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EL INTELECTUAL MODERNO:
LA MELANCOLÍA DEL HOMBRE DE LETRAS
El sentimiento de desorden
La silueta del intelectual es reconocible desde su nacimiento, desde el momento en que el adjetivo se convierte en sustantivo. Ahora bien, existe también la voluntad de buscarle precedentes. Christopher Charle, autor de una monografía titulada Naissance des intellectuels: 1880-1900 (1990), vio justificado en un texto posterior aplicar la noción de intelectual a aquellos que con anterioridad a esa época quisieron ser portavoces de una causa importante para el conjunto de la sociedad (Charle, 1996: 27).
La figura del filósofo en el XVIII es tal vez la referencia más evidente para el entorno francés (Traverso, 2013: 14). La Encyclopédie lo define por comparación al resto: «Les autres hommes sont emportés par leurs passions, sans que les actions qu’ils font soient précédées de la réflexion: ce sont des hommes qui marchent dans les ténèbres; au lieu que le philosophe dans ses passions mêmes, n’agit qu’après la réflexion: il marche la nuit, mais il est précédé d’un flambeau» (Encyclopédie ou Dictionnaire raisonné des sciences..., XII: 509).1 Philipp Blom supone que las de la Encyclopédie son palabras de Diderot, porque existe una idea complementaria en sus escritos. Cita, traducido, un fragmento de las Obras del filósofo: «Wandering in a vast forest at night, I have only a faint light to guide me. A stranger appears and says to me: “My friend, you should blow out your candle in order to find your way more clearly”. This stranger is a theologian» (Blom, 2004: 79). El filósofo, sin embargo, por amor a la sociedad a la que pertenece, son palabras también de la Encyclopédie, quiere desligarse por completo de la religión y actuar como avanzadilla de la humanidad movido únicamente por la justicia y la objetividad de la razón laica, que aspira a ser universal, como ha explicado con detalle el propio Blom en Wicked Company (2010). Es precisamente la razón la que le ha permitido neutralizar las pasiones, a diferencia de sus congéneres, y por eso puede guiarlos hacia una sociedad objetivamente mejor. El filósofo aúna epistemología, moral y compromiso social, lo que lo sitúa, curiosamente, al margen, por encima o por delante, de la sociedad a la que pretende guiar desde la oscuridad hacia un destino que él mismo parece desconocer… Deambula de noche por un vasto bosque con la sola ayuda de una luz tenue.
Wolf Lepenies (1969, 2007) es otro de los autores que le ha buscado precedentes al intelectual moderno. Lanzó una teoría muy sugerente que los relacionaba con la melancolía y la utopía, y la rastreó hasta los inicios de la modernidad. Melancolía, nostalgia de un lugar incierto; utopía, anhelo de otro lugar no menos incierto. El hombre de letras, desubicado y descontento, intenta crear un mundo alternativo, ordenado y justo. Lepenies desarrolla esta idea en el marco de su teoría sobre las tres culturas (1985): ciencias, letras y ciencias sociales como disciplina intermedia.2 Me interesa el tratamiento histórico que hace de las dos primeras, o mejor dicho de sus representantes: los científicos y los letrados, a los que define como «hombres de buena conciencia» y «hombres que piensan demasiado», respectivamente (2007). Ambas figuras las encarna desde los albores de la modernidad el Homo sapiens europeaus, que Carlo Linneo identifica en su Systema naturae (1735-1758) como variante superior del Homo sapiens, y lo define como levis, argutus e inventor (ágil, elocuente e inventivo).
Lepenies (2007) recurre a la teoría de los humores para distinguir estas dos variantes. El científico sería el tipo sanguíneo, que es seguro y agresivo, y quiere convencer, convertir y conquistar el mundo porque cree estar capacitado y legitimado para hacerlo sin que ello le genere conflicto moral alguno. Su figuración literaria es Fortimbrás, príncipe de Noruega en Hamlet, un hombre de acción que ofrece un futuro esperanzador para Dinamarca al final de la obra. Frente a este, descubrimos al hombre de letras. Atrapado en el pensamiento abstracto y asaltado por las dudas, encontraría en el propio Hamlet su primera gran plasmación literaria.
Hamlet representa el prototipo de homo sapiens europaeus intellectualis, inclinado irremediablemente a la reflexión y, por ello, a la tristeza, la desazón ante un mundo que considera desordenado e injusto. Este es el modelo del que derivaría el intelectual moderno. Valéry reuniría melancolía e intelectualidad en las palabras: «malheureux qui pensent», porque la felicidad es irreflexiva.3 El propio autor francés en «Propos sur l’intelligence» (1925) ya se había burlado de la especie del intelectual: «Cette espèce […] se plaint; donc elle existe» (OEuvres I: 1051).
No es de extrañar que el melancólico homo europaeus intellectualis tenga otro de sus prototipos en los utopistas del siglo XVII, entre ellos Robert Burton, autor de The Anatomy of Melancholy (1621-1651), donde, tras innumerables textos introductorios, nos ofrece una utopía, una sociedad casi militar, a decir verdad, cabalmente ordenada y en la que estaría prohibida la melancolía. El utopista es un creador de mundos alternativos, perfectos y felices, regidos por ideas de verdad, orden y justicia, que le sirven para ahuyentar la tristeza que le ocasiona el desorden que percibe en el mundo circundante, en la sociedad en la que se integra.
La melancolía, que se acentúa en el Renacimiento/ Barroco, la época en que Lepenies inicia su rastreo, era, sin embargo, una afección bien conocida desde la Antigüedad. La palabra que la nombra viene, al fin y al cabo, del griego, melaines koles, «negra bilis», en referencia al exceso de ese determinado humor en el organismo y a los desórdenes que provocaba en el individuo que lo padecía. El primer pasaje amplio sobre el tema se le atribuye a Aristóteles. Es el número 30 de sus Problemata, y el apartado dedicado a la melancolía, el primero, es el más extenso del volumen. De ahí surgirán no pocas de las citas y lugares comunes que encontraremos en textos posteriores.4
Agamben, en Stanze (1977), rastreó la relación entre melancolía y acedia en la Edad Media. La acedia parecía remitir, a su vez, a la pereza, debido a la similitud entre ambas disposiciones, pero la variación era esencial y estaba explicada ya por la teología medieval. En la Summa Theologica (parte II-IIae, cuestión 35) Santo Tomás glosa la patrística para definir la acedia como una suerte de tristeza. Tristeza, puntualiza Agamben, «guardi ai beni spirituali essenziali dell’uomo, cioè alla particolare dignità spirituale che gli è stata conferita da Dio» (1977: 10). El ser humano es una criatura excepcional, por poseer alma y ser la favorita del creador. La acedia se apodera de él al frustrarse su deseo de ver a Dios, un mal que le genera desesperación y un abatimiento similar, pero no equivalente, a la pereza:
È questo disperato sprofondare nell’abisso che si spalanca fra il desiderio e il suo inafferrabile oggetto che l’iconografia medioevale ha fissato nel tipo dell’acedia, rappresentata come una donna che lascia desolatamente cadere a terra lo sguardo abbandona il capo al sostegno della mano, o come un borghese o un religioso che affida il proprio sconforto al cuscino che il diavolo gli porge (Agamben, 1977: 12).
Se trataba en realidad de la parálisis del ánimo ante una situación sin salida. Sin embargo, a la acedia no le correspondía únicamente una consideración negativa, porque esta postración era causa y consecuencia de una búsqueda incansable motivada por el deseo insatisfecho. La acedia era en realidad una tristitia salutifera, un estímulo del alma, virtuosa en tanto en cuanto busca a Dios, aunque no lo encuentre. Es muy probable, piensa Agamben, que el descubrimiento en la patrística de esa doble polaridad de la acedia terminara siendo transferida a la melancolía, y contribuyera a preparar el terreno para la revalorización renacentista del temperamento atrabiliario.
La melancolía, sometida a un proceso gradual de moralización, se convertirá en heredera laica de la tristeza claustral del acidioso. El melancólico hombre de letras del que nos habla Lepenies sería el sucesor secular del monje que anhelaba un orden superior. Ni el acidioso ni el melancólico mostraban pereza o carencia de deseo, sino la desesperación ensimismada del que se sabe incapaz de alcanzar lo que busca.
Muchos siglos antes, Aristóteles, como señalé más arriba, ya se había preguntado por qué precisamente este temperamento era el más frecuente entre los grandes poetas, filósofos, artistas e incluso políticos. Se lo preguntaba sin llegar a ofrecer una respuesta concluyente, como sucede a menudo en los Problemata, un volumen de autoría discutible. En la Florencia de Lorenzo el Magnífico, el cenáculo de Marsilio Ficino retoma la indagación del estagirita. En Theologia platonica de animarum immortalitate (1482), y especialmente De vita libri tres (1489), Ficino, que se incluye a sí mismo entre los melancólicos, explicó su propensión al recogimiento y al conocimiento contemplativo, al furor de conocimiento, que comparte con el religioso aquejado de acedia, abundando en su relación entre los dos tipos y en su doble polaridad negativo-positiva.
A nivel astrológico, el signo del melancólico estaba claro, y el propio Ficino lo certifica en De vita libri tres: Saturno con ascendente en Acuario.5 La melancolía, como había sucedido con la acedia, atenúa su condición de «complexión pésima» precisamente por el ejercicio reflexivo elevado al que se entregan los atrabiliarios, y su planeta, Saturno, hasta entonces el más pernicioso, empieza también a ennoblecerse. El melancólico, decía Ficino, posee la cualidad de la tierra, que no se dispersa como los demás elementos, sino que se concentra estrechamente en sí misma, y al mismo tiempo busca la trascendencia. Tal es también, o al menos así se pensaba, la naturaleza de Saturno, el planeta más alto y alejado, y también el más denso, en virtud de cuyo influjo, los espíritus, recogiéndose en sí mismos, se concentran en penetrar el centro de las cosas. El dios caníbal y castrador, cojo y portador de su guadaña, se convertía en el signo bajo cuyo dominio encontraba su lugar la más noble especie de los hombres, la de los filósofos, los artistas y los religiosos contemplativos, ocupados en desentrañar los más oscuros misterios. Porque Cronos es un dios de extremos. Es el señor de la edad de oro, pero también es el dios triste, destronado por Zeus y ultrajado; engendra multitud de hijos a los que devora, y termina condenado a la esterilidad; es un monstruo burlado por una astucia de Rea, pero es también un dios viejo y sabio, venerado como suprema inteligencia.
Al fin y al cabo, la relación no es tan peregrina. Saturno poseyó la visión directa del empíreo y gobernó entre los dioses tras alejar a Urano, su padre, y fue después desplazado, vencido, a su vez, por su hijo Júpiter. Saturno soberano de los dioses, Saturno exiliado. Saturno como viejo nostálgico de su anterior visión, convertido en un miserable que devora a sus criaturas. Saturno como el más contradictorio de los dioses. Saturno es el sol negro, el de la melancolía, tal y como reza un verso de Les Chimères, de Nerval, que dará título a un volumen de Julia Kristeva: Soleil noir (1987), sobre melancolía y depresión, ya en la línea psicoanalítica que identifica la melancolía con una grave enfermedad mental al menos desde Freud.
Especialmente en un conocido ensayo publicado en la Internationale Zeitschrift für Psychoanalyse (vol. IV, 1917): «Duelo y melancolía». La melancolía, que reúne rasgos similares a los del narcisismo y el luto, no permite al sujeto lidiar con la pérdida, con la distancia, con el alejamiento de lo que desea, y termina refugiado en sí mismo. Son estos los elementos que habían definido tradicionalmente al melancólico: la imposibilidad de capturar el objeto de deseo y el retraimiento contemplativo. Según Freud, que se centra en lo amoroso, el problema del melancólico consiste en que su identificación con el objeto amado, o con una imagen idealizada de este, es tan estrecha que no es capaz de transferir su libido hacia otro objeto una vez que ha perdido o extraviado el original. Se había identificado tan profundamente con él que, una vez desaparecido, se retrae en su propio yo. De ahí que el melancólico, cuando creía poseer el objeto amado tratara de fagocitarlo, asimilarlo por completo a sí mismo, nos explica Freud. Cuando se vea privado de él, en cambio, el sujeto perderá por completo el apetito.6 Esa identificación entre el yo y el objeto hace imposible determinar cuál es exactamente la pérdida. Perder al otro implica también perderse a uno mismo, advertirá Butler (2004: 20-22) en su glosa del texto de Freud, porque lo que se modifica es la relación, el nudo («the tie»), que unía a ambas personas.
Una de las claves del humor atrabiliario, y de ahí su estrecha relación con Saturno, era precisamente la confusa separación de una realidad que entendíamos como superior a nosotros mismos, y de ahí parte precisamente el planteamiento psicoanalítico. Como explicó Starobinski, la melancolía es écart (2012: 172), esto es, distancia o diferencia. Separación interpretada como exilio, como el exilio al que el alma había sido condenada, como el exilio de Saturno, y que genera un proceso nostálgico movido por el deseo de volver a la situación inicial, basada en el recuerdo, la huella o el fantasma de un pasado más feliz, aunque sea difícilmente identificable.
Para los cristianos, la melancolía habría nacido, de hecho, justo en el momento en que Adán mordió la manzana. Esa sería, al menos, la idea de Hildegarda de Bingen, una de las religiosas más relevantes de la baja Edad Media, vertida en Causae et Curae. Quignard, en La Nuit sexuelle (2007), la glosa literariamente:
À l’instant de la désobéissance d’Adam, la mélancolie s’est coagulée. Elle est apparue à cet instant comme une obscurité soudaine. À l’instant même où il mordit la peau de la pomme, la belle couleur du sang du premier homme s’est assombrie […] La lumière s’est éteinte dans le premier homme, notre père. Tandis que la mélancolie se coagula dans son sang, la peur s’éleva en lui et introduisit une gêne dans sa vue, source de la tristesse qui fait désormais la part essentielle de son âme (Quignard, 2007: 51).
Para reforzar esta sensación de pérdida entre los cristianos, Agamben añade otra explicación en Il regno e la gloria (2007), donde nos habla de la economía teológica establecida en la Alta Edad Media en torno a la Trinidad. Dios, Jesucristo y el Espíritu Santo. Si eran de naturaleza sustancialmente distinta, parecía abrirse de nuevo la puerta a la herejía politeísta. El terror cundió entre los teólogos y autores como Tertuliano, Hipólito o Ireneo ensayaron una curiosa solución al problema utilizando la palabra griega oikonomia, es decir, la administración del oikos, de la casa. Dios habría encomendado a su hijo la tutela de su creación, la casa de los hombres, sin perder por ello su unidad. Dios se había encarnado en él para gestionar la salvación y la redención humanas. Cristo devenía así economista. La estrategia era peligrosa, advierte Agamben, porque dividía teoría y praxis: ontología, el ser de Dios, y administración específica del mundo de acuerdo con semejante esencia, que se había, además, ausentado.
Este sentimiento de pérdida se agudiza en el Barroco, que es desde donde partía Lepenies en su rastreo de huellas del intelectual moderno. The Anatomy of Melancholy reúne no pocas claves. Esta suerte de enciclopedia prolija y algo caótica la firma «Demócrito júnior», el propio Burton, que se acoge a la figura del filósofo atomista de Abdera (otro de los pensadores a los que Ficino recurría para glosar el término melancolía en De vita libri tres). Demócrito preside el frontispicio del volumen, formado por diez grabados de Christian Le Blon que rodean el título, y están presentes desde la cuarta edición de la obra, de 1632. Burton, bachiller de Oxford, y monje académico, aparece en la base. A los lados, los tipos habitualmente relacionados con la melancolía: el enamorado, el hipocondríaco, el supersticioso (un monje acidioso, en realidad) y el maníaco. También vemos a los animales asociados a ella: la cigüeña y el ciervo, y las plantas que, supuestamente, la sanaban: la borraja y el eléboro.
Burton añade una glosa en verso, en la que describe así la figura de Demócrito:
Old Democritus under a tree,
Sits on a stone with book on knee;
About him hang there many features,
Of Cats, Dogs and such like creatures,
Of which he makes anatomy,
The seat of black choler to see.
Over his head appears the sky,
And Saturn Lord of melancholy.7
Sentado bajo un árbol, con un libro en las manos, y rodeado de cadáveres de animales que disecciona en busca del origen de la bilis negra («black choler»). La clave astrológica, el símbolo de Saturno, que está en la parte superior de la imagen, representa la hoz con la que segó los genitales de Ouranos para terminar su cópula permanente con Gea. El corte permitió que cielo y tierra se alejaran, y el caos y la oscuridad quedaron disueltas. Giorgio Colli, en La nascita della filosofia (1975), definió este corte primigenio como arjé, primer principio, porque permitió que la luz luciera sobre la tierra e hizo posible el principio de individuación, pero también aisló los dos órdenes, cielo y tierra, en una muestra más de la idea de separación que atormenta al melancólico.
Los abderitas, preocupados por la salud de Demócrito, que vivía apartado de sus conciudadanos, avisaron a Hipócrates, y a través de las cartas apócrifas que nos transmite su Corpus médico averiguamos su diagnóstico. Su risa y su soledad podían ser síntoma de locura, para la que el mismo Demócrito buscaba remedio, pero había un segundo factor, además de la demencia o el desorden humoral. Se aisló de su ciudad por un ejercicio de disenso, defraudado por el vicio y la corrupción humanas.
En la carta 17 de Hipócrates, dirigida a Damágeto, se narra el encuentro. Demócrito, un hombre sabio retirado del mundo, lee, estudia y analiza entrañas de animales. Lo hace para descubrir las causas de la locura, fruto del desequilibrio entre los humores, pero también el desorden que reina en su ciudad. Su soledad es, por tanto, estudiosa, pero presenta una clave nueva que relaciona al melancólico también con la preocupación social. En cuanto a su risa, es precisamente la locura universal, el absurdo de la conducta humana, la que la provoca.
Los locos, concluye Hipócrates, son los abderitas. Demócrito se preocupa por conocer y localizar la causa de la locura más allá de la opinión común, a la que se acogen los habitantes de Abdera en su juicio del filósofo. La tarea de Demócrito no solo consiste en conocer las causas biológicas de la sinrazón, sino también en oponerle un comportamiento ético: la fuerza del alma, para controlar e imponer límites a los deseos. La locura, el desequilibrio, puede ser una cuestión corporal; la salud es anímica. El médico y el filósofo se conjugan en su figura, hasta el punto de que Hipócrates, al escucharlo, deviene paciente y discípulo.
Burton se acoge también a su figura y ríe como un melancólico, mientras anuncia en su Satyricall Preface la imagen utópica de un mundo bien organizado donde la locura y la tristeza estarían prohibidas. Son la melancolía y la contemplación las que provocan la risa ante un mundo cargado de vicios y ridiculeces, y el anhelo de un orden perfecto. Sátira, de por sí un género desordenado y solo gobernado por el humor, ¿el humor negro como la bilis que atormenta al melancólico? Sátira, aclara Quignard en Albucius (1990), proviene de satura, un plato típico latino que mezclaba muchos ingredientes. El melancólico, cuando usa la sátira, mezcla burlas y veras, y se excusa en la fatalidad de su propia constitución humoral, que tiene incluso explicación astrológica: Saturno. El literato toma distancia de la sociedad, pero vuelve sobre ella para fustigarla, adoptando la figura del loco-sabio, sombrío y brillante, irresponsable de sus actos, por estar sometido médica y astrológicamente a su signo desencantado, y capaz de desnudar con humor clínico los problemas del mundo.
Les mots sur les choses : el lenguaje remplaza la realidad
Para abundar en la eclosión de la melancolía ligada al letrado a partir del siglo XVI, podemos aducir un volumen de Walter Benjamin: El origen del drama barroco alemán (redactado en 1925), en el que le dedica un largo y descriptivo apartado al conocido grabado de Albrecht Dürer: Melencolia I (1514), que nos muestra a una figura andrógina que no parece prestar atención a la realidad circundante (similar a la mujer desatenta que solía servir como representación de la acedia, como nos decía Agamben [1977]).8 El melancólico era descrito a menudo como un hombre anclado en la tierra, pero colmado de aspiraciones contemplativas. Una figura que perseguía sombras, recuerdos desdibujados, una fantasmagoría que se reflejaba con más fuerza sobre el fondo oscuro del humor melancólico, la bilis negra, depositada en el cerebro. Se suponía que este desorden humoral lo llenaba de un pesado humor frío y seco, que se relacionaba con la pereza y la tristeza. Su búsqueda de trascendencia lo convertía al mismo tiempo en un ávido rastreador de satisfacciones materiales, que tampoco eran suficientes, de ahí su extremada lujuria (el enamorado aquejado de amor hereos), su tacañería o su avaricia.
Cuando Benjamin retome el tema de la melancolía en El libro de los pasajes (1927-1940), nos hablará del «alegórico», una figuración del melancólico hombre barroco. El alegórico está convencido de que el mundo es el reflejo arruinado de una realidad superior regida por valores universales, e intenta averiguar, iluminar, sin éxito, el significado que se esconde detrás del espectáculo de los sentidos.
El Konvolut H Benjamin lo dedica a la figura del coleccionista, y en H 4 a, 1 lo compara con el alegórico:
Quizá se pueda delimitar así el motivo más oculto del coleccionismo: emprende la lucha contra la dispersión. Al gran coleccionista le conmueven de un modo enteramente originario la confusión y la dispersión en que se encuentran las cosas en el mundo. Este mismo espectáculo fue el que tanto ocupó a los hombres del Barroco; en particular, la imagen del mundo alegórico no se explica sin el impacto turbador de ese espectáculo. El alegórico constituye por decirlo así el polo opuesto del coleccionista. Ha renunciado a iluminar las cosas mediante la investigación de lo que les sea afín o les pertenezca. Las desprende de su entorno, dejando desde el principio a su melancolía iluminar su significado. El coleccionista, por el contrario, junta lo que encaja entre sí; puede de este modo llegar a una enseñanza de las cosas mediante sus afinidades o mediante su sucesión en el tiempo. No por ello deja de haber en el fondo de todo coleccionista un alegórico, y en el fondo de todo alegórico un coleccionista, siendo esto más importante que todo lo que los separa. En lo que toca al coleccionista, su colección jamás está completa; y aunque solo le faltase una pieza, todo lo coleccionado seguiría siendo por eso fragmento, como desde el principio lo son las cosas para la alegoría. Por otro lado, precisamente el alegórico, para quien las cosas solo representan las entradas de un secreto diccionario que dará a conocer sus significados al iniciado, jamás tendrá suficientes cosas, pues ninguna de ellas puede representar a las otras en la medida en que ninguna reflexión puede prever el significado que la melancolía será capaz de reivindicar en cada una (2005: 229).
El coleccionista y el alegórico parten de la misma base; o, mejor dicho, de una base análoga: «la lucha contra la dispersión». Al gran coleccionista le conmueve la confusión y la diseminación en que se encuentra su mundo, el del XIX. Un mundo fundado no en la dignidad individual de los objetos, su valor de uso, sino en su valor de cambio. El melancólico hombre barroco, el alegórico, tampoco puede ser comprendido al margen del «impacto turbador de ese espectáculo». Benjamin recurre aquí, no por casualidad, a Schauspiel, término teatral que refuerza la sensación barroca de vacuidad del mundo.
La reacción inicial de uno y otro difiere. El alegórico ocupa el «polo opuesto» al del coleccionista. El primero quiere averiguar el significado que se esconde detrás del espectáculo de los sentidos, convencido de que el mundo es solo la ruina de un orden trascendente. La maniobra del coleccionista es muy otra, ya que no pretende desvelar el significado del mundo, sino recombinar lo que tiene ante sus ojos: «encaja lo que encaja entre sí» con el fin de generar nuevas relaciones. El coleccionista no intenta revelar una verdad oculta, sino establecer un nuevo sentido gracias a la ordenación de los objetos de acuerdo con sus afinidades, y no con su posición en el mercado. Presentan ambos, por lo tanto, dos acercamientos diferentes a un mundo arruinado, engañoso y vacuo: al mundo barroco, en el que la naturaleza ha devenido opaca, y a la sociedad capitalista del siglo XIX, que, como nos explica Buck-Morss (1989), utiliza imágenes naturales para disimular la falta de integridad de sus productos.
Ahora bien, las diferencias entre el alegórico y el coleccionista se disimulan desde el momento en que ninguno de los dos puede completar su obra. Aislados o reunidos, los fragmentos siguen siendo fragmentos; siguen estando huecos, carentes de verdadero significado. El alegórico intenta descifrar la realidad, encontrar su sentido original; el coleccionista trata de crearlo con un nuevo orden. Ninguno de los dos puede agotar el proceso. El coleccionista no puede completar la cadena de significado que ha empezado a construir, mientras que el alegórico encuentra la indefinición en la base misma de su labor, por no poder anclarla a ningún índice cierto y estable.
Benjamin recurre a metáforas asociadas a la lectura y la escritura. Las cosas representan para el alegórico entradas de un «diccionario secreto» que solo darán a conocer su significado a los iniciados. No hay un significado estable en la base desde el que acceder a la iluminación; el sujeto melancólico otorgará significados diversos y estos multiplicarán los del conjunto. No es posible descifrar el mundo, ni es posible (re)construir su significado. La labor es inestable en su inicio para el alegórico, pues remite a una escritura original ya inaccesible. Para el coleccionista, la tarea es inacabable, ya que los fragmentos y su interpretación pueden añadirse infinitamente a modo de glosas. El alegórico y el coleccionista están abocados a un proceso interminable en busca de significado.
Este fragmento resulta enigmático para el lector, que puede encontrar, sin embargo, en el sintagma «diccionario secreto» el hilo que le permita salir del laberinto. La filosofía moderna comienza cuando la base generalmente aceptada sobre la que el mundo es interpretado deja de ser una deidad, o una causa primera, cuyo patrón o modelo ha sido impreso en el universo y es legible o descifrable para el individuo. El cambio está ligado al declinar de la visión teológica del mundo, según la cual el lenguaje era considerado la denominación divina de la naturaleza. El objeto o bien era bautizado por Dios o bien su nombre derivaba del platónico reino de las esencias, universalia ante res (los universales preceden a las cosas). A partir de cierto momento, sin embargo, nada de lo que pueda ser dicho por medio del lenguaje podrá identificar que lo que está más allá del lenguaje sea idénticamente reflejado por o en el lenguaje.
Con un año de diferencia se publicaron dos libros de Foucault y Derrida que abordaron este problema: Les Mots et les choses (1966) y De la grammatologie (1967). Ambos dedican los primeros capítulos a analizar el mismo fenómeno. El epígrafe que abre el volumen de Derrida: «La fin du livre et le commencement de l’écriture», sintetiza el proceso. Ambos lo sitúan en la «época clásica» (según la periodización francesa), el tiempo aproximado en el que reconoce Benjamin la figura del alegórico, y proponen dos fenómenos entrelazados, uno relacionado con la escritura, y otro ligado a la evolución, o mejor dicho la progresiva interiorización, de la subjetividad, que produce un cambio decisivo en la concepción de la verdad, que pasa de ser hilemórfica a ser representacional, como explicaron Richard Rorty (Philosophy and the Mirror of Nature, 1979) y Charles Taylor (Sources of the Self, 1989).
El hombre barroco, el alegórico, se relaciona con un diccionario secreto, dice Benjamin, deslizando un sintagma cargado de significados complejos. El mundo de las cosas hasta el siglo XVI estaba regido por una «vaste syntaxe», según la afortunada expresión de Foucault, en la que todo estaba relacionado por convenientia, aemulatio, analogía y simpatía. Todo estaba conectado en una compleja red que no dejaba lugar al temido vacío. La epistemología medieval establecía una cadena, una red inagotable que recubría el mundo de similitudes que a su vez creaban otras similitudes (el paralelo textual eran las monótonas Summas, adiciones infinitas motivadas por el horror vacui).
En esa ordenación visible que no dejaba resquicio alguno, subyacía la escritura de Dios, que previamente había firmado el mundo; descifrarlas implicaba descubrir la relación entre lo visible (el orden de las cosas) y lo que este ocultaba (la realidad superior a la que remitía y con la que se correspondía). Porque la naturaleza poslapsaria, desde el momento en que Adán mordió la manzana, solo se presentaba directamente ante los ojos del hombre como vestigio de una imagen desleída por la culpa.9 El rostro del mundo estaba, en todo caso, cubierto de esas huellas trascendentes: «de blasons, de chiffres, de mots obscures, de hiéroglyphes» (1966: 42), de un lenguaje divino que «zumba» (bruisse, escribe Foucault), como las abejas, y había que averiguar a qué remitía. El orden del mundo era el reverso sensible de una realidad más profunda, una escritura divina, cada vez más difícil de descifrar, de la que ya estábamos separados.
Sous sa forme première, quand il fut donné aux hommes par Dieu lui-même, le langage était un signe de choses absolument certain et transparent, parce qu’il leur ressemblait. Les nommes étaient déposés sur ce qu’ils désignaient, comme la force est écrite dans le corps du lion, la royauté dans le regard de l’aigle, comme l’influence des planètes est marquée sur le front des hommes: par la forme de la similitude. Cette transparence fut détruite à Babel pour la punition des hommes. Les langues ne furent séparées les unes des autres et ne devinrent incompatibles que dans la mesure où fut effacée d’abord cette ressemblance aux choses qui avait été la première raison d´être du langage (Foucault, 1966: 51).
Hablamos las lenguas sobre la base de esa similitud extraviada. La escritura inicial, la «escritura buena», el lenguaje de Dios inscrito en el mundo, se diseminó. Derrida distingue esta escritura, la del logos infinito de Dios inscrito por Dios mismo en la naturaleza, de otra derivada, «mala» (mauvaise), sensible, que se desarrolla en el espacio, y no revela instantáneamente su sentido. Es mediación de la mediación, signo del sonido que leía la escritura original.
El privilegio del logos, de la escritura buena (en realidad, una ficción que ambos autores deconstruyen), consistía en ser signo que significa una realidad, una verdad estable, eternamente dicha y pensada en la proximidad de un logos presente (Derrida, 1967: 27). Poco a poco (Derrida lo ilustra con una serie de citas), esta escritura o libro divino inscrito en el mundo devino crecientemente enigmática, inexplicable. Solo podía ser leída por inteligencias superiores a la humana, o por iniciados (de ahí que Benjamin hablara precisamente de un diccionario secreto para los iniciados). En el mundo estaba inscrito el ser, pero el hombre solo en ocasiones escuchaba confusas palabras aisladas de la lengua de Dios. La realidad devenía manuscrito inaccesible a la lectura consciente.
La naturaleza se había convertido, pues, en un inmenso vestigio infinitamente organizable. No era posible para los lenguajes humanos descifrar el lenguaje divino inscrito en ella, a causa de la culpa, o las culpas, en que habían incurrido los hombres, pero, al menos, ese vestigio era trasparente a sus ojos, que incluso podían intuir la existencia de esa misteriosa y original escritura. Fue entonces, en el momento en que el mundo comenzó a volverse opaco e indescifrable, en el que dejó de ser legible como libro, cuando surgió la necesidad de rescribirlo en clave humana. Foucault nos habla de los proyectos enciclopédicos del entresiglo XVI-XVII. El lenguaje, o mejor, la escritura mauvaise, como forma de reconstruir el orden del mundo: no se trata de reflejar lo que sabemos mediante el lenguaje, sino de «reconstituer par l’enchaînement des mots et par leur disposition dans l’espace l’ordre même du monde» (Foucault, 1966: 53). La Enciclopedia y la Biblioteca permitirán disponer los textos escritos de acuerdo con las relaciones de vecindad, parentesco o subordinación que prescribía el mundo mismo. Es decir, reproducir textualmente el mundo.
El lenguaje asume el lugar de las cosas, y la escritura (la «mala») deviene absoluta. La escritura «buena», como explicará también Derrida, habría precedido a la voz, pues Dios escribió en la naturaleza los nombres que Adán todavía pudo reconocer y pronunciar en voz alta. La escritura secundaria sustituye a la voz y al propio mundo. Mirar es leer, leer es mirar, es la inversión que se opera, según señaló también Curtius (1948), inmerso en una investigación sobre la idea del mundo como superficie legible. Curtius estableció el trayecto metafórico desde la legibilidad del mundo hasta su escritura. Si el mundo era un libro en el que antaño leíamos, los libros que leemos terminarán siendo el mundo, el mundo real será remplazado por el mundo escrito, y organizado, este último, en la biblioteca como un mundo particular.
En algún momento, ambos mundos se dividen inevitablemente: por un lado, los libros; por otro lado, la realidad. La escritura deviene un repositorio autorreferencial. De acuerdo con Blumenberg: «lo escrito pasó a ocupar el lugar de la realidad, con la función de hacerla superflua en cuanto algo definitivamente rubricado y asegurado» (2000: 19). Si basta con leer el mundo en los libros, el hombre dejará de leer en el mundo. Lo que sabemos del mundo es en última instancia lo que se ha escrito sobre él, primero por Dios y después por los seres humanos: mirar, leer, interpretar, glosar. El conocimiento se erige en una serie de (re)lecturas, de (re)interpretaciones, que son continuas adiciones al conocimiento. Conocer un objeto, un elemento natural, será conocer la historia completa, escrita, de ese objeto o elemento. Y toda escritura es susceptible de interpretación futura, luego la verdad es un proceso infinito que debe incluir todas las interpretaciones del mismo fenómeno.
Tenemos un primer sistema autorreferencial, lingüístico, o más específicamente escritural, a cuyas determinaciones es imposible escapar. Se establece una separación tajante entre una realidad infinita e inaccesible y el código o los códigos que la fijaron y sustituyeron. La escritura original, exterior, auténtica, infinita, es inaccesible, pese a los intentos del alegórico, melancólico, por descifrar el código divino de la naturaleza, el mensaje divino inscrito en ella. La labor del alegórico, que pretendía leer la escritura original, o acceder a ella, era ilimitada por carecer del código inicial, vital y dinámico, infinito, que iniciaba el proceso. La labor del coleccionista, enciclopedista, también lo será, porque, en su rescritura (mala) del mundo, en la reconfiguración que proyecta, siempre faltará al menos una pieza, un comentario, una interpretación, una glosa. Aquel parte de un texto original primitivo, la escritura de Dios sobre el mundo, que es inaccesible desde el inicio; este trata de rescribir el mundo según su propio orden, que requiere la inclusión de todos los comentarios posibles, tornando la tarea equivalente a la propia duración del mundo. Principio inaccesible, final inalcanzable.
Le langage du XVIème siècle –entendu comme expérience culturelle globale– s’est trouvé pris sans doute dans ce jeu, dans cet interstice entre le Texte premier et l’infini de l’Interprétation. On parle sur fond d’une écriture qui fait corps avec le monde; on parle à l’infini sur elle, et chacun de ses signes devient à son tour écriture pour de nouveaux discours; mais chaque discours s’adresse à cette prime écriture dont il promet et décale en même temps le retour (Foucault, 1966: 56).
Las palabras y las cosas se separan; cada una permanece en un dominio independiente. El discurso literario, la gran tradición, tratará de volver sobre la realidad bruta de las cosas, aunque se encontrará a sí misma apresada en el sistema de su escritura, incapaz de restablecer el contacto con el mundo. Devendrá, según otro melancólico, Schiller (Sobre poesía ingenua y poesía sentimental, 1795), poeta sentimental, y su anhelo imposible será recuperar el contacto ingenuo con la naturaleza. El literato, fundamentalmente el poeta, tratará de operar por medio de alegorías, símbolos y mitos, intentando escapar de la red escrita en la que está atrapado, con el fin de leer, descifrar, de nuevo el mundo, la escritura divina, o bien ontológica de las cosas (tan pronto como renuncie a una concepción teológica del mundo).
La interiorización definitiva de la subjetividad
El segundo problema al que se enfrenta también la modernidad temprana es la progresiva interiorización de la epistemología y la moral. Porque hay un desarrollo de enorme importancia ligado a este proceso, presentado aquí brevemente, de legibilidad y (re)escritura del mundo, que resulta oscuro sin su concurrencia. ¿Por qué pierde el hombre la capacidad de leer el mundo? El desplazamiento del sujeto hacia su interioridad provocó un cambio fundamental en la concepción de la verdad, que pasó de ser hilemórfica a ser representacional.
La naturaleza poslapsaria (aun siendo vestigio de una semejanza perdida, cuya escritura era ya indescifrable) seguía siendo en la Edad Media «transparente» al ojo humano, porque las cosas eran las palabras (si eliminábamos el afecto del alma que sirve de intermediario legítimo). Voz, alma y cosa significada, de acuerdo con Aristóteles y con la teología medieval, que determina que la res es creada a partir de su eidos, de su sentido pensado por el logos o entendimiento infinito de Dios. La ruina, el vestigio natural, todavía podía ser comprendido como totalidad por medio de las diferentes estrategias que nos muestra Foucault en Les Mots et les choses. Una red de «vestigios» cubría el mundo sin dejar resquicio e imperaba todavía una concepción hilemórfica de la verdad que permitía al ojo humano hacerse uno con el objeto contemplado, aunque no remitiera este ya directamente a su realidad divina original.
Como explica Rorty (1979), el «momento cartesiano» (etiqueta que se refiere en realidad a buena parte de la filosofía del XVI y el XVII) establece el paso a una concepción representacional de la verdad. La concepción hilemórfica, que encontramos en Aristóteles y todavía en Santo Tomás de Aquino, confiaba en la relación entre el sujeto y el objeto, y por lo tanto en la idea que representaba a este último. Conocer un objeto no implicaba representarlo, sino hacerse idéntico a él: el conocimiento del objeto era idéntico al objeto. La retina se convertía en todas las cosas, aunque no adoptara la forma de ninguna de ellas. Era el modelo para el entendimiento. La propuesta moderna es, en cambio, representacional, esto es, la relación no se establece entre sujeto y objeto, sino entre sujeto y proposición, derivada de la representación mental del objeto.
El cambio de modelo fue el resultado de un largo proceso de interiorización que condujo a la invención de la mente en sentido moderno y a la imposibilidad progresiva de garantizar su contacto con el exterior. Proceso análogo, en fin, al de la escritura derivada que termina suplantando al mundo en su empeño por representarlo. Dos esferas diferenciadas en Descartes: res cogitans y res extensa, y un «lugar» para cada una de ellas: interioridad y exterioridad. La mente se establece como tribunal complejo y completo, ojo interior ante el que desfilan las sensaciones corporales y perceptivas, las verdades matemáticas, las reglas morales, la idea de Dios, los estados de ánimo… cualquiera de los elementos, en fin, que actualmente consideramos mentales, todavía atrapados en la concepción cartesiana.
La mente moderna opera, pues, con las representaciones de la experiencia que son examinadas por el ojo interior con la esperanza de que sean testimonios fieles de la realidad, de ahí que la melancolía como sentimiento de separación se agudice entonces. Descartes señala además en las Méditations métaphysiques (1641) que se puede dudar de la res extensa, pero no de la res cogitans, ya que la mente se conoce muy bien a sí misma, por cercanía, pero no lo que es exterior a ella. La certeza se basa, pues, en esta idea: la verdad está en la mente, en el interior del sujeto humano. Ahora bien, ¿qué sucedería si –como temía el propio Descartes– el espejo interior no fuera tal, sino un velo? ¿Qué consecuencias tendría fiarse de la representación del escenario mental y cuestionar o dudar de lo que es ajeno a ella? ¿Qué pasaría, en fin, si el Dios garante de la correspondencia interior / exterior fuera en realidad el «genio maligno» (malin génie) del que hablan las propias Méditations? El problema que se desarrolla a partir de entonces es el de la fiabilidad de nuestras representaciones interiores, que tiene para Descartes un aspecto positivo como fundamento de la existencia humana: puedo llegar a dudar incluso de la veracidad de mis representaciones, de mi pensamiento, al fin y al cabo, pero no de mi existencia como ser que duda.
En todo caso, si el espejo está en la mente del ser humano, su imagen siempre será un reflejo, no necesariamente fiel, por grande que sea la confianza de Descartes en ese Dios que garantiza la relación fidedigna entre ambas esferas. No debe extrañarnos, por tanto, que entre en crisis precisamente en esa época la noción del libro de la naturaleza. En el libro los sujetos podían leer el mundo, exterior a ellos, y también garantizado por realidades, signos, sembrados por una entidad trascendente. Casi podríamos decir, por tanto, que los siglos XVI y XVII cierran el libro de la naturaleza escrito por una mano divina y, además de sustituirlo por la escritura humana, desarrollan la obsesión por el espejo de la mente. El cambio de paradigma parece alejar al ser humano de la exterioridad, y de cualquier supuesto orden que la trascienda.
El modelo representacional moderno nace viciado. Encontramos diversas señales al respecto en los grandes escritores de finales del siglo XVI y principios del XVII, obsesionados por la idea del engaño y el desengaño. Rorty (1979: 42 y ss.) se centra en una obra de Shakespeare, Measure for Measure, para señalar que el dramaturgo isabelino atacaba desde casi su inicio la concepción representacional de la verdad, la capacidad del sujeto para representar con un mínimo de fidelidad el mundo exterior. El texto, previo a la teorización de Descartes, nos proporciona una idea impagable de sus limitaciones. «Glassy essence» se titula, de hecho, la primera parte del volumen de Rorty, en homenaje a estos versos de la comedia de Shakespeare:
…But man, proud man,
Dressed in a little brief authority,
Most ignorant of what he’s most assured-
His glassy essence- like an angry ape,
Plays such fantastic tricks before high Heaven
As make the angels weep –who, with our spleens,
Would all laugh themselves mortal
(Measure for Measure, II, ii, vv. 117-123)
Isabela presenta al hombre, en esta pieza compuesta en 1603 o 1604, como un ignorante simio furioso (angry ape) que se enorgullece de su esencia de vidrio (glassy essence). Esta esencia de vidrio es, aclara Rorty, la mente del hombre tal y como la entiende Francis Bacon, que es muy diferente de la naturaleza de un cristal claro y uniforme en el que se reflejan los rayos de las cosas según su verdadera incidencia. Se trata más bien de un espejo encantado lleno de superstición e impostura.10 Esta idea, recogida en un volumen de 1605 (año especialmente significativo para los hispanistas), expresa una división dentro de nosotros mismos que se dejó sentir mucho antes de que Descartes formulara la parcelación dualista entre res cogitans y res extensa.
También en Cervantes la mente es una esencia vidriosa que devuelve una imagen deformada y deformante. Son los riesgos del relativismo epistemológico introducido por la concepción representacional. Don Quijote es un magnífico ejemplo, por lo extremo, de los devaneos de la mente humana a la hora de traducir lo que sucede en la res extensa, y los perversos encantadores que trastornan su visión del mundo bien podrían representar, avant la lettre, al cartesiano malin génie. Américo Castro, en El pensamiento de Cervantes (1925), explicaba el cambio renacentista en la concepción de la verdad: «como es sabido, lo central del pensamiento renacentista consiste en variar la relación en que, según la Edad Media, se hallaban el sujeto y el objeto; para esta, la mente era una especie de tabla en la cual quedaban impresas las huellas de la realidad; esta y el sujeto se correspondían exactamente» (cito por la edición de 1972: 86). Este cambio de concepción había sido explicado en realidad por Juan Luis Vives en 1531, en De disciplinis libri XX: «cuando decimos que una cosa es o no es, que es de esta o de la otra manera, que tiene tales o cuales propiedades, juzgamos según la sentencia de nuestro ánimo, no según las cosas mismas, porque no es para nosotros la realidad la medida de sí misma, sino nuestro entendimiento» (cit. por Castro, 1972: 86-87).
Castro trae a colación diversos ejemplos, desde el Bembo hasta Erasmo, para confirmar la interiorización de la verdad y el progresivo problema para fijarla. Buena muestra de esta operación de relativismo epistemológico la ofrece Sancho Panza en su encuentro con Tomé Cecial en la segunda parte del Quijote. Quijotizado (asumiendo la teoría de Madariaga, 1972) por la conjetura del encantamiento permanente que él mismo contribuyó a crear y que «no le dejaba dar crédito a la verdad que los ojos estaban mirando» (Don Quijote, II, XV, 746), Sancho no puede ver en la figura del escudero del Caballero de los Espejos, pese a reconocerlo, a su vecino Tomé.11
Los anhelos de purificación
Estos dos cambios, o su consolidación definitiva, nos ayudan a comprender la agudización de la melancolía, entendida como distancia o exilio de un orden estable, sea o no trascendente. Es igualmente importante la propuesta de Descartes para combatir el relativismo epistemológico, porque una concepción individualista y subjetiva de la verdad podía traducirse en un parejo perspectivismo moral. La vía neoestoica era el camino. Neoestoica porque partirá ahora del interior del sujeto. Como explica Taylor,
for the stoics the hegemony of reason was that of a certain vision of the world, because for them the move from the slavery to the passions to the rational self-possession was accounted for entirely in terms of the acquisition of insight into the order of things. The passions are construed as wrong opinions. To be moved by fear and lust is to be enthralled by false views about what is really worth fleeing or possessing (1989: 148).
Es decir, para autores como el estoico Epícteto, y para el mundo heleno en general, incluidos Platón y Aristóteles, la hegemonía de la razón consistía en tener acceso a un orden exterior al sujeto, garante último de la moral. En Platón es el orden cósmico; en Aristóteles, el ordenamiento correcto de los fines que perseguimos, determinado por la phronesis. Las posturas no son coincidentes, pero ambas implican un modelo exterior al que acogerse: el logos óntico al que se refiere Taylor.
Descartes coincide con los antiguos en la necesidad de autocontrolarse, lo que no implica anular las pasiones, sino dominarlas y canalizarlas; esa es la única vía para ver claro en el espejo de la mente, para evitar que se transforme en un cristal encantado que no nos permita leer apropiadamente la res extensa reflejada en él.12 Las sensaciones, las emociones y las pasiones son el punto de unión entre el cuerpo y la mente; es necesario dominarlas o hacer al menos un uso instrumental de ellas:
the new definition of the mastery of reason brings about an internalization of moral sources. When the hegemony of reason comes to be understood as rational control, the power to objectify the body, world, and passions, that is, to assume a thoroughly instrumental stance towards them, then the sources of moral strength can no longer be seen as outside us in a traditional mode –certainly not in the way that they were for Plato, and I believe also for the Stoics, where they reside in a world of order which embodies a Good we cannot but love and admire. Of course, Augustine’s theism remains, which finds our most important source in God. And this was vitally important for Descartes (Taylor, 1989: 151).
La fortaleza moral del sujeto, el control y el uso de sus pasiones, debe brotar del interior, del sentido de mesura que tenga el propio agente racional. Autocontrol, dignidad, autoestima: ética del control sobre las pasiones. La fortaleza, la resolución o la generosidad, virtudes del aristócrataguerrero, se vuelcan ahora al teatro de la vida interior: «This ideal is no longer powered by a vision of order, but is rather powered by a sense of the dignity of the thinking being, generosity is the appropriate emotion. And it is not only appropriate, but essential; it is the motor of virtue» (Taylor, 1989: 154).
La depuración de las pasiones a la que apuntaba Descartes también era en realidad una constante filosófica. En L’Herméneutique du sujet (2001), Foucault localizó esta idea en textos platónicos, concretamente en Alcibíades. Foucault nos habla en realidad de una evolución de la subjetividad, o de la configuración del sujeto, en tres fases: memorística (Platón), meditativa (San Agustín) y metódica (Descartes). La finalidad es en cualquiera de los tres casos la elevación del sujeto en busca de la verdad y el bien, aunque el proceso varíe con el tiempo. Y para ello se revelaría esencial el control o el uso correcto de las pasiones.
Desde el inicio de su estudio, Foucault se basa en dos premisas socráticas: «conócete a ti mismo» (gnōthi seauton) y «cuida de ti mismo» (epimelia heautou). Foucault analiza el Alcibíades, donde Sócrates trata de explicarle al joven ateniense que, dado que, por posición social, terminará siendo dirigente de la ciudad, esto es, dado que acabará organizando la vida de la polis, primero debe aprender a regularse a sí mismo, a controlarse, a mantenerse ajeno y digno ante el asalto las tentaciones y las pasiones. La actividad edificante sobre uno mismo precede a la capacidad de organizar y gobernar la sociedad. El acceso a la verdad a nivel individual, y posteriormente el buen gobierno, es un proceso gnoseológico que depende del control de nuestras impresiones, pasiones y pulsiones. Todas ellas, en el discurso socrático-platónico, nos privan del acceso a la verdad (en el Fedro, la figura del auriga trataba de controlar los caballos, el blanco y el negro, el obediente y el desobediente, esto es sus instintos y pasiones altas y bajas, respectivamente, para poder acceder a la visión del bien).
Agamben (2014) retoma el análisis de Foucault y presta mucha atención a la palabra griega chresthai, que se puede traducir como «uso», y señala que en el Alcibíades Platón quiere distinguir entre quien usa y aquello que usa: el hombre usa su cuerpo, luego no coincide con él. Quien usa el cuerpo es el alma. Foucault había analizado la esfera semántica del verbo chresthai para averiguar qué es ese sí mismo objeto de cuidado de sí. Para Agamben, Sócrates, en la expresión cuidar de sí mismo, no pretende designar una relación instrumental del alma con el resto del mundo y con el cuerpo, sino, sobre todo, la posición en cierto modo singular, trascendente, del sujeto con respecto a aquello que lo circunda, a los objetos que tiene a su disposición, pero también a los otros con los que está en relación, a su propio cuerpo y, por último, a sí mismo (Foucault, 2001: 56). Se trata, concluye Agamben (2014), de identificar más un alma-sujeto, que no un alma-sustancia. El alma como sujeto de acciones, comportamientos, relaciones.
Este marco de pensamiento fue heredado y adaptado por las morales posteriores: el estoicismo, el cinismo, el epicureísmo o el cristianismo, y se convertiría en una constante filosófica. El control del cuerpo como premisa para acceder al bien y la verdad. Foucault llama a este proceso «espiritualidad», ligado al alma-sujeto:
On appellera alors «spiritualité» l’ensemble de ces recherches, les pratiques et expériences que peuvent être les purifications, les ascèses, les renoncements, les conversions du regard, les modifications d’existence, etc., qui constituent, non pas pour la connaissance, mais pour le sujet, pour l’être même du sujet, le prix à payer pour avoir accès à la vérité (2001: 16-17).
El sujeto, el ser humano, al fin y al cabo, no tiene derecho a alcanzar la verdad por un simple ejercicio cognitivo; debe cambiar, debe devenir otro que sí mismo:
Car tel qu’il est, il n’est pas capable de vérité. Je crois que c’est là la formule la plus simple, mais la plus fondamentale, par laquelle on peut définir la spiritualité. Ce qui entraîne pour conséquence ceci: que, de ce point de vue, on ne peut pas avoir de vérité sans une conversion ou sans une transformation du sujet» (2001: 16).
La transformación toma dos vías que pueden permitir acceder a la verdad o ser iluminado por ella: ascesis (askēsis) y amor (erōs), respectivamente. Los cursos de Foucault se centran en la filosofía platónica, neoplatónica y estoica, así que es difícil averiguar a qué se refería exactamente cuando habló de un cambio radical en la fase metódica, cartesiana, en la que el propio sujeto de conocimiento devenía, según él, el principal problema en el proceso de búsqueda de la verdad.13 La fórmula más convincente está en los cursos: con Descartes, la espiritualidad o purificación en busca de la verdad se equipara con el principio gnoseológico. Es decir, el principio gnoseológico se funde con la espiritualidad a partir de Descartes. La búsqueda y el control serán interiores y no garantizarán ya el acceso a un orden estable.
Este esfuerzo purificador, agudizado en la modernidad, será relevante para el desarrollo del intelectual. El filósofo ilustrado, como señalé al principio de este capítulo, avanza guiado por la luz de la razón laica, aunque sin rumbo fijo, en una búsqueda de orden especialmente compleja, tal vez porque carece, como el deseo del melancólico, de un destino fijo, por serle desconocido el origen. Avanza, además, depurado de las pasiones que todavía acechan al resto. Conocimiento y autocontrol como constante ineludible. La evolución de la estética moderna, posterior a la filosofía cartesiana, podría derivar de esta obsesión por controlar el cuerpo, por «cuidarlo» («le souci de soi», dirá Foucault), en el intento del sujeto por elevarse a la trascendencia, a la moral, al reino espiritual en el que reina el desinterés.
Aisthetikós, derivado de aisthánesthai, remite etimológicamente a la experiencia sensorial de la percepción. En 1750 Baumgarten la entiende todavía según esta acepción: la define como scientia cognitionis sensitivae, pero añade que es una scientia inferioris precisamente por estar relacionada con los sentidos. Sus órganos: ojos, piel, oído, nariz y boca, constituyen el límite entre el interior y el exterior. Se trata de un límite prelógico y prelingüístico, y por lo tanto previo al sentido y a la representación mental de las realidades con las que contacta.14 La función de esa «ciencia inferior» es filtrar el flujo de la realidad captado por los sentidos. La estética moderna, o sus órganos, empieza a dibujarse como una prótesis gracias a la cual la razón puede lidiar con el flujo heraclíteo de nuestra experiencia diaria (según la feliz expresión que Eagleton toma de Husserl: «heraclitean flux which is our daily experience» [1990: 18]).
Conocimiento y control vuelven a aparecer ligados. La concepción estética moderna es resultado lógico del tipo de sujeto que la experimenta, la concibe y la teoriza. La relación con la espiritualidad, tal y como la definía genealógicamente Foucault, es evidente. Además, si esta incluía la idea de devenir otro, no debe extrañarnos que este proceso de interiorización estética conduzca a la autogénesis (véase Buck-Morss, 1992), es decir, a la creación por parte del sujeto de un nuevo sujeto capaz de controlar su cuerpo, lo que sucede a su alrededor e incluso de dotarse a sí mismo, y, de nuevo, a lo que sucede a su alrededor, de una finalidad: Homo telos. Básicamente la premisa platónica en el Alcibíades. El control completo de las pasiones, las emociones y las sensaciones lo convierte, además, en un ser autocontenido que establece una relación unidireccional con la realidad: él puede actuar sobre ella, como sujeto activo, pero no sucede lo mismo a la inversa, porque el sujeto activo devendría pasivo. Para lograr su objetivo, debe eliminar toda reacción no controlada de su cuerpo: la filosofía absorbe la estética y la mente absorbe los sentidos, en una evolución que ya asomaba en Descartes. Los sentidos y las sensaciones, explica Eagleton (1990), sufrieron, por lo tanto, un continuo proceso de civilización y los seres humanos terminaron creando una segunda naturaleza, controlada y refinada, que desplazó a la original, inmediata. Es el sujeto, en definitiva, que critican Adorno y Horkheimer, siguiendo a Nietzsche y desde presupuestos marxistas, en la Dialéctica de la Ilustración. Adorno lo reconocía ya en Odiseo, en el que veía a un prototipo (Urbild) del sujeto burgués, y entendía, por tanto, que la Odisea podía ser leída como una «prehistoria de la subjetividad» moderna.15 Buck-Morss (1992) apunta que la ilusión extrema de control la desarrollan hombres castrados, real o simbólicamente, ya que los genitales son el mayor índice de irracionalidad e imprevisibilidad en su cuerpo. Hombres, por tanto, porque la historia del intelectual moderno se basa fundamentalmente en el sujeto masculino.16
Filósofos y letrados en el entresiglo del XVIII y XIX. Los verdaderos protointelectuales
Es curioso notar cómo los filósofos, hombres de letras, protointelectuales en el entresiglo XVIII y XIX, se acogen a este modelo que se sitúa por encima de la vida, del cuerpo; un modelo abstracto de humanidad difícilmente alcanzable. Lo hemos visto en el filósofo ilustrado, tal y como lo define la Encyclopédie, y será igualmente evidente en algunos de los pensadores más célebres de Alemania en el entresiglo XVIII/ XIX. Kant, por ejemplo, representa el epítome de este tipo de subjetividad interiorizada y ascética. En la Crítica de la razón práctica (1788), que trata de demostrar la existencia de una moral universal, los sentidos han perdido toda función, pese a que en la Crítica de la razón pura (1781, 1787) eran fuente ineludible de conocimiento. El ser moral, autocausado, espontáneo e insensible, debe estar libre de toda contaminación sensorial. La vida queda, por lo tanto, sacrificada a la idea: en términos kantianos, la necesidad se sacrifica a la libertad, porque el imperativo categórico es, todavía entonces, como el ser moral, inaccesible a los sentidos. El sujeto trascendental kantiano está, por lo tanto, purificado de toda sensación y emoción que pueda poner en riesgo su autonomía, su libertad, no solo porque lo relacionan ineluctablemente con el mundo, sino también porque lo convierten en un ser pasivo, inactivo, que reacciona a los estímulos exteriores y a emociones «incontrolables» como la alegría, la tristeza, la piedad o el deseo.17
Los escritos tempranos de Fichte abogan por la sumisión del yo empírico al yo puro, según explica en Algunas lecciones sobre el destino del sabio (1794). Es decir, del yo limitado por el no-yo debemos pasar al yo puro, que domina a su yo empírico y lo que es exterior a él por medio de la cultura, gracias a la transformación en conceptos tanto de la naturaleza, el no-yo, como de su límite individual, el yo empírico. Es este esfuerzo lo que nos permite ser independientes de lo empírico y ascender al máximo en la escala humana hasta la purificada y espiritual categoría de «sabio» (Gelehrte). El yo empírico, y con él la naturaleza, queda dominado por el yo puro. El hombre como aspiración ideal se sitúa por encima del hombre como entidad natural. El mito del hombre sobre la realidad del hombre. Y el destino del sabio es hacer partícipe de este ideal a la sociedad en la que se inserta.18
Molinuevo (1990: 124-125) glosó el modelo de subjetividad expuesto por Fichte en esas lecciones, un modelo que Buck-Morss (1992) definió como sujeto «anestesiado», al tiempo que señalaba la utilidad política de esta subjetividad insensible relacionándola con los avances médicos del XIX en el campo de la anestesia. Un sujeto impasible, un médico o un estadista, puede operar con más eficiencia sobre un cuerpo, físico o social, también anestesiado física o simbólicamente, sea para estudiarlo, sanarlo o modelarlo de acuerdo con un ideal. Molinuevo (1990: 125) es algo más duro al calificarlo sencillamente de deshumanizado y sometido a una ética enferma y delirante que sacrifica la vida en aras de la razón, de un ideal que puede ser erróneo.
La kantiana Crítica del juicio (1790) trató de restaurar la cesura entre libertad y necesidad, entre el sujeto moral trascendental y su sensibilidad, a través de la conducta estética, que es sensorial, pero, y esta es la palabra clave, desinteresada. Cuando contemplamos la belleza experimentamos un placer desinteresado (interesseloses Wohlgefallen), según Kant, no analizable por medio del juicio determinante, es decir, no reducible a la razón pura. Ello la mantiene al margen de la razón instrumental y la relaciona con los juicios reflexivos, que suponen la existencia de finalidades que escapan al entendimiento humano, que se basa en lo fenoménico. La concepción representacional de la verdad, ligada al juicio determinante, no nos permite captar la realidad en sí. El juicio reflexivo, en cambio, presupone un designio exterior que sustenta la naturaleza y escapa a nuestra capacidad epistemológica. Un designio que enlazaría con nuestra capacidad moral, con nuestra razón práctica, y convertiría la belleza natural en analogía de nuestro propio ser moral.19 Kant, melancólico también él, trata de restaurar así el contacto con una realidad no sujeta a la necesidad.
Existe también en la tercera Crítica una relación entre la belleza natural y la obra de arte, en tanto en cuanto ambas parecen fruto de una voluntad que las orientaría a un fin que la mente no es capaz de reducir al puro entendimiento: la finalidad sin fin específico (Zweckmässigkeit ohne Zweck), que abstrae al organismo, y después, vía la teoría del genio, al objeto artístico, de la mera causalidad. Como explica Bowie: «The work of art is purposively produced, via free human initiative; at the same time, it is accessible to the understanding because it is an object of intuition: you can see it, hear it, and so on. As such, it partakes of the two realms which Kant’s first two critiques had sundered, and which he tried to unite in the third critique» (Bowie, 2003: 57). Una obra de arte, como la belleza de un organismo natural, se considera resultado de una acción libre, porque solo la libertad puede crear belleza, según la teoría del genio de Kant. La obra de arte se relaciona por tanto con la razón práctica, pero también con la razón pura, ya que la libertad queda sensiblemente plasmada y puede ser captada por el entendimiento, vía los sentidos. La conducta estética existe en el sujeto como productor, pero también como receptor, porque la contemplación de la belleza me permite intuir mi propia libertad traducida en la idea de un fin cuando percibo un objeto bello, por ejemplo, una obra de arte. Disfrutar el producto, una vez se transmite, es un acto libre de la razón, pues la finalidad y la intuición están presentes en el espectador y debe usar su libertad para disfrutar de lo que es inherente al producto. Deviene la belleza natural, y por extensión el arte, símbolo utópico de la libertad; símbolo, eso sí, porque la belleza no se identifica con la moral sino por analogía. En el arte podemos ver un trasunto de lo que sería el mundo si la libertad fuera alcanzada.
El desinterés de la experiencia estética, tal y como lo explica Kant, enlaza con la moralidad del sujeto trascendental, que se describe como subjetiva y universal. La teorización de Kant permite fijar a ese sujeto moral trascendental, libre y activo por ser ajeno a pasiones y emociones, y relacionarlo con una versión de la estética, de la percepción sensorial de la belleza, ajena igualmente a la necesidad. Un sujeto purificado enlaza con una versión depurada de la belleza.
Pocos años después de la publicación de la tercera Crítica, y mientras Fichte dictaba sus lecciones en Jena, Schiller publica sus Cartas para la educación estética del hombre (1795).20 Descree de la revolución, que ha conducido al terror, y se decanta, en cambio, por la reforma, que debe ser operada por una educación estética que genere (en un plazo mínimo de cien años) una sociedad justa. El problema que se plantea Schiller es cómo trasladar al colectivo los valores abstractos que representa el sabio depurado para evitar que la violencia revolucionaria, ligada al cuerpo, y al cuerpo social, se apodere de la sociedad. La belleza deviene elemento de la mediación. El espíritu, la moral, encuentra su analogía en la belleza natural y artística (de acuerdo con la Crítica del juicio), y de ahí la importancia de la poesía en la educación colectiva. La belleza, cuya percepción es desinteresada en Kant, es la vía hacia la libertad, porque la obra de arte más perfecta es la construcción de la libertad política genuina, resultado del desarrollo de la naturaleza humana como mezcla armoniosa de lo sensible (la inclinación) y lo racional (el deber). Esta posición intermedia recibe el nombre de Estado estético, y es aplicable tanto al individuo como al colectivo. Schiller señala la importancia de lo sensible, ya que la razón, abstracta, debe ser transmitida sensorialmente para la formación del hombre. Solo así la función educativa, cultural, el acceso a las ideas abstractas y su transmisión puede ser efectiva para generar una sociedad, un Estado, cohesionado.
Hay un elemento llamativo en las ideas de Schiller. El desarrollo social del gusto, entendido como valoración de la belleza, facilita la comunicación entre distintas clases sociales y transforma el pensamiento abstracto en claridad comprensible. Este principio igualador no debía tolerar privilegios para miembros específicos del grupo, pero en el propio Schiller se termina notando la fragilidad de este argumento y restringe, al menos de inicio, este estadio estético de libertad a unas pocas almas sensibles que conforman un pequeño círculo, los poetas, y que deben liderar el proceso educador del resto. Schiller opina que corresponde al poeta el estadio más alto en la sociedad, por ser capaz, él mismo, de encarnar/comprender la doble naturaleza humana del individuo. Ese círculo de selectos, sujetos puros, está decidido, en todo caso, a intervenir en la realidad, a trasladar valores morales al colectivo. Me interesa ese sujeto letrado, ahora sí prototipo decidido del intelectual por su voluntad de intervenir en la reforma social transmitiendo los valores espirituales gracias al arte.
El pensamiento alemán identifica al «grupo» de sujetos, cruce de filósofo y artista, encargados de la educación cultural del individuo, que debe ser transformado en ciudadano para generar un modelo de Estado-organismo opuesto al Estado-máquina. Como señalaron Lloyd y Thomas (1998), estos sujetos, obvios precedentes del intelectual desclasado, «alienígena», que está al margen de la sociedad, por arriba o por delante, y debe guiarla, tiene como objetivo educar a los individuos, educir de ellos a los seres humanos miembros de la sociedad. Cohesionar, por medio de la cultura, el Estado, y evitar los riesgos de las insurrecciones revolucionarias (como la francesa) del cuerpo social. Para Lloyd y Thomas (1998), son estos autores los que terminan por relacionar los conceptos de cultura y Estado, cultura para la generación de los ciudadanos que han de formar un Estado. Ciudadanos que idealmente dejarían de ser individuos para convertirse en sujetos acordes con el modelo de subjetividad depurada y desinteresada que proponen pensadores como Fichte o Schiller. Siguiendo a Lloyd y Thomas (1998), los individuos debían transformarse en espectadores de una cultura elevadora e igualadora que los situara, como miembros del Estado, al margen o por encima, también a ellos, de su vida privada, en la que participaban como actores alienados y oprimidos por el sistema burgués.
La lectura de Lloyd y Thomas es aceptable en términos generales, o al menos desde su perspectiva marxista, pero puede llegar a ser ligeramente reductora. Tomemos por un momento un texto clave del entresiglo XVIII-XIX en Alemania: El programa sistemático más antiguo del idealismo alemán, escrito entre 1795/6. 21 En el Systemprogramm, que es como se lo conoce abreviadamente, Frank (1982) notó una variación sumamente interesante respecto a las teorizaciones previas sobre Estado-máquina frente a Estado-organismo. Utiliza este texto plural (escrito al menos por tres manos: las de Hölderlin, Hegel y Schelling) términos e ideas de Rousseau, Kant e incluso de Fichte, pero ya no dirige su crítica al feudalismo o al absolutismo, sino, precisamente, al Estado burgués. Un Estado totalmente derivado de la razón, que carece de legitimación exterior a él, es decir, de fundamento, y que basa en las leyes su poder, debe ser necesariamente una máquina. De hecho, uno de los autores del texto, Schelling, escribirá pocos años después, en su Sistema del idealismo trascendental (1800), que la crítica a la ideología estatal mecanicista debía dirigirse precisamente contra la ordenación jurídica burguesa. Novalis, miembro destacado del Frühromantik, manifestará en Europa (1799) que la dialéctica destructiva, por analítica, de la Ilustración se había tornado autónoma. Alejada de los mitos como elementos fundacionales o legitimadores, actuaba como un molino gigante, sin constructor ni molinero, que se molía a sí mismo. Para ambos, la sociedad burguesa es una máquina regulada que actúa de manera ciega, aplicando un código que la hace funcionar por sí misma, por inercia:
El riesgo estriba en que, desde el momento en que queda acabada, ya no depende de nada ni tienen necesidad de subordinar su automatismo al gobierno de una idea […] porque en efecto, como ya determinamos, esto es lo que diferencia a los mecanismos de las estructuras orgánicas: que el plan de conjunto, para el que trabajan y se subordinan las partes, no se encuentra inscrito de entrada en el interior de sus células. El todo se comunica externamente a las partes –como en un engranaje– pero no se refleja en ellas (Frank, 1994: 183-4).
Para los románticos, como para Schelling y el resto de los autores del Systemprogramm, el Estado-máquina burgués es lo contrario a una sociedad en la que lo público y lo privado se interpenetran mutuamente, y por eso el Estado está condenado a desaparecer. La legalidad ilegítima (por estar escindidos los dominios público y privado) que en él reina solo permite una sagacidad puramente mecánica. Este funcionamiento prefigura lo que Weber llamaría más de cien años más tarde «racionalidad», para definir la forma de la actividad económica de tipo capitalista, el derecho privado y el poder de la burocracia, y que se transformaría, de acuerdo con Habermas, en ideología: Técnica y ciencia como ideología (1968). La extensión de control racional a todos los ámbitos de la sociedad conduce necesariamente a una secularización y desmitificación (desencantamiento) de las concepciones del mundo y de las tradiciones culturales que orientaban la acción de acuerdo con fines. El control que se ejercía institucionalmente sobre el complejo funcional racional acaba cayendo en un autocontrol funcional interno, esto es, se convierte en una cuestión de acertada o desacertada programación de la máquina de la sociedad:
El efecto es, como ya hemos anunciado, una pérdida de legitimación de la colectividad, desde el momento en que, como dice Habermas, el sistema subordinado de la acción racional orientada a fines (el trabajo) ya no se cree necesariamente al servicio de esos discursos, por medio de los cuales los individuos socializados se llegan a comprender mutuamente y establecen un acuerdo, en principio no limitado, acerca de los valores y las metas de su acción, así como sobre la organización de su vida en común (interacción) (Frank, 1994: 184).
Por lo tanto, como señalan Lloyd y Thomas, los autores del entresiglo XVIII/XIX alemán apelan a la idea de cultura como vía para cohesionar el Estado, que de otra manera podría devenir un complejo entramado mecanicista y coactivo, y ellos mismos, al menos los más jóvenes, entienden que ese Estado-máquina que hay que destruir es ya el sistema burgués. Comprendo que en ese intento podrían terminar por trasladar, como critican Lloyd y Thomas, una idea de la sociedad cohesionada desde lo cultural y lo espiritual, lo desinteresado, y que disimulara o relegara las condiciones materiales de vida del proletariado y pudiera incluso anestesiar sus protestas o estallidos. Ahora bien, es un poco reductor plantear, como a menudo se señala desde posiciones marxistas, que estos autores estaban sencillamente legitimando, a sabiendas o por descuido, un Estado burgués mecanicista y opresor, volcado hacia la vida pública y que empleaba la cultura como idea cohesionadora y anestesiante, un Estado, en fin, que se había desentendido de la vida privada de los individuos. Estos autores, como sus predecesores melancólicos, tratan precisamente de superar una visión racionalista de la sociedad, y lo hacen introduciendo el elemento espiritualista que tanto anhelan.
En cualquier caso, la figura del intelectual depurado, ligado un dominio espiritual que se manifiesta culturalmente, aparecerá también en Inglaterra en la primera mitad del XIX. Coleridge, otro poeta, utilizará precisamente el término clerisy para referirse a los hombres de letras en On the Constitution of the Church and State According to the Idea of Each (1830). Autorrepresentación consciente del «gremio» de los futuros intelectuales, reúne las características que hemos visto hasta ahora, y escoge un término afortunado que rencontraremos, por ejemplo, en el título de uno de los libros más influyentes sobre la intelectualidad del siglo XX: La Trahison des clercs, de Julien Benda (1927). La clerecía seglar y voluntaria forma parte en realidad de una en-clesia, por oposición a ec-clesia. Una institución espiritual a la que se podía acceder libremente, siempre y cuando, como pedía el propio Schiller, se tuviera educado el gusto, y que cumplía una misión social: ejercer de guardia y custodia de los valores espirituales del país y transmitir ciencia y moral para generar un Estado cultural, o por lo menos tenerlo como meta utópica.
Carlyle nos ofrece una figura similar a la de Coleridge en On Heroes (1841): el literato, el «Man of Letters», que vive de su pluma, ajeno a las reglas de otras profesiones y que pronto habría de organizarse en un gremio humilde, casi una orden mendicante, actualización de los acidiosos que buscaban la beatitud de un orden perfecto. Gracias a la escritura y su difusión impresa, ejerce una influencia creciente en la sociedad en la que vive, y su labor no le parece independiente de la progresiva democratización occidental. Su función es fundamental, porque representa el espíritu en una época escéptica, positivista y mecanicista, resultado de las Revoluciones burguesas. No es extraño que se extienda entonces por Europa la idea de la iglesia de los letrados, especie de monjes del siglo que se rigen por sus propias normas interiores (pero superiores por su altura espiritual).
Sainte-Beuve sería otro de los miembros del gremio transnacional. El primer crítico de la literatura industrial, el primero, en definitiva, que escribió un artículo sobre la influencia de la industrialización en el trabajo literario («La Littérature industrielle», 1839), está preso él mismo en las pautas industriales de producción, con el tiempo completamente reglado, como se desprende de su correspondencia (glosada por Lepenies, 2007). Ahora bien, las metáforas obreras conviven con las monacales. Más que como obrero, Sainte-Beuve se autodefine como un monje. En tiempos de secularización, de crisis religiosa, en tiempos de desarrollo científico e industrial, el autor necesita encontrar compensaciones espirituales. El hombre de letras, aunque ligado a un modo industrial de producción fruto de su tiempo, dictado por el periódico, por el pago por artículo, por línea, incluso por palabra, necesita algún tipo de expiación.
Más allá del pesimismo, de la dificultad del proceso, el sabio purificado a la manera de Fichte se funde con el hombre de letras convencido de su oficio en el XIX. Se funde también con la Institución arte, cuya fundación Christa y Peter Bürger (1992) detectaban en el entresiglo XVIII-XIX, y cuya configuración francesa posterior estudió Bourdieu (1992): «el campo literario» como requisito para el nacimiento del intelectual. Es ese ámbito complejo y al que se accede voluntariamente, aunque no sin esfuerzo, al que Fumaroli denominó La République des Lettres (2008), patria universal e invisible de espíritus descontentos y melancólicos, elevados sobre el resto, y que aspiran a insuflar una moral universal desinteresada en sus compatriotas a través de la cultura.
La gran diócesis, que está en todas partes, incluida la iglesia, aunque carece de sede fija, avanza poco a poco, absorbiendo espíritus emancipados conscientes de la necesidad de estar liberados de toda autoridad y sumisión. Sus miembros pertenecen a diferentes credos: religión natural, panteístas, realistas, positivistas, escépticos y buscadores de toda clase, adeptos al sentido común y seguidores de la ciencia y el espíritu. Esta gran provincia intelectual no tiene pastor, ni obispo, ni jefe, pero cada miembro está obligado a defender la verdad, la ciencia, la investigación libre y sus derechos ante cualquiera que ose atacarlos. Un personaje que está dentro y fuera, libre de toda atadura, y obligado, sin embargo, a defender la verdad y la libertad. Se reconoce ya con claridad al intelectual que tomará nombre a finales de ese mismo siglo.
François Dosse apuntó esa especie de función sustitutiva de los hombres de letras respecto de la clerecía religiosa, que veíamos al inicio de este capítulo en el paso del acidioso al melancólico hombre de letras:
Les «gens de lettres» sont alors considérés comme porteurs d’une forme de déisme, d’humanitarisme, à l’écart du pouvoir des clercs. Ils prennent le relais de ces derniers et conçoivent leur rôle comme un sacerdoce et non plus comme un simple métier. Les frontières entre la dimension spirituelle et la dimension temporelle s’en trouvent affectées et une nouvelle responsabilité incombe alors à ces hommes de lettres de la modernité des Lumières (2003: 24-25).
Bauman (1987), pensando en estos mismos autores, o en su autodesignada función, adujo el concepto de «legislador». Aspiraban a modelar al resto de individuos de acuerdo con valores culturales universales, gracias a la educación y la cultura, aunque situados siempre, como alienígenas, al margen o por encima de la sociedad. Sin embargo, este purificado hombre de letras terminaba sistemáticamente decepcionado (a veces parecía derrotado de inicio, como Schiller, que postulaba la necesidad de cien años, como mínimo, para llevar a cabo su proyecto de educación estética). Decepcionado por el resultado, o por su escasa relevancia práctica, o por la elusividad, si no inexistencia, del modelo estable al que melancólicamente aspiraban, precariamente plasmado en una cultura supuestamente desinteresada que debía convertirse en el fundamento espiritual del Estado. Un Estado estético o cultural que, por lo demás, como se ha criticado a menudo, parecía omitir las duras condiciones de vida de sus integrantes, que debían sumarse sin queja desde su estado socioeconómico a un organismo superior.