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PRÓLOGO

«¿Recuerdas cuando me hiciste llegar, anónimamente, un microscopio?», escribía un agradecido Charles Darwin, el año 1872, a John M. Herbert, con quién había hecho amistad cuando ambos estudiaban en Cambridge. «No puedo recordar ningún hecho de mi vida que me haya sorprendido y me haya satisfecho más.» El regalo permitió, a un Darwin fascinado, observar detalladamente la anatomía de los escarabajos, pero no le permitió adentrarse en el mundo maravilloso del microcosmos. Como otros muchos estudiosos contemporáneos, debía de conocer la existencia de microbios patógenos, pero su opinión a propósito de la ausencia de fósiles precámbricos pone de manifiesto que se equivocó y no fue capaz de comprender que eones de evolución microbiana precedieron a la sorprendente aparición súbita de los animales y las plantas. Los microbios están notablemente ausentes de los escritos de Darwin y de los trabajos de sus amigos y colegas más próximos.

La teoría del origen microbiano de las infecciones, que tuvo Louis Pasteur como principal defensor, confirió una mala reputación a los microbios, incluso a los inocuos, que persistió durante diversas generaciones. Es cierto que su papel en la producción de queso, vino o cerveza es bien conocido y valorado por los gastrónomos, pero el término microbio se ha convertido en una palabra con connotaciones negativas, que no resulta fácil asociar con formas de vida ancestral. Como demuestran las investigaciones hechas a lo largo del siglo XIX por el científico alemán Ernst Haeckel, estos prejuicios no los compartían todos los naturalistas. Haeckel, que fue un fiel seguidor de Darwin, descubrió bien pronto que para comprender la historia evolutiva de la vida teníamos que reconocer no solo la excepcionalidad de la taxonomía de las bacterias y de los protistas, sino también que estos seres fueron los antepasados de las plantas y de los animales.

«El principal defecto de la teoría darwiniana» –escribió Haeckel poco después de la publicación del Origen de las especies– «es que no ilumina los orígenes de los organismos primitivos –formados probablemente por una célula simple– de los que provienen todos los demás». Esta era una posibilidad muy atractiva, que en este libro desarrollan Lynn Margulis y Michael Dolan, a pesar de que, a diferencia de la proposición de Haeckel, ellos defienden el origen heterotrófico de la vida, que fue precedido por un periodo de evolución abiótica durante el cual se sintetizaron los compuestos químicos precursores de las células en la Tierra primitiva. Como otros muchos científicos, yo mismo estoy de acuerdo con esta idea, aunque reconozco que este proceso no podrá nunca ser descrito de manera detallada. No hay pruebas geológicas que expliquen las condiciones ambientales del planeta en el momento en que se originó la vida, ni hay ningún registro fósil que pueda explicar el proceso evolutivo que precedió a la aparición de las primeras células existentes en las rocas. Por este motivo, las investigaciones sobre el origen de la vida tendrían que considerarse especulativas o teóricas, más que definitivas y concluyentes.

A pesar de los obstáculos que dificultan la comprensión del origen de la vida o tal vez a causa de esos obstáculos, no podemos decir que no se haya discutido extensamente este asunto. No resulta sorprendente, por lo tanto, que haya propuestas muy diversas, incluso contradictorias, que tratan de definir las características de los primeros seres vivos y de explicar cómo apareció la vida. Por otra parte, como explican detalladamente los autores del libro, hay una cantidad considerable de pruebas que demuestran sin lugar a dudas que la endosimbiosis fue la fuerza evolutiva más importante en el origen de los eucariotas.

El ambiente primitivo no fue un paraíso microbiano, pero el registro paleontológico del Arcaico demuestra que cuando emergieron, los primeros procariotas fueron enseguida capaces de resistir, de adquirir una extraordinaria diversidad metabólica y de sobrevivir y desarrollarse en una gran diversidad de nichos ecológicos. La reconstrucción histórica de este proceso no es una empresa fácil. Sin embargo, saber que los genomas son documentos históricos extraordinariamente ricos, de los que se puede obtener gran cantidad de información sobre la evolución, ha permitido que los estudios filogenéticos alcancen objetivos que antes parecían imposibles. La renovación radical de la filogenia, de la clasificación y de la sistemática de microorganismos procariotas y eucariotas a partir del análisis de las moléculas de RNA ribosómico muy bien conservadas, es una prueba del éxito de la revolución genómica.

En los últimos años la comparación de genomas celulares completamente secuenciados ha confirmado que una de las propiedades características de los procariotas es su estilo de vida pirata que les permite incorporar genes de especies aparentemente diferentes. Aunque la cladística molecular sea actualmente la herramienta principal para la sistemática y la filogenia, tenemos que aprender a vencer sus irregularidades y desarrollar un método holístico. Los evolucionistas deben ser eclécticos: los antiguos linajes microbianos no mueren, solo se desvanecen dejando tras de sí pistas sobre los procesos del pasado y sobre modos de vida que pueden encontrarse en las vías metabóli-cas, en la estructura de los cromosomas, en la morfología ultraestructural, en los datos bioquímicos, en los ciclos vitales y, a veces, en pruebas paleontológicas y geoquímicas, como muestra este libro.

Al tratarse de un texto decididamente claro y conciso, la segunda edición de Los inicios de la vida consigue describir admirablemente el origen y la evolución de los procariotas; pero el tema recurrente en el libro es la emergencia de las células con núcleo y de su simbiontes internos o endosimbiontes. Es cierto que se trata de una idea ya antigua, pero cuando se dio a conocer no era más que una conjetura con pocas pruebas en las que basarse. Lynn Margulis rescató la teoría a finales de la década de 1960, a partir de fragmentos de otras varias especulaciones biológicas. Además, con una intuición notable, convirtió el concepto de simbiogénesis en una hipótesis detallada y demostrable que ha ido creciendo hasta llegar a ser un programa de investigación que abarca un campo muy amplio. Fue una propuesta muy audaz que hoy en día cuenta con el respeto de la comunidad científica. Sería imposible comprender las características de las células con núcleo sin conocer a fondo su origen quimérico. Con un estilo siempre elegante, Lynn Margulis y Michael Dolan han logrado escribir un trabajo que destaca por su erudición, en el que recrean la historia dramática de las peligrosas relaciones microscópicas que se transformaron en asociaciones simbióticas (casi) permanentes: depredadores que se convirtieron en mitocondrias productoras de energía; procariotas fotosintéticos que, engullidos por otras células y mal digeridos, se convirtieron en cloroplastos; y quizás, espiroquetas en busca de alimento que se convirtieron en orgánulos adheridos a la célula de manera permanente y que actuaban como unos remos propulsándola en el medio.

Es probable que a lo largo del proceso que originó la aparición de los eucariotas y de sus orgánulos la evolución se haya encontrado muchos callejones sin salida o que haya habido muchas opciones descartadas. Sin embargo, la gran abundancia de datos que confirma el origen endosimbiótico de los plastos y de las mitocondrias sugiere también que la mayor parte del nucleocitoplasma debió de originarse en una célula parecida a la de las arqueobacterias. Instalados en el medio intracelular de la célula hospedadora, confortable y con alimentos en abundacia, los simbiontes alcanzaron el grado máximo de intimidad biológica; perdieron muchos de sus genes y transfirieron otros al núcleo. Pero en algunos casos aún hubo otras transformaciones. El mortífero parásito causante de la malaria, Plasmodium falciparum, que fue un protista fotosintético, actualmente contiene un plasto anómalo cuya función se desconoce. Algunas especies de ciliados anaerobios que se situaban en lo más alto del árboles filogenéticos han caído hasta estanques y sedimentos donde escasea el oxígeno. En el transcurso de esta caída, la mayoría ha perdido la capacidad de utilizar oxígeno, pero ha desarrollado varios tipos de asociaciones simbióticas entre las que se encuentran las que permiten producir metano. El desarrollo de relaciones simbióticas es una historia interminable, como lo demuestran las observaciones de Kwang W. Jeon, que ha documentado la rápida transformación de unas bacteria patógena (mataban las células sanas de Amoeba proteus) en simbiontes que viven en el interior de vesículas membranosas dentro del citoplasma de la ameba y han terminado siendo orgánulos de dicha célula.

«Es interesante contemplar la orilla de un río, llena de vegetación formada por plantas muy variadas, con pájaros que cantan en los arbustos, con insectos variados que revolotean arriba y abajo y con gusanos que se desplazan arrastrándose sobre el suelo húmedo», escribió Darwin en el último párrafo de El origen de las especies, «y descubrir que estas formas construidas de manera elaborada, tan diferentes las unas de las otras y que dependen las unas de las otras de manera tan compleja, han sido generadas per leyes que aún actúan delante de nosotros». Pero si queremos comprender la verdadera naturaleza del rico muestrario de vida animal y vegetal, su mutua dependencia y sus relaciones complejas con el ambiente, tenemos que añadir a ese panorama a sus socios procariotas y protistas y los ciclos biogeoquímicos que dichos organismos rigen. También hay grandeza en esta visión de la vida, porque nos enseña que la simbiosis es uno de los procesos básicos que han dado forma a la biosfera en el transcurso de su larga historia.

ANTONIO LAZCANO

Universidad Nacional Autónoma de México

Ciudad de México

Los inicios de la vida

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