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En las páginas finales del seminario 3, Las psicosis, Lacan destaca que el hombre está poseído por el discurso de la ley, y con él se castiga en nombre de esa deuda simbólica que —nos dice— el sujeto no cesa de pagar en su neurosis. ¿Cómo pudo ser —se pregunta retóricamente— que se produjera esa captura, cómo entra el hombre en esa ley, que le es ajena y que, como animal, nada tiene que ver? Para Lacan la respuesta está en el mito del asesinato del padre, construido por Freud, ante el cual el hombre debe comparecer como culpable. Si bien para Lacan la hipótesis freudiana del asesinato del padre de la horda no podía admitirse como un hecho histórico, realmente acontecido, al retomar Tótem y tabú le otorgó a ese crimen primordial el valor de un mito que explicaría la emergencia de la tríada castración-culpa-ley; y, si en el Génesis se cita a Caín, el hijo mayor de Eva, como el primer asesino de la historia, para Lacan la verdad profunda que contiene el mito freudiano

[…] es demostrar en el crimen primordial el origen de la Ley Universal […] haber reconocido que con la Ley y el Crimen comenzaba el hombre16.

Todo mito es, en efecto, un relato, y aunque su origen se pierda en la noche de los tiempos sin que sea posible fijar con precisión el instante fundacional, hay en sus comienzos un acontecimiento cierto al que las generaciones sucesivas han seguido enriqueciendo con leyendas acerca de los personajes y las situaciones que aseguran su continuidad atravesando las distintas épocas. Qué acontecimiento dio lugar a la ficción posterior de la que un mito determinado se reviste, y qué pasos se han seguido en el proceso de transformación con el que se presenta, son parte del misterio, del enigma que siempre lo rodea —de ahí que Lacan definiera el enigma como una enunciación sin enunciado—, en cuyo fondo hay algo implicado: se trata, en palabras del mismo Lacan, de la verdad. El mismo Freud diferenciaba por una parte lo que llamaba la verdad histórico-material, lo realmente acontecido, de la verdad histórico-vivencial, sustentada en un retorno de procesos sobrevenidos en el acontecer histórico primordial de la familia humana, olvidados de antiguo, pero que ejercen sobre los seres humanos un efecto de verdad17. Jacques-Alain Miller, por su parte —en ocasión de una intervención suya en el año 2008 en la Facultad de Derecho de la Universidad de Buenos Aires— haciéndose eco de las palabras de Lacan, expresó que «nada es más humano que el crimen» una constatación que ya estaba presente en los clásicos griegos y latinos y en infinidad de obras posteriores a Sófocles, Shakespeare y Dostoievski; en una carta que Joseph Conrad envió a su amigo Cunningham Graham en el año 1899, sostenía que «la sociedad es esencialmente criminal, si no fuera así no existiría».

Agresividad y violencia no son sinónimos, aunque la imprecisión mediática y el habla vulgar tiendan a confundirlas y en ocasiones no resulte sencillo establecer el límite que separa una y otra. Incluso quienes están profesionalmente obligados a expresarse con rigor —quienes hacen las leyes y quienes las aplican— contribuyen a la confusión, hasta el punto de que en los llamados «delitos contra la libertad e indemnidad sexuales» tipificados en el Título VIII del Código Penal español, el criterio interpretativo de los magistrados no siempre coincide al tiempo de enjuiciar unos hechos en los que está en juego la indemnidad de la víctima. Sin duda contribuye a la confusión reinante entre los operadores jurídicos la deficiente redacción de los artículos que contienen la descripción de las conductas que conforman una agresión, un abuso o una coacción. La agresividad es común a todos los seres vivos, y por lo que se refiere a los sujetos hablantes, sexuados y mortales se trata de una encrucijada estructural en la que —como señalara Lacan en su texto «La agresividad en psicoanálisis»—:

[…] se manifiesta en una experiencia que es subjetiva por su constitución misma […] aparece como una tendencia correlativa de un modo de identificación que llamamos narcisista18,

y en la que juega un papel fundamental la enajenación de sí mismo revelada en el estadio del espejo. Abundando en esta cuestión, de la que Lacan ya se había ocupado en La familia —un texto de 1938— empleando como ejemplo la hostilidad y la celotipia entre los hermanos, en el instante en el que el individuo se fija en una imagen que lo enajena, emerge

[…] la tensión conflictual interna que determina el despertar de su deseo por el objeto del deseo del otro: aquí el concurso primordial se precipita en competencia agresiva, y de ella nace la tríada del prójimo, del yo y el objeto19.

En otras palabras, se desea aquello que el Otro tiene, y de lo que se quiere desposeerlo, aunque sea mediante la fuerza.

Semejante configuración imaginaria de la agresividad no tiene necesariamente que derivar en violencia; de hecho, esa agresividad primaria es generalmente reconducida de tal modo que la inmensa mayoría de quienes integran el grupo social adaptan su comportamiento a las normas que les vienen impuestas por el discurso del amo, interiorizando el principio de autoridad impulsado por el superyó, liberándose así de la «angustia social» generada por la amenaza de castigo. Diez años más tarde de «La agresividad en psicoanálisis», Lacan volverá sobre la relación entre una y otra señalando que

Para recordar cosas inmediatamente evidentes, la violencia es ciertamente lo esencial de la agresión, al menos en el plano humano. No es la palabra, incluso es exactamente lo contrario. Lo que puede producirse en una relación interhumana es o la violencia o la palabra. Si la violencia se distingue en su esencia de la palabra, se puede plantear la cuestión de saber en qué medida la violencia propiamente dicha —para distinguirla del uso que hacemos del término agresividad— puede ser reprimida, pues hemos planteado como principio que solo se podría reprimir lo que demuestra haber accedido a la estructura de la palabra, es decir, a una articulación significante. Si lo que corresponde a la agresividad llega a ser simbolizado y captado en el mecanismo de lo que es represión, inconsciencia de lo que es analizable e incluso, digámoslo de forma general, de lo que es interpretable, ello es a través del asesinato del semejante, latente en la relación imaginaria20.

Esa agresividad imaginaria se ve reconducida, en la generalidad de los casos, hacia la socialización, mediante la internalización de los valores impuestos por el discurso del amo, empujados por el superyó, ante el cual la amenaza de castigo satisface un rol liberador de lo que Freud denominaba «angustia social».

Lacan abordó tempranamente en su enseñanza la diferencia, no siempre nítida, que existe entre la agresividad y la violencia, a la que se identifica con el pasaje al acto. En ocasión de su seminario dedicado a Los escritos técnicos de Freud, dictado entre los años 1953-1954, alude a un comentario de Jean Hyppolite sobre la Verneingung planteándose un interrogante retórico:

¿No sabemos acaso que en los confines donde la palabra dimite empieza el dominio de la violencia, y que reina allí, incluso sin que se la provoque?21

sugiriendo que la violencia está ahí en potencia, latente, transformándose en acto en ausencia de la palabra. El mismo Lacan retomará esta cuestión en el curso desplegado entre los años 1957-1958, en el Seminario Las formaciones del inconsciente.

Sin embargo, la experiencia muestra que en demasiadas ocasiones el pasaje al acto sobreviene sin pasar siquiera por la palabra y que, aun estando presente la palabra, esta no basta para conjurar la violencia, porque el cruce de significantes entre los interlocutores no garantiza en absoluto que el enunciado y la enunciación sirvan a un propósito común. A diferencia del manido dicho de que «hablando se entiende la gente», lo cierto es que la gente no se entiende, precisamente, porque habla, y el hablar está en relación con la dimensión de la verdad, que es misteriosa, inexplicable, y que tiene estructura de ficción, como se verifica en particular en el discurso jurídico, cuyo fundamento es la búsqueda de la verdad. El efecto de ficción que este discurso evoca en la teatralidad de los procedimientos judiciales —explotado ad nauseam en las películas y las series televisivas— no hace más que poner en evidencia la insuficiencia del lenguaje, la imposibilidad de encerrar en palabras todos los hechos y la subjetividad de los protagonistas, y que exhibe su impotencia cuando pretende eliminar las paradojas y contradicciones. Lacan señala esta paradoja en el Seminario Aún, al decir que

[…] todavía hoy al testigo se le pide que diga la verdad, solo la verdad, es más, toda si puede, pero por desgracia ¿cómo va a poder? Le exigen toda la verdad sobre lo que sabe, pero en realidad lo que se busca, y más en cualquier otro en el testimonio jurídico, es con qué poder juzgar lo tocante a su goce. La meta es que el goce se confiese, y precisamente porque puede ser inconfesable. Respecto a la ley que regula el goce, esa es la verdad buscada22.

Nuestro mundo se caracteriza por producir más malestar del que los sujetos pueden consumir, es decir, soportar, sin volverse locos, entendiendo por locura las manifestaciones individuales y colectivas más diversas, incluidas las que tienen las mayores apariencias de normalidad y racionalidad. Desde que Lacan pusiera patas arriba el cogito cartesiano que inauguró la filosofía racionalista, contemporáneamente a lo que Gastón Bachelard identificó como el nacimiento del espíritu científico, reemplazándolo por el axioma «o no pienso o no soy», sabemos que no todo lo que un sujeto dice o hace puede ser explicado racionalmente; de ahí que cuando el pensamiento racional choca con la imposibilidad de comprender las innumerables acciones humanas que se muestran carentes de sentido, lo único que puede decirse es que, en efecto, no lo tienen si se las contempla con las anteojeras del racionalismo. De hecho, el inconsciente no tiene que ver con el sentido sino con el sinsentido, con la falla y la división subjetiva, independientemente del hecho de que no todos los síntomas pasan por el inconsciente y que cada sujeto goza a su manera.

Sexualidad y violencia

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