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Acoso escolar en educación superior


Elba Rubí Fajardo López

Eduardo Gómez Sánchez



Introducción

Hasta la década de 1990 las investigaciones sobre violencia escolar en México eran relativamente pocas en comparación con otros países, como España, Estados Unidos, Francia y Noruega, que tenían ya un bagaje de información sobre este fenómeno. En América Latina varios estudios han mostrado prevalencias altas en países como Argentina, Colombia, Chile, Panamá y México. Entre las naciones que componen la OCDE (Organización para la Cooperación y el Desarrollo Económico) se considera que en nuestro país las agresiones, la violencia y la discriminación entre la población juvenil se han incrementado significativamente en los últimos 10 años (Barrera y García y Barragán, 2015; Prieto et al., 2015; Silva-Villarreal et al., 2013 y Castillo-Pulido, 2011).

En el contexto estudiantil el acoso juega un papel importante, ya que el ingreso al nivel de educación superior puede representar una fuente de situaciones muy estresantes, capaz de vulnerar a los estudiantes, quienes deben adaptarse a una forma de enseñanza diferente y a los cambios familiares y sociales que las nuevas demandas académicas les requieren; especialmente los estudiantes del área de la salud, expuestos a dichas situaciones tanto en el ámbito escolar como en el hospitalario y/o comunitario donde realizan sus prácticas. La violencia manifestada puede ser el resultado de la falta de tolerancia y solidaridad por parte de los universitarios ante las situaciones de estrés durante la carrera (Soria et al., 2014 y Silva-Villarreal et al., 2013).

Son muchas las teorías y estudios que analizan cuál es el origen de las conductas violentas, aunque no de forma concreta, sino en lo que respecta a la violencia que tiene lugar dentro de la educación, orientada a la conducta de los jóvenes. Por ello es necesario definir el término violencia escolar como “El uso intencional de la fuerza o el poder físico, de hecho o como amenaza, contra uno mismo, otra persona o un grupo o comunidad, que cause o tenga muchas probabilidades de causar lesiones, muerte, daños psicológicos, trastornos del desarrollo o privaciones” en instituciones de educación (Barrera y García y Barragán, 2015).

La violencia escolar y el acoso escolar son conocidos por el término anglosajón bullying, entendido como maltrato dentro de un contexto escolar. Dicho fenómeno se caracteriza por la persistencia en el tiempo, la intencionalidad y la no reciprocidad en el uso del poder social que se da en una relación entre agresor o agresores y sus víctimas (Barrera y García y Barragán, 2015 y Prieto et al., 2015).

Se emplea también el término violencia simbólica para referirse a una forma sutil de violencia, que pretende enfatizar el modo en que los dominados aceptan como legítima o propia su condición de dominación. Dicha dominación está dada por grupos de poder que pueden ser maestros, administrativos y compañeros que ejercen o reafirman su control sobre los oprimidos. Es irreflexivamente significada como algo “natural”, fenómeno que requiere de subjetividades estructuradas mediante diversos procesos de socialización, que inician en la familia o la escuela; es cuando las personas interiorizan estructuras sociales que los forman y de las que forman parte (Barrera y García y Barragán, 2015 y Torres-Mora, 2011).

Dentro de lo que genera el acoso escolar se encuentra un aspecto que influye de forma importante en su origen: la escasa educación en el respeto a los demás y a las cosas, así como la pertenencia a grupos de iguales con rasgos conflictivos. Se ha observado que a medida que aumenta la frecuencia con que se es protagonista de la violencia, existe relación con una falta de dedicación por parte de padres y/o tutores en educar en valores como solidaridad, generosidad, bondad, etcétera. En muchas ocasiones las víctimas son jóvenes con desempeño escolar deficiente que pueden llegar incluso a la deserción, quienes padecen de depresión, problemas mentales y/o han tenido intentos de suicidio. Otra causa es el consumo de sustancias como alcohol, tabaco o drogas, usadas por los alumnos como estrategia para afrontar los eventos estresantes (Barrera y García y Barragán, 2015, Soria et al., 2014 y Silva-Villarreal et al., 2013).

La agresividad en términos de la explicación de las conductas violentas de los jóvenes puede provenir de una fuente interna del sujeto o de las variables ambientales socioculturales como la frustración, que deriva en conductas agresivas, según se ha indicado en diversas teorías de la personalidad. Sin embargo la agresividad se considera como un rasgo adaptativo que responde a los instintos en la lucha por la supervivencia entre las especies. Pero lo que propicia la eficacia biológica no es la agresión irrefrenable sino la regulada. Por lo tanto el comportamiento hostil es como una línea recta: en un extremo está la agresividad (mera biología), del otro lado está la violencia (sociocultural); a medida que se avanza en ese continuo, se observa cada vez menos biología y más cultura (Prieto et al., 2015 y Torres-Mora, 2011).

Los diferentes episodios de violencia que en la actualidad se dan en las escuelas no son producto de eventos esporádicos, ni brotan espontáneamente dentro de ellas, sino que es una forma de interacción que a veces se instala en la cotidianidad de las aulas que surge como un fiel reflejo de la sociedad en que los alumnos se desarrollan. Esto entorpece el desarrollo académico y personal del estudiante y, sobre todo, atenta contra el derecho de los jóvenes a recibir clases en un ambiente libre de violencia (Barrera y García y Barragán, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).

Con el afán de explicar los conceptos de los involucrados en el acoso escolar, se tiene como finalidad entender su participación considerando que se categorizan tres tipos de personas: víctima, agresor y observador. Existen dos tipos de víctima: la primera y la más frecuente es la sumisa o pasiva, que es la que recibe la agresión sin llegar a la confrontación del agresor; la segunda es la víctima agresiva, que reacciona e incluso realiza acciones agresivas como respuesta a la agresión. El agresor o perpetuador también se clasifica como activo y pasivo: el activo es el que violenta directamente a la víctima o víctimas y el pasivo tiene una función de alentar y mostrar simpatía hacia el agresor por sus acciones. Finalmente, los observadores son aquellos que sin estar relacionados de forma directa al acoso escolar, atestiguan y de forma indirecta son partícipes de este y se clasifican así: observador activo, quien ayuda o apoya abiertamente al agresor; observador pasivo, que refuerza los comportamientos del agresor de manera indirecta (por ejemplo, reírse de las agresiones); y observador prosocial, que es el que ayuda a la víctima (Barrera y García y Barragán, 2015).

Por tales motivos la violencia en la educación superior es un problema serio y muy prevalente que adquiere una creciente visibilidad, ya que existen hallazgos suficientes para declarar que el bullying no es un mito, sino una realidad. Es urgente crear conciencia y construir una cultura de respeto a los demás, tanto en docentes como en estudiantes, ya que las situaciones abusivas tienen consecuencias en las personas que las sufren. Por este motivo es urgente identificar los mecanismos de cualquier tipo de manifestación en las instituciones educativas de nivel superior y definir tipos de violencia al interior del espacio escolar como violencia entre alumnos, entre alumnos y docentes y ciberbullying. Estas situaciones se tienen que comprender y explicar para ser intervenidas (Barrera y García y Barragán, 2015; Prieto et al., 2015; Silva-Villarreal et al., 2013; Castillo-Pulido, 2011; Torres-Mora, 2015 y Gázquez y Pérez, 2008).


Acoso entre alumnos de educación superior


Esta violencia entre compañeros se define como una conducta de persecución física y/o psicológica de un alumno hacia otro, al que elige como víctima de repetidos ataques. Esta acción repetida e intencionada sitúa a las víctimas en posiciones de las que difícilmente pueden salir por sus propios medios. Es una forma ilegítima de confrontación de intereses o necesidades en la que el agresor adopta un rol dominante, para obtener un beneficio material, social o personal y obliga por la fuerza a que el otro se ubique en un papel de sumisión, lo que significa que mediante la prepotencia rompe las relaciones entre los que eran iguales, causándole con esto un daño que puede ser físico, psicológico, social o moral; corona a un sujeto como supuestamente superior (Barrera y García y Barragán, 2015 y Prieto et al., 2015).

Por ser personas que han alcanzado la formación universitaria donde es decisiva la definición del proyecto de vida, la reconfirmación de pautas de comportamiento y la construcción de la identidad, la interactividad con las personas significativas de su entorno guía sus decisiones. Se esperaría que contaran con un bagaje más propicio de herramientas psicológicas para la convivencia pacífica entre compañeros donde predomine la reciprocidad y se permita establecer juicios sobre su autoconcepto, su autoestima y las relaciones equitativas.

Sin embargo la alta proporción de alumnos que reportan ser excluidos de ciertas actividades por sus compañeros, padecer violencia verbal, maltrato indirecto cuando otros disponen de sus pertenencias e incluso acoso sexual, refleja una paradoja: la gente con mayor formación “no debería violentar a sus pares con este tipo de acciones” aunque las interacciones hostiles entre pares tienen la capacidad de ocasionar daños físicos, psicológicos y desvirtuar el razonamiento social y moral probablemente con mayor brutalidad, con lo cual se causan mayores efectos intimidatorios sobre las víctimas (Prieto et al., 2015).

Las modalidades tradicionales de violencia entre los alumnos son la física, la verbal y la sexual, las cuales son producto de la interacción humana que incluyen conductas de acoso, intimidación, hostigamiento y victimización. Conjuntamente se dan otras, como la exclusión, la molestia sistemática y el encierro, la inducción al consumo de drogas y la introducción de armas al espacio escolar, lo cual crea una situación particular de inseguridad cuando los alumnos las presencian. La violencia verbal refiere manifestaciones agresivas directas: gritos, amenazas verbales, apodos negativos, provocaciones, groserías y bromas pesadas o engaños, lo que genera en las víctimas efectos psicológicos relacionados con el estrés postraumático, ansiedad crónica, depresión, pérdida de la autoestima, trastornos del sueño, problemas de apetito, enfermedades psicosomáticas, alcoholismo y, en algunos casos, suicidio (Barrera y García y Barragán, 2015).

Sin embargo, entre los universitarios la violencia física es de las menos frecuentes; los tipos de hostilidad más comunes son los insultos, los chismes y la marginación social, empleados por alumnos de diferentes grados (licenciatura y posgrado) y géneros que aparentemente son inofensivos, porque se perfilan como violencia simbólica, incluso a fuerza de ser cotidianas se instalan como una expresión natural entre jóvenes. En este sentido es posible afirmar que la violencia que no se ve es la más exitosa.

Los alumnos de posgrado en relación con los de licenciatura son menos propensos al maltrato por sus pares, pero también los más alejados para intervenir; parece que a mayor grado de estudios hay mayor acostumbramiento a las respuestas pasivas frente al abuso al que son sometidos sus compañeros, probablemente por la experiencia laboral y las mayores responsabilidades. Esto aumenta el autocontrol, aminora los comportamientos hostiles o, en su defecto, son canalizados a otras esferas de su vida.

Los roles involucrados en este tipo de violencia se conforman por la triada agresor-víctima-testigo. El acoso más prevalente en el estudiante de nivel superior es ser víctima o agresor victimizado. Ser víctima no sólo predice la victimización en el futuro, sino también la participación en otros roles del bullying. Así, los estudiantes que son víctimas pueden ejercer el rol de agresores en un futuro, al igual que quienes son agresores son más susceptibles a ser víctimas. Esto explica la alta prevalencia de agresores-victimizados. Por otra parte, el carácter intencional de intimidación de esta clase de acoso escolar o bullying engendra un círculo de victimización, donde el hostigamiento tiende a incrementarse, el agresor acrecienta su poder y la víctima se va debilitando, lo que representa una repetición actos de hostigamiento con una frecuencia de por lo menos una vez a la semana y una duración de seis meses (Prieto et al., 2015 y Silva-Villarreal et al., 2013).

En este nivel escolar la mayoría de los agresores son hombres, sin embargo se empieza a desmitificar que las mujeres sean pacíficas y solidarias por naturaleza. El género femenino, bajo ciertas condiciones socioculturales, también expresa abuso de poder (más de tipo psicológico y social) que, en ocasiones, puede llegar a empatar a su par masculino, aunque existen ciertas variaciones en las modalidades y las intenciones (Amortegui-Osorio, 2005).

Se puede advertir un tratamiento diferenciado de la violencia entre compañeros y sus conceptos relacionados, como el acoso escolar o maltrato entre alumnos, respecto de su vinculación con otros problemas de carácter estructural: económico, social y cultural o como fenómeno emergente en determinados contextos locales. Existen múltiples estudios que muestran que la violencia tiende a concentrarse en ciertos lugares, momentos y entre cierta población, debido a que los factores culturales son comúnmente señalados como factores determinantes de cualquier tipo de violencia. Estas personas involucradas en hechos violentos tienden a creer que la violencia está bien y que se justifica en ciertas situaciones (Prieto et al., 2015 y Amortegui-Osorio, 2005).

También los contextos particulares dan una trama única de sentido a los hechos que son estudiados en el marco de la diversidad de culturas que convergen en cada escuela. Por ejemplo, donde existan factores de género, de lenguaje o de poder, esta violencia entre alumnos se tiene que documentar como tal y partir del estudio de las características que el propio contexto aporta, para que ciertas conductas o comportamientos puedan considerarse parte de este problema. La violencia de género que se presenta en estudiantes varones hacia mujeres se asocia principalmente al acoso sexual y académico; en una proporción menor, se registran episodios de violencia psicológica y física entre estudiantes varones, que pueden ser explicados como parte de los patrones de reforzamiento de la masculinidad presentes en los modelos de socialización de género en familias y comunidades rurales. Por ello es necesario establecer cambios en las formas de enseñanza, y privilegiar un currículum antirracista con perspectiva de género, que muestre que las diferencias sexuales, étnicas y de clase no deben ser motivo para discriminar o agredir (Bermúdez-Urbina, 2014).

La percepción que los actores tienen de su cotidianidad y de las disposiciones necesarias para enfrentar el mal general de la violencia infiltrada en el espacio de la escuela, o bien, la conformación de sistemas de valores básicos y las habilidades para manejarse en comunidades donde la violencia entre pares puede corresponder a una forma de supervivencia para evitar la dominación del otro. En esas circunstancias el diálogo y las negociaciones no son concebidos como un medio efectivo para alcanzar objetivos, ya que se cree que los hechos violentos tienen mayor repercusión en las autoridades académicas, a medida que son más intensos o graves. Antes la violencia era un mal que permanecía latente y silencioso, mientras que en estos momentos afecta fuertemente a una institución y a un grupo de sujetos que, por naturaleza, son muy vulnerables socialmente: la escuela y sus alumnos (Prieto et al., 2015 y Torres-Mora, 2011).


Acoso entre docente y alumno en educación superior


Como se ha mencionado anteriormente, se ha puesto de moda hablar del bullying o acoso escolar de unos alumnos hacia otros, pero poco se ha tocado el tema de ese mismo acoso o de la violencia que algunos profesores ejercen hacia sus alumnos. Si bien la universidad se encarga de formar profesionales con excelencia académica que se desempeñen de manera competente dentro de un marco teórico y humanitario, con amplio espíritu de servicio, con capacidad de autocrítica y continua actualización de sus conocimientos, no está exenta de estos fenómenos de violencia.

Por eso es importante abordar el tema en la educación superior, en su modalidad de acoso docente-alumno, debido a que un clima de armonía o de violencia va a influir en el rendimiento escolar, así como en el perfil profesional que se pretende desarrollar dentro de las universidades (Cervantes et al., 2013).

En estudios de investigación educativa se identificó la asimetría maestro-alumno como un riesgo para generar esta violencia y como recurso del maestro para disciplinar a sus alumnos, lo que provoca un ejercicio de la autoridad o más bien de poder que se expresa al hacer un clima tenso en la clase, al imponer una sobrecarga de trabajo o la amenaza de reprobar, así como la difusión de información, por ejemplo exhibir calificaciones o trabajos de los estudiantes.

El acoso del docente es una expresión más de maltrato verbal y no verbal, que presenta una intencionalidad de hacer daño al blanco al que se le dirige, por ello se define como el maltrato ejercido por profesores contra los alumnos. Este maltrato en cualquiera de sus expresiones se basa en comunicación hostil y deshonesta porque se manipula dolosamente la información, reflejándose en conductas crueles, inhumanas y muchas veces degradantes, que dañan la integridad física y psicológica de los alumnos y dejan huellas muchas veces permanentes y negativas en ellos (Cervantes et al., 2013 y Peña, 2010).

Por ejemplo, en el contexto universitario la violencia verbal se expresa en hechos públicos, como insultos abiertos, descalificaciones sistemáticas, tono de voz implacable y duro al rebatir los argumentos del blanco que se quiere agraviar; en el patrón de rebatirlos sistemáticamente, prácticamente sin excepción; en las intervenciones que siempre tienen como fin boicotear sus propuestas siempre que se pueda, oponiéndose a ellas por el simple hecho de que fue él quien las planteó, afectando deliberadamente sus intereses.

La violencia no verbal es muy sutil y encubierta, aún más difícil de probar, de rastrear y de eliminar. Las muecas y/o miradas continuas de desaprobación, lanzadas al blanco en privado, cada vez que se le encuentra; las muestras obvias y constantes de desagrado; los desdenes, como huir de su presencia o ignorarlo en una conversación; las actitudes de rechazo, como darse la vuelta o callarse en cuanto el blanco aparece, etcétera. En estos casos los acosadores son hábiles para realizar dramatizaciones deshonestas frente a las protestas del agredido, por lo que los agresores terminan por aparecer como las víctimas.

Otra condición de acoso, reportada en universidades de México, tiene que ver con las relaciones internas complejas que imperan en áreas de desarrollo académico de nivel superior (licenciatura y/o posgrado), con alumnos que son acreedores a becas, que si bien no son un salario, sí constituyen percepciones económicas fundamentales para ellos, hecho que los hace muy vulnerables frente a contextos de acoso por el docente (Peña, 2010).

Estudios recientes en varias universidades del mundo certifican además otras modalidades de acoso escolar: el hostigamiento y el acoso sexual del docente al alumno, práctica frecuente en instituciones de educación superior donde se ubica con una prevalencia de entre 20 y 40 por ciento. Pese a ello, no se visibiliza y por el contrario se oculta este problema, que ha sido poco investigado debido a la falta de mecanismos institucionales para prevenir, atender y sancionar su ocurrencia.

En la mayoría de los países latinoamericanos, incluyendo México, constituye un serio problema de salud pública y social. Este tipo de violencia provoca conductas que dañan la autoestima de los alumnos y alumnas con actos discriminatorios, por su sexo o género, condición social y/o edad, desmotivación académica, abandono escolar, afectaciones psicológicas, limitaciones o características físicas que les infringen profesoras o profesores y que tienen que ver con actos de naturaleza emocional, tales como denigraciones, castigos o agresiones físicas o con propuestas de carácter sexual a cambio de calificaciones, o caricias y manoseos sin su consentimiento.

La continuidad de estas conductas provoca en las víctimas efectos negativos como empobrecimiento en la autovaloración, ansiedad, depresión, síndrome de estrés postraumático, irritabilidad crónica, adicción, tendencias suicidas y trastornos de la conducta alimentaria. Además afecta la vida académica, al dejar de participar en clase, cambiar su asiento de lugar, disminuir el aprovechamiento académico y la productividad e incrementar el ausentismo escolar.

En México el acoso sexual es una figura jurídica prevista en la Ley General de Acceso de las Mujeres a una Vida Libre de Violencia que entró en vigor el 2 de febrero de 2007 y, en el caso de hostigamiento, tipificada como delito en el Código Penal Federal desde principios de 1991, pero hasta el momento no han sido desarrolladas jurisprudencialmente en tesis alguna de la Suprema Corte de Justicia de la Nación o de tribunales de circuito, ni es obligatoria su aplicación como programa en escuelas y universidades (Vélez y Munguía, 2013).

Por la forma en que opera, esta violencia puede ser considerada como un mecanismo de poder que promueve relaciones inequitativas entre los seres humanos, encubiertas por instancias de subordinación, sometimiento y colonización. Es el resultado de la autoeficacia del sistema patriarcal que la violencia sexual no sea reconocida como tal, sino como una expresión natural de la masculinidad. Las formas de poder que adopta este patriarcado son en su mayoría ejercidas a través de la violencia simbólica, aunque no podemos ignorar que también existen formas de violencia física y que este no es un problema menor. Dicho problema se agrava cuando esta violencia proviene de alguien que goza de superioridad legal o simbólica, sea maestro, director o administrativo.

Como ya se describió, el hostigamiento y el acoso sexual tienen implicaciones muy negativas y severas para quienes la experimentan, sean hombres o mujeres, y de múltiples maneras siempre afectan la oportunidad de desarrollo personal y social de las personas, por lo que es una realidad que este problema se encuentra de manera latente en el sector estudiantil de la educación superior (Cervantes et al., 2013).


Ciberacoso en educación superior


Las actuales tecnologías de la información y comunicación (TIC) y su acelerado avance han impactado visible e invisiblemente todos los procesos sociales, culturales y económicos. Esto ha generado formas inéditas de convivencia, donde los individuos parecen estar más cerca que nunca, debido a que logran tener acceso directo prácticamente en todo lugar y a cualquier hora, constituyendo esto un proceso de socialización que resulta importante para la contribución al campo de la comunicación y la educación. Esta forma de convivencia e interacción ha generado una cultura de lo virtual, del ciberespacio o cibercultura a la que los jóvenes se incorporan y generan estilos de vida, pues a través de ella se transmiten formas de pensar, de ser, de emocionarse y de comportarse; los jóvenes simultáneamente comparten su vida cotidiana y el entretenimiento. Hoy en día se considera impensable no participar en redes sociales ni enviar mensajes, sobre todo si se trata de jóvenes universitarios.

Asimismo, existe la utopía del uso de los medios cibernéticos para ampliar el conocimiento, donde los individuos podrían aprovechar la oportunidad de generar, dar a conocer y compartir información enriquecedora de todo tipo, fomentando una cultura de equidad y respeto hacia todos los seres humanos; además de la intención de lograr comunicación y vínculos sociales positivos, que coadyuven a la rapidez y practicidad de las interacciones entre los individuos (Sánchez y Moreno, s/f).

Sin embargo, se sostiene que dicha socialización a partir de la comunicación cibernética entre estudiantes universitarios dista mucho de ser utilizada para avanzar en la formación de su profesión y crecimiento humano, sino que principalmente lo toman como un pasatiempo y para manifestar actos encubiertos, que en ocasiones propician conductas de violencia simbólica o entornos agresivos y en muchos casos se emplea para espiar, acosar, hostigar y difundir información ofensiva. Estas conductas determinan que la calidad y la profundidad de la comunicación, sobre todo entre jóvenes, esté disminuyendo. Así también, la ética de la comunicación en estos espacios es cada vez más escasa, debido a que proliferan faltas de respeto, ridiculización del otro y robo de claves para invadir la privacidad de las cuentas personales, lo que constituye un escenario donde abundan diversas formas de agresión, las cuales pueden ser sutiles o abiertas, cobijadas bajo un aparente anonimato del que una gran mayoría se aprovecha (Valencia et al., 2012).

El acoso en el ámbito escolar no sólo se presenta en el salón de clases, sino que rápidamente se ubica como parte de la comunicación virtual, fenómeno conocido como ciberbullying o ciberacoso, que es una conducta agresiva repetida mediante el uso de dispositivos electrónicos para generar intimidación. En esencia, esta comunicación permite que los jóvenes den a conocer información personal, lo cual supone el riesgo de que amigos, seguidores y cualquier usuario con acceso a este tipo de sitios se entere de cuestiones personales ajenas y hagan mal uso de ellas, como ocurre con las experiencias de agresión en la red. Por ello, la violencia a través de los medios virtuales puede constituir una prolongación de lo que ocurre en las aulas y pasillos escolares (Ruiz y Serrano-Barquín, 2013 y Sánchez y Moreno, s/f).

Pasar tanto tiempo en la Red, sea mediante un ordenador personal o un teléfono inteligente, supone la presencia de otras personas a las cuales los alumnos ignoran por estar atentos a los contenidos de esos dispositivos. Con ello expresan una nueva forma de maltrato: la negación del otro, ignorar a compañeros y profesores es una manera de negarlos, porque significa que atender el teléfono es más importante, aunque no sea para contestar una llamada, sino para ver y verse, percibidos por otros. Un estudio reportó que la red social más utilizada es Facebook, seguida de Twitter, MySpace y otras (Valencia et al., 2012).

En este sentido, en el ambiente universitario han sido identificados factores potencialmente contribuyentes a la aparición de ciberbullying. Por ejemplo, las diferencias en capacidades académicas, socioeconómicas y culturales hace a algunas personas blanco de intimidación. Así también se considera que los sujetos que han sufrido ciberacoso tienen predisposición a repetir el círculo de la soledad, así como generar temor y desconfianza en los otros (Sánchez y Moreno, s/f).

En cuanto a las formas predominantes de maltrato por medio de la Red se identificaron cinco ámbitos en los que se manifiesta la violencia virtual. En el ámbito del atentado contra el pudor se incluyen las insinuaciones sexuales virtuales, la difusión de videos o imágenes ofensivos para desprestigiar a los compañeros, sin contar con evidencia si son reales o si son producto de fotomontaje, así como enviar mensajes o archivos con contenido pornográfico. En el ámbito del allanamiento de morada virtual (casa virtual como espacio donde se coloca información personal) se constituye por espionaje de cuentas de correo, la difusión y sustracción de fotografías o videos personales sin autorización. En el ámbito de las calumnias e injurias, donde la violencia es más frecuente, hay insultos con fines de ridiculización, difamaciones, intrigas o envío de mensajes hostiles. En el ámbito del daño moral o amenazas está contemplado terminar con la pareja mediante internet sin dar la cara, hacerla sentir poco atractivo (a), amenazar o enviar información amarillista de manera virtual, robar contraseñas con la finalidad de invadir la intimidad de las cuentas personales. En el ámbito de la discriminación se presenta la actitud de rebajar, menospreciar de forma virtual o excluir por condición de género.

El daño que estos actos causan en los universitarios, considerando tanto el nivel inconsciente (la persona no se da cuenta de que está siendo violentada y los mensajes no le afectan), como el nivel consiente (la persona acepta la agresión y sus efectos psicológicos), destacan: miedo, desconfianza, indignación por no poder hacer nada, impotencia ante un agresor invisible, indignación, estrés, cólera, sensación de haber sufrido violencia física, depresión, paranoia, baja autoestima, problemas de confianza, ausentismo escolar, problemas de aprovechamiento escolar, afectación del rendimiento académico y deserción. En este nivel educativo las manifestaciones de ciberbullying son cambiantes, sofisticadas y acordes con la era tecnológica, por lo que tienden a tornarse más graves y peligrosas (Ruiz y Serrano-Barquín, 2013 y Sánchez y Moreno, s/f).

En cuanto a la participación de los alumnos como agresores (proporción menor en comparación con las víctimas) resulta alta en términos de conductas que trasgreden los límites sociales permitidos, con el que se denigra la integridad del receptor de dicha violencia y se manifiesta como insultos o contenidos en la Red con la intención de ridiculizar a otro u otros. Esta situación permite apreciar cómo los canales de comunicación pueden ser empleados para agredir, con bastante rapidez. Lo anterior pone de manifiesto el riesgo al que se exponen quienes participan en ella (Sánchez y Moreno, s/f).

El ciberbullying o ciberacoso se ha extendido a los contextos universitarios entre sujetos incluso con mayor nivel educativo, quienes podrían contar con mejores estrategias para relacionarse con los pares, por lo que parece que este tipo de violencia puede llegar a ser más pronunciada en los niveles universitarios, obstaculizando con esto una adecuada integración entre los estudiantes al interior de sus ambientes escolares (Prieto et al., 2015 y Sánchez y Moreno, s/f).

La extensión de este tipo de violencia es facilitada por la personificación que la comunicación virtual le confiere al individuo, ya que le permite desinhibirse y proporcionar una sensación de libertad, que puede manifestarse en comportamientos permisivos, donde el anonimato permite surgir personalidades contrarias al comportamiento cotidiano del individuo. El anonimato desvanece la censura y se da vida a lo que está oculto, a lo que se aspira o se quiere ser; es decir, a eso que se encuentra en el imaginario fantástico del colectivo. Tener posibilidad de representar distintas personalidades es algo muy común en la actualidad, cambiando cuantas veces se quiera los nombres de acceso y seudónimos como el de los chat, que permite recrear y dar vida a otros, que están ocultos, que asfixia a quien quiere liberar ese algo que trae escondido y que por medio de esta vía permite aflorar.

Por ello es necesario implementar medidas al interior de los espacios educativos con la finalidad de establecer una fuerte reeducación, para que los estudiantes eviten perder el tiempo y puedan resistir la violencia en un país donde el respeto por el otro se pierde cada vez más y en el que hay muy poca preparación para el diálogo y la comunicación respetuosa entre iguales. Así también se debe denunciar a quienes utilicen medios electrónicos como forma de acoso, para violación de derechos y violencia de cualquier índole, comenzando por la incursión en investigaciones que puedan analizar el comportamiento virtual y su impacto en el ámbito psicológico (Prieto et al., 2015, Ruiz y Serrano-Barquín, 2013 y Valencia et al., 2012).


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Conducta violenta: impacto biopsicosocial

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