Читать книгу El plan del jeque - Lynne Graham - Страница 5

Capítulo 1

Оглавление

RAFIQ Al Rahman, príncipe heredero de Zenara, entró en las estancias privadas de su tío con una sonrisa. Incluso al inclinar la cabeza en aquella respetuosa reverencia era más alto que su antecesor, que se puso de pie ignorando el protocolo para saludar a su sobrino.

–Rafiq –dijo el regente dándole una calurosa acogida.

–Siéntate antes de que los guardias se pongan nerviosos –le urgió Rafiq incómodo.

–Has sido mi rey desde que tenías doce años y siempre lo serás –replicó Jalil–. En poco más de año y medio ocuparás el puesto que te corresponde y yo dejaré la regencia.

Aquel recordatorio era innecesario para Rafiq quien, a sus veintiocho años, se enfrentaba a las restricciones impuestas por el consejo ejecutivo del gobierno cuando el príncipe Jalil había sido encargado de ocupar la regencia y criar a su sobrino huérfano hasta que alcanzara la madurez. Aunque se había decidido que a los treinta años subiera al trono de sus antepasados, Rafiq hacía tiempo que estaba preparado para asumir el desafío. Aun así le abrumaba la responsabilidad porque su tío había sido un excelente gobernante y un magnífico tutor, un hombre, en definitiva, infinitamente más capacitado para ocupar el trono de lo que había demostrado ser Azhar, el difunto padre de Rafiq. Su conducta libertina y sus prácticas corruptas habían hecho que la monarquía cayera en descrédito.

No había ninguna duda de que el pasado de sus padres era la razón por la que Rafiq y su hermano menor, Zayn, hubieran soportado una educación rígida, tradicional y anticuada en el que cada movimiento había estado plagado de prohibiciones. Todo el mundo temía que Rafiq o Zayn mostraran el mismo comportamiento que su padre, posibilidad que Rafiq consideraba remota. Al fin y al cabo, estaba convencido de que su padre había cometido sus peores excesos bajo la influencia de las drogas.

–Dijiste que querías verme enseguida –le recordó Rafiq al anciano–. ¿Qué ha pasado?

Estaba contento de haber vuelto a aquel ala del palacio y poder disfrutar así de un poco de tranquilidad antes de presentar al consejo ejecutivo un informe oficial sobre las inversiones financieras de Zenara.

Jalil inspiró profundamente y atravesó la estancia hasta detenerse bajo el arco que daba al balcón. Una bocanada de aire sopló, refrescando el calor del mediodía.

–Quiero que hables con tu hermano sobre su matrimonio. Está demostrando ser demasiado… cabezota.

Al oír aquello, Rafiq se puso rígido y palideció.

–Conoces mi opinión. Zayn tiene diecisiete años, es demasiado joven.

El regente suspiró.

–Supongo que eso me deja muy claro lo que opinas por haberte tenido que casar con dieciséis años.

–No pretendía ser irrespetuoso –se apresuró a afirmar Rafiq, antes de que un sentimiento de culpa se apoderara de él.

Aun así, ¿cómo podría soportar que fuera su hermano pequeño el que pagara el precio por su negativa a volver a casarse? Hacía tan solo dos años que su esposa Fadith había muerto y en cuestión de semanas el consejo le había pedido a Rafiq que considerase casarse por segunda vez. Por desgracia, no habían tenido hijos y los médicos, que no habían encontrada nada en ninguno de ellos, habían concluido recurriendo a la expresión genérica de «infertilidad por causas desconocidas». Rafiq no estaba preparado para celebrar una segunda unión y volver a pasar de nuevo por un proceso tan doloroso. No se sentía con ánimo de disculparse por querer seguir disfrutando de la libertad que durante tanto tiempo le había sido negada.

Claro que tampoco era la excusa que su tío quería oír. Jalil se había casado joven y seguía siendo muy feliz en su matrimonio y, al igual que el consejo, estaba convencido de que la libertad sexual había llevado a la perdición al fallecido Azhar y a sus múltiples escándalos. Se había divertido con el personal femenino y con las esposas de sus oficiales y amigos. Ninguna mujer atractiva había estado a salvo cerca de él. A diferencia de su padre, Rafiq no era adicto al sexo ni tampoco un drogadicto en busca de un subidón.

–Zayn debe casarse –sentenció Jalil con gravedad–. Debe darte un heredero.

–En ese caso, estoy dispuesto a volver a casarme –replicó Rafiq asumiendo que no le quedaba otra opción.

Había soportado la presión a favor de volver a casarse durante todo el tiempo que había podido para evitar que su hermano se viera obligado a formalizar una unión y asumir una responsabilidad para las que era demasiado joven. Aunque daba por sentado que de un nuevo matrimonio no nacería el tan deseado heredero, al menos ganaría tiempo para que su hermano siguiera disfrutando de su libertad.

–Me volveré a casar –repitió–. Pero solo con la condición de que mi hermano no tenga que tomar esposa hasta dentro de unos años.

–Ni el consejo ni yo queremos que te sientas obligado a casarte contra tu propia voluntad –protestó el anciano consternado.

–No me sentiré obligado –mintió Rafiq, decidido a hacer lo que fuera con tal de proteger a su hermano pequeño y que no se viera forzado a madurar tan pronto–. Al fin y al cabo, es mi obligación tomar esposa. Un rey tiene que tener su reina.

–Si estás seguro… –musitó el regente–. El consejo recibirá de buen grado la noticia de tu cambio de opinión y ¿quién sabe? Tal vez en un segundo matrimonio se conciba un hijo.

–No nos hagamos ilusiones. Lo más realista es suponer que no habrá hijos. Sea quien sea la candidata, tiene que saberlo desde el principio.

–¿Hay alguna mujer por la que tengas preferencia? –preguntó su tío esperanzado.

–Lamentablemente no, pero a la vuelta de mi viaje escucharé sugerencias –murmuró Rafiq y esbozó una sonrisa forzada–. No creo que sea un buen partido para ninguna mujer.

–¿Un futuro rey multimillonario al que las redes sociales consideran el príncipe más apuesto del Oriente Medio? –dijo el anciano exaltado–. ¡Hay mucha insolencia en las redes sociales!

–No podemos hacer nada para contener esos estúpidos comentarios –replicó Rafiq y se encogió de hombros.

Durante mucho tiempo, ni él ni su hermano habían tenido acceso a esas plataformas de opinión pública, al haber sido apartados en muchos aspectos de los jóvenes de su generación. Además, aquel físico de estrella de cine que había heredado de su difunta madre, una atractiva dama de la alta sociedad italiana, no le hacía más que pasar vergüenza.

Gracias a su fuerza de voluntad, Rafiq había obtenido el título en Administración de Empresas y Finanzas en contra del consejo ejecutivo que no veía ningún beneficio en que su monarca tuviera formación universitaria. A pesar de las duras restricciones que habían regido su vida, Rafiq había tenido una educación relativamente normal, si bien nada en su vida podía considerarse normal. Siempre estaba rodeado de guardaespaldas y estaba condenado a viajar con un cocinero y un catador de comida puesto que su padre había muerto envenenado.

Rafiq se inclinaba a pensar que esa tragedia no tenía nada que ver con un delito de sedición, sino más bien parecía obra de un marido furioso o de una mujer vengativa. Incluso podía ser consecuencia de algún acuerdo injusto impuesto en alguna de las muchas disputas entre tribus en las que su padre hubiera intervenido a favor de sus compinches o en la que hubiera exigido un soborno. Era lógico imaginar que su difunto padre había tenido muchos enemigos. A pesar de las investigaciones, nadie había encontrado explicación al asesinato de su padre. Muchos habían sospechado que había motivos escandalosos para explicar la muerte de su padre, pero no se habían encontrado suficientes pruebas para culpar a nadie. Por desgracia, su muerte había sido para el consejo de gobierno un alivio más que un motivo de pesar.

A diferencia de su padre, Rafiq además de honesto y honrado, también era muy competente como diplomático. Esa cualidad no le había servido para nada como marido, así que no le entusiasmaba la idea de volver a casarse. No tenía ningún interés en buscar otra esposa y menos aún en sentirse atrapado de nuevo. Había detestado estar casado y sabía que la suya era una reacción visceral a lo que había tenido que soportar. Tampoco le agradaba que lo veneraran como a un ídolo y no quería verse condenado por segunda vez a estar con una mujer que deseara un hijo más que a él. Aun así, había sido fiel durante su matrimonio.

Solo después de que su esposa falleciera había conocido otro tipo de experiencias sexuales, encuentros esporádicos que podían llegar a ser divertidos e incluso excitantes, donde cada uno seguía su camino sin echar la vista atrás. Nada de ataduras ni de remordimientos ni siquiera un intercambio de números de teléfono. Eso era lo que más le gustaba aunque dada la adicción de su padre al sexo, se esforzaba por controlar su impulso sexual y rara vez se dejaba llevar por sus necesidades físicas. Cuando se casara otra vez, nunca volvería a disfrutar de aquel placer sexual despreocupado. La próxima vez que viajara al Reino Unido buscaría a una mujer con la que pasar horas en la cama. Sería su último pecado, se dijo mientras se despedía de su tío, antes de que su vida y su intimidad le fueran arrebatadas de nuevo.

Izzy dejó escapar una exclamación al ver la hora. Llegaba tarde, tan tarde, que si la empresa de limpiezas para la que trabajaba se enteraba de que le había fallado a uno de sus clientes habituales, la despedirían sin más contemplaciones. No podía permitírselo teniendo en cuenta que todavía le quedaban por devolver varios miles de libras de su crédito estudiantil y que sus padres no podían ayudarla económicamente.

Lo cierto era que su hermana gemela Maya era la única que le echaba una mano. Ella no había tenido que ponerse a limpiar para ganar dinero. Maya era todo un cerebrito en el campo de las matemáticas. Su inteligencia era fuera de serie y había empezado la universidad a la edad de dieciséis. Maya había disfrutado de becas y había obtenido varias distinciones durante sus estudios. Cada vez que había querido ganar un dinero extra, siempre había encontrado algún proyecto especial en el que participar para hacer malabares con los números y desarrollar su magia. Por desgracia, Izzy no poseía ninguna de aquellas ventajas y había tenido que recurrir a trabajos mal pagados para ayudar a su familia a mantenerse a flote.

Aun así, a Izzy no le importaba porque adoraba a su familia, en especial a su hermano pequeño Matt que era discapacitado y estaba en silla de ruedas. Su padre, Rory Campbell, era un escocés pelirrojo jovial y optimista, obsesionado con hacerse millonario rápidamente y dado a pedir dinero prestado cada vez que las cosas no le iban bien, algo que ocurría con bastante frecuencia. Su madre, Lucia, era italiana y provenía de una familia muy rica que la había repudiado después de que se enamorase de Rory, se quedara embarazada y huyera con él, renunciando así a un matrimonio más ventajoso y socialmente más aceptable con otro italiano pudiente.

En realidad, Izzy no recordaba ningún momento en que el dinero y las deudas no hubieran sido una cuestión recurrente en su familia. De no haber sido por la insistencia de sus padres en que Maya y ella completaran su educación, ambas se habrían puesto a trabajar nada más acabar el instituto. Pero gracias a esa insistencia, las gemelas se habían esforzado en formarse para asegurarse conseguir buenos trabajos. Después de todo, el principal motivo por el que sus padres pasaban estrecheces económicas era que ninguno de los dos había recibido la educación necesaria para tener empleos estables.

Y aunque no había ninguna duda de que aquel ambicioso plan para las gemelas había sido perfecto para Maya, Izzy se había tenido que esforzar mucho más para alcanzar sus objetivos. Maya había conseguido entrar en la universidad de Oxford mientras que Izzy había completado sus estudios en una escuela de formación profesional de la misma ciudad, lo que les había permitido a las hermanas compartir alojamiento. No era tan lista como su hermana y le costaba estudiar. Además, los exámenes le daban pánico y no era capaz de dar lo mejor de sí en ese estado. Aquella mañana había tenido el primero de sus exámenes finales y esa había sido la razón por la que se le había hecho tarde para ir a limpiar el ático. Como consecuencia, tenía el corazón en un puño. Si perdía aquel trabajo, todo se complicaría.

Al entrar en el elegante edificio de apartamentos, el vigilante de seguridad se sorprendió al verla.

–¿Qué estás haciendo aquí a esta hora? Es casi la hora de comer.

–He tenido un examen esta mañana y se me ha hecho tarde.

–Acabo de empezar mi turno –replicó el vigilante sonriéndole, no solo porque fuera una chica guapa sino porque era una de las pocas a las que superaba en altura–. Voy a comprobar si los huéspedes han llegado ya. No se supone que deje la llave después de las once para hacer la limpieza.

–Por favor, dame la llave –le rogó Izzy, desesperada–. Si los clientes llegan y el apartamento no está limpio, tendré serios problemas.

–Solo por esta vez –le concedió y le dejó la llave encima del mostrador–. ¿Qué tal una copa esta noche? –añadió tomándola de la mano.

–Lo siento, estoy saliendo con alguien –mintió.

No quería rechazarlo abiertamente después de que le estuviera haciendo un favor al darle la llave.

–Avísame cuando estés libre –dijo guiñándole un ojo mientras ella se dirigía al ascensor de servicio.

En el ascensor, Izzy sacó su uniforme del bolso y se lo puso. Después, se pasó la mano por los rizos de su melena pelirroja y suspiró. No recordaba la última vez que había tenido una cita. Entre los estudios, su trabajo limpiando y las visitas a su familia los fines de semana, apenas le quedaba tiempo libre. De hecho, una tarde libre era todo un lujo que dedicaba a leer o a ver una película con Maya, con la que compartía un diminuto apartamento. Su padre siempre decía que los años más divertidos de la vida eran los de la juventud. Apartó aquel pensamiento de la cabeza, deseando que al menos le gustara el vigilante de seguridad. Todavía no había conocido a ningún hombre que despertara su interés.

Maya era la belleza de la familia con su melena rubia lisa, sus largas piernas y su piel impecable. Izzy era pelirroja, apenas medía metro y medio y tenía más curvas de lo que le habría gustado. Por la calle, los hombres se volvían para mirar a Maya y rara vez reparaban en que Izzy iba a su lado. Aunque las hermanas fueran gemelas, apenas se parecían.

Insertó la llave magnética en la ranura de la puerta de servicio, entró en el apartamento y sacó los productos de limpieza y un juego de sábanas limpio del armario de almacenaje. Luego, pasó por la cocina sin apenas detenerse más que para echar un vistazo. Aunque la limpiaría antes de irse, los turistas y los ejecutivos que se quedaban en el apartamento rara vez la usaban porque solían cenar fuera. Como norma, solía dedicar la mayor parte del tiempo a los cuartos de baño hasta dejarlos inmaculados y, con ese objetivo en mente, se dirigió directamente al baño del dormitorio principal para empezar por ahí.

Rafiq había pasado una mañana muy dura. Como consecuencia de un accidente a la salida del aeropuerto dos terceras partes de los miembros de su equipo de seguridad y su cocinera estaban en el hospital. Por suerte, ninguno estaba grave, pero Rafiq había pasado horas en el hospital y estaba cansado y hambriento. No estaba de humor después de haber tenido que soportar la aprensión de su tío ante la idea de que su sobrino estuviera en el extranjero con tan solo dos hombres velando por él. El regente había insistido en que se contratara a una empresa de seguridad externa como medida de precaución, a pesar de que Rafiq volvería al día siguiente en avión. Había ido a Oxford solo para inaugurar el centro de investigaciones de la universidad que había financiado.

Una mujer entró en el baño justo cuando salía de la ducha y soltó una palabrota en su idioma antes de preguntarle quién era y cómo había entrado en el apartamento.

Rápidamente tomó una toalla, se cubrió por la cintura y se quedó callado. Parecía una niña más que una mujer y su cuerpo menudo se había quedado rígido del sobresalto. Su rostro evidenciaba el desasosiego que le producía la situación.

Izzy se detuvo en seco al percatarse de que el baño estaba ocupado. Un hombre corpulento y bronceado acababa de salir de la ducha y se cubría con una pequeña toalla blanca. Incapaz de salir de su asombro, se quedó mirándolo y sintió que el estómago le daba un vuelco. No podía apartar la vista porque era el hombre más guapo que había visto jamás. Su pelo negro y alborotado contrastaba con sus extraordinarios ojos color ámbar. Tenía largas pestañas, pómulos marcados y una sombra de barba acentuaba su mentón y sus labios sensuales. Era imponente. Nada más formarse aquel pensamiento en su cabeza, unas manos fuertes la tomaron desde detrás por los hombros y la apartaron. Le ardía el rostro de la vergüenza.

–¡Lo siento! –se disculpó–. Pensé que el apartamento estaba vacío.

–¿Quién es usted? –le interpeló Rafiq impaciente.

–Soy del servicio de limpieza –contestó Izzy, mirando a ambos lados para tratar de ver a los hombres que la sujetaban con fuerza–. Tranquilos, no voy a atacar a nadie.

–¿Cómo ha entrado? –preguntó Rafiq, a la vez que hacía una seña a sus guardianes para que la soltaran.

Aquella mujer parecía una muñeca, con su piel de porcelana, sus brillantes ojos azules y su extraño color de pelo cobrizo cayéndole en rizos alrededor de su rostro en forma de corazón. Enseguida reparó en que no era tan joven como le había parecido en un primer momento. Su mirada se detuvo en las curvas de sus pechos y sus caderas con una ansiedad que tuvo que esforzarse en contener; hacía mucho tiempo que no tenía compañía femenina en su cama.

–Con la llave magnética –contestó.

Hubo un tenso intercambio de miradas entre los hombres.

–Si hubiera entrado por la puerta principal alguien la habría visto –replicó Rafiq con suspicacia.

–No me está permitido usar la entrada principal. He entrado por la puerta de servicio de la cocina.

Se produjo otro silencioso cruce de miradas.

–No sabíamos que el apartamento tuviera otro acceso –admitió Rafiq, e hizo un gesto autoritario con la mano para que la apartaran de su presencia.

–Escuche, siento mucho el malentendido. No debería haber venido tan tarde. Si me denuncia, perderé mi trabajo –dijo Izzy.

–¿Y por qué tendría que importarme? –preguntó Rafiq y se dirigió al dormitorio moviéndose con la misma agilidad que una pantera merodeando por la jungla.

–¡Porque llevo un día terrible! He hecho un examen final que no he podido terminar porque me he quedado sin tiempo, así que es posible que no lo apruebe –contestó Izzy con absoluta franqueza.

–¿Es estudiante? –preguntó y al ver que asentía con la cabeza, continuó–. Espere en la otra habitación mientras me cambio –le ordenó–. Ahora hablaremos.

Izzy suspiró, dejó las sábanas limpias al pie de la cama y salió del dormitorio, con aquellos dos gorilas pegados a sus talones.

–¿Sabe cocinar? –le preguntó de repente el tipo cubierto con la toalla.

Izzy parpadeó sorprendida y volvió la cabeza.

–Sí, pero… ¿por qué?

–Eso luego.

La puerta del dormitorio se cerró a sus espaldas mientras la dirigían al amplio vestíbulo.

–Siéntese ahí –le indicó uno de los guardaespaldas.

–Seguiré con mis quehaceres –replicó Izzy sin dudarlo.

Tomó el cesto con los bártulos de limpieza y se dirigió al otro cuarto de baño para hacer su trabajo.

¿Por qué demonios le había preguntado si sabía cocinar? Por supuesto que sabía cocinar. Había tenido que aprender por necesidad puesto que su madre no era capaz ni de hacer una tostada sin quemarla. Tanto Maya como ella se habían preparado la comida desde niñas. Incluso su padre se apañaba mejor en la cocina que su madre, aunque no tenían nada que reprocharla. Lucia Campbell siempre se había esmerado en dar cariño y seguridad a sus hijas.

Cuando terminara de limpiar el baño, se iría a la cocina y seguramente ya estaría libre el dormitorio para poder cambiar las sábanas. No quería pensar en lo que había ocurrido. Aquel tipo increíblemente atractivo… Izzy parpadeó, incapaz de quitarse de la cabeza aquella imagen. Como cualquier otra mujer, se fijaba en hombres atractivos, pero no de la manera que lo había hecho con el hombre del baño, cuyos hombros anchos, fina cintura y largas piernas parecían haber dejado una imagen imborrable en su mente.

De hecho, hasta ese momento nunca había pensado que un hombre medio desnudo, en todo su esplendor, pudiera atraerla físicamente de aquella manera. Lo cierto era que pensaba que en esos asuntos era algo fría puesto que ningún hombre le había provocado nunca aquella cálida sensación que sacudía todo su cuerpo y que monopolizaba su atención como si no existiera en el mundo nada más que él. En mitad de aquel momento tan embarazoso, se había sentido cautivada por sus ojos y sus duras facciones, por no mencionar su torso bronceado y su cuerpo musculoso. Inspiró, apartó aquellos pensamientos de la cabeza y siguió limpiando mientras se reprendía por comportarse como una colegiala que estuviera viendo por primera vez en su vida a un hombre de verdad.

Ahí estaba, una feminista incondicional siendo sexista de la manera más mortificante, pensó apurada. Estaba cosificando al hombre del baño de la misma forma en que las mujeres se quejaban de que lo hacían los hombres, sin considerarlo persona. La lujuria había clavado sus garras en su cuerpo, endureciendo sus pezones. Era una atracción que nunca antes había sentido y que se extendía con una sensación cálida desde sus más profundas entrañas. Era alucinante a la vez que aterrador sentir aquella fuerza. Nunca antes había imaginado que la atracción sexual pudiera ser tan intensa e instantánea, tan difícil de controlar.

Siempre había sido muy racional con los asuntos de aquella naturaleza, no como Maya, que, a pesar de ser un cerebrito, seguía siendo una romántica empedernida. No, Izzy era una mujer realista y sabía que un hombre tan guapo nunca la miraría a ella con el mismo deseo. Además, probablemente estaría casado o tendría novia. Era demasiado espectacular para estar soltero. Si aquel hombre le perteneciera, Izzy apenas se apartaría de él unos metros y mucho menos lo dejaría salir casi desnudo de la ducha ante cualquier desconocida.

Rafiq salió del dormitorio en busca de su presa y le preguntó a uno de sus guardaespaldas dónde estaba.

–No atiende a órdenes.

Rafiq sonrió al verla doblada sobre la bañera, con el trasero en pompa mientras frotaba. Nunca le habían gustado las mujeres muy delgadas. Le gustaban las curvas, la delicadeza y la femineidad. Aquella visión enseguida le provocó una erección. Miró la hora y se apoyó en el marco de la puerta.

–Entonces, ¿puede hacerme una tortilla?

Izzy se sobresaltó y se volvió. Nerviosa, echó hacia atrás los hombros y deseó por enésima vez en su vida ser más alta y que así la tomaran en serio como la mujer de veintiún años que era en vez de considerarla una adolescente.

–Sí, pero ¿por qué me pide eso? –preguntó impaciente.

Se volvió y sus ojos se encontraron con aquella intensa mirada oscura y aterciopelada.

La boca se le quedó seca. Estaba apoyado en el marco de la puerta, desplegando toda su masculinidad.

–Quiero que cocine para mí. Tiene una hora antes de que tenga que salir para mi cita.

–¿Y por qué no pide que le traigan algo de comer?

–No me gusta la comida basura, prefiero la comida casera recién hecha. Además, me gusta comer en privado –le dijo Rafiq.

Estaba disfrutando de la novedosa experiencia de ser tratado como una persona más. Era evidente que desconocía su verdadera identidad.

–Solo he venido a limpiar y a cambiar las sábanas –aclaró Izzy, desconcertada por la petición.

–Podría echarla de aquí y quejarme de su intromisión si quisiera, y usted perdería su trabajo –le recordó Rafiq–. A cambio de pasar por alto esa ofensa, prepáreme la comida y todos tan contentos.

–¿Ah, sí? –preguntó Izzy, molesta con la facilidad con la que la estaba chantajeando.

–Y si la comida está buena, también me preparará la cena esta noche. Le pagaré generosamente por sus servicios –añadió Rafiq.

–¿Cuánto de generoso? –se interesó Izzy.

Rafiq a punto estuvo de soltar una carcajada ante aquel repentino interés.

–Soy muy generoso cuando estoy lejos de casa y quiero estar cómodo.

Izzy asintió lentamente.

–Muy bien, le prepararé la comida.

–Creía que iba a negarse.

Izzy puso en blanco sus brillantes ojos azules.

–De ninguna manera si está dispuesto a pagarme y no va a contarle a nadie que he llegado tarde. No me agrada tener que admitir que soy tan pobre como un ratón de iglesia. Cuando hay dinero de por medio, estoy dispuesta a escuchar.

Rafiq admiró su franqueza, aunque no pudo evitar sentirse un tanto decepcionado. Estaba acostumbrado a mujeres cazafortunas muy hábiles ocultando sus verdaderas intenciones, esas que iban tras los diamantes, la ropa de marca y otros caprichos caros con los que buscaban verse recompensadas después de pasar por su cama. En cuanto sus pensamientos tomaron esa dirección, se enfadó consigo mismo. Aquella mujer en cuestión era una persona normal que se ganaba la vida como podía muy diferente a todas esas modelos y celebridades con las que solía tratar. En otras palabras, para ella el dinero era una necesidad básica para pagarse algo tan necesario como la ropa, la comida o la casa.

–¿Ha dicho que tengo una hora? –preguntó Izzy y se quitó el delantal por la cabeza–. No hay comida aquí, pero enfrente hay un supermercado. Antes tiene que decirme lo que le gusta y lo que no.

A regañadientes, apartó la mirada de aquellos pechos generosos que se adivinaban bajo la camiseta. Sintió una tensión casi dolorosa en la entrepierna y en ese instante tomó una decisión. Si todo iba como debía, se la llevaría a la cama y pasaría la noche con ella. Salir de discotecas para buscar con quien pasar un rato no era lo que más le gustaba. Las mujeres bebidas no le excitaban. Sus guardaespaldas tenían que estar atentos e impedir que le hicieran fotos. Su máxima era mantener la discreción.

Consciente de que aquellos intensos ojos azules estaban clavados en él, Rafiq dejó de dar vueltas a aquellas ideas y contestó a su pregunta.

Izzy miró la hora.

–Muy bien, iré a hacer la compra –le dijo.

–Uno de mis guardaespaldas la acompañará.

–No es necesario.

Su mirada se tornó fría.

–Yo soy el que decide qué es necesario.

–Vaya.

Izzy no pudo evitar esbozar una sonrisa, como si el innato poder de mando de aquel hombre le resultara divertido.

–¿Quiere que lo llame «señor»?

Rafiq lo consideró. Después de todo, era a eso a lo que estaba acostumbrado. Aun así, había algo en la irreverencia de aquella mujer que le resultaba atrayente. Le divertía y estimulaba su sentido del humor. No le cabía ninguna duda de que no dejaría de llamarlo «señor» si se enteraba de que era un príncipe heredero.

–No, prefiero que me tutees. Llámame Rafiq.

–¿Vives en el Reino Unido?

–No, vivo en Zenara.

–Nunca he oído hablar de ese sitio –replicó Izzy en tono de disculpa.

Estaba de espaldas a él, recogiendo los bártulos de limpieza.

–Está en Oriente Medio –explicó Rafiq–. Supongo que el examen no era de Geografía.

–No, de inglés. Es mi último curso y estoy haciendo los exámenes finales –contestó y, al pasar a su lado, sus caderas chocaron–. Lo siento, pero será mejor que me dé prisa y vaya a comprar algunas cosas.

Y así de aquella manera tan sencilla, una mujer había robado la atención de Rafiq. Una mezcla de fastidio, sorpresa y algo parecido al placer lo invadió solo porque ninguna mujer lo había dejado plantado. Siempre coqueteaban, charlaban, batían las pestañas y, en definitiva, hacían cualquier cosa para captar como fuera su interés. Estaba seguro de que no se lo pondría fácil, pensó satisfecho ante la idea de afrontar un reto.

En cuanto cruzó la calle con un guardaespaldas a su lado, Izzy sacó el teléfono móvil y llamó a su hermana Maya.

–Bueno, bueno –comenzó en un tono divertido y misterioso–. Tengo una historia que contarte.

El plan del jeque

Подняться наверх