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III.Agua y chocolate

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En mi familia nunca íbamos de viaje. Mi escenario siempre tenía los mismos decorados: el colegio, la casa, la iglesia y la carpintería de mi padre. Como mucho, íbamos al río en verano o, de vez en cuando, al campo a visitar a mi tío Luis, que era pastor de cabras y tenía una finca a las afueras del pueblo. Por eso me sorprendió tanto cuando mi madre, vestida con su traje de los domingos, me dijo que nos íbamos de excursión.

El autobús estaba aparcado en la plaza, con el maletero abierto y una gran cantidad de mujeres arremolinadas en torno a él. Llevaban unas enormes garrafas de plástico vacías con los nombres de sus dueñas escritos a rotulador en la superficie. Desconfiadas, las introducían con rapidez en el maletero del vehículo y subían a toda prisa para coger sitio. Mi madre también llevaba una garrafa en cada mano y me había obligado a cargar con otra más pequeña. Yo caminaba ligero, balanceándola en el aire, loco de contento por salir del pueblo.

—¿Dónde vamos? —le dije.

—A ver a la Virgen —me contestó.

Nada podía hacerme más ilusión. Resulta que a unos setenta kilómetros de mi pueblo, en medio de un valle, la Virgen se le había aparecido a un pastor. Le dijo que hiciera un agujero en el suelo, del cual brotaría un manantial sagrado. Así lo hizo y, tal como ella le había indicado, del orificio comenzó a salir un líquido cristalino, puro e inagotable. Cuando el pastor contó lo sucedido, la gente corrió como loca hacia aquel lugar para comprobar que la historia era cierta. Enseguida levantaron una pequeña capilla con la imagen de Nuestra Señora de los Milagros para honorarla. Los fieles comenzaron a peregrinar hasta aquel lugar perdido entre montes con el único deseo de probar el agua y, con muchísima suerte, ver a María. Tuvieron que construir unos baños públicos para toda aquella gente que decidía acercarse al lugar de la aparición.

Como todo el mundo iba buscando agua, instalaron una fuente con muchos grifos para que los peregrinos pudieran llevarse, de forma gratuita, toda la que quisieran. Luego empezaron a cobrar donativos para el mantenimiento de las instalaciones y, más tarde, una especie de limosna obligatoria para las beatas que, técnicamente, vivían allí, encargadas de vigilar la fuente día y noche, organizar los turnos de visitas y limpiar un complejo que no paraba de crecer. Para escalonar el acceso a los grifos sagrados, habían construido en el suelo un pequeño canal serpenteante hecho de cemento por el que fluía el agua. Las mujeres, que estaban obligadas a llevar falda larga y un pañuelo sobre la cabeza, caminaban descalzas a paso de tortuga por dicho recorrido mientras rezaban el Rosario de forma ininterrumpida. Al final del camino podían acceder a la fuente central y llenar sus garrafas. Recuerdo cómo unas mujeres sedientas se abalanzaban a degustar el sagrado elixir como si la vida les fuera en ello. Se lavaban las manos, la cara, el cuello, los senos. Al principio con ansia, luego, con delicadeza. Decían que la gente sanaba al beber esa agua o al aplicársela en las heridas. Nunca olvidaré su sabor metálico ni la sensación de que algo divino estaba entrando en mi cuerpo. Me sentía en comunión con Cristo y más unido que nunca a María.

Miraba a todos lados, queriendo entender lo que ocurría, absorber todos los detalles. Tragaba agua, pero con ella engullía también las vidas de aquel gentío, sus anhelos más profundos, sus deseos de curación de enfermedades, ya fueran propias o ajenas. Recé por aquellas personas, para que se cumplieran sus deseos. Pedí también que aquel líquido me hiciera mejor hijo, mejor hermano, más sabio y más fuerte.

Un señor con sombrero detrás de un tenderete exhibía extrañas fotografías del cielo. Afirmaba que si uno retrataba el firmamento a la hora del Ángelus, la silueta de la Virgen era captada por el objetivo. Luego vendía dichas instantáneas a un módico precio. También vendía medallas de la Virgen de los Milagros con las manos extendidas y el manto sobre la cabeza, como la de mi buhardilla, velas y todo tipo de estampas.

Las mujeres entonaban canciones a María y yo me sentía parte de algo grande. Miré al sol, animado por las feligresas, y creí ver el rostro de María en lo alto. Cerré los ojos y ahí estaba mi dulce madre celestial, sonriéndome solo a mí.

—La veo, mama.

—¿Qué dices, Pedro?

—¡Viva la Virgen de los Milagros! —gritaba con fuerza una mujer bajita y rechoncha.

—¡Viva! —le contestaban exultantes decenas de voces femeninas. Y se ponían a cantar.

Lo más increíble fue lo que ocurrió después. En mi pueblo no habían elegido al azar la fecha para organizar aquella excursión. Por lo visto, ese mismo día iba a visitar el santuario José Manuel, un joven de unos dieciocho años que había entrado en contacto directo con la Virgen. Según decía, se le había aparecido para declararle su intención de hablar a través de él, de usarlo como medio de comunicación con el mundo.

José Manuel aparecía por allí de vez en cuando, se escondía en un cuartucho con las persianas bajadas y se sentaba frente a un micrófono. Era un hombre muy alto, con ojos de sapo y los labios carnosos. No lo llegué a ver en persona, pero repartían estampas en sepia con su cara, como si fuese un santo más. Al fin y al cabo, había sido elegido por María para hacernos llegar su mensaje; era un ser tocado por la Gracia de Dios.

Recuerdo a todas las mujeres en fila, mirando ilusionadas un viejo altavoz en lo alto de una pared desconchada, con las manos en posición de rezo. Recuerdo el vaivén de los rosarios colgando en sus manos y los pies descalzos, húmedos, sobre el cemento. Recuerdo el sonido metálico de la respiración de José Manuel, fantasmagórica, muy lenta y profunda, como si le faltase el aire entre frase y frase.

—Hijos míos… —decía. Y las allí reunidas, porque se trataba sobre todo de mujeres, chillaban como si estuvieran en un concierto de su artista favorito.

Respiraba como si se estuviese ahogando y nunca sabíamos cuál de sus palabras iba a ser la última, cuándo se iba a perder la conexión.

Apenas recuerdo lo que decía, pero se trataba de un mensaje de paz. La Virgen quería que nos amásemos los unos a los otros. Nos decía, a través de la voz grave de José Manuel, que había que obrar bien en la vida, ya que el fin estaba cerca. También que para acceder al Reino de los Cielos, había que ser buenos cristianos. Algo así decía. Nada que no nos hubieran dicho ya en la escuela o en la iglesia.

Pasadas unas semanas desde nuestra excursión al santuario, oí decir a mi vecina Juana que si congelabas el agua bendita, la Virgen se aparecía en el hielo. En cuanto lo escuché, corrí a casa a realizar el experimento. Sabiéndome uno de sus hijos predilectos, estaba convencido de que María se manifestaría ante mí, así que cogí una de las pesadas garrafas que había bajo el fregadero y, como pude, llené una botellita sin etiqueta que encontré en el mueble de la cocina. La metí en el congelador y, un par de horas más tarde, abrí la puerta para comprobar si el milagro se había hecho realidad. Al principio no vi nada. Había sido demasiado impaciente y el agua de la botella no se había congelado por completo. La extraje, la giré y la observé desde todos sus ángulos. Nada. Mi madre me descubrió y me preguntó qué hacía. Sabía que la idea de poner a prueba mi fe de aquella manera no iba a gustarle, pero necesitaba comprobar si lo que decía la Juana era verdad.

—Déjamela a mí —dijo, quitándome con sumo cuidado la botella de las manos. La observó entonces con mucha calma y, a mi parecer, con gran fervor.

—Mírala —dijo, mostrándome unas formas en el hielo en las que yo no había reparado.

—¿Dónde? —quise saber, tímido, de pie sobre los baldosines verdes. Ella, a mi lado y de rodillas, sostenía el envase como si se tratara de la joya más delicada. La giraba frente a mis ojos para mostrarme el ángulo perfecto en el que yo también fuera capaz de visualizarla. El repetitivo sonido mecánico del congelador abierto y el frío que emanaba de su interior lograban crear un momento de tensión único; seguía sin ver a la Virgen.

—Está como en una especie de roca. ¿Ves? Es una Virgen Niña. Mira, este es el manto, esta es la cara… Fíjate en las manos juntas, en oración.

—¡La veo!

Le di un fuerte abrazo a mi madre y, juntos, lloramos de alegría. María había decidido transmutarse ante nosotros para agradecernos nuestra fe incondicional. Estábamos presenciando un pequeño milagro helado. No había duda: la Virgen quería que yo la viera. Quizá, algún día, me eligiese para hablar a través de mí, como había hecho con José Manuel.

El día que cumplí doce años mi padre se presentó en casa con una caja de zapatos agujereada. La dejó encima de la mesa camilla del saloncito y pude ver cómo se movía un par de centímetros sobre el tapete de ganchillo, como por arte de magia. Más que moverse, la caja saltaba. Daba pequeños brincos y parecía que se iba a abrir de un momento a otro.

—¡Corre, ábrela! —me dijo, mientras daba el primer sorbo de su botellín.

—¿Es para mí? —balbuceé, más por miedo que por despiste.

—¿De quién es el cumpleaños hoy? —Me guiñó un ojo y brindó conmigo en el aire.

Decidido, me aproximé a la mesa y la abrí de par en par. En ella había un pequeño pájaro de plumas negras y vientre blanco.

—Es una urraca. ¡Cógela!

La cogí entre mis manos y le acaricié la cabeza con suavidad. Mi padre me dijo que las urracas eran unos pájaros listísimos y que podían hablar. Al principio pensé que me estaba tomando el pelo. Sabía que los loros hablaban (la nieta de la Tía Petri tenía uno), pero desconocía la existencia de las urracas.

Con la ayuda de Lucas y los consejos de mis padres, la fui alimentando y enseñando trucos. La llamé Eva, en honor a la primera mujer. Daba gusto contemplar su plumaje azabache y su larga cola azul eléctrico. Crecía muy rápido y pronto empezó a decir sus primeras palabras.

—¡Hola Eva! —le decía.

—¡Hola Eva! —contestaba.

—¿Qué tal? —le preguntaba yo.

—¿Qué tal? —era su respuesta—. ¡Hola Eva! ¿Qué tal? —continuaba. A veces entraba en bucle y podía ponerse muy pesada, pero la quería muchísimo.

Eva vivía en una amplia jaula que le había construido mi padre, pero se pasaba la mayor parte del día fuera de ella, volando de un lado a otro. Incluso revoloteaba por el patio y se escondía entre las plantas.

—¡Hola Eva! —graznaba, antes de tirarse en picado desde lo alto de la barandilla y aterrizar en una de las macetas.

Lo cierto es que se cargó más de un geranio, pero le perdonábamos todo porque nos había robado el corazón. También nos robó otras cosas. Entraba y salía a su gusto de todas las habitaciones. Cogía los objetos que le llamaban la atención y los cambiaba de sitio o los escondía, sobre todo la bisutería de mamá y las figuritas de porcelana.

Tenía fijación con el Niño Jesús que había en la alcoba de mis padres. Era casi tan grande como ella y bastante pesado, pero eso no impedía que Eva lo cogiera entre sus patas y lo cambiara de sitio. De la cómoda a la cama. De la cama al armario. Del armario al sillón. Mi madre se volvía loca buscándolo y perseguía al pájaro por todas partes para que este confesara.

—¿Dónde está el Niño Jesús? —chillaba, fuera de sí.

—¡Niño Jesús! —contestaba Eva, imitando casi a la perfección su tono agudo.

Al final siempre lo encontraba y volvía a colocarlo en su tapete de croché encima del tocador.

Una vez, mientras Eva transportaba la figura, se le escurrió de entre las garras y cayó al suelo, abriéndose la cabeza. Corrí encá la Fabi, la tienda de ultramarinos que estaba al final de la calle, y me hice con un pegamento extrafuerte para intentar salvar la situación.

—¡¿Qué has hecho?! ¡¿Qué has hecho?! —repetía la urraca.

Lo decía una y otra vez con el mismo tono dramático que yo había usado. La mandaba callar, por miedo a que mi madre descubriera el pastel, mientras echaba pegamento en el falso cráneo del Niño Dios.

¿Sería pecado romper una figura del Niño Jesús? De lo que no había duda era de que mentirle a mi madre estaba mal, aunque fuera para ocultar el delito de Eva, pero no quería que tomara represalias. Le tenía manía al pobre pájaro desde que había salido de aquella caja de cartón.

Cuando descubrió las cicatrices en el rostro de la figura se llevó un disgusto, pero me agradeció que hubiera intentado repararla. Ahora, más que al hijo de Dios, el Niño Jesús se asemejaba a un pandillero de un barrio marginal. Parecía que iba a sacar una navaja del pañal en cualquier momento para robarte todo tu dinero.

Ese episodio fue un duro golpe en la relación entre Eva y mi madre, pero la cosa se agravó cuando, nadie supo explicar muy bien por qué, la urraca empezó a insultarla.

—¡Puta María! —decía, mirándola fijamente a los ojos.

Yo me quedé boquiabierto, al igual que ella. Lucas no podía contener la risa al verla persiguiendo al pájaro por toda la casa.

—¡La mato! —chillaba, escoba en mano, haciendo aspavientos.

—¡Puta María! ¡Puta María! —era la respuesta del pájaro, mientras volaba de un lado a otro, esquivando los golpes del cepillo.

Yo corría detrás de mi madre suplicando que la dejase en paz, preguntándome al mismo tiempo quién le habría enseñado aquello a mi mascota. Cuando se lo contamos a mi padre, se partió de risa.

—Es solo un pájaro. ¡Tranquila, mujer!

—¡De alguien lo habrá oído!

—A lo mejor de la vecina, vete tú a saber —contestaba él, ufano.

—¿Desde cuándo me llama puta la vecina? —Y luego se santiguaba porque había dicho una palabrota—. Un día me la voy a llevar al campo y la voy a echar a volar.

—¿A la vecina? —Seguía divirtiéndose mi padre—. ¿Pero cómo vas a hacer eso? ¡Si es una criatura de Dios!

—¡Una criatura del demonio! ¿A quién se le ocurre traer a una casa decente un bicho así, negro como la muerte? Es un pájaro de mal agüero. Nos va a traer mala suerte.

Luego cogió la Biblia y se fue a su alcoba a rezar.

Recuerdo que tenía sueños de lo más extraños cuando era pequeño. Tal vez fuera culpa de las películas que veía en aquel televisor de culo gordo, cuyos botones hacían clac cada vez que cambiaba de canal. Clac. Clac. Clac. Y paraba cuando veía una casa volando por los aires, girando de forma hipnótica, llevando a una niña con trenzas a una realidad paralela. Clac. Clac. Un perro gigante, mitad dragón, cabalgado por un niño. Clac. Un hombre en calzoncillos blancos, de pie frente a un espejo, besando de forma apasionada su propia imagen mientras una voz en off masculina le iba dando órdenes. Recuerdo el fundido en negro después de apagarla, asustado, sabiendo que eso que había visto era pecado, estaba mal y no debía volver a verlo. Sentirme extraño, convulso. Mirar el reloj del salón y ver lo tarde que era. Estar solo a oscuras en plena madrugada tras haberme quedado dormido en el sofá. El sonido del escay al despegarse de mi piel sudada. La leve luz anaranjada de los tizones que aún ardían dentro de la estufa. La certeza de que esa noche también iba a estar plagada de sueños.

A veces soñaba que me salían pelos en la lengua, fuertes y duros, como las cuerdas de una raqueta. Me crecían de manera imparable y me impedían hablar. Me ahogaba. Trataba de arrancármelos, pero crecían otros, cada vez más rápido, y la única forma de acabar con el maleficio era despertar. Salir de mi alcoba de noche, asomarme a la barandilla que daba al patio, iluminado por una luna llena de color azul, poner mis dedos sobre el pasamanos y levitar escaleras abajo. Ese se repetía con asiduidad. Era fantasmagórico. Un sueño añil en el que mis pies no tocaban los escalones. Levitaba. Prácticamente volaba escaleras abajo. Mi cuerpo flotaba, semidesnudo, acompañado por el sonido de los grillos. Algo acechaba en el patio. Un animal salvaje, quizás. Notaba el miedo, presentía el ataque y entonces me despertaba.

Mariposas negras. Una plaga de mariposas negras, rodeando un cuerpo de varón. El de mi padre, tal vez. Un señor de negro, cubierto de mariposas, mirándome a los ojos. Despertarme gritando, con la sensación de estar a punto de mearme encima. Sacar el orinal de debajo de la cama y descargar en él todo el contenido de mi vejiga, tratando de olvidar, de eliminar los malos augurios a través del pis.

Le contaba a Don Evaristo todos mis sueños con la esperanza de que él me ayudase a interpretarlos.

—Eso es que ves mucha tele —me decía, divertido, despeinándome con la mano.

—Levito, padre. Como Santa Teresa.

—No creas todo lo que dicen, Pedro.

—¿Me está diciendo que Santa Teresa no levitaba?

—¿Cómo voy a decir yo eso? —se defendía. Y los dos nos girábamos para contemplar la figura de la Santa, que disimulaba mirando al cielo con ojos vidriosos.

—Levito como los santos, Don…

—¡En sueños! —me interrumpía.

—Pero la Señorita Mari Sierra dice que, si soy muy bueno, puedo llegar a ser santo.

—La Señorita Mari Sierra tiene mucha fe. Demasiada.

—¿Entonces no voy a ser un niño santo? —Mis ojos y los de Santa Teresa, enrojecidos, eran los mismos.

—A lo mejor nuestro Señor tiene mejores planes para ti y no quiere que lo pases mal. Mira, Pedro, para ser santo hay que sufrir un martirio.

Aquello me hizo pensar en mi día a día en el patio del colegio. Cada recreo sufría todo tipo de insultos, empujones y collejas. Sabía por lo que habían pasado todas aquellas esculturas a las que tenía que quitarles el polvo. Entendía la mirada del bello San Sebastián, saeteado hasta la muerte, la expresión de dolor de San Lorenzo, asado vivo, el terror de Santa Águeda, a la que le amputaron los pechos. Los entendía, compartía su suplicio, los sentía muy cerca, dentro de mí. Formábamos parte del mismo club secreto. ¿Por qué no morir por Dios? El mundo tampoco me estaba dando demasiadas razones para seguir en él.

Entonces sucedió lo de mi tío Luis y el corazón me dio un vuelco. La vida me cogió por los hombros y me zarandeó hasta hacerme vomitar. De golpe, mis ideales cambiaron. Lo que más recuerdo es el olor de los churros al freírse y las luces de las atracciones infantiles de la feria. Mi padre, mi madre, Lucas y yo, sentados a una mesa de plástico cubierta por un mantel de papel. Una carpa rojiblanca, como la de un circo, sobre nuestras cabezas. Otras mesas con más comensales a nuestro alrededor, mojando churros y porras en vasitos de plástico llenos de chocolate hasta los bordes. Mi boca manchada de marrón. Lucas, devorando todo lo que caía en sus manos. Y tres hombres de traje gris parados frente a mi padre, con el semblante adusto y la mirada baja. Luego, susurros en su oído. Un vaso volcado, oscureciendo el mantel, impregnando cada fibra de papel con su dulce espesor. Un charco oscuro que cada vez se hacía más grande, hasta chorrear en el vestido salmón de mi madre. Ella que, habiendo captado lo que acaban de comunicarle a su marido, no se inmutaba. Inmóvil, por mucho que el calor del líquido vertido le ardiera en la nalga y a sabiendas de que la mancha le arruinaría la ropa. Pétrea, rodeada por la lava recién salida de un volcán.

Mi padre se levantó de repente, como un toro dispuesto a embestir, con la mirada perdida en la marea de gente que caminaba de arriba abajo. Su silla cayó al suelo, provocando un revuelo a nuestro alrededor. Se fue junto a aquellos hombres sin decir nada, veloz y sin mirar atrás, sin dar explicaciones. Yo no entendía qué sucedía. Necesitaba saber lo que le habían dicho y por qué había salido huyendo de aquella manera. Me puse muy pesado para que mi madre me contase lo que estaba ocurriendo. El tono de mi voz cada vez más agudo, implorando que se me tratase como a un adulto. Ya no quería subir a las atracciones. Solo quería que me revelasen la verdad. Mientras tanto, Lucas daba buena cuenta de los churros abandonados en el plato de mi padre.

—Es tu tío Luis.

—¿Qué le ha pasado?

—Se ha ahorcado.

Aquellos hombres habían venido a la feria a buscar a mi padre porque necesitaban a alguien de la familia para bajarlo de la encina en la que se había quitado la vida.

Cuando mi padre llegó a la finca de su hermano, el pastor, encontraron su cuerpo balanceándose levemente, mecido por el aire, junto al neumático en el que, años antes, se habían columpiado juntos. Mi padre se puso de rodillas frente al cuerpo sin vida de su hermano y gritó como un lobo atrapado en un cepo. Lloró como nunca y arrancó la tierra del suelo con violencia, esa maldita tierra negra que había decidido tragarse a su hermano pequeño para no devolvérselo nunca más.

Mi madre tuvo que lavar el pantalón varias veces para sacarle las manchas. Cuando lo observaba desde lo alto de la escalera, tendido sobre el patio en las cuerdas de la ropa, no podía quitarme de la cabeza la imagen del cadáver de mi tío, colgando de la encina familiar. Sus pies descalzos, iluminados por las linternas de los hombres trajeados para los que ya no habría feria. Mi padre, aferrado a la tierra con las uñas, incapaz de levantarse del suelo para ayudar a bajar a su hermano. La frialdad de su piel, la rigidez de sus miembros ateridos por la gélida noche manchega. Su pelo, movido por el viento durante un último instante.

Mi tío Luis era un hombre solitario y taciturno. Había nacido debajo de un olivo porque mi abuela vivía en el campo y, cuando se puso de parto, supo que no llegaría a tiempo al pueblo para pedir ayuda. Lo tuvo sola y se vio obligada a cortar el cordón umbilical con los dientes. Contaba que había nacido medio muerto porque lo traía enrollado alrededor del cuello. Qué ironía del destino, nacer debajo de un olivo y morir en lo alto de una encina. Era como si la soga alrededor de su cuello siempre hubiera estado ahí.

Niño santo

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