Читать книгу La teoría de la argumentación en sus textos - Luis Vega-Reñón - Страница 15
ОглавлениеUna premisa introductoria que se me debe conceder para que se pueda aceptar el resto de este ensayo es que uno de los ingredientes necesarios para desarrollar una teoría o una filosofía de la argumentación es el argumentador mismo. Me refiero a algo más que un mero reconocimiento de que son las personas, después de todo, las que manejan pruebas y aseveraciones y siguen las reglas de transformar premisas en conclusiones. Lo que sostengo es que la naturaleza de las personas que argumentan, en toda su humanidad, es en sí misma una variable intrínseca en la comprensión, la evaluación y la predicción de los procesos y los resultados de una argumentación.
Cuando un lógico proclama triunfante, como resultado de la manera en que ordena sus premisas, que Sócrates es mortal, no necesita saber nada sobre sí mismo o sobre sus interlocutores (excepto que son “racionales” y seguirán las reglas) para saber que las premisas implican la conclusión. Pero, cuando un argumentador sostiene una postura filosófica, una teoría científica o una idea política —es decir, cualquier proposición sustantiva—, la respuesta del coargumentador puede verse influida por quién es él mismo, quién es el argumentador y cuál es su relación. Quizá una forma tan buena como otra cualquiera de distinguir el estudio de la lógica del estudio de la argumentación es comprender que los lógicos pueden ignorar sin problemas la influencia de las personas en la transacción, pero los argumentadores no pueden.
A menudo los estudiosos de la argumentación no tienen en cuenta tal premisa. Es posible leer muchas de las obras de referencia sobre la argumentación, como por ejemplo los Elements of Rhetoric del obispo Whately, así como la mayoría de los libros de texto de argumentación del siglo XX, sin necesidad de considerar quiénes son los argumentadores o qué relación hay entre ellos. Se asume en todo momento, por supuesto, que son personas las que están argumentando, pero cuando el autor pasa a su tarea principal de clasificar y explicar las pruebas, las formas de razonamiento, las falacias, los modos de refutación y demás, las personas se vuelven irrelevantes. Uno a veces lee una declaración explícita de que esta situación es deseable para evitar caer en la degradación de un análisis psicológico. ¿Por qué es una degradación? ¿Qué tiene de degradante darse cuenta de que uno de los estudios apropiados para cualquier transacción humana es un análisis psicológico de las personas que participan en la transacción?
Entre los filósofos contemporáneos que reconocen el papel central de los argumentadores están Henry W. Johnstone, Jr. y Maurice Natanson. Las afirmaciones de Natanson sobre esta cuestión son especialmente agudas (1965a, pp. 10-11):
Dado que los argumentos no argumentan por sí mismos, el argumentador... debe estar localizado. ¿Dónde está situado?... Claramente, el caso paradigmático de localización del argumentador consiste en encontrarlo en el proceso de argumentar con otra persona... Para poder argumentar, estoy de hecho obligado a buscar a mi interlocutor. El argumentador asume su papel al menos en una situación diádica.
En este ensayo mi atención se centra en el argumentador. No niego que cualquier estudio exhaustivo de la argumentación deba incluir un estudio de la lógica, de las proposiciones, de los símbolos, del análisis lingüístico, de los formatos en los que se presentan los argumentos y de las situaciones en las que tienen lugar. Solo digo que los argumentadores también son importantes y que las relaciones entre las personas que argumentan pueden ofrecernos una manera útil de clasificar los procesos argumentativos. Me fijaré en tres actitudes que los argumentadores pueden adoptar frente a otros argumentadores, y las miraré desde los puntos de vista de sus comportamientos entre ellos, sus intenciones hacia el otro y las consecuencias de esos comportamientos y esas intenciones para el acto mismo. La metáfora en la que se basa mi clasificación es sexual1.
Una de las actitudes puede caracterizarse con la palabra abuso2. Parece bastante claro que el abuso es una analogía apropiada para muchas situaciones comunicativas que normalmente no se consideran argumentativas. Algunos comunicadores no están interesados principalmente en lograr un asentimiento a afirmaciones justificables. En lugar de ello, operan por medio del poder, de la capacidad de aplicar sanciones psíquicas y físicas, de recompensas y especialmente castigos, de órdenes y amenazas.
Las personas también pueden intentar coaccionar por medio de argumentos, y puede que a veces lo consigan. Muchas transacciones argumentativas pueden ser vistas justamente como abusos. Los argumentadores pueden tener una actitud de abusador hacia otras personas, los argumentadores pueden intentar abusar y el acto argumentativo mismo puede constituir un abuso. El abusador argumentativo ve la relación como unilateral. Su actitud hacia sus coargumentadores consiste en verlos como objetos o como seres humanos inferiores. Así que la intención de un abusador en una transacción con tales personas es manipular los objetos o violar a sus víctimas. El abusador quiere conseguir o mantener una posición de superioridad, ya sea en el aspecto intelectual de hacer que su postura prevalezca o en el aspecto interpersonal de humillar a la otra persona.
Una forma de abuso argumentativo puede consistir en que el argumentador estructure la situación de manera que tenga más poder que otros. Cuando el defensor de una persona pobre tiene demasiado pocos recursos humanos y materiales para enfrentarse al poder del Estado o de un abogado corporativo, quienes “tienen” han abusado de quienes “no tienen”. Cuando un editor de una columna de cartas al director coloca sistemáticamente las cartas que defienden su postura en una controversia en la esquina superior izquierda de la columna, donde es más probable que sean leídas, y coloca las cartas que defienden otras posturas en la esquina inferior derecha, donde es menos probable que sean leídas, el resultado es un abuso argumentativo. Tal vez el caso más extremo de esta forma de abuso sea la censura, ya sea explícita o sutil. Los argumentos de quienes tienen demasiado poco poder para resistirse a la censura son silenciados. En cualquiera de estas situaciones, las personas a las que no se permite que presenten sus argumentos o que los presenten de la manera como desean han sufrido un abuso.
Sin embargo, incluso algunas situaciones argumentativas que están estructuradas a la manera de un juego para garantizar a cada persona una igualdad de oportunidades para argumentar pueden ser caracterizadas como abusos. El sistema contencioso en toda su gloria manifiesta abusos cuando uno de los adversarios ve al otro como un objeto o un ser inferior e intenta destruir a ese oponente. Tal relación a menudo se da en los tribunales, en las campañas políticas, en muchas deliberaciones de grupos pequeños, en muchas reuniones de empresas y organizaciones y en muchas cámaras legislativas. Otro lugar en el que se pueden encontrar las actitudes y las intenciones del abusador en situaciones contenciosas es el debate interuniversitario. El lenguaje es sintomático: “Hemos acabado con ellos en la última ronda”. “Los hemos destruido”. “Se han venido abajo”. En todas esas situaciones la actitud del abusador hacia sus coargumentadores es de desprecio, su intención es la de victimizar y el acto mismo, dado otro ingrediente más, es un abuso.
Ese otro ingrediente concierne al papel de la víctima. Un coargumentador puede adoptar varias posturas cuando se encuentra con la argumentación de un aspirante a abusador. Puede ser una víctima complaciente, dispuesta a aceptar como legítimo el desprecio del abusador hacia ella. En efecto, puede que su propio autodesprecio sea tan grande que parezca invitar sus ataques y en ocasiones incluso hasta casi forzarlos. O puede ser una víctima reacia que rechace ese desprecio y luche todo lo que pueda para repeler los ataques, pero que finalmente carezca de poder para evitarlos. En cualquiera de esas situaciones, el acto de abuso se consuma. O puede que tenga suficiente poder para defenderse y gane la lucha. O puede que él mismo tenga las actitudes y las intenciones de un abusador, y en tal caso el resultado dependerá de qué aspirante a abusador tenga mayor poder. O, finalmente, puede que de algún modo consiga cambiar las actitudes y las intenciones del aspirante a abusador y transforme así la situación en algo diferente de un abuso.
Una segunda actitud puede caracterizarse con la palabra seducción. Mientras que el abusador conquista por medio de la fuerza de los argumentos, el seductor hace uso de sus encantos y sus engaños. La actitud del seductor hacia sus coargumentadores es similar a la del abusador. Él también ve la relación como unilateral. Aunque puede que no sienta desprecio hacia su presa, es indiferente a la identidad y la integridad de la otra persona. Mientras que la intención del abusador es forzar el asentimiento, el seductor intenta conseguirlo embelesando o engañando a su víctima.
¿Qué es lo que caracteriza a la seducción argumentativa? Una de las formas que puede adoptar es el uso consciente de las estratagemas que aparecen en las listas de falacias. Recursos tales como el de ignorar la cuestión, la petición de principio, la pista falsa, las apelaciones a la ignorancia o al prejuicio van dirigidos a lograr el asentimiento por medio de un discurso seductor que solo aparenta establecer afirmaciones justificables. Los usos indebidos de las pruebas también implican las actitudes y las intenciones de la seducción. Prácticas tales como ocultar información, citar fuera de contexto, citar incorrectamente a una autoridad o un testigo, tergiversar una situación de hecho o extraer conclusiones injustificadas de las pruebas también van dirigidas a lograr el asentimiento por medio de usos seductores de la argumentación. Muchas de las categorías consagradas en la retórica, incluso cuando se usan sin una pretensión consciente de engañar, pueden tener efectos seductores. El pathos y el ethos de un discurso, la imagen del argumentador, su estilo y su oratoria pueden hacer que un coargumentador encandilado dé su asentimiento de una manera bastante similar al acto de la seducción. En cualquiera de esos casos, el argumentador que seduce ha adormecido a su interlocutor para que baje la guardia por medio de lo que, en la argumentación, equivale a atenuar la luz.
Los seductores abundan especialmente en la política y la publicidad, aunque no todos los políticos y no todos los publicistas son seductores. Gran parte de los discursos políticos y de los textos publicitarios, sin embargo, tienen forma argumentativa y el objetivo es el asentimiento, pero no el asentimiento libre sino el asentimiento fruto del engaño de la seducción. Los argumentos de la administración Johnson para justificar el envío de tropas estadounidenses a la República Dominicana son un caso instructivo de uso político de la argumentación seductora. Sin duda, se puede pensar en muchos anuncios publicitarios que entran en la categoría de argumentación por medio de la seducción.
La actitud del aspirante a seductor es indiferencia hacia la humanidad de la otra persona. Es decir, el seductor intenta eliminar o limitar la capacidad humana más distintiva de su coargumentador: el derecho a decidir desde una comprensión de las consecuencias y las implicaciones de las opciones disponibles. La intención del aspirante a seductor es vencer por engatusamiento. La cuestión de si la seducción es consumada o no, sin embargo, también depende del papel de la presunta víctima. Un coargumentador puede adoptar varias posturas cuando se encuentra con la argumentación de un aspirante a seductor. Puede ser una víctima complaciente, dispuesta a aceptar como legítima la indiferencia del seductor, quizá incluso invitando o casi forzando la seducción. O puede ser una víctima reacia que se esfuerce por descubrir los trucos del seductor pero carezca de habilidad para conseguirlo. En cualquiera de estas situaciones, la seducción se consuma. O puede que tenga suficientes habilidades críticas para descubrir y rechazar las artimañas del seductor y gane la contienda. O puede que él mismo tenga las actitudes y las intenciones de un seductor, y en tal caso la discusión puede caracterizarse como una seducción recíproca. O, finalmente, puede que consiga cambiar las actitudes y las intenciones del aspirante a seductor y transforme así la situación en algo diferente de una seducción.
Una tercera actitud argumentativa puede caracterizarse con la palabra amor. Los amantes difieren radicalmente de los abusadores y los seductores en sus actitudes hacia sus coargumentadores. Mientras que los abusadores y los seductores contemplan una relación unilateral hacia la víctima, los amantes contemplan una relación bilateral con otro amante. Mientras que los abusadores y los seductores ven a la otra persona como un objeto o una víctima, los amantes ven a la otra persona como una persona.
Los amantes también difieren radicalmente de los abusadores y los seductores en sus intenciones. Mientras que los abusadores y los seductores pretenden establecer una posición superior de poder, los amantes quieren paridad de poder. Mientras que los abusadores y los seductores argumentan contra un adversario o un oponente, los amantes argumentan con sus iguales y están dispuestos a arriesgar su propio ser para intentar establecer una relación bilateral. Dicho de otra forma, los argumentadores amantes se preocupan por lo que están argumentando lo suficiente para sentir la tensión del riesgo para su propio ser, pero también se preocupan por sus coargumentadores lo suficiente para evitar el fanatismo que podría llevarlos a cometer un abuso o una seducción.
En su forma pura, tal vez el amor argumentativo sea un bien escaso, pero no es una categoría vacía. Los amantes y los amigos pueden manifestar las actitudes y las intenciones del amor en los diálogos íntimos. La actitud del amor también es al menos un ideal en otros dos tipos de argumentación.
El primer tipo es la argumentación filosófica. El tipo de argumentación sobre el que hablan Johnstone y Natanson podría llamarse argumentación con amor. Tal vez la etimología de la palabra “filósofo” sea significativa. Dado que un filósofo es un amante de la sabiduría, quizá también sea un amante de otras personas que la buscan.
Varias de las características que Johnstone y Natanson identifican como necesarias para la argumentación filosófica también son necesarias para la argumentación con amor. Una de ellas es que el filósofo pida el asentimiento libre a sus proposiciones. No se conforma con forzar el asentimiento o con obtenerlo por medio de engaños. Johnstone lo expresa así (1965a, p. 141):
Ningún filósofo que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento a su postura por medio de técnicas que oculta a su auditorio. Una de las razones de esto es que le resultaría imposible evaluar filosóficamente tal asentimiento.
Ningún amante que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento por medio de la argumentación a menos que ese asentimiento fuese otorgado con conocimiento y libremente.
Otra característica relacionada es que un argumentador filosófico solo quiere que prevalezcan sus puntos de vista si pueden superar las críticas más rigurosas posibles. De nuevo, Johnstone enfatiza esta idea de manera notoria (Ibid.):
No sirve para ningún propósito filosófico que un punto de vista prevalezca solo porque su autor ha silenciado las críticas al mismo por medio de técnicas cuya eficacia se basa en que están ocultas para los críticos.
Los argumentadores filosóficos, así como otros argumentadores del paradigma del amor, quieren que sus verdades existenciales queden establecidas en un ambiente abierto.
Otra característica es el reconocimiento de los filósofos de que sus argumentos transcienden las proposiciones intelectuales para llegar hasta su propio ser. Natanson desarrolla esta postura (1965a, pp. 15-16):
Cuando me arriesgo verdaderamente al argumentar, me abro a la posibilidad viable de que la consecuencia de un argumento sea hacerme ver algo de la estructura de mi mundo inmediato... Cuando un argumento me daña, me hiere o me purifica y libera, no es porque cierto... segmento de mi visión del mundo se vea conmocionado o sacudido sino porque yo me veo herido o vivificado —yo en mi particularidad—.
El filósofo de Natanson y otros amantes no pueden argumentar con otros sin arriesgar su propio ser y sin involucrarse con la otra persona. Natanson continúa (1965a, p. 19):
Se establece un riesgo cuando... su vida inmediata de sensaciones y sensibilidades se ve desafiada y se abre al desafío. La argumentación involucra la constitución de ese mundo total, del cual solo una parte superficial está constituida por la formación de argumentos.
El filósofo ideal argumenta con amor. Solicita el asentimiento libre, presenta sus argumentos abiertamente y pide críticas abiertas. Arriesga su propio ser y pide a sus coargumentadores que asuman ese mismo riesgo. Busca una relación bilateral con seres humanos.
La argumentación con amor es al menos un ideal en un segundo tipo de argumentación: la argumentación científica. Si se ve la ciencia como infalible, la idea de que los científicos argumentan resultará extraña. Esa concepción implica que los científicos simplemente descubren la Verdad y después se la explican a quienes son inferiores. Dado que se asume que el interlocutor no tendrá otra opción que aceptar esa Verdad, tal relación implica el asentimiento forzado característico del abuso.
Warren Weaver tiene una visión diferente de la ciencia (1964, p. 29):
Si se analiza en profundidad [la ciencia]... en lugar de encontrar finalmente una permanencia y una perfección, ¿qué se descubre? Se descubre el desacuerdo no resuelto y aparentemente irresoluble entre los científicos sobre la relación entre el pensamiento científico y la realidad. ...Se descubre que las explicaciones de la ciencia tienen una utilidad, pero que objetivamente no se puede decir que expliquen. Se descubre que la vieja apariencia externa de inevitabilidad se desvanece completamente, ya que se halla una fascinante arbitrariedad en todos los sucesos. ...Para quienes han caído en la ilusión... de que la ciencia es una fuerza intelectual implacable y todopoderosa, de naturaleza irrevocable y perfecta, las limitaciones aquí señaladas tendrán que ser consideradas como nefastas imperfecciones... Yo no las considero imperfecciones desagradables, sino más bien como las manchas de piel que hacen que nuestra amante sea aún más adorable.
Weaver concluye su ensayo instándonos a devolver (1964, p. 30):
la ciencia a la vida como una empresa humana, una empresa en cuyo núcleo tiene la incertidumbre, la flexibilidad, la subjetividad, la dulce sinrazón, la dependencia de la creatividad y la fe que le permiten, cuando se la comprende correctamente, ocupar su lugar como una compañía amigable y comprensiva para el resto de la vida.
Yo interpreto estas afirmaciones de modo que sitúan a la ciencia en el ámbito de la argumentación pero fuera del ámbito del abuso. Si la ciencia se ocupa de asuntos que son fundamentalmente inciertos, los científicos deben argumentar sus posturas pero no pueden propiamente exigir aquiescencia.
Pero el argumentador científico también debe situarse fuera del ámbito de la seducción. Parafraseando a Johnstone: “Ningún científico que merezca ese nombre desearía conseguir el asentimiento a su postura por medio de técnicas que oculta a su auditorio”. Al igual que el filósofo, el científico también busca el asentimiento libre y es abierto en sus argumentaciones. Mientras diseña un proyecto de investigación, el científico se esfuerza por dar todas las oportunidades para que se demuestre que sus afirmaciones son incorrectas. Emplea un riguroso procedimiento de recogida de datos y expone tal procedimiento a la crítica de los demás. Hace inferencias sobre la base de garantías que sus colegas puedan estar dispuestos a aceptar y los pasos de su proceso de razonamiento son visibles para que todos puedan comprobarlos. No se dirige a los demás científicos como un ser superior frente a sus inferiores, sino como un compañero frente a sus iguales. Al usar una forma abierta de argumentar, hace una invitación implícita a la crítica. Su relación con sus colegas es bilateral.
Por supuesto, no todos los filósofos y los científicos son amantes. Pero, cuando sirven de la mejor manera a los propósitos de la filosofía y la ciencia, argumentan como amantes.
Puede ser útil concluir con cuatro observaciones. En primer lugar, estas clases de transacciones argumentativas no son exhaustivas ni mutuamente excluyentes. Si alguien quiere desarrollar la metáfora sexual, podría investigar las implicaciones para la argumentación de actitudes tales como el romance, el encaprichamiento, la prostitución y la masturbación. Sin duda, algunas situaciones tienen elementos de los tres paradigmas considerados en este ensayo; un argumentador puede tener algunos de los impulsos de un amante y también algunas de las tendencias de un seductor o de un abusador. Además, puede que la situación no sea lo que parece ser. Puede que un argumentador parezca ser un abusador al usar una estrategia de confrontación y, sin embargo, sea un amante en su deseo de que su interlocutor haga una elección libre en la decisión a la que se enfrenta existencialmente. Finalmente, puede que una de las partes de la transacción considere que la situación encaja en un paradigma, mientras que otra persona considere que encaja en otro. Lo que parece amor para una persona puede parecer seducción o abuso para otra.
En segundo lugar, una aparente conclusión bastante curiosa que se puede extraer de los ejemplos que he usado es que las personas que trabajan en la metacomunicación —la discusión sobre la comunicación—, ya sean filósofos o científicos, pueden comportarse como amantes, pero las personas que trabajan en procesos de toma de decisiones y persuasión —por ejemplo, políticos y publicistas— deben abusar o seducir. Dicho de otra forma, la pregunta es la siguiente: ¿debe ser relegada la argumentación retórica, a diferencia de la metaargumentación, a quienes no son amantes? Cuando el poder es la principal preocupación de los argumentadores, ya sea el poder de una idea o el poder interpersonal, ¿son el abuso y la seducción probables, si no inevitables?
En tercer lugar, todas esas tres actitudes pueden usarse para llegar a la “verdad” de una situación. Robert L. Scott argumenta convincentemente que (1967, p. 13):
la verdad no es anterior e inmutable sino que es contingente. En la medida en que podemos decir que existe la verdad en los asuntos humanos, existe en el tiempo; puede ser el resultado de un proceso de interacción en un momento dado. Así que la retórica puede ser vista no como una manera de hacer la verdad más eficaz sino de crear la verdad.
Si la verdad es “epistémica”, como Scott argumenta, entonces surge a partir de la transacción de los argumentadores. La manera como un argumentador se relaciona con otros es una variable importante. La verdad epistémica de una transacción puede ser determinada unilateralmente por medio de la argumentación de un abuso forzoso o de una seducción engañosa, o puede ser alcanzada bilateralmente por medio del asentimiento libre de los amantes.
En cuarto lugar, la argumentación tiene otra función tan importante como cualquier creación intelectual de la “verdad” de una situación, y es la función personal de influir en el crecimiento y la plenitud de quienes participan en la transacción. Natanson destaca la importancia de la función personal de la argumentación (1965b, p. 152):
El filósofo intenta desvelar algo sobre sí mismo. La actividad filosófica es un autodescubrimiento. Las declaraciones filosóficas, orales o escritas, son en primer lugar confesiones y solo después se convierten en argumentos... Incluso aunque los argumentos aparezcan primero cronológicamente, se presentan como una indagación para descubrir su intención original en relación con la persona que tenía esa intención. La persona que busca a un alter ego, el filósofo que busca a un interlocutor, el profesor que busca a su estudiante, todos ellos se encuentran en una situación primaria en la que la retórica y la filosofía son integrales.
Solo el amante puede lograr esta meta personal de la argumentación. Ni el abusador ni el seductor se involucran personalmente en la argumentación. El profesor Johnstone explica por qué (1965b, p. 6):
Las órdenes, las sugestiones subliminales y los movimientos hipnóticos evitan el riesgo de ocuparse de uno mismo. El engatusador, el publicista y el hipnotizador no solo operan sobre la base de que «nadie está en casa» en el cuerpo del interlocutor, sino también la de que ni siquiera ellos mismos están «en casa». Quien engatusa en lugar de argumentar no merece ser tratado como una persona, como tampoco quien consigue el asentimiento de otro cuando este último ha bajado la guardia o mira hacia otro lado.
Solo las transacciones argumentativas en las que todas las partes están personalmente involucradas pueden dar como resultado una interacción completamente humana. Los abusadores y los seductores no se respetan a sí mismos como seres que asumen riesgos y toman decisiones ni atribuyen esas capacidades humanas a sus coargumentadores. Lo que, según dice Douglas Ehninger, puede ser una consecuencia de la argumentación, solo está disponible para los amantes (1970, pp. 109-110):
Entrar en la argumentación con una comprensión total de los compromisos que, como método, implica es experimentar ese momento alquímico de transformación en el que..., en el lenguaje de Buber, el Ich-Es es sustituido por el Ich-Du; cuando el «otro», que ya no es considerado como un «objeto» que puede ser manipulado, es dotado de las cualidades de «libertad» y «responsabilidad» que transforman al «individuo» como «cosa» en una «persona» como «no cosa».
Dado que solo los amantes arriesgan su propio ser, solo los amantes pueden crecer y solo los amantes pueden lograr juntos una interacción genuina.
1 Aunque yo llegué de manera independiente a los paradigmas de abuso-seducción-amor de las relaciones entre los argumentadores, uno de mis colegas, Ronald J. Burritt, me recordó que esta distinción ya se había hecho antes y había sido usada en un sentido similar por Oscar L. Brownstein en la introducción de su análisis del Fedro de Platón (Brownstein, 1965, pp. 394-395). En efecto, los tres discursos de Sócrates ilustran oportunamente los tres tipos de relaciones interpersonales entre argumentadores que se comentan en el resto de este ensayo.
2 La palabra que usa Brockriede es rape (N. del T.).