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Un eclipse eterno (El Golpe)

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El 11 de septiembre de 1973 despierto con la noticia que de alguna manera esperaba hacía ya un tiempo. Rodolfo, mi hermano menor, muy alterado, me anuncia: “Parece que hay intento de Golpe de Estado”. Consternado y furioso, mi respuesta instantánea es “¡Qué se tiren! ¡Qué se tiren estos hijos de puta! Ahora vamos a ver cuánto pesa cada cual”.

Vivimos con nuestra madre, Eugenia. Ella ha salido a su trabajo muy temprano; nosotros, presa de una profunda ansiedad, dejamos la casa a toda prisa para dirigirnos a nuestros respectivos destinos.

El mío es la Universidad Técnica del Estado (UTE), donde me desempeño como profesor de ingeniería química. En el camino veo que casi todos escuchamos las noticias en nuestras radios a transistores. Me entero que el movimiento militar empezó en Valparaíso y parece estar extendiéndose a todo el país. Recuerdo que el pasado 29 de junio un movimiento similar, conocido como “el tanquetazo”, había sido rápidamente contenido por fuerzas leales al gobierno de Allende, lideradas por los generales Prats y Pinochet.

El día está nublado y casi todas las caras que veo están serias, tristes, angustiadas. Llego a la universidad. Varias organizaciones políticas habían instruido a sus militantes y simpatizantes permanecer en sus lugares de trabajo o de estudios en la eventualidad de un Golpe, por lo que en los corredores hay mucha gente. Me doy cuenta que un número considerable se está devolviendo a sus casas. En eso, llegan nuevas instrucciones. El rector permanecerá en la Casa Central con una dotación mínima de personal administrativo y la mayoría de los que se queden deben dirigirse a la Escuela de Artes y Oficios (EAO), el edificio más grande y sólido del amplio campus.

Escuchamos por radio el último mensaje de Allende. Macizo, sereno, impecable, seguro que lo tenía bien ensayado, alcanzo a pensar. Hacía ya semanas que se venía considerando la posibilidad de un Golpe de Estado, pero muchos en la izquierda confiábamos con que contaríamos con fuerzas propias, con preparación militar y armamento para hacerle frente. Aparte de dar por cierto que el trabajo previo al interior de las FF.AA., garantizaría su división y la victoria sobre los golpistas. Sin embargo, a medida que transcurre la mañana, va quedando en claro que no hay combates a gran escala en Santiago. Y en las radios que aún transmiten, tampoco se mencionan enfrentamientos en otras grandes ciudades. Escuchamos el bombardeo del palacio presidencial (La Moneda), cuando llega la noticia trágica en su máxima expresión ¡Allende estaba muerto! ¿Asesinado? ¿Se había suicidado?

Estamos viviendo el quiebre más trágico en la historia del país. La muerte del gran líder nos taladra como la expresión sorprendente, fría y viscosa de una gigantesca catarata, de un líquido cuya naturaleza tendríamos aún que descubrir. ¿Miedo? ¿Derrota? ¿Sangre?

Recibo instrucciones de guarecerme en cualquier sala de clases y tenderme en el suelo. Se supone que las gruesas paredes del antiguo edificio son a prueba de fuego de fusilería; y en efecto, lo son, aunque las grandes ventanas permiten el ingreso de balas. En la sala elegida encuentro estudiantes de mi departamento.

Los días previos no habían sido del todo malos.

Por una parte, el país vivía una escalada de violencia y crecían la agitación y el nerviosismo. El Edecán Naval del Presidente Allende, Capitán de Navío Arturo Araya, había sido asesinado y en las calles se vendían “miguelitos”, esos clavos doblados para reventar neumáticos e impedir el tránsito.

Por otra, entre el caos y la incertidumbre, habíamos tenido momentos de esperanza, de alegría, de celebración, de amor.

A pesar de ser profesor, a mis 26 años seguía militando en las Juventudes Comunistas (JJ.CC.), cuyos miembros eran mayoritariamente estudiantes. Allí conocí a Danae, una joven profesional quien, con una tentadora mezcla de coquetería e inocencia, se las arregló para hacerme saber su interés en mi persona, acercándoseme cada vez que podía.

Tendido en el suelo, recuerdo aquella vez, para el fallido intento de Golpe del 29 de junio, cuando estudiantes y trabajadores habíamos hecho guardia multitudinaria frente a La Moneda, gritando y trotando en el lugar. Entonces, Danae se había tomado de mi brazo y estuvimos todo el tiempo muy juntos, cantando y bromeando. El ambiente ese día, terminada la asonada, había sido festivo. Recuerdo el olor de su piel, su cabello y su ropa húmeda por la llovizna, mientras sentía su atractivo cuerpo intencionalmente presionado contra el mío. Otras parejas se besaban mientras participaban del jolgorio colectivo. La escena era como un canto a la vida en medio de la atroz incertidumbre. Por razones difíciles de articular, fueron días de olores y sonidos. Olor a mujeres y hombres, a humo y quemazón, a humedad y pólvora. Sonidos de disparos y gritos, de música y canciones, de vehículos y altavoces. Pocos días después, sentados en uno de los cafés que aún funcionaban con un remedo de normalidad, Danae me había dicho con una sonrisa coqueta: “Me tratas con demasiado respeto. Parece que no me consideras mujer. ¿Necesitas una prueba de que lo soy?” “¿Qué prueba tienes in mente?”, respondí. “Lo dejo en tus manos. He tenido poca experiencia en el amor, pero quiero tenerla contigo”, había afirmado con gran desenvoltura.

Yo solía quedarme trabajando hasta el anochecer en mi oficina y había llevado una colchoneta que escondía tras un estante, para tener donde dormir en caso de que se me hiciera demasiado tarde, pues ya casi no había locomoción colectiva. Pues bien, fue providencial para nuestro primer encuentro íntimo.

Ahora, en medio del cataclismo político y social que se nos había venido encima, tengo que abandonar bruscamente mis recuerdos eróticos para volver al presente, a la más que dura realidad. Por lo menos hasta aquí no ha habido muertos de la universidad, pensé. ¿O tal vez sí?

Al amanecer, un compañero de la Federación de Estudiantes de la Universidad Técnica del Estado (FEUT), arriesgando su vida, había pasado por las salas informando que un camarógrafo de la universidad, Hugo Araya, a quien apodaban “El Salvaje”, había sido herido de muerte. Al parecer, las balas provinieron de francotiradores fascistas, apostados en lo alto de los edificios de la Villa Portales, adyacente a la universidad.

Pero el Golpe iniciado el día 11 aún no se manifestaba en toda su intensidad en nuestra casa de estudios.

Rodolfo, por su parte, se había dirigido a su facultad en la Universidad de Chile. La encontró casi vacía y los pocos que aún quedaban le aconsejaron irse a su casa. Incapaz de devolverse, así como así y sintiendo que debía hacer algo, aunque no tuviera idea qué, se dirigió a otra facultad, pero tuvo la misma experiencia. Intentó entrar al centro de Santiago, pero no lo dejaron pasar. Se escuchaban tiroteos por doquier, mientras el aire se iba cargando de humo y tristeza. Lo amenazaron con fusiles de guerra. Decidió irse a pie hasta nuestra casa en Ñuñoa, junto a un grupo de personas que iban en la misma dirección. Cuando veían patrullas militares, levantaban los brazos. No los detuvieron. Tal vez su aspecto era demasiado inofensivo. Quizá los soldados y oficiales estaban más preocupados de encontrarse con gente uniformada perteneciente a las temidas tropas leales a Allende. Otros grupos, en marcha hacia sus casas, tuvieron experiencias mucho menos benignas.

A esa hora ya todos sabíamos que la resistencia al Golpe sería inefectiva. Estábamos derrotados.

Al amanecer del 12 de septiembre se sintieron estallidos de artillería y disparos de fusiles y ametralladoras. También, habíamos sentido voces fuera de la pared que separaba el patio trasero de la EAO de la Villa Portales. Después supimos que el presidente de la FEUT, Osiel Núñez, había negociado con los militares armados hasta los dientes, solo y sin armas, logrando pactar la rendición pacífica de los ocupantes de la EAO y evitar así una masacre. ¡Sin duda, un gran gesto de heroísmo!

Escuchamos el ingreso al trote de muchos militares al patio de la escuela. A gritos nos conminaron a salir de las salas. Lo hicimos con los brazos en alto. Nos obligaron a tendernos boca abajo en el suelo.

Allí estuvimos horas, esperando saber cuál sería nuestra suerte. Los militares pasaban caminando sobre nosotros. Nos amenazaban de muerte a gritos. En el gran patio, un reguero de sangre indicaba el paso de una estudiante que había sido baleada en la mandíbula.

Nos preguntaron mucho por armas, golpearon a estudiantes, profesores y funcionarios, pero obviamente, armas no había: nadie había respondido el fuego militar sostenido por horas contra la escuela. Por fin, nos embarcaron en micros hacia el Estadio Chile, que quedaba cerca de la universidad. Nos condujeron trotando hasta los buses, flanqueados por soldados que nos golpeaban con sus fusiles. Me di cuenta de que, si me movía en zigzag detrás del compañero que me precedía, podía evitar los golpes de ambos lados. Mi estratagema resultó y no fui golpeado ni una sola vez. Punto mío, pero no sabíamos cuán largo sería el partido. Al subir a la micro vi de cerca a Víctor Jara, el famoso cantautor, quien además era funcionario de la universidad. A los pocos días sería asesinado, acribillado con más de cuarenta balas.

Nos formaron en la calle de entrada al estadio y nos tuvieron trotando sin avanzar durante un largo rato. Me di cuenta que entre los detenidos había personas que claramente no pertenecían a la universidad; seguramente habían sido capturados en las calles o en cualquier lugar. Nos quitaron el carnet de identidad antes de hacernos ingresar.

Iniciábamos así, un nuevo episodio de una saga que, tres años antes, había comenzado llena de esperanzas y se tornaba ahora en un cuento de horror.

Dilo, antes que sea demasiado tarde

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