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I.Mono de feria
ОглавлениеA mi padre nunca le gustó mi foto de comunión. En ella lucía un traje blanco con una cruz de Santiago roja bordada en el pecho y una fila de brillantes botones a cada lado, hombreras con ribetes dorados y un cordón doble, también dorado, que caía formando una elegante curva, desde mi hombro derecho hasta mi cuello. El traje no era exactamente blanco, sino de color marfil. Era un pequeño príncipe sujetando un cáliz de oro entre sus manos. Un niño de ojos verdes con la mirada impoluta, libre de pecado. Las mejillas sonrosadas y los labios apretados levemente, preparado para recibir a Dios en mi cuerpo.
A mi padre nunca le gustó mi foto de comunión porque parecía que tenía el pelo cano, o eso decía él. En la imagen se podía observar una pequeña mancha de luz blanca en la zona de la coronilla, que contrastaba con el resto, castaño claro. La culpa había sido de los focos del estudio fotográfico en el que me la hicieron, pero a mi padre aquello le sirvió de excusa para negarse a colgarla en el salón. Mi madre lloró durante días.
Aquella foto representaba fielmente lo crédulo e inocente que era, lo ilusionado que estaba por hacer la Primera Comunión, lo feliz que me hacía pertenecer a la Santa Iglesia. En aquel momento, en el preciso instante en que la cámara hizo clic, yo era probablemente el niño más bueno sobre la faz de la Tierra.
Un niño santo.
—¿Qué quieres ser de mayor, Pedro? —me dijo un día en clase la Señorita Mari Sierra. Yo ya contaba con once años. Siendo más pequeño, ante la misma pregunta hecha por otra maestra, había respondido que quería ser pintor. «¿De pincel o de brocha gorda?», había añadido ella. Pensé entonces en los frescos de la Capilla Sixtina que aparecían en mi libro de Religión y deduje que aquel artista había tenido que usar algo más contundente que un simple pincel. «De brocha gorda», fue mi respuesta final y toda la clase, animada por la maestra, se rio de mí. Aquellas burlas truncaron mi primera vocación real y, con el tiempo, me busqué otra.
—Quiero ser santo.
—¡Eso está muy bien! —dijo ella, sorprendida y llena de júbilo—. Pero para ser santo primero hay que ser mártir. ¿Estarías dispuesto a morir por Jesucristo?
—Sí —dije, convencido y sonriente, porque sabía que eso era lo que la Señorita Mari Sierra deseaba oír. Obviamente, yo no quería morir. Llegado el momento, ya veríamos lo que haría si me viera en la tesitura de tener que elegir entre Cristo o mi propia vida.
Educado en el catolicismo, como la mayoría de los niños españoles nacidos en los ochenta, crecí pensando que existían el Cielo y el Infierno, incluso el Purgatorio. A pesar de tener un comportamiento impecable, ser agradecido y trabajador, daba por hecho que, el día que muriese, iba a pasar una temporada en él. Mis pecados eran muy leves: discutir con mis padres o con mi hermano, decir palabrotas o sentir envidia cuando alguien sacaba mejores notas. No robaba. No mentía. No me metía en líos. Y aun así, seguramente debido a alguna homilía del sacerdote o a algún comentario de la catequista, sabía que iría al Purgatorio porque «todos cometemos pecados». Me lo habían dejado clarísimo. Como el que comete un delito, yo sabía que tendría que permanecer una temporada en esa especie de prisión gris donde las almas flotan en el vacío, antes de acceder por fin al Reino de los Cielos. Era un trámite que todo el mundo tenía que pasar mientras esperaba a ser juzgado. O, al menos, eso es lo que me había hecho creer la Señorita Mari Sierra.
María Sierra Páez era maestra en un pequeño pueblo de la provincia de Toledo. Yo nací y crecí en ese lugar rodeado de montes, que era muy verde en primavera, cuando corrían los arroyos, y muy amarillo en verano, cuando solo se oía el inagotable cantar de la chicharra. Su labor docente era importante, pero Mari Sierra era conocida sobre todo por ser la beata del pueblo. A sus cincuenta años ya tenía todo el pelo blanco, pero siempre parecía recién salida de la peluquería y, cuando atravesaba los pasillos del colegio, dejaba un rastro de olor a laca que tardaba siglos en desaparecer. Unas finas gafas redondas le enmarcaban los ojos, cansados de tanto rezar, y siempre vestía un traje de chaqueta azul marino. Llevaba un pequeño crucifijo de oro al cuello. Solíamos copiar en sus exámenes de Geografía y ella no se enteraba, o fingía que no lo hacía. Hasta yo, que era la moralidad hecha carne, sacaba el libro en mitad del examen para copiar las respuestas. Una vez nos confesó que se bañaba a oscuras para no verse desnuda, porque era pecado. De forma paradójica, debido a su mote familiar, la llamábamos «la guarrilla».
—¿Por qué quieres ser santo? —Se inclinó sobre mi mesa al acabar la clase, mientras el resto de niños se dirigía de manera atropellada al patio.
—No sé. Leí un libro sobre niños santos y, simplemente, lo supe.
El libro en cuestión era un objeto nacarado con los bordes de las páginas dorados y un cierre metálico que hacía clic. Mi madre lo llevaba en sus diminutas manos el día de su comunión. Salía en todas las fotos con él, junto a un rosario larguísimo que casi le llegaba a los pies. Era precioso. Sin duda, poseía un gran valor sentimental para ella. Lo tenía guardado en el cajón de su tocador, rodeado de pañuelos de seda, broches con forma de libélula, jabones de colores y mis dientes de leche dentro de una cajita de metal.
—Eso se llama vocación. No sabes lo contenta que me pone que me digas esto, Pedro. Siempre supe que eras especial —me dijo.
Fue en ese preciso instante cuando la guarrilla me fichó para su Ejército de Salvación. Apuntó mentalmente mi nombre en una libreta imaginaria nacarada de bordes dorados.
—¿Te interesaría echar una mano en misa? —preguntó, sonriente.
A mis once años, y teniendo en cuenta que el momento más excitante de mi vida había sido mi Primera Comunión, estaba como loco por volver a la iglesia. Le dije que sí sin pestañear.
—¡No! —gritó mi padre. Su voz grave se clavó en la pared como una alcayata gigante, haciendo retumbar el gotelé.
—¿Por qué no? A él le hace ilusión… —abogó mi madre por mí con el ceño fruncido, mientras dejaba de golpe la cuchara encima de la mesa, salpicando de potaje la camiseta de mi hermano mayor.
—¡Mama! —se quejó él.
—Cállate, Lucas. Luego te la lavo.
—He dicho que no y es que no. No quiero que vistan a mi hijo como un mono de feria. ¡Monaguillo! —dijo, con desprecio—. Ahí, puesto en medio, delante de todo el mundo, disfrazado con faldas. ¡Y trabajando gratis para el cura!
—¡A Don Evaristo no lo metas en esto!
—Qué obsesión tienes con Don Evaristo, con Dios y con la madre del cordero.
Yo observaba de reojo en silencio, agazapado detrás del plato, mientras fingía contemplar una albóndiga demasiado grande para ser engullida de un solo bocado. La notaba en la garganta, cortándome la respiración, a pesar de que seguía en el plato, como una isla desierta, rodeada de un espeso líquido anaranjado.
—¡No blasfemes, por favor! ¡Y menos delante de los niños!
—Los niños ya son grandes para saber que todo eso son…
Mi madre, a gran velocidad, alargó el brazo para taparle la boca a mi padre con una servilleta de tela. Nos miraba con una expresión aterrorizada, intentando leernos las caras para adivinar nuestros pensamientos. Mi padre la apartó de un manotazo. Parecía que los ojos se le iban a salir de las órbitas. Se levantó de la mesa sin decir ni pío y abandonó la habitación sin haber terminado su plato.
—Venga, comeos el potaje, que se enfría —dijo mi madre, mientras recogía la servilleta del suelo y comenzaba a doblarla sobre su regazo, incapaz de levantar la mirada.
Después, ya solo se oyó el crepitar de la leña ardiendo dentro de la estufa.
Mi padre, Santiago García, no era creyente. Decía que todo eso del Cielo y el Infierno eran milongas y que los curas eran unos vagos que no querían trabajar. Era carpintero y tenía cicatrices en los brazos porque a veces, sin querer, se cortaba. Gajes del oficio. Tenía las manos grandes y fuertes. Era muy moreno, de piel y de pelo, y sus ojos eran tan marrones como la materia prima con la que trabajaba. Tenía ojos de madera.
A sus treinta y tres años, y con dos hijos a su cargo, solo había salido del pueblo en una ocasión: cuando lo mandaron a Melilla a realizar el servicio militar. Al poco tiempo de volver, se casó con mi madre y no volvió a salir. No sé qué pudo pasar para que renegase del mundo de aquella manera. A veces me escondía en la buhardilla para revisar viejos álbumes y contemplar las fotos en blanco y negro de su estancia en Melilla. Yo no podía ubicar esa ciudad en el mapa, pero sabía que mi padre había vivido allí, ya que había infinidad de documentos gráficos que lo demostraban. Lo veía vestido con el uniforme, besando una bandera, tocando una corneta, sujetando un fusil, riendo con sus compañeros o metido en el agua hasta los muslos con un bañador muy ceñido, lo cual me sorprendía bastante, ya que mi padre no sabía nadar. Me parecía muy arriesgado meterse en el mar sin saber si se va a poder volver a salir. A veces soñaba que se ahogaba y se hundía en las profundidades.
Yo heredé los ojos de mi madre, María Sánchez, y con ellos, tal vez, su forma de ver el mundo. Sus ojos eran verde mar. Sin embargo, paradojas de la vida, este nunca se había visto reflejado en su mirada. Ansiaba contemplar el océano, pero mi padre le había dicho que no era para tanto, que se quitara esa idea de la cabeza, que no tenían el dinero ni el tiempo suficientes para ir de vacaciones tan lejos. Y punto. Entonces ella, mustia, se sentaba bajo la ventana y se ponía a leer su Biblia. Murmuraba cosas que parecían plegarias, pero yo creo que a veces, en lugar de rezar, lo que hacía en realidad era criticar a mi padre por lo bajo, sin atreverse a levantar la voz.
Mi madre tenía varias manías. Por ejemplo, cerraba todas las puertas con llave, incluidos los armarios de la cocina. Cada vez que nos iba a regañar por algo a mí o a Lucas, antes de hablar, se escondía de manera compulsiva un mechón de pelo detrás de la oreja con un rápido gesto de la mano. Estornudaba de manera muy aguda, siempre tres veces, y a nosotros nos hacía mucha gracia. Le gustaba tararear mientras cocinaba. Se inventaba coplas. A veces decía las cosas cantando. Tenía la voz dulce. Cuando leía, se llevaba el dedo índice a la boca y se mojaba la punta con saliva antes de pasar la página. Leía muy rápido porque siempre leía el mismo libro, las Sagradas Escrituras, y ya se lo sabía casi de memoria. Cuando bajaba a la cuadra para dar de comer al cerdo, le hablaba como si este la fuese a entender. Tenía largas conversaciones con él. Cuando iba al patio a buscar leña para la estufa, entraba en el pequeño cobertizo y se quedaba un buen rato allí dentro, llorando a escondidas. Encerrada bajo llave.
Pese a la oposición de mi padre, al final me hice monaguillo. Nunca olvidaré el brillo en los ojos de mi madre cuando me vio con los ornamentos puestos. La túnica roja me quedaba como un guante, como si me la hubieran hecho a medida. La sobrepelliz de fina tela blanca que llevaba por encima, aunque demasiado amplia para mi gusto, era exactamente igual que la de Don Evaristo, lo cual me hacía parecer una pequeña copia suya, un sacerdote en miniatura.
Don Evaristo tendría unos cincuenta años. Era regordete, estaba medio calvo y ya habían comenzado a salirle pelillos blancos de las orejas. Siempre estaba muy serio, pero de vez en cuando, sin venir a cuento, contaba chistes. Eran muy malos. Te los contaba y, luego, para más inri, te los explicaba. Tenía la nariz muy grande y, cuando se ponía las gafas de leer, parecía que llevaba unas gafas con una nariz pegada, de esas que solo puedes comprar en una tienda de disfraces. Dos pobladas cejas negras sobrevolaban sus ojos saltones y tenía una muela de oro. Cuando pensaba que estaba solo en la sacristía, cantaba arias en italiano. Yo me escondía detrás del biombo y, embelesado, le escuchaba entonar Nessun dorma.
Los primeros días no me enteraba de la misa la media, pero poco a poco fui espabilando. Mi trabajo consistía en ayudar al cura en todo lo que necesitase antes, durante y después de la ceremonia. Le ayudaba a vestirse y a desvestirse, sacaba las obleas de sus envoltorios y las dejaba preparadas encima del altar, iba a la bodega a comprar el vino que más tarde echaba en las vinajeras doradas, limpiaba el polvo de las esculturas de vírgenes y santos, algo que me fascinaba, e incluso tocaba las campanas.
Prácticamente vivía en la iglesia. Después del colegio, me pasaba las tardes en la casa del Señor. Y los fines de semana iba a todas las misas. Me las sabía de memoria y, de haberse puesto enfermo Don Evaristo en alguna ocasión, creo que podría haberlas oficiado yo mismo. Quería ser santo y no podía estar más cerca de Dios que pasando tantas horas en su templo. Mi madre tampoco se perdía una y siempre me saludaba con la cabeza desde el primer banco. Lucas venía obligado a algunas, pero en cuanto ella se daba la vuelta, se escapaba para salir a darle patadas a algún balón o pegarse con alguien. Estaba claro que Lucas se parecía más a mi padre, físicamente y también de carácter, mientras que yo era el vivo retrato de mi madre. Estaba hecho a su imagen y semejanza. Era carne de su carne. No cabía duda.
Mis compañeros de clase empezaron a reírse de mí. Al principio me llamaban «monaguillo» con el propósito de ofenderme, pero no lo conseguían porque yo estaba muy orgulloso de servir a Dios. Además, la Señorita Mari Sierra siempre me defendía y castigaba a los que se metían conmigo. Era su favorito. Como veían que con aquello no me enfadaba, empezaron a llamarme «mona», la hembra del mono, y a imitar el sonido de dicho animal a mi paso. Eso ya me gustaba menos. Sabía que tenía que poner la otra mejilla, hacer oídos sordos a las críticas ponzoñosas y perdonar a mis ofensores, pero no era una tarea fácil. Esas dos sílabas se me clavaban en las sienes y resonaban durante horas dentro de mi cabeza porque, cuando salíamos al recreo, no paraban de repetirlas.
—MO-NA-MO-NA-MO-NA… —coreaban los niños en el patio, haciendo un círculo a mi alrededor. Alguno se atrevía a darme un empujón. Los más osados, incluso me daban alguna colleja. Entendía a la perfección lo que podía llegar a sentir un condenado a muerte de camino al cadalso. Me transformaba en Jesucristo en dirección al Calvario. Solo era cuestión de tiempo que me arrancasen la ropa y me clavasen en una cruz. El tiempo de recreo era mi viacrucis personal.
—¡Meapilas! —me gritaba Antonio.
—¡Eres el novio del cura! —me señalaba Diego con su dedo índice, acusador.
Yo callaba, pero a veces no lo soportaba más y me echaba a llorar. Entonces ellos se reían y decían que era un flojo y un cobarde. La escuela puede ser un lugar muy cruel.
No se metían solo conmigo, todo el mundo tenía un mote. «El carapato», por la forma de sus labios. «La empollona», porque sacaba buenas notas. «El caraculo», por feo. «La piruja», porque parecía una bruja. «La ballena», por gorda… Dentro de lo malo, incluso había tenido suerte con el mío, pero las cosas iban a cambiar. De repente dejé de ser «el mona», por monaguillo, para convertirme en algo nuevo, algo peor. No sabía por qué, pero ellos habían visto algo en mí que yo no acertaba a contemplar.
Una mañana que llegué demasiado pronto al colegio, mi supuesto grupo de amigos, todo chicos, quiso gastarme una broma. Decidieron esconderse y empezar a insultarme desde el callejón que había detrás del gimnasio.
—¡Monaaaa! —gritaban varias voces, al unísono. A mí no me hacía gracia, pero ya me había acostumbrado y no les hice mucho caso. Como vieron que no me afectaba, decidieron probar otros insultos.
—¡Mariiiicaaaa! —vocearon. Ya no decían monaguillo. Mi mote había cambiado y no había vuelta atrás. Pensé en mi hermano Lucas y me avergoncé por ser incapaz de reaccionar. Él nunca habría permitido una ofensa de ese tipo. Habría repartido un par de puñetazos antes de que sus oponentes se hubiesen atrevido a decir esta boca es mía. Pero ni Lucas, ni mi madre, ni la Señorita Mari Sierra estaban allí para defenderme. Tenía que plantarle cara al problema yo solo.
—¡Mariiiicaaaa! —chillaron de nuevo, entre risas. Me pareció reconocer la voz de Diego esta vez. Me acerqué presuroso al callejón, dispuesto a enfrentarme a ellos como Jesús a los mercaderes del templo. Al verme venir, corrieron para darle la vuelta al edificio. Fui en la otra dirección, tratando de interceptarles el paso, con un valor inusitado en mí, influido tal vez por la Gracia Divina.
Llegaron antes que yo al otro lado y desde la esquina del edificio, asomando solo algunas partes de su cuerpo (un ojo aquí, otro allá, una oreja, un brazo), reemprendieron su ataque.
—¡Monaaaa! —dijo una voz grave.
—¡Maricaaaa! —gritó otra, más aguda.
Y después, las risas, las carcajadas. El dolor punzante de una lanza atravesando mi costado. Ese amasijo de miembros, esa amalgama de ojos, bocas y lenguas cargadas de veneno, era Legión para mí. Tenía el poder de mil demonios. Me abría las carnes y me aceleraba el corazón, que estaba a punto de salírseme por la boca.
Avancé en su dirección y ellos volvieron a esconderse. En vez de intentar cortarles el paso por el otro lado, esta vez decidí perseguirlos, con todas mis energías. Era un ratón en un laberinto corriendo detrás de un grupo de gatos callejeros. Daba grandes zancadas por el angosto pasillo, luchando por alcanzarlos, de camino a mi propia perdición.
—¡HIJOS DE PUTA! —grité con todas mis fuerzas, como poseído. No pensé en las palabras que estaban saliendo de mi boca. Simplemente dejé pasar el aire por mis cuerdas vocales y articulé sonidos, pero no era consciente de lo que decía. Se pararon en seco y giraron sobre sus pies. Eran solo tres: Diego, Antonio y Mario. Por fin le veía la cara al dragón. Parecía que iba a abrasarme con su fuego. Sin embargo, algo había cambiado en su mirada. Estaban completamente serios. No esperaban que contraatacase. El juego había dejado de ser divertido.
—Pídenos disculpas —exigió Diego, que era el más chulo de los tres.
—No pienso hacerlo —dije, sacando un valor escondido durante años en el fondo de mi pecho, como un fósil enterrado bajo capas y más capas de tierra. Me temblaban las piernas y creía que iba a desmayarme en cualquier momento.
—Nos has insultado —escupió Antonio.
—Y vosotros a mí.
—No es lo mismo —de nuevo, Diego—. Has insultado a nuestras madres.
—Ojalá supieran ellas lo que estáis haciendo.
—Pídenos perdón —volvió a insistir, amenazador.
—Vosotros primero.
Entonces sonó la sirena y decidieron irse a clase, farfullando cosas ininteligibles o que yo no quise entender. Los vi alejarse por el callejón mientras protegía con una mano mis ojos de los rayos del sol, que brillaban con más fuerza que nunca.
«Padre, perdónalos, porque no saben lo que hacen», pensé.
Aturdido aún por lo sucedido, me pregunté qué habría pasado si Jesús hubiese perdido los nervios y, harto, hubiese tirado al suelo la cruz que llevaba a las espaldas. ¿Qué habría pasado si, en lugar de aceptar su destino y morir por nuestros pecados, se hubiese rebelado contra los romanos? Luego me di cuenta de que mis pensamientos eran bastante blasfemos y sacudí la cabeza para sacarlos de ahí.
Con la única idea de ir a confesarme lo antes posible, aceleré el paso y me dirigí al aula. Llegaba tarde a clase de Religión.