrededor de uno solo, o de la pareja de tambores, se organizan los conjuntos musicales vernáculos de la región del Caribe colombiano. En algunas áreas, los tambores de cuñas fueron reemplazados por instrumentos de percusión europeos, como en las bandas sabaneras, o tuvieron variaciones, como es el caso del tambor caja de los conjuntos de acordeón.
Es muy posible que la llegada a Cartagena de cantidades importantes de gentes africanas embarcadas en Calabar, en la segunda mitad del siglo XVIII, quienes portaban en su memoria y en sus destrezas la importancia de la construcción y ejecución de tambores, como parte de una compleja red política, social y ritual en su sociedad de origen, haya influido en el resto de la población esclavizada cartagenera, y haya aportado y generalizado elementos importantes de la actividad festiva. Este elemento organológico coadyuvó a la configuración del complejo ritual, oral y musical, con elementos de las distintas etnias de origen de los esclavizados. Configuración que se facilitó gracias a la reedición en Cartagena de los cabildos de lengua y nación5 africanos que se habían iniciado en España desde el siglo XIV, a la legislación colonial que permitía a los esclavos llevar a cabo sus fiestas de tambores y danzas los fines de semana, y a las reiteradas celebraciones del calendario festivo del santoral católico, en las que los cabildos festejaban públicamente por las calles de la ciudad con grupos musicales y comparsas. Paulatinamente, este texto se diseminó por todos los caseríos y veredas de la región, en donde las gentes de todos los colores, los pobres libres de todas las razas y mestizajes fueron haciendo sus particulares aportes y adaptaciones.
Las conexiones de los elementos de la red se hicieron durables con las técnicas implicadas en la fiesta de tambores: la fabricación y ejecución de los tambores, los cantos y danzas. Estos complejos festivos, con sus cumbiambas alrededor de un poste central, sus desfiles por las casas de los poblados, su escalamiento en la época de carnaval, se constituyeron, junto con los saberes y habilidades, en mediadores vigorosos entre los actores centrales de estas dinámicas sociales: los individuos, los conjuntos de tambor y las distintas agrupaciones de gentes que integraban la fiesta. Los textos precursores se fueron modificando y fortaleciendo simultáneamente, trasmitiendo de un sector a otro, a través de las mediaciones, o, según el concepto propuesto por Latour (1988), se iban traduciendo progresivamente. De las memorias remotas del ritual africano a los cabildos de esclavizados en América, a las fiestas patronales católicas, a las celebraciones sincréticas en alejados palenques y rochelas, a los cruces en todas estas situaciones con elementos españoles o indígenas, el texto festivo se tradujo incesantemente. Traducción que produjo las variaciones y matices locales, pero que también consolidó un complejo distintivamente regional: en los bullerengues del golfo de Morrosquillo, las chalupas de la zona del Dique, las gaitas y puyas de los Montes de María, las tamboras del Magdalena, los fandangos y porros de las sabanas cordobesas y sucreñas, los merengues y paseos del Cesar y La Guajira, la música del Caribe colombiano tiene una serie de elementos específicos comunes que han permitido la continua polinización cruzada entre las distintas variantes y su convergencia, como en el caso del Carnaval de Barranquilla.6
A partir del patrón nodal se dieron variaciones en las sucesivas épocas y se desarrollaron y consolidaron las diferencias locales y subregionales en la medida en que las festividades y sus rituales se iban configurando en la región Caribe como un aspecto central de la organización social, la vida pública y los procesos de identificación (figura 1).
Figura 1. Músicos y sus tambores en el barrio Pescadito en Santa Marta
Foto: Mauricio Pardo.
En la red festiva, se influenciaron mutuamente una heterogeneidad de textos a través de los cuales se desplegó la agencia de los distintos actores: los libretos rituales; las prescripciones de los géneros y estilos musicales; las destrezas de artesanos, músicos, danzantes y participantes; y las normas sociales y religiosas en las que se inscribieron las fiestas. Pero el actor imprescindible, alrededor de cuya agencia y significado se organizó el resto de la red festiva desde el último siglo de la Colonia, fue el tambor.
El tambor y sus dinámicas sociomusicales estaban por supuesto situados dentro del marco de los regímenes colonial, primero, y republicano, después. Esos mundos existían de diferentes maneras en otros modos de interacción en los márgenes del régimen colonial y de sus presupuestos de raza, clase y género. La peculiaridad de la región caribeña, con toda su diversidad interna, se configuró desde los sectores subalternos con sus redes musicales ceremoniales, a pesar de las élites y su régimen racista, segregacionista y explotador, que solo veía en las festividades de las castas inferiores muestras de procacidad y salvajismo. Las celebraciones de los afrodescendientes y demás castas subalternas eran toleradas paternalistamente por las autoridades coloniales y por los esclavizadores, pero fueron surgiendo y creciendo redes complejas de personas, objetos, músicas, textos y destrezas con considerable nivel de autonomía frente a los actores hegemónicos de la sociedad colonial. Tanto, que se extendieron territorialmente por toda la región, configurándose como catalizadores de la vida social de la población subalterna en los campos, los caseríos y poblados y en las barriadas pobres.
La acción combinada aleatoriamente, reconstituyéndose continuamente, de los instrumentos, las localidades, las configuraciones performativas de las celebraciones, los formatos de los conjuntos musicales, los pobladores, las coreografías, los artesanos, los ritmos y tonadas de las piezas musicales, las liturgias sincréticas, los textos de las canciones, los mapas de los recorridos musicales y dancísticos, los canales de circulación del evento festivo y sus componentes, marcó las configuraciones de mundos particulares. Universos propios celebrados en las piezas musicales, con los diferentes actores no humanos, las entidades sobrenaturales de las creencias locales, los animales silvestres y domesticados, los paisajes, las interacciones en las labores del campo y en las relaciones afectivas.
Este heterogéneo ensamblaje se plasmó en la gran variedad de situaciones locales, variedad contenida por la fuerza centrípeta del tambor como concepto y como texto, lo que resultó en la configuración particular de lo caribeño en Colombia y sus continuidades con otras regiones y países del gran Caribe.
Los medios técnicos opacan la fiesta instrumental en vivo
Las tecnologías de la reproducción, la radiodifusión, la discografía, las victrolas y los picós empezaron a opacar progresivamente los conjuntos musicales tradicionales. Las primeras emisoras del país fueron La Voz de Barranquilla, fundada en 1929, y La Voz de Cartagena, en 1933, pero los radiorreceptores solo estuvieron disponibles comercialmente unos años más tarde. La radio comercial, como tal, se consolidó a partir de 1935, con Emisoras Unidas, en Barranquilla, y Emisora Fuentes, en Cartagena (El Tiempo, 7 de abril de 1997; Bozzi, 20 de octubre de 2009; Vélez, 2011).
En las ciudades más grandes, hacia la década de 1930, con la progresiva implantación de la electricidad (Vélez, 2011), iban proliferando los locales comerciales en los que se amplificaba música grabada. Las nacientes empresas del entretenimiento actuaban simultáneamente en la industria discográfica, en la radiodifusión y en los radioteatros con sus orquestas de planta, lo cual provocó transformaciones significativas en las dinámicas festivas de la región. La afición musical de las gentes iba abandonando a las tradiciones y a sus representantes musicales, y se volcaba progresivamente hacia la música comercial, y las fiestas de todo tipo prefirieron paulatinamente la música amplificada por los nuevos medios.
En la medida en que la electricidad se expandía, en las ciudades más pequeñas y en los pueblos se llevó a cabo una transformación análoga. En los asentamientos rurales, los lugares de origen de la mayoría de los músicos y compositores, en adelante la aspiración de los artistas se dirigió hacia los centros urbanos para figurar en los discos y la radiodifusión y así obtener ingresos monetarios a partir de lo que hasta entonces eran oficios artísticos solo escasamente remunerados por la reciprocidad de los anfitriones festivos. El surgimiento de los artistas populares, ungidos por la fama de la radiodifusión y la discografía, minusvaloró aún más a los músicos en las localidades.
En las ciudades y, progresivamente, en las zonas rurales, los conjuntos de tambores, los coros y las palmas dejaron de ser el centro de la fiesta, y la generación de las dinámicas festivas –anteriormente disgregadas por la región– pasó a depender de la producción tecnificada urbana, centrada en Cartagena y Barranquilla, y esta última gradualmente absorbió los carnavales locales hasta centralizar los remanentes de las músicas vernáculas de la región en el Carnaval de Barranquilla.
Las músicas locales languidecieron paulatinamente y la ejecución de los conjuntos vernáculos se limitó a unas pocas ocasiones en las fiestas más notables. Los procesos de aprendizaje de la confección y ejecución de instrumentos, del canto y el baile decayeron en cuanto parte protagónica de la sociabilidad local, y se confinaron progresivamente a un número de individuos cada vez menor.
Las redes socioartesanales, con el tambor como centro de la fiesta, se debilitaron poco a poco, pero la centralidad de la fiesta como factor primordial de la sociabilidad se mantuvo, transformándose con la adopción de las nuevas mediaciones musicales.
El carácter de la fiesta cambió así sustancialmente. El centro de la festividad pasó a ser el aparato reproductor de música. Las ejecuciones en vivo de los artistas y conjuntos de la música comercial, aunque importantes, eran excepciones restringidas a eventos en teatros u otros escenarios, en los que el público se había convertido de participante en espectador. La fiesta colectiva, bailable en los espacios urbanos, pasó a ser la mayoría de las veces animada por equipos de amplificación. Estos aparatos se iban convirtiendo en el sine qua non de la fiesta popular.
En el Caribe colombiano, como en otras regiones del país, y como ya había ocurrido en Norteamérica y en Europa, se configuraron extensas redes sociotécnicas comerciales musicales, lideradas internacionalmente por compañías como Columbia, Brunswick y RCA, las cuales acumulaban grandes cantidades de plusvalía generada por los trabajadores técnicos, los artistas, los empresarios y los administradores de emisoras, de casas disqueras, de radioteatros, de comercializadoras de discos y de aparatos fonográficos y de radio. Estas multinacionales fabricaban los aparatos de radio y fonográficos, dominaban la fabricación de discos y la distribución de todos estos productos en Latinoamérica.
En el nivel microlocal, los eventos festivos habían pasado a girar alrededor de los dispositivos de reproducción, recepción y amplificación: fonógrafos y radiorreceptores. Pero la dinámica de la red que se tejía desde lo global hasta lo local se centraba en la acumulación de capital por parte del entramado corporativo multinacional, que desde entonces ha dominado la economía del entretenimiento musical.
En las ciudades caribeñas colombianas, las extensiones de esa red operaban gracias a los empresarios regionales, propietarios de disqueras, emisoras y radioteatros, y a los comercializadores de aparatos musicales, y en los extremos de este complejo sociotécnico musical, se ubicaban los pequeños empresarios de estaderos, casetas y animadores de fiestas, y las familias que poseían sus propios aparatos de sonido domésticos. Todos ellos comercializando y consumiendo la música popular, en su mayor parte internacional, producida y distribuida por las corporaciones, y dentro de la cual solo una fracción reducida estaba conformada por artistas locales que habían logrado entrar en tales procesos comerciales.
La irrupción del picó7
En los barrios cartageneros, un invento estaba creciendo: el picó (pickup),8 un sistema de amplificación de gran potencia. Desde finales de 1930, en Cartagena, y luego en Barranquilla, se habían comenzado a adaptar ortofónicas para darles mayor volumen para animar bailes domésticos y públicos (Muñoz Vélez, 2003a).9 Se configuró así un tipo de actividad festiva bailable en la que uno de estos equipos animaba con su alto volumen al público, que pagaba por la entrada y por el consumo de licor en establecimientos como estaderos y casetas, llamados a veces clubes. Equipos de menor potencia animaban fiestas en las calles de los barrios.
Con los aparatos de amplificación o picós, se consolidó el gusto popular regional, en el que, junto a los temas dominicanos, puertorriqueños o cubanos en boga, se escuchaban los porros de las bandas y orquestas, y los paseos y merengues de tríos de guitarras o de conjuntos de acordeón.
Un picó es una empresa de venta de servicios de amplificación musical. Sus dueños pueden vender sus servicios por contrato a una persona o entidad o pueden cobrar entradas y vender licor al público en un local o caseta, o en una caseta provisional, resultante de cercar un lote o una porción del espacio público, un parque o una calle. Desde sus comienzos, ha habido unos picós principales, famosos y más potentes tecnológicamente, y otra serie de picós más pequeños, que también ofrecen sus servicios al público, en espacios o eventos más reducidos.
El modo festivo popular fue migrando hacia la forma generalizada de la amplificación de grabaciones en la caseta o el estadero, y a tener sus momentos estelares en la presentación de grupos musicales foráneos que interpretaban los éxitos discográficos y solo muy ocasionalmente con la presentación de las auténticas estrellas de la radio y los discos. Estos procesos que ocurrían en las barriadas de las grandes ciudades tenían su correspondencia a lo largo y ancho de la Costa en los pueblos y áreas rurales.
Hasta finales de 1960, los picós eran uno más de los varios medios a través de los cuales se daba salida a los productos comercializados de las empresas musicales internacionales y nacionales. El picó era específicamente una actividad económica cuyo atractivo consistía en la habilidad y conocimiento de sus dueños para entretener al público bailador con éxitos de la música disponibles en el mercado, dominado por las industrias internacionales y nacionales de la reproducción musical.
El picó importador de música insertado en las zonas populares
Pocos años antes, a mediados de la década de los sesenta, había comenzado a formarse lo que se conocería como el exclusivo, una dinámica particular de los picós, ya no solamente para reproducir a gran volumen los éxitos radiales y discográficos, sino para amplificar música que no estaba disponible en el mercado nacional. En un principio, fue la música bailable cubana y puertorriqueña, así como la de ese origen que por aquella época comenzaba a configurarse como salsa en Nueva York. En ese momento, surgió una dinámica en la que el público comenzó a buscar los picós que tuvieran música no conocida, y los picós a su vez comenzaron a competir por conseguir esos éxitos inéditos. Para ello recurrían a viajeros que importaban pequeñas cantidades de esos discos.
Entre esas grabaciones importadas llegaron algunos LP haitianos y congoleses de pop eléctrico antillano y africano, los cuales tuvieron buena acogida entre el público. En un principio, tan solo engrosaron el repertorio, pero después de que se regularizó el mercado legal de discos de salsa a comienzos de 1970, sobre todo a raíz de la actuación de Richie Ray en el Carnaval de Barranquilla en 1968, los picós buscaron exclusivos de música antillana anglófona, francófona y africana. Además del compás y el mini jazz haitianos, comenzaron a llegar discos de soca de Trinidad, zouk martiniquense y kadans de Guadalupe. De África llegaban grabaciones sobre todo del soukous del Congo, pero también del highlife y el juju de Nigeria, del makossa de Camerún y posteriormente se traería también mbganga de Suráfrica.
Mientras las élites habían creado sus espacios y gustos festivos ligados al consumo, a la esfera mediática y al turismo, los picós se localizaron en los barrios de menores ingresos y fueron ganando seguidores, y así la música de origen antillano y africano derivó en dinámicas de identificación y de espacialización entre esas clases bajas en Cartagena y Barranquilla.
Como los picós operan físicamente en localidades concretas mediante venta de taquilla, están localizados en áreas específicas de la ciudad, pero no simplemente como la ubicación de locales comerciales sino ligados a la dinámica de lugar de esas áreas y a sus habitantes.
La lógica y los procesos de circulación del picó y la champeta no son los de venta de un producto (como un disco o una grabación), no circulan en medios como la radio o la televisión, de acuerdo con la oferta y la demanda flexibles de sectores sociales. La difusión por radio y televisión, y la circulación de cintas, de discos, de CD, de DVD y en internet han sido subsidiarias, dependientes y manejadas desde los picós. La champeta ha estado durante la mayor parte de su historia, y en cuanto a sus espacios de difusión, ligada a los picós. Solo hasta tiempos muy recientes la champeta se ha manifestado significativamente en las presentaciones en vivo de los artistas o en la comercialización de grabaciones.
Estás dinámicas espaciales de la circulación hicieron que, desde finales de 1980, la champeta y los picós se consolidaran alrededor de las casetas, en ciertas áreas de la ciudad, en ciertos barrios y para ciertos grupos sociales. El picó y la champeta son los aglutinadores de los fenómenos sociales que comprenden las casetas o lugares habituales donde se presenta el picó, el público que se distribuye en grupos de seguidores de los principales picós, y los exclusivos que configuran el repertorio propio de cada picó. Aunque de hecho los grandes picós se presentan en otros municipios de la región e incluso en Venezuela, en funciones privadas, o en donde sean contratados por sus servicios, sus posibilidades de continuidad económica gravitan en torno a sus presentaciones semana tras semana ante su grupo de fanáticos en los locales acostumbrados en los barrios, según sea el caso en Cartagena o en Barranquilla. Esta es una dinámica que tratan de reproducir los picós de menor tamaño, pero solo unos pocos logran conformar conjuntos de seguidores y la mayoría representa una actividad económica secundaria para sus dueños.
Cartagena y Barranquilla presentaron diferencias en cuanto a las geografías del giro antillano-africano de los picós. En Cartagena, este giro se escenificó en los vecindarios pobres, mayormente negros, del suroccidente de la ciudad, a comienzos de 1980, en las casetas La Dinámica –en el barrio Olaya–, la Subway y El Colonial –en el barrio La Quinta–, y la Súper Casa –en Torices– (Martínez, 2003; Muñoz Vélez, 2003a).
El picó El Conde, uno de los más exitosos de Cartagena en 1980, frecuentemente operaba en la población de Palenque, poblado descendiente de cimarrones de la Colonia, y con notable actividad musical. Los palenqueros implementaron bailes característicos y fueron los primeros en intentar hacer música de ese tipo, desde 1978, con el grupo de danzas y cantos folklóricos Son Palenque. La primera generación de cantantes de champeta estaba conformada por palenqueros y algunos de ellos aún están activos. Los barrios de palenqueros, como Nariño, en Cartagena, y Nueva Colombia, en Barranquilla, han sido unos focos muy dinámicos de ejecución y de difusión de la champeta.
En Barranquilla, la expansión y ejecución de los picós tuvo un carácter más transversal en el tejido urbano; cubrió tanto amplios sectores juveniles de las clases medias como las barriadas populares de los estratos más pobres, y se articuló con espacios preexistentes de amplio reconocimiento social, como el Carnaval y los estaderos. Los picós organizaban fiestas en los barrios, desde entonces llamadas con el término verbenas, sobre todo por las épocas de carnaval, y más esporádicamente el resto del año, con todo tipo de música. A comienzos de 1970, era principalmente salsa, y hacia el final de la década fue creciendo la música africana en la caseta Los Patios, en el barrio Valle; en la Ripití Ripitá, en el barrio San Felipe; y en las casetas Los Pinos y Calypso, en el barrio Nueva Esperanza, a las que iban muchos palenqueros, hasta que más tarde los mismos palenqueros organizaron la caseta Son Palenque, en el barrio Nueva Colombia (Martínez, 2003; Giraldo, 2016; Ossa, 2016).
Antes de que el Carnaval de Barranquilla se trasladara, en 1991, a la vía 40, las comparsas desfilaban en el centro, por la avenida Olaya Herrera, por la 43 y por el Paseo Bolívar, y en 1980 se instalaron algunas casetas con picós a lo largo de la vía del Carnaval. Continuó así ligada la actividad verbenera a las fechas carnavaleras. Muchos barranquilleros recuerdan con nostalgia que hace solo tres décadas los bailes en las verbenas picoteras a lo largo de la vía del Carnaval o en los barrios eran uno de los eventos favoritos de la temporada carnestoléndica.
Aunque en Barranquilla predominaron unos seis picós principales –de manera similar a Cartagena–, allí la cantidad de picós medianos fue mayor, con operación continua y fanaticada en los barrios; aunque en los barrios de población venida de Palenque y de Cartagena se genera un circuito peculiar, a la manera del modelo cartagenero (Ossa, 2016).
El picó genera redes festivas específicas
Aunque los picós existían desde los años de 1940 y ocupaban un espacio importante en las actividades festivas bailables en Cartagena y Barranquilla, eran sobre todo un medio técnico de amplificación de las grabaciones de los éxitos musicales producidos por las casas disqueras y la radio.
Con el surgimiento de la dinámica del exclusivo, desde finales de los años 1960, los picós se empiezan a transformar al ofrecer de forma exclusiva música importada, lo cual desencadenó afiliaciones e identificaciones del público con determinados picós. La peculiaridad de esas músicas con respecto a la predominante ofrecida por los medios genera también maneras peculiares de bailar y otros rasgos de subculturas festivas. Al especializarse los picós en música africana, los anteriores procesos se intensificaron aún más. En las barriadas urbanas, se implementaron espacios físicos y simbólicos de convergencia y congregación, y se elaboraron códigos semióticos específicos en el gusto musical y en la danza. Al no figurar en los medios de comunicación ni provenir de la industria musical, en las barriadas pobres fue tomando forma una tendencia identificatoria que contrastaba con los sectores elitistas y empresariales de la ciudad y con sus clases medias y altas.
La configuración de escenas y comunidades musicales (Straw, 1991) enraizadas en los sectores populares e integradas en sus diferentes eslabones por personas de esos niveles sociales le da al picó-champeta características diferentes a las de la circulación musical de emisiones radiales, grabaciones o casetas, con las que la población se relaciona principalmente como consumidora.
El picó es un negocio, una pequeña empresa, pero es un negocio que provee un servicio que articula procesos de identificación, que redimensiona espacialidades locales, que origina y refuerza dinámicas afectivas y corporales, y que genera estilos musicales y de baile. En otras palabras, a diferencia de las industrias musicales que venden productos, el picó ofrece a sus clientes, semana a semana, la inmersión en la fiesta, y la participación en esos eventos festivos en las barriadas dinamiza las relaciones sociales y dota de un carácter musical festivo los sentidos de lugar.
No quiere esto decir que los dueños de los picós, o los productores musicales o los cantantes, ofrezcan un servicio festivo como su objetivo último de manera deliberada. Por el contrario, los actores de los picós han tratado de distintas maneras de avanzar en la senda establecida de los negocios y ganar dinero mediante el estrellato de productos musicales y su consumo masivo. Pero una y otra vez el éxito por esa vía ha sido efímero y, con la excepción de algunos cantantes de champeta que desde hace unos cinco años han logrado el éxito nacional incorporándose a la llamada corriente urbana, la mayoría ha regresado a las dinámicas centrales del fenómeno picó-champeta: la asistencia reiterada de sus grupos de seguidores alimentada por la incesante renovación de la música ofrecida y por el valor simbólico del exclusivo.
Los pequeños empresarios de picó salieron del circuito de las grandes empresas internacionales del entretenimiento y sus ramificaciones en el Caribe, dejaron de reproducir como producto central la música comercial de las disqueras y las emisoras, y paulatinamente establecieron una red independiente constituida por otros procesos de producción y circulación basados en productos no ofrecidos por las corporaciones. La búsqueda de su propio capital simbólico había conducido al surgimiento y consolidación de la dinámica del exclusivo, músicas desconocidas para el público costeño y no disponible comercialmente, y de esta forma se generó por fuera del circuito económico musical corporativo una red sociotécnica musical centrada en el picó. La emisión de música africana y antillana anglófona y francófona situó al conjunto de picós como un espacio musical único no disponible en ningún otro medio de amplificación y reproducción de la región. Y al ser esta música importada de contrabando, también se escindió de los entramados comerciales que las producían en sus lugares de origen. Se creó y se fue extendiendo la afición por este tipo de música, y el fenómeno del exclusivo alineó a los aficionados a esta música con picós específicos. La ligazón entre el picó y sus propios exclusivos le dio a estos aparatos una individualidad característica y una centralidad emotiva frente a los participantes del circuito técnico festivo y los configuró como el actor más prominente de la red. El picó y las canciones más emblemáticas desplegaron su propia agencia, ocasionando afiliaciones y comportamientos entre los aficionados, tales como las formas de bailar, y se fueron conformando las características de movilidad del picó y las características de los locales en los que se llevan a cabo los bailes. Desde entonces, el picó es un agente sociomusical que se mueve por barrios y poblados, extendiendo su caudal de seguidores y ejerciendo la competencia y rivalidad con los otros picós (Sanz, 2012).
En la medida en que la afición por esta música se fue extendiendo, se generaron diferentes y sucesivas traducciones. Desde el punto de vista de la gente caribeña en Colombia, música antillana no hispanófona y música africana se homologaron en un mismo género musical, al cual se le fueron incorporando diferentes expresiones verbales y visuales originadas en la ejecución del picó, las cuales también circulaban en los case-tes que se comercializaban en los mercados de Bazurto, en Cartagena, y El Boliche, en Barranquilla, y demás sectores populares. Los dueños y artesanos de los picós los dotaron, valiéndose de su propia estética, con vistosos íconos y decoraciones sobre el aparato mismo.
El conjunto de la red gira y se renueva a través del picó: sus dueños, los comerciantes y los trabajadores, los técnicos y los artistas gráficos que lo intervienen, todos se esmeran en reforzar las características acústicas, visuales y performáticas del picó. Y al ponerse a circular su música y el picó mismo, se amplía y se complejiza la red con el público, se inician programas de radio sobre esta música y se generan circuitos de mercado con los casetes que contienen las piezas musicales que han lanzado los picós.
El picó y la champeta: innovación en negocios y tecnología
A finales de 1970, técnicos barranquilleros impusieron la conversión de los picós de tubos a los de transistores, y de los bafles simples a las torres de parlantes. Por esa misma época, artistas costeños desde dentro o fuera del circuito de los picós trataron de posicionar en el mercado grabaciones de música de estilo africano. Abelardo Carbonó, de Barranquilla, y Son Palenque, localizado en San Basilio, con actividad en Cartagena, fueron algunos de los pioneros. Luego, el sello Fuentes, con la orquesta de Fruko y Joe Arroyo, grabó un par de discos con covers de hits del pop africano, pero no se lograba desencadenar consumos masivos de esta música. Desde 1982, durante quince años, se llevó a cabo anualmente el Festival de Música del Caribe, en Cartagena, con la participación de varios de los músicos locales que estaban aproximándose a la música africana y antillana, y así se generaron ligazones imaginarias y estéticas con esta clase de pop. Dentro de este clima, algunos de los comerciantes-productores de discos pasaron a publicitar la música afroantillana local como terapia (Muñoz Vélez, 2003a).
Después, a mediados de 1980, varios palenqueros conforman grupos con la nueva música y, entre ellos, exmiembros de Son Palenque fundan el grupo Anne Swing y en 1987 logran vender 60 000 ejemplares de su primer disco, muy influenciado por la soca de Trinidad, pero ya para el segundo lp las ventas cayeron drásticamente (Abril y Soto, 2004, p. 39).
Mientras tanto, los picós continuaban consolidando sus grupos de seguidores e incluso se inicia en Cartagena la ampliación de la audiencia de la música africana en la radio dentro de programas que la alternaban con la salsa (Martínez, 2003) (figura 2).
Figura 2. Picó de tamaño mediano en una calle de Barranquilla
Foto: Mauricio Pardo.
Algunos empresarios relacionados con la importación de esas músicas para los exclusivos comenzaron a editar acetatos con música africana, usaban nombres castellanizados para las canciones y no divulgaban los nombres de los artistas ni de los discos originales, pero, para finales de 1980, ese negocio de discos piratas de acetato se desplomó ante la piratería sobre la piratería: la invasión en los mercados urbanos de casetes grabados de esos mismos discos. Hacia 1990, se había agotado la rentabilidad y novedad de la importación y reproducción pirata de música africana y ya algún sello comercial africano había intentado una demanda. El picó más exitoso de Cartagena, el Rey de Rocha, emprendió entonces el plagio total, o sea, la grabación de covers de temas africanos enteramente con músicos y cantantes locales. Durante tres años, este picó y luego otros estuvieron grabando sus propios exclusivos y vendiendo CD, y aunque la novedad se iba agotando en la medida en que se plagiaban los principales éxitos africanos, ese tiempo operó como un prolongado ensayo para estos negocios de muy escaso capital en las técnicas de producir y grabar canciones a muy bajo costo.
En 1993, músicos y productores vinculados con el Rey de Rocha transformaron esa manera de operar para por primera vez crear, producir y grabar piezas de estilo africano originales, con música y letra propias. Fue el nacimiento de la champeta criolla, y durante los siguientes siete años, el Rey de Rocha –principalmente– y otros picós mayores y productores estuvieron grabando y vendiendo discos de champeta criolla original, y durante esta época una parte de los ingresos se derivó de la venta de entre 5000 y 10 000 discos mensuales, con cinco o seis canciones cada uno. Esta modalidad fortaleció la asistencia a la fiesta de picó, vigorizó a las fanaticadas y ocasionó el surgimiento de toda una generación de cantantes de champeta y la reivindicación de los pioneros, quienes se sumaron a la exitosa ola.
Ante el éxito de la champeta criolla, una de las corporaciones musicales transnacionales, la Sony, lanzó en 2001 un disco con varios de esos cantantes, del cual vendió más de 60 000 ejemplares, y en 2002 contrató por tres años a tres de los principales artistas, y Codiscos, la mayor disquera nacional, contrató a otro de estos cantantes. Pero un segundo lanzamiento de la Sony solo vendió 15 000 discos, y luego múltiples desacuerdos con los artistas echaron por tierra con esas contrataciones (Abril y Soto, 2004).
Para esta época, la facilidad en la copia de CD y la consiguiente piratería habían arruinado para los picós la rentabilidad del negocio de los discos. La incursión en ese limitado mercado llegó a su fin y una vez más el picó Rey de Rocha reorientó su estrategia económica hacia el reforzamiento de la fiesta de picó. En 2003, pasó a financiar las grabaciones de los cantantes con la condición de tener total control sobre el producto.
Así, los cantantes conciben una idea básica, una melodía y una letra, y graban un demo elemental. Si el picó lo aprueba, financian la producción y la grabación. Luego, lanza el tema en la fiesta de picó. Si la canción “pega”, la sigue promocionando como un exclusivo exitoso durante varias semanas, luego entrega algunas copias de la canción –con placas grabadas alusivas al picó– a las emisoras y a los piratas, y de esta forma se acrecienta la difusión y el prestigio del picó en cuestión.
En los últimos cinco años, de nuevo algunos cantantes han alcanzado el favor del público más allá de los seguidores habituales de los picós, gracias a la difusión en internet, a la incursión en algunos medios y a haberse logrado posicionar, junto con el reggaetón y el rap, dentro de la corriente musical global en ascenso llamada urbana, y han alcanzado audiencias entre sectores de las clases medias y en las grandes ciudades del país (Castro, 2017). También han surgido grupos de jóvenes con formación musical académica que se mueven en los circuitos nacional e internacional de músicas independientes y alternativas que tienen elementos de la champeta y de los picós en sus repertorios, aunque es difícil pronosticar cómo podrán estos movimientos influenciar la champeta en los sectores populares costeños.
Por lo pronto, es cierto que tras cada intento de incursionar en la corriente principal de los negocios musicales, los picós han vuelto a reforzar su característica central: ofrecer semana a semana en sus barrios de influencia los bailes de champeta con novedosos exclusivos. En respuesta, sus grupos de seguidores mantienen su entusiasmo, erigido sobre las tramas sociales de los barrios populares. Hace ya quince años que los picós se sostienen en esta última etapa, produciendo sus propios éxitos, manteniendo dentro de su circuito regional el fervor de su fanaticada y proveyendo el espacio festivo por excelencia para los barrios populares.
La escena y la comunidad de la champeta constituyen una red técnico-social-musical que se extiende por la región del Caribe, con sus centros preponderantes en las ciudades de Cartagena y Barranquilla. Dentro de esta red, distintos actores y mediadores se posicionan con variadas intensidades y centralidades de agencia, pero entre todos ellos la preponderancia es la del picó, que se ha ido consolidando como un actor con agencia e identidad sobresalientes, hasta el punto de que la escena musical es percibida como una competencia de picós. Factor que se refuerza por mediaciones notables, como la de los DJ afiliados al picó, las fanaticadas y los exclusivos, todos ellos orientados a fortalecer los distintos capitales de cada picó, sean estos económicos, simbólicos, culturales o sociales.
La trayectoria temporal de esta música ha configurado, extendido y transformado continuamente un texto que integra los aspectos musicales, tecnológicos, dancísticos, rituales, performáticos y económicos de este fenómeno social. Este texto complejo establece el libreto que formula los comportamientos y procesos de los diferentes actores, los empresarios, los productores, los compositores, los músicos, los cantantes, los DJ, los técnicos, los públicos, pero también de una serie de actores no humanos, como el picó mismo y sus partes técnicas, como amplificadores, parlantes, luces, y otros elementos, como los discos, los materiales digitales y su consignación y circulación en internet, los videos y DVD y los materiales publicitarios.
La concreción en acciones de este texto heterogéneo y dinámico se hace posible por el desarrollo y ejercicio de distintas habilidades que permiten a los diferentes actores relacionarse: humanos con humanos, y humanos con no humanos. Las destrezas técnicas, estéticas, económicas y comunicativas también se transforman y encadenan continuamente, manteniendo la vigencia de la red, expresada sobre todo en la potencia de los picós como agentes.