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Mesa 2. Autobiografía y subjetividad

Se toma entre sus manos. La autobiografía de Simone de Beauvoir23

María Gabriela Mizraje24

Tal era el sentido de mi vocación: adulta, tomaría de nuevo entre mis manos a mi infancia y haría de ella una obra maestra sin mengua. Me soñaba como el absoluto fundamento de mí misma y mi propia apoteosis.

Simone de Beauvoir,

Memorias de una joven formal25

Es más o menos célebre la frase con la que Sartre la convoca a Beauvoir a poco de conocerse –cuando ambos acaban de aprobar su examen en la Sorbonne–: “A partir de ahora, la tomo entre mis manos” (Beauvoir, 1989, p. 345). Esa promesa, siendo al mismo tiempo un mandato, que Simone elige no vivir como amenaza sino tensamente como destino, se articula en la autobiografía –que ella comienza a publicar a fines de los años cincuenta– a modo de clausura de la etapa inicial de su vida (primer volumen) y apertura de la siguiente (segundo volumen).

Las Memorias de una joven formal (1958) serán continuadas por La fuerza de la edad, (1960) y La fuerza de las cosas (1963) y, de otro modo, por Final de cuentas (1972).26

Sobre el rumbo de Mi vida –My Life (1927)– de Isadora Duncan, Simone sueña la propia. Mujer de cincuenta años, se sienta a reconstruirla, a buscar a aquella que buscaba ser esta que ahora escribe. “[...] soñé con mi propia existencia” (Ib., p. 325).

El ejercicio autobiográfico la deposita lúcida sobre su propia experiencia ensayística en torno a la situación del “ser mujer”.

La deseante

Si hay algo inapelable en la autobiografía de Beauvoir, precisamente parece ser su escritura. En las Memorias asevera: “Cuando a los quince años escribí en el álbum de una amiga las predilecciones, los proyectos, que en principio debían definir mi personalidad, a la pregunta: ‘¿Qué quiere hacer más tarde?’, contesté enseguida: ‘Ser una autora célebre’. Respecto a mi músico preferido, a mi flor favorita, me había inventado gustos más o menos ficticios. Pero sobre ese punto no vacilé: codiciaba ese porvenir, excluyendo cualquier otro” (Ib., p. 145).

Formalidades y no de la memoria, tras La larga marcha (1957), aquel tomo de Memorias hace converger, al final, libertad y muerte. Según la visión de la autora, las acechanzas de la existencia son expiadas con la muerte de la mejor amiga, Élizabeth Mabille, llamada cariñosamente Zaza. Se trata de una continuidad y un relevo entre mujeres, que dejan al descubierto, en el orden simbólico tanto como en el real, la necesidad de un sacrificio enfático e irreversible para alcanzar el objetivo propuesto, el precio de la propia libertad. Beauvoir, salvándose, se destruye y se construye sobre el dolor de la otra (por encima del hueco del amor en la desaparición física y la permanencia de la imagen en la imaginación o en el universo onírico).

Zaza no solo la acompaña en la infancia y adolescencia, ese tránsito pesaroso de la niña a la mujer que le torna imposible a Simone concebir la vida sin ella, sino que también escande el texto que la nombra en tanto hecho insustituible y necesidad de que la trama y el conglomerado de sensaciones de la joven protagonista puedan avanzar. En este sentido, Zaza anticipa a Sartre (en su impacto sobre la subjetividad de Simone y en lo que esta arma). Zaza es un doble menos idéntico que complementario de Simone. Si todo el volumen postula el relevo entre uno y otro personaje, la inscripción de esa muerte final insiste en él y es estructurante de la relación. Ese corte es el salto definitivo al encuentro con Sartre y a una memoria autobiográfica que le permitirá a Beauvoir sustituir los intercambios de aquel mundo de variedades dispersas por otro más concentrado aun en su variedad (Sartre, el entorno Sartre y el efecto Sartre).

Al cierre de la primera parte, una revelación desgarradora tiene lugar: “Y de nuevo una evidencia me fulminó: ‘Ya no puedo vivir sin ella’. Era un poco aterrador: ella iba, venía, lejos de mí y toda mi dicha, mi existencia misma descansaban entre sus manos” (Ib., p. 96). Y al cierre de la última, la salida de Zaza es paralela a la entrada de Jean-Paul. Sin embargo y por ello mismo, a causa de lo que llega a significar para Beauvoir, más que los varones con los que se vincula hasta ese momento, es Zaza quien, en muchos aspectos, habilita y precede la intensidad de aquella alianza con él.

Así la autobiografía la deja lista para Sartre, para el encuentro con él, en el punto exacto; allí se deja Beauvoir, con pérdida y adquisición, señalando con demasiada claridad el pasaje de una etapa a la otra. Hacia el desenlace se acumulan las muertes y los desprendimientos (la muerte del abuelo, la de Jacques –la cual, aunque cronológicamente acontecerá mucho después, se narra aquí para ya sacarlo del relato y de la memoria– y la muerte de Zaza; el alejamiento de Herbaud y de los otros personajes más o menos circundantes). Lo único que queda para ese presente y futuro son Sartre y el estudio, La Sorbonne, los proyectos intelectuales.

Antes, a lo largo de las Memorias, la admirada Zaza, a pesar de la devoción que despierta en Simone, le revela a esta en negativo lo que Simone no es ni habrá de ser (cree que por imposibilidad, aunque más tarde comprende que por elección). El juego de complementariedades que en forma tácita el relato postula, hace que primero la triunfadora sea la amiga pero al final lo sea ella. Inicialmente, las cartas se reparten entre el pecado, el secreto, la confesión de Simone, la insolencia de Zaza, su audacia, su adultez, su sarcasmo y hasta su severidad mayor que la propia.

Zaza funciona también como la pieza imprescindible de una autobiografía que, al interior, al mismo tiempo se constituye como novela de aprendizaje. Zaza conduce, organiza, desdice. Desde su irrupción está presentada para abandonar. El texto promete que, en algún momento, Simone habrá de quedarse sola, sin Zaza, pero durante esa travesía lo que no puede vislumbrarse es su muerte. El abandono más involuntario pero también más radical tiene lugar con el desenlace. Así termina el volumen: “Juntas habíamos luchado contra el destino fangoso que nos acechaba y he pensado durante mucho tiempo que había pagado mi libertad con su muerte” (Ib., p. 366).

La joven formal había perdido paulatinamente compostura a medida que pasaban los años y las páginas (de la escritura de la adulta narradora y de las lecturas efectuadas por la joven ávida). La formalidad de la relación con la mejor amiga se grafica verbalmente en el hecho de que entre ellas nunca anulen el correcto tratamiento del “usted”, es bajo esta fórmula que se articula incluso la complicidad.

Se nos dibuja una infancia excesivamente razonada y un límite impreciso entre la voz de la adulta narradora que organiza su memoria por escrito y los pensamientos de aquella joven a la que se evoca –no porque la perspectiva narrativa sea ambigua sino por el efecto que se genera, de manera inevitable–. Estamos frente a una juventud relatada de cabo a rabo para servir a la futura (actual) Beauvoir, por más sincera que esta sea: una petite Beauvoir transformada en una enorme memoria. Escribirse a sí misma irremediablemente debe conducir a sobreescrituras, es decir, a sobredeterminaciones.

Las fronteras entre la autobiografía y la novela quedan desdibujadas, el sello de esa resolución formal novelesca lo da la muerte final. (Una novela sin final feliz, aunque no desgarra, ya que es mucho lo que promete para una próxima entrega, mucho lo que abre). El cierre de las Memorias articula con claridad una apertura y la convocatoria a una continuación. Sabemos que allí lo que acaba es la jovencita, que la memoria seguirá su curso. Pues, la inquietud que inmediatamente sale al paso con aquel título –Memoires d’une jeune fille rangée– o dicho de otro modo, la ambigüedad ahora sí casi insalvable y deliberada, es la de quién detenta la memoria; como en varios otros ejemplos del género (autobiográfico), estas memorias de Beauvoir se presentan de una manera doble. “Memorias de” pueden ser tanto las memorias “acerca de” como las memorias que “pertenecen a” una joven formal, puesto que el relato presionará por cubrir esa brecha y reconstruir el punto de vista de aquella joven. El efecto final de esta doble presión es que las memorias se disponen como si la joven hubiese vivido (más) para contarlas, como si las hubiera consignado mientras acontecían para narrarlas después.

El texto tiende cada vez más a ello. A medida que la narración avanza, la voz se va cediendo en mayor proporción a la joven y a quienes la rodean. El dúo que conforma la materia vivida inseparable de la materia narrada en el ejercicio de la memoria también parece invertir su causalidad natural: la materia narrada precede a la materia vivida, puesto que la narración organiza la vivencia.

La morosa

Dispersos y variados, con abundancia y prolijidad, se ofrecen los materiales de un itinerario de lecturas y la construcción paulatina del personaje de la escritora. Esta opción, que se sostendrá en las memorias siguientes, tiene en las de la joven formal su apogeo, en tanto se trata de sus primeras etapas de formación.

En ese tiempo, la diferencia entre crear y ejecutar se presenta como reveladora. Frente a la colección de “Obras para la juventud” a la que al fin puede acceder, habrá de confesar: “‘Todo esto es mío!’ me dije deslumbrada” (Ib., p. 73). Permanentemente monta y exhibe su biblioteca, clásica, canónica.

“Leí a Anatole France, a los Goncourt, a Colette y todo lo que se presentara. Me decía que mientras hubiera libros mi felicidad estaba garantizada” (Ib., p. 159). Se detendrá en el impacto de L. M. Alcott sobre todo, y también colocará en un lugar especial a G. Eliot; completan el panteón femenino –ya sugerido por la familia, ya prohibido, respectivamente– los libros de Mme. Ségur y de la mencionada Colette. Simone allí se moldea, ¿pero allí también aprende a escribir?, ella no confiesa ninguna influencia de esta índole. Muchos años después dirá que leyó íntegramente a Virginia Woolf y pueden advertirse restos de esa lectura en sus Memorias.

Los libros como los paisajes se acumulan y ella es morosa en recorrerlos. Su libertad se juega en el sitio de su soledad. A menudo, paisaje y lectura se fusionan, porque se echa a leer sobre la hierba y la rebeldía puede ser múltiple: una demora. Ya demorarse en un libro prohibido, ya estar demasiado tiempo fuera de la casa (leyendo). Así, la literatura para Beauvoir se constituye desde sus años tempranos en un ejercicio de transgresión, aunque no menos de integración. Por un lado, cumple con mandatos o recomendaciones de lectura, por otro evade la censura. Lo que lee le permite participar de las conversaciones de los mayores y lo que lee le permite emanciparse, en contra de las afirmaciones de los mayores, aun cuando este sea un ejercicio silencioso. A partir de las lecturas, se descubre en más de un momento la íntima relación entre placer y sospecha.27

El gusto por la lectura la posiciona en el sitio de la mejor tanto como en el de la peor. La mejor alumna, la hija aplicada pero simultánea o sucesivamente la que se desaplica en la escuela porque la literatura la distrajo, la que desobedece a los padres influenciada por los libros que lee. Contra el mandato externo, el dictado interno, y la literatura en la joven Simone acaba por ocupar ese lugar. Fuente de placer, de conocimiento y valentía, allí prueba y encuentra todo lo que debe y quiere saber, desde el sexo hasta lo religio- so de lo que abjura. Por los bordes de la lectura, junto a la observación de los discursos y las conductas de quienes la rodean, descubre las contradicciones de los otros e intenta ser coherente.

La lectura opera como un auténtico ordenador (de sentido) oponiéndose a cualquier otra autoridad. Y su autoría vendrá a completarlo.

Por ello, hasta llega a infligirse una autocensura letrada: “me prohibí las lecturas frívolas, las conversaciones inútiles, todas las diversiones” (Ib., p. 185). Es este el registro de la seriedad que se transforma en severidad. Esa cerrazón inicial, esa severidad y la austeridad consiguiente son vistas (propuestas) en términos positivos en cuanto darán origen al rigor intelectual. Cansancio, ascetismo para sostener el trabajo en el nivel de lo trascendente; agotamiento, “embrutecimiento” llega a decir. Atraviesa el tópico de la utilidad de la propia vida, contra el aburrimiento, contra la resignación, bajo la gran sinceridad de las memorias, mirándose en perspectiva, sin piedad, sin perplejidad y siempre con gusto.

“En vez de vivir mi insignificante historia particular, participaba en una gran epopeya espiritual” (Ib., p. 191).

La creyente

Estamos frente a una literatura a la par de la religión. “Los libros que me gustaban se convirtieron en una Biblia de donde extraía consejos y socorro” (Ib., p. 190); la etimología le hace un servicio, puesto que toda palabra inteligente se le vuelve sagrada, imantada por el efecto de los textos, su Biblia personal y laica, ávida y multiforme ocupa el mismo lugar central que en su pasado ocupara el verbo divino.

Beauvoir se transforma definitivamente en una creyente, creyente de y en la palabra de sus mayores más respetados –sus maestros–; esta entrega abnegada y discipular es la que prepara su personalidad para el “golpe” del encuentro con Sartre: la futura creyente del existencialismo ya está allí, en la joven que formaliza sus saberes a través de la academia (es decir, en la adulta existencialista que formaliza para la narración autobiográfica aquellos saberes de la joven). Tal formalización cuenta, en verdad, con dos registros que se mixturan, el de la lectura y el de la escritura, no solo por la tematización que ambas actividades nodales adquieren en el relato sino mucho más por las prácticas con las que ella enfrenta y trabaja sus Memorias, las cuales se apoyan en un diario escrito en su momento, que ahora, en perspectiva, Simone lee. El tiempo de lo narrado es simultáneo a una primera narración y ambos se imbrican en la nueva. La prueba de que el diario aún existe y es consultado resulta explícita dentro de las mismas Memorias: “Mi diario lo explica mal; pasaba muchas cosas en silencio y me faltaba perspectiva. Sin embargo, al releerlo, algunos hechos me saltaron a la vista” (Ib., p. 192). Será el diario con mayúscula, incluso llegará a escribirlo así, un diario con tipografía de libro, el Diario –quiero decir que (si nos fiamos en las ediciones) en ese caso hasta utilizará cursiva para aludirlo: “[...] en adelante pretendí desdoblarme, mirarme, me espiaba; en mi Diario dialogaba conmigo misma” (Ib., p. 194).

La que escribe el presente escribe para el futuro. El diario se convierte entonces en otro libro de consulta; escritura de base de las memorias, la escritura de éstas opera con la lógica y la textura en capas del recuerdo, no solo en el ajuste de las imágenes y las vivencias a través del tiempo sino también en el ajuste de la propia escritura pretérita. Corregir aquel diario es menos intentar corregir el pasado que pujar por una visión global y una comprensión más totalizadora, corregir el diario es no renunciar a la alternativa de mostrar lo que ahora, en la instancia de la escritura final (“definitiva”), se sabe. Es no restarle espacio a este nuevo presente, el único, y ser fiel una vez más a su programa filosófico y estético. Corregir el diario es apostar al anuario acumulado de la escritora ya sólida. “Yo no quería que el porvenir me impusiera rupturas: tenía que abarcar toda mi escritura” (Ib., p. 109), de modo complementario y a nivel de su escritura, ella no quiere que el pasado le imponga rupturas, tiene que abarcar su presente cuando se sumerge en el ejercicio de la memoria.

La venidera

Podemos ser testigos de cómo construye la narración y su punto de vista: “En aquella época me gustaba más asombrarme que comprender; no traté de situar a Jacques ni de explicármelo. Hoy, solamente, rehago su historia con un poco de coherencia” (Ib., pp. 201-202). Se trata nada menos que del cruce entre cronología y memoria que la asaltará como preocupación formal en La vejez.

El lugar propio, privado, no funciona tanto contra el lugar público como contra el lugar común en la escritura del yo, un yo –aunque en formación– notoriamente poco escurridizo.28

Proyecta: “Escribiendo una obra alimentada por mi historia me crearía yo misma de nuevo y justificaría mi existencia” (Ib., p. 146). O bien: “Pensaba en mí, desde adentro, como en alguien que está formándose, y tenía la ambición de progresar hasta el infinito” (Ib., p. 149).

Estos ejercicios de auto(pro)creación le permiten, poco después, demostrar su plenitud porque: “[...] yo era esperada por mí misma” (Ib., p. 151). E insistir con algo que es el programa que ya tiene entre las manos; desde adentro de la autobiografía misma, Beauvoir nos tiende sus claves demasiado organizadas: “Cuatro o cinco años de estudio y luego toda una existencia que yo moldearía con mis manos. Mi vida sería una hermosa historia que se volvería verdadera a medida que yo me la fuera contando” (Ib., p. 172). Es lo que está haciendo en ese preciso instante, al tiempo que la socializa. Quizá por la propensión a la felicidad a la que alude en este libro, Simone decide que su historia sea hermosa. Se le nota el gusto no solo de narrar sino también de lo narrado; se gusta a sí misma,29 se comprende. Se quiere de memoria.

Juzga que nadie la admitía tal como era: “nadie me quería: yo me querré lo bastante, decidí, para compensar ese abandono. Antes me convenía a mí misma, pero me ocupaba poco de conocerme [...] yo era el paisaje y la mirada: yo sólo existía para mí y por mí” (Ib., p. 194). Y al mismo tiempo, “se sentía bastante fuerte para defender su único bien contra los golpes y contra las caricias y para mantener siempre su mano cerrada” (Ib., p. 195), así lo confiesa, con comillas, como una cita del diario. El desafío era mantenerse al resguardo tanto del bien como del mal, de lo suave y de lo hostil, para no ceder excepto bajo la propia convicción. No caer en el espejismo de la persuasión de la caricia o de la blandura, con una forma solapada de presión (fuera o no intencional), cuyo destino es conquistarnos para las ideas del otro.

De ahí que también merodee la ausencia de ella en los otros y en sí misma, ya como pérdida, ya como perdición: “¿dónde encontrarme?” (Ib., p. 197). “La literatura me ayudaba a rebotar de la desesperación al orgullo” (Ib., p. 197).

Enfrentada a esos límites existenciales donde lo que se persigue con desvelado ahínco es la libertad, las reflexiones sobre el lenguaje le tienden otros espejismos. “Siempre me había debatido contra la opresión del lenguaje; ahora me repetía la frase de Barrès: ‘¿Por qué las palabras, esa precisión brutal que maltrata nuestras complicaciones?’” (Ib., p. 196), en contra de la firmeza con la que asegura que el lenguaje hace más soportable hasta el dolor. Y el camino se traza: “Mi único recurso era mi diario íntimo [...]” (Ib., p. 211). El recurso es existencial y literario, un recurso-refugio; Beauvoir insiste en colocar a la literatura en el lugar de la salvación.

La ejemplar

Con una reiterada “voluntad de decirlo todo” (Ib., p. 245), la literatura, en sus declaraciones, queda por encima de la filosofía, pero la ficción se presenta como ejercicio ontológico. El primer intento narrativo ficcional es paralelo a la escritura del diario: “Lo que yo soñaba era escribir una ‘novela de la vida interior’; quería comunicar mi experiencia; dudé” (Ib., p. 211). Existe en Beauvoir una tensión constante de estas alternativas que se integran y es sobre por cuál género narrativo optar. Así también nace El segundo sexo.30

La idea por la que se lanzó hacia El segundo sexo le interesó tanto que, como analiza en La fuerza de las cosas, “abandoné el proyecto de una confesión personal para ocuparme de la condición femenina en general”.

De hecho, El segundo sexo arranca en el reverso de la autobiografía no escrita, la autobiografía pendiente es la que empieza a articularse con las Memorias de una joven formal ya situada desde El segundo sexo. El diálogo es permanente entre uno y otros textos. “A partir de sus memorias podemos decir cuánto de su propia experiencia y de la de sus amigas se refleja al menos en los primeros capítulos de la parte 2 de El segundo sexo”, propone Michael Walzer31 en 1988, pero el tono de El segundo sexo es impersonal. Se trata de un distanciamiento deliberado de la ensayista, frente a la proximidad inevitable (impuesta por el género narrativo) de la memorialista.

A su turno, la luz que El segundo sexo arroja sobre las Memorias de Beauvoir, aparte de leerse en la línea general de su pensamiento, puede encontrarse en correspondencia de ideas como las siguientes, que dejan en paralelo ambas obras: “Hay pocas tareas más emparentadas con el suplicio de Sísifo que las del ama de casa; día tras día, es preciso lavar los platos, quitar el polvo a los muebles y repasar la ropa; y mañana todo eso volverá a estar sucio, polvoriento y roto. El ama de casa se consume sin cambiar de lugar; no hace nada; perpetúa solamente el presente [...]”.32 Ese inacabamiento en su propia existencia delata la inutilidad en el terreno de lo trascendente, sobre lo cual Beauvoir medita y a lo cual apuesta. Es la misma pesadilla que vislumbra la joven alerta de sus Memorias cuando, conjurando la monotonía, dice: “Cada día, el almuerzo, la comida; cada día lavar platos; esas horas infinitamente repetidas que no llevan a ninguna parte: ¿viviría yo así? Una imagen se formó en mi cabeza, con una claridad tan desoladora que aún hoy la recuerdo: una hilera de cuadrados grises se extendía hasta el horizonte, disminuidos según las leyes de la perspectiva pero todos idénticos y chatos; eran los días y las semanas y los años” (Ib., p. 108).

A pesar de sus advertencias fuera del texto, este también se presenta como representativo de las mujeres en general, ella se yergue a sí misma como exemplum, uno que puede funcionar como tal en el círculo de lectoras liberales (fundamentalmente blancas, occidentales, cristianas, pequeño-burguesas, heterosexuales, educadas, etc.), sosteniendo una de las claves de su eficacia en la identificación, pero el ejemplo no cuaja con igual eficacia, sin ser forzado, fuera de su clase y su perfil (de intelectual, etc.). Ahí reside cierta dimensión de la política liberal, individualista y universal de ese existencialismo, por más limitados y paradójicos que resulten estos términos. Quizá sea cierto que “la fuerza de su análisis, pero también sus dificultades, tienen su origen en este supuesto crucial, que es al mismo tiempo un signo de generosidad y de arrogancia”, según cree Walzer, y que sirvió después y sirve “en la actualidad como el contrapunto teórico necesario para un feminismo diferente”, pues el pensador norteamericano sugiere en 1988 que, en dicho sentido, “El segundo sexo constituye [...] una equivocación sostenida y brillante” (Ib., p. 157).

Esta afirmación fogonea la polémica instalada alrededor del mismo pero, aun cuando la equivocación fuese tal, ha- bida cuenta de su contexto, de lo imprescindible que resultó y del antes y el después que trazó, con todas las revisiones históricas a cuestas, es fascinante el hecho de la imposibilidad de soslayar su lucidez y su coherencia. Ojalá todas las equivocaciones de la historia fueran tan sostenidas y brillantes como la de aquella mujer que, amorosamente, se tomó entre sus manos. Y aún toma las nuestras.

23 Esta ponencia fue escrita en 1999 y revisada y modificada por la autora en 2020.

24 Escritora, crítica literaria y filóloga. Es investigadora y profesora universitaria en la Facultad de Filosofía y Letras (UBA).

25 Simone de Beauvoir: Memorias de una joven formal, trad. Silvina Bullrich, Buenos Aires, Sudamericana, 1989, p. 60. Todos los resaltados en itálica pertenecen a la autora.

26 Pero también por el ensayo La vejez (1970), La ceremonia de los adioses (1981) y Cartas al Castor (1983), más tarde.

27 Cfr., entre otras, la vivencia de Zaza: “Los libros que a Zaza le gustaban, [a su madre] le parecían sospechosos; se inquietaba”, en S. de Beauvoir: O. cit., 1989, p. 225.

28 S. de Beauvoir: O. cit., p. 162: “Pues era yo, de quien siempre me habían hablado mediante lugares comunes, de la que de pronto se trataba. ¿De dónde salía mi conciencia? ¿De dónde sacaba sus poderes?”

29 Adviértase, por ejemplo, el momento en el que se reconoce satisfecha de sí: “‘Parece que usted triunfa en todo lo que emprende’, me dijo [...] Por lo tanto, marchaba hacia adelante, confiada en mi estrella y muy satisfecha de mí misma”, en S. de Beauvoir: O. cit., 1989, p. 294.

30 Ana Boschetti afirma, en 1985, que “la tarea del intelectual comprometido según Sartre –pensar el presente a partir de la propia experiencia– legitima el contenido autobiográfico que vincula las obras más generalmente apreciadas de Simone de Beauvoir, las novelas y las Memorias tanto como los reportajes y las investigaciones acerca de la condición femenina. Por lo demás, la autora ha reconocido un deseo autobiográfico latente en el origen de sus libros más célebres”, es decir El segundo sexo y Los mandarines. Ver A. Boschetti: Sartre y “Les Temps Modernes”, Buenos Aires, Nueva Visión, 1990, p. 185.

31 Michael Walzer: La compañía de los críticos. Intelectuales y compromiso político en el siglo XX, Buenos Aires, Nueva Visión, 1993, p. 161.

32 S. de Beauvoir: El segundo sexo, Buenos Aires, DeBolsillo, 2012, pp. 411-412 (Trad. J. García Puente).

El segundo sexo en el Río de la Plata

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