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Оглавление1. MEMORIAS ENTRE SILENCIO Y OLVIDO
EXORDIO
El título de este ensayo se refiere a algunas características de nuestro tiempo. En primer lugar, el uso del término «memorias» en plural alude a la multiplicidad que tiene origen en la diáspora de los pueblos en el mundo antiguo y que es de esperar que se impregne, cada vez más, de un sentido auténtico de respeto recíproco, para que multiculturalismo, multilingüismo y multiracialidad no se conviertan en palabras vacías. Con todo, el título se refiere también a la multiplicidad de estratos presente en cada proceso de representación —la memoria es la forma de representación por excelencia— que no puede limitarse a la vieja metáfora de la relación dicotómica entre la realidad y su imagen. En segundo lugar, si bien el término «silencio» es ambiguo, podemos partir de su significado literal, o sea, lo que existe antes y después del sonido, más concretamente, el área que hay en torno a la palabra, el espacio donde se sitúa el discurso. En tercer lugar, he elegido el término «olvido» (oblio) porque es más común en italiano, así como forgetting lo es en inglés. La raíz latina oblivisci, de la que derivan el francés oubli y el español olvido, indica «llevarse» (portare via) mientras el inglés for-get y el alemán ver-gessen significan literalmente «recibir para» (ricever via) (Weinrich, 1997, introducción a la traducción italiana). Esta expresión, cargada de significado implica, una mezcla de pasividad y actividad muy similar al sentido originario de oblivisci. Por tanto, en este escrito utilizaré «olvido» y «descuido» (oblio y dimeticanza) como sinónimos.
Finalmente, silencio y olvido, a menudo, se confunden el uno con el otro cuando se considera la memoria como una narración, ya sea oral o escrita: lo no dicho puede deberse, o bien a que su recuerdo haya sido realmente suprimido —a causa de un trauma, del contraste con el presente, de conflictos de naturaleza individual o colectiva—, o bien a que las condiciones para que sea expresado aún (o ya) no existen. A veces, el cambio de estas condiciones puede romper el silencio y hacer que los recuerdos se expresen, mientras que otras veces el silencio dura tanto tiempo, y en condiciones tales, que contribuye a borrar la memoria y suscita el olvido. Del mismo modo, en cambio, el silencio también puede alimentar una narración o fundar una comunicación, que ha sido pacientemente guardada durante los periodos oscuros, hasta estar en condiciones de salir a la luz bajo una forma nueva y más rica.
MEMORIA DE LA MEMORIA, OLVIDO DEL OLVIDO
En el libro X de las Confesiones, San Agustín examina la peculiar y desconcertante naturaleza de la relación entre memoria y olvido, así como, de la memoria misma: ésta se basa en una autorreflexión expresada en los siguientes términos: «recuerdo haber recordado» (p. 13). Es la memoria de cada cual, de la propia alma, de la propia historia en el tiempo: «recuerdo con alegría mis tristezas pasadas» (p. 14). San Agustín pone el acento en la universalidad de la memoria —cualidad que incluso poseen los animales y los pájaros, sin la cual no podrían regresar a sus nidos y a sus tareas— pero subraya la paradoja propia del rememorar: no es posible buscar algo que se ha perdido a no ser que lo recordemos al menos en parte. Sin embargo, la trabazón de memoria y olvido es tal que San Agustín debe admitir su desconcierto y la necesidad de apelar a Dios, que es más inmenso que la memoria.
La paradoja se refiere no sólo a la historia del individuo, sino a la de toda la civilización. En una conferencia de 1987, Yosef Yerushalmi ha confesado haberse resistido durante mucho tiempo a hablar de un tema como los «Usos del olvido». Su resistencia se fundaba en el recuerdo del riesgo de olvidar la Tora en el antiguo Israel y era alimentada por la conciencia de la rápida pérdida de otras culturas tras el desarrollo de una determinada religión y cultura judía. En efecto, cuando en el antiguo Israel se instaló el monoteísmo, el vasto y rico mundo de las religiones y de las mitologías del Próximo Oriente fue olvidado y sólo sobrevivió una caricatura, elaborada por los profetas judíos, los cuales redujeron aquellos cultos a una idolatría considerada como mera adoración de la madera y de la piedra. Incluso se olvidó el olvido, y ello supuso una pérdida irremediable.
Tales expresiones de autorreflexión son los indicios para comprender la cadena de representaciones que constituye el proceso de recordar/olvidar. Se trata de un proceso de representaciones de representaciones, cada paso del cual reclama y refleja otro en el cual el sujeto se mueve entre múltiples estratos de representaciones, creándolos al mismo tiempo: el sujeto no puede recibir representaciones sin crear otras nuevas, en otras palabras, no puede comunicarse sin contribuir a tal multiplicidad. Como San Agustín y Yerushalmi han escrito de manera diferente, tanto el recuerdo como el olvido son procesos múltiples en el tiempo histórico y en la percepción individual.
También en nuestras investigaciones, si bien formulados de manera más modesta, encontramos problemas similares. ¿Cómo podríamos encontrar los signos del olvido y del silencio, no siendo éstos verificables de por sí, sino deducibles a partir de otros datos? Sabemos que algunos silencios sólo son perceptibles cuando son interrumpidos, pero no queremos ni reafirmar la represión de lo que hasta el momento se ha considerado menos importante, ni perpetuar lo que es hegemónico. Problemas parecidos nos perturban cada día como ha narrado Martha Gellhorn (1996) tras una experiencia de memoria incontrolable que de repente la ha trasportado sesenta años atrás del feliz momento que estaba viviendo en las orillas del Mar Rojo: «Estaba sentada en el amplio jardín interior del New Tiran Hotel, en Naama Bay, en el sur del Sinaí [...]. Sin previo aviso ni motivo alguno me vi en una habitación del Hotel Gaylords de Madrid. Era invierno, más o menos a finales de 1937. [...] Desde Madrid, mi memoria me llevó, sin interrupciones, a Praga, pasando por Mónaco». Gellhorn termina el recuerdo de aquella fantasía preguntándose: «¿Para qué sirve haber vivido tanto, haber viajado tanto, si finalmente no sabes lo que sabes?» Para conservar el sentido de sí mismo parece, pues, indispensable, un acto de autorreflexión que evite que la memoria o el olvido se abandone al automatismo: por eso debemos acordarnos de recordar y de olvidar, del mismo modo que debemos tratar de saber lo que sabemos.
En el libro Les formes de l’oubli, el etnógrafo francés Marc Augé (1998) cita al psicoanalista Jean-Baptiste Potalis a propósito del recuerdo y del olvido: lo reprimido, afirma Pontalis, no es un pedazo de memoria —un recuerdo— susceptible de reaparecer intacto, a través de cadenas de asociaciones, como la magdalena de Proust (o mejor, como algunos interpretan la historia de la magdalena de Proust). Todos nuestros recuerdos son imágenes, pero no en el sentido tradicional de señales de una cosa cualquiera que revelan y esconden al mismo tiempo. Lo que está registrado en la imagen no es el signo directo de un pedazo de memoria, sino el signo de una ausencia, y lo que ha sido reprimido no es, ni lo ocurrido, ni el recuerdo, ni tan siquiera las señales concretas, sino la relación ente los recuerdos y las señales. Desde este punto de vista, nuestra tarea como investigadores puede definirse así: «disociar las relaciones constituidas», romper los vínculos institucionalizados y crear «relaciones peligrosas» (Augé, 1998, p. 37). En otros términos, cuando intentamos comprender los vínculos ente silencio y alusión, entre olvido y recuerdo, no podemos dejar de mirar las relaciones entre las señales, así como entre éstas y sus ausencias, y debemos tener el coraje de hacer interpretaciones que corran el riesgo de crear nuevas asociaciones.
ESTE SIGLO, ESTE CONTINENTE
Cuando nos aventuramos en el universo de la memoria es necesario ser conscientes del punto de partida de nuestro itinerario —que puede ser muy distinto al punto de llegada— y de las posiciones del sujeto que viaja. La perspectiva desde la que hablo tiene sus raíces en la tradición literaria y académica europea, y tiene lugar en el contexto temporal —aunque un poco más amplio— de lo que Eric Hobsbawn (1994) ha definido como «el corto siglo XX» (ni que decir tiene que mi investigación hace un recorrido histórico muy diferente del de Hobsbawn), desde la Primera Guerra Mundial hasta el final del siglo. Cuando uso el término «europeo», soy consciente de que nuestra cultura europea es muy incompleta y de que, en mi propio caso, los puntos de referencia a ésta se limitan sólo a algunos países europeos. Sin embargo, al menos en las intenciones, quiero referirme a un espacio cultural europeo común, cuya constitución es un proceso que está en curso.
En cuanto a la dimensión temporal, este siglo posee una característica específicamente suya respecto a los procesos de recordar y olvidar. En su breve pero denso libro sobre la reconciliación entre historia y memoria en el caso de las deportaciones, Anna Rossi-Doria (1998) subraya que el siglo XX ha sido, por lo general, un periodo de supresión de la memoria que ha prolongado la tendencia a borrar el pasado, tendencia nacida de la crisis de la memoria y de la experiencia que, según Walter Benjamin, es típica de la modernidad. Tal supresión ha sido el objetivo de los regímenes totalitarios, pero no sólo de éstos; como veremos, también puede constatarse en regímenes políticos democráticos o de transición.
A pesar de esto, cualquier operación que pretenda suprimir la memoria no puede dejar de representar, al mismo tiempo, el esfuerzo por producir otra serie de recuerdos que, de manera violenta, reemplacen los precedentes. La memoria, bajo muchos aspectos, es un campo de batalla. En realidad, sería más oportuno hablar de un siglo que ha dado vida a una contradictoria trama de memoria y olvido. Basta con citar los Theatres of Memory de Raphael Samuel (1994) como excelente ilustración del crecimiento, pero también de la ambivalencia, de las formas de la memoria, allí dónde la memoria puede transformarse en una forma de olvido, entre nostalgia y consumismo.
Un ejemplo del doble carácter de exaltación y supresión de la memoria puede encontrarse en la transformación de Hiroshima en lugar de placer y diversión urbano. Sobre la base de una investigación llevada a cabo entre 1986 y 1990, Lisa Yoneyama (1994) ha llegado a la conclusión que los cánones estéticos dominantes en la reconstrucción de Hiroshima han sido la luminosidad, la comodidad y la limpieza. La ciudad se está convirtiendo en una gran metrópolis que mira hacia el futuro y en un centro internacional de comercio y consumo: lo que fue «deprimente y oscuro» se transforma en «luminoso y jovial». En la cartografía oficial de la memoria, concluye Yoneyama, ya no queda espacio para la muerte, la rabia y el dolor.
No es casualidad que el primer ejemplo elegido para el presente recorrido no proceda del territorio europeo: de esta manera quiero mostrar que soy consciente de que la memoria de Europa, en el ámbito de la cual quiero trabajar, debe insertarse en un contexto mundial. No sé hasta qué punto seré capaz de hacerlo aquí, pero trataré de, al menos, mandar señales que sugieran que tal horizonte está presente tanto en mi mente como en mi investigación, la cual adopta, como núcleo de intervención cultural, la crítica del eurocentrismo desde dentro de sí mismo (Passerini, 1999a).
Volviendo a Europa, me parece bastante indicativo de la naturaleza mixta de nuestro siglo, el contraste entre las diferentes formas adoptadas por la repercusión de las persecuciones nazis y los exterminios masivos sobre las culturas y sobre los distintos pueblos (Clendinnen, 1999). Según Isabel Fonseca (1996), si por una parte los judíos han reaccionado al genocidio con «una monumental tarea de rememoración», los gitanos han reaccionado con «el arte del olvido», una singular fusión de fatalismo y tendencia a vivir al día. Entre los gitanos, «olvidar» no implica complacencia sino más bien una especie de desafío despectivo. Aunque las cifras sean controvertidas (variando de cien mil a un millón de víctimas, aunque estas cuestiones no pueden reducirse a mera cuantificación), una enorme cantidad de gitanos fue engullido por lo que en su lengua se llama Porraimos, devorador, y muchos fueron sometidos por los nazis a torturas y experimentos «médicos». Con todo, en el proceso de Nuremberg estos crímenes en masa no fueron tomados en consideración ni fueron convocados testigos gitanos: ha habido que esperar hasta 1995 para que un nazi fuera condenado por crímenes contra este pueblo. Fonseca atribuye el silencio de los gitanos al hecho de que este pueblo no parece mostrar, ni el sentido, ni la exigencia de un pasado histórico. Muy a menudo, la profundidad de sus memorias no va más allá de tres o cuatro generaciones; se ha considerado la hipótesis de que se trate de un resto del nomadismo, en el que los muertos literalmente se dejaban atrás. Tal comportamiento seguiría distinguiendo a un pueblo que, incluso en los periodos de sedentarización, ha tenido que soportar duras condiciones de vida. Por tanto, si bien la Segunda Guerra Mundial y el Porraimos forman parte de la memoria reciente, de momento no han dado lugar a una tradición significativa de rememoración o ni tan siquiera de discusión; es como si entre los gitanos existiese una falta de interés por su ajetreado y trágico pasado. Aunque esto esté cambiando (algunos gitanos entrevistados en los últimos años en los campos de Roma y de Turín, hablando de sus actuales condiciones en el campo, han mencionado como un antecedente la persecución nazi —Marco Revelli, 1999), la actitud originaria respecto al recuerdo y al olvido parece ser muy diferente en el caso de los judíos y en el de los gitanos.
Este contraste entre silencio despreciativo y monumento a la memoria es una expresión significativa de nuestro tiempo, aunque no una confirmación del carácter doble del siglo con respecto a esta cuestión. Es necesario no olvidar que ha tenido que pasar un largo periodo de silencio antes de levantar monumentos a la memoria de la Shoah: la reflexión sobre su alcance histórico y sobre su lugar en la memoria de Occidente se ha desarrollado con extrema lentitud. En la tradición occidental, los genocidios han sido considerados como monstruosas excepciones, tanto por la literatura antifascista como por los análisis críticos de la Segunda Guerra Mundial (Varikas, 1998). El lado oscuro de tal tradición ha permanecido relativamente en la sombra durante la Guerra Fría. La importancia de la obra de Hannah Arendt de 1951, Los orígenes del totalitarismo, que explica cómo la comprensión del genocidio constituye la carga que nos ha dejado nuestro tiempo, ha sido reconocida sólo en los años setenta. Durante demasiado tiempo esta carga ha sido aceptada por muy pocos.
Insistamos, mientras por una parte, es necesario recordar que el concepto de genocidio es problemático si se amplia excesivamente, por otra , la tarea de comprenderlo no pude ser resuelta sólo en el ámbito de los confines europeos. No debe olvidarse que otros genocidios han sido perpetrados por numerosos pueblos en el curso de la historia, y particularmente, por los europeos sobre pueblos de otros continentes —entre estos destaca la colonización de América Latina, a propósito de la cual, el término genocidio ha sido explícitamente usado (Jaimes, 1992). En todo caso, no es necesario alejarse demasiado de Europa para descubrir las huellas de la violencia del colonialismo y los del forzado silencio al respecto: lo que sigue es un ejemplo.
SILENCIO COMO REPRESIÓN DE LA MEMORIA Y «AMNESIA» IMPUESTA
El 13 de agosto de 1999 Le Monde publicó un largo artículo y un editorial, titulados respectivamente «Octobre 1961: mensonge officiel» y «Les fautes du passé», sobre un caso muy significativo de silencio público en la Europa de la segunda mitad del siglo XX: «Gracias a un informe del viceprocurador general de la Corte Suprema francesa, aparece otro fragmento de la verdad largamente ocultada por el poder público sobre la represión de una manifestación organizada en París, en octubre de 1961, por el Frente de Liberación Argelino. Sobre la base de documentos judiciales, y sólo después de haber obtenido un derecho especial de excepción de la regla centenaria, […se ha sabido] que en la noche del 17 al 18 las víctimas de las fuerzas de la policía fueron, al menos, cuarenta y ocho, mientras los datos oficiales hablaban de tres muertos». El artículo prosigue explicando que el gobierno del momento fue informado de los hechos —esto es, que cientos de personas fueron arrojadas por la policía a las aguas del Sena— por el informe enviado por el prefecto de policía al primer ministro, pero prefirió mantener el silencio sobre los hechos. Así, Le Monde considera a las autoridades responsables de tal «amnesia» y reconoce la importancia de admitirla, más de cuarenta años después, con el fin de contribuir a la «reanudación de las relaciones francoargelinas».
En este caso, los esfuerzos del poder por ocultar sus responsabilidades y esconder su implicación en la masacre por el bien de las relaciones entre franceses y colonizados, entre europeos y no europeos, de hecho, han provocado un olvido en la memoria pública que forma parte de la desaparición, más general, en la memoria colectiva francesa, de la guerra argelina (Prost, 1999). Libros y películas han tratado repetidamente de desvelar la dinámica de los acontecimientos, pero el film Octobre à Paris, en el que Jacques Panijel entrevista a los supervivientes de la masacre, fue censurado en 1962 y prohibido durante los diez años siguientes, mientras que entre los documentos de France Presse puestos a disposición de los investigadores faltaba el dossier sobre octubre de 1961 (Tristan, 1991). Nunca sabremos el número exacto de muertos, pero los testigos hablan de más de trescientos argelinos desaparecidos en aquella ocasión, algunos de los cuales fueron muy probablemente deportados a Argelia; parece plausible una estimación que gira en torno a los doscientos muertos (Einaudi, 1991). La historia de la memoria de aquel suceso es la historia de una batalla contra un silencio que acabó por imponer el olvido, una imposición lograda sólo en parte. Por otra parte, «el silencio fue el refugio de muchos trabajadores argelinos», observa Jean-Luc Einaudi (p. 292), que relata el conmovedor encuentro tenido con uno de ellos en Argelia. Aquel hombre llevaba todavía los signos de aquella noche: pedió el ojo derecho tras recibir una herida de arma de fuego causada por un policía. La noche después de la entrevista, este hombre no pudo dormir, y al día siguiente, se negó a continuar, afirmando: «No quiero recordar». El silencio y el olvido obligados afectaron profundamente a los protagonistas directos de los acontecimientos.
Si una tal «amnesia» pública, que se extiende también a lo privado, es impuesta por las autoridades, muy a menudo no puede darse sin una especie de complicidad por parte de aquellos que, no estando en una posición de poder, aceptan y prolongan el silencio impuesto. Una complicidad de este tipo ha sido puesta de relieve por una investigación sobre un silencio comparable, estudiado en los Estados Unidos por Marilyn Young (1997) a propósito de la guerra de Corea sucedida entre 1950 y 1953. La guerra de Corea fue tan brutal como la de Vietnam, tuvo casi el mismo número de víctimas (y se consumó en un periodo más breve), pero no condujo a un análogo examen de identidad y propósitos nacionales. El proyecto de Young de comprender su ausencia en la historia y en la opinión pública incluye un análisis del papel de algunos intelectuales de la época, ejemplificado por un simposio de la Partisan Review en 1952. Aquellos intelectuales, que finalmente habían adquirido prestigio, no quisieron considerar la impopularidad de la guerra, prefiriendo no «afear la esencia inmaculada del triunfo americano en la Segunda Guerra Mundial» (Young, 1997) y no oponerse a la tendencia, propia del discurso nacionalista, de sofocar y hacer callar. La guerra de Corea sólo reapareció después de la guerra de Vietnam —como si la memoria fuese un tejido vivo en el que una herida repercute sobre el conjunto y las asociaciones con los aspectos latentes también fuesen posibles mucho más tarde —no es por casualidad que la primera historia oral de la guerra de Corea se remonte a 1988. Este conflicto ha sido, con razón, definido como «la guerra olvidada» y sólo recientemente las masacres de centenares de civiles, como la del 23 al 26 de julio de 1950 en No Gun Ri, perpetradas por las tropas americanas sobre mujeres y niños en especial, han sido puestas de relieve por la Associated Press, gracias a un trabajo de investigación y de entrevistas elaboradas por periodistas coreanos y americanos (Kauffmann, 1999).
Siguiendo con Europa, diremos que el continente es fuente de una amplia gama de ejemplos de silencio impuesto, grandes y pequeños, que implican a individuos y a grades comunidades. Se puede recordar el silencio impuesto en 1988, por la televisión británica, sobre Mother Ireland, una película sobre la representación de Irlanda como figura femenina de la cultura local y el modo en que tal imagen se ha convertido en un motivo nacionalista (Davin, 1991; Crilly, 1991). O también se puede citar el silencio que la jerarquía eclesiástica ha querido imponer sobre el valiente cura de un pueblo de Cuneo (Borgo San Dalmazzo), don Raimondo Viale, que durante la guerra trató de salvar a muchos judíos y prestó su ayuda a los partisanos —pero también a los espías fascistas— condenados a muerte. El señor Viale fue repetidamente reconvenido y amenazado por las autoridades católicas y en 1970 suspendido a divinis (es decir, le fue negado el derecho de celebrar misa y predicar desde el púlpito), diez años antes de ser proclamado —en 1980— uno de los «Justos» de Israel. En 1998, su biógrafo Nuto Revelli recordó a los lectores que la documentación del archivo existente sobre Viale en la curia de Cuneo y en el Vaticano había sido silenciada catalogándola de no consultable, y que incluso en la larga entrevista que le hizo Revelli, Viale parecía haber interiorizado el silencio que le habían impuesto. La rotura de otros silencios ha sido documentada por muchas investigaciones de historia oral, como el importante trabajo de Alessandro Portelli (1999) sobre la fusión de silencio y memoria respecto a la masacre de Fosse Ardeatine en Roma: «en torno a esta historia se ha condensado un sentido común de desinformación, que achaca la responsabilidad de la matanza a los partisanos» (p. 13), estableciendo una relación de causalidad directa entre la acción partisana en la calles Rassella y los estragos nazis en Ardeatine; la investigación de Portelli se propone precisamente separar los dos sucesos y dar vida a una memoria colectiva más compleja y difícil.
Para esta parte de nuestro recorrido, he querido considerar dos ejemplos de silencio roto con formas opuestas. Mi elección se basa en el presupuesto de que los casos más interesantes son aquellos en los que el silencio no es una imposición proveniente de un régimen autoritario sino una actitud intencional asumida por toda una comunidad o sociedad. Es posible que, sin embargo, en una situación tal, los individuos actúen en los intersticios de la sociedad tratando de romper, con su voz, el silencio colectivo. Es el papel que ha tenido la poesía en la Alemania de los últimos decenios donde, después del sesenta y ocho, el movimiento literario conocido como Neue Subjektivität —nacido en concomitancia con un renovado interés por el psicoanálisis— instituyó un nexo entre memoria individual y colectiva, entre el pasado nazi y el presente, pidiendo que no se acallaran las responsabilidades del pasado. Es significativo que, contemporáneamente a este redescubrimiento del pasado colectivo, se multiplicaran las voces de mujer en la poesía. Mientras en la Alemania occidental tenia lugar este fenómeno, en la parte oriental, la literatura y la poesía consiguieron romper el silencio de manera diferente, porque el tono subjetivo les permitía ser menos controlables respecto a otros géneros expresivos, ante las imposiciones de la burocracia de la censura del régimen de la Alemania oriental. La diferencia estaba en el tipo de «olvido» impuesto: no se trataba tanto de un silencio literal, cuanto, más bien, de una memoria institucionalizada de las víctimas del nazismo agrupadas bajo el término general de «antifascistas» (Chiarloni, 1994).
Un ejemplo más reciente del papel de continuidad llevado a cabo por la poesía en el juego entre memoria y olvido nos lo da un poema de Heiner Müller, Seife in Bayreuth, compuesto en 1992 tras la manifestación anual antifascista, en honor de Rudolf Hess, ministro del III Reich y comandante supremo de las SS. El poema comienza de manera significativa con un recuerdo de infancia, cuando, después de escuchar decir a los adultos que en los campos concentración los judíos eran transformados en jabón, el autor comenzó a detestar el olor a jabón. El poeta dice que vive en un apartamento ordenado y limpio, con una ducha «Made in Germany» capaz de resucitar a un muerto, y que cuando abre la ventana huele a jabón. «Ahora sé —dice el poema— ahora digo contra el silencio/ lo que significa vivir en el infierno y/ no ser un muerto ni un asesino. Aquí/ AUSCHWITZ ha nacido en el olor a jabón». El hecho de que el poema haya sido compuesto después de la caída del muro de Berlín ha aguzado el problema de la memoria del pasado alemán. Lo que encuentro relevante en este ejemplo es el nexo crucial que poetas como Müller han construido entre memoria individual y memoria colectiva, entre esfera privada y esfera pública, confirmando que el papel del individuo, para restablecer un sentido colectivo del pasado, es bastante significativo por las complejas relaciones entre silencio, memoria y olvido.
El nombre del movimiento literario alemán nos recuerda que, más allá de los objetos de los procesos de olvidar y recordar, existen siempre los sujetos de tales procesos, cuyas actitudes son esenciales para determinar los modos en que se rompe el silencio: ciertas formas de olvido sugieren una falta de identidad o un esfuerzo para ocultar alguno de sus componentes. Todo esto es válido también para el segundo ejemplo que he elegido referido a la salida del silencio impuesto por regímenes totalitarios, como el de la ex-Unión Soviética. María Ferretti (1993), tratando el tema de cómo se enfrenta la sociedad rusa a su pasado, ha descrito de manera muy convincente el drama de la memoria en la rotura de aquel silencio que, gracias a los disidentes, nunca había sido absoluto. La reflexión sobre la memoria de la Unión Soviética y de su terrible experiencia de represión, campos y persecuciones, experiencia que ha sido mucho más larga que la del fascismo y el nazismo, nos trae a la mente el relativo «silencio» que, referido a esa memoria, se ha producido en Europa occidental: si cualquier especie de rememoración cultural y histórica evoca los crímenes del nazismo y del fascismo, no se puede decir lo mismo de los crímenes del estalinismo, para los cuales estas rememoraciones son ampliamente inferiores. Quzá esto es debido no sólo a la mayor complejidad de la opresión estalinista en términos históricos, sino también a la insuficiente reflexión histórica que, sobre su pasado, ha hecho la izquierda europea.
Este «silencio» relativo se puede comparar con nuevas formas de silencio en la Europa del Este, por ejemplo los estudios de Dina Khapaeva (1995), quien después de 1990 ha entrevistado a jóvenes rusos filooccidentales, hombres de negocios, periodistas, profesionales, todos por debajo de los treinta y cinco años y partidarios de un desarrollo ruso según el modelo occidental. En sus entrevistas y presentaciones, que tienden a idealizar Occidente, no sólo el recuerdo del estalinismo no resulta en absoluto problematizado, sino que el pasado no es considerado como parte de su identidad; es tratado como si fuese el pasado de otro pueblo, mientras el presente es vago, transitorio e imprevisible, y el futuro parece incluso demasiado previsible, ya que se lo reduce a las proyecciones de las esperanzas de los sujetos. El presente acaba siendo excluido del horizonte temporal, exclusión esencial para salvaguardar la imagen ideal de un Occidente perfecto («en Occidente, a la gente común, todo le va bien», afirma uno de los entrevistados), incorruptible ante el discurrir del tiempo. El precio de tal operación es la desaparición del papel de la inteligencia mediante la pérdida de la conciencia. Como ha señalado el politólogo español Pérez-Díaz (1999a), existe una estrecho nexo entre la formación de una «esfera pública democrática» y las memorias de los individuos que le dan vida: si la memoria del pasado se banaliza, tendremos «individuos fallidos», sin memoria, y por tanto, presas fáciles para movimientos totalitarios.
SILENCIO COMO ATESORAMIENTO DE LA MEMORIA
Otra estudiosa española, Paloma Aguilar (1996), ha adoptado una postura opuesta respecto al silencio. Ha puesto en evidencia un interesante contraste entre lo que define como «patología amnésica de los españoles» respecto a la Guerra Civil en la esfera política pública, de un lado, y la vasta producción sobre el mismo tema en el cine y en la literatura, del otro. Aguilar se refiere al periodo de transición posterior al franquismo (después de 1975, y aún más claramente después de 1978), cuando en la vida política resulta esencial olvidar los rencores del pasado para conseguir la consolidación de la democracia en España. Esta traumática memoria colectiva, transmitida de generación en generación, (la transmisión generacional fue fundamental porque más del 70 por ciento de la población no había vivido la experiencia de la guerra), debía ponerse entre paréntesis en un periodo de grandes riesgos e incertidumbres. A pesar de —dadas las presuntas similitudes entre los años treinta y los setenta— la tendencia a recurrir a la memoria, en la política, prevaleció el silencio —ligado, a veces, a un temor casi supersticioso de repetir los mismos errores. Según Aguilar, aunque supusiera una serie de frustraciones, el silencio contribuyó a fundar una dialéctica democrática, sobretodo en el sentido de evitar que el pasado se usase como arma en la batalla política. Para comprender completamente el sentido de este fenómeno conviene recordar que la dictadura española había sido definida como «el tiempo del silencio», cuando una «cuarentena o un silencio impuesto equivalían a la continuación de la guerra [civil] como tarea de destrucción cultural» (Richards, 1998, p. 2). Por tanto, el uso del silencio tras la muerte de Franco parece aceptable en política, sólo si se considera con relación a otras esferas de la vida pública, como la cultural y académica, en las cuales, después de 1978, se convierte en un tema privilegiado.
La interpretación de Aguilar nos hace pensar en el análisis hecho por Nicole Loraux (1998) de la memoria cívica en la Atenas de la antigüedad —durante el siglo V a. C.— como respuesta ante la exigencia de recomponer la unión de la comunidad prohibiendo el uso de los conflictos pasados. La máxima negativa me mnesikakein prohibía «recordar las desgracias» (Loraux, 1998, p. 31) y procuraba situar la política en primer plano, en una versión civil de la eliminación del mal, tal como se pretende al guardar el luto. Loraux recuerda también el final de la Odisea, cuando Ítaca se ve sumida en una guerra civil tras la noticia de la muerte de los pretendientes, pero Atenea le impide a Ulises intervenir y los dioses piden que se olviden tanto las fechorías de los otros, como, sobretodo, la propia cólera y el deseo de venganza. El «no-olvido» es omnipotente porque no tiene límites, concretamente los límites de la interioridad del sujeto. Pero en la Atenas del siglo V a. C. era la política quien decidía el uso y los límites de la memoria (ibid, p. 47).
Estos ejemplos nos hacen pensar en comunidades en las que existe aún la percepción de un bien común que debe ser preservado o restaurado, en la que la corrupción no ha contaminado las raíces del pacto social y político, y se puede reestablecer la solidaridad entre el individuo y la colectividad. En una situación así, tiene la función de hacer posible, en algunas áreas de la vida pública, un distanciamiento del pasado —no necesariamente para olvidarlo completamente—, mientras en otras, el proceso de la memoria continúa. Nos resulta difícil aceptar estos presupuestos, y personalmente me inclino a compartir la sospecha que Yerushalmi alberga respecto a los silencios públicos. Sin embargo, no debemos excluir la eventualidad de que un silencio latente en la esfera pública pueda tener un significado positivo.
Es más fácil pensar en el significado positivo de un silencio en la esfera personal y privada, ilustrado por la literatura y la poesía. Si, como ya hemos visto, éstas últimas pueden tener repercusión social y política cuando rompen el silencio, lo mismo puede ocurrir cuando lo mantienen. «El terreno accidentado entre memoria individual y recuerdos colectivos» ha sido explorado a la luz de la psicología cognitiva, de la psicología social y de los modelos de acción, como terreno compartido por el Homo psycologicus, el Homo sociologicus y el Homo agens (Winter y Sivan, 1999). Quisiera añadir, al territorio señalado por estas figuras, el área habitada por el Homo poeticus, en la acepción original que incluye tanto al vir como a la foemina.
La escritora italiana Cristina Campo, recordando su infancia en el periodo de entreguerras, ha dedicado palabras maravillosas al silencio: «sobre la mesa blanca y redonda, en las veladas veraniegas del jardín, el silencio adquiría su verdadero valor, que consiste en acumular poder» (Campo 1998, p. 191). Esta frase, pronunciada con el tono de las memorias, nos sitúa sobre el camino exacto para descubrir los aspectos positivos del silencio con relación a la memoria: se necesita fuerza, a veces, para mantener un silencio que permita meditar y reflexionar, absorber el significado del ambiente y proyectarse hacia el futuro.
Siguiendo esta línea se puede pensar en las memorias transmitidas sin expresión verbal, como las que se encierran en gestos, imágenes y objetos: la transmisión de cómo cocinar (mediante la imitación, no a través de recetas), la memoria del cuerpo —los traumas y los placeres—, la memoria de la risa, la memoria expresada en los nombres que se pone a los recién nacidos. Se puede pensar en las fotografías, en los retratos, en las cartas. O incluso en la costumbre de guardar un minuto de silencio para recordar a un difunto. O también en los silencios de las sesiones psicoanalíticas. Son todos ejemplos de silencios conectados con los recuerdos, no con el olvido. Finalmente, el silencio es esencial para recordar que la memoria no solamente es palabra, también es la «memoria encarnada» (embodied) que toma forma en las relaciones intersubjetivas (Boyarin, 1994).
La escritora argelina Assia Djebar (1999) ha compuesto un poema sobre su opción de defender su propia cultura expresándose en francés. El poema, titulado Entre corps et voix e incluido en una recopilación que tiene por subtítulo ...en marge de ma francophonie, responde de diferentes maneras a la pregunta: «¿Por qué escribir en francés?» Djebar comienza con el recuerdo de tener más de dos lenguas: el bereber, el árabe, el francés, el lenguaje del cuerpo, «un corps de femme qui se meut au-dehors», el cuerpo de una mujer que se mueve en el exterior y que no es el cuerpo de una sola mujer, sino que forma parte de una cadena de cuerpos femeninos. La autora pasa revista a los recuerdos de su madre, de su abuela, de su bisabuela, mediante un memoria poblada de mujeres, «une traversée en mémoire féminine». Habla después de «ce tangage des langages/ dans le mouvement d’un mémoire à creuser/ à ensoleiller» (p. 152), esta oscilación entre lenguas, en el movimiento de una memoria que hay que excavar e iluminar, una memoria en el límite entre cuerpo y voz. La memoria es la voz de las mujeres, pero es también «mémoire de l’eau, plutôt mémoire des sables, silence...» (p. 158), memoria del agua, de la arena, y silencio. Otra manera de decir que puede haber memoria en el silencio y a través del silencio. Pero también un modo de recordarnos que la memoria tiene un género y que las memorias y los silencios de las mujeres presentan repeticiones a través de la especificidad de su experiencia en diversos tiempos y lugares (Gluck y Patai, 1991; Menon y Bhasin, 1998).
Siguiendo con el recuerdo de que la «memoria es más que palabra», la música tiene mucho que enseñarnos a propósito del silencio. El compositor Luigi Nono ha destacado que la «escucha del silencio» puede tener un significado social y político, o sea, escuchar al otro: «Le silence. Il est très difficile à écouter. Très difficile d’écouter, dans le silence, les autres. Au lieu d’écouter le silence, au lieu d’écouter les autres, on espère écouter encore une fois soi-même» (Nono, 1993, p. 256) (El silencio. Es muy difícil escucharlo. Muy difícil escuchar, en el silencio, a los otros. En lugar de escuchar el silencio, en lugar de escuchar a los otros, esperamos escucharnos otra vez a nosotros mismos). El silencio puede contener una llamada a ir más allá de nosotros mismos, tanto en lo que se refiere al presente como al pasado. Puede significar la suspensión del ruido cotidiano, de los sonidos habituales, y expresar atención, aprobadora o desaprobadora. George Steiner ha escrito del silencio: es «la única respuesta digna a las violaciones del discurso humano» perpetradas por los fascismos y el estalinismo (1985, p.15). Entre los distintos tipos de silencio (la lógica final del discurso poético, lo inefable de la mística, la exaltación de la acción), Steiner incluye el que se plantea como el desafío al tiempo actual, cuyo inicio sitúa en la Primera Guerra Mundial (p. 69).
Podemos comprender estas palabras, desde la base de nuestra experiencia como historiadores y entrevistadores, cuando escuchamos, en un silencio partícipe, a nuestros entrevistados. En un sentido más amplio, podemos tomarlo como una invitación a escuchar culturas y pueblos que todavía no han sido escuchados lo suficiente. Los estudios sobre la mujer, por ejemplo, han nacido de una sugerencia parecida, como también los Subaltern Studies, por mencionar dos ejemplos importantes. En ambos casos, el esfuerzo ha supuesto condenar al silencio las tradicionales jerarquías del saber histórico y de sus objetos, para inaugurar nuevas maneras de escuchar.
Podemos aceptar las propuestas de Nono y de Steiner como advertencias de no usar ni analizar la memoria sin situarla en un contexto de silencio. Según el campo, esta afirmación adquiere diferente significado. Para el trabajo de los historiadores culturales, significa reconocer la naturaleza compleja y fragmentaria de la memoria, y la necesaria complejidad del enfoque requerido: sería necesario trabajar como si la memoria fuera algo más que un simple conjunto de palabras, pero, al mismo tiempo, concentrarse en el análisis textual de las huellas de la memoria: «Todos los silencios no son iguales ni pueden considerarse del mismo modo; cada narración histórica [es] un haz de silencios, el resultado de un proceso único y, consecuentemente, la operación para deconstruirlo resulta diferente» (Trouillot, 1995, pp. 27-8). Los historiadores pueden decidir, según las fuentes y los objetos de su investigación, si desvelar un silencio o reconocer en él la naturaleza de frontera «en los límites de lo decible» (Bonansea, 1999) o si analizarlo como ocultador de conflictos; en cada caso siempre deben prestar atención a los nexos entre formas de poder y formas de silencio.
Mi experiencia del uso de los silencios por parte de la historia sugiere que muchos de los silencios que observamos son relativos y debemos comprenderlos como tales: puede haber, por ejemplo, un silencio de la historiografía existente respecto a la cultura de los obreros, o un silencio de los estudios sobre la mujer respecto a una tradición oral femenina, o un silencio de los medios de comunicación de masa respecto a la poesía. Es una parte integrante de la definición de un silencio descubrir los límites, el contexto y las referencias: ¿respecto a qué y a quién se da el silencio? ¿quién puede definirlo como tal? Al mismo tiempo, en nuestras investigaciones, así como en la memoria pública, conocemos la frustración provocada por las perdidas de la memoria, pequeñas y grandes, que todos nuestros trabajos no pueden evitar. A menudo, sobre todo en el caso de las investigaciones históricas sobre los vencidos y acallados, tenemos la experiencia de no conseguir encontrar personas, ideas, libros que, a pesar de nuestros esfuerzos, parecen haberse desvanecido completamente, dejando solamente rastros dispersos y ambiguos.
DESPEDIDA
Este recorrido nos ha llevado desde la Antigua Grecia y el Antiguo Israel a Hiroshima, también tras las huellas de los gitanos, a través de Europa, por los campos de concentración en los que, entre las dos guerras, se intentó exterminarlos, a ellos y a los judíos; al París de los inicios de los sesenta y a la Corea y los Estados Unidos de los cincuenta. Hemos pasado por Irlanda, Italia, Rusia, Alemania y España, con referencias a Argelia y a América Latina, y nos llevará a la India de los años veinte. El recorrido consiste pues, en un ir y venir entre diversos países europeos y, en menor medida, entre Europa y otras zonas del mundo, si bien hemos centrado nuestra atención en el siglo XX y en el continente europeo.
Sin embargo, mi intención no es definir la especificidad de la memoria europea (Namer, 1993), cuestión que exigirá una profundidad y una reflexión mayor. Cualquiera que se plantease este objetivo debería considerar como mínimo dos líneas de investigación: por un lado, el impacto de los acelerados procesos de difusión de la comunicación de masas (y en general de los cambios en el sector de las comunicaciones) sobre el fenómeno contemporaneo de proliferación/pérdida de memoria; y por otro, las relaciones entre memoria y sentimiento de culpa causado por el colonialismo, las persecuciones y las masacres. Por el momento, me limito a indicar algunas conexiones. La naturaleza asistemática del recorrido es un reflejo de la misma asistematicidad de la memoria; en otras palabras, he seguido mis asociaciones personales, basadas, con todo, en un patrimonio común de estudios y saberes. De hecho, si, por un lado, este recorrido se halla ligado a mis características personales, por otro, la elección de tiempo y lugares se basa en consideraciones que creo compartir con otros, como sería el interés por Europa y su memoria, y su posición en un contexto mundial. Se podrían trazar muchos itinerarios parecidos, más o menos completos que el mío, pero probablemente pasarían por puntos análogos, porque la dialéctica entre memoria y silencio en este continente no puede dejar de lado el colonialismo, el totalitarismo y las guerras, y los lugares donde han tenido lugar tanto dentro como fuera de Europa. Esta dialéctica comprende también muchos elementos que atañen al cuerpo y a la mente de los individuos en tiempo de paz.
Creo que todos estaríamos de acuerdo en considerar que los silencios, los olvidos y las memorias son diversos aspectos de un mismo proceso, y que el arte de la memoria no puede dejar de ser el arte del olvido, mediante el silencio y la alternancia entre silencio y sonido. Pero ¿qué implicaciones tiene esta afirmación para nuestro trabajo sobre la serie continua de transformaciones que constituyen la memoria? En mi opinión, deberemos centrar nuestra atención y nuestras discusiones sobre dos directrices principales: la primera es el intento de construir una nueva historia (lo mismo vale para la antropología y para cualquier disciplina que nos interese) tomando en consideración la dialéctica de memoria, olvido y silencio; la segunda es la búsqueda de los límites de nuestra disciplina en este campo, aceptando previamente la definición de Schachter (1996) del «frágil poder de la memoria», allí donde comparecen el poder y la fragilidad, la fuerza persuasiva pero también el desastre.
Podemos encontrar ejemplos de la primera directriz no sólo en los trabajos que quieren ser explícitamente «historias del olvido» (Klein, 1997), sino también en aquellos que sitúan la memoria en el contexto que enfrenta el poder a varias formas de olvido. Shahid Amin (1995), por ejemplo, ha examinado la historia y la memoria del enfrentamiento entre la policía y los campesinos que tuvo lugar el 4 de febrero de 1922 en Chauri Chaura, una pequeña ciudad del norte de la India, en el que seguidores de Gandhi hicieron uso de la violencia. Amin ha «compuesto y recompuesto» los recuerdos locales contraponiéndolos a los documentos judiciales y a otras fuentes oficiales, desafiando tanto la versión de la historia colonial como la estereotipada incorporación del suceso a la narración de la Gran Lucha por la libertad de la historia postcolonial. Su ejemplar trabajo muestra la multiplicidad de la memoria y la posibilidad de usarla en un nuevo tipo de historia, en el cual «la incongruencia con los grandes hechos no (...) se construye como un vacío de memoria, sino como un elemento necesario para recomponer la historia» (p. 198).
Los ejemplos de la segunda directriz conviene buscarlos fuera del ámbito de la historia, en el del psicoanálisis. En Memoria del futuro de Wilfred Bion (1975), el futuro entra en el teatro de la mente y tiene que ver con la memoria. En este escenario se siguen incesantemente diálogos entre varios personajes, uno de los cuales se llama Memoria. En una escena, Memoria será despertada por una conversación entre dos muchachas, Alice y Rosemary, y les recuerda que algunas de las cosas del pasado de las que hablan (medias negras de lana peinada y zapatos «prácticos») provienen del inconsciente. Precisamente ha sido la alusión a aquellas cosas del pasado la que la ha despertado, pero cuando Memoria empieza a hablar, las dos muchachas se duermen. En aquel momento Memoria declara que ha nacido del pecado y sigue hablando del pasado con Roland, que acaba de despertar (capítulo 15). La alternancia de sueño y vigilia nos habla de los diferentes niveles de representación de esta escena. Pero ya se ha dicho (capítulo 14) que la tierra del sueño del inconsciente, de lo olvidado pude identificarse tanto con el pasado como con el futuro. Por eso Memoria se sitúa entre ambos. Un indicio que avale esta sugerente interpretación se puede encontrar en un escrito anterior del mismo autor, Notes on memory and desire, de 1967; en él, Bion elabora una limpia distinción entre memoria y deseo —que, respectivamente, se hallan relacionadas con el pasado, «lo que se supone que ha tenido lugar», y con el futuro, «lo que no ha tenido lugar»— por un lado, y algo llamado «evolución», que está relacionado con el psicoanálisis y que se da principalmente en el presente (la sesión psicoanalítica no debe tener ni historia ni futuro), por el otro. La memoria es el pasado del deseo, la expectativa es el futuro; ambas son un obstáculo para una actitud centrada en el presente, la cual es la única que permite aflorar lo desconocido en cada sesión. La «evolución» muestra un parecido superficial con la memoria que debe ser cuidadosamente evitado por el psicoanalista. La primera es «la experiencia en la que una idea o una impresión pictórica aparecen en la mente de manera espontánea y en su contexto»; la segunda es la «respuesta a un esfuerzo, intencional y consciente, por recordar» y está relacionada con «los aspectos de la mente que derivan de la experiencia sensorial». En calidad de historiadores, antropólogos o críticos de la cultura, nos ocupamos de esta memoria y de la experiencia que está en su base, en tanto que el acceso a lo «desconocido» entendido como inconsciente se halla cerrado. Tener presentes estos límites es fundamental para quien desea ocuparse de la memoria, el olvido y el silencio.
Quisiera terminar con un comentario personal. Con el paso del tiempo cada vez estoy más inclinada a comprender la fragilidad de la memoria, mientras que en el pasado, daba mayor importancia a su poder, aunque apreciase el valor del silencio. Esta actitud, que para mí es una de las cosas positivas de envejecer, ha sido ilustrada por Rilke en los Cuadernos de Malte Lauids Brigge: «Si al menos se tuvieran los propios recuerdos. Pero, ¿quién los tiene? Si estuviera la infancia, pero está como sepultada. Quizás es necesario ser viejo para poder acercarnos a todo esto. Me parece que es bello, ser viejo» (Rilke, 1966, p. 12).