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Del infierno al desierto (Estadio Nacional)

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Julio, junto a un grupo de sus colegas de la Universidad Técnica del Estado, bajó trotando, manos en la nuca, del bus que lo había llevado al Estadio Nacional. Fueron conducidos a gritos, empujones y culatazos, a uno de los numerosos camarines. El reducto se llenó. Pasó más de una hora sin que ocurriera algo.

Comenzaron a surgir distintas reacciones, intentos de aliviar la tensión nerviosa con gotas de humor. A ambos costados del camarín había bancos que los deportistas usaban para vestirse y en la parte superior, una parrilla de madera donde se colocaban las bolsas de equipo. Claudio y Pedro se paseaban observando a los que estaban acostados en las parrillas pretendiendo que eran trofeos de caza. “¡Oh, qué hermoso ejemplar!”, exclamaba Claudio, con voz engolada, mientras su amigo inquiría, “¿Y cuántas puntas cuentas en su cornamenta?”. El primero respondía. “Ninguna. ¡Es un coipo, profesor!”.

Por su parte, Eduardo se cubría la cara con trocitos de papel plateado sacados de una cajetilla de cigarrillos, se aproximaba a alguien por detrás y cuando este se volvía a mirarlo, decía: “Compañero: ¡ha estallado la peste!”.

De pronto se abrió la puerta con violencia y eligieron cuatro prisioneros al azar para llevarlos a interrogatorio. No regresarían al camarín. En el segundo grupo salió Julio. Lo condujeron a otro reducto, tres personas vestidas de civil lo hicieron desnudarse, le preguntaron por su militancia, por posibles viajes al extranjero, por manejo de armas. Para apremiarlo lo metían y sacaban de una ducha fría. No lo golpearon, ni le aplicaron electricidad, ni nada de lo que luego se convertiría en tratamiento de rutina. Lo calificaron como SP (sospechoso peligroso), en lo esencial, por su confesión de haber hecho un posgrado en un país socialista. Esta información no podía ocultarse, ya que constaba en los registros de la universidad.

A Julio le pareció que había sido un interrogatorio de cierta lógica y eficacia. Fue el último de ese tipo que presenciaría en sus cinco meses de prisión, dos de ellos en el estadio. Luego le contarían que quienes lo habían interrogado eran detectives clasificados como “de izquierda” por los militares, posiblemente porque habían ingresado al servicio durante el gobierno de Allende. En ese periodo, el examen de los nuevos agentes de la policía civil consistía en asaltar la sede de una organización fascista, de modo que los ánimos de la extrema derecha respecto a estos funcionarios policiales eran muy poco amistosos. Los tenían interrogando como manera de demostrar su lealtad al nuevo régimen dictatorial.

Lo llevaron al último camarín en el primer piso del estadio, bajo el área de la marquesina, conocida como Tribuna Pacífico. Había hombres y mujeres, todos calificados como SP. Nos asistía la conciencia de que sobre ellas se cernía la amenaza de ser sexualmente abusadas por los torturadores, método de tortura que fue practicado en casi todos los casos en que se trató de mujeres jóvenes.

En un momento, posiblemente por órdenes de un oficial decente, se llevó a las mujeres a tomar un baño en las cómodas tinas a ras de suelo utilizadas por los futbolistas. Volvieron limpias y contentas por la experiencia. Sus sonrisas nos iluminaron. Las aplaudimos.

Llamaban a interrogatorio todo el día. Algunos regresaban al camarín, otros no. Entre los que volvían, había quienes mostraban claras señales de haber sido torturados. Un prisionero de origen europeo, posiblemente asesor técnico en una empresa nacionalizada por Allende, volvió con síntomas de infarto cardíaco. Se pidió un médico y apareció el doctor Jádresic, decano de la Facultad de Medicina de la Universidad de Chile, prisionero como el resto de nosotros. Luego de examinar al paciente, exigió que lo trasladaran a la unidad médica de campaña que habían instalado fuera del estadio. Así se hizo. No volvimos a saber de él.

Llegó el momento de las primeras comidas. La mayoría de las veces, estas consistirían en cazuela de vacuno, porotos o garbanzos, en raciones muy pequeñas. Los militares habían formado una “escuadra de servicio” para llevar los fondos de comida y servirla en pocillos plásticos a los prisioneros. Todos sus integrantes eran “patos malos”, delincuentes jóvenes a quienes se había llevado al estadio para crear problemas y/o espiar. Cuando había cazuela, nos servían solo el caldo y dejaban todos los componentes sólidos en el fondo de la olla para comérselos ellos mismos. Claramente, eso no era alimentación. Al final, el pan era lo único seguro. Afortunadamente, las JJ.CC. se organizaron rápidamente y su primera misión fue quitarle la escuadra de servicio al lumpen. Esto se cumplió. El hijo del Secretario General del Partido Comunista, Alberto Corvalán, encabezó la escuadra, lo que no solo mejoró nuestra comida, sino que también les permitió llevarla, de manera oculta, a prisioneros en aislamiento, a los que no les daban alimentos. La movilidad así adquirida por los jóvenes militantes ayudaría a la organización y funcionamiento clandestino del Partido Comunista, permitiendo el intercambio de mensajes entre los dirigentes presos en diversas partes del estadio.

En el camarín atiborrado de gente, Julio eligió guardar un bajo perfil. Se tendía bajo uno de los bancos envuelto en la frazada que le habían asignado y pasaba allí el día y la noche, excepto para ir al baño, lavarse y comer. Varios de los prisioneros con quienes compartía el camarín habían logrado entrar diminutas radios a transistores, burlando la revisión de los militares. Cada vez que podía, Julio conseguía que le prestaran una para escuchar música. En particular, buscaba la canción “Morning has broken”, de Cat Stevens, tema que lo hacía sentirse mejor y le ayudaba a evadirse por minutos de la dramática situación en que se encontraba.

Pronto, el modus operandi de los militares fue quedando claro. Los prisioneros dormían en camarines o en escotillas, amplios espacios bajo las graderías. Algunas horas al día los sacaban a tomar sol y desde allí llamaban a los que iban a ser interrogados. Se les convocaba al “disco negro”, utilizado para dar la partida en pruebas atléticas, que situaron junto al foso de salto largo. La mayoría iba al velódromo, que quedaba algo alejado del coliseo central. A otros se les llevaba al espacio existente tras la tribuna presidencial, que también era utilizado como sala de tortura. Los gritos de dolor se escuchaban durante toda la jornada laboral cumplida por los torturadores.

Autorizaron a los prisioneros a realizar shows en los camarines, en las horas de reclusión, que consistían básicamente en canciones, poemas y relatos. Julio participó cantando “Answer me”, popularizada por Frankie Laine. Dieron luego autorización para repetir las actuaciones en las graderías del estadio durante el día. Allí se pudo apreciar a destacados artistas, algunos profesionales, la mayoría amateurs.

Julio formó dúo con Víctor Canto, que había sido dirigente estudiantil de la UTE, y cantaban “En qué nos parecemos”, conocida en la versión de Quilapayún.

Los milicos nunca pudieron llevar bien la cuenta de cuánta gente tenían en el estadio. Se les perdían o confundían las listas. Entonces decidieron dejar a un preso a cargo del conteo general. La designación recayó en Víctor Canto. Como consecuencia, a Julio le tocó presenciar la más increíble de las escenas: Víctor retando severamente a un mayor diciéndole: “¡Oiga, pero si no me traen las listas por sector a tiempo, yo no puedo hacer la lista general! ¡Dígale a su gente que me cumpla, porque si no, no hay lista!”. El milico, en actitud compungida, le ofrecía disculpas al joven. Habría sido menos paradójico y más divertido, de no haber sido porque a metros de la escena estaban torturando y matando gente a discreción.

En ocasiones, los prisioneros eran autorizados para caminar dentro del estadio. Había algunas secciones del edificio que tenían vista al exterior desde la altura, en las que, durante los partidos de fútbol se instalaban puestos de comida y bebida. Para su sorpresa, Julio descubrió que desde un lugar específico podía ver la población donde vivía, que quedaba a no más de una cuadra del estadio; y que podía incluso divisar el balcón del departamento que había habitado hasta su captura. El joven esperaba largos ratos por si veía alguna actividad en ese balcón, a su madre o hermano. Jamás ocurrió.

Otros prisioneros se dirigían al costado opuesto del estadio, desde el que se divisaba la piscina olímpica, donde tenían a las mujeres. Muchos tenían allí, o creían tener, a sus esposas, parejas o pololas, familiares, amigas y procuraban verlas a la distancia.

De noche se escuchaban disparos y cabía poca duda de que, al menos algunos, correspondían a ejecuciones realizadas en los amplios terrenos fuera del estadio. Nunca se sabrá cuántos murieron fusilados.

Casos célebres de torturados fueron los de Alberto (“El Gato”) Gamboa, director del diario Clarín, Alberto Corvalán, Osiel Núñez y Rodrigo Rojas, alto dirigente del Partido Comunista. El Gato Gamboa no pudo mantenerse en pie durante una semana después de su sesión. La tortura de Rojas había consistido en patadas en los testículos, con el resultado que estos órganos se le hincharon del tamaño de un balón de fútbol. Todos quedaron en pésimas condiciones. Corvalán moriría dos años después, exiliado en Bulgaria, debido a los daños al corazón que le produjeron las múltiples descargas eléctricas. Hasta hoy ignoramos cuántos murieron durante la tortura.

Por fin, después de un mes de espera, Julio fue llamado al “disco negro” y llevado al velódromo. Como a todos sus compañeros, le cubrieron la cabeza con una frazada y empezó lo que le pareció una interminable caminata.

Al llegar al velódromo lo hicieron sentarse en las graderías y entonces les permitieron descubrirse la cabeza. Poco después empezaron a llamarlos por parlantes, indicando nombres que correspondían a grupos de torturadores: Chago 1, Chago 2, Caracol 1, Caracol 2, Garrido, entre otros. Comenzaron prontamente los alaridos provocados por la aplicación de electricidad. La situación era altamente estresante.

En el grupo cercano a Julio había una joven muy atractiva. Un civil bien vestido, parte de uno de los grupos de torturadores, se acercó y la llamó aparte. La mujer volvió a su asiento al poco rato agitando la cabeza. Más tarde, el mismo civil volvió a llamarla. Asombrados, nos dimos cuenta que el torturador parecía estar tratando de conseguir una cita con la joven. Después se supo que esta práctica fue común, que las mujeres fueron liberadas y que tuvieron que aceptar sexo con los verdugos bajo la amenaza de volver al estadio y de sufrir violaciones colectivas.

Pasó el día, empapado de alaridos y bajezas, y Julio no fue llamado a interrogatorio. En el camino de vuelta al estadio y a sus camarines de origen, obligaron a la fila de prisioneros a pasar caminando sobre una ruma de cuerpos inmóviles. Tropezó y cayó y pudo comprobar al tacto que los cuerpos estaban fríos. Eran rumas de cadáveres.

Durante los siguientes tres días volvió a ser llevado al velódromo sin ser interrogado. Vio ancianas obligadas a permanecer de rodillas por horas sobre el cemento, que lloraban y gritaban de dolor. Y, por supuesto, repitiéndose la rutina auditiva de la tortura por largas ocho horas.

Sólo al cuarto día lo llamaron a interrogatorio. Lo llevaron con la cabeza cubierta por una frazada, hasta la entrada de uno de los “caracoles”, baños públicos del velódromo. Le vendaron los ojos bajo amenazas a gritos de no mirar. Luego lo hicieron desnudarse.

Lo primero que le preguntaron fue qué tipo de música le gustaba, sin duda, pensó, para determinar sus tendencias políticas, que quedarían al descubierto de haber mencionado artistas de izquierda. Julio respondió: “Vivaldi, Bach y Leo Dan”, repitiendo un verso de una canción de Leonardo Favio. Lo hizo para despistar a sus verdugos, pero también para reírse de ellos sin que se dieran cuenta.

Acto seguido, comenzó un estúpido interrogatorio relacionado con su vida sexual, mientras le aplicaban golpes de corriente. Aprendió con sorpresa que los alaridos salían espontáneamente de su garganta. No gritaba de dolor, sino antes de sentirlo. “¿Así que profesor universitario el huevoncito?”. “¿Y te culeábai a tus alumnas?”. “¿Y por dónde te las culeábai?”. “¿Y te lo chupaban?”. “¿Y gritaban cuando se los metíai por el chico?”. “¿Y gozaban las huevonas?”. “¿Y qué te decían después de la cacha?”. Las respuestas les eran irrelevantes y simplemente preguntaban y torturaban sin parar. ¡Vaya interrogatorio para un peligroso sospechoso de terrorismo!

La impresión de Julio fue que los torturadores eran personas con graves frustraciones en torno al sexo. Al parecer, ansiaban acceso sexual con muchachas universitarias, pero, por brutos, ignorantes o cobardes, no lo conseguían. Utilizaban, entonces, la tortura como venganza contra aquellos que, suponían, tenían ese privilegio. La dictadura sirvió para todo lo más bajo y despreciable.

Luego salió el tema de las armas. Preguntaron qué armas tenían en la universidad, dónde había aprendido a manejarlas, quién se las había entregado.

Hacia el final, los torturadores expresaron interés en las asambleas estudiantiles. Insistían, mostrando su ignorancia, en preguntar nombres de dirigentes que “acarreaban gente a las asambleas”, suponiéndoles algo así como poderes mágicos. Debido a que no era posible negar que hubiera líderes estudiantiles, a los militantes comunistas se les había instruido nombrar como tales a tres personas: uno que había sido asesinado el día del Golpe, otro que se encontraba en Europa y un tercero que estaba asilado en una embajada. Por cierto, sus nombres resonaban todo el día por los parlantes.

Finalmente obligaron a Julio a firmar un papel que no pudo ver por la venda en sus ojos. “Mañana vamos a seguir conversando sobre las armas, huevoncito”, lo amenazaron. No lo volverían a llamar.

Cuando ya había pasado un mes y medio desde la ocupación del estadio como campo de tortura y exterminio, recibieron el anuncio que los presos que permanecían en el recinto serían enviados a unas “minas en el Norte”. También se les dijo que permitirían visitas, una por prisionero. Cada visitante estaba autorizado para llevarles una maleta con ropa y efectos personales. La visita se llevó a cabo en las graderías y Julio pudo ver que algunos habían traído libros, guitarras y diversos instrumentos musicales. Semanas después, además de experimentarlo personalmente, se enteró de que, a su llegada a los distintos campos de prisioneros, los militares destrozarían todo tipo de objetos: libros, efectos personales, ropa, etcétera, pero nunca dañarían los instrumentos, hecho que quedaría como un misterio. Un sociólogo preso comentó que se trataba de un fenómeno chilensis.

Julio recibió a Eugenia, su madre, quien lo puso al día respecto a la situación de la familia. Con alivio supo que su hermano Rodolfo, militante de las JJ.CC., no había sido detenido.

Al cumplir dos meses en el estadio, acompañado de un grupo de unos 30 presos, fue llevado al aeródromo de Santiago para abordar un avión que lo llevaría a las misteriosas “minas en el Norte”. Habría más vuelos y otros se irían por barco.

Al salir de los terrenos deportivos, observó a su colega y amigo Claudio, que había sido liberado, parado en la calle mirando los buses y tratando de identificar a personas conocidas.

Se iniciaba así un viaje al desierto con resultados impredecibles. Julio se preguntó si alguna vez volvería a ver Santiago, su familia, sus amigos, sus amores, o si durante su estadía en las soledades, como Jesús, encontraría al demonio tratando de tentarlo. ¿Con qué? ¿Para qué?

Dilo, antes que sea demasiado tarde

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