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LIBRO PRIMERO LA HUIDA (1942-1977)

LA SEGUNDA GUERRA MUNDIAL. El receptor Philips de onda corta tenía incorporado un tocadiscos eléctrico “de alta fidelidad”. Jorge escuchaba las noticias de la BBC de Londres y también discos de música clásica. Lo encendía al llegar del club y recuerdas los campanazos de aquel acorde famoso que identifica la emisora, porque en ese momento querías que tu padre te cargara y te brindara una caricia.

Tal es el recuerdo más antiguo que puedes evocar.

Poca atención te ofrecía ya que estaba pendiente del locutor que desgranaba en español el balance diario de la guerra: muertos, heridos y desaparecidos; ejércitos que chocaban, avanzaban o retrocedían; puentes, carreteras y torres de energía averiadas; buques hundidos, aviones derribados, cuarteles y hospitales arrasados; civiles masacrados. No perdía la esperanza: si la guerra terminase, él se creía capaz de rehacer la droguería, de evitar la quiebra, de conservar el patrimonio que había logrado con tanto esfuerzo.

Pero la tempestad inflamó Europa y se extendió por el norte de África, el Oriente, el Pacífico Sur; en cualquier momento encendería el Canal de Panamá y la propia Colombia. La destrucción de tantas ciudades (todavía faltaba lo de Hiroshima y Nagasaki), no era otra cosa que el signo del Apocalipsis. Al terminar la emisión, Jorge se levantaba exclamando en tono de angustia y desconcierto: ¡la guerra! Un tono y un gesto que, además, eran una invocación a un poder superior y un veredicto sobre los días oscuros que faltaban por llegar.

Nada, o casi nada comprendías de aquellas trasmisiones y aquellos gestos, solo percibías la tensión y la angustia de tu padre y, al evocarlas, resuenan en tu memoria palabras como guerra y desaparecidos, que fueron, si no las primeras, unas de las primeras que aprendiste del idioma.

Cuando Jorge se percataba de tu presencia, te alzaba y se iba contigo en brazos en busca de alguno de sus discos. Era un melómano, poseía sinfonías y sonatas –Beethoven era su preferido–, estudiaba con rigor académico la Histoire de la Musique, de J. Combarieu y asistía a los conciertos de cámara que se ofrecían en la ciudad. Tú seguías allí, a su lado, tal vez sentado en sus rodillas, sintiendo su respiración y su calor, y escuchando la música que comenzaba a sonar. Un día dijo: “los compases con los que se abre la Quinta son el llamado del destino”. Pronto fueron familiares para ti, y los escuchabas también como un llamado, al igual que los campanazos de la BBC.

Estas asociaciones se hicieron más complejas. Escuchabas la música imitando la devoción de tu padre, como si estuvieras a punto de oír una palabra superior, una revelación, como si fuera la vía segura hacia lo absoluto. Solo sentías aprehensión y temor. Muchas veces has meditado sobre aquellas impresiones. ¿Por qué te impactaban tanto? ¿Por qué aún hoy las consideras como determinantes en tu vida? La sesión de música era un rito diario en la penumbra, solemne, trascendental, cargado de amenazas y malos presagios.

Habías nacido sesenta y seis días después de Pearl Harbor, el 11 de febrero de 1942 –poco antes de las seis de la tarde–, en el Hospital de San Vicente de Paúl en Medellín. Según el registro que dejó mamá, medías veintiún pulgadas y tres cuartos y pesaste siete libras y seis octavos. El parto lo atendieron el doctor Miguel M. Calle y la hermana Lucrecia de La Merced. Fuiste bautizado en la capilla del hospital por el padre Manuel José Villegas. El evento lo reseñó el periódico local al lado de otras dos noticias: la primera informaba que los cruceros alemanes Gneisenau, Scharnhorst y Prinz Eugen, apoyados por destructores y escuadrones de aviación, zarparon ese 11 de febrero de Brest hacia el canal de la Mancha buscando la salida del mar del Norte. Al tratar de detenerlos, los ingleses perdieron cuarenta y dos aviones en seis horas. Y la segunda, que Borges acababa de publicar Funes el memorioso en Buenos Aires y que la crítica se mostraba desconcertada por no encontrarle significado. Seis meses más tarde, los alemanes ponían en funcionamiento la “solución final” de Treblinka.

Jorge nació en Santo Domingo en 1906. Fue el mayor del matrimonio de Francisco Pineda y Rita López. Vivieron en distintos pueblos porque Francisco trabajaba con las Rentas Departamentales. Cuando la familia se asentó en La Ceja, Jorge ingresó al colegio de los Hermanos Cristianos. Los viejos analfabetas que se reunían en la botica para comentar las noticias, lo llamaban para que les leyera en voz alta artículos de periódicos y revistas. El Archiduque Francisco Fernando, heredero del trono austro-húngaro, acababa de ser asesinado y se desencadenaba la gran confrontación de 1914. Aquellas lecturas de horror, sin duda mal asimiladas, anidaron en su subconsciente y determinaron su temperamento nervioso y su fascinación y temor por los acontecimientos políticos y militares que ocurrían en el mundo.

Luego, para que adelantara el bachillerato, Francisco lo envió al Liceo de la Universidad de Antioquia en Medellín, que funcionaba en una casona cerca de la Plaza de Flórez. El choque cultural del joven debió ser traumático. Había crecido en los pueblos donde regía la cultura tradicional, donde nada o casi nada sucedía. Ahora los medellinenses estaban preocupados con el progreso, discutían el primer “Plan de Desarrollo” y las controversias eran violentas: para unos, el progreso era lo peor: producía insomnio, trastornos cerebrales, los autos confundían al peatón con sus bocinas y los suicidios iban en aumento. Para otros, era el valor más elevado; decían que ya era incontenible y que quienes no se acomodaran quedarían marginados.

La ciudad se trasformaba. Ya contaba con una clase empresarial que desde comienzos del siglo era reconocida a nivel nacional. Funcionaban muchas empresas, entre ellas Coltejer, Argos, Tejidos de Bello y el Banco Alemán Antioqueño. Jorge venía ajustándose a este entorno. Ya cursaba el quinto año de bachillerato y, animado por los consejos de su padre, se disponía a escoger carrera. Pero sus aspiraciones quedaron truncas cuando recibió la noticia de su muerte. Nunca supimos la causa. Tengo la sospecha de que fue un hecho de violencia; tal vez un atraco o un accidente. El único recuerdo que nos queda es un dibujo a plumilla de un cuarto de pliego, copiado, sin duda, de una fotografía. Está fechado en 1945, es decir, unos veinte años después de su muerte, y la firma del dibujante es ilegible. Representa a un hombre blanco, de treinta y cinco años, más bien delgado, de frente amplia, la mirada serena, el cabello corto y negro, la nariz larga y fina, los labios también finos y el mentón delgado. Luce un bigote negro, espeso y terminado en puntas. Viste con naturalidad saco elegante de paño, chaleco y corbata. Estos rasgos y posturas los he visto reproducidos en sus descendientes y, sin duda, los ojos verdes o azulosos de algunos provienen por esta línea.

Al perder la única fuente de sustento, Jorge comprendió que, por ser el hijo mayor, debía suspender estudios y hacerse cargo de nuevas responsabilidades. Entonces salió en busca de un puesto de trabajo que le permitiera enviarles fondos a Rita y a sus hermanos menores. Con una nómina tan nutrida de industrias en la ciudad, no necesitó buscar por mucho tiempo. Su presencia era elegante y el trato educado y comedido. Su letra manuscrita era hermosa, tenía facilidad para la ortografía, la redacción y las matemáticas. Encontró una posición de aprendiz en el departamento de contabilidad de la empresa de energía. Se trataba, sin duda, de la mejor opción, ya que era el sector de mayor crecimiento: a finales del siglo anterior, inversionistas particulares habían puesto a funcionar un acueducto en la quebrada Piedras Blancas, una rueda Pelton en la Santa Elena capaz de generar energía para el alumbrado público, y un número de líneas telefónicas. Ahora la municipalidad se hacía cargo de estos negocios organizándolos bajo una sola razón social que denominaron “Empresas Públicas Municipales”. Allí trabajó por más de diez años y vivió de cerca la construcción de la primera etapa de la Central de Guadalupe. Se generó tanta energía que las autoridades construyeron un sistema de tranvías eléctricos para comunicar los distintos barrios, con lo cual la ciudad se puso a la altura de las más desarrolladas del planeta.

La suspensión temprana de sus estudios formales no le impidió continuarlos como autodidacta y desde joven se propuso conformar su propia biblioteca. Alcanzó un buen conocimiento del francés y del inglés y se aficionó a la música y a la historia. Se interesaba por lo que llamaba “la actualidad” y era un obsesivo lector de periódicos y revistas.

Al avanzar su juventud, sus gustos se refinaron. La ciudad se daba ínfulas de cosmopolitismo. Llegaban artistas internacionales y compañías de ópera y zarzuela españolas, italianas y francesas. Estaban los teatros Bolívar y Junín. El Circo España era una construcción cubierta para siete mil espectadores donde se llevaban a cabo fiestas bailables, representaciones teatrales, opera, cine y hasta corridas de toros. Existían salones de té, entre ellos el Astor –especializado en pastelería suiza– y los muchachos y muchachas salían a pasear en auto por los pueblos vecinos. Había exposiciones de pintura y era abundante la producción de Horacio Longas, Ignacio Gómez Jaramillo, Eladio Vélez, Pedro Nel Gómez y otros artistas contagiados por el impresionismo y demás corrientes de moda. Florecían las librerías y las tertulias. La gente aprendía de memoria y recitaba poemas de Rubén Darío, Guillermo Valencia y José Asunción Silva y, unos años después, los de Barba Jacob y Alberto Ángel Montoya. La novela La Vorágine, de José Eustasio Rivera, causó agitadas polémicas ideológicas. Las de José María Vargas Vila estaban condenadas por la Iglesia y prohibidas por las autoridades, pero circulaban profusamente, en especial entre obreros y otras gentes del pueblo y eran la delicia de sus furtivos lectores.

Jorge profesaba ideas liberales. ¿De dónde le venía el liberalismo? Como sus parientes del Santuario y Santo Domingo eran en su mayoría conservadores, no lo llevaba en la sangre; lo llevaba en el cerebro, por convicción: desconfiaba de los curas; pensaba que los individuos pueden forjar sus propios destinos, que la ciencia y el progreso mejoran el mundo; creía en el esfuerzo individual, en la iniciativa privada y estaba convencido de que la industria y el comercio eran herramientas poderosas para superar la pobreza ancestral del país. Luchó por esos ideales, pero fracasó. Las circunstancias no le fueron propicias, como veremos en estas páginas.

Jorge se retiró de las Empresas Públicas Municipales para fundar, a mediados de la década de 1930, la Droguería Americana, que fue exitosa desde sus comienzos. Era un negocio competido. Estaban los Laboratorios LUA, Droguerías Aliadas, Droguería Andina y otras. Importaban productos de farmacia y una larga lista de bienes de consumo, como licores, vinos, cerveza, rancho, perfumes, cremas y tapices. Más que una miscelánea como las de sus competidores, Jorge orientó su negocio a la importación, procesamiento y re-empaque de productos químicos y farmacéuticos. Su cultura general y sus conocimientos de francés e inglés le permitían mantener correspondencia con fabricantes y distribuidores. Poseía bodegas y promovía marcas propias a través de farmacias y boticas de la ciudad y el departamento. Tres de sus productos principales eran Efedrol (para la tos), Dinamol (reconstituyente) y M3 (pastillas para la fiebre). Dirigía una buena nómina de agentes viajeros y las ventas se hacían a crédito. Además, vendía al menudeo en la Botica la Playa, de su propiedad. Sus empleados de confianza eran dos de sus hermanos menores, Libardo en la contabilidad y Francisco en la bodega, y Manuel Mejía, quien ejercía como farmaceuta. El grueso de las importaciones provenía de Europa. (En 1936, Colombia importaba el ochenta por ciento de países europeos y menos del veinte por ciento de Estados Unidos. Después de la guerra, la relación quedó invertida.)

Los antibióticos habían sido descubiertos pocos años antes y apenas empezaba su comercialización. A la penicilina la calificaban de “milagrosa” en el control de enfermedades epidémicas como la sífilis y la tuberculosis. Cundía un aire de optimismo y médicos y pacientes esperaban desarrollos farmacéuticos maravillosos.

Jorge conoció a Regina, tu madre, a finales de los años treinta. Frecuentaban grupos sociales similares, asistían a las “funciones” en los teatros Bolívar y Junín y a los eventos del Circo España. Salían en auto por los pueblos acompañados por otras parejas de jóvenes. Los padres de Regina eran José A. Botero y Clementina Uribe. Venían de Sonsón. Regina era la cuarta de seis hermanos. Todos habían nacido en ese pueblo y se trasladaron a Medellín en la segunda década del siglo.

Fue un éxodo general. A la ciudad estaban llegando gentes de todos los pueblos. Eran familias que se habían enriquecido con la minería, la arriería y el café. Los apellidos son conocidos: Echavarría, Sierra, Jaramillo, Ángel, Botero, Olano, Villegas, Vallejo, Peláez, Bernal, Arango, Moreno, Rendón, Carrasquilla, López y Aristizábal. Las cifras muestran un crecimiento acelerado. En 1900 Medellín tenía 32.000 habitantes. En 1922 llegaban a 75.000; a 120.000 en 1928 y a 150.000 en 1935.

Recuerdas a tu abuelo materno. Vivían en una casona de la calle Ayacucho, a poca distancia del parque de Berrío e ibas a saludarlo llevado por mamá. Estaba anciano. Era alto y grueso. El rostro blanco, redondo, la cabeza totalmente calva. Se movía con dificultad, apoyado en un bastón, por causa de un derrame cerebral. Pero aun así, salía solo a departir con amigos en los cafés y cantinas del barrio. Nació en 1882 y murió en 1946. Había sido el onceno de una familia de catorce hijos. Sus hermanos mayores se fueron para la colonización buscando tierras de labranza y guacas indígenas en las últimas décadas del siglo XIX, por los territorios de los actuales departamentos de Caldas, Quindío y Risaralda. De niño arriaba mulas, encerraba terneros, cortaba leña y solo tuvo uno o dos años de escuela primaria. Un día, con motivo de la guerra de los Mil Días, llegaron funcionarios de reclutamiento del bando conservador. Como sus hermanos y primos habían partido para la colonización, él también quería irse del pueblo. No había cumplido los diez y seis años y mintió respecto de su edad para ser aceptado como recluta. Pasó a Panamá donde peleó contra las tropas liberales. Estuvo preso en la iglesia de Aguas Claras, en la provincia de Coclé, de donde fue liberado cuando terminó la contienda. La anécdota la conociste por boca de mamá y dio pie para uno de tus primeros cuentos, “La guerra civil”. José A. regresó con el título de capitán; traía un sable de asalto que sus hijos veneraron como reliquia. Como soldado recorrió buena parte del país a pie. Al terminar la guerra se casó con Clementina –en 1905– y siguió recorriendo los caminos ahora como arriero, trayendo a Medellín mercancías de Bogotá y Boyacá. Llegó a ser rico. Tenía fincas en Sonsón y en el suroeste antioqueño, propiedades urbanas y un establecimiento de comercio en Medellín con el pomposo nombre de Almacén José A. Botero, que se especializaba en artículos de lana.

De la calle Ayacucho se mudaron para Monte Blanco, un palacete a la entrada de Envigado, construido en la década de los treinta, con cuatro enormes e imponentes columnas neoclásicas en el pórtico que remedan las de la Casa Blanca, rodeado de rosales, con naranjal y potrero (hoy convertido en colegio y residencia de una comunidad religiosa). Lindaba con la finca “El jardín del Alemán” (conocida después como “Otraparte”) del escritor Fernando González. Hizo amistad con su vecino y departían cuando esperaban el bus de escalera que los llevaba a la ciudad. Reía de las ocurrencias de González y decía que andaba “deschavetado”. Nunca aprendió a conducir un automóvil, pero le regaló a tu tía Julia un flamante Ford Coupe negro modelo 1938, con radio y cojines forrados en cuero, que permaneció en la familia por más de una década. Cuando tenías pocos años te sacaban a pasear en él y guardas nítidas las sensaciones del aire entrando por la ventanilla, la tersura del cuero, su color oscuro y el sonido de la radio.

La abuela Clementina era la cuarta de una familia de diez hijos. Nació en Sonsón hacia 1887 y murió en 1949. Sus padres fueron José María Uribe Botero y María Pastora Botero Botero. José María, quien en la familia se conoció como don Marita, o Papá Marita, dejó fama de rico y en Sonsón lo recuerdan porque donó los altares de mármol de Carrara para la catedral. Se inició como arriero y llegó a tener centenares de mulas y bueyes cargueros, organizados por recuas con sus capataces, recorriendo las trochas del país. Daniel, el único hijo varón, estudió abogacía en Bogotá, donde se destacó como profesional, tan refinado que lo llamaban El Conde y tan afortunado que heredó el grueso de la fortuna de don Marita.

A la abuela Clementina la recuerdas de rostro adusto, tez trigueña y movimientos lentos. Lucía el cabello entrecano y largo hasta la cintura y las hijas ayudaban a peinarlo. Su cuarto parecía una capilla, porque los objetos más visibles eran un crucifijo de un metro con cincuenta, de una desnudez deslumbrante, exaltada por grandes y sangrantes heridas; una vistosa camándula de cuentas de cristal pulido como diamantes que colgaba de uno de los brazos del crucifijo, y que había sido encargada a Roma; una “bendición” con la fotografía del pontífice Pío XI dirigida a “José A. Botero, señora y familia”, también traída de Roma, y uno o dos cirios encendidos. Tenía un reclinatorio tapizado en tela roja, y un número de taburetes, porque la abuela convocaba allí a la familia y a la servidumbre para rezar el rosario. Presidía desde el reclinatorio o sentada en la cama, que estaba en el rincón más oscuro. Algunas veces debiste asistir al rezo y lo recuerdas como un castigo. La voz de la anciana, entrecortada y cavernosa, repetía las palabras, siempre las mismas, de todo lo cual te quedó una extraña sensación: había que invocar a Dios, un ser lejano, omnipotente y cruel, que nos castiga por un pecado que no hemos cometido.

La Exposición Mundial –The New York World’s Fair (1939-1940)– fue uno de los acontecimientos más importantes ocurridos en los años previos a tu nacimiento. Su eslogan fue: Dawn of a New Day (“El amanecer de un nuevo día”). Fue la primera en centrar el interés en el futuro: ideas, materiales, procesos, máquinas, fuerzas que estaban en desarrollo y que apuntaban hacia la construcción de un mundo mejor. Nunca antes los seres humanos habían depositado mayor confianza en la ciencia y la tecnología. El ícono central eran dos edificios: el Trylon y la Perisphere; el primero, una torre piramidal de 210 metros de alto y el segundo, una esfera a la cual se ingresaba por una escalera eléctrica denominada Helicline. El interior de la Perisphere contenía a escala la ciudad del futuro. (Hoy podemos recordar lo esencial de aquel símbolo en el logo de la empresa de Cementos Argos en Colombia.)

Se trataba, pues, de un evento que ningún burgués acomodado podía dejar pasar, y muchos antioqueños hicieron el esfuerzo de viajar. José A. organizó su viaje y partió con Clementina y Regina en el mes de abril de 1939. Fueron en buque a Nueva York desde Barranquilla con escala en La Habana. Trajeron innumerables anécdotas, regalos, ropas, enseres. Recuerdas particularmente un grabado a plumilla del castillo El Morro que por décadas estuvo colgado en las paredes de tu casa.

Entretanto, Jorge pasaba por su mejor época: la droguería parecía pujante y las perspectivas eran buenas. Pertenecía al círculo social más exclusivo: el que se reunía en los clubes Unión y Campestre (donde practicaba el golf). Estaba suscrito a L’Illustration que recibía de París y a National Geographic y Life que le llegaban de Estados Unidos. Su automóvil causaba sensación: un Lincoln Continental. También era propietario de un lote campestre por San Antonio, cerca de Rionegro, donde se proponía sembrar manzanos, montar una lechería de ganado Holstein y construir a su gusto una casa de recreo. Ya había escogido el nombre: “Georgia”. Uno de sus mejores amigos era el pintor Eladio Vélez. (Por esa época dirigía el Instituto de Bellas Artes. Esta amistad duró hasta la muerte del artista, en 1967) Varias acuarelas, de las más bellas, estuvieron colgadas en tu casa, siempre en un lugar de privilegio. Un cuadro de gran formato –en óleo sobre tela–, pintado en París en 1930, que representa una barcaza amarrada a uno de los muelles del Sena, fue considerado por tu padre como su joya más preciada y por décadas lo viste exhibido en la sala principal.

Para completar la lista de realizaciones solo le faltaba visitar la Feria Mundial, y las circunstancias se lo estaban exigiendo. Con la confrontación de las potencias en Europa, los proveedores tradicionales suspendían despachos y escaseaban los productos. Como Estados Unidos se resistía a entrar a la contienda, quedaba la opción de cambiar de proveedores. Pensó que con unos cuantos contactos en Nueva York la Droguería seguiría operando eficientemente.

Jorge prefirió viajar por mar. (Existía un servicio aéreo eficaz para el correo pero precario y peligroso para pasajeros, y la gente mantenía vivo el recuerdo del accidente que le costó la vida a Gardel en 1935 en el aeropuerto de Medellín) Pero la situación era cada vez más tensa. Se hablaba de espías en los puertos, estaciones clandestinas de radio, submarinos en el Caribe que se abastecían de agua en la Guajira y se temía que Alemania atacara el Canal de Panamá.

Es fácil seguir el itinerario por la información que contienen las cartas que Jorge le envió a Regina (y que se conservan en el archivo familiar). Fueron escritas entre abril y junio de 1940 en la papelería que ofrecían buques y hoteles. Jorge fue en tren a Berrío y de allí por el río a Barranquilla, donde se hospedó en el Hotel el Prado. Luego se embarcó en el Quirigua, un buque de la Great White Fleet (subsidiaria de la United Fruit Co.) con destino a Nueva York, con escalas en Cartagena, Colón y Kingston. El temor era que en cualquier momento fuera atacado por los alemanes, ya que tales empresas eran símbolos del poderío yanqui. En Kingston, el ambiente de guerra estaba al rojo vivo. Los viajeros quisieron visitar la ciudad y el capitán les retuvo las cámaras fotográficas a bordo, pues estaba prohibido tomar fotografías. Allí Jorge entregó al correo una carta para Regina, que esta recibió y se conserva con el sello: Opened by Censor.

En Nueva York se registró en el hotel Chesterfield –130 West, 49 Street, en Times Square– un hotel de 600 habitaciones, “tan lujoso que todas tenían baño privado”. Una de sus primeras gestiones fue entrevistarse con Jaime Vélez Pérez, un amigo de Medellín para quien traía una encomienda de su familia. Había sido cónsul del gobierno de López Pumarejo y ahora regentaba una oficina de negocios en sociedad con López. Se daba la gran vida en el Metropolitan Club y el Waldorf Astoria adonde invitó a Jorge. Estas atenciones no habrían tenido mayor resonancia a no ser porque pocos meses después, Jaime se lanzó de su oficina en el piso 38 en Wall Street y fue a estrellarse en la extensión del piso quinto. El New York Times y El Tiempo publicaron la noticia el 19 de enero de 1941 y las causas siempre fueron motivo de especulación. Jaime Vélez y la ciudad de Nueva York quedaron unidos en forma imperecedera en la mente de Jorge.

En una de las cartas, Jorge le dice a su novia que “una revista de farmacia” anunció “la presencia en Nueva York del propietario de la Droguería Americana”. La noticia incluyó el nombre del hotel en el que se hospedaba, por lo que le llovieron llamadas telefónicas e invitaciones. Es evidente que el mercado suramericano entusiasmaba a los empresarios neoyorquinos. Menciona particularmente a E.R. Squibb, Johnson and Johnson y Park Davis. Tales invitaciones lo llevaron a New Brunswick (New Jersey), Chicago, Detroit y Buffalo adonde viajó en buses de Greyhound. Navegó por el lago Erie, visitó Buffalo y las Cataratas del Niágara, pasó por Washington D.C. y en Nueva York se embarcó de regreso para Colombia, por la ruta La Habana-Panamá-Buenaventura.

Siempre se hospedó en hoteles emblemáticos y visitó restaurantes y sitios famosos. Le llamaron particularmente la atención Chicago y los grandes lagos, donde, al lado de los recuerdos de la nefasta era de Al Capone, ya por fortuna superada, encontraba un espíritu superior de renovación, un poderío económico, una majestuosidad arquitectónica, un nivel de desarrollo que no había imaginado. Rivalizaba ventajosamente con Nueva York. Son significativos los comentarios sobre Ford, cuyas fábricas visitó en Detroit. En una de sus últimas cartas, Jorge comenta que el presidente Roosevelt le solicitaba al Congreso una “suma fantástica para armamentos y para la construcción de ¡50.000 aviones de guerra!”.

A Jorge se le quedaron muchos contactos por hacer, muchos sitios por visitar y, según se desprende de la correspondencia, el regreso fue más o menos apresurado. Traía el ajuar de matrimonio que adquirió en Macy’s. De hecho, las cartas precipitaron los acontecimientos. Cuando salió de Medellín, los novios todavía no habían hecho público su compromiso. Las cartas que recibía Regina la pusieron en un aprieto. Cuando llegaban, padres, hermanos, amigos y conocidos querían enterarse de las noticias y presionaban a Regina para que se las dejara leer. Desde la primera, todos se dieron cuenta de que las relaciones iban avanzadas. La situación era tan comprometedora que ella le solicitó a su novio incluirle en cada sobre dos misivas: una para ella y otra “para mostrar”, a lo que Jorge no accedió. Cuando regresó a Medellín no les quedó más remedio que anunciar la fecha de la boda. Él tenía 34 años y ella 24 (una diferencia notable).

La vivencia cultural de aquel viaje fue ambigua. De un lado, una inmensa ola de optimismo: la Feria Mundial, las drogas maravillosas, el desarrollo industrial, el espíritu de modernidad y progreso de los norteamericanos. De otro, la amenaza de destrucción y muerte que ya se cernía sobre el mundo; ambas, movidas por los mismos desarrollos de la ciencia y la tecnología.

Jorge, sin duda, se casó acariciando la ilusión de que el conflicto iba a resolverse en cualquier momento y que al final primarían las fuerzas de la vida. El negocio de farmacia iba a ser exitoso. Ya tenía nuevos contactos, había conocido nuevos productos. La Droguería Americana iba a sobrevivir. Pero los acontecimientos –sólidos, inexorables– se sucedieron sin pausa. A finales del 41, con el primogénito en camino, recibió la peor noticia: Estados Unidos ingresaba a la guerra. El futuro de su negocio y consecuentemente el de la familia estaban amenazados. Él y los de su generación “amanecían”, no ante una nueva era de felicidad, sino ante el fuego devastador de un holocausto. En efecto: faltaron los abastecimientos farmacéuticos, los negocios empezaron a cerrar; el 44 y el 45 fueron los peores años. Cuando terminó la guerra, la recuperación fue demasiado lenta y la Droguería Americana entró en liquidación.

Al contraer matrimonio, tus padres habitaron una quinta en la Playa con Sucre (costado sur). Antiguamente, las aguas que descendían de la cordillera eran cristalinas y las orillas de la quebrada Santa Elena estaban cubiertas de árboles centenarios y jardines. Pero el desarrollo y la falta de alcantarillas habían convertido el sector en un vertedero. Fue así como la Sociedad de Mejoras Públicas lideró el proyecto de cubrir el cauce de la quebrada, convirtiéndola en la Avenida la Playa, cuyas obras iban avanzadas por la época de tu nacimiento. El sector recobraba su antiguo prestigio. Jorge continuaba jugando golf en el Campestre y visitando con Regina y amigos la finca Georgia, cuya construcción ya estaba finalizada. Conservaba el Lincoln Continental y practicaba la fotografía. Era delgado, siempre vestido de paño oscuro, camisa blanca de cuello y puños almidonados, corbata, zapatos negros bien lustrados y cuidadas las uñas. Usaba lentes tanto para leer como para mirar de lejos, lo que acentuaba su aire de intelectual. Entre los recuerdos más antiguos lo ves sentado en un sillón de cuero granate ensimismado en la lectura o escuchando las noticias. En la biblioteca guardaba los álbumes de fotografía (años después también los de estampillas) y los libros de música, novelas francesas e inglesas, clásicos de la antigüedad, filosofía e historia. Sobresalían los cuatro volúmenes en pasta de tela rojiza de La decadencia de Occidente, de Oswald Spengler (de la Editorial Espasa Calpe de Madrid, publicados en 1925 con nota introductoria de José Ortega y Gasset), en los que analiza las civilizaciones como si fueran vegetales (vitalismo): nacen, crecen, se reproducen y mueren. La civilización occidental está agotada. El progreso no va a darle un futuro de paz y confort, sino que, por el contrario, la va a sumir en el materialismo, el armamentismo, la violencia y la opresión. Al lado de Spengler, aparecieron en la década del cincuenta los seis volúmenes de Churchill sobre la Segunda Guerra (que le valieron el premio Nobel de 1953). Su presencia abrumadora (por lo gruesos) avalaba el aciago destino que el filósofo alemán le había otorgado a Occidente.

En los retratos de aquella época, Regina es una muchacha bonita y elegante que aparece sonriente. Le gustaba vestirse a la moda y la evocas cantando melodías de La belle époque y uno que otro tango. Mantenía un “costurero” semanal al que acudían amigas y antiguas compañeras de La Enseñanza. Poco dada a la especulación filosófica o histórica, pensaba que la guerra iba a terminar y auguraba para sus hijos los horizontes más prósperos, los paraísos más sublimes y en distintas ocasiones expresó cuánto le gustaría vivir hasta el año 2000, que vislumbraba como la culminación de la felicidad en el mundo.

Una mujer de falda roja hacía las labores en la cocina. Tú, que apenas gateabas por el suelo, la veías pasar a tu lado en su constante ir y venir. El ruedo te tocaba el rostro, como una brisa cálida y olorosa. Ella, de pie, recogía enseres frente a una mesa. Te acercaste por detrás y, acostado en el suelo, la miraste por entre las faldas. Querías descubrir aquella parte de su cuerpo, pero solo viste una nube de enaguas blancas. Cuando ella lo notó dio un grito, te levantó y llevó donde mamá. La mujer insistía que eras “un grosero” y tu mamá, sin poder ocultar una sonrisa, dijo: “esas cosas no se hacen”. Esta es, tal vez, la primera sensación de madre que tuviste conscientemente. Hasta ese momento ella estaba siempre ahí, pero aún no comprendías que se trataba de un cuerpo diferente al tuyo. Fue una especie de revelación. Lo extraño fue que ocurrió por intervención de otra mujer.

Nació tu hermana Blanca Cecilia, pero ni te enteraste. Solo meses después caíste en cuenta de su existencia, no solo porque ella lloraba y estaba ocupando espacios que antes te pertenecían, sino también porque la atención de tus padres, y particularmente de mamá, se orientaba ahora hacia la pequeña, y a ti te dejaban con la mujer de falda roja. El efecto de estos cambios no fue grave, porque por esos días tu padre explotaba en Georgia la lechería y el cultivo de manzanas y allí pasaban largos períodos. Un día te encaramó en un caballo blanco con pequeñas manchas negras que luego bautizaste “Mosco”, porque las manchas parecían un enjambre de moscas. Te amarraban con tiras de sábana a una sillita de montar y salías a cabalgar con tu padre. Al principio ibas de cabestro, pero después aprendiste el uso de las riendas y demás arreos y ya no necesitaste ayudas. Nada en el mundo era más importante que aquel animal, y acudías a la pesebrera para tocarlo y olerlo. También estaban las vacas, y la mezcla de olores producía en ti una extraña fascinación.

A veces, tu mamá te llevaba a Monte Blanco y te dejaba al cuidado de sus hermanas. Al irte a la cama, la tía Susana te contaba historias. Al apagar la luz escuchabas con más nitidez los latidos de los perros de la vecindad. Sin duda ya la luna estaba alta y su pálida luz caía sobre las arboledas y formaba sombras largas que se movían cuando soplaba la brisa. En ese momento se intensificaba el concierto. La tía no había salido del cuarto y ya estabas llamándola. Le preguntabas qué sucedía afuera; ella te tranquilizaba; eran solo perros latiéndole a la luna. ¿Y por qué le laten?, preguntabas. Ella, armándose de paciencia, te hablaba de la luna, del viento y de los árboles y te contaba otra historia. Los perros eran los guardianes de los campos y latían para cumplir con su tarea. Al final, arrullado por aquel concierto, te dormías plácidamente y tus sueños flotaban por grandes territorios iluminados por la luna.

El Coliseo, una antigua construcción, fue remodelado lujosamente en 1919 con el nombre de Teatro Bolívar. De estilo republicano, quedaba en Ayacucho, entre Junín y Sucre, y fue demolido en 1954 para levantar un “edificio moderno” que en su momento no se construyó –nunca hemos dejado de lamentar la pérdida–. Allí fuiste con tus padres a ver a Fu-Man-Chu (David Bamberg en la vida real), el mago famoso que recorría el continente presentándose con disfraz chino. Con el toque de su vara volaron conejos por el escenario, cartas y monedas sobre el público, revivieron mujeres partidas a serrucho y el recinto se llenó de humo de colores. En el entreacto salió una cantante y el público la acompañó a coro. Te aprendiste el estribillo porque allí mencionaban a un tal Tomás, y tú creías que se referían al tío.

Como pica, pica, pica

Como rasca, rasca, rasca,

El hermoso bigotito de Tomás,

Como pica, pica, pica

Como rasca,

El hermoso bigotito de Tomás.

Tomás tuvo una existencia desdichada. José A. y Clementina vivieron sus primeros años de matrimonio en Sonsón, y, como mencionamos, allí nacieron los hijos. Tomás tendría nueve o diez años y era de los mayores. Acompañaba al abuelo a visitar las fincas. Chalán en mula fina, un día entró en un corral de piso de piedra. Tal vez había llovido. Tal vez el jinete hizo un movimiento desacostumbrado. Tal vez había un objeto o un animal extraño –un gato, por ejemplo–. La bestia se encabritó y el muchacho fue arrojado al piso. Recibió el golpe en el cerebro. Logró sobrevivir con los cuidados de los médicos del pueblo, pero unos meses después comenzaron las convulsiones. Ese fue el final de sus estudios regulares y requirió atención especial. Lo conociste y trataste en Monte Blanco, cuando él estaba por los veintiocho años de edad. Su habitación quedaba en la planta baja, en frente de la de Clementina, y allí entrabas a conversar con él. Aunque no podía desempañarse en un trabajo u oficio, a ti te parecía normal; era dulce y cariñoso, dicharachero y alegre. Te enseñaba láminas, te hacía trucos con monedas, te preguntaba cosas que nunca sabías responder. A pesar de su dulzura, todos le temían. Su enfermedad podía manifestarse en cualquier momento y en cualquier lugar y las consecuencias eran lamentables. Podía caerse y golpearse o golpear a alguien. Entonces existían pocas drogas y pocos tratamientos, lo que ponía a la familia en una situación de angustia perpetua. Si estaba en casa, los hermanos y los sirvientes lo contenían. Si estaba en la calle, solo Dios sabía qué podía pasar.

Una mañana estabas en Monte Blanco, serían las diez, acababas de desayunar y saliste al jardín. Brillaba el sol y los trabajadores arreglaban los parterres. Caminabas por ahí despreocupadamente cuando sentiste a la abuela gritar desde la puerta. Vestía una bata de dormir de color crema y tenía el pelo suelto. Se apoyaba en el marco de la puerta. Su voz sonaba transida de impotencia. Pedía que sujetaran a Tomás, quien, de pijama, caminaba por el prado hacia la carretera con gestos descompuestos. Ya tenía babaza en los labios. Los trabajadores soltaron las herramientas y acudieron de inmediato. Tomás se resistió lanzando puñetazos, pero al fin lo sujetaron. Luego lo condujeron a la fuerza hasta su habitación; allí permanecieron Clementina y los trabajadores hasta que pasó el ataque. Cuando Tomás murió –víctima de una de tales crisis– lo que más te impresionó fue la sensación de alivio que cundió en la familia, y el hecho de que nadie volviera a mencionar su nombre.

El tío Adán, por el contrario, fue afortunado. Estudió dos años en el seminario de donde se retiró para trabajar en el Almacén de José A. Botero. A la muerte del abuelo, Adán se adueñó del negocio y se hizo llamar pomposamente “don José Adán Botero”. Tomás estaba enfermo y el resto de los herederos eran mujeres. Esto le dio a Adán la potestad de administrar la cuantiosa herencia. Cuando lo conociste tenía poco más de veinte años. Era un joven apuesto que se vestía a la moda. A veces se frotaba las manos y tú te quedabas esperando que de ellas surgiera un portento. Tu mamá y tus tías hablaban con frecuencia de Adán, por lo general con murmullos; Jorge evitaba su amistad, prefería guardar silencio o cambiar de tema. En cambio, tú no parabas de admirarlo y lo buscabas cuando ibas a Monte Blanco. Te trataba sin mimos, te hablaba como si fueses adulto. Te daba regalos: una moneda, un reloj viejo, una pieza gastada de motor. Poco sabías de la vida de jolgorios y excesos que llevaba. Poseía los autos más lujosos. Su marca preferida era el Buick. Cada año cambiaba de modelo. Recuerdas un Roadmaster convertible rojo, de capota de lona blanca; un Skylark azul celeste; enormes, con cojines de cuero, radios de lujo y llantas con una banda muy amplia de color blanco, que era necesario mantener impecable. Se destacaban por la amortiguación, que, según dijo, permitía viajar por las peores carreteras como en una alfombra mágica. Tenía fama de “don Juan”, sobre todo entre las “numeritos”. Las llevaba a los sitios de baile en la carretera a Copacabana, en la de Santa Elena, o por la vía a Robledo. En una época en que había pocos autos, y, sobre todo, pocos tan vistosos, su Buick lleno de muchachas alegres les daba a las gentes abundante tema de conversación. Los escándalos eran frecuentes, aunque nunca pasaban de aventuras más o menos inofensivas. Pero, por la época de tu adolescencia, las cosas se tornaron de color castaño cuando ocurrió un accidente ampliamente reseñado en los periódicos. Adán y un amigo de apellido Aristizábal (negociante de autos y motocicletas), sacaron a dos muchachas de la casa de Marta Pintuco y se fueron de farra por la “autopista”, una carretera acabada de construir a la orilla del río. Quiso lucirse acelerando la máquina con tan mala suerte que volcó. Una de las muchachas murió y los otros ocupantes quedaron heridos. Adán fue trasladado a la clínica El Rosario, donde fuiste a visitarlo. Sus heridas no eran graves, pero permaneció allí más de una semana mientras un abogado “arreglaba” el asunto con el juzgado y con las víctimas para que su cliente no fuera a parar a la cárcel.

Pero los carros, las mujeres y el licor no eran sus únicas aficiones. Gustaba también de las motocicletas, los caballos de paso fino y las armas de colección. En Monte Blanco conociste una BMW que tenía la particularidad de funcionar con transmisión de cardán, no de cadena. A pesar de tus cortos años, el tío te dio amplia información sobre las ventajas y desventajas de cada sistema; cuidados, lubricación y mantenimiento. Tenía pistolas de varias marcas y calibres y las usaba en Monte Blanco para mejorar el pulso. Una tarde sentiste los ruidos y fuiste a investigar. Adán estaba con Aristizábal disparando contra un tronco. Tú también quisiste disparar, y él te habría dejado, pero el prudente consejo de Aristizábal lo impidió. En cuanto a las bestias, las mantenía en pesebreras en Envigado y Sabaneta. Los sábados organizaba cabalgatas por las montañas y llevaba las alforjas bien provistas con botellas de ron para los señores y brandy para las damas. Una tarde de farra montaba un caballo brioso en el Parque de Bolívar. La ciudad estaba en plena Fiesta de las Flores y el público se agolpaba para ver pasar a los jinetes. Al entrar al parque, el animal resbaló y cayó sobre la pierna derecha del jinete. La fractura fue grave. A partir de ese momento caminó cojo. Esto no le impidió continuar con las motos y los caballos. Tuvo otras caídas, hasta que los médicos ya no pudieron componer más la rótula y el fémur; se fue quedando rengo pero nunca dejó de ser parrandista.

Pero regresemos a la época en que tenías cuatro años. No eras un niño muy sano. Te aquejaban las gripes, malestar de garganta y debilidad general. Comías poco y tu peso se mantenía por debajo de lo esperado. El doctor Arturo Pineda Giraldo (primo de tu padre) sugirió una tanda de inyecciones y venía a ponértelas en la cadera. Como no mejorabas de tus achaques y las cosas, más bien, tendían a empeorar, acordaron llevarte a un especialista en Bogotá. El primer tramo se viajaba en tren. Al ingresar al túnel de la Quiebra, el humo de la locomotora era denso, quedaba aprisionado en los socavones –no había ductos de ventilación– y se colaba al interior de los vagones. Tu mamá te puso un pañuelo húmedo en la cara, y aun así te acosó la tos y el ardor en los ojos. Un foco colgado del alambre se bamboleaba arrojando una luz tímida en medio de la humareda y las ruedas de metal traqueteaban en los empates resonando con ecos multiplicados. Estas sensaciones desapacibles, que experimentabas por primera vez, duraron largos minutos. Por fin salieron al otro lado de la montaña, la luz del sol y el aire fresco penetraron en el vagón y el viaje continuó sin problemas.

Llegaron a Puerto Berrío hacia las cinco de la tarde y se alojaron en el Hotel Magdalena. En frente estaba el patio donde maniobraban las locomotoras, enmarcado por una hilera de grandes árboles. Más allá, el río oscuro y enorme fluía en silencio y el conjunto, iluminado por los arreboles, se veía majestuoso. De repente se formó una algarabía. Eran los loros que, en enormes bandadas, llegaban a pernoctar en los árboles junto al río. En la mañana volvió la algarabía de los loros mientras tú y tus padres abordaban el vapor de la Naviera Fluvial Colombiana, que iba a llevarlos en un máximo de dos días a Puerto Salgar. Aquellos barcos eran armatostes pesados, de varios pisos, impulsados por grandes ruedas movidas por calderas de carbón o leña. Ofrecían tres categorías: lujo, primera clase y tercera. Tu padre optó por la de lujo, que incluía camarote. Un botones de uniforme se hizo cargo del equipaje y los guió hasta el camarote en el tercer piso. Dijo que era uno de los mejores. Se mantenía fresco porque recibía la brisa de proa y su vista era inmejorable. Las comidas las servían meseros de librea en un comedor decorado y amplio. Los pasajeros de tercera entraban por otra escalerilla y se ubicaban en cubierta. Muchos llevaban hamacas y se peleaban para colgarlas en sitios sombreados o por donde llegara el viento. Sonaron las sirenas y el buque comenzó a navegar. Las primeras nueve horas fueron apacibles, a pesar de la resolana. Los pasajeros mataban el tiempo recostados en las bordas y permanecían atentos a los cocodrilos, los monos, las aves de todos los colores, que aparecían en cualquier recodo. Los bosques milenarios habían sido descuajados en su mayoría y reemplazados por pastizales y ganados, pero de tanto en tanto quedaban algunos contra el río, y allí ocurrían las revelaciones. Cuando se fatigaban de esta actividad, se echaban en las tumbonas bajo los abanicos. Todo parecía en calma y tus padres se hacían a la idea de que el día siguiente llegarían a su destino. Pero al caer la tarde, la quilla se incrustó en un banco de arena que los pilotos no detectaron a tiempo. Estos bancos se forman a flor de agua en cualquier sitio. La corriente es caprichosa, cambia sin aviso, y los flujos aumentan o disminuyen de acuerdo con las lluvias y los afluentes. El incidente ocurría con frecuencia; casi siempre bastaba con echar marcha atrás para desencallar, sobre todo cuando se viajaba río arriba, ya que la corriente es favorable para esta maniobra. Los pilotos habían desarrollado otros trucos, pero en esta ocasión nada funcionó. La situación parecía grave porque el capitán comprobó que el nivel del agua disminuía. A la mañana siguiente el nivel seguía bajando. La espera duró dos días. Los pasajeros, particularmente los de tercera, protestaban ruidosamente. Por fin llegó un buque más pequeño y optaron por el trasbordo. Cada quien se hizo cargo de su equipaje, el capitán no mostró ninguna cortesía con los pasajeros de clase de lujo ni los botones uniformados estuvieron disponibles. Saltaron sin ningún orden. Como el buque de rescate no era de pasajeros sino de carga, los viajeros tuvieron que acomodarse donde pudieron, sin distingo de clase social. Por fin llegaron a Puerto Salgar.

En la capital se hospedaron en casa de unas primas de tu padre. Libia, viuda de un piloto de la Fuerza Aérea que había combatido en la guerra de 1932 contra el Perú, tenía tres hijos: Jorge Enrique, Vicky y Humberto. Con la hospitalidad de los primos pronto olvidaron las zozobras del viaje. Lo primero fue la visita al médico; luego, según las crónicas familiares, recorrieron el Parque Nacional, el Cerro de Monserrate, el Salto del Tequendama y las Salinas de Zipaquirá. Se conserva una foto en blanco y negro, no se sabe tomada por quién, en la que aparece Jorge de sombrero Stetson, corbata, vestido impecable de paño, sacón de invierno en el brazo, con la leyenda “Sopó, enero de 1946”. Nada recuerdas de aquellos recorridos. El regreso a Medellín lo hicieron en DC-3 que tomaron en Techo. El resultado del viaje fue una operación de las amígdalas.

Otro día, tu padre te llevó a Cinelandia, un pequeño teatro en la carrera Junín. Penetraron en un recinto lleno de espectadores, oscuro y oloroso –porque en aquella época se permitía fumar en sitios cerrados– y, de repente, apareció ante ti el mundo fascinante de la pantalla: luces, gentes, casas, carros, árboles; mundo que, a pesar de estar en blanco y negro, de inmediato calificaste de real. Al salir, tu padre te preguntó qué habías visto, qué habías entendido. No pudiste expresar ni una sola idea; no tenías referencias sobre los protagonistas, el tema o el desenlace, no fuiste capaz de identificar los espacios representados. Tenías la mente en blanco, aunque las sensaciones habían sido auténticas. Fue algo sólido y tangible lo que penetró por los poros en esta ocasión, algo más contundente que el espectáculo de Fu-Manchú. Pues bien, quedaste inquieto y en los días siguientes le pedías a tu padre que volvieran al cine. Hasta ese momento conocías la realidad, la del hogar, la que, además, se extiende por calles y lugares cercanos. Pero con solo entrar a Cinelandia te hallaste en medio de una segunda realidad. Eso significaba que el mundo estaba compuesto por muchas realidades, que se escondían unas detrás de las otras, y que bastaba pasar por ciertas puertas para vivirlas a voluntad. Realidades paralelas, provistas de espacios, secuencias y personas. Ninguna parecía más auténtica –o más falsa– que las otras, y lo difícil era escoger cuál te convenía. ¿En qué consistía esa magia del umbral que permite el paso de una a otra? Como la experiencia no se repetía con la frecuencia que querías, pusiste en práctica un método que resultó más efectivo: imaginaste que, junto a la casa, al otro lado del muro, existía un teatro al cual se ingresaba por un pasaje secreto ubicado debajo de la cama. Por allí te escapabas cuando eras víctima de disgustos o en momentos de ensoñación. En aquel escenario te esperaban tus héroes favoritos y con ellos vivías aventuras que se prolongaban durante el sueño, y que, al despertar, dejaban un raro sentimiento de nostalgia, como si hubieras regresado de un viaje. Pero el pasaje conllevaba riesgos. Si bien podías salir, alguien o algo podía entrar. ¿Qué tal que aquellos héroes y fantasmas invadieran tu mundo cotidiano? Con el tiempo, la fantasía ganó en complejidad. Era, ahora sí, muchos mundos completos y distintos, a disposición, que podías organizar a tu antojo. Y la vida se enriqueció con seres virtuales que permanecían a tu lado y con quienes podías jugar y conversar. Según pienso, ese teatro fantástico no solo fue el origen del gusto por la literatura sino también la inspiración para escribir las primeras fábulas. Podríamos decir que al ingresar de la mano de tu padre a aquel recinto oloroso a tabaco para mirar luces y sombras en una pared cubierta por una sábana, experimentaste en carne propia ciertas sensaciones primigenias, aquellas que Platón describe en su famosa alegoría de la caverna. Pasaron décadas, ganaste algo de madurez intelectual; un día te acercaste al mito platónico, y, de repente, brotaron las lágrimas cuando sentiste que la descripción del griego no era nueva para ti, que la habías vivido de niño mucho antes de leerla, y que, por lo tanto, tenía que existir una esencia común de lo humano que permanece en el tiempo y la distancia y que nos identifica como tales.

Tu padre solía recordar con orgullo a familiares, amigos y coterráneos ilustres, y, a pesar de que todavía eras demasiado niño, te los ponía de ejemplo, resaltaba los parentescos y te contaba anécdotas. El apellido Pineda era de El Santuario, un pueblo de tierra fría en el oriente del departamento, donde existe un monumento al coronel Anselmo Pineda (1805-1880), quien era su tío abuelo. Un día te llevó hasta allí, te lo señaló y te habló de él con orgullo, y desde ese día el coronel se convirtió en uno de tus más queridos personajes de ficción. Era alto, de ojos claros y carácter benévolo. Conservador, edecán, amigo y confidente de Mariano Ospina Rodríguez, desempeñó cargos públicos y participó en la guerra de “Los Supremos”. Pedro Alcántara Herrán lo ascendió a sargento mayor en un campo de batalla. Luego, el mandatario del Ecuador, Juan José Flores, lo ascendió a teniente coronel, también en un campo de batalla. Pineda fue nombrado comandante militar en Antioquia, dirigió otras guarniciones en Panamá y el Cauca y, al final de su vida participó en la fundación de la Biblioteca Nacional en Bogotá. Había sido un lector ávido y un coleccionista obsesivo de libros, cartas, folletos, panfletos y hojas parroquiales. Este fondo que hoy lleva su nombre, lo donó generosamente a la institución recién fundada. En compensación, el gobierno lo nombró bibliotecario y sus últimos días los pasó organizando sus propios materiales para ponerlos a disposición de los historiadores del futuro. Su figura y los hechos de su vida fueron tomando forma en tu imaginación, pues tu padre repetía las historias y cada vez parecía mejor documentado. Por eso, cuando muchos años después escribiste una biografía novelada de Bolívar, aquellas imágenes y recuerdos fueron la mejor fuente de inspiración.

Otro día te llevó a conocer el pueblo de Santo Domingo. Tendrías ocho o nueve años de edad. Recorrieron calles, parques, viejas construcciones y fueron hasta el cementerio donde te señaló algunas tumbas. En el salón del Concejo (en el edificio de la Alcaldía) colgaban óleos de grandes señores, y él mencionó a cada uno por su nombre y realizaciones. En el mismo edificio funcionaba la biblioteca del Tercer Piso. Le hiciste notar que tal título no era correcto porque estaban en el segundo, a lo cual no respondió en forma inmediata, pero luego de pensarlo comentó que tal vez la habían cambiado de lugar, o que todo se debía a una tomadura de pelo de Tomás Carrasquilla, quien había sido el fundador y suscriptor más importante. Explicó también que prestaban libros a quien quisiera leerlos, y que cuando él era niño los hacían circular por los pueblos vecinos empacados en encerados y a lomo de mula. Al ingresar al salón viste las estanterías contra las paredes, atiborradas de tomos viejos, y, en el centro, unas mesas de lectura ocupadas por los niños de la escuela. Cincuenta años después de su fundación, la biblioteca seguía siendo el órgano de difusión intelectual más importante del lugar.

Aquel viaje a Santo Domingo y aquellas pláticas sembraron en ti, en época temprana, el amor por los libros y el respeto por los grandes escritores. Regresaron a tu mente muchos años después con singular brillo cuando escribías una biografía de Tomás Carrasquilla.

En cuanto a los negocios de tu padre, la Droguería Americana entró en estado agónico. Los proveedores europeos habían desaparecido y los norteamericanos no estaban respondiendo con la prontitud requerida. Ahora se necesitaban nuevos contactos, nuevos viajes y, sobre todo, nuevos y sustanciales aportes de capital. Como gran parte de los activos estaba representado en cuentas por cobrar, tu padre envió a sus agentes y él mismo viajó por los pueblos tratando de recoger la cartera, pero regresaban sin haber recibido abonos importantes. Sin producto fresco, las farmacias no tenían manera de cancelar las facturas vencidas. Jorge había llegado a la situación que tanto temía y ahora debía tomar las decisiones más dolorosas. Canceló las membrecías de los clubes sociales y vendió el Lincoln Continental. Por un tiempo se consoló con un Pontiac “Torpedo” verde, modelo 1947. Vendió sus propiedades para cumplirles a empleados, proveedores y demás acreedores. Solo se salvaron los baúles con libros y el caballo Mosco, que fue enviado a Los Manzanos en Sonsón (una finca que estaba en la sucesión del abuelo). Entonces la familia se ubicó en una casa arrendada en Ayacucho, por donde todavía circulaba el tranvía a Buenos Aires. Recuerdas el sonido de la campana y el viejo armatoste rechinando sobre los rieles. Las demás líneas habían entrado en desuso y fueron levantadas porque el servicio estaba siendo reemplazado por buses que los usuarios reputaban como de mayor eficiencia. En cuanto a sus hermanos, que habían dependido de su ayuda económica, emigraron a Buga, donde la agricultura estaba en auge y había oportunidades de trabajo.

AÑOS DE PENURIA. Cuando terminaron los trámites de la sucesión, a Regina le adjudicaron una casa en Bomboná con Villa marcada con el número 41-19, lo cual significó otra mudanza, en este caso, a un barrio de menor categoría. Si el ascenso por la escala social le había tomado a Jorge años de dura labor, el descenso ocurría en pocos meses, y su estado de ánimo se fue deteriorando. Regina se armó de valor: acomodó a la familia en esa construcción vieja de muros de tierra, tres patios, corredores y muchos cuartos y recovecos. Dos habitaciones fueron acondicionadas como bodega para guardar productos farmacéuticos que, dadas las circunstancias, carecían de valor comercial. Allí se concentraron las emanaciones del Efedrol, el Dinamol y las pastillas M3 que Jorge se negaba a echar al vertedero. Subieron a un zarzo los baúles con las colecciones de Life, L’Illustration y National Geographic. La cristalería, vajillas de porcelana y manteles de lino adquiridos en Nueva York quedaron arrumados en los escaparates y alacenas; los muebles de estilo moderno, más o menos atiborrados, en aquellos cuartos enormes y sombríos; las acuarelas y reproducciones fotográficas, colgando de cualquier pared. Todo perdía su encanto; eran los restos de un naufragio, y hasta la talega de golf, que relucía en sus buenos tiempos evocando optimismo y éxito, ahora se remangaba escuálida en un rincón. El salón principal era la excepción: allí los libros mantenían su compostura, el óleo de Eladio Vélez todavía irradiaba su esplendor parisino, y el sofá y las butacas de cuero rojo le daban al recinto un aire de respeto y nobleza que faltaba en el resto de la propiedad. Jorge, además, logró conservar el Pontiac, que guardaba en un garaje de la calle Pichincha. Por esa época nacieron tus hermanos Jorge Hernán y Gonzalo.

Entonces sucedió un incidente en el ámbito nacional que tardaste décadas en comprender. El 9 de abril de 1948 asesinaron a Gaitán. Tenías escasos seis años y te enteraste por los gritos en la calle. Saliste a la acera y pudiste ver hombres corriendo con cajas, utensilios y botellas. Algunos blandían machetes. Gritaban: ¡Mataron a Gaitán! Como no tenías idea de quién era ese señor, mamá te explicó que quería ser presidente y que tenía muchos enemigos. Era el candidato de los liberales; gran orador, sus discursos electrizaban a las multitudes. Dijo también “que estaba soliviantando al pueblo contra los ricos”.

La ciudad ya no era un poblacho de pocos barrios alrededor de los parques Berrío y Bolívar sino un conglomerado de casuchas improvisadas que se extendía por las laderas orientales y por las vegas occidentales del río. La población pasaba de trescientos cincuenta mil y seguían llegando multitudes en busca de trabajo (la construcción de viviendas, la industria y el comercio requerían mano de obra barata). No tenían acceso a educación, vivienda digna ni servicios públicos y las instituciones de salud y los sistemas judicial y de policía eran precarios. Aumentaban la delincuencia y los homicidios y el ambiente se hizo fértil para la protesta y el desorden. Existían núcleos de población en situación de miseria y la burguesía no se daba por enterada. Hasta la primera década del siglo, el debate se estableció entre los terratenientes conservadores devotos de la Virgen, defensores del centralismo, la raza blanca y la propiedad privada, y los liberales anticlericales que abogaban por la separación de la Iglesia y el Estado, por el federalismo, la libertad de cultos, la educación pública gratuita y la libertad de prensa. Pero otros factores entraron en juego al avanzar el siglo XX y las tensiones aumentaron. Mientras la burguesía se refugiaba en sus valores de clase consuetudinarios, los campesinos y trabajadores se organizaban para la protesta bajo la dirección de líderes entrenados y orientados desde Moscú, que pregonaban la revolución universal.

A comienzos del siglo se fundó el Partido Socialista de Colombia, que fue de poca duración. Luego vino el Partido Socialista Revolucionario (PSR) afiliado a la Internacional Socialista. Los trabajadores de la zona bananera, con el apoyo del PSR, organizaron una huelga general en 1928 que fue sofocada por el ejército en un baño de sangre. (El número de muertos siempre ha sido motivo de especulación) Luego surgió el Partido Comunista, que dura hasta el presente pero que nunca logró reunir en un solo cuerpo político las distintas facciones.

Las huelgas y las protestas se multiplicaron. En Antioquia son famosas las que protagonizaron los trabajadores del ferrocarril y de las empresas textiles, en particular Rosellón y Coltejer. Mientras los trabajadores asumían posiciones cada vez más radicales, los empresarios estudiaban las encíclicas papales y consultaban a las autoridades eclesiásticas. Para contrarrestar las huelgas, adoptaron políticas paternalistas fundando patronatos, restaurantes, centros de salud; financiando programas de vivienda, escuelas, campos de deportes; es decir, asumiendo responsabilidades que habían sido olvidadas por el gobierno. Si bien estas medidas favorecieron a los trabajadores de las grandes empresas, la mayoría de la población continuaba en la miseria. En ese ambiente surgió la “República Liberal”. “La Revolución en marcha” fue el lema del presidente Alfonso López Pumarejo; revolución que su sucesor, Eduardo Santos, pretendió mantener hasta 1942 (por la época de tu nacimiento). Gaitán, bogotano, se presentaba como liberal. Estaba vinculado con Antioquia porque su esposa, Amparo Jaramillo, provenía de esta región. Fue alcalde de Bogotá y despertó tal entusiasmo que se perfilaba como el candidato más sólido a la presidencia. Su asesinato el 9 de abril de 1948 determinó el estado de violencia y lucha armada que dura hasta nuestros días.

En aquellas circunstancias, la lucha de clases tomaba tintes siniestros. Y, en efecto, el tumulto enardecido pasaba por Bomboná, que comunicaba el centro con barrios populares como El Salvador y Gerona. Hubo asesinatos, heridos, saqueos, incendios, choques con la fuerza pública. Pero lo que sucedía en Medellín era apenas un pálido reflejo de los disturbios en la capital. La radio traía las peores noticias y el miedo se apoderó de la población.

A finales de 1948, Arturo Peláez y Francisco Zúñiga, dos viejos amigos de tu padre, estaban entusiasmados con una colonización y querían que Jorge los acompañara. Peláez era de Rionegro; en viejos archivos de familia encontró los títulos de unas tierras selváticas en las vertientes del río Samaná, en el municipio de San Carlos, que databan de la época de la Convención. Habían sido adquiridos por su abuelo en un remate. Peláez y Zúñiga viajaron a conocerlas y regresaron llenos de proyectos y sin sospechar que la ola de violencia iniciada el 9 de abril también iba a anegar aquellas montañas. Así surgió la sociedad “Agromaderas del Samaná”.

Es curioso que Jorge hubiera aceptado colaborar. Significaba un cambio de ciento ochenta grados en su concepción de vida. Durante su juventud todo su interés estuvo centrado en una idea de progreso respaldada por la ciencia y la tecnología, por las drogas nuevas y el comercio internacional. Ahora sus amigos le hablaban de aventuras selváticas, o sea, de los valores e ilusiones que habían estado vigentes cien años antes, cuando se iniciaba la colonización antioqueña. Era regresar al pasado, al hacha para descuajar montes, a las mulas y a los arrieros. Era comenzar otra vez de cero. El cambio fue efectivo. De repente, el ambiente familiar volvió a vibrar con optimismo y alegría.

Para ese entonces ya asistías al “Gimnasio Medellín” de don Daniel Gómez, en la calle Maturín. Decían que era un “gran educador”. La señorita Ana, la hija menor del dueño, te enseñó a deletrear, pronunciar sílabas y formar frases. El primer libro fue La alegría de leer, de Evangelista Quintana. Confundías o trastocabas los signos: la “E” con el “3”, la “F” con la “T”, la “S” con la “Z”, la “q” con la “g”, el “9” con la “p”. Te dio trabajo entender la diferencia entre “mantequilla” y “mantecilla”. En quinto de primaria escribías: “suabidad”, “sullas”, “iglecia”, “senagosa”. Se trataba de una forma de afasia que tus padres y maestros atribuyeron a la pereza y que te costó innumerables regaños. De hecho, la ortografía fue la materia más difícil y aún te causa tropiezos.

En la casa de Bomboná, el “baño de inmersión” estaba en el tercer patio y era al aire libre. El agua helada que descendía de la montaña caía en chorro y allí te empujaban antes de las siete de la mañana. Tu papá decía: “el agua fría templa el carácter”. Y te quedabas sin saber qué significa “templar el carácter”. Salías engarrotado y el frío seguía colándose por las piernas por lo menos hasta las diez de la mañana. Entonces comenzaba otra sensación, la del hambre, que solo se calmaba al medio día, cuando regresabas a casa para almorzar. No es exagerado decir, pues, que la escuela primaria fue para ti un tormento y que la lectura y la escritura las aprendiste bajo las sensaciones de frío y hambre. Te sentiste aliviado al terminar el quinto año, entre otras cosas, porque ya podías usar pantalones largos.

Los sanitarios estaban en la parte posterior del colegio. Los niños orinaban de pie, frente a un caño por donde corría agua. Un día te diste cuenta que las niñas se encerraban en un cubículo. ¿Por dónde orinan ellas?, te preguntabas, y te dispusiste a descubrirlo, mirando por las rendijas. La primera conclusión fue que cada persona tenía una configuración diferente en esa parte del cuerpo. Había tripas y rajas, pero también tenedores para orinar como por una regadera, o cucharas para hacerlo a traguitos o aún configuraciones más exóticas como tirabuzones, monedas, flores o cajas. Sin duda la variedad era grande. Te sentiste decepcionado cuando llegaste a la conclusión de que solo hay dos formas y que, tal como explicaba la maestra en la clase de religión, tenían que ver con el pecado. Por eso los castigaban: tanto a las niñas como a los niños les tenía que entrar mucho frío por las piernas; esa era la razón para que las faldas y los pantalones fueran cortos.

Con la señorita Delfina Restrepo estudiaban el Método Palmer de Caligrafía Comercial, cuyas ilustraciones les servían de modelo para llenar páginas. Aprendían el uso de la pluma y la tinta dibujando palotes, curvas y ligados en un proceso heroico que dejó manchas indelebles en camisas y pantalones y los convirtió en víctimas de los regaños de maestros y padres de familia. Tu caso fue especialmente difícil: tenías la inclinación natural a escribir con la izquierda. La señorita Delfina resaltó en público lo que calificó de “defecto”, poniéndote en la picota pública y generando en ti un sentimiento de vergüenza o culpa. Pero aseguró que sí era posible corregirlo, lo cual alivió la pena. Tus padres la apoyaron. Entonces te obligaron a escribir con la derecha. Los trazos se torcían de manera incontrolable, la pluma de latón –engarzada en un cabo de madera– se partía y dejaba goterones, la tinta se derramaba y te veías obligado a repetir las planas hasta el cansancio.

Rafael, uno de tus compañeros, llegó un día con una elegante estilográfica Parker; toda una novedad. Era de un verde oscuro jaspeado. La pluma dorada relucía y el depósito de tinta estaba convenientemente localizado en el interior del mango, de modo que no había que cargar siempre con un tintero. Al recorrer el papel no rastrillaba como lo hacía la pluma de latón, sino que se deslizaba con una suavidad envidiable. Esa sí era una verdadera máquina de escribir. Al verla, la señorita Delfina la decomisó, y luego, a la primera oportunidad se la entregó a la madre de Rafael, pidiéndole que no le dejara a su hijo llevar esos aditamentos tan lujosos que, en manos de los niños, solo servían para fomentar vicios que luego no iba a ser posible corregir.

Los exámenes orales eran angustiosos, en especial los de religión. Se hacían ante varios profesores. Cada estudiante “pasaba al tablero” y respondía preguntas formuladas en cualquier orden y por cualquier profesor. No era necesario pensar, ni siquiera había que comprender lo que se decía. Bastaba repetir de memoria para sacar cinco. Muchos lo lograban. Tú pasabas con “tres raspado”. El temor de fallar en público te enmudecía, respondías vaguedades y tartamudeabas, con lo cual el público prorrumpía en carcajadas. De aquella experiencia te quedó un leve tartamudeo, que aparecía cuando te sentías nervioso, y que tardó años en desaparecer. Al final de la escuela primaria, tus maestros habían logrado inculcarte sensaciones confusas de pecado, imperiosas necesidades de arrepentimiento e inciertas aspiraciones de perdón.

A la casa entraban libremente los niños del vecindario y del colegio. Tu madre los recibía y les preguntaba dónde vivían, cuáles eran las ocupaciones de sus padres, cuántos hermanos tenían y cosas por el estilo. Se interesaba mucho por los apellidos. Luego te daba consejos: “no debes juntarte” con fulano “porque no es de tu posición”. “Debes seleccionar mejor a tus amigos, porque nada es peor que una mala compañía”. Estas frases te sorprendían porque estaban en total contradicción con la experiencia. Te sentías acogido, te llevaban a sus casas, te regalaban dulces y frutas, te enseñaban juegos, expresiones, picardías y ahora tu mamá venía con el cuento de que eran malas compañías.

Regina despreciaba a indios, negros, mestizos, mulatos y demás especies, y a los bogotanos, costeños y pastusos, es decir, a la mayoría de la población. Creía que unas familias y unas provincias eran mejores que otras. Si uno era antioqueño y ostentaba un apellido “bueno” no debía establecer relaciones con individuos de procedencias dudosas.

El Botero era uno de esos apellidos buenos; venía de Italia y estaba convencida de que descendía de ancestros nobles. No le habían dicho que el primer Botero en Colombia fue un artillero que su capitán determinó dejarlo en Cartagena porque estaba enfermo. Por lo visto superó la enfermedad y pasó al interior donde dejó una buena descendencia, quien sabe con cuántas mujeres y de qué razas. Tampoco sabía que el Botero es famoso en la literatura del Siglo de Oro, no por su nobleza sino porque siempre aparece asociado con el diablo. Tirso de Molina menciona “la caldera de Pedro Botero”. Otros hablan de “Pedro Gotero” y “Perogotero”. Botello es la versión portuguesa. ¿Dónde estaba la nobleza?

En cuanto a la provincia, Regina estaba convencida de la superioridad de los antioqueños. Se hablaba mucho de “la raza antioqueña”. Era la única provincia colombiana con raza propia, ya que nunca escuchamos hablar de raza bogotana, costeña o pastusa, pero sí de que quienes venían de la Capital eran vacuos, falsos y traicioneros; si procedían de la Costa eran parrandistas, perezosos y tramposos; si de Pasto, marrulleros, ingenuos y lentos. Los antioqueños poseían una inteligencia práctica que les permitía superar los obstáculos, fundar pueblos, encontrar minas y crear empresas donde otros sin duda fracasarían.

Con motivo de la muerte de Carlos Gardel, el tango, se convirtió en una especie de religión. La afición del pueblo antioqueño a esa música apasionada y trágica fue, desde entonces, otra de sus características. Regina creía que tales virtudes superlativas, incluido el tango, estaban en la sangre, como un privilegio otorgado por la divinidad. Por eso debíamos comportarnos como seres destinados a grandes hazañas, y nunca traicionar la herencia. Así fue como te educaron en la familia y el colegio, y así fue como educaron a tus compañeros de generación.

La calle era un lugar mucho más interesante que la casa o el colegio. Allí siempre ocurrían cosas insólitas. El afilador era un extranjero delgado y alto, que vestía de manera andrajosa y que casi no hablaba español. Llevaba una piedra circular montada en una carreta hechiza que hacía girar con un sistema de poleas accionado con el pie. Anunciaba su presencia tañendo un instrumento de sonido agudo y peculiar. Entonces las señoras sacaban los cuchillos de la cocina que necesitaran filo. Los muchachos se agolpaban, maravillados con la lluvia de chispitas que salían de la piedra. En una ocasión se subió la manga y les mostró el antebrazo izquierdo donde tenía tatuado un número con muchos dígitos que lo identificaba como prisionero de un campo de concentración. Como ignorabas lo que esto significa, pensaste que haber pasado por un campo de concentración era cuestión de orgullo. Estaba también un anciano que solía caminar por el barrio. Una mañana llegabas del colegio con una niña vecina cuando él cruzó la calle y se les acercó. Entonces se abrió los pantalones para mostrarles su miembro medio erecto. La niña salió corriendo y tú no salías del asombro. Fue algo tan extraño que nunca encontraste las palabras para comentarlo con nadie.

Alguien silbaba desde la calle, abandonaban las tareas y al momento se reunían en la esquina. Este grupo llegó a conocerse como “la Barra de Villa” (carrera Villa). Estaba compuesta por muchachos y muchachas de distintas edades que vivían en varias cuadras a la redonda. Eran familias de clase media, con tres, cuatro, cinco o más hijos. Sus apellidos los seguirías escuchando a lo largo de la vida, porque algunos llegaron a ser figuras destacadas: Guzmán, Villa, Acosta, Penagos, Monsalve, Montoya, Llano, Pérez, Valencia, Congote, Posada, Franco. Los mayores, ya adolescentes, actuaban como líderes. El resto fluctuaba entre los siete y los doce años. Con ellos aprendiste a jugar trompo, yoyo, perinola, canicas, moneditas y a moldear pequeños tablones para fabricar hélices y caucheras. Intercambiaban “vistas” o “cuadros” y las guardaban en álbumes improvisados en los cuadernos del colegio. Provenían de los desperdicios de los teatros, pues era frecuente que la cinta se atascara en los carretes y se rompiera durante la proyección. El valor de la vista dependía del artista representado. Los más cotizados eran los “charros” mejicanos, los vaqueros a caballo y las mujeres jóvenes. La mayor perla era una pareja besándose. Fue así como te familiarizaste con nombres que difícilmente lograbas pronunciar: Marilyn Monroe, Tony Curtis, Marlon Brando, Tyrone Power, Robert Taylor, Burt Lancaster, Charles Chaplin, Pedro Infante, Cantinflas, El Llanero Solitario, Tarzán, María Félix. Estaban, además, las “radionovelas” que transmitían “La Voz de Antioquia” (conocida después como “Caracol”) y “Radio Cadena Nacional” (RCN) en sesiones diarias de treinta minutos. Fuiste asiduo escucha de Sandokán, el tigre de la Malasia; Kalimán y Lejos del Nido. Ahora hablabas con propiedad de galanes, heroínas y mundos imaginados. No sospechabas que aquellas vistas, aquellas radionovelas y las conversaciones que sobre ellas sostenían, eran ventanas que iban abriéndose hacia lo ilusorio y lo fantástico, territorios que luego trajinarías en innumerables tardes en los teatros de la ciudad, y que, a través de ellas, ibas a aprender más del mundo y de la vida de lo que aprendías en el colegio.

Luego de la venta de Georgia, la familia decidió pasar las vacaciones en Los Manzanos, una finca que estaba en la sucesión del abuelo en Sonsón. Había cultivos de papa y maíz y potreros con ganado “blanco orejinegro”. La casa tenía muchos cuartos, un patio central, largos corredores, troje y otros recovecos. La cocina era de leña, una letrina servía de sanitario, las habitaciones olían a húmedo y había muebles con cajones cargados de cachivaches. En la noche se alumbraban con velas de cebo y, a veces, rezaban el rosario. En un patio exterior de tierra picoteaban las gallinas y, por las mañanas, Mariela, la agregada, ordeñaba vacas al lado de la casa. Salías con tu hermana Cecilia por los potreros; llevabas un lazo y enlazabas a Mosco, tu caballo rescatado de Georgia. Y montaban “en pelo”, tu hermana al anca, hasta lo alto de la cuchilla. No has vuelto a sentir sensación igual de poder y libertad. En los alrededores había cascadas y zonas boscosas. Al medio día tomaban el baño en una quebrada de aguas heladas. A los pocos días olvidabas las rutinas de la ciudad y adoptabas las del campo como algo natural y corriente.

Toño, el mayordomo, te enseñó a trenzar cerdas de cola de caballo para cazar ardillas con un nudo corredizo y a atrapar turpiales con una jaula de alambre. Pero nada igual a la cacería de torcazas. La hacía con una vieja escopeta de fisto. Guardaba la pólvora negra en un cuerno de vaca labrado y los balines de plomo en una bolsa de cuero. Una mañana se internaron por una cañada acompañados por “Limber” (Lindbergh), el perro de la finca, hasta el borde de un bosquecillo donde asentaban las bandadas. Echó unos granos de pólvora por el cañón y los cuñó con un taco de cabuya; luego los balines, cuñados por otro taco. Como todo debía quedar bien prensado, usó un émbolo de metal. En seguida puso el fósforo en la cavidad donde cae el martillo. No te perdiste detalle. Entonces instó a guardar silencio, se echó la escopeta al hombro, y luego de largos instantes apretó el gatillo. El estallido se multiplicó por las montañas en ecos sucesivos y en el follaje se sintió el aleteo de centenares de aves que alzaban vuelo. Limber se lanzó por el rastrojo y Toño lo siguió, dejando la escopeta humeante, recostada contra un tronco. Cuando regresaron traían tres torcazas que tenían el cuerpo ensangrentado, pero que todavía aleteaban.

EL REFUGIO DEL ARTE. La empresa Agromaderas del Samaná no prosperó. Las especies preciosas estaban diseminadas en grandes extensiones. Sin caminos, sacar la madera era una labor titánica. Los peones tumbaban un árbol gigante, lo aserraban y se ingeniaban para llevar la madera por montes, desfiladeros y cañadas, hasta donde llegaran las mulas. Luego, en “rastras” hasta los sitios de comercio. Recibían el pago y se metían en los burdeles de San Carlos hasta gastar el último peso. Entonces regresaban a la selva. Viéndolo bien, Jorge no era la persona para esa aventura y sus socios tampoco: hombres de ciudad que desconocían el trabajo físico y se las daban de intelectuales. Pero la quiebra de la Droguería Americana lo obligó a pasar el resto de su vida en fincas de colonización, a viajar por malos caminos en jornadas interminables, a compartir la mesa con aserradores y arrieros y a soportar nubes de mosquitos en aquellas posadas olorosas a estiércol de mula.

Antes de cumplir los diez años efectuaste tu primer viaje a Risaralda en un Ford 39 de alquiler cuyo olor a gasolina te dejó mareado, por una carretera en construcción que los ingenieros proyectaban llevar a golpes de pico y pala hasta Puerto Nare, en el Magdalena. El frente estuvo suspendido varios años en el río Calderas, más allá del pueblo de Granada, por falta de presupuesto. De allí a San Carlos y luego a Risaralda el viaje se hacía a caballo y tomaba dos días en época de tiempo seco. Cuando llegaban las lluvias, los caminos se volvían casi intransitables y lo prudente era posponer el viaje. Se pernoctaba en posadas o en malos hoteles de pueblo. Tu padre iba armado y le conociste revólveres de distintos calibres y condiciones. Pensaba que siempre y en todo lugar existen enemigos que nos pueden hacer daño; que no podemos bajar la guardia y menos aún en la selva; pero nunca disparó en tu presencia. Dormía con el revólver debajo de la almohada. De allí lo tomaste muchas veces para ver cómo funcionaba; sacabas y metías las balas, observabas el interior lustroso del cañón, hacías que apuntabas a algún blanco y luego lo dejabas en su lugar. Entre tus enseres está el último que tuvo: uno pequeño, calibre 25, de cachas nacaradas.

Por esa época nació María Constanza, tu hermana menor, a quien siempre llamaron Conny. Ya eran cinco hijos. Fue un momento especial porque la tía Candelaria vino desde Ibagué para acompañar a Regina. La llegada de los niños nunca había despertado curiosidad en ti. Pero ahora estabas inquieto. Habías notado la barriga inmensa de mamá y la salida apresurada con papá para la clínica, y, sin embargo, no lograbas asociar tales síntomas con la posterior aparición de la niña.

También es memorable aquella época por el pleito que habría de sellar el infortunio y llenar de desconfianza y rencor las relaciones de la familia. A la muerte de la abuela se abrió la sucesión y faltaron propiedades. Vinieron las indagaciones y se descubrió que Adán, posiblemente con la complicidad de sus hermanas solteras, le había hecho firmar a Clementina escrituras de traspaso en el lecho de muerte. Candelaria y Regina pidieron explicaciones y Julia les salió con esta perla de la cultura patriarcal: “por estar casadas, ya tienen quien vea por ustedes; en cambio, los solteros estamos desprotegidos”. Trataron de llegar a un acuerdo, pero al final tuvieron que iniciar el pleito. Lo lideró tu padre. Los fallos salían favorables, pero tardaban demasiado y, entre tanto, las propiedades pasaban de mano en mano entre comerciantes de bestias y carros, testaferros a quienes Adán presentaba como “socios”. Pasaron más de tres lustros. Cuando la Corte Suprema de Justicia falló en última instancia a favor de Candelaria y Regina, el patrimonio objeto de disputa había desaparecido.

Con motivo de la primera comunión te regalaron un balón y una bicicleta. Pronto perdiste el balón: los muchachos mayores de la barra se lo apropiaron y te pusieron de portero. La experiencia fue definitiva: recibiste un balonazo tan fuerte en pleno rostro que casi te deja inconsciente. El comentario fue: “no sirve pa’ portero” y nunca te devolvieron el balón. Tanto te dolió el golpe que nunca lo reclamaste, y allí murió para siempre el interés por el fútbol.

Trataste de iniciar el bachillerato en el Colegio de San Ignacio –localizado en la plazuela del mismo nombre–, que distaba pocas cuadras de casa y cuyo enorme edificio de cuatro pisos era intimidante. Los patios estaban rodeados de corredores y claustros, el acceso a ciertas áreas era prohibido, había escalas secretas para subir a la torre de la iglesia –donde la atracción principal eran las campanas y el mecanismo del enorme reloj– o a la terraza que servía de observatorio astronómico y laboratorio de meteorología. Los llevaban a Loyola, en Buenos Aires, donde había piscina y canchas de deporte. Practicabas en la piscina la natación que habías aprendido en los ríos de San Carlos, mientras los compañeros se divertían en las canchas.

La experiencia escolar no fue exitosa. El énfasis en lo religioso –misa diaria, meditación, ejercicios espirituales–, las largas horas de estudio en silencio, en salones de cien o más estudiantes, todo bajo la mirada severa de un jesuita, no contribuyeron a facilitar tu paso al bachillerato. Aquellos educadores parecían estar de acuerdo en que eras perezoso, desaplicado, desatento, charlatán e irresponsable. Que no servías para nada. Que eras un pecador, que debías arrepentirte y acudir al confesor. Dios y la Virgen eran testigos de tu maldad; no tenías forma de ocultarles tus pecados. Te lo repitieron a lo largo del año y nunca recibiste una voz de aliento, una felicitación, una buena calificación. El resultado era predecible: en noviembre las notas mostraron que habías perdido y por lo tanto quedabas expulsado. Al salir estabas llorando y, en la portería, el hermano Suárez te dio un formulario de repitente. Te recibió mamá, al verte llorando pensó que te habías accidentado, y al ver los papeles no supo si regañarte o mimarte. Discutió el caso con papá y decidieron que eras todavía muy niño, que sin duda era una lástima lo de la pérdida, pero que tenían suerte porque los jesuitas, tan buenos educadores, te estaban brindando una segunda oportunidad. Por eso, sin más discusión, te consolaron, llenaron el formulario y al otro día tenías el cupo asegurado.

La bicicleta fue tu consuelo. Como el tráfico era escaso, con otros ciclistas de la barra iban a sitios cada vez más lejanos. En la ciudad está representado todo el continente: una calle se llama Brasil, otra Argentina, otra Colombia. También están Ecuador, Bolivia, Venezuela, Cuba y Chile; urbes como Buenos Aires, Caracas, La Paz y Guayaquil. Además, Medellín es la cifra de la historia patria: Boyacá, Maturín, Pichincha, Bomboná, Ayacucho y Junín recuerdan batallas famosas. Sucre y Girardot, a próceres. Y no podían faltar el Parque de Bolívar y el Bosque de la Independencia. Recorrer la ciudad en bicicleta era mejor que ir a clase; más ilustrativo. Tenía ventajas: conocías el mundo por ti mismo y en cada esquina encontrabas una sorpresa.

En el Bosque de la Independencia recibiste enseñanzas que no habías logrado en ningún otro sitio. Era un amplio parque público con arboledas y lago –donde hoy funciona el Jardín Botánico– rodeado por “zonas de tolerancia”. Las prostitutas y sirvientas concurrían allí los domingos para encontrarse con amigos y amantes. Con Ignacio, otro ciclista de la barra, seguían a las parejas por entre la arboleda para sorprenderlas besándose o haciendo el amor. Las mujeres, atraídas por la apariencia de las bicicletas, les aceptaban conversación. Ignacio les pedía que se levantaran las faldas o se dejaran tocar. Ellas se reían de la ingenuidad de las propuestas y con picardía les mostraban los muslos. Alguna hasta se dejó tocar los senos. La riqueza y variedad de sensaciones eran infinitamente mayores que las del colegio y estabas deslumbrado; por eso esperabas con ansia cada fin de semana, para irte de excursión con Ignacio. Pero luego caías en una gran confusión: sentías placer y orgullo, como si hubieras logrado una hazaña de adulto y, al mismo tiempo, angustia por haber pecado en materia grave. A la primera oportunidad ibas al confesor; él te invitaba al remordimiento para que la absolución fuese efectiva, pero la desazón no terminaba. ¿Qué es el remordimiento? –te preguntabas–. De las clases de religión nada claro había quedado. Ahora, el padre decía que es “desear ardientemente que no hubiese sucedido lo que sucedió”. Esto era imposible: ¿cómo no desear que hubiese sucedido, si precisamente lo que sucedió era lo que más deseabas?

En la barra, el ambiente, en general, era de camaradería, pero no faltaban las burlas y abusos de los grandes contra los pequeños. Por eso, no era raro que estallara alguna pelea. Fue así como un día te viste enfrentado a Jaime, a quien llamaban Pecueca. No sé por qué, pero te “llevaba bronca” y no perdía oportunidad para burlase de ti. Tú, que siempre fuiste pacífico y paciente, evitabas su presencia. Alguien te aconsejó que, si querías superar la situación, no tenías más remedio que enfrentarlo, nadie iba a hacerlo por ti. Una tarde estaban reunidos en la esquina. Cuando llegó Pecueca te empujó para que le cedieras el sitio. Tú, armado de falso valor, le espetaste, “no me empuje, hijoeputa”. Todos oyeron el insulto y los rodearon. Pecueca no se hizo esperar; se te vino encima y en menos de lo que canta un gallo te reventó la nariz y rasgó la camisa. Te invadió la furia y lo empujaste con tanta fuerza que fue a parar al suelo. En realidad, tuviste suerte. Estaban junto a una cuneta; tropezó, cayó de espaldas y se dio contra el borde de la acera. Al verlo en esa situación, algunos te gritaban que aprovecharas, que lo cogieras a patadas. A ti no te pareció digno hacerlo, y te quedaste en guardia. Pecueca no salía de la sorpresa. Tuvieron que ayudarlo a parar. Estaba rengo, con la espalda y la cadera entumecidas por el dolor y, por lo tanto, temporalmente fuera de combate. Así terminó el round. Nunca antes habías sentido una sucesión más frenética de emociones: rabia intensa, miedo, coraje, dolor en la cara y en la mano, satisfacción cuando lo viste en el suelo, sorpresa cuando sentiste la sangre corriendo por el rostro, tristeza y desconcierto cuando viste la camisa hecha jirones, aprehensión cuando consideraste qué ibas a decir en casa al llegar esa noche en condición tan lamentable. Y, cuando él inició la retirada, orgullo, porque por fin habías podido enfrentar al agresor. Los circunstantes llegaron a la conclusión de que la pelea había “quedado empatada” y que era necesario desempatarla. Eso no ocurrió, porque desde ese día Pecueca dejó de meterse contigo.

Por Gerona y El Salvador existían otros grupos de muchachos que a veces bajaban por Bomboná. Nada sucedía cuando lo hacían individualmente o en parejas; pero cuando pasaban cuatro o cinco se miraban con recelo, se silbaban y con gestos obscenos se desafiaban. Usualmente la cosa no pasaba de ahí, pero una tarde acababas de llegar del colegio cuando cundió la alarma: debías presentarte ojalá armado, porque los de Gerona los habían amenazado. Cada uno buscó apresuradamente una cadena, una varilla, un cuchillo, una correa con chapa. Hubo buen acopio de piedras. Los enemigos aparecieron en la esquina de Maturín y comenzaron a arrojar piedras. Los de Villa se atrincheraron detrás de los árboles y en los pórticos de las casas y también arrojaron piedras. Los proyectiles y los insultos volaron de lado a lado, sin mayores consecuencias. Al principio estabas asustado, pero a poco te llenaste de valor; abandonaste el refugio y saliste con una piedra en cada mano. Te disponías a lanzarlas cuando una del bando contrario te dio en el hombro izquierdo. Si te hubiera dado en la cabeza no estaríamos contando el cuento. El dolor te dejó aturdido, lograste regresar al refugio y luego terminó la batalla. En espera de un nuevo ataque, en las tardes siguientes salieron a la misma hora, cada vez mejor armados. Nunca faltaste, a pesar de que la contusión duró una semana y mantuvo encalambrado el hombro. En un momento pensaste en buscar el revólver de papá; sabías dónde lo guardaba cuando estaba en la ciudad. Pero te faltó valor y nada les mencionaste a tus amigos. En vista de que los atacantes no llegaban, algunos propusieron ir en su búsqueda. Todos estaban de acuerdo, pero no se movían: tal vez porque tenían miedo, tal vez porque faltaba el líder verdadero. Estaban establecidos los lazos de solidaridad y ahora lo que cada uno tenía que justificar era el honor de ser considerado miembro. Fue una verdadera enseñanza. La barra ya era parte de tu identidad y de tu vida. Temías ser rechazado o calificado de cobarde, hasta el punto de que ni siquiera les contaste del golpe recibido. Golpe que, más bien, te causaba vergüenza. Pensabas: “¡Qué idiota, dejarme golpear, cuando los demás salieron ilesos!”. Ni siquiera tu mamá se enteró. Es claro que aún no sabías, ni tus amigos sabían, que las heridas que se reciben en la batalla dan honra antes que quitarla.

Había barras (o combos) en los barrios porque el sistema educativo era ineficiente y los jóvenes no tenían opciones. La que conociste, vista en la distancia, era bastante inocente. Allí no se fumaba marihuana ni se bebía alcohol, los miembros no andaban armados y el nivel de violencia era mínimo. Con el crecimiento de la ciudad y la falta de atención de las autoridades, el fenómeno se recrudeció y las barras se convirtieron en pandillas. Los jóvenes aprendieron a robar, atracar, violar, asesinar; así se formaron los sicarios que hicieron de la ciudad un infierno después de 1970.

En el siguiente mes de febrero regresaste a San Ignacio. La experiencia fue idéntica a la del año anterior: perdiste –por segunda vez– primero de bachillerato. Jorge entró en cólera y reprochó tu “vagancia”. Nunca lo habías visto tan descompuesto; la bicicleta fue confiscada, querías huir. Entonces te refugiaste en el zarzo. Era un espacio oscuro, oloroso a polvo, que en la parte más honda recibía un tímido rayo de luz por una claraboya. Allí estaban en cajas las viejas revistas de tu padre. Nunca las habías hojeado, a pesar de que siempre estuvieron a la mano. En Life encontraste, para tu sorpresa, fotos en blanco y negro de cadáveres, ciudades destruidas, regimientos, tanques de guerra, aviones de combate, que revivieron y acentuaron las impresiones de tu primera niñez. Fue una toma de conciencia dolorosa. En L’Illustration, lo más atractivo eran las láminas a color, de página entera, de pintores impresionistas franceses. Algunas mostraban lindas muchachas desnudas. La sorpresa también fue inmensa. Nunca habías visto desnudo y completo un cuerpo femenino y, de repente, en el propio hogar, develabas sus secretos. La exaltación de los sentidos y la mezcla de valores –guerra, poderío, tristeza, tragedia, de un lado; sexualidad, arte, belleza, de otro– no podía ser más perturbadora. Mamá llamaba para que fueras a almorzar, y hacías lo imposible para prolongar el retiro. Cuando descendías por fin, ya el subconsciente estaba condicionado por lo terrible y lo sublime, como para que desde allí fuera fraguando a través de los años lo que llegarías a ser con la edad.

Te volviste taciturno y te aficionaste a las revistas. En la barra intercambiaban cómics de la Pequeña Lulú y Tarzán. Luego leíste una novela de Julio Verne. Creo que fue papá quien te la facilitó. Fue como una revelación; a partir de ese momento te pasabas las horas encerrado leyendo. Hay que recordar que no había televisión. No sería exagerado decir que en los siguientes dos años pasaron por tus manos todas las de Verne disponibles en las librerías de Medellín.

De San Ignacio pasaste al Sufragio. También era un colegio regentado por curas. Tenía una ventaja: los salesianos no eran tan prepotentes como los jesuitas; el ambiente era de clase media. Estaban abriendo los cursos del bachillerato y cada año inauguraban un nivel. Las edificaciones estaban en su etapa inicial, los patios en tierra, y había unas ruinas que les servían para esconderse cuando no querían asistir a clase. Lo peor era la misa cada día a las once, cuando ya el hambre los atormentaba. Unas misas interminables en latín, olorosas a incienso, con el cura que oficiaba de espaldas y con sermones desde el púlpito sobre el pecado y los tormentos del infierno, que al recordarlas te permitieron imaginar, años después, el escenario de tu novela El diálogo imposible.

La Violencia se apoderó del país después del 9 de abril. Al presidente Mariano Ospina Pérez le siguió Laureano Gómez, un conservador que admiraba a Francisco Franco y que profesaba ideas fascistas. Organizó un cuerpo de policía, los “chulavitas”, y los envió por los campos para que mataran liberales. En represalia, en los pueblos de mayoría liberal perseguían a los conservadores. En los Llanos Orientales se organizaron las guerrillas liberales y el ejército las combatió en una verdadera guerra civil. En San Carlos aparecieron los primeros chusmeros que venían del Magdalena y se desató una ola de asesinatos. Aunque Jorge nunca participó en política, era liberal, lo que lo convertía en enemigo declarado de los gamonales de San Carlos. Una tarde estaba en Risaralda en compañía del mayordomo y su familia. Hacia las seis llegó un peón con la noticia de que los chusmeros lo buscaban. De milagro salvó la vida escondiéndose en el monte, pero perdió el ganado, porque no pudo regresar a recogerlo. Era, de nuevo, la crisis económica. Vendió la casa y el Pontiac y la familia rodó por casas arrendadas. Fueron años de estrecheces y vida sencilla. Cada cambio implicaba nuevas amistades, nuevas rutinas, nuevos ambientes. Echabas de menos al grupo cerrado de la barra de Villa y el sentido de pertenencia que de ella emanaba. Ahora vagabas por espacios abiertos y tenías que estar vigilante para no caer en territorios dominados por jóvenes pendencieros y agresivos. Te refugiabas en el cine y en la lectura y te volviste huraño.

En realidad, tus padres te protegían. Y la forma de protegerte era manteniéndote en la ignorancia. Regía la ética del decoro: silencios, verdades a medias, “mentiras piadosas”. Por eso no te enterabas de las cosas del sexo, de los cambios del cuerpo al avanzar la adolescencia, de las dificultades económicas de la familia y las razones para cambiar de casa y de barrio, del pleito por la herencia del abuelo, las enfermedades que sufrían, las costumbres licenciosas de tal o cual pariente, de la pederastia de los curas, la corrupción de los políticos, los malos manejos de los empresarios, las masacres y actos de barbarie en los campos. Los niños, a veces, encontraban llorando a la mamá, o la sentían triste; o al padre de mal humor, evasivo, callado; o que suspendían la conversación cuando llegaba alguien; y siempre quedaba flotando el misterio. A tus padres los oías cuchicheando en la alcoba hasta tarde y te ardía la curiosidad; nunca lograbas saber de qué hablaban tanto.

Los libros de G. M. Bruño, que se conseguían en la Procuraduría de los Hermanos Cristianos, se usaban en casi todas las asignaturas, y sus postulados debían ser aprendidos de memoria. Tal fue el sistema que encontraste en la escuela primaria y, ahora, llevado a sus últimas consecuencias, en los colegios de bachillerato de los jesuitas y salesianos. En cuanto a la nómina de educadores, el panorama no era más prometedor. El padre Acosta, insigne acosador de menores, toqueteaba a los niños a la vista de todos, inclusive durante los recreos. Nadie hablaba de sus dotes de educador o de sus conocimientos sobresalientes en algún campo. Su única cualidad era que “amaba a los niños” y se parecía al fundador de la orden, porque no era alto, tenía el cuerpo grueso, el rostro blanco y sonriente, la cabeza calva. La imagen de su persona transitando por los patios y corredores rodeado por una nube de chiquillos era idéntica a la que aparecía en las estampas de San Juan Bosco. Acosta fue tu profesor de varias materias y sobra decir que con él no aprendiste nada. En una ocasión, a la salida de clase, te pidió que esperaras porque tenía algo qué decirte. Cuando todos se fueron, se sentó junto a ti, te preguntó si estabas bien y comenzó a acariciarte. Sentiste en el rostro su aliento pesado, que se mezclaba con el olor agrio de la sotana envejecida, y cierto jadeo en la respiración. Cuando te puso la mano en el muslo y quiso cogerte el pito te zafaste y, sin recoger las pertenencias, saliste corriendo del salón y del colegio. Estabas lleno de asco y no fuiste capaz de contarle a nadie el incidente, como si el pecado hubiese sido tuyo y no del acosador. Lo único que logró fue sembrar en ti el odio y el desprecio por todo individuo que vistiese sotana, sentimientos que no se manifestaron de inmediato sino gradualmente y que crecen desde entonces. Estaban también los padres Yépez, Bernal, Giraldo y del Río, y otros extranjeros. Giraldo enseñaba Anatomía y Fisiología, Química del Carbón y Literatura. El plato fuerte de la primera eran las funciones de la reproducción humana. Las ideas que tenían eran tan vagas, que la sola enunciación los llenaba de expectativa. Pero fue un fiasco porque Giraldo nunca entró a fondo en el tema. En la clase de Química, el experimento más importante fue la fermentación de cáscaras de piña para fabricar “chicha”, paso inicial para la destilación del alcohol. Al final, la cantidad destilada fue mínima porque los muchachos se bebieron la chicha. La de literatura de cuarto la pasaste “raspado”. Al único que recuerdas con cariño es a Mariano del Río, un español gordo y bajito que les enseñaba francés con tanto tino, que al final del último año ya traducías textos de Rousseau. A él le debes, en parte, tu interés por las letras.

Una de las mejores cosas que aprendiste en el bachillerato fue a nadar con algún estilo. El colegio permitía que los estudiantes pasaran en la Biblioteca Pública Piloto cierto número de horas a la semana. (Fue fundada en 1952 y funcionaba en una casa en la Avenida la Playa) Podían leer los libros que quisieran y llevarlos en préstamo. Aunque el fondo era incipiente, siempre encontraste algo de interés. Un día diste con un manual de natación. Estaba escrito por Johnny Weissmüller y tenía fotografías y dibujos. Lo primero que te llamó la atención fue el nombre del autor. Bien lo conocías, pues protagonizaba las películas de Tarzán. En el libro cuenta sus secretos: cómo extender el cuerpo sobre el agua, cómo tomar el aire por la boca con un movimiento de cabeza y expelerlo por la nariz con la cara hundida, cómo mover los brazos y cómo extender las piernas y a la vez mantenerlas flexibles para que la potencia del movimiento sea máxima. Practicabas cuando tenías oportunidad. Nunca tuviste un profesor y, sin embargo, tu estilo llegó a ser aceptable. De hecho, la natación ha sido uno de tus deportes favoritos.

En la Piloto encontraste también una novela de Hermann Hesse, Damián, que leíste sin comprender mucho, pero que te dejó un estado de ánimo taciturno. Salías solitario a caminar por calles y barrios lejanos para meditar sobre el ser y la existencia y por un tiempo te sentiste imbuido de una especie de exaltación poética que nunca antes habías experimentado.

Las vacaciones de julio de cuarto de bachillerato fueron especiales. Por primera vez viajaste en solitario fuera de la ciudad. Tus primos Jaramillo vivían en Buga y fuiste a visitarlos. Carlos Alberto te llevó a los sembrados de algodón y sorgo del padre. Cuando arreciaba el calor se metían en calzoncillos al Cauca aferrados a un cable. Y tuviste la suerte de volar en avioneta. Estaban contratando una fumigación y el piloto quiso hacer un vuelo de prueba con los tanques vacíos de fumigante, por lo cual Carlos Alberto y tú pudieron acompañarlo. El avioncito se encumbró hacia las nubes, giró en redondo, se precipitó en picada hacia el lote que iban a fumigar, voló a ras de tierra hacia un árbol frondoso que marcaba el lindero y cuando te hacías a la idea de que iban a estrellarse, subió y giró hacia la derecha. Al aterrizar casi no podías mantenerte en pie, por el mareo, el temblor en las rodillas y la emoción.

Luego te fuiste para El Espinal. Allí estaban los tíos Cristóbal y Candelaria. Habían dejado Ibagué (donde vivían) por recomendación médica. Cristóbal, que fumaba desaforadamente, había desarrollado enfisema pulmonar, lo asaltaban los más alarmantes ataques de tos y pasaba las noches acezando. (Todavía no se ofrecían tanques de oxígeno para uso doméstico). A la pobre tía no le alcanzaba el ánimo para ayudarle, para ir en busca de un médico o una droga, y para estar al tanto de tu visita. Además, el calor era insoportable. Entonces decidiste viajar a Bogotá. Esto no estaba en el programa, pero te parecía mejor que continuar en aquel ambiente enfermizo. El bus te dejó al medio día en San Victorino (no existían terminales de trasporte). Averiguaste que a las nueve de la noche salía otro para Medellín, compraste el boleto y te fuiste a caminar, sin rumbo, por esa ciudad inmensa y desconocida. Nadie te esperaba. No pensaste en un hotel; el dinero alcanzaba apenas para el regreso. Pero sentías una extraña seguridad, una libertad interior, un deseo de aventura. Deambulaste por la Plaza de Bolívar, la Candelaria y la Séptima. De repente, por puro azar, te encontraste frente a la vitrina de un almacén de instrumentos musicales. Allí estaban exhibidos guitarras, violines, contrabajos, flautas, saxofones y trompetas. También partituras y, al fondo, se veían los pianos. Era el llamado de un mundo feliz, iluminado por las estrellas que desde la primera edad identificabas con lo más elevado del género humano: Bach, Mozart, Beethoven… Tímidamente te asomaste por la puerta y un viejito amable, sin duda un extranjero, te invitó a entrar. Le dijiste que no ibas a comprar nada, que solo querías ver los instrumentos. Él respondió que no importaba, que él mismo iba a enseñártelos. Y así fue nombrándolos, haciéndolos sonar, explicando de dónde provenían y para qué tipo de obras se usaban. Cuando llegaron a las guitarras quedaste extasiado. Al tañer alguna pensaste que la armonía y sonoridad que de allí surgió no podía ser igualada por ningún otro. Regresaste a la calle convencido de que el viaje a Bogotá se había justificado. Por fin te dejaron abordar el bus y dormiste toda la noche acurrucado, transido de frío, aunque nimbado por ensoñaciones en las que te veías interpretando melodías en una guitarra dorada.

Las dos principales aficiones de tu padre fueron la filatelia y la fotografía. Al evocar estos recuerdos viene a la mente la figura de Marco Tulio Jiménez, un abogado que vivía en la Avenida la Playa. Cuando fuiste con tu padre a su casa no habían concluido las obras de la canalización en ese sector. Ya él estaba jubilado y se dedicaba a coleccionar estampillas. Fumaba y mantenía cajetillas de distintas marcas y calidades, que le permitían alternar el tabaco rubio con el negro. De hecho, es la única persona que conozco que podía fumar uno tras otro tal variedad de tabacos. Era flaco, alto, ceremonioso, serio, trascendental, siempre vestido de paño y corbata. En su casa los recibía en un salón penumbroso y con tu padre pasaba horas revisando álbumes de sellos, discutiendo precios y buscando referencias en inmensos catálogos traídos del extranjero. También hablaban de la situación política del país, de la Segunda Guerra Mundial y otros temas importantes; y nunca los oíste reír. Cuando murió, tu padre se sintió afectado porque lo consideraba uno de sus mejores amigos. Jorge continuó con la afición de los sellos, especialmente los de Colombia. De vez en cuando pasaba por la oficina de correos para adquirir las últimas emisiones y en ellas invertía un dinero que a lo mejor necesitaba para cosas más terrenales. Pero siempre tuvo fe en que su colección era un ahorro, una manera de formar un patrimonio que día a día se valorizaba. Cada dos años conseguía el último catálogo y se daba a la tarea –callada, paciente, exhaustiva y efímera– de valorar la colección, buscando sello tras sello en el catálogo y completando una enorme lista de códigos y precios. Al final sumaba. Quedaba satisfecho y orgulloso y le anunciaba a la familia el monto al que había llegado. Cuando murió, estaba seguro de que su tesoro era un buen legado para los hijos. Aspiraba a que alguno continuara la colección. Y en caso de que esto no sucediera, iba a ser sencillo sacarla a remate para obtener unos fondos importantes. Por desgracia nada sucedió. Los álbumes y demás utensilios filatélicos quedaron en algún cajón, acaso saqueados, reducidos a curiosidad de museo y por todos olvidados.

Su afición por la fotografía fue de toda la vida. Se preciaba de tener las mejores cámaras, de haber logrado excelentes tomas, de estar al día en las técnicas más novedosas. Estuvo suscrito a revistas especializadas y no perdía oportunidad de adquirir libros sobre el tema. También perteneció al Club Fotográfico de Medellín. En 1940, cuando viajó a Estados Unidos antes de su matrimonio, llevó su cámara y dejó un legado notable de más de doscientas fotos en blanco y negro. Algunas, ampliadas y enmarcadas, adornaron las paredes de la casa por décadas. Representaban el puente de Brooklyn, los edificios de la Feria Mundial, el Empire State Building y las Cataratas del Niágara. La técnica del color, sin embargo, solo tuvo difusión comercial en Colombia en la década de 1950, y Jorge comenzó a usarla con nostalgia del blanco y negro que, según decía, permitía desarrollos más artísticos. Cuando las circunstancias se lo permitían, compraba un aparato para medir la intensidad de la luz, un juego de lentes o cambiaba de cámara. El archivo fotográfico llegó a ser inmenso y los álbumes ocupaban una buena parte de la biblioteca. Allí quedó consignada la vida de la familia: bautizos, primeras comuniones, navidades, paseos por el campo; paisajes, ganado y cabalgatas en San Carlos; tu mamá presidiendo alguna reunión familiar; Cecilia adolescente vestida de española en su clase de baile y tocando castañuelas o en uniforme de colegio; Jorge Hernán y Gonzalo disfrutando de un baño en la quebrada o montando a caballo; Conny con sus amigas de la calle Argentina.

Por la época de Semana Santa las clases regulares en el colegio eran sustituidas por espacios de meditación y lectura. Era también la ocasión para invitar a algún conferencista externo. Ese año (estarías en cuarto o quinto), las inquietudes sexuales se habían convertido en asunto prioritario. Existía un problema de lenguaje o, mejor, de traducción: cuando los padres y maestros se veían obligados a explicar el coito, lo hacía en términos científicos y poéticos para guardar el decoro. Acudían a metáforas vegetales y se referían a los pétalos y sépalos, el estambre, el pistilo, los óvulos, el polen y la fecundación. Los muchachos quedaban en Babia. Esto, sin embargo, no les impedía a unos cuantos hacer alarde de las mayores y más fantasiosas proezas, para lo cual usaban la jerga callejera. La dificultad radicaba en que los muchachos no establecían las correspondencias entre uno y otro lenguaje. Aquella conferencia causó escándalo. La dio un médico. El rector le pidió que hablara sin rodeos. Así lo hizo y los primeros sorprendidos fueron los curas. Dijo que después de los quince años era normal que el joven visitara una casa de lenocinio, es decir, de putas. Allí los peligros no eran morales sino profilácticos, o, sea, de salud. Al encerrarse en una habitación con una mujer en pelota, venía la erección, es decir, el pene se endurecía. Para que no quedaran dudas, pene era lo mismo que chimbo, como lo llamaban en Antioquia, o verga, como le decían en la Costa. Luego procedió a explicar cómo se introducía el pene en la vagina, y agregó que vagina era lo mismo que chimba. Habló de la eyaculación y aconsejó dos prácticas que él consideraba esenciales: orinar de manera copiosa una vez terminado el acto, para que el chorro limpiara el conducto de la uretra evitando infecciones. Y, ya en la casa y antes de irse a dormir, lavarse el chimbo y las huevas con buena cantidad de agua y jabón, por el mismo motivo. Esto había que hacerlo lo más pronto posible, no dejarlo para el otro día. Se refirió con detalles de laboratorio a la gonorrea, el chancro, la sífilis y las “manetas” –esos insectos pequeñitos que se enquistan en el escroto, es decir, el forro de las huevas, explicó, y producen una rasquiña insoportable–. Terminó ofreciéndose para responder cualquier duda. Sobra decir que el auditorio, compuesto por tres sacerdotes y ochenta o más muchachos, permaneció en el más absoluto silencio. Y aquí, una observación final: el médico no habló del condón, que en esa época era costoso y no se había popularizado. Pero ya lo conocías. Un compañero mantenía uno usado en la billetera. Decía que no era sino lavarlo después de cada ocasión, y lo mostraba orgulloso como su mayor trofeo.

La violencia se había extendido por el país. El presidente Gómez, alegando motivos de salud, le entregó el poder a Roberto Urdaneta, su designado y hombre de confianza. Al ver que las cosas empeoraban, Gómez quiso regresar a la presidencia, pero los militares se lo impidieron, desconociéndolo como comandante y ofreciéndole respaldo a Urdaneta. Este, comprendiendo lo irregular de su situación, se negó a continuar en el cargo. Asumió el general Gustavo Rojas Pinilla –el 13 de junio de 1953–, lo que muchos calificaron de golpe de Estado. La situación era tan complicada que Rojas Pinilla (a quien sus enemigos llamaban Gurropín) recibió apoyo del expresidente Ospina, del propio Urdaneta, de otros políticos y de empresarios antioqueños. Una de las primeras medidas fue decretar una amnistía a los alzados en armas, que muchos acogieron, con lo cual finalizaba el período histórico denominado La Violencia. No todos se sometieron, sin embargo. En varias regiones siguieron delinquiendo y luego entraron a engrosar las filas de los nuevos grupos guerrilleros que empezaron a formarse después de 1960. Durante el gobierno de Rojas Pinilla ocurrió, además, uno de los episodios más tristes de la historia del país: el 7 de agosto de 1956, explotaron en Cali siete camiones del ejército que llevaban más de cuatro mil cajas de dinamita para la construcción de carreteras en Cundinamarca. Venían de Buenaventura. Media ciudad quedó destruida, murieron más de cuatro mil personas y doce mil quedaron heridas. Según parece, se trató de un accidente, aunque historiadores no han descartado un atentado político.

A medida que los acontecimientos se sucedían, a Jorge se le dificultaba encontrar recursos para sostener a la familia. Regina, sin duda, era la más afectada. Trataba de sortear el diario vivir mostrándoles a sus hijos, ya adolescentes, un rostro amable y soportando en la intimidad la más aguda decepción. Lloraba y se quejaba de soledad. Había perdido la amistad de sus hermanos. ¿Había sido correcta la decisión de iniciar el pleito? El daño en las relaciones familiares no había redundado en nada positivo. Pero no exteriorizaba sus sentimientos. Nunca le escuchaste una palabra de crítica o reclamo.

Hasta que un día el país vio una luz prometedora: las “fuerzas vivas” (en especial los industriales antioqueños agrupados en la ANDI, ahora en oposición al gobierno que habían apoyado) organizaron un paro nacional que obligó a Gurropín a abandonar el poder. Subió una Junta Militar de cinco miembros que convocó a elecciones, y se cocinó el pacto entre liberales y conservadores que vino a llamarse “Frente Nacional”. Alberto Lleras Camargo, un político liberal a quien tu padre admiró siempre, ganó las elecciones de 1958, fecha que también se recuerda porque las mujeres pudieron votar por primera vez en el país. Al presidente Alberto Lleras le siguió Guillermo León Valencia.

El ambiente cambió. La violencia amainó en San Carlos y Jorge regresó a Risaralda. Los problemas por hipotecas y préstamos se habían acumulado de tal forma que tuvo que liquidar la inversión. Entregó en pago una buena parte de las tierras y, con la ayuda de amigos y vecinos trajinó los bosques en busca de reses sobrevivientes de su antiguo hato. El resto de las tierras las canjeó por una finca de menor tamaño que ostentaba el pomposo nombre de “Hacienda Soná” (abreviatura de “Sonadora”, nombre antiguo de una quebrada de la región), en la confluencia de la San Blas con el río San Carlos, “a solo” dos horas a caballo del pueblo. A Soná llevaron el hato incipiente y contrató un nuevo crédito con la Caja Agraria. Por aquellos días se hablaba de la carretera a Nare y de una represa para generar energía en gran escala, ambos proyectos vecinos a la nueva propiedad.

Así renacía la fe en el futuro.

Entre tanto, tú te refugiabas en el cine. En Medellín había un buen número de teatros. Frecuentabas los de Buenos Aires, Colombia, Cuba, Avenida y Junín. Este último era el preferido. Cuando ibas con amigos se ubicaban en “gallinero”, porque allí la entrada era más barata y se podía hacer “recocha”, que consistía en gritar vulgaridades y arrojar escupitajos o colillas a la platea. Cuando ibas solo, preferías la platea, porque allí era fácil establecer relaciones con las muchachas. Los domingos, en “matinal”, pasaban cintas de Dean Martin y Jerry Lewis, Abbott y Costello y Walt Disney. En las tardes asistían a “matinée”. La lista de estrellas se había enriquecido con nombres como Humphrey Bogart, Ingrid Bergman, John Wayne, Elizabeth Taylor, Ava Gardner, Rita Hayworth y la perra Lassie. Las cintas más apetecidas eran las “para mayores de dieciocho” o las que aparecían como “prohibidas” en la censura que publicaba El Colombiano. Una prohibida que causó escándalo entre los adultos y enorme placer entre los jóvenes fue Deshojando la margarita, con Brigitte Bardot, que viste en el teatro Cuba, donde el portero dejaba pasar menores de edad a cambio propinas.

A los quince años leías novelas de vaqueros y de guerra que intercambiabas con amigos; novelas policíacas de Agatha Christie y Georges Simenon –que tu padre tenía por decenas–. En un viaje a Buga encontraste en casa de tus tíos unos libros viejos firmados por tu padre. Algunos tenían las pastas calcinadas, nunca supiste bajo qué circunstancias, y esto les daba cierto misterio. Dos en particular te llamaron la atención, Edipo Rey, de Sófocles, y La interpretación de los sueños, de Freud. Entendiste algo que ya intuías: el sexo no era fuente de pecado, como decían los curas, sino el impulso de vida más auténtico. Esa revelación te llevó a otras obras: Alfred Adler y Wilhelm Stekel (que encontraste en el nochero de tu padre) al igual que el resto de la tragedia griega.

Por un tiempo vivieron en la carrera Brasil. En la terraza había una habitación espaciosa, pero sin terminar. Las escalas –descubiertas al cielo– y el piso de la habitación eran de cemento burdo; las paredes estaban con los ladrillos a la vista y faltaba el vidrio en alguna ventana. Tu madre usaba el lugar para guardar muebles viejos. Pero esos detalles no te impidieron solicitar permiso para mover allí tu cama y estudio. La solicitud fue acogida porque la familia se sentía estrecha y tú compartías un cuarto con uno de los hermanos. Así encontraste la soledad que buscabas. Nadie subía a visitarte, podías escuchar la radio en la emisora que te diera la gana y, sobre todo, leer hasta altas horas y sin molestar a nadie, los libros que por entonces te interesaban: El discurso del método, de Descartes, y La casa de los muertos, de Dostoievski.

Era enorme la sed de conocimiento y fantasía. Pretendías saciarla en el cine y la lectura; pretendías responder las preguntas que la vida cotidiana te suscitaba. Allá, en la fantasía, las cosas tenían un comienzo, un desarrollo y un final. Alcanzaban sentido y razón. Cada individuo llevaba su propia historia y la vida fluía hacia un universo armónico. Aquí, en la realidad, solo veías caos; nada parecía comenzar, los desarrollos eran desordenados y la tragedia acechaba a cada paso. ¿Cuál era tu historia? Estabas perplejo, inerme y solitario. Vacío en tu interior y como asustado frente al entorno. La realidad carecía del más mínimo sentido.

Por aquella época empezó a celebrarse la Feria de las Flores que, desde el comienzo, recibió la oposición de las autoridades eclesiásticas. Se trataba de entronizar viejas costumbres y tradiciones: los silleteros, los mercados de flores en los barrios, los jardines. Medellín era “la ciudad de la eterna primavera”, “la tacita de plata”, y se hacía necesario celebrarlo, para lo cual organizaron (en mayo) exposiciones, desfiles, tablados con orquestas y demás espectáculos. La Iglesia se oponía porque no se hacía homenaje especial a ningún santo, no se celebraban liturgias ni procesiones ni otras ceremonias religiosas. Se trataba de “un goce pagano” y los curas bramaban desde los púlpitos y alertaban a los feligreses sobre los peligros morales y físicos que el evento iba a traerle a la ciudadanía.

También se celebraba (con más aceptación por parte de las autoridades eclesiásticas) “la retreta dominical” de la banda de la Universidad de Antioquia, dirigida por el maestro checo Joseph Matza. Tenía lugar en el Parque de Bolívar a la salida de la misa de once, frente al teatro Lido y las cafeterías Sayonara y San Francisco. Rara vez dejabas de asistir; y, cuando el bolsillo lo permitía, ibas a los conciertos organizados por la Asociación Pro Música en el Lido. Allí escuchaste a Claudio Arrau, Yehudi Menuhin, Jascha Heifetz y otros músicos extranjeros. También a artistas locales como Harold Martina, Teresita Gómez y Blanca Uribe. Rafael Vega Bustamante, cuñado de tu padre, mantenía a disposición de los clientes una extensa sección de discos importados en la Librería Continental y escribía los textos para los programas de mano y reseñas para los periódicos. En ese ambiente sobresalía la figura de Diego Echavarría Misas. Era de público conocimiento su generosidad para el patrocinio de artistas y eventos. Llegaba en compañía de su esposa alemana Benedikta, Dita, y su hija Isolda en un Packard antiguo conducido por chofer de librea. A Diego, Dita e Isolda los veías como figuras paradigmáticas y no sospechabas que un tiempo después iban a tener papel importante en tu vida.

Seguías inquieto con la guitarra clásica, viva la ensoñación que tuviste en Bogotá. Cuando lo mencionabas en el hogar, tu padre siempre se oponía; tenía un pésimo concepto de este instrumento porque lo relacionaba con merenderos y borrachitos de arrabal. Tu mamá, un poco más condescendiente, te facilitó la adquisición de una guitarra marinilla y con ella aprendiste a templar las cuerdas y tocar compases. Estaba de moda el bolero Camino verde y era fácil aprender cuatro o cinco posiciones en el diapasón y dos o tres golpes en las cuerdas para acompañar la canción. Pero esto no era lo que tú buscabas. Lo que te interesaba era la música clásica y te saltaban las lágrimas cuando escuchabas algún disco con interpretaciones de Andrés Segovia y otros maestros. Un día te llenaste de valor y acudiste a la escuela de música de la Universidad de Antioquia, que funcionaba en un caserón de la calle Pichincha y ofrecía cursos de extensión. El director te sugirió, primero que todo, aprender la notación musical, y te indicó cómo matricularte. A partir de ese día, los miércoles en la tarde asististe a clase con otros estudiantes, para cantar tonos y escalas que el profesor entonaba con un flautín y señalaba con una vara en el pentagrama dibujado en el tablero. Fue una experiencia ardua; no tenías disposición para el canto, el carácter del profesor era desapacible y el método tedioso. Finalizó cuando conociste en la misma institución al profesor Edo Polanek, un bondadoso emigrante polaco quien, después de su jornada académica, ofrecía clases particulares en un estudio en la calle Maracaibo. Además de violinista, guitarrista, arreglista y profesor de música, era maestro artesano en la fabricación y reparación de instrumentos de cuerda. Fuiste a verlo; accedió a darte clases, dijo que con él seguirías avanzando en la notación y agregó que con la guitarra que tenías no ibas a llegar a ninguna parte. No sé cómo lograste reunir el dinero (sin duda fue mamá quien te ayudó), y un tiempo después fuiste con Edo a un almacén de música y adquiriste un instrumento de buena calidad (era brasileño) y por los siguientes años asististe regularmente a su estudio y practicaste una, dos y hasta tres horas diarias.

Así comenzó una época marcada por la música y la soledad. Buscabas los cafés que ofrecieran obras clásicas en los traganíqueles. Recuerdas en especial uno en la avenida Nutibara que vendía barata la cerveza y se especializaba en oberturas. Allí, retraído, en una mesa frente a una botella, hiciste sonar innumerables veces La caballería ligera, de Suppé. Te parecía que la música trascendía las limitaciones del lenguaje; que era una manera diferente de sentir, pensar o conocer; que a través de ella vislumbrabas un mundo aparte, superior al cotidiano, sublime y, sobre todo, un mundo total, organizado y en equilibrio. Entonces escribiste tu primer cuento: fue algo espontáneo, sin ningún propósito. Era lo que sentías: el último cliente de la noche en un cafetín de mala muerte que se resiste a retirarse, mientras afuera llueve y la mesera bosteza en un rincón del establecimiento. Estabas embriagado con estos sentimientos y no sospechabas que el asunto tenía un fondo más complejo. Pasaría un tiempo para que pudieras sortear las circunstancias que venían tejiéndose alrededor de tu destino.

EL MOMENTO DE LAS DECISIONES. Fidel Castro entró en La Habana en enero de 1959 marcando un viraje en la vida cultural y política del continente. Al comienzo hubo una ola de optimismo por la caída de Batista; Cuba iba a iniciar una era de progreso con el nuevo gobierno. Pero las noticias decían lo contrario. Las tropas triunfantes estaban dándole a la isla un baño de sangre. Hubo ejecuciones masivas y se instauró un régimen de terror. Miles de personas se agolpaban en los aeropuertos a la espera de vuelos que los sacaran del país, o se escapaban en las embarcaciones disponibles. Miami comenzó a recibir verdaderas multitudes. A pesar del entusiasmo que despertaba la revolución, nadie esperaba que Castro fuera tan lejos como para implantar un sistema comunista. Cuando hizo el anuncio, todos pensaron que era un chiste o un lapsus; Estados Unidos no iba a aguantárselo; la invasión norteamericana era cuestión de días. Pero todo se frustró con el sainete de la bahía de Cochinos. Fue un sainete porque el presidente Kennedy no apoyó la invasión y los emigrantes cubanos en la Florida no lograron convocar ni armar un ejército a la altura de las circunstancias. En Colombia, los debates fueron violentos. Unos defendían a Castro con el argumento de que era la llamada de atención que necesitaban los ricos para que comenzaran a compartir la riqueza con las mayorías paupérrimas; otros lo atacaban alegando que nada justifica una dictadura totalitaria.

Era frecuente, al promediar la tarde, sobre todo los viernes, ir a Junín para encontrarse con amigos, ver pasar a las muchachas y comentar las noticias. A esto lo llamaban “juniniar”. Tal era el único espacio de socialización que ofrecía la ciudad a los jóvenes. Acudían las muchachas de La Presentación, La Enseñanza, María Auxiliadora, Sagrado Corazón y Mary Mount olorosas a perfume, con el “neceser” al brazo y las cabelleras bien fijadas con laca, unas vistiendo sus uniformes escolares, otras luciendo faldas esponjadas de colores. Caminaban de a dos o de a tres, lentamente, como si se interesaran por lo que estaba exhibido en las vitrinas, pero en realidad dejándose ver de los muchachos apostados en las aceras. Los jóvenes estudiaban en el Sufragio, San José, San Ignacio, Pascual Bravo o cursaban primer año de universidad, y también se acicalaban adecuadamente. Las muchachas recibían los piropos, sonreían y a veces se dejaban abordar, todo dentro del mayor decoro. Como casi todos y todas fumaban, ofrecer un cigarrillo y encenderlo con elegancia facilitaba el intercambio. El contacto duraba unos minutos. Cuando el muchacho estaba de suerte, en ese corto lapso había memorizado un nombre y un número telefónico, lo que le permitía esa misma noche hacer la primera llamada e iniciar una amistad que con facilidad culminaba en noviazgo.

Eran los hombres quienes hacían el esfuerzo, desde la llamada y la visita hasta los gastos de la salida y la iniciativa en las caricias y los besos. Ellas no llamaban, ni sufragaban gastos, manifestaban un catolicismo acendrado y se cuidaban de expresarse sentimentalmente, porque si se excedían un tanto, con facilidad las tachaban de putas.

Tú participabas de estos protocolos y así conociste decenas de muchachos y muchachas cuya amistad renovabas cada semana. Fumabas y, aunque eran un poco más costosos que los nacionales, disfrutabas exhibiendo y ofreciendo Lucky Strike, Camel o Chesterfield, las marcas preferidas por los héroes de las películas de moda. Un tiempo después, sin embargo, pensaste que fumar pipa era más sofisticado; que daba un aire más intelectual y aventurero. Entonces te paseabas por Junín esparciendo el aroma intenso y dulzón del tabaco rubio. Y, en efecto, convocabas más miradas y no faltaron los aduladores, lo cual te impidió comprender que se trataba de un gesto petulante y artificial que más bien causaba rechazo y burla. A pesar de que invertiste grandes esfuerzos para hacer que el hábito se convirtiera en un rasgo natural de tu personalidad y para curar las pipas, terminaste por abandonarlas cuando ya no pudiste resistir la irritación de garganta y el malestar general que te producían. Por fortuna ahí paró el deseo de fumar.

Las mujeres establecían sus rutas y los hombres definían sus territorios, de modo que los encuentros se hacían predecibles. El recorrido podía iniciarse en La Playa. De ahí hacia el norte y a uno y otro lado hasta al Parque de Bolívar, los mojones más reconocidos eran el Hotel Europa, Librería Continental, Everfit, Club Unión, Doña María (cafetería), Astor (pastelería suiza), Metropol (salón de billares), Miami (cantina con traganíquel y meseras). Poco después apareció Versalles, al frente del Metropol, una cafetería regentada por un argentino donde se reunía la colonia de ese país, compuesta principalmente por jugadores de fútbol y cantantes de tango.

Hacia las siete, una vez cumplida la cita en Junín, las muchachas se marchaban con un revuelo de faldas y gestos emocionados y los jóvenes se dispersaban. Muy pocos se iban a sus casas a estudiar. La mayoría continuaba la jornada en el Miami, el Metropol y otros cafés que abundaban por Maturín, Palacé y Avenida Nutibara. Era la hora de celebrar con cerveza “los levantes”, de estrechar las relaciones masculinas, comentar los incidentes de Junín y seguir hablando de revolución y cambio social. Aquí el trato ya no era con las niñas de buena familia sino con las mujeres del pueblo que atendían las mesas; prostitutas envejecidas que debían soportar el trato desvergonzado que a esta hora desplegaban aquellos burguesitos estimulados por los encuentros de la tarde, por el licor y la música arrabalera que sonaba en los traganíqueles.

Por esos días conociste a Inge, tu primera novia. Cierro los ojos y sigo viendo su belleza fresca y su cuerpo flexible. El pelo fiero y abundante, de color castaño claro, casi rubio, lo sujetaba en “cola de caballo” con una gruesa cinta negra. No era alta, tal vez lucía un tanto llenita, pero se movía airosa gracias a la flexibilidad de su cintura y a la alegría de su temperamento. Estudiaba en el Sagrado Corazón. Hija única de familia alemana, vivía en una casa campestre en Robledo. El padre era ingeniero y trabajaba con una empresa extranjera. Tú la visitabas en las tardes, al salir del colegio. En el jardín se dieron los primeros besos. A veces Inge se tornaba ensimismada y romántica y leía en voz alta poemas de Porfirio Barba Jacob, Alberto Ángel Montoya y Julio Flórez. A su padre le tomaste cariño, era simpático y alegre. La madre, en cambio, te parecía lejana; siempre elegante, de negro y con collares. No te dabas cuenta de que su aparente frialdad se debía a que casi no hablaba el español. La relación duró un año. Asistieron a un par de fiestas de la colonia alemana en el Hotel Nutibara. En estas ocasiones te sentías cohibido; todos hablaban alemán, bebían y brindaban, cantaban en coro y bailaban polkas y valses. Inge te enseñó algunos pasos y algunas frases en su idioma. Cuando terminó el bachillerato, sus padres la enviaron a su país. Seis años después, según supiste por una noticia de periódico, se casó con un ingeniero en la ciudad de Wiesbaden.

Con Gustavo, tu compañero de colegio, ibas a los barrios de tolerancia. Las casas de lenocinio encendían en la fachada un bombillo rojo al anochecer, en señal de que los servicios estaban disponibles. También dejaban abierta la puerta para que los clientes se sintieran bienvenidos. Las mujeres conversaban en corrillo en la acera o se asomaban por las ventanas. La familia de Gustavo tenía chofer y este los invitaba a recorrer Lovaina antes de devolver el vehículo al garaje. Mientras él conducía, ustedes volcaban el cuerpo por las ventanillas con el rostro iluminado y los ojos bien abiertos, mientras las mujeres los llamaban y les hacían señales. El chofer, seguramente consciente de la responsabilidad que tenía con el hijo de la patrona, aceleraba veloz. Pero un día pareció ceder a los ruegos y se decidió a presentarles a unas “amigas”. (Tal vez la madre, que era viuda, acudió a los servicios del chofer para que le ayudara a su hijo a asumir la edad, y de paso tú te beneficiaste) La casa quedaba en Lovaina. A partir de ese día la visitaban al final de la tarde, cuando aún no llegaban los clientes verdaderos. Al traspasar el umbral entrabas en un mundo desinhibido donde no imperaba el decoro: las mujeres expresaban sus deseos y emociones sin reserva, hablaban del cuerpo sin tapujos, mostraban sus formas sin pudor, el sexo parecía no tener secretos. Respiraste el aire de las alcobas perfumadas, palpaste la suavidad de los encajes, conociste la opulencia de los senos. Allí todo era risa y alegría. Las jerarquías eran diferentes. La figura de poder no era masculina: mandaba la “madona”; era la dueña, la responsable del orden, la valiente capaz de enfrentarse al borracho buscapleitos; la que decidía quién ingresaba o cuándo terminaba la fiesta. Te sentías fascinado por sus senos enormes, sus caderas amplias y, al mismo tiempo, intimidado por su autoridad. Sabía armonizar su capacidad de mando con la sagacidad del comerciante y la ternura de la madre. Se preciaba de guardar en cualquier circunstancia la identidad de sus clientes. Actuaba como curandera y conocía de enfermedades y remedios. Y, sobre todo, sabía aconsejar, no solo a sus muchachas sino también a sus clientes. El primerizo encontraba en ella una mano segura y suave que lo guiara por el dulce y a la vez tortuoso camino del sexo. También podía darle consuelo al triste, al extraviado, al esposo de la mujer frígida. Sabía seleccionar a sus pupilas, entrenarlas, vestirlas y moldearlas a su gusto. Las jovencitas de los pueblos, expulsadas del hogar paterno por haber perdido la virtud –con frecuencia víctimas de violación–, encontraban en ella protección y hogar. Ingresaban sin esperanza de un futuro mejor y en pocos años consumían las pocas reservas de salud y belleza que alguna vez tuvieran. En cambio, “el hombre” de la casa era marica; se encargaba del aseo, de servir los licores y preparar los alimentos. Cantaba por los corredores, decía chistes, asumía gestos femeninos, a veces usaba ropas de mujer y le daba a cualquier reunión un aire de carnaval. Estaba dispuesto a complacer a quien se lo pidiera y competía con las muchachas en el juego de la seducción.

Allí trabajaba Mildred. Era de la costa y su acento y alegría la distinguían de las demás. Lucía un cabello azabache y liso que caía por los hombros, un cuerpo menudo y siempre una sonrisa. Te hablaba de su tierra y te puso a soñar con el mar, que no conocías. El color y las más altas vibraciones estaban más allá de estas montañas y estos pueblos antioqueños. Allá existían seres y culturas distintas y territorios que algún día tendrías que recorrer con ella. Le encantaba bailar. Decía que eras su novio y le respondías que ibas a quererla para siempre. Te escapabas del colegio para buscar con ella un sol que le diera calor a tu vida. Sus encantos te permitieron gozar la experiencia de manera abrumadora y feliz; tanto, que un día le propusiste que vivieran juntos. Pensabas que podían llevar una vida sin obligaciones en el prostíbulo, al amparo de la madona, sin tareas ni misa diaria, un romance eterno y sin desmayos. Ella rio a carcajadas: “—Y, entonces, papito, ¿de qué voy a vivir, si tú solo me das amor?”.

En el colegio hablaron de un viaje a Cartagena. Lo organizaban las directivas con los muchachos de quinto y la noticia te llegó en el momento más oportuno. Mildred te había creado demasiadas expectativas y estabas ansioso. La mala noticia era que ella no podía acompañarlos. El padre Giraldo contrató un “camioncito de estacas”. Él ocupó su puesto en la cabina con el chofer. Los seis muchachos que finalmente se inscribieron subieron con sus morrales a la plataforma, que estaba cubierta por una carpa. Salieron de madrugada. La carretera estaba en construcción y por todas partes había fangales y derrumbes. Hubo cambio de llantas y daños mecánicos; el viaje, que se suponía de quince horas duró más de treinta. La tarde era brumosa, tal vez amenazaba lluvia, y los viajeros dormitaban sobre los morrales vencidos por la fatiga, pero se pusieron en alerta cuando sintieron el aire salobre. Al momento vieron el mar y quedaron mudos ante su inmensidad. ¿Qué siente un joven montañero que ve el mar por primera vez? En ese entonces ninguno de ustedes podía decirlo. Tuvieron que pasar años antes de que encontraras la expresión justa en unos versos de Neruda:

Cuando salí a los mares fui infinito.

Era más joven yo que el mundo entero.

Y en la costa salía a recibirme

El extenso sabor del Universo.

“Primeros viajes”, (Memorial de Isla Negra)

En Cartagena se alojaron en el colegio salesiano, en frente de las bóvedas que le sirvieron de cárcel a Santander cuando iba desterrado para Europa (eso explicaba el cura). Visitaron los castillos, las murallas, los fuertes y las ensenadas (también llenas de referencias históricas), pero es poco lo que recuerdas: Mildred te hacía falta para darle sentido al viaje. No encontrabas la aventura que soñabas y no fuiste consciente de que la visión del mar ampliaba tu mente a una dimensión inédita.

Pero al llegar diciembre tuviste ocasión de regresar a la Costa. Ese año, Libia –la prima de tu padre– y sus hijos, que te habían recibido tan espléndidamente cuando eras niño en Bogotá, alquilaron una casa en Tolú para las vacaciones. Allí fuiste con Cecilia. Jorge Enrique (el hijo mayor) y Jairo (un amigo de la familia) estaban iniciando la carrera de abogacía. Estaba también Magola (una tía), Vicky (la hija que terminaba el bachillerato) y Humberto (el menor). A veces, bajo los cocoteros, se formaban agitados debates. Todos eran grandes lectores, se preciaban de conocer los últimos títulos, las últimas noticias. Sabían argumentar. Los primos habían vivido cuatro años en Italia, viajaron por Europa y la crónica parecía inagotable. Tú querías hablar de literatura. Acababas de leer Cuatro años a bordo de mí mismo, de Eduardo Zalamea Borda, que encontraste en la biblioteca de tu padre y La hojarasca, de Gabriel García Márquez, que había circulado en una edición barata. No eran lecturas del colegio y te interesaron porque estaban ambientadas en la costa. Pero ellos no los conocían. Y seguían hablando, mejor dicho, pontificando –sobre todo Jorge Enrique– de Cuba, Yugoeslavia y la Unión Soviética.

Te sentías apabullado por la contundencia de sus discursos. Asumías la mayoría de edad. Tus emociones se habían magnificado con el sexo; con el mar, con las lecturas recientes, y también con inquietudes trascendentales como la pregunta por el ser, la identidad y el destino. Y más que hablar de revolución y clases sociales, lo que te fascinaba eran esas chozas pajizas, esos pescadores en la playa preparando las redes, esas morenas esbeltas que llevaban bandejas con frutas en la cabeza, esos paisajes bajo las palmeras, frente al mar. Te fascinaba, sobre todo, el espectáculo del firmamento cuando lo veías desde la playa y que una noche en particular quedó grabado en tu recuerdo: era una ensenada solitaria, vecina al pueblo. La luna afloró en el horizonte precedida por su resplandor. Reunieron madera y encendieron una fogata. Sentiste que los troncos estaban habitados por espíritus que, al arder, dejaban escapar susurros y lamentos. ¿Qué mensajes eran aquellos? Hablaban un lenguaje cifrado que tú podías traducir, y pensaste en tierras lejanas y en princesas cuya doncellez era hollada por el mar. Cuando la luna llegó al cenit y quedó cubierta por un manto de nubes, la fogata brilló con más intensidad y en el confín se veían los luceros. Pero no te atreviste a expresar tus emociones. Nadie te habría escuchado.

Desde tu viaje a Bogotá venías acariciando la idea de ser músico profesional. Dijimos que concebías la música como un lenguaje para sentir y conocer mejor el mundo, y que en ciertas obras lograbas percibir una armonía superior y una sensación de plenitud. La vida se enriquecía con la música y lograba un propósito elevado. En Tolú, al establecer las correspondencias entre lo que sentías y lo que habías leído, experimentaste algo similar: la realidad también se enriquecía con lo que aportaba la literatura.

Leías mucho, sobre todo novelas y poesía. Escribías cuentos. Cuando estabas en quinto te decidiste por la poesía y llenaste varios cuadernos. Dejabas volar la mente con libertad, al ritmo de la música interior, y era el verso libre el vehículo que mejor te convenía. Pero en los cursos de literatura el paradigma seguía siendo la poesía medida y rimada de los clásicos del Siglo de Oro, ya que a ese colegio nunca llegaron el modernismo ni las vanguardias. Y te sentías frustrado. Al intentar la prosa tuviste mejor resultado. El padre Giraldo les solicitó un texto con motivo de la fiesta de la Virgen. El tema era por demás manido, pero te esforzaste y quedó tan bueno que él lo rechazó con la calificación más baja y con una nota: “Lo que presentó no es suyo. No copie”. No lo habías copiado; era evidente que el cura no confiaba en tus capacidades creativas. No ofreciste ni pediste explicaciones; y te quedó la inquietud de que tal vez valía la pena dejar de luchar con las sílabas y las rimas para intentar la prosa.

La reacción espontánea fue comenzar un diario. Las primeras páginas fueron frases de tono poético que imaginabas dirigiendo a tus amigas, del siguiente tipo: “Siento la suave tristeza del olvido. Esta noche quiero naufragar en tu alma”. “Estás fundida con el paisaje. La bruma te baña: niebla y color. Se oye el llorar cansado de la naturaleza”. Te escapabas a Soná y pasabas el tiempo leyendo y escribiendo. Son campos apacibles, cubiertos por bosques, surcados por arroyos de agua cristalina, con una temperatura suavemente cálida, donde el silencio solo se ve mancillado por el piar de los pájaros y el bramar de los terneros. Leías en la hamaca y caminabas por las orillas de las quebradas o por el filo de las colinas. Entonces divisabas valles, cañadas y laderas. ¿Qué misterios encierran? Pumas, micos, lagartos, serpientes, pájaros, insectos, mariposas y especies aún no clasificadas. Y también huesos, cuerpos putrefactos, bacterias, caldos vivientes, troncos en descomposición, hojarasca y ramazones, amparado todo por el tiempo y la quietud. Y en el meandro de aquel universo, un flujo continuo, a veces minúsculo, a veces tumultuoso, de violencia, sangre y muerte. Pensabas en mundos que chocan, se mezclan y destruyen en vórtices de catástrofe. ¿Cuándo y porqué comenzó todo esto? ¿Qué somos nosotros, los humanos, frente a tal torbellino?

Un día te llevaste para el bosque un viejo ejemplar de Hamlet y, a gritos, repetías, con objeto de aprenderlo de memoria, aquel pasaje de uno de los cómicos que dice:

El feroz Pirro, cuyas pavonadas armas, negras como sus designios, semejan la noche cuando yace tendido en el seno del caballo fatal, tiene ahora su atesada y temible figura manchada con un blasón aún más fatídico. De la cabeza a los pies está teñido horriblemente con sangre de padres, madres, hijas e hijos, cuajada y endurecida por el fuego abrasador de las calles incendiadas. Ardiendo en cólera y fuego, y así embadurnado de sangre coagulada, con unos ojos parecidos a carbúnculos, el infernal Pirro corre en busca del anciano rey Príamo.

Te imbuían sentimientos de tragedia que se intensificaban con la crudeza de las imágenes y el ritmo de las frases. Si alguien hubiese escuchado, te habría tomado por loco. Amabas la soledad. Escribías tarde en la noche, a la luz de una vela (porque en Soná no había luz eléctrica) y a veces te quedabas lelo viendo la silueta proyectada por tu cuerpo en la pared. Oías los truenos en la lejanía y el golpeteo de la lluvia sobre el tejado. Sentías una fuerza latente, un ansia de vagar en espíritu por los campos. Te hacías el propósito de no pensar, solo sentir la vida en su plenitud. Imaginabas arroyos desbordados que te invitaban al amor, actos de erotismo con la tierra cálida. Buscabas frases que fueran eficaces y tuvieran armonía. Querías expresar tus emociones para cauterizarlas y darles forma. Sentías el cerebro afiebrado por imágenes en tumulto, ideas, historias que se atropellaban entre sí, luchando por salir en forma de escritura. Pensabas en la escritura y en la muerte; un día anotaste en el diario: “Morir es nuestro vicio inherente. El producto de la vida es un libro negro, encima del cual llora una calavera”. Y concluías que el texto podía ser, también, una forma de excrecencia. Con estas frases creías prepararte para lo que verdaderamente te interesaba: iniciar una “obra” en la que irías a agotar la existencia y a perpetuar el ser.

¿Pero qué clase de obra?

El diario lo escribías en hojas de papel periódico. Las conseguías por kilos en El Colombiano –eran las más baratas y se acomodaban a tus necesidades. No era sino poner la fecha para que surgieran las frases–. Era el recipiente apropiado para meter o condensar –cuando aún estaban frescas– las imágenes que aparecían en el flujo de conciencia o en los sueños y que se perderían si no las agarrabas de inmediato. También para esbozar narrativas, coleccionar citas de los libros que leías y para elucubrar con libertad sobre el ser, el universo, los sistemas siderales y el mundo subatómico –un verdadero florilegio–.

Aunque no tenías mucha claridad sobre los géneros literarios, surgieron –en forma más o menos espontánea– otras dos líneas de escritura: lo que llamaste pomposamente “mi primera novela”, que tenía por título La huida y narraba la historia de un hombre de ciudad hastiado de lo urbano que decide huir a una playa habitada por pescadores. Es su forma de renunciar a la civilización y regresar al origen. Le dedicaste tiempo y esfuerzo, pero al final no cuajó. Y una colección de relatos basados en la historia familiar y de la provincia. Mucho se hablaba por aquellos años de “la raza antioqueña” y para ti no existían ejemplos más evidentes que los de la familia. Al estudiarlos, era claro que de la guerra, la pobreza, la selva, el desorden, era posible emerger hacia el progreso y el bienestar. ¿A qué mejor inspiración literaria podías aspirar? Después de años cuajó en un librito que lleva por título Altagracianos, porque trascurre en un lugar ficticio llamado Altagracia.

La sola enunciación de estos proyectos ya implica ciertas contradicciones que no estabas en capacidad de resolver: los relatos sobre los ancestros están basados en la idea de progreso, de que la Historia, con mayúscula, tiene un derrotero siempre ascendente. Pero La huida implica exactamente lo contrario, el progreso no le trae nada bueno a los seres humanos. La civilización es detestable, hasta el punto de que el protagonista solo quiere retornar al estado más elemental de la cultura.

Pero el tiempo se agotaba; pronto ibas a graduarte de bachiller y requerías con urgencia tomar una de las decisiones más importantes: elegir carrera. El problema era que en el colegio no te prestaban ayuda y poco conocías de las opciones que ofrecía la ciudad. Seguías entusiasmado con la música; en realidad era la primera opción, pero tenías dudas: tus padres nunca te ofrecieron apoyo; para ellos, tocar guitarra era estrambótico y artificial, o sea, los mismos adjetivos que habían usado para calificar tu deseo de fumar pipa. Eras consciente, también, de que habías iniciado demasiado tarde el estudio de la guitarra, y, en general, de la música. A tu edad, los músicos verdaderos ya eran virtuosos. Pero la llevabas en el corazón: al escuchar la Quinta, ¿no sentías un revuelo íntimo que te hacía pensar en el destino, en Dios, en el Apocalipsis y cosas similares? ¿Qué significaban esas tardes afiebradas oyendo en solitario obras clásicas en los traganíqueles de los bares? ¿Por qué te empeñabas obsesivamente con la guitarra, a pesar de que nadie en el mundo –con excepción de Polanek– te daba el más mínimo aliento?

Ahora surgía una segunda opción: escribir. Y pensabas que lo único que requerías eran directrices, un pequeño entrenamiento. Sin embargo, de igual forma, presentías que tus padres no iban a aprobar esa opción. Iban a calificarla igualmente de estrafalaria. También iban a recordarte que no tenías las aptitudes: ya en la escuela primaria habías demostrado tu incapacidad para la caligrafía y la ortografía. No existían talleres de escritura ni nada por el estilo. Lo más cercano eran las carreras humanísticas, pero la oferta era escasa y nunca oíste hablar bien de ellas. Cuando se mencionaban a parientes y allegados, el primer calificativo que se les ocurría era el de “comunista”. Y en el panorama intelectual de aquella ciudad industrial pero reprimida, la escritura era sinónimo de los peores vicios: José Asunción Silva, amante de los placeres extremos, quien se suicidó joven. Vargas Vila, expulsado del país, muerto en el exilio, panfletario, pornógrafo y contradictor de la Iglesia; sus libros continuaban en el índice y su lectura era motivo de excomunión. Porfirio Barba Jacob, muerto también en el exilio, más recordado como homosexual y marihuanero, aunque algunos admiraban sus poemas. Estaban también Fernando González, recluido en Otraparte (moriría en 1964), con fama de loco y una estela de polemista; nadie imprimía sus libros; y los nadaístas, que se presentaban como escritores y poetas y que comenzaban a causar escándalo, verdaderas lacras sociales. Finalmente, y al igual de lo que ocurría con la música, no habías escrito nada de valor, nada sólido en qué cimentar la confianza, nada que hubiera sido de interés para alguien. Ni siquiera el profesor de literatura reconoció que podías escribir. Estabas, pues, en una encrucijada y sentías que se te cerraban las puertas.

Mientras tú vacilabas, tu padre insistía en que estudiaras una “carrera práctica”, que ojalá garantizara ingresos prontos y efectivos. Amabas el campo y él tenía una hacienda, por lo cual la agronomía se perfilaba como la opción más lógica. La carrera la ofrecía la Universidad Nacional en su sede de Medellín. Allí fuiste con él y recorrieron las aulas, laboratorios, establos y cultivos para las prácticas, en un inmenso terreno ubicado en la base del cerro El Volador. Solo había un inconveniente que pasaron por alto: eran altas las exigencias en matemáticas y por ellas nunca habías mostrado interés. Te inscribiste para los exámenes de admisión. Los cupos eran insuficientes para la enorme demanda y si no pasabas –lo dabas por descontado– solo tenías que esperar seis meses o un año para presentarte a una nueva convocatoria. En ese lapso tomarías clases de refuerzo. (Estabas equivocado: tu amor por el campo era bucólico; lo percibías como un espacio para la imaginación y el sosiego, no como lugar de trabajo ni como fuente de recursos materiales.)

Hubo, además, otro incidente que todavía nos deja pensativos. Con motivo de tu grado de bachiller, y ya tomada la decisión sobre la carrera de agronomía, tu padre no te regaló un manual de ganadería sino las Obras Completas, de Cervantes, en una fina edición de papel cebolla de Aguilar. ¿Cuál era el mensaje? ¿Se trataba de un respaldo velado a tu vocación literaria? Si fue así, no lo entendiste. Lo recibiste como un gesto protocolario. Ninguno de los amigos te había hablado del Quijote. No lo tenías en tus listas de lectura. Estabas fascinado con Kafka, Dostoievski, Miller y otros ídolos del momento. Cervantes no pasaba de ser una referencia de colegio y, por lo tanto, una referencia aburrida y despreciable.

Al final las cosas se dieron de manera casual y sorpresiva: ese semestre fundaron en Medellín la “Escuela de Administración y Finanzas” (luego se convirtió en “Escuela de Administración y Finanzas e Instituto Tecnológico” y, finalmente, en “Universidad EAFIT”; por ahora la llamaremos “la Escuela”). Aunque parecía un proyecto endeble y efímero, Jorge sugirió presentar los exámenes de admisión, “por si no pasas en agronomía”. Tales exámenes se llevaron a cabo en diciembre. Los de agronomía, para los que estabas inscrito, se iban a dar en enero. Tomaste los de administración, sacaste excelentes resultados y te olvidaste de la agronomía.

EL NADAÍSMO. Tu hermana Cecilia fue una mujer pretendida. A la casa llegaban jóvenes buscando su amistad. No faltaban los ramos de flores, las serenatas, las invitaciones, las visitas en la sala. Lo más molesto eran los carros que pasaban pitando, inclusive a altas horas de la noche y, sobre todo, las serenatas. Recibió muchas, con los tríos más cotizados. Algunas son memorables porque los pretendientes llegaban acompañados por amigos borrachos y presentaban espectáculos bochornosos, que luego daban mucho de qué hablar a los vecinos. Jorge entraba en cólera y en más de una ocasión salió para amenazarlos con llamar a la policía. Y Cecilia prorrumpía en llanto ante la posibilidad de que el pretendiente de turno no regresara.

Pero un día llegó un joven diferente. No estaba acompañado por una barra de adláteres, ni venía en el carro de la familia y ni siquiera llegó en motocicleta. Llegó solo y a pie. Tenía un nombre corto y sonoro: John. Era buen conversador, saludaba atentamente y Regina pensó que, por sus apellidos, podía ser bien recibido (su bisabuelo había sido un famoso constructor de puentes). Vivía a poca distancia, en el barrio Prado, en casa de los abuelos. Cecilia lo atendía en la puerta, como era costumbre, ante la vista de todo el mundo. Luego pasó a la sala. Poco a poco, sin embargo, aparecieron rasgos que pusieron a pensar a la novia y a la familia. John descreía de los curas, abandonó el colegio, según dijo, para “hacerse cargo de su propia educación”; era un hábil jugador de ajedrez y ganaba dinero en el Metropol compitiendo con profesionales. Se consideraba a sí mismo un genio, iba a ser escritor y proyectaba una obra filosófica que, según decía, superaría a la de Hegel. Llevaba libros bajo el brazo tomados de la biblioteca del abuelo, que saqueaba sin contemplaciones. Citaba de memoria a Dostoievski, Schopenhauer y Nietzsche, era capaz de hablar horas sobre la falta de sentido de la vida y del universo y con frecuencia concluía que el último refugio del sabio es el suicidio. También estudiaba las 14 lecciones sobre filosofía yogui y ocultismo oriental, de Yogi Ramacharaka, “para encontrar la serenidad”. Lo más llamativo, empero, eran sus conocimientos de hipnosis. Llevaba años estudiándola. Conocía un buen número de libros sobre el tema y hacía demostraciones por las esquinas y tiendas del barrio. Ya tenía fama y muchos incautos se prestaban para sus prácticas. Y, en efecto, hipnotizaba a uno o dos adolescentes con la mirada penetrante, movimientos bien estudiados de las manos y una voz profunda que modulaba las órdenes con decisión. Sin duda, conocía el oficio. Los ponía a bailar, a decir tonterías, a reír a carcajadas o a llorar. Hacía que sus músculos se pusieran rígidos y, con la ayuda de los presentes, los extendía entre dos taburetes a modo de puente, sostenidos en la nuca y los talones. Era “la prueba de la catalepsia”. O los chuzaba con agujas y les daba órdenes post-hipnóticas. Hablaba mucho del tema: con el hipnotismo era posible curar enfermedades, dejar de fumar o de amar, superar la timidez, aumentar el arrojo y controlar el miedo, recordar los detalles más nimios de la niñez, revivir los sueños más escondidos, desarrollar nuevos gustos y nuevas capacidades intelectuales. Se refería a la auto-hipnosis. Decía que la había practicado con resultados sorprendentes. A través de ella era posible controlar las facultades del espíritu, fortalecer la voluntad, ser más inteligente, más inspirado. A ella le debía sus triunfos en el ajedrez. A veces se extendía en especulaciones sobre lo para-normal –telequinesia, telepatía, adivinación del futuro– que dejaba boquiabiertos a los espectadores.

A medida que John mostraba estas facetas, Cecilia se acercaba a la conclusión de que no era la persona con quien quería establecer relaciones serias. Un día se llenó de valor y lo rechazó. John no se inmutó. Pensó que se trataba de un capricho transitorio; era cuestión de insistir. Entonces cambió de estrategia y buscó tu amistad. Ya habías presenciado alguna sesión de hipnosis en la tienda de la esquina y el tipo te mantenía intrigado. Aceptaste su amistad porque te interesaban sus conocimientos sobre literatura y sobre el control de la voluntad. Su teoría sobre la superación personal te parecía convincente. Fuiste a su casa y conociste a su abuela y a dos tías solteras. Vivía con ellas desde niño; el padre lo había dejado allí; rara vez venía a visitarlo y casi nunca se sabía dónde estaba. Quizá administraba fincas en la Costa o en los Llanos, quizás fuera contrabandista o algo más exótico. John hablaba de su padre como si fuese un héroe de novela, pero lo criticaba y en el fondo lo odiaba. En cambio, nunca mencionó a la madre. Hacían largas caminadas nocturnas. Visitaban arrabales y cantinas “observando la realidad”. Siempre tenía una reflexión inteligente sobre las personas y las cosas. El diálogo era intenso; los temas trascendentales. Una y otra vez venían a cuento las preguntas sobre el origen del universo, sobre la civilización y la historia, sobre el sentido de la vida. También las preguntas sobre la injusticia del régimen capitalista, sobre la necesidad de adelantar la revolución, de luchar contra el imperialismo yanqui. ¿Qué estaba ocurriendo en la inmensidad del mundo exterior? ¿Qué iba a pasar con la guerra fría y la carrera del espacio? ¿Qué importancia tenían para el futuro de la humanidad el Sputnik, la perra Laika, Yury Gagarín y Valentina Tereshkova?

A veces, las caminadas los llevaban por las montañas, hasta el Pan de Azúcar y otros picos y desde allí miraban la ciudad y reflexionaban sobre ella. O iban en tren hasta la estación Pradera, a un par de horas de viaje –donde su familia tenía una finca de piñales y caña de azúcar– y allí recorrían los sembrados, hablaban con campesinos y se bañaban en la quebrada. Fue en uno de aquellos paseos cuando surgió el proyecto de viajar a la Guajira. John mantenía una obsesión por la Guajira, donde vivió su padre y donde le compró a un cacique una muchacha núbil (John enfatizaba la palabra “núbil”). Luego de poseerla incumplió el trato y tuvo que huir para evadir la venganza de la tribu. Contó la anécdota muchas veces y en cada oportunidad cambiaba los incidentes, aumentaba o disminuía la belleza de la muchacha y el peligro que vivió el padre. Pero siempre, en esa aventura, John veía un carácter heroico, un proceder novelesco. En esos momentos parecía enorgullecerse de él y quería recorrer los territorios que él había recorrido. Tú también habías soñado con la Guajira (cuando leíste la novela de Zalamea Borda) y no necesitó mucho para convencerte. Un día de madrugada tomaron un bus de Rápido Ochoa. Fueron muchas horas de viaje por esas carreteras que seguían en construcción. Pasaron por Cartagena, Barranquilla y Santa Marta sin detenerse. Lo importante era llegar a Uribia y al Cabo de la Vela, un territorio que se consideraba exótico, por no decir salvaje y desconocido. Aún no habían construido la carretera de Santa Marta a Riohacha entre la Sierra y el mar; existía una por Valledupar, en realidad una trocha. Pernoctaron en Valledupar y continuaron en un bus que recogía y dejaba pasajeros por el camino. Y, a medida que se acercaban a la Guajira, repetían una y otra vez el propósito de visitar las tribus, conocer a sus mujeres y ver en directo cómo era que las negociaban. Cerca de Barrancas vieron la primera. Esperaba el bus al borde del camino. Subió y buscó un asiento. John no lo dudó: se sentó a su lado y entablaron conversación. Pocos kilómetros más adelante el bus se detuvo, la muchacha descendió, y antes de que tú pudieras reaccionar, ya John también había descendido, llevándose el morral que cargaba. Ni siquiera se volteó para decirte adiós; al momento quedaron envueltos en una nube de polvo. Tu primera reacción fue gritarle al conductor que se detuviera, tú también querías descender. Por fortuna no lo hiciste. No podías seguir a ese loco hasta el fin del mundo y menos ahora que te había dado la espalda en medio del desierto. Allá él, que hiciera lo que le viniera en gana, tu seguirías tu camino. El bus pasó por diversas rancherías y en cada una viste más y más mujeres. Vestían sus atuendos y llevaban la piel cubierta con betún, que les servía para defenderse del sol. Llegaste a Riohacha. Era un poblado de casas de paja y calles de tierra junto al mar. Abundaban las palmeras; también las mujeres y casi todas vestían como indígenas. Las observaste, las seguiste por las calles. Te hospedaste en una cabaña en la playa. Estabas contrariado por la deslealtad del amigo. Por momentos pensabas que tú eras el beneficiado: viajar en solitario permitía ir más lejos. Seguirías hacia el norte, hasta el final, hasta donde se acaba la tierra en el Cabo de la Vela. Tendrías tu propia aventura, nada que fuera compartido. Pero otros momentos pensabas que John iba a aparecer. Te ofrecería disculpas y reconstruirían la amistad. Así estuviste dos días en aquel hotel de playa y no hiciste nada distinto a bañarte en el mar, mirar a las mujeres y caminar por las calles polvorientas. Te animaba una curiosidad infantil y, como no encontrabas a la muchacha núbil con la que estabas soñado, tu arrojo se fue desmoronando. Sobra decir que tu amigo nunca apareció. Al tercer día hiciste cuentas, el dinero no era mucho y decidiste que lo visto y lo vivido era suficiente, que las princesas de aquella tierra no eran para ti y que era hora de tomar la vía de regreso.

Después del viaje, John volvió a solicitar a Cecilia, pero se encontró con el rechazo definitivo. Tú tampoco querías saber nada de él y ni siquiera le preguntaste cómo había terminado la aventura. Ahora el hombre tocaba a la puerta y nadie le respondía. Pasaba los días en la vecindad causándole a la familia una incómoda sensación de amenaza. Nunca le faltaron los incautos dispuestos a escuchar sus discursos y a presenciar los alardes de magia. Procuraba que Cecilia se enterara de sus hazañas enviándole recados, y se apagaba colillas en los brazos sin expresar dolor, para demostrar el control que tenía sobre cuerpo y espíritu. Como no recibía respuesta, un día dijo que iba a cortarse las venas. Nadie le paró bolas, era otra farsa para atraer la atención. Fijó fecha y hora. Tampoco nadie pensó que era en serio. A la hora señalada vinieron vecinos alarmados a avisar que John estaba en la esquina con una cuchilla de afeitar, listo para morir si Cecilia no se hacía presente. Las tías estaban advertidas y se lo llevaron para un internado psiquiátrico.

Luego de un largo silencio, recibiste varias cartas de John. Te informaba haber iniciado la carrera de derecho en Bogotá y te proponía escribir a dos manos un libro de “diálogos filosóficos”. Se quejaba de soledad. Ahora vivía en un edifico de ocho pisos “hecho para suicidas”. Se pregunta: “¿Hasta cuándo aguantaré?… estoy a punto de reventar. Cadáver, solo eso, bajo tierra, bajo las nubes. Hollarán mi tumba, escupirán, algún borracho meará sobre mi calavera, y sus orines se escurrirán por mis cuencas vacías…”. En la última decide romper toda relación contigo. Explica que se había afiliado al partido comunista y que por lo tanto no podía sostener una amistad con alguien que estudiara la carrera de negocios dentro de la concepción capitalista.

El poder religioso en Antioquia estaba en cabeza de prelados como Miguel Ángel Builes, Tulio Botero Salazar y Félix Henao Botero. Mantenían control férreo sobre las ideas políticas, los libros, los espectáculos, las costumbres, las relaciones entre los sexos, en una palabra, sobre las conciencias. Usaban la excomunión para lograr sus objetivos. La policía, bajo sus órdenes, sacaba al público a empellones de cualquier teatro que exhibiera “cine prohibido” o confiscaba “libros pornográficos” o “ideológicamente inaceptables” de cualquier librería. De Miguel Ángel Builes se conocen sus intervenciones políticas que terminaron en actos de violencia contra liberales y librepensadores. Este ambiente de oscurantismo y represión tuvo su momento culminante en 1961, cuando se llevó a cabo la Gran Misión, un programa de la Iglesia para revitalizar el culto. Del corazón mismo de la España más franquista vinieron sacerdotes para visitar las parroquias y trabajar con los feligreses. Algunos eran oradores notables y lograron cautivar a la sociedad. La Medellín católica, conservadora y tradicional vivió momentos de verdadera exaltación. Monseñor Tulio Botero Salazar, en su mensaje de cuaresma, calificó la misión como “un movimiento extraordinario de las fuerzas vivas de la Iglesia, para la renovación cristiana del individuo, la familia y la sociedad”. La Universidad Bolivariana, por su parte, recién obtenía el título de “Pontificia” y su rector, Félix Henao Botero, mantenía sobre profesores y estudiantes la más dura disciplina religiosa y confesional. En ese ambiente nació el nadaísmo. Gonzalo Arango, oriundo de Andes, llegó a Medellín huyendo de la violencia y quiso estudiar derecho en la Universidad de Antioquia, pero no pasó del tercer año. Tuvo alguna participación en favor de Rojas Pinilla que lo llevó a “exilarse” en Cali, donde encontró un ambiente propicio para el movimiento que se proponía. En 1958, con veintisiete años de edad, publicó en esta ciudad el “primer manifiesto nadaísta”, en el cual los firmantes se comprometieron a “no dejar una fe intacta ni un ídolo en su sitio”. Lo acompañaron Jotamario Arbeláez, Jaime Jaramillo Escobar y otros.

Poco después encontró nuevos adeptos en Medellín: Amílcar Osorio, Darío Lemus, Eduardo Escobar, Humberto Navarro (alias Cachifo) y Jaime Espinel. El movimiento se extendió por Manizales, Pereira y Barranquilla. Solo llegó a Bogotá a finales de 1961, por la época de la Gran Misión, cuando Gonzalo Arango fijó su residencia en la capital.

Conociste y trataste a Gonzalo Arango y sus seguidores. Era imposible no toparse con ellos. Te los encontrabas cuando salías a juniniar (en la cafetería del Hotel Europa, en el Miami y el Metropol; en la panadería del Sordo Jaramillo en Caracas con Girardot. También en Guayaquil y en la Bayadera). Organizaban fiestas en casas o fincas desocupadas. Llevaban muchachas “liberadas” que se daban ínfulas de artistas y se llamaban a sí mismas “existencialistas”. Asistían también extranjeras acabadas de llegar a la ciudad “en intercambio” y algunas putillas sacadas para cada ocasión de las casas de La Nena y Cándida Rivillas. Se oxigenaban el pelo para lucir de rubias y todas se daban aire de modernas.

Los nadaístas daban escándalo y se preciaban de darlo. Se autoproclamaban “genios” y “locos”. Usaban drogas, en especial la marihuana. Escribían poemas en tiras de papel higiénico y los leían en público. Llevaban largo el pelo. Desfilaban por Junín con vestidos estrambóticos. Lucían un clavel en la mano o en la solapa. Alguno se ponía un collar de perro y un compañero lo conducía de la traílla. O se amarraba con una cadena a la pata de una mesa de cantina. Hablaban de existencialismo y ateísmo, del nouveau roman, de libros prohibidos y otros de moda, como los de Jack Kerouak, Françoise Sagan, Sartre y Camus. De sexo libre. De homosexualismo. De música, pintura y otras artes. De cómo subsistir sin trabajar. De cómo vagar por las calles mofándose impunemente de lo establecido. De cómo burlar a la policía. De cómo sustraerle dinero al padre, a algún pariente o a los amigos. De drogas y alcohol. En una ocasión, la curia organizó un “Congreso de escritores católicos” que los nadaístas sabotearon con dos armas poderosas: asistieron a la sesión inaugural con frascos de asafétida, un compuesto químico maloliente que destaparon en el momento culminante; la pestilencia fue tan intensa que la sala quedó desocupada en segundos. Y repartieron un texto titulado Manifiesto al congreso de escribanos católicos, en el cual decían: “no somos católicos porque dios hace quince días que no se afeita, porque san juan de la cruz era hermafrodita, porque santa teresa era una mística lesbiana”, y acusaban a “los escribanos católicos” de todos los males del pueblo colombiano en los últimos quinientos años: “ustedes son responsables de esta crisis que nos envilece y nos cubre de ignominia”. El resultado fue que la policía apresó a Gonzalo Arango y a varios de los firmantes para conducirlos a la cárcel La Ladera, donde pasaron algunos días.

En efecto, el escándalo era la forma preferida del nadaísmo –por demás exitosa– para expresarse, llamar la atención, hacerse propaganda. Presenciaste de cerca muchos de tales escándalos. Tú y John eran parte de una legión de jóvenes curiosos que terminaban el bachillerato o iniciaban la carrera, que celebraban sus ocurrencias, participaban en fiestas tumultuosas y los acompañaban en las largas sesiones de café. A veces, el espectáculo lo daba el propio John, con sus alardes de ajedrecista e hipnotizador. Por allí pasaron tu primo Iván, que acababa de abandonar sus estudios y mantenía una relación con una muchacha negra que estudiaba piano; Ricardo, quien iniciaba la carrera de Derecho en la Bolivariana. Ramón, un costeño que iniciaba la misma carrera en la misma universidad de donde luego fue expulsado por monseñor Henao Botero, y quien años después se convertiría en un conocido novelista. Y Juan Fernando, quien llegaría a ser industrial exitoso y hoy preside instituciones culturales de gran prestigio. Gonzalo Arango les daba la bienvenida. Como siempre estaba en plan de buscar adeptos, veía candidatos por todas partes. En tu caso, eras un simple curioso, que temías ser expulsado del colegio o del hogar o caer en una redada de la policía y, por eso, te escabullías cuando la marea se ponía pesada. Solo eran nadaístas en propiedad quienes tenían el valor de romper efectivamente con el establecimiento.

Una noche de tertulia estabas con Gonzalo y otros jóvenes en la cafetería del hotel Europa. Estaba también Ricardo, el estudiante de abogacía. El diálogo fue intenso sobre ciertas nociones del código civil, que Ricardo defendía y Gonzalo atacaba, afirmando que en Colombia no había justicia. No estaban consumiendo drogas ni licores fuertes; solo café y cerveza. Hacia las nueve te levantaste. Ricardo dijo que también salía; se despidieron y los demás quedaron en el café. Caminaste con él por Junín, hasta el parque de Bolívar (ambos vivían a pocas cuadras, pero en distintas direcciones) y de allí cada uno siguió para su casa. Esa noche te pareció especialmente deferente contigo y te fuiste con la sensación de que Ricardo era un tipo sensato, que no se dejaba seducir por el nadaísmo y que sin duda iba a ser un profesional exitoso. Al día siguiente la noticia fue demoledora. Ricardo se había suicidado. Vivía con sus padres en una casa de dos pisos en la calle Bolivia, a pocos metros de la catedral. Según la versión que llegó a tu conocimiento, la madre, cuyo cuarto estaba en el segundo piso, lo sintió llegar antes de las diez. Ricardo dormía en el primero. No habló con nadie. Cerró su habitación, se vistió para dormir, se cubrió la cabeza con la almohada y se disparó un tiro de revólver en la boca. Parece que la almohada ahogó el ruido; descubrieron el cadáver a la mañana siguiente. No había una nota, ni una carta de amor, ni rastro de drogas o sustancias químicas. A pesar de tratarse de suicidio, el funeral se llevó a cabo en la catedral, sin duda por la influencia y prestancia de la familia. La ciudad estaba consternada. Algunos afirmaron que tal era la consecuencia del “maldito virus del nadaísmo”. Asistieron las autoridades, parientes y amigos; tú entre ellos. En algún momento se te salieron las lágrimas. Tenías la certeza de que fuiste la última persona que lo vio vivo. Y no te explicabas qué pasó en el corto lapso que mediaba entre la despedida en el parque y el balazo. Todavía hoy te preguntas qué pasó.

La vida continúo y seguiste frecuentando a los nadaístas. Una noche, cuando la Gran Misión estaba en su apogeo, acudiste a una fiesta en Argentina con Sucre. La casa estaba desocupada, para arriendo. Gonzalo actuó como anfitrión y daba la bienvenida. Estaban los habituales, pero, al igual que en otras ocasiones, apareció gente nueva. Lo que importaba era que contribuyeran a la alegría y ambiente general, y que hicieran o dijeran algo novedoso. El caserón estaba en la penumbra y en un “tocadiscos” sonaban cantos gregorianos. En una ponchera mezclaron alcohol antiséptico con naranjada, porque entre todos no consiguieron con qué comprar una botella de aguardiente. Bebían en un pocillo que se pasaban de mano en mano y de boca en boca. Varias muchachas vagaban por los salones como sombras. Alguna pareja se besaba detrás de una puerta. Dos horas más tarde la fiesta llegaba al clímax: el gregoriano había dado paso al mambo y al rock and roll, las muchachas danzaban como locas, la marihuana había sustituido al alcohol. Entonces llegó la policía y te quedaste chiquitico en un rincón esperando lo peor. Pero Gonzalo hizo gala de histrionismo: les explicó a los agentes, sin dejarlos pasar de la puerta, que se trataba de un cumpleaños y que se comprometía a disminuir el volumen de la música y las expresiones de alegría. No sé por qué no se percataron del olor dulzón de las yerbas que inundaba el lugar. Una hora después te escapaste, vencido por la congestión alcohólica y el temor de que regresara la policía. A la mañana siguiente te enteraste del escándalo que luego llenó páginas y páginas en los periódicos: salieron al amanecer, encontraron una caja con botellas de leche fresca a la puerta de una tienda y se las bebieron, siguieron hacia el parque de Bolívar y, al pasar por la catedral, se cruzaron con los feligreses que llegaban para la primera misa. Entraron, se sentaron en las bancas más retiradas, y a la hora de la comunión acudieron a recibir las hostias. No las tragaron. Salieron al parque y allí las profanaron entre cantos y risas. El repudio en Medellín fue tan generalizado que a los pocos días Gonzalo y sus compañeros fijaron su residencia en Bogotá.

Los nadaístas hablaban, mejor dicho, pontificaban sobre lo divino y lo humano, pero carecían de formación intelectual y actuaban por impulsos y emociones. Las armas para atacar al establecimiento fueron la burla, la ironía, la blasfemia, no la lógica ni los argumentos. Repetían los lugares comunes del existencialismo, pero habían leído poco sus textos filosóficos. Conocían las novelas de Sartre, Camus y otros, pero las comentaban fuera de contexto y en forma anecdótica. Algunos se decían comunistas y citaban a Marx, pero desconocían sus escritos. Hablaban de poesía y hasta componían poemas, pero en esa época ninguno escribió un verso de calidad; ni un cuento o ensayo, ni una novela. Los textos que publicaban (en hojas sueltas, en folletos y, un poco después, en El Tiempo que, dándoselas de liberal y moderno, les abrió espacios) eran mal redactados, sin gramática ni profundidad y hasta con errores de ortografía, pues pregonaban que así protestaban contra la academia. Se trató de una manifestación local, teatrera y carnavalesca, en un país acosado de oscurantismo religioso que no lograba encajar dentro de las corrientes culturales del momento. Las vanguardias transformaron la cultura europea desde finales del siglo XIX y se difundieron por muchos lugares de Latinoamérica desde comienzos del XX. Aparecieron los Muralistas en México, el Teatro del Absurdo en Europa y la cultura beatnik y los hippies en Estados Unidos. Ninguno de estos movimientos tuvo influencia masiva en Medellín antes de 1965, ninguno dejó una huella importante en la cultura local.

Estas afirmaciones parecen contradecir lo que decíamos al comienzo de esta historia y por eso importa precisar algunos datos. Afirmábamos que a partir de 1920 soplaron aires de modernidad, que le permitieron a la ciudad cierto desarrollo industrial, comercial y cultural. Bajo la influjo de las vanguardias (agriamente combatidas por Tomás Carrasquilla en su momento) aparecieron en Medellín grupos de intelectuales que buscaron modificar las estructuras: Abel Farina, León de Greiff y demás compañeros del grupo de los Panidas (algunos de los cuales se vieron obligados a emigrar a Bogotá); luego, José Restrepo Jaramillo (con sus novelas y cuentos de corte moderno), Fernando González (con sus aportes filosóficos y literarios) y Pedro Nel Gómez (quien trasformó la pintura). Pero estas (y otras) figuras fueron excepcionales y los aires de renovación apenas tocaron la superficie: siempre fueron combatidos por la Iglesia, nunca cobraron fuerza, no penetraron en el corazón de la cultura local. Quedaron definitivamente cancelados con el “Bogotazo” de 1948, que generó una ola de represión. Es sabido que el carnaval es y ha sido desde la antigüedad una válvula de escape en muchas sociedades. En Antioquia nunca ha existido carnaval verdadero y ni siquiera una cultura popular del teatro. Aquí, los únicos escapes han sido el tango lastimero, el alcohol y la prostitución (particularmente en los siglos XIX y XX). Como las fuerzas liberadoras del pueblo trataban de sobreaguar en ese mar de represión, surgieron la Feria de las Flores y el movimiento nadaísta. La Feria solo alcanzó alguna importancia al iniciarse el siglo XXI, como atracción turística. Y en cuanto al nadaísmo, en sus comienzos fue visto como una comparsa callejera que no perjudicaba a nadie. Se generó el repudio cuando se conocieron los excesos. Floreció en Medellín, Cali, Pereira y Manizales y no tuvo mayor repercusión en Barranquilla y Bogotá, precisamente porque en aquellas ciudades la represión clerical era más fuerte. El pueblo barranquillero, por el contrario, ha gozado siempre del carnaval y sus intelectuales bebieron en las vanguardias desde los primeros años del siglo. (Lo atestigua la Revista Voces, 1917-1920) En cuanto a Bogotá, tradicionalmente reprimida, ingresó a la modernidad en la década de 1950, cuando los desplazados por la violencia se refugiaron allí (con lo cual adquirió cierto aire multicultural) y cuando la aviación comercial pudo conectarla con algunas capitales extranjeras. Lo prueba, de igual forma, la Revista Mito, 1955-1962) cuyo último número, significativamente, estuvo dedicado al nadaísmo.

En conclusión, el nadaísmo no dejó mayor huella en la cultura ni en el pensamiento ni en la literatura o el arte de la ciudad. Los valores contra los que luchó entraron en franca decadencia arrastrados, no por las vanguardias ni el nadaísmo, sino por el tenebroso turbión del narcotráfico y el terrorismo. Así fue cómo, en realidad, Medellín ingresó a la modernidad. De un solo soplo, el narcotráfico terminó con el poder de las jerarquías católicas, desestabilizando la sociedad y muchas de sus instituciones. Pero no nos adelantemos, ya tendremos oportunidad de revisar estos fenómenos.

Sin embargo, y antes de pasar adelante, quisiéramos dejar constancia de que algunos nadaístas finalmente se integraron a la sociedad burguesa y se convirtieron en escritores o poetas reconocidos, como X-504 (Jaime Jaramillo Escobar), Eduardo Escobar, Jotamario Arbeláez, Elkin Restrepo y el propio Gonzalo Arango; lo lograron años o décadas después, cada uno por su cuenta, a fuerza de insistir en el oficio literario y gracias a que finalmente dominaron algunos de sus secretos.

LA UNIVERSIDAD EAFIT. La izquierda, animada por lo que denominaba “triunfos” de la revolución cubana, iba tomando posesión de las instituciones en Colombia. Los sindicatos se fortalecían y ponían en aprietos a las empresas. Surgieron curas revolucionarios que proclamaban “la teología de la liberación” y trabajaban hombro a hombro con líderes sociales en las parroquias, barrios y veredas. La mayor actividad ocurría en las universidades, sobre todo en las públicas, donde se intensificaba el debate ideológico y se invitaba a la lucha armada. Una a una fueron cayendo en poder de los grupos radicales. El sistema educativo quedó desestabilizado y entró en crisis. Las huelgas y cierres duraban años. Los activistas reclutaban y entrenaban jóvenes para engrosar las filas del MOIR, las FARC, el ELN, el M-19 y otros grupos menores.

La Escuela no resultó tan efímera y endeble como imaginaste. Fue fundada el 4 de mayo de 1960, según acta firmada en las oficinas de la ANDI por quince de los más prestigiosos hombres de negocios de Antioquia (casi todos conservadores). Ernesto Satizábal, el director del Instituto Colombiano de Administración (INCOLDA) fue el primer rector, y en sus oficinas se dictaron las primeras clases. Satizábal pronto le cedió el cargo a Javier Toro Martínez. Durante el tiempo de tu carrera también pasaron por la dirección Guillermo Ortega Arbeláez, Alberto Mesa Prieto y Hernán Gómez.

De las oficinas de INCOLDA se trasladaron a una casa vieja en el Palo, entre la Playa y Maracaibo, donde funcionaron por dos años; luego, al sector de la Aguacatala (sede actual). Cada semestre ingresaba un grupo de treinta a cuarenta estudiantes.

Para la fundación y primeros años se contó con el apoyo económico y logístico de la Agency for International Development (AID) de los Estados Unidos –programa bandera del presidente Kennedy para contrarrestar el avance del comunismo en América Latina– con lo cual la Escuela se perfiló desde su inicio como la punta de lanza de la oligarquía contra la izquierda. Bernard Hargadon, un egresado del Drexel Institute, dictó la primera clase, que fue de contabilidad. A partir de 1963 y por los cuatro años siguientes estuvo presente “la misión” de Syracuse University, N.Y., auspiciada también por la AID, con profesores del más alto nivel del programa MBA de esa universidad. La clase empresarial colombiana esperaba resultados milagrosos.

Se privilegiaba lo práctico e inmediato, evitando especulaciones y teorías. En algún momento y con el ánimo de enfatizar aún más los aspectos prácticos, las directivas aprovecharon a los profesores de Syracuse para crear un “Instituto Tecnológico” anexo a la Escuela, que ofreció programas de tres años. Fue dirigido por Bernardo Upegui, convocó cierto número de estudiantes, pero duró poco y fue refundido con la Escuela. Tal fue el origen de la sigla EAFIT: Escuela de Administración y Finanzas e Instituto Tecnológico.

El capitalismo y la libre empresa no eran cuestionados. El socialismo y el comunismo quedaban condenados y silenciados de antemano. Y para mantener tal asimetría, el programa evitaba cuidadosamente materias como literatura, filosofía, historia, arte, sociología y antropología. El vacío intelectual lo sentiste desde los primeros días. Estabas acostumbrado a leer y discutir sobre cualquier asunto, sin cortapisas, y el alimento que ofrecían era insuficiente. Algo se hablaba de Adam Smith y de Paul Samuelson, pero nunca mencionaron a Engels ni a Marx. Tuviste que esperar años para conocer a estos dos últimos, lo que sucedió, paradójicamente, en una universidad norteamericana.

Existía otro factor: la falta de cohesión del cuerpo estudiantil protegía a la Escuela –por lo menos en esa primera etapa– contra la formación de comités, asambleas y grupos de estudio distintos a los promovidos por la dirección. El sistema de prácticas mantenía a buen número de jóvenes fuera de las instalaciones. Apenas empezaba a fraguarse una inquietud, un tema, una protesta, ya estaba terminando el semestre y los estudiantes se dispersaban. Los que habían estado por fuera llegaban con preocupaciones diferentes. Por eso la Escuela, como si existiera en otro planeta, quedaba, en la práctica, al margen de los conflictos que afectaban al sistema educativo. Tal fue la institución que conociste hasta tu graduación en 1966.

El modelo parecía tan bien logrado que fue reproducido en otras ciudades. Así surgieron por lo menos una decena de programas de administración copiados de la Escuela (EAN, Los Andes y Externado en Bogotá; Universidad del Norte en Barranquilla; ICESI y la Universidad del Valle en Cali, y otras más). Celosos por tal proliferación, los primeros egresados crearon la Asociación Colombiana de Administradores de Negocios (ACAN), con sede en Medellín y capítulos en otras ciudades, con el objeto de reglamentar la profesión y garantizar que los nuevos programas tuvieran un mínimo de calidad. (José Alonso González fue su presidente en un período y tú lo acompañaste como vicepresidente) Un asunto que ocupó muchas horas de discusión fue el título. Algunos atacaban el de “Administrador de Negocios”, que sonaba demasiado a “Business Administration” (tal como se denomina en Estados Unidos) y preferían “Administrador de Empresas”, que les parecía más auténtico. (Hasta hoy perduran ambas denominaciones). Además, ¿qué validez tenía? La Escuela no era universidad (lo logró años después, durante el gobierno del presidente Pastrana Borrero). Por eso, mientras se llevaron a cabo las gestiones ante el ICFES, los egresados tuvieron que contentarse con una certificación emitida por Syracuse University. Para muchos tal certificación tenía más valor que el diploma de cualquier universidad colombiana.

Pero la condición de oasis de paz no le iba a durar para siempre. La confrontación ideológica y la lucha armada finalmente la afectaron. Quizás la denominación de “universidad” fue el detonante. Al avanzar la década de 1970 se organizaron jornadas y asambleas y unos profesores instigaron a los trabajadores y empleados para crear un sindicato. El Consejo Directivo, compuesto por los presidentes de las más importantes empresas de la ciudad, actuaron de la manera más contundente (en concordancia con el objeto inicial) expulsando a buen número de profesores, empleados y trabajadores y amenazando con el cierre definitivo. Hubo deterioro académico, cancelación de cursos, descontento y represión. Los pleitos laborales instaurados por los expulsados duraron años, lo que implicó enormes erogaciones. Pasaría mucho tiempo antes de que se cicatrizaran las heridas.

Pero regresemos a los inicios y detengámonos en los protagonistas. Bernard Hargadon fue la estrella; un tipo de treinta y cuatro años, alto, delgado, enérgico, entusiasta y simpático, que desde el primer día supo ganarse la atención y el cariño. Enseñaba contabilidad. Armando Múnera, de la primera promoción, le sirvió de traductor, pero, dado el lento avance de las clases, pronto prescindió del traductor e intentó expresarse en español; un español incipiente, lleno de palabras en inglés, y les solicitaba a los alumnos que lo iluminaran con el término que necesitaba para completar la idea. Es decir, mientras él aprendía el idioma con ustedes, ustedes aprendían contabilidad y algo de inglés con él. Realizó el milagro de convertir esa técnica sosa, mecánica, generalmente aburrida, en una materia interesante, mejor dicho, apasionante. (De aquellas jornadas surgió el libro Principios de contabilidad, que por décadas fue el texto obligado sobre la materia en Colombia) Además, este curso fundacional le señaló a la institución un camino que luego supo afianzar con otros magníficos profesores –como Héctor Ochoa– para hacer de la contabilidad un instrumento administrativo y financiero de la mayor utilidad. En ti determinó en buena medida tu desempeño como administrador. Aunque dejaste de practicarla profesionalmente, es un área en la que te sientes cómodo, porque conlleva una organización mental que es útil en todos los aspectos de la vida.

Los profesores de Syracuse fueron Allen Dikerman, Virgil Cover, Herbert Wachsmann, William Phips, Andrew Barta, Karl Vogt y otro de apellido Hauk, cuyo nombre hemos olvidado. Enseñaban relaciones humanas, procesos industriales, finanzas, distribución y marketing (aún no se usaba la palabra “mercadeo”) y, al igual que Hargadon, no sabían español y las clases las dictaban en inglés. (Los textos también eran en inglés) Bernardo Pérez, Bernardo Upequi y Álvaro Estrada, entre otros, les sirvieron de traductores. Una de las primeras iniciativas fue el sistema de casos. Recién había sido introducido en la escuela de negocios de Harvard y ya cundía como una novedad por las demás escuelas en ese país. La misión de Syracuse pretendió trasplantarlo a Colombia. Para tal efecto trajeron ejemplares de un grueso texto que los estudiantes debían adquirir. Allí estaban los famosos casos. Se trataba de historias de treinta o cuarenta páginas sobre problemas de empresas reales o ficticias con información sobre finanzas, personal, ventas y demás aspectos. El estudiante debía establecer el conflicto central, seleccionar los datos pertinentes, sugerir soluciones, las formas de llevarlas a cabo y las posibles consecuencias. El método pretende estimular la imaginación, razonamiento, análisis crítico e iniciativa. Pero los estudiantes de la Escuela no estaban preparados para esta técnica maravillosa, porque los casos se referían a empresas norteamericanas. Al ser leídos por provincianos de este país subdesarrollado, es decir, fuera del contexto cultural en el que fueron construidos, parecían ciencia ficción. Estaban redactados en inglés y la sola lectura demandaba un esfuerzo demasiado arduo. Además, la educación primaria y de bachillerato que recibiste y recibieron los de tu generación consistía, como hemos visto, en memorizar y repetir verdades absolutas, no en crear conocimiento nuevo. No estaban, pues, mentalmente preparados. Cuando estas dificultades fueron evidentes, las directivas propusieron que los profesores y los mismos estudiantes redactaran casos en español de empresas colombianas, propuesta que tampoco tuvo éxito porque no habían sido entrenados en técnicas de escritura creativa. En conclusión, el ensayo duró un par de años y tuvo que ser sustituido por sistemas más convencionales.

No vamos a hablar de todos aquellos profesores. De Phips me ocuparé más adelante y de Barta diré que había recorrido muchos países, que era un verdadero sabio y la figura más sobresaliente del grupo. Logró notoriedad en su país durante los oscuros años de los cincuenta por desarrollar y difundir un pensamiento de libre empresa independiente y a veces contrario al macartismo. Ahora era un viejito jubilado que recibía a los estudiantes de la Escuela en su residencia en el edificio Claret (en Sucre con Maracaibo) y les daba té con galletas (que adquiría en el Astor). Sus pláticas destilaban humanismo y respeto dentro de la concepción de los negocios. Si los gerentes comprendieran y resolvieran aspectos esenciales de la vida de los trabajadores, el comunismo no iba a prosperar en ninguna sociedad. Su carácter sosegado, su paciencia, su tino para enseñar el difícil arte de mantener la paz, la concordia, la justicia y la productividad dentro de esas estructuras competitivas y despiadadas que son las empresas, procurando siempre que los individuos, tanto jefes como subalternos, entreguen lo mejor de su capacidad creativa, fueron verdaderas enseñanzas de vida que no has olvidado.

Los profesores colombianos se hacían cargo de materias como matemáticas, estadística, economía, banca central y algo de derecho comercial y laboral. De Alberto Ruíz tienes un recuerdo especial: logró interesarlos genuinamente por las teorías del desarrollo económico, que divulgaba a partir de las obras de Simon Kuznets, Jan Tinbergen y Walt Whitman Rostow, y con frecuencia los acompañaba en las mesas de café o en el club. Estimulado por generosos vasos de ron, pasaba con facilidad del desarrollo económico a la utopía y elaboraba una deliciosa ficción sobre un planeta feliz que denominaba “Castalia”. Fue uno de los pocos que permitió en clase la especulación teórica y la apertura hacia diversos horizontes ideológicos.

Al comienzo no llegaron mujeres. La primera ingresó a la tercera promoción: Alicia Mendoza. Era la única en un estudiantado de más de cien hombres y debió soportar el comportamiento machista de los colegas. Dos factores adicionales para comprender el ambiente que se vivía en aquellos primeros años fueron la edad y la procedencia geográfica. Jairo Mosquera y tú fueron los más jóvenes (venían directamente del bachillerato). Los demás les llevaban dos, tres y hasta quince años. Habían iniciado otras carreras y algunos, ya casados, trabajaban para sostener a las familias. Así, las clases, conversaciones de cafetería y demás eventos revestían una seriedad mayor de la que usualmente se respira en las universidades. En cuanto a la procedencia geográfica, muchos eran antioqueños, pero había costeños, bogotanos, caleños y “pingos”.

Algunos tuvieron actuaciones y destinos curiosos. Uno de los candidatos conservadores a la campaña presidencial de 1962 era Alfredo Cock Arango. Tu compañero Jorge Leyva, novio de una de las hijas del candidato, mandó imprimir y pegar carteles con la leyenda “Jorge Leyva invita a votar por Alfredo Cock Arango”. El principal rival del candidato se llamaba de igual forma, Jorge Leyva. Indignado, le exigió públicamente al joven y desconocido estudiante que retirara los carteles, y para esto se valió de los medios de comunicación. El joven estudiante respondió por los mismos medios que no los retiraba porque tal era su nombre de pila; que era libre para apoyar a su suegro; que en Colombia había libertad para ejercer la democracia; y que si el político se sentía afectado por el homónimo, bien podía usar su segundo apellido para diferenciarse. (Aquellas elecciones fueron ganadas por Guillermo León Valencia.)

Un compañero se casó con una reconocida artista de televisión. Tuvo dos hijas, también artistas. A todas les sirvió de manager. Hace poco te lo encontraste, había cambiado de nombre, se hizo consejero del corazón, mentalista, predicador de Ecosofía y organiza clubes de enamorados. Otro, que antes de estudiar administración había sido jesuita, recibió a finales de los noventa una revelación del Arcángel Serafín y fundó una secta para comunicarse con extraterrestres y otras especies a través de médiums. Tuvo gran acogida porque muchos creían que el mundo se iba a acabar con el cambio de milenio. Dos de los más queridos murieron trágicamente en época temprana. Guillermo Lopera, quien se había radicado en Venezuela, fue asesinado por sicarios cuando visitaba a unos parientes en Medellín. Helmut Kurk trabajaba con su padre, Theodoro Kurk, poseedor de la agencia de bolsa más prestigiosa de la ciudad. Ambos fueron ametrallados en su oficina en una de las primeras acciones del narcotráfico.

LOS AÑOS SESENTA. En la casa de la calle Argentina ocupabas un cuarto en el primer piso –que te ofrecía independencia por ser el más cercano al portón–. Allí deben resonar todavía las voces de la muchacha de servicio en la cocina, de tu mamá por los corredores, de tus hermanos cuando ocasionalmente se peleaban, de tus hermanas en sus momentos de solaz y alegría. Resuenan, en especial, las de tu padre, enérgicas, cuando llegabas oloroso a cerveza a altas horas de la noche. En una ocasión, fue el 22 de noviembre de 1963, lo encontraste especialmente excitado. Al verlo, pensaste que iba a venirse con una andanada de reproches por el género disipado de vida que llevabas. En cambio, dijo: “mataron a Kennedy”. No supiste qué contestar y te dormiste con imágenes de guerra: algo grave iba a pasar.

Seguías tocando la guitarra y ya interpretabas arreglos del profesor Polanek y piezas de Tárraga, Bach y Albéniz. Había días que madrugabas para tocar una hora en el rincón más apartado de la casa antes de salir para la Escuela. En la tarde estudiabas en casa o en las casas de compañeros, y a las siete estabas listo para visitar a la novia de turno. Luego te dabas una pasadita por el Metropol y el Miami hasta las once para tomarte unas cervezas, jugar una partida de billar o conversar con los nadaístas.

Oscar vivía en la esquina de El Palo con Argentina, a una cuadra de tu casa. Era de tu edad y estudiaba medicina. El padre le facilitó una habitación en el primer piso, con salida independiente, y allí lo visitabas cuando venías del Metropol, a la media noche. Te maravillabas de su disciplina y constancia. Mientras tú perdías el tiempo en los cafetines, él se empeñaba a fondo en sus estudios. Ese año cursaba el segundo de carrera y le dedicaba grandes esfuerzos al Compendio de anatomía, de Testut. Uno de sus hermanos estudiaba ingeniería en la Universidad de Antioquia y se vinculó con un grupo subversivo. Su militancia era secreta. Un día recibió el encargo de asesinar a una persona. Dada su posición social y contactos familiares tenía acceso a la víctima. La orden fue simple: “mata a fulano. Aquí está el revólver. Tienes dos semanas para hacerlo. Si no lo logras, tú serás el muerto”. No fue capaz de ejecutar la orden y prefirió dispararse un tiro en la sien que no lo mató, lo dejó ciego.

Memoria de la escritura

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