Читать книгу Murales no albergados - Magdalena Dardel Coronado - Страница 8

Оглавление

I. Arquitectura, espacio, soporte y pintura

Los actos poéticos y los signos

En 1952 se fundó el Instituto de Arquitectura en la Universidad Católica de Valparaíso, liderado por Alberto Cruz Covarrubias, a quien Jorge González Förster, rector de la Universidad, había convocado. De acuerdo con los relatos orales10, la condición de Cruz para aceptar la invitación de Förster fue la incorporación de un grupo de intelectuales compuesto por Francisco Méndez y los arquitectos Arturo Baeza Donoso, José Vial Armstrong, Miguel Eyquem Astorga y Jaime Bellalta Bravo, y el poeta argentino Godofredo Iommi Marini. Fabio Cruz Prieto se unió al grupo ese mismo año. El escultor concreto argentino Claudio Girola Iommi, quien tenía contactos con el grupo a través de su tío Godofredo, se integró al proyecto en el año 195511. Los miembros de este instituto se incorporaron como docentes a la Escuela de Arquitectura de la Universidad, que había sido fundada en 1937 y que, desde entonces, tenía foco en la arquitectura moderna. El aporte de los nuevos profesores consistió en sugerir una mirada interdisciplinaria que se centrara en los vínculos entre ciudad, arquitectura, arte y poesía.

Desde sus orígenes el instituto buscó una relación profunda con el lugar, aprovechando las particularidades geográficas y arquitectónicas de Valparaíso y se le entendió como un taller y un lugar de experimentación12, lo que permeó no solo las investigaciones del instituto, sino que también los cursos de la Escuela de Arquitectura. Alejandro Crispiani describió la «Primera exposición en Chile de arte concreto. Artistas concretos argentinos. Girola, Hlito, Iommi, Maldonado», una de las primeras actividades del grupo, como sigue:

Desde un principio, el objetivo era no solo encontrar un lugar para la exposición que tuviera cierto grado de significación dentro del área Valparaíso-Viña del Mar, sino también que los objetos artísticos que se expondrían tuvieran un cierto grado de «localización», es decir, que pudieran medirse con la ciudad y la geografía que los albergaba. Esto permitiría romper la tradicional neutralidad del espacio de exposición y, por el modo de su instalación física, los objetos podrían proyectar sentidos que de otra manera hubieran permanecido apagados.

[Para] hacer que los cuadros y las esculturas concretas enfrentaran el Pacífico, especialmente ese sector que la ciudad había hecho suyo: la bahía de Valparaíso, con sus embarcaciones y sus cerros completamente ocupados por construcciones. Esto era importante porque el instituto había tomado a la ciudad como caso de estudio y como cantera para el conocimiento real de la arquitectura y de los hechos urbanos. El acondicionamiento del lugar elegido se hizo de manera tal de garantizar un máximo contacto entre ciudad, mar y piezas artísticas […] de manera que los tres elementos se presentaban casi en igualdad de condiciones en un solo ámbito13.

El sistema de enseñanza aplicado en la escuela y relacionado con la propuesta desarrollada por el instituto estaba basado en tres principios: la experiencia, los actos poéticos y la vida colectiva, que se sintetizaban en la idea de un ofrecimiento a la comunidad a través del trabajo. La experiencia determinaba el quehacer académico, entendido desde la acción. Mientras, la enseñanza era esencialmente práctica: profesores y estudiantes participaban de igual manera en un trabajo colectivo14 y horizontal, aunque los actos poéticos llevados a cabo con este sistema tuvieran una autoría específica15.

La síntesis de esta propuesta se puede encontrar en varios ejercicios realizados por el grupo. En la bitácora de viaje de la travesía Amereida16 se narra la participación del grupo en una procesión religiosa, el diálogo con profesores y alumnos de una escuela rural y la visita a un cementerio local17; todas entendidas como instancias reflexivas centradas en la comprensión y apropiación del espacio, aspecto que se venía desarrollando desde los primeros años18. La perspectiva poética desarrollada por la EAV tuvo un correlato en la experiencia espacial, tanto urbana como rural, que se condensó en su sistema pedagógico y que constituye su aspecto más novedoso y radical en relación con la enseñanza de la arquitectura19.

Fabio Cruz explicó que la idea fundamental del grupo era aprender arquitectura a través de la experiencia, por ello las distintas instancias generadas en el instituto se cristalizaban en actividades académicas en la escuela. Por ejemplo, de los estudios sobre el compartimiento del viento emanados del proyecto presentado al concurso para la construcción del nuevo edificio de la Escuela Naval de Valparaíso (1956), surgió luego un laboratorio de investigación eólica20. Otras experiencias desarrolladas por el instituto, como exposiciones, actos públicos en la ciudad o intervenciones artísticas, incorporaron estudiantes, evidenciando la importancia que la pedagogía cumplió en esta etapa.

La relación entre autoría individual y trabajo colectivo tuvo en el acto poético su expresión más definitoria. En él se sugería que la palabra poética precede a la creación arquitectónica, instalándose en el espacio antes que ella. Por lo mismo, se le otorgaba un lugar privilegiado al ser la encargada de albergar y orientar el acto creativo, tanto plástico como arquitectónico. Si bien durante los primeros años del grupo la palabra poética ya cumplía un rol esencial, su impulso definitivo se encuentra en el viaje que realizaron desde fines de la década de los cincuenta hasta mediados de la década de los sesenta Méndez, Iommi y Eyquem a Europa con el objetivo de «ponerse en contacto con los originales»21. El viaje permitió que el resto de los integrantes de la escuela se nutrieran de las ideas de la escena arquitectónica y artística europea transmitidas por ellos a su vuelta al país. Este viaje constituyó un punto fundamental dentro de la historia de la EAV, tanto que la historiografía que ha abordado el tema ha considerado que con él terminó la primera etapa asociada a su fundación22.

Los actos poéticos realizados en Europa por Méndez e Iommi junto a distintos invitados deben entenderse como una sofisticación de lo que tempranamente se había realizado en Valparaíso. Fue allá en donde adquirieron una mayor complejidad visual y teórica, que luego se presentó en los ejercicios llevados a cabo en la travesía Amereida, en 1965. Para Méndez, estos actos poéticos fueron fundamentales. En 1979 narró una manifestación plástica en un acto poético en las afueras de la ciudad francesa de Vézelay, muy probablemente en 196223, al cual fue invitado por Iommi de la siguiente manera:

Estábamos una mañana, bastante fría, en un campo de Francia, en los alrededores de Vézelay, llevados por la invitación del poeta Godofredo Iommi a la aventura poética que llamara «la Phalène». Éramos varias personas: poetas, filósofos, intelectuales, yo y otro pintor.

Estábamos en medio de un campo recién labrado, de oscuro color tierra de siena tostada, rodeado de leves lomajes que extendían la suave campiña francesa en tonos verdes, celestes, amarillos claros.

En medio de esta extensión se alzaba un árbol grande de forma bastante precisa, un ciruelo.

Se hace la ronda poética alrededor del árbol; los poetas nos invitan a la ronda, y terminado el acto, Godofredo Iommi se dirige a nosotros dos, los pintores, y nos dice: «Bueno, ahora les toca a ustedes», y nosotros ahí al medio. Entre que nos bajó la furia, ¿cómo nos pide que hagamos algo, sin pinturas, sin telas?, ¿qué se hace? En medio de nuestra desesperación, nos acercamos al árbol, yo veo una gran piedra blanca, enorme. Le pido a mi amigo pintor que nos ayude a ponerla arriba del árbol, donde se bifurcan las ramas. La colocamos, nos alejamos un poco para ver el efecto, y vemos que había aparecido algo. La piedra arriba en el árbol, el hecho insólito que estuviese allí, donde estaba daba cuenta de la aparición de un hecho plástico. No solo nosotros dos, sino todos los que estaban allí, lo reconocieron.

Le sacamos fotografías, y todo el que las ha visto hasta hoy día, también lo reconoce.

Cuando descubrí la piedra, estaba todavía en el entendido convencional de la pintura. El ciruelo podía ser un caballete, la piedra el soporte sobre el cual trataría de insertar algún signo.

Pero cuando la levanté y la pusimos ahí arriba, se impuso por sí misma que quedara así y que no iba a ser otra cosa que lo que había ahí.

Se había producido el transcurso o el paso de una relación entre una situación que quería ser pictóricamente convencional a una situación pictórica albergada por la poesía.

Y solo puede haber aceptación de este transcurso, cuando la pintura tiene un horizonte, o como dice Braque, un objetivo que es «lo poético»24.

En otro texto de 2015 entregó nuevos detalles:

Se decidió ir a un lugar en la zona de Vézelay.

Íbamos en varios autos, recuerdo a los poetas Michel Deguy y Josée Lapereyre, además del poeta Iommi. Cargamos materiales para pintar con el pintor Pérez-Román. Éramos cerca de diez personas.

Iniciamos el viaje en un día muy luminoso después de la lluvia, cielos muy azules y límpidos en que se deslizaban henchidas nubes blancas. Región de suaves colinas de tonos verdes y ocres, algunas masas de árboles con toda gama de verdes oscuros. Acercándonos a Vézelay ya veíamos de lejos alzarse las torres de la catedral, lejanas, blancas, rosadas.

Al internarnos en un camino secundario bordeado de campos cultivados, pasamos al lado de un gran campo recién labrado, de un intenso color siena tostada. En pleno centro del campo había un gran ciruelo, cuyas dos principales ramas formaban una y griega. G. Iommi pide que nos paremos y descendiendo del auto se interna en el campo en dirección al círculo. Una vez allí nos convoca a formar una ronda alrededor del árbol. Los poetas comienzan a improvisar su poesía, medio declamando, medio invocando a grandes voces.

Terminada la ronda, G. Iommi se dirige a mí y a Pérez-Román y nos dice: «Bueno, ahora les toca a ustedes».

En ese momento nos baja el pánico, pues los materiales habían quedado lejos, en los autos. Nos sentimos totalmente desguarnecidos.

Veo que hay una gran piedra al pie del árbol, de color blancuzco amarillento. Le pido a Pérez-Román que me ayude y la colocamos en el vértice que formaban con el tronco las dos ramas principales.

La piedra colocada entre las dos ramas y el tronco, que eran de color rojizo oscuro, adquirió un especial esplendor. Árbol y piedra formaban una sola unidad. Se habían convertido en –imagen–.

Todos los de la ronda se asombraron de la especie de transfiguración que había sufrido el árbol. Al volver a los autos, Pérez-

Román pintó un poste de teléfono que había ahí cerca, con varios colores, para señalar el lugar.

Ahí quedó la –piedra en el árbol–, imponiéndose por sobre el campo labrado, las verdes colinas, las masas de árboles alrededor y todo el paisaje lejano25.

Si bien se narra el mismo episodio, la distinta manera de abordarlo permite comprender en mayor profundidad los objetivos del acto poético y la irrupción del primer ejercicio sígnico. En ambos se refuerza la indicación del poeta como punto de partida y el nerviosismo propio de la urgencia de responder al llamado, que en el primer texto es definido como furia y en el segundo como pánico. Al depositar la piedra sobre el ciruelo, el texto de 1979 señala que en ese momento «había aparecido algo», mientras que en el de 2015 se le menciona como un «especial esplendor». Si el acto poético irrumpe la cotidianeidad26, el signo irrumpe en el acto poético. Esto implica un cambio en su configuración, que a partir de ese momento incluyó la visualidad: en uno de los textos aparece como hecho plástico, en el otro como imagen. Ambos coinciden que el gesto involucra una transformación, generando una «situación pictórica albergada por la poesía» que implica una señalización del lugar en donde ocurrió.


Fig. 2: Primer signo. Piedra sobre ciruelo. Vézelay, hacia 1962-1963.

Archivo Histórico José Vial Armstrong.

Desde entonces, el signo se incorporó de manera relativamente estable a los actos poéticos, que –hacia el mismo periodo, según ha coincidido la historiografía–27 se comenzaron a denominar phalène28, palabra francesa que significa polilla nocturna. Fernando Pérez sugirió que el nombre fue dado al abrir al azar un diccionario francés, tal como el mítico bautizo del dadaísmo29. En realidad, el apelativo surgió a inicios de la década de 1960 en Francia, propuesto por François Fédier30.

Si bien no está clara la diferencia entre ambos, se ha señalado que el acto poético tendría un carácter más general que la phalène31, aunque también, como ha mencionado Crispiani, se les ha presentado como sinónimos32.

Quisiera defender la idea de que la phalène es una etapa más avanzada del acto poético, cuya principal diferencia es la inclusión del signo. Este elemento no pretendía ser artístico, sino que, de acuerdo con Méndez33, buscaba presentarse como un hecho plástico, que formara parte de la phalène en cuanto a un todo cohesionado en donde dialogaban varias manifestaciones artísticas simultáneas. Pese a su condición efímera, los signos dan cuenta de la búsqueda por dejar un registro de lo ocurrido, transformando el carácter de la acción poética. El signo, en cuanto huella, es cercano al concepto de índice de Rosalind Krauss: «Son señales o huellas de una causa particular, y dicha causa es aquello a lo que se refieren, el objeto que significan»34. Al incorporar las artes visuales como tercera disciplina al antiguo acto poético, se le dio un carácter más permanente, superando la transitoriedad de la poesía y su condición de guía de la arquitectura.

Siguiendo a la teórica Florencia Garramuño, se puede afirmar que, al incluir al signo como indicador, el tránsito del acto poético a phalène también implicó que esta pasara a ser una obra formalmente inespecífica. Esto apunta a su capacidad para hacer dialogar a varias disciplinas artísticas poniéndolas en tensión. En Garramuño esta condición va más allá de la interdisciplinariedad de la obra35, aspecto que el acto poético ya estaba desarrollando desde sus orígenes36. Su rol era, a través de la palabra poética, abrir y orientar la creación arquitectónica: se trataba de explorar la poesía como una dimensión práctica, que se encontraba al servicio de la arquitectura y la enriquecía.

La inespecificidad medial, dada por la incorporación del signo, dio paso también a la inclusión de una estética de emergencia, que se manifestó mediante la utilización de todo tipo de materiales para realizar estos hechos plásticos. La incorporación de desechos, piedras, tierra, metales, maderas y otros dan cuenta que, en el interés por dejar una huella, no se reparó en su materialidad. Desde la acción de Méndez, el signo, como estrategia de emergencia con objetivo de señalética, se instaló como práctica abierta a la experimentación material. Es posible desde aquí comenzar a trazar una línea que permite identificar la incorporación del elemento sígnico en la trayectoria de la EAV, que se presentó en los signos realizados en el contexto de las phalènes. Este se encuentra también en otros de los ejercicios realizados en la escuela que, en distintos grados, comenzaron a incorporar tanto la estética de emergencia como la inespecificidad medial.

La intervención de Méndez sirvió para que Iommi conceptualizara la noción de signo pictórico, entendida como el residuo físico de la phalène, esencial pero no definitorio de la acción. Esto permitió consolidar el acto poético como hecho artístico colectivo y multidisciplinario. Al igual que todas las acciones creativas emprendidas por la EAV, se caracterizó por la participación y construcción grupal a la vez que una autoría individual. Por ello, el arquitecto Alejandro Crispiani lo definió como jerárquico, liderado por el poeta y abierto a los demás participantes37. Sobre estos actos, Francisco Méndez señaló:

La invitación dejaba en absoluta libertad el aceptarla, así, muchas veces no fueron los que se pensaba que irían, en cambio, llegaban personas que no se esperaban [...]

Se escogía algún lugar propuesto por algún miembro del grupo. Este lugar podía ser en el campo, en un lugar vacío de público o en la ciudad, en medio de la gente. También podía ser deteniéndose en el camino que nos llevaba al lugar escogido.

Se iniciaba el acto cuando los poetas improvisaban o leían los poemas. Mientras, los artistas, durante o después de los poemas, creaban hechos plásticos. A veces eran los artistas los que iniciaban el acto38.

La experiencia y los actos poéticos estaban atravesados por el pilar de la vida colectiva, al sugerir como factor relevante el trabajo participativo en el espacio público. Esta idea, que retomaré más adelante, permite comprender que tanto el Taller de Murales como el Museo a Cielo Abierto fueron articulados desde estos tres principios.

El Taller de Murales

La etapa de madurez que marcó al grupo tras el regreso de Europa y la travesía Amereida estuvo atravesada por las causas y consecuencias del movimiento universitario de los años 1967 y 1968. Esto implicó que la visión de mundo que caracterizó a la EAV desde su fundación adquirió otros matices, enfocado principalmente en una crítica al sistema de enseñanza en las universidades latinoamericanas. Este proceso, denominado reoriginación universitaria, fue visto como el impulsor del movimiento renovador que atravesó a otras universidades chilenas el mismo año. Se consideró, incluso, que el movimiento emanado por la Escuela de Arquitectura UCV prefiguraba el Mayo del ’68 francés debido al apoyo que recibió desde un inicio por parte de académicos europeos39.

Además de la reestructuración institucional derivada de este movimiento que dio origen a nuevas unidades académicas, la EAV sufrió modificaciones internas de gran importancia para su posterior desarrollo: la creación de las carreras de Diseño Industrial y Diseño Gráfico y el surgimiento del Instituto de Arte, a la luz de su carácter interdisciplinario. Bajo el título de bottega, este continuó con los ejercicios experimentales que la EAV ya había desarrollado desde sus primeros años (incluyendo fotografía, cine y poesía)40, generando instancias tipo taller41.

En marzo de 1969, el Instituto de Arte comenzó a impartir docencia de asignaturas generales para todos los alumnos de la universidad, cuyo objetivo era impregnar del criterio poético-

artístico a los estudiantes mediante talleres42. En ellos se proyectaron muchos de los aspectos centrales de la pedagogía de la Escuela de Arquitectura, por ejemplo la dimensión de lo público, lo interdisciplinario y la relación con la comunidad, elementos que también se manifestaron en el Taller de Murales realizado entre marzo de 1969 y septiembre de 1973.

En este taller, Méndez y sus estudiantes recorrían Valparaíso interviniendo los muros con obras no figurativas. Se debe reconocer en el profesor dos experiencias que lo influyeron: primero, la recibida como miembro del grupo EAV y, segundo, su formación pictórica, que realizó en paralelo a sus estudios de arquitectura, en la Escuela de Bellas Artes de la Universidad de Chile. No obstante, el impulso pictórico definitivo fue mientras estuvo radicado en Francia en la década de 1960 y fue cercano a corrientes del arte abstracto, formándose con Henry Goetz y Georges Vantongerloo, ambos pintores del movimiento De Stijl 43. Al volver a Chile y participar como fundador del Instituto de Arte, Méndez relacionó los conceptos fundacionales de la EAV con la experiencia de su formación pictórica francesa, siendo el Taller de Murales una síntesis de ambas.

La elección del puerto de Valparaíso como lugar para llevar a cabo el taller, en vez de Viña del Mar, donde se ubicaba el instituto, tuvo una triple razón: en términos prácticos, en la ciudad abundaban los muros de contención, tanto privados como municipales. En un sentido artístico, la peculiar geografía y arquitectura de la ciudad permitían enfrentar la pintura con el espacio urbano. Desde una perspectiva arquitectónica, se podía continuar la investigación espacial que Méndez ya había desarrollado con el grupo fundador de la EAV44, entregándole un contrapunto artístico al pintoresco paisaje porteño45. En este sentido, es posible afirmar que el Taller de Murales funcionó como una instancia que continuaba el análisis del espacio al modo del instituto, es decir, como una «interpretación del paisaje de América»46. El propio Méndez declaró sobre los orígenes y fundamentos del proyecto:

En el año 1969, al caminar por los cerros de Valparaíso, tuvimos la idea de establecer un diálogo entre una proposición absolutamente pictórica y el entorno de la ciudad, que ofrece una riqueza especial tan peculiar y tan variada, con sus calles y casas encaramadas en laderas, con sus escaleras y accesos serpenteando cerro arriba, cerro abajo, formando toda suerte de encuentros en la vista dirigida al cielo o quebrando y requebrando el horizonte.

Así surgió el proyecto de pintar murales con mis alumnos del Instituto de Arte U.C.V. Estos murales que se pintaban sobre muros de casas, muros de contención y muros de cierro, fueron ubicándose en los caseríos de los cerros que rodean la ciudad.

Establecer un diálogo entre una proposición pictórica que proponía mirar una imagen fija y completa en sí misma y la mirada que divaga recorriendo un espacio arquitectónico, tan rico espacialmente como lo es el de los cerros de Valparaíso, constituyó un desafío. A través de la experiencia que adquirimos (fueron pintados alrededor de 60 murales) pudimos observar que las pinturas conformaban un lugar desde el cual la mirada hacia la ciudad se hacía más presente y, por lo tanto, más rica47.

La cita resume el objetivo de establecer una relación con el espacio como principal fundamento pictórico y estético de esta experiencia, que el artista caracterizó escribiendo:

En los Talleres de Murales realizados en Valparaíso (1969-1973), salía con mis alumnos a pintar muros de la ciudad. Pinturas que tenían su propio cálculo pictórico independiente y autónomo de cualquier situación de prolongación de la espacialidad urbana y que pretendían recoger la mirada juntándola y volviéndola a dispersar por el paisaje urbano (nota: estos murales eran «no-figurativos»).

La disposición de las formas coloreadas y los colores mismos, diferentes al colorido circuncidante –propio al juego de las formas arquitectónicas, colores que tenían su propia luz y lugaridad, independiente de la luminosidad ambiente48.

La reflexión sugerida por Méndez tiene un correlato en la producción teórica que acompañó a su experiencia muralista y que condensó años después en diversos escritos: De la modernidad en el arte (1998); Hora de la divergencia (2003); Pintura digital (2006); Observaciones sobre dibujo y grafía (2012); De la grandeza. Lo sublime en la naturaleza - La phalène. Acción poética (2015). Cálculo pictórico (1991), junto a Historia del curso de murales en Valparaíso 1969-1973 (2018), resultan los más relevantes para comprender estas obras en el espacio público. Su interés por el formato no proviene de la tradición de la pintura mural, sino por sus inquietudes teóricas respecto a la pintura abstracta y su soporte. Dentro de esto, destaca particularmente el concepto de pintura no albergada que, si bien desarrolló en un curso a partir de 1978, tuvo sus orígenes en la experiencia porteña.


Fig. 3: Francisco Méndez y sus estudiantes en el Taller de Murales, 1969.

Archivo Luis Costa.

Entendida como «la posibilidad de estar liberada (la pintura) de toda sujeción a una organización espacial, predeterminada y existente anterior a ella»49, la pintura no albergada se cuestionaba un abandono paulatino del soporte, en donde el medio pudiera desaparecer. Méndez reconoció el primer momento de esta búsqueda en el curso desarrollado entre 1969-1973:

Esta experiencia comienza a su vez en los Talleres de Murales realizados en Valparaíso (1969-1973), en el que salía con mis alumnos a pintar muros de la ciudad. Pinturas que tenían su propio cálculo pictórico independiente y autónomo de cualquier situación de prolongación de la espacialidad urbana y que pretendían recoger la mirada juntándola y volviéndola a dispersar con otros cánones que los propuestos por el paisaje urbano50.

En el Taller de Murales, las ideas pedagógicas de la EAV se transformaron en un ejercicio práctico de pintura abstracta. De él formó parte toda la ciudad como partícipe y receptora del proyecto, pues no solamente incorporaban las obras en su cotidianeidad, sino que también participan de ella. De hecho, los trabajos se daban por terminados en una fiesta en donde los estudiantes y vecinos compartían. Así, el objetivo inicial de difundir la creación artística se expandía no solamente entre los alumnos, sino que también entre los habitantes de los cerros porteños.

Este vínculo con la comunidad Méndez lo recuerda como:

Durante la ejecución de los murales se fue estableciendo una estrecha relación con los vecinos. Fueron nuestros más asiduos colaboradores, cómplices, amigos y críticos a la vez.

A través de esa relación nos fuimos dando cuenta que había un deseo insatisfecho de compartir y convivir con obras de arte. No era impedimento que no las comprendieran, pero lo más importante era que, por primera vez, lo que nunca les fue cercano ahora estuviese en medio de ellos. Y también el ser tomados en cuenta, cuando su suerte había sido siempre el de ser los eternos olvidados del progreso urbano de la ciudad51.

El vínculo pintura-ciudad tomó un rasgo más institucional cuando, en 1972, la Municipalidad de Valparaíso reconoció a Méndez por el proyecto. Como consecuencia de este impulso y pensando en una segunda parte, el profesor invitó a los artistas Eduardo Pérez (Eduperto), Eduardo Vilches y Nemesio Antúnez (en ese entonces director del Museo Nacional de Bellas Artes) a participar diseñando obras especialmente pensadas para este taller.

El primero en participar fue el pintor Eduardo Pérez, quien había establecido vínculos con Méndez estando ambos en París. En un largo muro ubicado en la parte alta de la escalera Pasteur en el cerro Bellavista, Pérez diseñó una obra considerando la arquitectura del sector, particularmente una antigua casona de tres pisos que está justo arriba del muro a intervenir. La obra, retomando la propuesta teórica de Méndez, sugería una relación pintura-paisaje a partir de figuras geométricas.

Este trabajo se desenmarca del resto de la producción de Pérez –hasta entonces, cercana a la iconografía precolombina– y estaba pensado como un diseño de intervención urbana. Por esta razón, el artista prefirió firmar la obra con su nombre y no como Eduperto,

su pseudónimo artístico, que comenzó a utilizar desde inicios de la década de 196052.


Fig. 4: Mural de Eduardo Pérez en la escalera Pasteur, cerro Bellavista, h. 1972.

Archivo Eduardo Pérez Tobar.

Unos metros más arriba, en la misma escalera, se ubicó el mural del pintor y grabador Eduardo Vilches. Desaparecido durante la década siguiente por cambios urbanos derivados de los estragos causados por un temporal, en esta obra predominaban las referencias no figurativas que Méndez le había dado como sello al taller. Tal como Pérez, Vilches dejó de lado su estilo más característico para acercarse al enfoque del curso.


Fig. 5: Mural de Eduardo Vilches en la escalera Pasteur, cerro Bellavista, h. 1972.

Archivo Eduardo Pérez Tobar.

El mural que iba a realizar Nemesio Antúnez demoró mucho más en ser comenzado, pues el pintor quería rendir en él un homenaje a Pablo Neruda y para ello buscó un muro que fuera visible desde La Sebastiana, ubicada varias cuadras más arriba de las obras de los otros dos artistas invitados. Las ocupaciones de Antúnez como director del Museo de Bellas Artes hicieron que tardara en encontrar el muro en que quería plasmar su pintura, protagonizada por una bandera chilena. Cuando estaba comenzando a trabajar en ella, el golpe de Estado obligó a detener las labores que apenas comenzaban, sin quedar registros de ese proyecto53.

El hecho que los dos artistas invitados que concretaron su mural hayan pensado sus aportes al Taller de Murales desde la perspectiva de Méndez antes que su propio lenguaje artístico, se relaciona con mantener una línea definida en el curso. La autoría individual de cada uno de los muralistas convive con la participación colectiva en donde profesores, estudiantes y pintores buscaron establecer una relación con la ciudad, la que se volvió a presentar, veinte años después, en el Museo a Cielo Abierto de Valparaíso.

El Taller de Murales convivió con otras dos experiencias de trabajo mural en el entorno urbano. Por una parte, las brigadas muralistas, de explícito componente social y político, con las que no estableció relación54, y la propuesta muralista desarrollada por Francisco Brugnoli en Viña del Mar como profesor de las carreras de Arquitectura y Diseño de la Universidad de Chile en Valparaíso. Coloquialmente denominada «brigada Mondrian», en esta experiencia el artista y sus estudiantes intervenían muros bulldozer con papelógrafos en donde realizaban una proyección lineal de los cuerpos en el espacio. La propuesta, inspirada en la teoría de Maurice Merleau-Ponty, era un ejercicio proyectivo y matemático antes que pictórico y no tuvo vínculos con el Taller de Murales, más allá de ser ambas un planteo experimental en un contexto universitario55. Estas tres experiencias se suprimieron durante la dictadura y únicamente el Taller de Murales se rearticuló con el regreso a la democracia.

En el Taller de Murales aparecen tanto el interés en el paisaje urbano y el diálogo entre el lugar y la obra como el curso en cuanto instancia de formación y experimentación, aspectos heredados de la EAV y que se manifestaron también en el MaCA. De todos modos, el aspecto más novedoso de este proyecto, y más relevante para el estudio del arte chileno del siglo XX, es el interés participativo, en donde la autoría individual no desapareció, sino que se orientó hacia la práctica colectiva. En este sentido, la propuesta de Méndez se vinculó con lo que la historiadora del arte Claire Bishop definió como el giro social del arte participativo, estableciendo relaciones con la comunidad desde una perspectiva comunitaria y pedagógica56. Méndez supo instalar de manera pionera un proyecto que tenía el foco puesto en la participación57. Esto sugiere que «el muro es un registro permanente de una obra mucho más completa, performativa e interdisciplinaria de la que participaron vecinos y estudiantes liderados por un conjunto de artistas, pues Méndez preparaba el boceto y los estudiantes lo ejecutaban»58. Desde otra perspectiva, la relación entre la creación individual y la elaboración colectiva está también presente en los ejemplos de Eduardo Pérez y Eduardo Vilches, que –como artistas invitados– ofrecieron una colaboración que fuera en la línea de las propuestas realizadas por Méndez.

Si bien la dictadura frenó el proyecto colectivo del Taller de Murales, a fines de la década Méndez desarrolló el proyecto Pintura no albergada, que se vincula con los ejercicios porteños en su dimensión de ejercicio pedagógico y experimental en torno al soporte y al espacio.

Pintura no albergada

Desde 1973 y durante la dictadura, los ejercicios que la EAV había llevado a cabo en el espacio público se replegaron a la Ciudad Abierta. Fundada en 1969 por miembros de la escuela, fue definida como una comunidad de vida, trabajo y estudio en la localidad de Ritoque, al sur de Viña del Mar59.

Durante la década del setenta, la EAV implementó el Taller de América, curso que sugería a través del arte y la poesía una reflexión sobre el continente americano. Los ejercicios tuvieron un correlato en las travesías, viajes que planteaban un descubrimiento de América desde una nueva cartografía poética, reconociendo y reconfigurando el espacio. Amereida, en 1965, fue el primero y más icónico de estos viajes. Dio origen al poema de aspiraciones mítico-fundacionales del mismo nombre y a una serie de travesías que la escuela ha llevado a cabo hasta la actualidad.

Fue en ese marco que, en 1979, Méndez dictó un seminario teórico llamado Cálculo pictórico, dedicado a reflexionar acerca de la relación entre superficie, formas y orden en la pintura. Lo complementó, ese mismo año, con el curso Pintura no albergada –parte del Taller de América–, entendido como una investigación experimental y práctica de las ideas discutidas en la asignatura Cálculo pictórico. La pintura no albergada rememoraba la «situación pictórica albergada por la poesía», que había sido la piedra sobre el árbol como primer signo, y fue entendida como «la posibilidad de estar liberada [la pintura] de toda sujeción a una organización espacial, predeterminada y existente anterior a ella»60. En los experimentos realizados se cuestionaba un abandono paulatino del soporte, permaneciendo únicamente la pintura en sí misma. En este intento, Méndez reconoció el primer momento de la búsqueda de una liberación del medio en el ejercicio porteño de 1969-1973.

En el curso Pintura no albergada, Méndez radicalizó las experiencias llevadas a cabo en el Taller de Murales. Como continuación de este, buscaba desprenderse del soporte bidimensional que había sido primero el lienzo, después el muro:

El paso siguiente fue abandonar el soporte del muro. Las pinturas se colocaron directamente en el espacio natural circundante [...]

El próximo paso fue no considerar más el soporte como un plano, sino que el soporte podría ser cualquier situación que el lugar propusiera. Esto significó que las pinturas abandonaran el plano tradicional que las soportaba. La pintura No estaría más Albergada por el plano. Esto significa que ya no está más albergada por el plano de un cuadro o por un muro u otro elemento arquitectónico61.

En etapas sucesivas se propuso hacer figuras móviles a modo de cometas y volantines que, al encumbrarlos, generaban un «constante intercambio de vecinazgo y yuxtaposición de los colores»62, sugiriendo una supresión de los límites.

El profesor caracterizó su práctica pictórica como la «experiencia en el espacio natural y en el espacio urbano, la que hemos llamado pintura no albergada»63. Esta aparece aquí cercana a la noción de Pintura de presencia, que el autor desarrolló posteriormente en sus escritos64. El cálculo pictórico, en cuanto reflexión en torno a los elementos constitutivos de la obra de arte, genera una presencia, que es la pintura en sí misma. La pintura abstracta, entonces, al no buscar la representación de las cosas65, es, en definitiva, pura presencia.

La pintura no albergada viene a reafirmar el compromiso con la pintura como realidad en sí misma desde su materialidad, cuyo soporte pasa a ser irrelevante, para incluso –como en los ejercicios más radicales de 1979– llegar a desaparecer. Para Méndez:

[…] la actitud de suprimir el marco, de dejar la pintura tal cual en el bastidor, la veo como signo de una voluntad de hacer retroceder la superficie pintada para tratar de confundirse con un plano límite (teórico) del espacio en el que se halla66.

Esta búsqueda en torno a una supresión de los límites continuó siendo materia de análisis, en su intento por reconocer una pintura expandida vinculada al entorno. Su tercer momento, el Museo a Cielo Abierto, fue, por su misma naturaleza, el menos radical en cuanto a investigación pictórica, pero también el con mayor conexión con el territorio, dada su propuesta museal.

Ausencia de institucionalidad

Como ya he adelantado, el MaCA es una iniciativa inédita en el arte chileno contemporáneo que surgió desde el ánimo poético que Méndez heredó de la EAV y traspasó a los artistas participantes. En el contexto del retorno a la democracia, dicha invitación se transformó en símbolo de la libertad recientemente reconquistada y de la necesidad de volver a los espacios públicos.

En cuanto a experiencia pictórica e interdisciplinaria, este museo se entendió a sí mismo como un hecho público, participativo y colectivo cuyo foco estuvo puesto, desde un inicio, en el diálogo y el ofrecimiento de un regalo a la comunidad. Por lo mismo, la intención de preservación y conservación no fue un tema de interés en un primer momento, apareciendo tardíamente. Méndez jubiló de la Universidad a fines de 1998 y nombró a su ex ayudante Paola Pascual como curadora del museo, cargo que existió hasta 2015, cuando la Unidad de Extensión Cultural prescindió de él.

Mientras se trabajaba en las obras, la pregunta por el devenir de las pinturas no se hizo, considerando que el ánimo dominante en los pintores participantes era la acción antes que el producto67. Es posible evidenciar, por lo tanto, que el proyecto se fue institucionalizando durante la marcha, sin ser este uno de sus objetivos primarios. Pese a ello, hay dos aspectos para tener en cuenta y que demuestran que, de todos modos, hubo una noción de continuidad en el Museo a Cielo Abierto, aunque apareció en los años siguiente. El primero de ellos fue la publicación del libro Museo a Cielo Abierto de Valparaíso por la editorial de la universidad, con una primera impresión en 1995 y una segunda en 2003. El libro se hizo con el objetivo de dar a conocer la propuesta inicial y es la fuente más directa para conocer el estado original de los murales68. Según el relato de Pascual, en el momento en que se hicieron las obras no existían códigos o un registro que identificara los colores, por lo que no se pudo dejar anotaciones de ella. Además, muchos de los artistas participantes hicieron mezclas in situ, generando variaciones y nuevos colores de los que tampoco quedaron comentarios. El libro pretendía ser la referencia más directa con respecto a cómo había sido el proyecto original, pensando tanto en la dimensión técnica del uso de los colores como en las transformaciones del barrio que alberga al MaCA. Esto es relevante pues el entorno ha sufrido también numerosas transformaciones en los últimos años, evidenciados sobre todo en una intervención llevada a cabo en los primeros años de la década de los 2000 y que consistió en pintar fachadas e instalar veredas y escaleras como parte de un proyecto municipal69. Esto tuvo un efecto visual sobre las pinturas, minimizando su impacto en el sector, antes caracterizado por los colores neutros de los materiales de construcción (concreto y calamina) y que luego destacó por su colorido.

El segundo aspecto relevante fue la inclusión de los carteles informativos de cada obra. Este dispositivo, propio y característico de las instituciones museales, indica número de mural, autor y año de realización.

Aunque la pregunta por la restauración y mantención no había sido planteada, a través de la ubicación de los carteles y de la publicación del libro podemos detectar una intención de permanencia, que también se manifestó en 1994 cuando los primeros murales en presentar daños debieron ser intervenidos. Si bien en ese momento ninguno de ellos estaba rayado70, los factores atmosféricos propios de la ciudad porteña determinaron la necesidad del repintado. La mezcla entre óleo y látex utilizada se comenzó a descascarar, tanto por el paso del tiempo como por la constante humedad de la piedra y cemento sobre el que se trabajó. También el clima porteño (por una parte, humedad y salinidad del aire, pues los muros dan, en casi todos los casos, directamente a la corriente marina, y por otra, el sol, que la mayoría recibe directamente) hicieron que se decoloraran muy prontamente. Ninguno de los repintados fue autorizado explícitamente por los pintores. Se entendió que, en cuanto regalo, estas obras pasaban a formar parte del patrimonio de Valparaíso y de la administración de la universidad, por lo que su porvenir no fue consultado a los artistas.


Fig. 6: Cartel en mural 17 (José Balmes), 2011.

Archivo de la autora.

En ese momento no todos los murales necesitaron intervención y se trabajó solo en los que presentaban daños aislados. Así comenzó un repintado que continuó de manera irregular hasta el año 2011, cuando, por decisión del Departamento de Extensión Cultural, los murales dejaron de ser intervenidos, gatillando un proceso de deterioro de las obras que ha sido la tónica de la última década. Durante la década del 2000 y como parte del convenio entre la universidad y la municipalidad, se llevaron a cabo diversas acciones reparatorias que tenían como objetivo que las mismas personas que rayaban alguna de las obras y eran descubiertas, luego participaran en su repintado con materiales provistos por la universidad.


Fig. 7: Restauración mural 11 (Ramón Vergara Grez), 1994.

Archivo Francisco Méndez Labbé.

Respecto de las restauraciones totales, el museo ha tenido solamente dos. La primera fue entre los años 2003 y 2004, financiada por la Fundación Andes y ejecutada por la Dirección de Extensión Cultural de la Universidad. El proyecto buscó además realizar mejoras en el entorno, incluyendo la ubicación de dos mapas referenciales del recorrido, situados en los accesos de ambas estaciones del ascensor Espíritu Santo. Como parte de esta nueva señalética, se instalaron nuevos carteles indicativos de las obras, que permanecen hasta la actualidad.

La segunda restauración total se llevó a cabo el primer semestre de 2015 y fue gestionada por la Municipalidad de Valparaíso. A inicios de 2014 la Dirección de Turismo solicitó a la Universidad documentación técnica del museo, para el 5 de mayo del mismo año abrir una propuesta pública para la restauración de las obras con un total máximo de treinta millones de pesos chilenos71. Este concurso no tuvo ofertantes y fue declarado desierto, por lo que a fines del mismo año la Municipalidad estableció un convenio directo con la carrera de Restauración Patrimonial del Instituto Técnico Duoc, descendiendo el presupuesto a un total de dieciocho millones de pesos chilenos72. Los trabajos se realizaron por profesores y alumnos practicantes de la carrera entre los meses de enero y mayo de 2015. Más que una restauración, que fue el nombre con el que se le conoció, se debería considerar este procedimiento como un repintado, pues esta acción no fue acompañada de una investigación o asesoría histórico-artística. Por lo tanto, el equipo de restauradores tuvo un conocimiento incompleto sobre el museo, quedando así en evidencia su constante riesgo de desaparición ante la ausencia de un programa integral y estable de su restauración y conservación.

La nula vinculación permanente entre las dos instituciones a cargo del MaCA ha derivado en el deterioro constante de los murales. La Dirección de Turismo de la Municipalidad de Valparaíso ha denunciado enfáticamente que el esfuerzo puesto en este último repintado se ha visto empañado por los rayados y grafitis que comenzaron a aparecer antes que los trabajos de restauración finalizaran73. Dos meses después de su entrega, había una pérdida total en el mural 3 de Eduperto y pérdidas parciales en los murales 1 de Mario Carreño y 2 de Gracia Barrios, además de rayados menores en los murales de Eduardo Pérez, Eduardo Vilches, Ricardo Yrarrázaval, Rodolfo Opazo, Ramón Vergara Grez y Guillermo Núñez.

La Dirección Municipal a cargo del repintado ha entendido la noción de restauración escindida del contexto y de la comunidad y desvinculada de otros aspectos como la conservación preventiva, las intervenciones reversibles, la investigación y la interpretación patrimonial, sin tener en cuenta las corrientes museológicas contemporáneas y la necesidad de incorporar a la comunidad en el trabajo con el patrimonio74, más aún si este está emplazado en un entorno urbano.

Desde ahí, otros dos sucesos han continuado deteriorando el proyecto mural. La casa donde se ubica el mural de Nemesio Antúnez sufrió un incendio en septiembre de 2015 que dañó parte de la obra75. A partir de entonces se encuentra abandonada y con riesgo de derrumbe76. En agosto de 2019, en tanto, un muro de contención en la intersección de las calles Antúnez y Huito colapsó. La tragedia, que costó la vida de seis personas, generó la pérdida definitiva de los murales de Mario Carreño y de Gracia Barrios77.

Como revisaré con detención en el capítulo siguiente, para las directrices asociadas a la museología crítica la institución museal debe transformarse en un lugar público78. El MaCA es ya un lugar público, no solamente por estar emplazado en plena ciudad, sino también por sus fundamentos y orientaciones. Faltan planteos institucionales para desarrollar esta potencialidad y revalorar la propuesta desde la que nació este proyecto. Otro aspecto que se relaciona con este problema es el abandono en el que ha caído parte del cerro Bellavista. La parte final del museo, ubicada en la calle Ferrari, misma que unas cuadras más arriba alberga a La Sebastiana, la residencia porteña de Pablo Neruda hoy convertida en una casa-museo de gran atractivo turístico, está en un sector comercial y de mucha circulación. Los murales ubicados ahí (17 al 20) son los que históricamente han recibido menos daño. Mientras, el inicio del museo (murales 1 al 8) está emplazado en la escalera Pasteur, cuyo ingreso está bloqueado desde el derrumbe de 2019. Antes de la tragedia, el acceso tenía un depósito de basura y era un lugar común de reunión de grafiteros y artistas urbanos que realizaban sus obras en los mismos muros del MaCA.

La falta de compromiso institucional de parte de la municipalidad y de la universidad y el abandono del cerro Bellavista han llevado al museo a su situación actual, que evidencian que, hasta la fecha, no se ha asumido el desafío de conservarlo, sino solamente de repintarlo aisladamente, lo que ha resultado infructuoso. La escasa mantención técnica que ha tenido el MaCA durante la última década no ha incorporado criterios de museología, curaduría, investigación y educación artística. Al instalar el tema, pretendo renovar el debate sobre el proyecto, cuyo abandono historiográfico ha sido un correlato de su abandono físico.

Murales no albergados

Подняться наверх