Читать книгу Historia de Occidente - Luis Enrique Íñigo Fernández - Страница 8
ОглавлениеCAPÍTULO SEGUNDO
La primera revolución
“Lo que hasta este momento he demostrado es que la aparición de la vida aldeana fue una respuesta a los agotamientos producidos cuando se intensificó el modo de subsistencia basado en la caza y la recolección. Pero en Oriente Medio, una vez hecha la inversión en el tratamiento del grano y en las instalaciones correspondientes para su tratamiento, la elevación de los niveles de vida y la abundancia de calorías y proteínas hicieron sumamente difícil que no se tolerara o estimulase el crecimiento de la población.”
Marvin Harris: Caníbales y reyes. Los orígenes de las culturas, 1978.
Entonces formó Dios al hombre de barro de la tierra…
Así, en esa aparente inmovilidad bajo la que se ocultaban lentísimos cambios, imperceptibles pero evidentes progresos, transcurrió la infancia del hombre. Durante dos millones de años, la humanidad paleolítica recolectó, cazó y pescó; talló la piedra para darle la forma que precisaba; erró de un lugar a otro, montando y desmontando una y otra vez sus efímeros hogares de pieles y madera, conjurando con su fuego protector los amenazadores espíritus que pululaban en la oscuridad de las cuevas; afirmó con fuerza irrepetible los lazos del clan del que dependía su supervivencia, y, en un vano intento de mejorar lo precario de su existencia, rindió culto a las potencias sobrenaturales tratando de conmoverlas con un arte de extraordinaria belleza. Entretanto, de manera despaciosa pero continua, los hombres crecieron y se multiplicaron. Poco a poco, fueron poblando cada valle, cada pradera, cada lugar donde la naturaleza se mostraba dadivosa y ofrecía sustento a quienes todavía no habían sentido la necesidad de producirlo por sí mismos.
Y entonces, unos doce mil años ante del presente, la generosidad del mundo pareció agotarse. El clima se tornó de nuevo más seco; muchos grandes animales como el mamut y el rinoceronte lanudo se extinguieron y otros como el reno emigraron hacia latitudes septentrionales, y un sinnúmero de lugares antes abundantes en alimento se volvieron inhóspitos. La presión de la población sobre el entorno se hizo excesiva. Muchos grupos humanos se encontraron con graves problemas para sobrevivir. La caza, la recolección, la pesca ya no bastaban; era necesario explorar otras formas de obtener sustento. El hombre, como millones de años atrás, cuando otra desecación hizo retroceder los bosques africanos, volvía a encontrarse ante un reto ecológico, poderoso e insoslayable, en el que se jugaba su supervivencia.
Al principio trató de seguir haciendo lo mismo que había hecho generación tras generación. Simplemente, probó a hacerlo mejor. Multiplicó la variedad de las especies que cazaba; prestó atención a algunas más pequeñas, que requerían más esfuerzo para obtener menos recompensa; no bastándole con los peces, recogió también marisco, mucho más trabajoso, y, practicando el trueque, aprendió a ofrecer a otros grupos lo que le sobraba esperando obtener de ellos aquello de lo que carecía. Recolectó frutos y semillas que hasta entonces había despreciado y, en fin, perfeccionó hasta extremos inconcebibles la técnica de tallado de la piedra y aprendió a esculpir el hueso con maestría insuperable. Pero todo ello no hizo sino postergar unos miles de años la solución al problema. El agotamiento de los recursos había conducido al hombre a un angustioso atolladero y era necesario hallar cuanto antes la salida.
En realidad ya la conocía. A lo largo de decenas de milenios, el contacto continuado con las plantas y los animales de los que dependía su sustento le había enseñado muchas cosas acerca de ellos. De hecho, en muchos lugares, en los que existían las especies vegetales y animales adecuadas, como el trigo y la cebada, el cerdo, la cabra y la oveja, se hallaba ya preparado para convertirse en agricultor y ganadero. Si no lo había hecho antes era simplemente porque no había sentido la necesidad. La economía productora proporcionaba comida en abundancia, pero exigía también un enorme esfuerzo, mucho mayor que el que requerían la recolección y la caza. No bastaría ya con alargar la mano y tomar de la naturaleza lo que se necesitaba. Ahora habría que preparar la tierra, extirpar de ella las malas hierbas, seleccionar las semillas, plantarlas, vigilar su crecimiento y, en fin, recolectarlas y construir lugares para almacenar las cosechas. Sería también preciso escoger entre los ganados los sementales más aptos, alentar su reproducción y preocuparse de las crías, cuidar los rebaños y construir para ellos cercados o majadas, ordeñar a las hembras y llevar a cabo un sinfín de tareas que exigían dedicación y trabajo considerables. Y, una vez hecho el esfuerzo, habría que defenderlo de las apetencias agresivas de vecinos menos aplicados.
El camino que se abría ante el hombre no era precisamente muy seductor, pero la alternativa aún lo era menos. La única opción disponible al incremento de los recursos era el control del crecimiento de la población. No obstante, este control implicaba sacrificios mucho mayores que la agricultura y la ganadería, pues llevaba aparejadas graves penalidades psicológicas y físicas. El aborto en condiciones de gran peligro para la mujer, la negligencia y el descuido en el cuidado de los niños pequeños o, en el mejor de los casos, la prolongación de la lactancia hasta el límite de lo posible eran las únicas técnicas de control demográfico al alcance de las culturas de cazadores y recolectores. El cultivo de los campos y el pastoreo de los rebaños implicaban la forzada renuncia a los prolongados ocios a los que estaban acostumbrados, pero al menos hacían posible que la población siguiera creciendo. No había mucho que pensar.
Y fue así como, en diversos lugares del mundo, diez milenios atrás, el hombre se hizo al fin agricultor y ganadero. Un historiador, Braidwood, denominó a estos lugares zonas nucleares, porque desde ellas las nuevas técnicas se difundieron por todo el mundo, en un proceso que duro varios miles de años más. Pero lo cierto es que, aun a su pesar, lo que los habitantes del Próximo Oriente, América central o el norte de China estaban poniendo en marcha era una genuina revolución, la revolución neolítica.
No se trata de una exageración. La magnitud del cambio merece el apelativo, aunque, paradójicamente, el nombre que le seguimos dando, Neolítico, hace incidencia en el aspecto menos importante de ese cambio, ya que con él queremos indicar que el hombre deja de tallar la piedra, como lo venía haciendo durante centenares de miles de años, en el período que denominamos Paleolítico, es decir, Edad de la piedra antigua, para pulimentarla, por lo que denominamos al período Edad de la piedra nueva o Neolítico. No obstante, la nueva tecnología no es lo más relevante, ni se limita sólo a la piedra, a la que acompañan ahora la alfarería y los tejidos. Lo esencial del cambio es que el hombre empieza al fin a intervenir en la naturaleza, a transformarla, iniciando así una andadura que ya nunca abandonará. Se trata, en fin, de la mutación más relevante experimentada por la civilización humana hasta finales del siglo XVIII, cuando da sus primeros pasos la revolución industrial.
Porque los cambios no fueron tan sólo económicos y técnicos. Se transformaron también la sociedad y las creencias. La economía productora llevaba aparejada algunas exigencias insoslayables. No era posible cultivar la tierra si sus dueños continuaban errando sin cesar. La agricultura requería cuidados que imponían una forma de vida sedentaria. Los campamentos y las cuevas dejaron su sitio a los poblados estables; las chozas de pieles y ramas, a las cabañas de madera, a las casas de tapial o de adobe. El tamaño del grupo, al ser más abundante el alimento, crece hasta alcanzar varios centenares de individuos, a la par que disminuye la superficie necesaria para mantenerlo. En los espacios libres se establecen nuevos grupos. Las aldeas se multiplican. En su interior, la sociedad evoluciona. El hombre continúa prefiriendo la caza a la agricultura, y la mujer, que se ocupa del trabajo de la tierra, ve aumentar su importancia, tornándose en matriarcado la tradicional primacía masculina. No se concibe aún la propiedad privada. Los campos, los graneros, los rebaños pertenecen a todos, y todos trabajan en ellos tomando luego cuanto necesitan del almacén común. En cada casa, el agricultor y el ganadero es también alfarero y tejedor. No hay leyes ni se necesitan. Las costumbres, la tradición, son suficientes para guiar al grupo. Los cambios disgustan; crean inseguridad. Se trata, en fin, de una sociedad homogénea, cerrada, que se basta a sí misma en lo esencial; una sociedad de aldeanos, en la que son las relaciones personales, y no los vínculos legales, las que sirven de argamasa al edificio social.
Pero, aunque escaso, el excedente de las cosechas existe ya, y con él, la posibilidad de alimentar a personas, pocas todavía, que no se ocupan de producir alimentos. Las prioridades se imponen. Urge apaciguar a los dioses, ganarse su favor. Y así surgen los primeros especialistas a tiempo completo en la religión y sus ritos. La supervivencia depende ahora, antes que de la abundancia de las manadas, de la fertilidad de los campos, esclava del devenir de las estaciones y su corte de fenómenos meteorológicos. La tierra, convertida en la gran madre, transmutada en deidad fundamental, recibe el culto preferente. Pero no se olvidan los hombres del Neolítico de la lluvia que vivifica los campos, el viento que arrastra las nubes, el granizo que arruina las cosechas. Tampoco se posterga a los difuntos, cuyos restos alimentan la tierra en un ciclo continuo de muerte y renacimiento, venerados en forma de cráneos que adornan las viviendas bajo las que reposan. Milenio tras milenio, el hombre adapta sus creencias y sus ritos a sus necesidades. El objetivo, empero, es siempre el mismo: otorgar alguna seguridad a una existencia precaria en su naturaleza misma, o, al menos, una suerte de consuelo ante sus imprevisibles avatares.
El paraíso perdido
Con todo, la humanidad había puesto en marcha transformaciones en su modo de vida que ya no dejarán de arrastrarla hacia formas de civilización a cada paso más gravosas y exigentes. La naturaleza no siempre se muestra generosa. Es necesario prepararse para las malas cosechas, o el hambre, su corolario inevitable, se abatirá sobre el poblado, con su compaña fatal de enfermedades y muerte. Para impedirlo, no queda sino incrementar los excedentes; sembrar más de lo necesario, atesorar para el mañana, cuando acaso la carestía suceda a la abundancia. Además, la multiplicación de aldeas y campos de cultivo y el crecimiento incansable de la población en las zonas más adelantadas terminan por agotar las tierras más aptas. La falta de espacio conduce al enfrentamiento. Ningún grupo, ninguna aldea o poblado, por humildes que sean sus campos o exiguas sus reservas de alimentos, renunciará a ellos sin lucha. El esfuerzo ha sido demasiado grande, demasiado continuado, y merece la pena recurrir a la violencia para preservar lo que se posee. Ha nacido la guerra.
La combinación de ambos procesos alimenta un cambio trascendental. En cada aldea, en cada poblado, los acrecidos excedentes se usan ahora también para producir especialistas en la guerra. Junto a los magos y sacerdotes, nacen los guerreros. Y las batallas se ganan fuera, pero se pierden dentro. Los soldados poseen las armas y pueden usarlas para imponer su autoridad. La igualdad desaparece, y la semilla de la servidumbre se planta bien honda en el interior de las comunidades. Las exigencias organizativas, impuestas por la construcción de murallas y fosos, por la disciplina y el entrenamiento militar, facilitan la división entre los que mandan y los que obedecen. Los díscolos, los que no se pliegan ante el abuso incipiente, pueden verse privados del derecho a acceder a los graneros colectivos. Podrán huir, pero la huida garantiza una existencia aún más precaria y son pocos los que optan por arriesgarse. Han nacido los jefes; pronto aparecerán los reyes.
Los avances técnicos llevarán a las comunidades de campesinos y ganaderos un paso más allá por el sendero de la servidumbre. El metal, cobre primero, bronce después, cuando el hombre aprenda a fundirlo en íntima alianza con el estaño, pero siempre más maleable y sólido que la piedra y capaz de renacer una y otra vez de sus cenizas, hará posible fabricar herramientas más eficaces y duraderas, aptas para arrancar de los campos cosechas más generosas. El excedente aumenta. Su volumen permite añadir a soldados y sacerdotes un nuevo grupo social que no se verá ya obligado a cultivar la tierra. Y los herreros, que atesoran el precioso tesoro del trabajo del metal, se convierten en imprescindibles para la comunidad. Ya no será posible autoabastecerse. Cada hombre podrá ser a un tiempo agricultor, pastor, tejedor y alfarero, pero no podrá ser también maestro en el arte misterioso del metal. La división del trabajo se impone; las fronteras entre grupos dentro de la sociedad se hacen más nítidas; las diferencias aumentan. Y el guerrero, dotado ahora de nuevas armas, más sólidas y mortíferas, ver reforzarse aún más su primacía en el grupo.
Existen jerarquías, pero tardarán en ver la luz los gobiernos, la burocracia, los impuestos, todo lo que la costumbre, paradójicamente, ha dado en llamar civilización. Es necesario para ello un cambio de escala, mayores excedentes, una población mucho más densa, ciudades, una sociedad más compleja. Las pequeñas aldeas no reúnen las condiciones necesarias para ello. Sólo los grandes ríos como el Nilo o el Indo, como el Tigris o el Éufrates, una vez dominado el ímpetu de sus crecidas, proporcionarán los excedentes suficientes para alimentar a una sociedad más sofisticada sobre la que plantará sus raíces el Estado naciente.
Pero antes se producirán otros cambios. El arte refleja las transformaciones sociales. El Neolítico nos ha dejado una hermosa y variada cerámica; una pintura que, por fin, presta atención a la figura humana, postergada por los artistas de las cavernas, e incluso originales híbridos de naturaleza y arte bajo la forma de cráneos decorados mediante conchas y arcilla. Pero lo que quizá mejor expresa la profundidad del cambio que experimentaba la sociedad humana es la arquitectura megalítica. De grandes piedras se alimentan menhires que marcan territorios o encarnan silentes homenajes a misteriosas fuerzas, dólmenes que sirven de última morada a jefes o cabecillas, alineamientos o círculos de arcanas reminiscencias astrales y, sobre todo, túmulos grandiosos que albergan a veces a todo un pueblo, unido en el tránsito a la otra vida, o, en ocasiones, a un solo hombre, deseoso de mostrar más allá de toda duda la magnitud de su poder en ésta. Nada de ello, empero, habría sido posible sin excedentes capaces de alimentar a artesanos y constructores; sin una organización apta para planificar trabajos tan colosales con técnicas tan pobres y movilizar a cientos o miles de hombres para llevarlos a cabo. Los megalitos, en fin, nos han dejado la mejor prueba de la existencia temprana, en aquellos tiempos a medio camino entre la humilde piedra y el orgulloso metal, de una sociedad que, enterrada para siempre la igualdad entre los hombres, comenzaba a introducir entre ellos distancias insalvables.