Читать книгу La dama triste - M.ª Concepción Regueiro Digón - Страница 9
II
ОглавлениеAprovechó la precaria conexión de la tienda para acabar de descargar los clips a su nuevo ordenador, un magnífico portátil que ni el presidente de la mejor compañía se habría atrevido a comprar, dado su elevado precio y su ingente número de prestaciones, innecesarias en su mayoría incluso para el más experto hacker, pero ella siempre fue una aficionada a la calidad suprema, y en el tema de la informática no iba a ser una excepción. Más tarde pensaba revisarlos con calma en el Home Cinema recién instalado ante su cama, siempre y cuando consiguiera darle esquinazo a Gaby, aunque era jugar con fuego, pues su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea era bastante quisquillosa ante el incumplimiento de las promesas de llamadas como la que con demasiada ligereza efectuó antes de salir de la discoteca. En realidad, le gustaría aprovechar esa tarde del sábado para dormir un poco y hacer lo ya comentado con sus nuevas adquisiciones audiovisuales. Quería acercarse temprano por el Redflower, pero sabía que si Gaby pasaba por su casa no sería capaz de llegar antes de la una o una y media, con lo que eso le supondría de descalabro en el reparto de la prensa del día siguiente. Con todo, tampoco quería quedar mal con su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, pues, analizando todo desde la prudente distancia, había sido y era de las relaciones más satisfactorias que había tenido, habida cuenta de lo enturbiadas que estas siempre estuvieron por sus poco recomendables costumbres, en la actualidad casi desterradas. A Alba le revientan bastante algunos de sus aspectos como esa risilla de hiena cuando alcanza el orgasmo; su admiración ridícula por actrices, cantantes y cuanta famosilla parece «entender»; su infantil sentido del humor, que la lleva a reírse durante minutos enteros del chiste más idiota; o, simplemente, esa creencia absurda en que la oposición a la Administración del Estado que prepara con escaso interés en una cara academia va a ser la solución de su vida, esa que le permitirá desde reconciliarse con la familia —en estado de frenesí desde que la descubrieron besándose con otra chica en las fiestas del barrio y por lo que ahora le pagan sin dudar las clases y el alojamiento en una localidad tan solo distante cinco kilómetros para así evitar vergüenzas microburguesas— hasta la acariciada posibilidad de mejorar su aspecto físico, en general, bastante atractivo, pero del que odia sobre todas las cosas el mínimo gancho que hace su nariz y que piensa solventar en el momento preciso que pueda solicitar un crédito para la rinoplastia. A pesar de todo ello, puede concluirse que se siente a gusto con ella: en la cama se entienden bastante bien, le encanta esa desinhibición que la lleva incluso a buscar sexo rápido en los sitios más inapropiados y, en definitiva, le resulta muy ventajosa su inocencia ante las respuestas que suele darle respecto a sus sorprendentemente caras propiedades y otras costumbres asombrosas que mantiene en los lugares públicos, habitualmente justificadas como recados debidos de la copistería.
El jefe entró estrujando unos papeles que por los colores parecían el recibo mensual de Telefónica, y ella apenas tuvo tiempo de apagar el portátil y esconderlo bajo el mostrador.
—Buenos días, jefe.
—Ni buenos ni hostias, ¿se puede saber a quién tienes en Madrid? Hay un montón de llamadas con el prefijo 91.
«Las malditas facturas detalladas», pensó ella con resquemor mientras elegía una excusa creíble, esa maldita preocupación de la compañía por los consumidores le iba a suponer una discusión antes de acabar la semana, precisamente cuando había conseguido esquivarlas con bastante buena suerte los cinco días anteriores.
—¿Qué dice? Yo he telefoneado alguna vez a las distribuidoras para que nos sirvieran antes las revistas, pero no he estado llamando a Madrid.
Aun antes de que el jefe abriese la boca, sabía con total seguridad que había sido pillada en un renuncio.
—Pero ¿tú te piensas que yo soy idiota? Acabo de llamar desde el móvil a uno de esos números y me ha salido el contestador automático de una cadena de televisión. Es que es la hostia, vamos, emplear mi teléfono para sabe Dios qué chorradas.
—Pues si quiere, me voy y punto. Puede buscarse a otra —masculló Alba en un intento de recuperar la postura de fuerza mantenida desde su reentrada al negocio.
—Pues oye, a lo mejor me lo pienso y la semana que viene te doy una sorpresa, mira. Lo que sobran son sudacas con buena educación dispuestos a trabajar en cualquier sitio por cuatro duros, y así me ahorro tu mala gana, joder —graznó el jefe con asco, dejando demostrado que aquel no era el momento para ese tipo de faroles.
—Usted verá —volvió a mascullar Alba, derrotada en ese asalto.
—Y deja todo bien cerrado y apagado al salir, que anteayer se quedó la luz del retrete encendida —concluyó el jefe mientras salía de la tienda. Debía reconocerle en esa ocasión su victoria a los puntos.
Ella se había quedado de muy mal humor. En esos momentos, no le interesaba despedirse de ese trabajo y, pese a su constante gesto hostil, odiaba las discusiones, sobre todo las que no podía ganar. No había sabido jugar bien sus cartas y todo por un extraño rapto de tacañería que la había llevado a emplear el teléfono de la tienda cuando solía hacer ese tipo de llamadas desde su flamante móvil, ese pequeño adminículo de tecnología punta con cámara, agenda digital, bluetooth, infrarrojos y cuanta maravilla electrónica podía compactarse en sus escasos gramos de peso que tan pocos bolsillos se podían permitir. Se maldijo a sí misma por una falta de astucia tan evidente y deseó estar lejos en esos momentos.
—Hola, he tenido que venir corriendo desde el ayuntamiento.
La pesada había entrado a trompicones blandiendo su sempiterno CD.
—¿Vienes a imprimir y copiar? —preguntó Alba con acritud y la pesada asintió con la cabeza con la respiración aún entrecortada por la carrera—. Pues no va a poder ser, voy a cerrar.
—Vaya, tanta carrera para nada, como hoy me tocó trabajar… —jadeó la pesada—. Es que me corren algo de prisa, es un concurso con muy poco plazo y…
—Pues vete esta tarde a las galerías del Politécnico, esas abren los sábados todo el día. Yo no te puedo atender, ya he apagado el ordenador y todo —mintió sin pudor, pese a que el rey de los miopes habría distinguido desde el otro lado del mostrador que el aparato se encontraba simplemente en stand by.
—Ya, claro… —asintió la pesada con evidentes muestras de incomodo en la voz—. Bueno, ¿me puedes dar entonces El País?
—Cógelo tú, lo tienes en ese expositor a tu derecha.
—Es verdad, qué tonta… —dijo alegremente la pesada y Alba reflexionó con mala intención sobre la verdad que parecía encerrar el comentario—. También necesitaría un sobre grande de los de burbujas. —Alba cogió uno de la estantería a su espalda—, y puede que también…
—Oye, por favor, pídeme todo de una vez que tengo que cerrar —disparó con una seriedad innecesaria Alba, disimulando a duras penas su enojo. La pesada pareció palidecer, aunque ella prefirió no hacer caso de ese cambio.
—Bueno, pues dame un rotulador negro y cóbrame todo, anda —tartamudeó.
Como ya le había llegado con una bronca por ese día, había acabado llamando a Gaby y habían mantenido unas sesiones de sexo en el estudio que dejarían de timorata a cualquier película queer con voluntad de provocación. Por fortuna, la cama estaba perfectamente asentada en el suelo, las láminas de madera del somier eran muy resistentes y en el piso inferior solo había un despacho profesional que cerraba los fines de semana, pues habría sido probable que unos hipotéticos vecinos hubiesen llamado a la policía por el estruendo, en absoluto apto para costumbres recatadas.
Pese a que no había mostrado especiales ganas en el encuentro, lo cierto era que, quizás por la adrenalina sobrante de esa mañana, Alba se había abalanzado sobre su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea nada más esta había cruzado el umbral de su casa, le había arrancado de un tirón la blusa que llevaba y habían mantenido su primer asalto en la alfombra de la entrada, casi sin dar tiempo a cerrar la puerta. En resumen, un mediodía y una tarde muy satisfactorias, sobre todo por el hecho de que Alba había encontrado la manera de evitar la risilla de hiena con unos besos apasionados en el último momento, que más tenían de bomba de succión, y que obligaban a un importante esfuerzo físico suplementario para llegar a aquellos labios en clara deformidad de placer. Pero Gaby había quedado encantada con ese nuevo elemento amatorio aportado por su novia, pues ella nunca había clasificado su relación con la empleada de la copistería de otra forma.
Desnudas las dos, tumbadas de cualquier forma sobre el colchón, oyeron claramente las nueve campanadas del reloj de la plaza. Gaby se incorporó de un salto.
—Ay, Dios, que hoy he quedado a cenar con mis viejos y el último autobús sale a y cuarto.
—¿Con tus viejos? —preguntó Alba extrañada.
—Sí, también vendrá mi hermano mayor con su mujer y el crío, y quieren que esté por allí, pero no me va a dar tiempo.
—Bueno, mujer, coge un taxi y en paz.
—Como si me sobrase el dinero…
—Te lo paso yo, no hay problema —insistió Alba, satisfecha por la inesperada obligación que le iba a permitir retomar sus planes iniciales de noche de sábado.
—… Además, mira cómo me has arrancado los botones, bruta. Así no puedo ir. Tendré que pasar por mi habitación a cambiarme de ropa.
—Bah, si es por eso… —masculló Alba levantándose también de un salto—. Puedes llevarte esta mía.
Sacó del armario otra blusa del mismo color, pero de una mayor calidad como se podía distinguir incluso en sus dobleces lineales, únicamente trazables en los buenos tejidos.
—Como estás más delgada te va a sentar muy bien. A mí me tira un poco. Venga, quédatela. Te la regalo —insistió.
—Pero… es una Polo auténtica… ¿de dónde la has sacado?
—Bah, es un resto de catálogo. Me la pasó un viajante que iba mucho a sacar fotocopias.
—Qué suerte, ¿no? —dijo alegremente Gaby poniéndosela tras un rápido beso de agradecimiento. En un par de retoques estaba con el necesario aspecto elegante para enfrentarse a la tensa cena familiar pendiente—. Me da no sé qué dejarte solita, ¿qué piensas hacer?
—Nada, voy a descansar un rato y más tarde me acercaré al Redflower a tomar algo —explicó Alba con dificultad, intentando librarse como podía de los besuqueos de despedida de su novia/novieta/amiga/rollo/lo-que-sea, quien solo habría necesitado un mínimo gesto de entusiasmo para retomar las actividades de la tarde y olvidar definitivamente sus compromisos previos. Pero Alba solo tenía ojos para el disco que esperaba en equilibrio sobre el televisor y que finalmente vio Gaby.
—¿Qué es?, ¿una película de internet? —preguntó cogiéndolo.
—No, es del trabajo —respondió Alba tras arrebatárselo con brusquedad—. Anda, toma la pasta y vete con tus viejos de una vez, no los vayas a cabrear de entrada —dijo con mayor suavidad y le tendió un billete de cincuenta euros con el remate del beso más dulce de su escaso catálogo de ternuras varias, pero que a Gaby le pareció suficiente.
—Te llamo el lunes —dijo como despedida, y Alba pensó que las cosas mejoraban por momentos: no regresaría a la carrera a pasar la noche, lo que le daba un inmejorable margen de acción, y aún disponía de todo un día para ella sola, podría decirse que de descanso.
Tras poner el disco en el aparato de DVD, regresó de un brinco a la cama con el mando a distancia y pulsó la opción de reproducción en bucle. Los eslóganes de las patatas precocinadas y del refresco multivitaminado se repitieron una y otra vez con sus alegres estribillos, casi adoptando la cadencia de un mantra, y la mano derecha de Alba empezó a culebrear sobre sus propios pezones, vientre y muslos siguiendo esos ritmos. En uno o dos minutos, y pese al importante gasto energético de la tarde, las láminas del somier volvían a sufrir la vibración propia de las convulsiones del placer que se experimentaban en su superficie, solo que soportando la mitad de peso.
Empezaba a pensar que la industria de la publicidad se componía, en general, de una panda de cretinos. Era la tercera agencia a la que llamaba esa mañana desde su móvil y todas se habían limitado a pasarla de departamento en departamento, con musiquillas insufribles en los tiempos de espera.
—Personal, ¿diga? —contestó por fin una voz de lo que parecía un hombre joven, pero Alba estaba tan decepcionada por las llamadas anteriores que casi se olvidó de dar respuesta—, ¿diga?, ¿hay alguien? —insistió el hombre, quizás dispuesto a colgar.
—Sí, hola —respondió—. Verá, yo necesitaba contactar con una persona de su anuncio de patatas…
—Pero ¿es usted de la empresa de alimentación?
—No, qué va. Solo quiero contactar con una de las actrices.
—Entonces hable con su agencia.
—¿Con su agencia?
—Claro, nosotros contratamos a través de agencias, la Zen-casting y la Mistral Actors, son ellas quienes se ocupan de los repartos. Buenos días —se despidió la voz de hombre antes de colgar, sin darle la menor oportunidad de preguntar por cuál de las dos debía empezar. Aun así, no daba por perdida la mañana: aquella era una pista importante.
Es en este punto donde parece conveniente una recapitulación sobre amores y deseos de la joven empleada de la copistería, imprudentemente divergentes cuando se mantienen relaciones con una persona, en líneas generales, simpática y agradable como Gaby, pero, a quién queremos engañar, las personas simpáticas y agradables suelen ser las primeras víctimas en los terrenos dificultosos de las pasiones y la obsesión amorosa. Hay una especie de fascismo sentimental que lleva a despreciar sin cortapisas a este tipo de gente, y la buena de la opositora al grupo C de la Administración del Estado está llamada a ser una de esas sacrificadas en algún momento de la historia. Cierto es que, como anteriormente se ha señalado, Alba la reconoce no ya como una de las relaciones satisfactorias, sino como la mejor que ha tenido en esos trece años de vida amorosa, desde aquel día de su decimotercer cumpleaños en que ella, medio en broma, medio en serio, había decidido llevar a rastras a uno de los retretes a una compañera del centro de menores donde estaban y, ya en la intimidad del estrecho cubículo, besarla apasionadamente, como hacían tantos chicos con las chicas de allí en los pasillos y en los oscuros rincones. Que esa compañera respondiera a su beso con más entusiasmo que pericia sirvió de pistoletazo de salida para una carrera sentimental de abundantes relaciones cortas, aunque tampoco en un número claramente excesivo (la más larga de ellas de año y medio, y más por el tesón de la pareja, aquella reponedora con gafas de Lolita), aunque, en la medida de lo posible, honradas, ya que ella nunca ha engañado a nadie: es lo que hay, y no va a haber más, bien para quien lo quiera, bien para quien no lo quiera, en un rápido resumen de su argumentario.
No obstante, en los últimos tiempos sucede un hecho sorprendente que nunca le había pasado: está obsesionada con una imagen, pues así es como debe describirse todo ese comportamiento conocido de visionado continuado de anuncios, grabación en un DVD, reproducción en bucle y sesión extremadamente satisfactoria de autosexualidad subsiguiente.
La silueta de esa actriz morena, casi con seguridad fracasada en otras empresas interpretativas de mayor calado, que representa con la misma convicción a una madre de familia que a una joven de vida regalada la paralizó la primera vez que la vio, y no es que Alba sea de esas personas que se enamoran de los personajes catódicos, en absoluto. Su vida ha sido lo suficientemente dura para saber con conocimiento de causa que no existen los cuentos de hadas en el día a día de nuestra existencia. Sin embargo, sufre un proceso hipnótico ante la pantalla cada vez que ella aparece, ya desde aquel episodio, cuando sobresalió como una llama entre el conjunto de figurantes en una escena ambientada en una cafetería de una serie nacional de efímera existencia y calidad infame.
La escena en cuestión reflejaba el diálogo en una mesa de los dos aburridos protagonistas, pero un cámara incapaz no había sabido hacer el encuadre preciso de la pareja y le había regalado durante cuatro preciosos minutos las evoluciones de una mujer de aire misterioso que comía lentamente un helado atendiendo a las explicaciones de un invisible interlocutor. Esa interpretación, a priori destinada a pasar sin pena ni gloria, al igual que los demás elementos de aquella producción audiovisual, había conmovido a Alba como nunca antes nadie lo había hecho. Aquella mirada atenta, pese a lo innecesario del esfuerzo interpretativo, le había parecido directamente destinada a ella, como si la estuviese llamando a su lado desde el agujero en el que parecía instalada. Era su rescatadora personal, equipada con las únicas armas de unos ojos perturbadores y probables promesas de una historia común donde ni el gris ni el negro de otras épocas existirían, tan solo deseables encuentros amorosos en dormitorios limpios y luminosos, con el don de la intimidad dichosa, características todas absolutamente inexistentes para ella en esos momentos concretos, pues también creía adivinar una pasión por descubrir en aquella mujer, cuyo talento debía quedar enterrado en una serie sin pena ni gloria. Cierto es que estamos hablando de un par de años antes a esa sesión de DVD, en lo que quizás era su bache vital más gigantesco, pero hay que concluir que única y exclusivamente esos movimientos suaves y esa mirada especial le habían servido como el impulso específico para salir de él y encontrarse por fin en la situación que le parece más conveniente, dadas las circunstancias.
Para su desgracia, ese auténtico filón aún no ha podido encontrarlo, pues en esas fechas no estaba para recordar series ni películas ni nada por el estilo y, pese a que en diversos foros de internet ha ofrecido hasta mil euros por quien pueda ofrecerle una grabación de ese capítulo, sus datos son lo suficientemente vagos y la recompensa es extravagantemente elevada como para que nadie haya atendido su solicitud.
En realidad, su interés se había reavivado hacía apenas dos meses, en una ocasión en que estaba con Gaby en la habitación de esta. Como siempre, hacían el amor con la televisión encendida a todo volumen, para amortiguar en la medida de lo posible los ruidos de sus gemidos consiguientes y no escandalizar a las demás inquilinas (y aquí es donde cabe preguntarse qué es mejor o peor: los sonidos gozosos del placer o la barahúnda enlatada del electrodoméstico). Quizás podría decirse que fue el azar quien guio su cuerpo en busca de una postura más cómoda y la colocó de cara al aparato en el mismo instante en que el anuncio de la multinacional alimentaria era emitido en un canal generalista durante el intermedio de un talk show cualquiera, pero, al igual que en aquella ocasión de dos años atrás, volvió a quedar petrificada ante los movimientos y consejos a cámara del ama de casa que regalaba a sus hijos una comida hecha con patatas precocinadas desbordantes de grasas saturadas. Su reacción había sido tan inesperada que Gaby se había incorporado inquieta para preguntarle qué le pasaba. Se había tranquilizado al comprobar que su novia solo estaba observando con curiosidad el spot, pero lo más peculiar del caso fue su comentario antes de reemprender sus tareas amatorias: «Esa tipa de las patatas debe de entender, ¿verdad?». Fue ese comentario, y nada más, el verdadero golpe de timón que llevó a Alba a emprender esa búsqueda donde la hemos conocido, pues una de las habilidades más curiosas de la opositora al grupo C era la de reconocer la homosexualidad de cualquiera, aunque en vez de en un armario estuviese encerrada en una cámara blindada bajo combinación secreta de veinte cifras.
Para su desgracia, entre las virtudes de nuestra empleada de la copistería no estaban las dotes detectivescas: casi sesenta días de olfateo por todas las cadenas, revistas de televisión y páginas de la red correspondientes para un pobre bagaje de dos anuncios y una única pista fiable de unos nombres de agencias de casting, nombres que, por otra parte, podría haber tenido desde el primer día si hubiese aplicado en los buscadores de la red los filtros apropiados. Pese a ello, dio esos resultados por un triunfo en toda regla, así que, en la llamada a la primera agencia, esa dichosa Zen-casting, su voz era incluso optimista, pero la persona que la atendió no parecía especialmente avispada y solo supo emplazarla a acercarse en persona por las oficinas centrales de Madrid (como si fuese tan fácil desplazarse hasta la capital del Estado) o enviar un correo electrónico con más detalles sobre la actriz buscada.
En aras de la mayor precisión, imprescindible en este punto de la historia, se reproduce seguidamente el diálogo mantenido con la telefonista de Mistral Actors y acción posterior:
—Mistral Actors, buenos días, ¿en qué puedo ayudarle?
—Hola. Verá, yo quería contactar con una de sus actrices.
—¿A qué actriz se refiere?
—A la que hace de ama de casa con dos niños y un perro en el anuncio de las patatas precocinadas Chips-ready.
—¿A Quina?
—¿Quina?
—Quina Rons es la actriz del anuncio, ¿puedo saber el motivo de su interés?, ¿es usted de alguna productora, quizás?
Alba colgó con tanta fuerza que casi incrustó la tecla del móvil en el fondo del aparato. Existía y tenía nombre. Se sentía al borde de un ataque de nervios, así que no dudó en salir de la tienda de un salto y dar una vuelta a la manzana para tomar aire, pese a que el jefe le había preguntado a voz en grito que a dónde iba. La posible bronca posterior ni pasaba por su cabeza.
Ya en la calle, el móvil sonó y lo contestó automáticamente.
—¿Sí?
—Alba, soy Alicia.
—Ah, hola, Alicia.
—Oye, ¿estás bien?
—Sí, ¿por qué?
—No sé, te noto la voz un poco rara, ¿de verdad que no te pasa nada? —como siempre, la buena de Alicia intuyendo cosas, salvo las más importantes.
—De verdad, no tengo nada, solo es que estoy muy ocupada. ¿Qué querías?
—Saber de ti, sobre todo, como no viniste a la reunión…
—Ay, mierda, la reunión… —recordó—. Lo siento, se me pasó, es que estos días hubo mucho trabajo en la copistería y… —mintió sin problemas.
—Ya hemos hablado de eso, ¿verdad? De lo importante que es mantener los compromisos y todo eso… —le recriminó Alicia con su suave voz—. No puedes empezar a descuidarte con las reuniones. No es bueno.
—Sí, lo siento. Tienes toda la razón, pero, como te digo, estoy hasta arriba de trabajo. Te juro que iré a la próxima. Lo de ayer fue un despiste.
—Muy bien, eso espero. Y ya sabes que puedes contar conmigo siempre que lo necesites. Estoy a tu disposición donde siempre. Solo tienes que acercarte o llamar.
—De acuerdo, Alicia, muchas gracias, pero ahora tengo que colgar. Hasta luego.
«Si tú supieras, Alicia, si tú supieras», masculló mientras guardaba el teléfono. La acidez de su conclusión no le evitó un infinitesimal poso de remordimiento que enseguida desintegró con lo que en aquellos momentos era su obsesión fundamental: el nombre formado por una abreviatura y un apellido que parecía de origen gallego. Ya lo tenía, pero ahora no sabía qué hacer. Con esa frustración regresó a la tienda y se justificó ante el jefe diciendo que había salido porque creyó ver a uno de los grandes acreedores de prensa deportiva y fotocopias de carné del establecimiento y quería reclamarle parte de lo debido, explicación que a su superior satisfizo en cierta forma, aunque no quedó totalmente convencido y el resto de la jornada estuvo controlando sus movimientos, pero Alba tenía la suficiente astucia para adoptar actuaciones acordes a la situación, así que todavía se quedó media hora más tras el cierre ordenando el expositor de revistas y revisando la carga de las fotocopiadoras, actitud laboriosa que dejó muy contento a quien le pagaba nóminas tan raquíticas.