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[14]Epu Dos

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Sueño con lo que perdí y mis sueños me llevan hasta el gélido día en que caí sobre la nieve. Antes de caer viajaba envuelto en el calor de una bolsa de lana y, a ratos, los hombres de otra manada me echaban una ojeada y decían: «Está bien el cachorro, será un gran perro».

Mis recuerdos empiezan el día en que caí sobre la nieve, aunque a veces me llegan retazos muy breves de antes que me acercan hasta un cuerpo tibio, y entonces soy capaz de verme junto a otros cachorros tan pequeños como yo, aferrados a las fuentes de las que mana una leche tibia y sabrosa.

Esa manada de hombres cruzaba las altas montañas por pasos estrechos y oscuros que sólo ellos conocían. Montaban caballos fuertes y la carga que transportaban desprendía olores gratos a yerba mate, a harina, a [15]carne seca; unos aromas que yo percibía mezclados con el olor ácido del sudor de los caballos.

Al subir por una pendiente me caí de la bolsa y ningún hombre de la manada se dio cuenta. El viento frío se llevó mis débiles ladridos, traté de correr tras los caballos, pero mi cuerpo se hundía en la nieve y, agotado, me eché sintiendo que todo el calor de mi piel se apagaba. La nieve empezó a cubrirme. Caía con la misma suavidad que el sueño que me cerraba los ojos.

La oscuridad cubría las montañas cuando me desperté estremecido por una lengua tibia y húmeda que se deslizaba desde mis belfos hasta el rabo. Sentí cómo una nariz me olía al mismo tiempo y, desde el fondo de mi pequeña memoria de lo que aún no conocía, acudió un temor que me hizo encoger más el cuerpo, pero esa lengua tibia que me lamía alejó el [16]miedo y, ya repuesto del frío, dejé que unos dientes poderosos me agarraran de la nuca sin hacerme daño. Fui llevado por el aire hasta una gruta y ahí mi salvador, nawel, el jaguar, compartió conmigo el calor de su gran cuerpo.

Así pasaron varios días. La luz se reflejaba en la nieve y yo permanecía junto a nawel, el jaguar. Cuando la oscuridad cubría todo lo que había fuera de la gruta, nawel, el jaguar, salía y más tarde regresaba con el cuerpo inerte de chinge, el zorrillo, o de wemul, el cervatillo, y comíamos su carne aún caliente.

Nawel, el jaguar, medía mi fuerza empujándome con sus zarpas o dándome golpes con la cabeza; yo me sentía seguro sobre mis cuatro patas, y hasta me atrevía a salir de la gruta a corretear sobre pire, la blanca nieve endurecida.


Una noche sin sombras, cuando kuyen, la luna, [18]decidió compartir su luz con la nieve, nawel, el jaguar, volvió a agarrarme con sus dientes por la nuca y emprendimos un viaje descendiendo por las montañas.

Temeroso al ver que nos alejábamos mucho de la cálida gruta, ladré mi miedo pidiendo volver. Entonces nawel, el jaguar, me dejó en el suelo y rugió. Y yo le entendí.

– La montaña no es lugar para un pichitrewa, un cachorro de perro. Estarás mejor con los mapuche, con la Gente de la Tierra – rugió nawel, el jaguar, y seguimos bajando de las montañas.

Historia de un perro llamado Leal

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