Читать книгу Cosas vivas - Luis Alberto Suárez Guava - Страница 8
ОглавлениеLa vida de las cosas y las formas del conocimiento: desafíos para hacer otras antropologías*
Luis Alberto Suárez Guava
En memoria de Roberto Gómez y Helí Valero
Este artículo introductorio plantea que la antropología ha tenido sus grandes momentos cada vez que volvió a descubrir que las cosas adquieren vida, pero que las recientes formas de estudiarla (giro ontológico o giro material) corren el riesgo de no asir lo fundamental, dado que no se plantean un cambio en la forma de acercarse a esa vida. Para argumentarlo, presento, en la primera parte, un breve análisis de la forma en que Marx y Tylor estudiaron la vida de las cosas. En la segunda parte, expongo someramente algunos problemas y algunas virtudes del llamado giro ontológico en antropología, con la aclaración de que no es la reciente notoriedad de esta escuela la razón por la que se conformó este volumen. En la tercera parte, propongo que el ambiente cultural para la emergencia de la renovada sensibilidad por la vida de las cosas se encuentra prefigurado en cierto cine de efectos especiales; sostengo que los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen. En otras palabras, que la sensibilidad de los giros materiales parece fetichista y no laboral. En la cuarta parte, introduzco una discusión sobre la vida y la muerte de la riqueza a partir de algunas enseñanzas de Roberto Gómez y Helí Valero. Al final, presento una apuesta en proceso que aspira tanto a tejer una práctica etnográfica con las manos sucias, y no violenta, como a labrar una práctica etnográfica teórica. Algunos de los textos incluidos en el presente volumen se plantean ese tipo de trabajo, pero ninguno es producto de un cambio tal en la forma de hacer etnografía.
Pensamos con cosas: las cosas en Tylor y Marx
La antropología se ha enfrentado desde sus inicios a la afirmación de la vida de objetos, animales, plantas, piedras o accidentes del paisaje en diferentes sociedades. Parte de lo que se espera de quienes hacen antropología es que provean una “explicación”, académica o disciplinar, de las afirmaciones nativas, pero sobre todo del entramado de las relaciones sociales en las que se involucran. No solo porque las cosas pueden ser vistas como el referente material de las relaciones sociales entre personas (Larraín, Pardo y Castellanos, en este volumen), sino porque eventualmente las cosas son personas con “vida interior y con intención” (Gell, 1998; Torres, Holguín y Calderón, en este volumen). Y las personas a veces ocupan cuerpos humanos y a veces otros cuerpos (Anzola; Calderón; Chaustre y González, en este volumen). Muchas cosas-persona existieron antes que nosotros y seguirán existiendo luego de la desaparición de los humanos, afectándose unas a otras y conformando el reino por excelencia de las causas (Chaustre y González; García; Ospina, en este volumen).
Desde que Tylor, en 1871, propuso resolver los orígenes del pensamiento en la idea del alma como la base sobre la cual han evolucionado todas las grandes religiones, nos hemos venido encontrando con la evidencia de que, en contra de todas las aspiraciones por privilegiar la agencia humana o las decisiones racionales, las cosas parecen reclamar una importancia mayúscula en la conformación de la sociedad y en la configuración del mundo. Según Tylor, el pensamiento humano funciona según las mismas leyes en todos los tiempos; postula que en el pasado lejano de la historia humana existió “una rama filosófica salvaje” a la que llama animismo. La idea de alma está en el principio del pensamiento humano, y la idea de idea es una evolución de la idea de alma. Pese a que empieza por mostrar cómo en sociedades distintas a la suya ocurre la creencia de la existencia de las almas (y eso no fastidia al lector moderno, quien también cree en su alma individual), Tylor aborda las formas más extrañas del fenómeno cuando documenta la creencia en las almas de los objetos. Las primeras anotaciones se refieren a los objetos que acompañan a las apariciones fantasmales en diferentes sociedades: por ejemplo, la ropa y las cadenas de los condenados que se aparecen en los caminos, o las velas y las campanas de las procesiones de las ánimas. El autor concluye que estos objetos serían los fantasmas de los objetos y, por ende, las almas de las cosas.
Tylor argumenta que la teoría de los espíritus de los objetos estaría en cercana relación con “una de las más influyentes doctrinas de la filosofía civilizada”: la teoría de la percepción y el pensamiento según Demócrito, que ve desarrollada en la teoría epicúrea de la percepción (1958 [1871], pp. 80-81).1 Según Demócrito, las cosas siempre están emanando imágenes (eidola) que viajan por el aire y se van deformando en dicho viaje. Estas imágenes serían especies de membranas que afectarían al ojo humano, de tal manera que este las percibe como reales, más o menos de la misma forma y tamaño que las cosas de las que se desprenden. Otros tipos de emanaciones afectarían a los demás sentidos. De esta manera, el pensamiento sería formado por las impresiones que dejan esas emanaciones sobre ellos. La materia prima del pensamiento serían las emanaciones que se desprenden del mundo y se van deformando hasta afectar los sentidos (Tylor, 1958 [1871], pp. 81-82; Stanford Encyclopedia of Philosophy, 2014). Otra forma de decirlo es que las cosas son la materia prima del pensamiento. Tylor no cree que esta teoría sea obra de Demócrito y, al contrario, postula que es una derivación de “la doctrina salvaje de los objetos-alma” (1958 [1871], p. 81).
La teoría epicúrea de las emanaciones, expuesta por Lucrecio en La naturaleza de las cosas (1999, IV, VV. 49-101), explica:
que existen cuerpos a quien llamo
Simulacros, especies de membranas,
Que, de las superficies de los cuerpos
Desprendidos, voltean por el aire
Al azar, de continuo, noche y día,
Y el espíritu agitan con terrores,
Nos hacen ver figuras monstruosas
Y espectros y fantasmas horrorosos
Que el sueño nos arrancan muchas veces…
Pues de la superficie de los cuerpos
Digo salir efigies y figuras
De gran delicadeza, que llamamos
Membranas, o cortezas, porque tienen
La misma forma y la apariencia misma
Que los cuerpos de donde se separan
Para andar por los aires esparcidas.
[…] Y puesto que sucede lo que digo,
Debe la superficie de los cuerpos
Enviarnos imágenes iguales.
Aunque sutiles; porque de otro modo
No se puede explicar cuál es la causa
De que existan figuras tan groseras,
Más bien que las sutiles y delgadas,
Siendo la superficie de los cuerpos
De infinitos corpúsculos compuesta,
Los que apartados pueden conservarse
En el orden y la forma que tenía,
Y arrojarse con tanta ligereza
Cuanto menos obstáculos se oponen,
Por ser tan delicados y sutiles
Y estar en superficie colocados.
Se colige entonces que, según los epicúreos, nuestra experiencia del mundo es producto de las emanaciones de las cosas, que viajan por el aire para afectarnos bajo la forma de cáscaras o membranas o pieles que tienen “la misma forma y la apariencia misma” de las cosas. Allí, Tylor ve el origen de “la doctrina de las ideas”. Explica que el término idea, que en principio se refería a “la forma visible” o a “las formas abstractas o a la especie de los objetos materiales” (Tylor, 1958 [1871], p. 82), y que era cercana a la noción de simulacra e imagen, se transformó en el agente por excelencia del pensamiento. No hay gran distancia entre decir que pensamos con ideas y decir que pensamos con simulacros o imágenes. Dicho de otra manera, la noción de idea encubre la noción de fantasma o la noción de alma.
En la misma línea argumental de Tylor, tendríamos que afirmar que, para cierta “doctrina filosófica salvaje”, las ideas que tenemos acerca del mundo, o son producto de las mismas membranas o son esas membranas o simulacros de las cosas. Más aún, nuestro pensamiento, el pensamiento humano, sería el conglomerado de las emanaciones de las cosas. Pero eso ya no aparece en Tylor, sino que es un fantasma argumental que estuvo a punto de ser dicho por diferentes pensadores, aunque es posible que no sean los pensadores los más indicados para entenderlo.
No deja de ser relevante el hecho de que durante los mismos años se gestó la obra cumbre de Karl Marx. La tesis doctoral de Marx se llamó Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro, y data de 1841. En ella, demuestra que mientras el primero era escéptico, el segundo era dogmático. Las emanaciones de las cosas dan forma al pensamiento, pero el pensamiento no puede saber si eso que sabe es correcto, según Demócrito. Epicuro, en cambio, cree que los sentidos son heraldos de la verdad; es un empirista. Es la duda de Demócrito lo que aprecia Marx, quien sospechará de la forma inmediata que adquieren las cosas (Marx, 1971 [1841]). El Capital empieza por un análisis de las mercancías. Para el caso, podríamos llamarlas simulacros o fetiches, jugando el doble juego de ver los simulacros o fetiches como heraldos de la verdad y como una impresión engañosa. En cualquier caso, las mercancías son la forma más simple de la riqueza. Si se desvela la naturaleza de las mercancías, se desvela la lógica del funcionamiento del modo de producción capitalista. El Capital (2010 [1872]) se fundamenta en un análisis de los objetos que garantizan la reproducción de las sociedades mercantiles. El carácter bifacético de la teoría del valor vertida en las mercancías hace de ellas, mucho más que quimeras, monstruos con dos cabezas de dos rostros. Una cabeza, la que supone un valor de uso y un valor de cambio. Otra cabeza, la que oculta el origen del valor, el trabajo humano abstracto, en la forma absoluta de valor, que es el dinero. En la forma dinero ha desaparecido la referencia a cualquier tipo de materialidad como fuente de riqueza. En la medida en que el valor de uso desaparece en la vida social de las mercancías, lo que queda es el valor de cambio. Pero en el valor de cambio ya no hay trabajo humano concreto: la riqueza aparece como una característica inherente de las cosas que son riqueza. El origen de la riqueza parece ser la riqueza misma. Yo creo que la misma operación de ocultamiento es la que supone que el origen del conocimiento es el conocimiento mismo.
El valor de cambio es la sustancia de las mercancías. De las mercancías ha desaparecido su condición material. Son puro valor, pura riqueza. Las mercancías no se relacionan con ninguna necesidad concreta o material. Para saber qué son, como explica Marx (2010 [1872], pp. 45-46), las mercancías se comparan con otras mercancías, se relacionan entre ellas como si su base material no existiera. Se relacionan entre ellas como si tuvieran una vida ajena al trabajo humano que las produjo. Los poseedores de mercancías se relacionan como representantes de las mercancías. Los compradores satisfacen los deseos, los antojos, los caprichos de esas cosas que existen para ser consumidas en el acto mercantil, que es un intercambio de valores de cambio. La compra que es venta y la venta que es compra son los eventos para los cuales existe la mercancía. En esos fugaces instantes, se realiza la sustancia de las mercancías. El deseo de las mercancías es ser intercambiadas por la forma equivalencial del valor, nunca quieren ser usadas; el uso no es más que la huella cada vez más borrosa de la compra. Todo está tan encubierto que los deseos de las mercancías se vuelven deseos de los humanos. Los humanos vamos al mercado a encontrarnos con nuestros deseos, que viven libres de nosotros intercambiándose entre ellos. En ese intercambio realizado al unísono, encuentran su razón de ser. Así superan las crisis existenciales propias de los simulacros que son. El uso no agota a la mercancía, porque una vez sale del mercado, deja de existir en esa materialidad: emana de ella para posarse en otras mercancías. Es mucho más perverso que el ejemplo del vendedor de linos que transforma su dinero en biblias y que el vendedor de biblias que transforma su dinero en aguardiente. La Biblia encuentra su valor en el lino y el aguardiente en la Biblia, pero todas ellas miran al dinero como quien se busca en el espejo. Las mercancías se relacionan como personas mientras que las personas nos volvemos objetos de los caprichos de su circulación. Las mercancías son voluntades que necesitan de otras voluntades para existir, pero las voluntades no existen objetivamente en los seres humanos sino en las otras mercancías: el zapato pide media y la media pide zapato. En realidad, las mercancías se convierten en la suma de las expectativas humanas, creando con sus emanaciones de valor puro los deseos, los pensamientos y los límites del conocimiento de los seres humanos.
Tylor y Marx, desde preguntas distantes, recorrieron caminos paralelos. El primero, con una pregunta acerca de la naturaleza del pensamiento humano (que caracteriza como fundamentalmente religioso); y el segundo, con un análisis del modo de producción capitalista (el cual requiere que las mercancías operen como fetiches religiosos). Podría leerse la obra de Tylor como una teoría materialista de los objetos y la obra de Marx como una teoría religiosa de las mercancías. Salvo que para el primero la materialidad se expresaría en almas y para el segundo el culto al dinero sería la práctica de la religión capitalista. Por supuesto que ambos descreen de los fenómenos que se encuentran. Tylor parece no creer en el alma de los objetos y Marx no parece un devoto del dinero. No obstante, dado que en Tylor el alma de las cosas es el origen del pensamiento y en Marx las mercancías son voluntades que constituyen al pensamiento, ambos autores concuerdan en que las cosas dan forma al pensamiento.
Ambas teorías oscilan entre la materia y la sustancia: hablar del alma de los objetos o del fetichismo de las mercancías es hablar de objetos y sustancias, de lo evidente y de lo oculto. Marx y Tylor encuentran que el pensamiento humano, sea occidental o no, tiene la forma de las cosas: los objetos para el primero, las mercancías para el segundo. Más aún, el alma y la vida de las cosas son lo que se hace preciso estudiar. Contra el sentido común de la ciencia, habría que iniciar pesquisas acerca de la vida de las cosas, sea a través de la búsqueda de almas o a través de la búsqueda de fetiches. Todos los estudios de la segunda parte de este volumen constituyen pesquisas por almas o fetiches.
Por supuesto que pocos antropólogos reconocerán en El Capital algo del origen de la disciplina; y aunque la formación profesional supone un rechazo tajante del evolucionismo, muchos afirman que los argumentos de Tylor fueron superados. En esos casos ya será más fácil enumerar los textos que desde el siglo XIX han redescubierto la vida de las cosas. La rama dorada (1890-1922), que también pudo llamarse El sacerdote asesino y rey, resulta del hallazgo de prácticas salvajes en el seno mismo de la civilización occidental. Prácticas que, sea porque lo semejante produce lo semejante o porque lo que estuvo en contacto permanece en contacto, redundan en la afirmación de que objetos y sustancias se afectan y esa afectación generadora nos constituye (Chaustre y González Quiñones; García; Holguín; Ospina, en este volumen). Los argonautas del pacífico occidental, que bien pudo llamarse El anillo del kula, según la lectura de Mauss, persigue la sinuosa existencia de collares y brazaletes que viajan en canoas y se acompañan de ñame y otros productos de trueque. “Sobre algunas formas primitivas de clasificación” (1901-1902) descubre y deja pendiente el estudio de la lógica doméstica y sentimental que vincula a los grupos de humanos con los grupos de cosas (García; Guzmán y Martínez; Chaustre y González Quiñones, en este volumen). El alma primitiva (1927) y Las funciones mentales de las sociedades inferiores (1910) dedican numerosas páginas a la vida de las piedras, los ríos y las montañas, y proponen la noción de cosa-concepto, tan relevante para algunos de los artículos de este volumen (Anzola; Torres, en este volumen). El Ensayo sobre los dones (1923-1924) puede ser leído como un estudio sobre la fuerza de los regalos y se ocupa deliberadamente de la confusión entre personas y cosas, que inspira de modos muy distintos los trabajos de Castellanos, Bolaños y de Guzmán y Martínez, en este volumen. Mitológicas (1964-1971) estrictamente parece considerar un extenso cuerpo de mitos sobre la vida de las cosas. Hijos del aroiris y del agua (1998) manifiesta desde el título los vínculos primordiales de los misak y ha sido un lugar de reflexión metodológica fundamental para algunos de los estudios de este libro.
La historia de nuestra disciplina es un gravitar constante alrededor de cosas que, al parecer, no quisiéramos que tuvieran fuerza, alma, sustancia o agencia. Pero ellas se sobreponen a nuestro espíritu y se muestran poderosas. Hemos querido domesticarlas a través de conceptos como símbolo o representación social; o las ponemos como telón de fondo de la actividad humana; o las ocultamos detrás de las teorías racionales de la acción; o las convertimos en narrativas que alimenten las teorías del poder de los discursos.
También las invocamos en el pasado reciente pero las conjuramos al condicionar la modalidad de su ingreso. Es lo que hicieron dos textos famosos que aceptaron el reto de abordar la vida de las cosas. El más conocido, editado por Arjun Appadurai en 1986 (1991), quiere ser la excusa para que dialoguen historiadores y antropólogos alrededor de las mercancías y muestren las formas en que las cosas pueden ingresar y salir de diferentes regímenes de valor. Pero para no ser tildadas de fetichistas, estas aproximaciones a las mercancías le pusieron apellido a esa vida y la llamaron social. Fue la forma que encontraron los autores para tomar distancia en relación con quienes también viven en el mundo de las mercancías, pero no las estudian. Tres de esos artículos lucen a la distancia como influyentes en desarrollos posteriores del estudio de la vida de las cosas: “La biografía cultural de las cosas: la mercantilización como proceso”, de Igor Kopytoff, el cual resultó ser una pista metodológica muy influyente en diferentes partes; “Mercancías sagradas: la circulación de las reliquias medievales”, de Patrick Geary, que señala el descuido con el que los antropólogos hemos estudiado el Occidente histórico y que se presenta como una especie de antecedente del Baudolino de Umberto Eco; y “Los recién llegados al mundo de los bienes: el consumo entre los gondos muria”, de Alfred Gell, en el cual se nos recordaba que las mercancías siguen teniendo vida por fuera del mercado y que el consumo tiene efectos localizados y formas localizadas.
El segundo volumen es más reciente. Editado por Fernando Santos-Granero, The Occult Life of Things. Native amazonian theories of materiality and personhood, se concentra en tres cuestiones principales: primero, la “vida subjetiva de los objetos”; segundo, la “vida social de las cosas”, entendida como las diversas formas en las que se relacionan los seres humanos y las cosas; tercero, la “vida histórica de las cosas” (2009, p. 3). Resulta especialmente indicativa la perspectiva constructivista desde la que se entienden esas “visiones de mundo” por parte del editor y los colaboradores. Dos características de los objetos sobresalen en el planteamiento de la cuestión desde la perspectiva constructivista. Los antropólogos “saben” que los grupos amazónicos “creen” que los objetos son gente o partes de gente y, en consecuencia, interpretan que las cosas “incorporan relaciones sociales” (2009, p. 6). Las certezas de los indios son concebidas como construcciones que deben ser interpretadas por los antropólogos.
Otra forma de referirse a la vida oculta de las cosas o a la vida social de las cosas pudo ser la falsa vida de las cosas. Un título semejante hubiese sido políticamente incorrecto, pero habría ilustrado el espíritu con que se planteaba la aproximación analítica a las aseveraciones de las sociedades sobre las que se hicieron dichas investigaciones. La misma inconformidad ha sido expuesta por diferentes autores. Voy a señalar dos posiciones distantes por su origen y sus imperativos sobre la antropología. Mientras para Holbraad hace parte de un problema fundamentalmente académico (2012, pp. 18-32) que a la postre debería transformar la teoría antropológica, para Vasco (2002) es un problema político que resulta del lugar subordinado que han ocupado las sociedades estudiadas por la antropología y del carácter siempre colonial de la práctica antropológica. Por ende, para el primero, basta con elevar a la altura de conceptos las categorías indígenas. Para el segundo, las formas indígenas de conocimiento obligan a los antropólogos a transformar el trabajo de campo, la escritura, la relación con las teorías de moda y la dirección de los resultados. Más adelante volveré sobre la teoría vasquista.
Redescubrimientos: problemas y virtudes del giro ontológico
Una parte de la antropología metropolitana con origen en Francia y Brasil2 y buena acogida y difusión en el Reino Unido ha venido a conocerse como giro ontológico. Se trata de ese conjunto de indagaciones que juntan a Descola, Viveiros de Castro y Latour y del que se desprenden publicaciones ya casi canónicas, como Thinking Through Things (Henare, Holbraad y Wastell, 2007), la colección de artículos cuyo título fue la primera puntada visible del redescubrimiento de algunos de los argumentos que le dieron forma a la antropología; How forest think (2013), la etnografía sobre aquello que es más que humano, de Eduardo Kohn; o Truth in Motion (2012), la pesquisa sobre la verdad y el polvo en las religiones afrocubanas, de Martin Holbraad. El conjunto de cosas ha venido a denominarse como lo no humano y otras veces como lo más-que-humano (Kohn, 2015; Holbraad, 2016), e incluso se ha propuesto la noción de antropología poshumana, para referirse a aquella en la que los humanos dejan de ser el centro de atención (Whitehead, 2009, p. 2). La antropóloga América Larraín (en comunicación personal) llamó mi atención sobre el hecho de que en diferentes países “los marcos jurídicos y las legislaciones han ampliado sus fronteras y han reconocido como sujetos de derecho a animales y cosas”: en Bolivia, los derechos de la madre tierra; en Francia, los derechos de las mascotas; en Nueva Zelanda, los derechos del río Whanganui. Uno diría que manifestar, tan entrado el siglo XXI, que los objetos, los animales, las plantas, las piedras o los accidentes del paisaje tienen vida no debería sonar escandaloso, pero sigue ocurriendo. Es más, mientras lo escribo me parece que los objetos sí pueden tener vida, pero no estos que son objeto de mi agencia, sino los de los demás. Es como si la actitud misma de objetivar o de pensar (no olvidemos que el pensamiento puede ser producto de las afectaciones del mundo de las cosas) el asunto desde la personificación de académico me obligase a considerarme exento de esas ilusiones. Esa es una de las paradojas de intentar acercarse a la vida de las cosas. Mucho más fácil es intentar dilucidar a mano alzada los antecedentes ideológicos de esa renovada sensibilidad por la vida de las cosas.
Yo creo que ese tipo de antropología puede leerse como una escapatoria de ciertas formas de investigación que se estuvieron practicando desde la década de los ochenta y que parecían señalar el fin mismo de la antropología y de la etnografía. Por un lado, la realización exacerbada de la antropología llamada posmoderna, en la que la suprema subjetividad de investigadores e investigados redundó en textos escépticos que tendieron a refugiarse en la enunciación de la imposibilidad de comprensión y que llevaron al límite la idea geertziana de la antropología como textos sobre textos (Tyler, 1991). Una de las más perversas entre dichas certezas fue la máxima según la cual no es posible entender al otro en sus propios términos (Geertz, 1973). Eso tenía un telón de fondo más oscuro: era imposible que el otro fuera como uno. Ese uno, hay que decirlo, era un antropólogo metropolitano, aunque también hay que decir que cierto efecto de blanqueamiento y distinción hace que la lectura de la antropología metropolitana, tal vez por contagio o por el fetichismo del libro-mercancía, genere la ilusión, en los antropólogos de las nuevas colonias, de que están leyendo y escribiendo su antropología en Central Park; al negarse la posibilidad de comprensión, se salva el mundo de los antropólogos de la invasión de la barbarie... Otro tipo de investigación de la que escapa el giro ontológico es aquella que, de la mano de la teoría de la dependencia y su reencauche en ideas –la del sistema-mundo o la aldea global–, aceptó, no sin alacridad, al capitalismo como la última y más acabada realidad cultural. Allí se acuñó la misma máxima geertziana de imposibilidad y se abandonó el trabajo de “representación etnográfica”, por cuanto la etnografía, una “técnica” en la que no vieron posibilidades de transformación política ni epistémica, delataba una “práctica colonial”. Comprometidos en una lucha contra el capitalismo (y por la distinción), un buen número de antropólogos ya no hicieron etnografía, lo cual los obligó a refugiarse en la teoría política o en los estudios culturales en busca de estrategias de investigación que partían de una parcial lectura de Marx, según la cual toda vida en las cosas es engañosa. Esto deja como paradoja la certeza, practicada al unísono, de que la naturaleza es capitalista: de los mismos realizadores de la libre competencia en el mercado, la supervivencia del más apto.
Así que frente al fin de la antropología pregonado por posmodernos y estudiosos de la cultura y contra el fin de la etnografía, que fue rápidamente reemplazada por todas las variaciones posibles de los análisis de discurso, surgió esta antropología sorprendida por viejas noticias de la disciplina. Los representantes del giro ontológico redescubrieron que la oposición entre naturaleza y cultura no ocurría en otras sociedades y parte de su evidencia residió en que muchas etnografías clásicas, tanto como algunas del presente, demostraron que las cosas tienen vida. Aparecieron los objetos, los animales, los accidentes geográficos, las sustancias, etcétera, que ahora devienen agentes (Gell, 1998), seres (Viveiros, 1998, 2010; Kohn, 2013), fuerzas (Holbraad, 2012), factiches (Latour, 2010) o almas (Descola, 2005), y que llegaron para salvar a la antropología de la desaparición, como manifestara Marshall Sahlins (2013) en el prólogo a la edición en inglés de Descola.
Ya ha sido señalado que el llamado giro ontológico en antropología tiene varios problemas. Bessire y Bond (2014) argumentan que al no objetivar las diferencias y las desigualdades de las que participa la vida material en el presente, no parece tener un posicionamiento político claro. Bartolomé (2015) se preocupa por la lectura acrítica que en la antropología centroamericana conduce a la aplicación del mismo modelo de pensamiento para todas las sociedades indígenas, lo cual supone una de las tres ontologías no modernas (animismo, totemismo, analogismo), a la manera de Descola. Alcida Rita Ramos (2012) cree que el perspectivismo, a la manera de Viveiros de Castro, tiene consecuencias políticas perversas, al reducir en la práctica toda la variabilidad amerindia al modelo de una cultura y muchas naturalezas. Parece idealizarse un tipo de relaciones entre humanos y no humanos que pudo ocurrir en las sociedades indígenas del pasado, pero que no parece demostrado de forma contundente para el presente. Es más, el recurso a la sofisticada comparación etnológica parece rehuir la revisión juiciosa de las condiciones materiales de existencia, que son políticas y que se encuentran atravesadas por lógicas en disputa, de las que participa la vida de humanos y no humanos en contextos concretos y contemporáneos (Bessire y Bond, 2014). No hay que dejar de mencionar la posibilidad de que dicho giro obedezca al hecho flagrante de que los objetos probablemente nunca cobren una voz propia que les permita falsear los argumentos de los antropólogos. De este modo, podría decirse que el estudio de los objetos en la nueva versión metropolitana busca reclamar el lugar de la objetividad definitiva al tiempo que, al menos en las versiones canónicas de Descola (2005), Kohn (2013) y Holbraad (2012), logra cierto incómodo silenciamiento de las voces de los agentes humanos que interactúan con el poder de las cosas.
No obstante, y pese a las críticas que se han formulado, el giro ontológico parece ir viento en popa. Lo demuestran los numerosos artículos de revisión que dan cuenta de la puesta al día de nuestras antropologías periféricas (Bartolomé, 2015; González, 2015; González-Abrisketa y Carro-Ripalda, 2016; Ruiz Serna y Del Cairo, 2016; Tola, 2016). Algunos se limitan a señalar los temas y la bibliografía, otros hacen críticas más o menos fuertes y otros parecen colincharse3 al bus de la ontología, o porque encuentran en estas propuestas una antropología más satisfactoria, o porque la lectura estratégica parece señalar que ese bus va para El Triunfo, La Gloria o La Perseverancia.4 No es extraño que esto ocurra. Muchos de los artículos contenidos en este volumen, en cambio, hacen caso omiso de estas discusiones. Pese a tal circunstancia, resultan aportes significativos a la etnografía que vislumbra, y retrata con sorpresa, la vida de las cosas.
Pero no todo son problemas en el giro ontológico. La primera gran virtud que tienen estas discusiones es la recuperación del trabajo etnográfico como principal fuente del conocimiento antropológico. El llamado explícito del volumen editado por Amira Henare, Sari Wastell y Martin Holbraad (2007) a pensar a través de las cosas supone un retorno a los materiales con los que nos encontramos quienes hacemos etnografía. Este no es un logro menor. Si es cierta la afirmación de Miguel Bartolomé (2015) de que en México la etnografía no se ha actualizado en los últimos treinta años, las cuentas para la mayoría de los contextos en Colombia resultan más que escandalosas. Y no es porque seamos pocas las personas con título de antropología. Así que si resulta un buen número de trabajos etnográficos de relevancia, algo se habrá sacado del giro ontológico.
Otra virtud del giro ontológico es la implícita necesidad de replantear las teorías. Viveiros de Castro (1998), primero, y luego su discípulo Martin Holbraad (2007; 2012) enfatizan en la necesidad de tomar en serio las afirmaciones, muchas veces incomprensibles a primer oído, que hacen las personas con quienes trabajamos. Tomarlas en serio supone abordarlas como conceptos de la misma naturaleza que aquellos con los cuales trabaja la antropología y que nos ayudarían a “extender nuestra imaginación teórica” (Holbraad, 2007, p. 190). Sin embargo, Holbraad sigue la crítica que hiciera Lévi-Strauss de la inclinación que tenía Mauss a usar los conceptos indígenas como descriptores de fenómenos generales. Lévi-Strauss (1979 [1950], p. 33) afirmaba que Mauss se habría dejado engañar (aunque quería decir mistificar) por “una teoría neozelandesa”, cuando el cometido de una ciencia debería ser construir conceptos que abarquen a las teorías indígenas. Por tanto, Holbraad está frente a la alternativa única de proponer neologismos que comprendan a las categorías indígenas (p. ej., ontografía recursiva en lugar de etnografía). El camino fácil sería lo que hace la mayoría de los seguidores profesionales, que es usar los conceptos, recién comprendidos, que han propuesto las figuras visibles de un giro. Un riesgo que corremos es que, como ocurrió con Lévi-Strauss, con Foucault o con Bourdieu, los trabajos de campo empiecen a producir demostraciones ex post facto y resultemos descubriendo, como ya viene ocurriendo en Brasil, España, Argentina y México, que nada escapa a la imaginación teórica de Descola, Viveiros de Castro o Latour.
Este movimiento hacia una etnografía con intenciones teóricas supone una inclinación previa de la sensibilidad etnográfica. Tal vez el mayor logro del giro ontológico en antropología sea el intento por recuperar la posibilidad de que el mundo sea un lugar encantado o vivo (Kohn, 2013). Solo asumiendo esa posibilidad puede el trabajo de campo replantearse como una práctica en la que es posible el asombro. El prolongado escepticismo que creó la penumbra del poder y que compartieron los giros lingüísticos y las teorías de la práctica no daba cabida a la posibilidad de que existieran otros mundos u otras formas del mundo. Recuperar el asombro y el encanto supone también la posibilidad de que la experiencia de quien investiga ocurra y se pueda compartir a escala humana, biográfica y corporal. No solo asumir que la mirada también puede ser cercana, sino aceptar que el mundo puede lucir descomunal y trabajar menos con mapas y más con recorridos o, mejor, con siembras y recolecciones. Recuperar el asombro implica también volver a leer a los autores que a principios del siglo XX delinearon las teorías y las metodologías clásicas, desempolvando esos temas extraños, con nombres casi étnicos, acerca de los cuales la antropología ya no tenía nada que decir: alma, totemismo, mana, fuerza, espíritu, hau, etcétera.
Con todo, este nuevo giro, como ocurre con las propuestas teóricas que ganan momentum, rima con movimientos afines del mundo contemporáneo.
Juguetes, zombis y realidades virtuales-aumentadas: efectos especiales o pretextos para giros místico-materiales
Se puede dibujar otra hebra de tan renovada sensibilidad hacia los objetos como un movimiento propio del capitalismo postardío (o de la neonoche de las mercancías vivientes) en el cual los objetos-mercancía han venido ocupando el lugar de las personas o porque son, en la práctica, la suma de toda subjetividad o porque las relaciones entre objetos-mercancía son las relaciones fundamentales. En este apartado, quiero argumentar que los efectos especiales de la tecnología (no solo cinematográfica) se han vuelto efectos cotidianos que dan forma a la experiencia y al pensamiento.
Detrás de los objetos-mercancía acaso se notan las sombras de los agentes humanos que los inspiraron. Podríamos ubicar unos antecedentes ideológicos en el hecho de que ya no es tan claro para nosotros que los objetos sean inanimados e insustanciales ni que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. Habría que dudar de que el avance del capitalismo haya conseguido aclarar las relaciones sociales que perpetúan la reproducción de la riqueza; el carácter fetichista de las mercancías ya no es una realidad que sea necesario ocultar, ni siquiera por pudor, sino que es el motor de toda vida en el mundo contemporáneo. No será necesario poner en discusión el desdibujamiento de la personalidad artística gracias a la reproductibilidad técnica de la obra de arte, como lo hizo Benjamin (1989 [1972]), porque el mundo contemporáneo nos presenta el arte como cosa a la mano y cualquiera puede acceder, o por lo menos creer que accede, a la condición de artista. Más interesante es la redefinición del lugar de las mercancías y su relación con los consumidores. Habría que revisitar el cine de masas y la televisión durante las tres últimas décadas para poner en evidencia los rasgos de una sensibilidad renovada hacia la vida de las cosas. No creo que nos convenzan tanto los argumentos de los científicos sociales como las dudas bien construidas por el cine y todo el aparato de efectos especiales que hacen parte de la realidad contemporánea.
Propongo, a mano alzada y como sugestión para un estudio que debería hacerse, un trazo que considere Toy Story, Matrix y las sucesivas sagas de zombis (desde Resident Evil hasta The Walking Dead), para reconsiderar las preguntas fundamentales acerca de las relaciones entre humanos y no humanos. Probablemente, Blade Runner sea el arquetipo de estas preocupaciones, pero me interesa indagar en la producción audiovisual de la generación que se ve expuesta al encanto de las cosas en su consumo cotidiano y que termina alimentándose de las propuestas teóricas del giro ontológico.
¿Qué puede decirse de la historia de los juguetes que ocultan su vida mientras son vistos por los humanos? Ocultan su vida mientras viven la vida falsa de la que los dotamos en el juego. ¿Desde qué perspectiva estamos siendo partícipes de la tragedia de los juguetes? Toy Story plantea la posibilidad de que los juguetes tengan una intensa vida social cuyas jerarquías estarían marcadas por las preferencias de su dueño. Y luego, salimos a buscar Woodys y Buzz Ligthyears para coleccionar. Podríamos considerar, como sugiere Sebastián Anzola (en comunicación personal), cada acto de colección como una nueva realización, en miniatura, del proceso de acumulación originaria de mercancías. Cada una de nuestras vidas reproduciendo el evento originario del capitalismo. Si es así, tendríamos que admitir que ya no existen los productores de mercancías como una personalidad posible, sino que lo único que existe son poseedores de mercancías. Deberíamos entonces detenernos en el proceso de adquisición del juguete, mucho más misterioso cuando ya no nace de la necesidad de jugar y por ende no es la adaptación de un palo que se vuelve caballo (Gombrich, 1968), sino que aparece oculto bajo el árbol de Navidad o es un deseo postergado que espera su realización para ingresar en nuestro arsenal de deseos, en donde se objetiva lo que somos. Sin historia o con esa falsa historia que oculta su “verdadero origen”, que es la falsa historia de las maquilas, como ocurre con Buzz. Buzz Lightyear aparece, como tiene que ser, convencido él mismo de su particularidad en el universo, tan perfecta mercancía que no se sabe mercancía. Buzz es cada uno de los que nos sentimos únicos y que consumimos Star Wars y todas sus tragedias familiares. Pero es, también, un juguete, y la suya, una tragicomedia. Lo cual no deja de ser problemático o de habitar de forma problemática algún intersticio mental. Toy Story no solo trata de juguetes como personas, sino de personas como juguetes. Claro que la clave cómica de la historia nos salva y nos quedamos con el veneno de la compra por realizar. Pero el daño ya está hecho y en adelante la vida de Pixar es llevar la paradoja de Disney a un nuevo lugar. Una exacerbación de la confusión. Infraobjetos que se vuelven personas.
En Matrix, no se trata de juguetes tragicómicos sino de máquinas y engaños y destinos improbables. Los humanos son menos que juguetes; son pilas para mantener la vida de las máquinas. La Matrix es un superobjeto que contiene para siempre en ese útero infernal a los cuerpos-cosa que la habitan y viven en un sistema operativo. Si en Toy Story los juguetes tienen una posición subordinada que se invierte por un instante al final de la primera película, en Matrix todos los seres humanos ocupamos una posición subordinada en relación con el superobjeto contra el que no podríamos revelarnos sin dejar de existir. Los espectadores no somos Neo ni cualquiera de sus acompañantes, somos quienes escuchan la llamada telefónica al final de la primera película. La máquina es la inteligencia pura y la agencia total. Por supuesto, podríamos buscar antecedentes en Terminator o en el Gólem, pero lo perturbador de Matrix es la idea de la conexión a una red para existir o para garantizar una existencia engañosa. La conexión, que es la garantía de que existimos, es también la evidencia de la sujeción. En el universo distópico de Matrix ocurre la subjetivación total, pero no es el único ni el más logrado ejemplo de distopía. Por fortuna, las dos películas que siguieron a la saga no se propusieron continuar el juego de los conejos blancos ni la cotidiana sensación de déjà vu, ni se propusieron describir los días dentro de Matrix, y nos salvamos de llegar a considerar que nuestras vidas en la red pudiesen llegar a compararse con la anodina existencia de Thomas Anderson. Si en Toy Story los objetos son personas y los espectadores, versiones de la subjetividad de los juguetes, en Matrix las personas son objetos de objetos y los espectadores, potencialmente, los objetos mudos o silenciados, como Thomas Anderson en la escena del grito mudo. No es mera coincidencia que uno de los androides del libro clásico de Philip K. Dick en el que se inspiró Blade Runner tenga una iluminación terrible frente al conocido cuadro de Munch y divague sobre su condición, que recién descubre, y entienda que el grito es el de un androide que recién descubre que no es humano. En WhatsApp, el mismo grito es un efecto de sorpresa cotidiana y una sorpresa terriblemente trivial esperando a ser pulsada.
La efervescencia de las sagas de zombis es otra de las marcas de nuestra época. Puede considerárselas como una variación sobre el motivo del fin del mundo. Pero son también evidencia de una inquietud generalizada acerca de lo que podemos llegar a ser. Lo fundamental de las sagas de zombis en relación con nuestro problema es el descubrimiento de una naturaleza inhumana en nosotros. No es difícil enumerar las características del comportamiento social de los zombis: el canibalismo (que se cumple a cabalidad cuando los zombis devoran a sus consanguíneos), el desplazamiento en hordas, la ausencia total de conciencia y de memoria, el movimiento normalmente contrahecho del zombi, la iconografía del salvaje absoluto que Occidente ha reactualizado en todas las otredades posibles. En suma, la completa objetificación de los seres humanos (los animales también suelen aparecer en versión zombi, por lo cual el estado zombi no es el de animalidad), quienes son víctimas de algún virus producto de experimentos científicos fallidos. La enfermedad de los zombis emana de tubos de ensayo en algún laboratorio de la corporación x, y o z. Pero los objetos no tienen una versión zombi, y, además, las armas y los alimentos acumulados en supermercados devienen aliados en la lucha por la supervivencia de los falsos protagonistas de las sagas. Los verdaderos protagonistas son los zombis, pero ante su incapacidad para la articulación de sentido, se cuenta la historia de unos extras elocuentes que huyen o se pelean en medio de las hordas. Lo más interesante es la ambigüedad del estado zombi, esa nueva modalidad del ser: no están muertos y no están vivos. Son muertos que caminan, según uno de los títulos canónicos. Son muertos vivientes, según otro. En todos los casos, son contrahumanos: se alimentan de carne humana y son seres humanos invertidos. Seres humanos que exhiben sangre, intestinos, ojos colgantes y emiten un sonido desesperanzado, doliente y sin sentido. Lo paradójico es que nuestra época se ha esforzado por realizar, en los disfraces de los seres humanos actuales, su versión zombi; y hay hordas de zombis (disfrazados) que asolan las ciudades de todo el mundo. Allí, los muertos que caminan ponen en escena el sentimiento contemporáneo acerca de la otredad extrema en uno mismo. En una época en la que la otredad luce como un asunto del pasado, la experiencia del horror, ese descubrimiento que hace Kurtz del salvaje en él, se refugia en la ambigua figura de los zombis. En las sagas de zombis, los humanos devienen en objetos con una vida ambigua o con una muerte ambigua, y los espectadores posibles, en actuantes de la marcha zombi.
En estas tres películas es tan dudoso que los objetos sean inanimados e insustanciales como que los seres humanos estén dotados de alma y sustancia. La confusión entre objetos y personas que emergió de las formas arcaicas del intercambio según Mauss o que propició la solución tyloriana del animismo como la forma más primitiva de la religión o la pregunta por la naturaleza de las clasificaciones primitivas de la escuela francesa, vuelve a plantearse con inusitada actualidad en el consumo cultural contemporáneo. Más aún, en las renovadas subjetividades vueltas objetos, que son lo mismo que la masa gigantesca de objetos para reservar subjetividades, todas estas distinciones colapsan. El iPhone (que no es más que un yo), el iPad, la tablet, el pc o el Android (que no es menos que ¡un androide!) resultan tanto o más visibles que los sujetos casi fantasmales gracias a los cuales –¿o para los cuales?– se originaron. La escena por excelencia de la socialización contemporánea ocurre entre dispositivos inalámbricos interconectados. Esos dispositivos alumbran los rostros ansiosos de sus usuarios, quienes parecen creer que manipulan o dan su voz a esos avatares que crean avatares. Los “teléfonos inteligentes” lanzados a finales de 2017 y comienzos de 2018 prometen realidad aumentada y avatares más parecidos al usuario. También se habla de un “internet de las cosas” y una “inteligencia de las cosas”.
No es solo gracias a las películas que la sensibilidad acerca de la vida de las cosas inunda las ciencias sociales. Es que la tecnología contemporánea distribuye nuestras vidas en un sistema de cosas que nos consumen mientras las consumimos, incluso desde cuando las deseábamos. Eso, sin embargo, no es un fenómeno de los últimos treinta años. Estuve tentado a usar el argumento de que la mercancía perfecta es fetichismo puro, o valor desprovisto de cualquier materialidad, y referirme a la conexión o a la cobertura (eso que es internet). Pero en realidad toda mercancía es valor puro, lo mismo que vale por fetichismo puro. De tal forma que existen las condiciones materiales para que emerja una sensibilidad mística hacia las cosas. La confusión entre personas y cosas hace tiempo dejó de ser monopolio de los textos que fundaron la antropología o de las sociedades en las que la antropología aprendió sus argumentos. Los efectos especiales del cine dejaron de ser especiales y del cine, y son ahora efectos ordinarios que nos constituyen.
Adenda sobre la muerte o la eternidad de la riqueza
Salvo los artículos de Pardo y Larraín, al grueso de este volumen no parece interesarle un acercamiento a la vida de las cosas en el marco del capitalismo y, en esa medida, la disquisición sobre juguetes, zombis y realidades aumentadas, así como la tozuda referencia de este texto a ciertos análisis del capitalismo, parecen sobrar. Esos dos artículos son los que menos se inclinan a dotar de agencia a los objetos o a las cosas y, en cambio, son los más dispuestos a privilegiar la agencia de los actores humanos involucrados. Es posible que la conciencia de los fetichismos del capitalismo impida aceptar la convicción nativa de la vida de las cosas, incluso, y sobre todo, en el seno de las relaciones sociales capitalistas. Otros ejemplos de esa duda están en el mismo Alfred Gell (1998), quien sospecha que la agencia de las obras de arte reside, en últimas, en la abducción de la intencionalidad por los usuarios, o en Goody (1999), quien hace de la contradicción la otra cara de la representación.
El exotismo de la antropología más clásica tiende a desaparecer cuando objetiva a las sociedades capitalistas, y en esos casos desaparecen los fetichismos detrás del uso de un lenguaje racionalizado para describir las relaciones sociales, excluyendo a las mercancías. Pareciera que lo incomprensible del capitalismo no se objetiva o que en el capitalismo todo es comprensible, sobre todo si usamos el lenguaje del modo de producción, que por obvias razones tiende a ocultar lo fundamental. En mi opinión, eso se debe a que la mitología del mundo contemporáneo es el capitalismo. Algunos autores sobradamente reconocidos han argumentado que la ciencia es el mito de Occidente. Lo hacen desde la convicción, profundamente anclada en la modernidad, de que el conocimiento es producto del pensamiento. No es raro que los santos de la modernidad sean siempre teóricos. Es la misma certeza según la cual lo humano ocurre como producto del desarrollo del cerebro. Una verdad de la cual no dudamos por un instante y que rima con la seguridad de que el pensamiento proviene del pensamiento y de que el conocimiento es producto del conocimiento: por eso en las universidades nos refugiamos bajo las sombras del conocimiento como si ese abrigo fuera a producir más conocimiento. Con la misma convicción afirmamos que la plata produce plata y oro el oro. Las relaciones con la materia –la más fundamental de las cuales es el trabajo– nunca son origen del pensamiento y menos del conocimiento. Lo necesario para pensar es el tiempo libre, es decir, excluirse de la producción. La ciencia no produce los convencimientos de Occidente, es un campo de batalla por el monopolio de la razón. El capitalismo, por otra parte, produce las verdades objetivas con arreglo a las cuales actuamos y, por ende, produce convicciones. El pensamiento es otro producto del modo en que se producen las mercancías; uno y otras comparten la ambición y la esperanza de nunca tener contacto con el trabajo del que provienen. Las mercancías por excelencia son aquellas en las que la materia ha desaparecido: el software es puro pensamiento en potencia; las mercancías son deseos cumplidos o postergados; la razón pura y la pura lógica, desprovistas de materia (tanto como lo están las representaciones y el discurso), son la aspiración de las formas más acabadas del pensamiento en el mundo contemporáneo, tienen la misma pureza inquebrantable del dinero. Contra la ética hipócrita de la opinión pública, no existe el dinero sucio. Todo dinero es limpio: nadie bota un billete porque caiga en el fango. Todo dinero es valor inquebrantable e inmortal.
Helí Valero y Roberto Gómez, en Ráquira y Murillo, dos pequeñas poblaciones de las cordilleras andinas colombianas, entendieron que la riqueza vertida en oro y esmeraldas tiene un misterio. Lo dijo el primero de ellos en un artículo poco leído (Valero, 2008) y el segundo nos lo repitió generosamente tantas veces a mí y a muchos estudiantes de antropología en los cafés del norte del Tolima. Ambos estaban seguros de que esas riquezas pican al que las toca. Y sus charlas estaban repletas de asuntos que entonces poco o nada calaron en nuestra forma de entender la realidad. Nos decían convencidos que el río era traicionero o que los armadillos encuentran las guacas (acumulaciones de riqueza y mucho más que eso) o que los lugares misteriosos se aparecen en los sueños o que ciertos objetos saben cuando la envidia se aproxima y se van o se quiebran. Helí Valero, con su bigote encanecido y los sombreros maltrechos de una recién desaparecida bonanza, iba en las noches con la guitarra destemplada a cantarnos en la cocina de su hermana con esa voz oscurecida por efecto de los incontables cigarrillos Caribe. Y entre una y otra canción, hacía lo posible por que entendiéramos que el mundo está lleno de misterios. Roberto Gómez era hijo del páramo. Soñaba con lugares en los que brillaban diamantes y calaveras. En las noches, sabía encontrar la cama de pajas que había en la tierra generosa y se quedaba mirando el cielo helado y lleno de fulguraciones. Sabía que los ríos llevan fiestas porque la riqueza hace fiestas. Sabía que el agua emboba y marea. Sabía que el mundo está sostenido por vigas de oro, pero sospechaba incluso de las cosas que sabía y apostaba que eso que llaman oro es, al fin de cuentas, agua pura. Atesoraba una máquina de escribir para escribir los pleitos de las luchas campesinas que lideró y que le dejaron un montón de papeles amarillos que nos mostró en su cuarto frío y arrendado. Emergió del frío en una noche que empezaba entre la neblina de Murillo y nos enseñó a jugar billar y que el universo es unidiverso. Era sensible a todas las cosas que se precipitan. Sabía que el mundo seguiría vivo después que él mismo y que la mejor comida es con hambre.
Ambos sabían que la riqueza vertida en oro y esmeralda puede morir, ya que está viva. Y que ese vaho que sale del oro es un yelo que daña, que mata lentamente. En el mundo real de Valero y de Gómez, la riqueza se pudre y pudre a quien la atesora; algo que no le ocurre al dinero en el mundo plenamente capitalista. David Harvey (2014, pp. 49-50), siguiendo al comerciante y teórico Silvio Gesell, ha propuesto que una alternativa para evitar la plutocracia campante es hacer que el dinero tenga fecha de vencimiento, de tal manera que deba ponerse en circulación y no se acumule, que el dinero no utilizado se desvanezca al cabo de un tiempo. O, como decía Gesell, que se oxide. A ese óxido del oro, una especie de lama verde, lo conocen en Cumbal y en Aldana, al sur de Colombia, como Solimán. Roberto Gómez nos mostró una tarde de noviembre de 2011 al hombre que en el norte del Tolima se había encontrado una romana de oro pero no podía cambiarla; le decían el loco. Tenía que bañarse una llaga de su pierna, producida por el contacto con el oro, con infusión del mismo objeto que lo hacía rico. Haberse encontrado ese tesoro le produjo la herida purulenta, que se mantenía de un tamaño tolerable con infusiones del oro que se pudre. Y tenía ataques de locura en los que lanzaba fajos de billetes, como si la acumulación de trabajo humano le alterara la conciencia.
En las convicciones de Valero y Gómez se cumple parte de la aspiración revolucionaria de Harvey. Es potencialmente más justo (o más real) un mundo en el que la riqueza se pudre. Y así como con ellos, nos hemos encontrado con otros maestros y maestras en lugares distantes. De unas y otros aprendimos la incomodidad con las formas en que los académicos nos hemos venido relacionando con indios y campesinos y obreros y otras gentes que trabajan. Helí Valero y Roberto Gómez, y muchos otros que citan los artículos de este libro, nos enseñaron a hablar de las cosas y con las cosas. Hemos llegado a afirmar, y hemos querido aprender a practicar, que sería justo y deseable relacionarse con el mundo como gente que trabaja más que como gente que piensa; y nos gustaría afirmar que el trabajo nos ha enseñado o que, como dice el habla popular en Cumbal refiriéndose a las cosas materiales o a los procesos productivos, “nos hace entender, nos hace ver”.
Por una etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas
La motivación fundamental de este intento por llamar la atención de quienes hacen antropología es proponer un replanteamiento del ejercicio de la etnografía. Las experiencias que inspiran este cometido son tres: la lectura del trabajo de Luis Guillermo Vasco, al cual él llamó antropología vasquista; el aprendizaje, en campo, de una parte del conocimiento campesino e indígena en el centro de Colombia y en el sur de Nariño; y la experiencia docente y editorial en diferentes universidades. El replanteamiento de la etnografía tiene, por ahora, dos brazos: uno intenta tejer una práctica etnográfica con las manos sucias y no violenta, de la que heredamos, como quien hace uso de un bien común, una parte y otra la tenemos en obra; el otro intenta labrar una práctica etnográfica teórica.
Mi interés, cuando empecé a participar en el Grupo de Estudios Etnográficos desde 2014 y de la propuesta de los simposios en congresos de antropología en Colombia desde 2007, ha sido el de propiciar lugares para hablar de una etnografía humilde. Me ha interesado reiterar un llamado para que algunas de nuestras investigaciones volvieran al terreno y se ocuparan de asuntos que han venido siendo invisibles; nuestra antropología me parecía, y me sigue pareciendo, corta de trabajo etnográfico. Ha perdido el gusto por las palabras y las labores de los que no parecen tener poder. Ha abrazado metodologías de atajo que prometieron resultados en corto tiempo y que tienen nombres más políticamente correctos. Creo que en la medida en que tuviésemos más contacto con el “mundo material”, entenderíamos mejor cómo ocurre el mundo, o qué mundos ocurren, en los contextos sobre los cuales investigamos. He supuesto también que en el proceso nos veremos obligados a pensar y hacer de modo diferente la antropología misma. No es tan fácil como se dice. Daré algunas puntadas, para caracterizar a esa etnografía con las manos sucias, no violenta y con aspiraciones teóricas que quisiéramos construir.
Debemos asumir que el trabajo de campo es una prolongada instauración de relaciones que tienen un punto de partida en la desigualdad social que caracteriza a la sociedad en la que trabajamos y de la cual somos parte, incluso si trabajamos en otro país –y sobre todo si trabajamos en otro país–. Recién graduado y como profesor principiante, yo actuaba como si no existiesen las desigualdades, con el propósito explícito de no hablar de lo que no podía cambiar. Pensaba que mi mera intención y el buen corazón que pide toda iniciación eran cierta garantía contra los abusos de las normas clásicas, que entendí, con el resto de mi generación, de Renato Rosaldo. Confiaba en que si hacía mi trabajo de escritor de manera honesta, sobre todo enfatizando la imposibilidad de cualquier certeza, podía llegar a interpretar las paradojas de la cultura, aunque con la lejana esperanza de que eso que escribía pudiese ser usado en beneficio de las gentes de las que hablaba. No advertía que este modo de proceder encubría las razones materiales de mi poder de investigador (concedido a esta persona por las clases), incluso en los autocomplacientes momentos de flaqueza en los que me reconocía como cronista o escritor porque lo mío era, a lo sumo, una entre muchas lecturas; es decir, hacía uso de mi posición dominante para hacerme del lado de las relaciones dominantes, creyéndome, como gritaba mi generación con Fito Páez, “al lado del camino”. Y obviando lo evidente, que yo podía pasar mi tiempo especulando acerca de razones simbólicas o de discursos modernos de orden profundo porque podía vivir entre paréntesis de dos formas: 1) de espaldas al trabajo del que participaban los que yo trataba como informantes pese a que los llamaba amigos; 2) de espaldas a la gente de la que hago parte porque mi educación me enseñó a parecer el intelectual de tradición que no soy. Me han hecho ver, como es notorio que a otras personas también entre las que escriben en este volumen, que las formas de proceder reproducen formas de pensar y que es necesario cambiar el procedimiento para cambiar al pensamiento (Vasco, 2002).
Por tanto, debemos esforzarnos en plantear conjuntamente actividades del trabajo de campo que no reproduzcan esas desigualdades. Por supuesto, no se trata de poner nuestro corazón en clave incluyente y no clasista, tratando de soportar esas “razones culturales” o esas “creencias” de quienes son objeto de nuestra intervención. He propuesto a mis colegas y estudiantes, inspirado por las críticas de Bourdieu y de Vasco, que nuestros trabajos abandonen, en la medida de lo posible, los salones de las escuelas, los talleres que sacan a las personas de sus actividades productivas o lúdicas, ciertas formas de cartografía social arrancada en sesiones que devienen en la enseñanza de la geografía escolar y los grupos focales en los que la participación se convierte en una pugna por la ostentación de capital lingüístico entre los asistentes más escolarizados. En mi opinión, estas estrategias replican la situación de escuela ejerciendo todas las formas de violencia simbólica, al poner a nuestros conocidos en la triste condición de informantes dispuestos en el laboratorio académico para ser inspeccionados por la crítica textual, el análisis de discursos, la confrontación de sus memorias con la historia, de sus mitos con la ciencia o de su etnicidad con las políticas del Estado. El conjunto de objetos que portamos en esos escenarios es al mismo tiempo el arsenal armamentístico y la evidencia de la violencia que ejercemos.
Podríamos intentar involucrarnos de forma serena y sensible con sus vidas; no solo aquellas que ocurren en las reuniones de las organizaciones de distinto tipo, sino tratando de entender las vidas desde las contradicciones propias de cada día. Esto en un diálogo honesto y abierto. Tal vez debamos renunciar a la estrategia de los espías y a las entradas tipo vigilante de centro comercial en los diarios de campo. Como dice Luis Guillermo Vasco (2002, p. 472),
Cuando uno mismo vive esta vida y sus dificultades y problemas, y trabaja junto con los indígenas en busca de su solución, a medida que se van recogiendo los conceptos y se van confrontando en la discusión con los conceptos propios de Occidente […] las concepciones de uno mismo se van modificando, va transformándose su manera de pensar y por su puesto de actuar, o mejor dicho, en ese recoger los conceptos en la vida, uno va viviendo distinto y de una manera metodológica, o sea, deliberada, va pensando de otra manera, en un proceso en el que uno retoma muchos elementos del pensamiento indígena para hacerlos suyos. Esto implica que uno va haciéndose como ellos y, no podía ser de otro modo, que aquellos con quienes uno vive y trabaja van haciéndose como uno. Sin temor a exagerar, puede afirmarse que si uno sale del trabajo con los indios, tanto en su manera de vivir como de pensar, igual a como llegó, perdió la parte fundamental de su trabajo.
Recientemente, desde una sensibilidad totalmente distinta, Tim Ingold (2014) ha vuelto a enfatizar en ese compromiso a largo plazo que supone el trabajo de campo. Ese es el primer llamado. Ciertamente, uno de los placeres egoístas que procura el trabajo de campo de largo aliento es la posibilidad de encontrar relaciones inusitadas, y parecer inteligente. Ese tipo de hallazgos suele ser fértil resorte para propuestas teóricas. Una forma perversa de entenderlo es postular que el compromiso es con un tema o con la individualidad del investigador. Más bien, un trabajo de largo aliento enseña respeto. Ese conocimiento no ocurre como la iluminación de una subjetividad bendecida por la razón o por la magia, sino que suele ser reiterado por las prácticas más triviales o por los dichos a simple vista desinteresados. El trabajo de largo aliento supone también que las investigaciones mismas empiecen a cobrar sentido para todos los involucrados luego de que uno ha vuelto dos o más veces. Luego de eso, la investigación tiene sentido en la medida en que su objetivo deviene una lucha por el reconocimiento de un mundo, una lucha sellada por la amistad que surge entre quien hace etnografía y la sociedad que le enseña. Como hacer trabajo de campo es, entre otras muchas cosas, aprender a hablar, es también el conjunto de relaciones que enseña las preguntas de toda investigación. El procedimiento intelectualista supone, al contrario, que los investigadores llevan sus preguntas a un campo y, por lo general, esas preguntas permanecen tan inalteradas como las relaciones de poder de las cuales se desprendieron. Una de las razones de este fenómeno es que este tipo de trabajo tiene como motivación única el cumplimiento de un requisito que garantiza el ascenso social de quienes investigan de esta forma.5 Lo que puedo decir de los trabajos con potencial teórico que conozco es que su fertilidad es producto de la evolución de las relaciones que los produjeron. El trabajo de campo es trabajo del mundo en quien acepta la pesquisa antropológica como un asunto propio que involucra una lucha –que nunca es individual y tampoco suele ser nueva– por el reconocimiento y el respeto de quienes no han sido ni reconocidos ni respetados. No es un producto eximio de la labor ejemplar de quien “se compromete”: un buen trabajador de campo, a lo sumo, es un medio por el cual se expresa el mundo o los mundos que ya existen y que seguirán haciéndolo sin ese cronista.
Ese trabajo del mundo requiere, sin embargo, cierta disposición. Un brujo le enseñó a Ana María Palomo (2010), en San Bernardo del Viento, que el que sabe mucho aprende poco. Tal vez el principio de todo trabajo de campo. Hay cosas que no sabemos y corremos el riesgo de encontrarlas, o no, en el trabajo de campo. Incluso Malinowski recomendaba poner entre paréntesis el saber teórico para lograr escuchar lo que se está diciendo en esos lugares en los que vivimos y a los que volvemos. Pero no solo debemos llevar una ignorancia sensata al campo. También los brazos y la disposición para ayudar en lo que se esté haciendo. Una parte relevante de la vida social en todas partes, constituyente de la condición de persona, es el trabajo. A Juan Sebastián Anzola (2017) se lo enseñaron en Sucre, Cauca. Lo llaman trabajo material: aquel que se hace con machetes, azadones o palines, o que recoge la cosecha o que carga los racimos de plátanos por las laderas mientras se rodea el campo. Aníbal Vega lo condensa en dos sentencias: “el trabajo que se ve” y “el trabajo que lo hace a uno” (Anzola, 2017, pp. 45-75). Esa disposición para trabajar, resumida por Ángel Quinayás, es “humanarse a trabajar”: “empezar a ser persona a través del trabajo” (p. 8), explica Anzola. Por donde se le dé vueltas a lo que dice Quinayás parece que nuestra alternativa es trabajar. Humanarse, andar con las manos sucias y recibir con carcajadas las ampollas o las raspaduras. Humanarse, dejar de ser la cosa que nos mira y empezar a ser los amigos que ayudan e incluso empezar a ser la cosa que trabaja. Humanarse, advertir el crecimiento, el verdor y cargar parte de la cosecha como cosa propia. Humanarse hasta confundirse con las herramientas o con los canastos de recolecta que se humanan gracias al trabajo que ayudan a realizar. Humanarse, pasar la vergüenza de no saber ni caminar y afinar o, como dicen en el Gran Cumbal, endurar. Humanarse, aprender a reír y a decir los chistes que dan vueltas en las fincas de los amigos. Humanarse es volverse como el otro, cuya humanidad está garantizada por el trabajo.
El trabajo material es una oportunidad para des-narrativizar la experiencia etnográfica. Pese a que las narrativas, del tipo que fueren, son siempre buena ocasión para aproximarse al conocimiento, la atención exclusiva sobre lo narrativo puede llevar a creer que las vidas son meros relatos. En muchas narrativas es evidente que sus vidas son contables porque han trabajado y han sido afectadas por el mundo de forma mucho más que narrativa. Si nos quedamos solo con las narrativas, las vidas produciendo al mundo y siendo producidas por él desaparecen impunemente. La vida de las cosas, como muestran algunos de los artículos de este libro, es también transformaciones materiales que duran más tiempo que los objetos y las personas (Holguín, Calderón y García, en este volumen). Los objetos mismos constriñen nuestra vida y nos obligan a trabajar o a padecer la fuerza del mundo de formas que no podemos contar (Guzmán y Martínez, en este volumen). Y muchas veces el trabajador de campo que ha trabajado, o porque está trabajando, debe guardar silencio, un silencio que puede llegar a ser prolongado, para conseguir comprender. En esos silencios también ocurre la vida. No todo lo que el trabajador de campo escribe ha sido dicho en narrativas. También suenan la leña o el río o la emisora en el radio o las motos trepando las carreteras destapadas o las borrascas que van con ese rumbo decidido de todo lo que se sabe fuerte. Y no lo hacen de forma narrativa. A veces lo hacen con ruidos que los textos antropológicos no deben despreciar. A veces en tonadas que los indios y campesinos sí que oyen y disfrutan.
Por lo mismo, intentamos practicar saberes no enunciados y saberes no humanos. En Aldana y en Cumbal, el fogón sabe ponerse necio. Y el cerro sabe ponerse bravo. Y el agua de ciertas quebradas sabe ser sabrosa. Y los cutes, unas herramientas que se dan en los árboles de madera fina, saben criarse, y bien criados saben trabajar. Esas sabidurías deben ser también nuestra preocupación: eventualmente debemos intentar ponernos del lado del cerro, del fogón, del agua o de los cutes. Pero también pasa que nuestros maestros humanos no saben cómo enseñar con palabras lo que saben hacer con el cuerpo. Por eso también toca llevar el cuerpo al campo. A veces aprendemos eso indecible pero no nos conformamos. Es posible que nuestra enunciación sea un triste remedo, pero es mejor que la completa ignorancia de esos saberes.
Aceptamos una posición subordinada por cuanto nuestro saber del trabajo material, tanto como de los materiales y herramientas de la vida diaria, suele ser escaso o nulo. Eso empareja un poco las cargas de la relación. No tanto para la gente que ya sabe que los antropólogos suelen ser un tanto inútiles, sino para la persona que se va de campo, quien empieza a perder su importancia irreflexiva. Si nos relacionamos con las mismas cosas con las que se relacionan las personas que nos enseñan, empezamos a comprender que las cosas saben y enseñan. Y es peor para los antropólogos locuaces constatar que las cosas saben cosas y guardan silencio. Es posible que, por ese camino, aprendamos a trabajar con conceptos y a pensar con cosas. Finalmente, es posible que salgamos de ese trabajo viviendo y pensando distinto: reconociendo al otro en uno y a uno en el otro, y aceptando la necesidad de transformar la práctica de la antropología, no solo en campo.
Si todo eso o la mayor parte ocurre, estaremos listos para aceptar que el trabajo de campo es una empresa teórica que requiere trabajo material. También será necesario aceptar que los sistemas de conceptos que iremos comprendiendo son difusos y sucios y en tensión: productos de relaciones sociales y productores de relaciones sociales, productos de mundo y productores de mundos, pero con aspecto de herramientas embarradas, utensilios de cocina, intervenciones técnicas, accidentes del paisaje o configuraciones atmosféricas. Esos conceptos, que son cosas, permiten pegar o amasar o fermentar los argumentos etnográficos, pero no para demostrar que nuestras preocupaciones antropológicas están actualizadas, sino porque creemos que este camino es el necesario para la comprensión de los mundos y para intentar constituir una práctica académica transformadora porque trabaja. La vida de las cosas supone los conceptos. Podemos aprender algunos conceptos a costa de aceptar nuestra ignorancia, porque “el que sabe mucho aprende poco”. Y nos veremos obligados a aprender a hacer porque en el proceso es que las cosas enseñan. En vez de sacar a nuestros conocidos de sus vidas para que nos expliquen sus vidas con nuestras palabras, tendremos que aprender a vivir sus vidas para comprenderlas con todas sus cosas.
La dimensión teórica empieza a abandonar lo puramente conceptual para transformarse en trabajo. No solo pensar con cosas, sino aprender a trabajar con cosas. Es posible que nuestros textos se arrumen en una colección de esas que poco leemos. Lo que queda de nosotros es lo que resulta realmente valioso: el trabajo que nos humana. Entre junio y julio de 2016, estuvimos en un paraje de la Sierra Nevada de Santa Marta y como agradecimiento y pago por habernos recibido un año antes, dimos nuestro trabajo material en un caserío de indios iku. Unos trabajaron más, otros trabajamos menos. Y cuando nos encontramos meses después con los amigos de la Sierra nos explicaron que en los frutos de ese trabajo nos veían, porque al parecer no nos habíamos ido y ya era cierto que volveríamos, incluso antes de decir que queríamos volver. Eso que dijeron puede obedecer a las extrañas creencias de los indios iku. O puede que los mejores frutos del trabajo que trabaja puedan prescindir de la antropología.
No solo explorar la posibilidad de que pensemos con cosas, como se desprendía de los análisis de Tylor y de Marx, sino explorar la posibilidad de que “las cosas lo trabajen a uno”, como concluyó el antropólogo Felipe Becerra en una discusión sobre un manuscrito previo de esta introducción. Eso nos llevaría a considerar que la forma de nuestra vida pudo ser forjada por la vida de las cosas.
Menos importante, pero más relacionada con esta introducción, las cosas vivas podrían cambiar las formas del conocimiento antropológico.
Referencias
Anzola Rodríguez, J. S. (2017). “Uno hace la finca y la finca lo hace a uno”. Trabajo, conocimiento y organización campesina en Sucre, Cauca (tesis de pregrado). Pontificia Universidad Javeriana, Bogotá, Colombia.
Appadurai, A. (Ed.). (1991 [1986]). La vida social de las cosas. Perspectiva cultural de las mercancías (Trad. A. Castillo). Ciudad de México: Grijalbo.
Bartolomé, M. (2015). El regreso de la barbarie. Una crítica etnográfica a las ontologías “premodernas”. Trace, 67, 121-149.
Benjamin, W. (1989 [1972]). La obra de arte en la época de su reproductibilidad técnica. En Discursos interrumpidos I. Filosofía del arte y de la historia (pp. 15-60). Buenos Aires: Taurus.
Berryman, S. (2014). Democritus. En E. N. Zalta (Ed.), The Stanford Encyclopedia of Philosophy (Winter 2016 edition). Recuperado de https://plato.stanford.edu/entries/democritus/#3
Bessire, L. y David, B. (2014). Ontological anthropology and the deferral of critique. American Ethnologist, 41(3), 440-456.
Descola, P. (2012 [2005]). Más allá de la naturaleza y la cultura (Trad. H. Pons). Buenos Aires: Amorrortu.
Durkheim, E. y Marcel, M. (1996 [1903]). Sobre algunas formas primitivas de clasificación. En E. Durkheim, Clasificaciones primitivas (y otros ensayos de antropología positiva) (pp. 23-104) (Trads. M. Delgado Ruiz y A. López Granados). Barcelona: Ariel.
Geertz, C. (1987 [1973]). Descripción densa: hacia una teoría interpretativa de la cultura. En C. Geertz, La interpretación de las culturas (pp. 19-40) (Trad. A. L. Bixio). Barcelona: Gedisa.
Gell, A. (1998). Art and agency. An anthropological theory. Nueva York: Oxford University Press.
Gombrich, E. (1968 [1960]). Meditaciones sobre un caballo de juguete (Trad. J. M. Valverde). Barcelona: Seix Barral.
González, S. (2015). Antropología y el estudio de las ontologías a principios del siglo XXI: sus problemáticas y desafíos para el análisis de la cultura. Estudios sobre las Culturas Contemporáneas Época III, XXI(42), 39-64.
González-Abrisketa, O. y Carro-Ripalda, S. (2016). La apertura ontológica de la antropología contemporánea. Revista de Dialectología y Tradiciones Populares, LXXI(1), 101-128.
Goody, J. (1999 [1997]). Representaciones y contradicciones. La ambivalencia de las imágenes, el teatro, la ficción, las reliquias y la sexualidad (Trad. Ernesto Thielen). Barcelona: Paidós Básica.
Harvey, D. (2014 [2014]). Diecisiete contradicciones y el fin del capitalismo (Trad. J. M. Madariaga). Quito: Instituto de Altos Estudios Nacionales del Ecuador (IAEN).
Henare, A., Holbraad, M. y Wastell, S. (2007). Thinking through things: Theorising artefacts ethnographically. Londres: Routledge.
Holbraad, M. (2007). The power of powder. Multiplicity and motion in the divinatory cosmology of Cuban Ifá (or mana, again). En A. Henare, M. Holbraad y S. Wastell (Eds.). Thinking Through Things: Theorising artefacts ethnographically (pp. 189-225). Londres: Routledge.
Holbraad, M. (2012). Truth in Motion: The recursive anthropology of Cuban divination. Chicago: University of Chicago Press.
Holbraad, M. y Pedersen, M. (2017). The Ontological Turn. An anthropological exposition. Cambridge: Cambridge University Press.
Hugh-Jones, S. (2009). The fabricated body. Objects and ancestors in Northwest Amazonia. En F. Santos-Granero (Ed.), The Occult Life of Things. Native Amazonian theories of materiality and personhood (pp. 33-59). Tucson: The University of Arizona Press.
Ingold, T. (2014). That’s Enough About Ethnography! Hau: Journal of Ethnographic Theory, 4(1), 383-395.
Kohn, E. (2013). How forest think. Los Ángeles: University of California Press.
Kohn, E. (2015). Anthropology of Ontologies. Annual Review of Anthropology, 44(1), 311-327.
Latour, B. (2010). On the modern cult of the factish Gods. Science and cultural theory. Durham: Duke University Press.
Lévi-Strauss, C. (1979 [1950]). Introducción a la obra de Marcel Mauss. En M. Mauss, Sociología y antropología (pp. 13-44) (Trad. T. Rubio de Martín-Retortillo). Madrid: Editorial Tecnos.
Lucrecio Caro, T. (1999). De la naturaleza de las cosas: poema en seis cantos (Trad. J. Marchena). Alicante: Biblioteca Virtual Miguel de Cervantes.
Marx, K. (1971 [1841]). Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y la de Epicuro. Madrid: Editorial Ayuso.
Marx, K. (2010 [1872]). El capital: crítica de la economía política (vol. I) (Trad. P. Scaron). Madrid: Siglo XXI.
Marx, K. (1987 [1841]). Tesis doctoral. Diferencia entre la filosofía de la naturaleza de Demócrito y Epicuro. Ciudad de México: Premiá.
Miller, J. (2009). Things as persons. Body ornaments and alterity among the mamaindë (Nambikwara). En F. Santos-Granero (Ed.), The occult life of things. Native Amazonian theories of materiality and personhood (pp. 60-80). Tucson: The University of Arizona Press.
Palomo, A. M. (2010). Cuerpos devorados. Consumo, brujería y canibalismo en San Bernardo del Viento (tesis de pregrado). Universidad Nacional de Colombia, Bogotá, Colombia.
Ramos, A. R. (2012). The politics of perspectivism.Annual Review of Anthropology, 41, 481-494.
Ruiz Serna, D. y Cairo, C. del. (2016). Los debates del giro ontológico en torno al naturalismo moderno. Revista de Estudios Sociales, 55, 193-204.
Sahlins, M. (2013). Foreword. En P. Descola (Ed.), Beyond nature and culture (pp. 11-14). Chicago: University of Chicago Press.
Santos-Granero, F. (Ed.). (2009). The Occult Life of Things. Native amazonian theories of materiality and personhood. Tucson: The University os Arizona Press.
Tola, F. (2016). El giro ontológico y la relación naturaleza/cultura. Reflexiones desde el Gran Chaco. Apuntes de Investigación del Cecyp, 27, 128-139.
Tyler, S. (1991 [1986]). La etnografía posmoderna. De documento de lo oculto a documento oculto. En C. Reynoso (Comp.), El surgimiento de la antropología posmoderna (pp. 297-314). Ciudad de México: Gedisa.
Tylor, E. B. (1958 [1871)]. Religion in primitive culture (Part II of “Primitive culture”). Nueva York: Harper Torchbooks.
Valero, H. (2008). El río Minero: matagente, ladrón y fantasmal. Maguaré, 22, 205-222.
Vasco Uribe, L. G. (2002). Replanteamiento del trabajo de campo y la escritura etnográficos. En L. G. Vasco (Ed.), Entre selva y páramo. Viviendo y pensando la lucha india (pp. 452-486). Bogotá: Instituto Colombiano de Antropología e Historia.
Viveiros de Castro, E. (1998). Cosmological deixis and Amerindian perspectivism. The Journal of the Royal Anthropological Institute, 4(3), 469-488.
Viveiros de Castro, E. (2010 [2009]). Metafísicas caníbales. Líneas de antropología postestructural. Buenos Aires: Katz.
Whitehead, N. L. (2009). Post-human Anthropology. Identities: Global Studies in Culture and Power, 16(1), 1-32.
* Este texto es uno de los productos del proyecto de investigación ID PPTA 7353 ID PROY 7527 de la Vicerrectoría de Investigación de la Pontificia Universidad Javeriana. Versiones preliminares de este escrito fueron puestas en discusión en las reuniones semanales del Grupo de Estudios Etnográficos, que empezó reuniéndose en la Pontificia Universidad Javeriana y luego lo hizo en otros lugares. Allí hubo polémicas que me permitieron aclarar los alcances y las ideas centrales gracias a los acuerdos y al disenso que, a partes iguales, caracterizaron a esas reuniones. Estas páginas, por lo tanto, no representan la posición del Grupo de Estudios Etnográficos ni de los autores de este volumen en relación con la antropología, la etnografía, ni el estudio de las cosas. No obstante, porque creo que el conocimiento existe en el trabajo de grupos de personas y no tengo fe en la leyenda del investigador solitario, debo decir que hay muchas voces parciales en este documento.
1 La misma fuente de Tylor es usada por Gell (1998) y en su versión traducida al castellano en este texto.
2 Aunque sé que adeptos y conversos al giro ontológico afirman un origen parcialmente no europeo, creo que lo metropolitano de las tendencias teóricas se define por el tipo de fuerza que ejercen, como hechos sociales, sobre las academias periféricas. El mismo tipo de fuerza se reproduce gracias a los lugares que ocupan o tienden a ocupar en las jerarquías institucionales locales. En Latinoamérica, esta perspectiva de análisis teórico tiende a llenar parte del lugar de tendencias que lucen menos robustas que en el pasado cercano (p. ej., posmodernos, estudios culturales y estudios poscoloniales). Habría que señalar que la otra gran fuerza teórica de la actualidad está constituida por los autodenominados estudios decoloniales. De hecho, ya existen ontologías decoloniales.
3 Colincharse es una voz colombiana que se refiere a la práctica en desuso de subirse a un automotor sin la anuencia del conductor, generalmente colgándose en el parachoques trasero para transportarse sin pagar pasaje.
4 Se trata de barrios populares y periféricos que quedan sobre los cerros de Bogotá. Sus nombres no hacen más que describir ciertos principios de la ética colonial.
5 Y como el conocimiento antropológico es una mercancía, y una mercancía depreciada por la pérdida de la voz pública de la antropología (a lo cual responde Ingold), no hay quien pague por el tiempo necesario para hacer trabajos prolongados, pero tampoco hay impulso ni ganas para hacerlos. Nuestras carreras están renunciando a formar conciencias y sucumben por las razones que sea (que siempre pueden ser comprensibles dado que las relaciones objetivas son siempre económicas) a formar firmadores del requisito (antropólogo o social), de tal manera que para todos (docentes, administrativos y estudiantes) resulta una pérdida de tiempo hacer trabajo de campo. Mucho menos tener algún compromiso que desborde las razones prácticas de tesistas y directores de tesis. No obstante, siempre y en todos lados hay gente intempestiva.