Читать книгу INCLUSIVO, un lenguaje hacia la(s) equidad(es) - Malena Zabalegui - Страница 7

ENSAYOS PREVIOS

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Si bien el lenguaje inclusivo ganó notoriedad en 2018, la estrategia de intervenir la lengua con determinada intencionalidad política2 no es un fenómeno novedoso. Ni en nuestro país ni en el mundo, tal como veremos más adelante. En Argentina, hace varias décadas que diferentes actores sociales (no casualmente, grupos subalternizados en términos de identidad sexual3) vienen ensayando diversas maneras de evitar que nuestro idioma funcione como una tecnología invisibilizadora y discriminadora de determinadas identidades.

Ya en los años ´70 y ´80, durante la Segunda Ola del Feminismo local, las activistas argentinas denunciaban el carácter sexista del plural “masculino universal” y expresaban su repudio ante el hecho de que el género gramatical masculino pudiera nombrar a la vez lo universal y lo particular, mientras que el género gramatical femenino sólo sirviera para designar lo específico. Si la palabra “hombre” podía aludir tanto al Hombre-Humanidad como al hombre-varón, ¿por qué la palabra “mujer” no podía ser también referencia universal? y ¿por qué las femineidades debían quedar invisibilizadas dentro de un género gramatical masculino plural que no las representaba? En 1973, por ejemplo, la profesora en Lingüística Delia Suardíaz ya destacaba el modo en que las mujeres estaban ausentes en diversos usos sexistas de la lengua (tanto en el vocabulario como en el plural “masculino universal”), y en 1988 la doctora en Letras Lea Fletcher publicó el artículo “El sexismo lingüístico y su uso acerca de la mujer” en la primera edición de la ahora histórica revista Feminaria. El hecho de que las activistas hayan incluido el tema en una publicación sobre teoría feminista revela que el sexismo de la lengua ya era un tema de agenda en aquel momento.

En una época en que las mujeres lograron ser casi la mitad del alumnado universitario y evidenciaron una participación exponencial en el ámbito del trabajo remunerado, hablar de “los estudiantes” y “los trabajadores” empezó a sonar injustamente discriminador al no reflejar el protagonismo creciente de ellas en el espacio no doméstico. Algunas feministas de la época aseguran, incluso, que la idea de flexionar palabras con e para evitar la marca de género discriminadora (decir “todes” en lugar del “todos” supuestamente universal) surgió en aquel contexto, aunque la coyuntura del momento no fuera propicia para su teorización y divulgación. El terrorismo de Estado a partir de 1974, el estado de sitio durante la dictadura 1976-1983, la inestabilidad institucional ya en democracia y –por supuesto– la inexistencia de redes virtuales que facilitaran la comunicación instantánea y horizontal, todo esto impidió el desarrollo de un debate abierto sobre el tema.

Justamente porque hubo años de gran inestabilidad político-económica no sólo en el país sino en toda América Latina, los asuntos relativos al género debieron esperar hasta el nuevo milenio para disputar un lugar en la agenda pública. De manera simbólica y casi como anticipando un período de expansión de derechos populares en Latinoamérica, el 30 de diciembre de 1999 entró en vigencia una nueva Constitución en Venezuela que, por primera vez en la región, consideró a “hijos o hijas”, “extranjeros o extranjeras” y “ciudadanos o ciudadanas”. Sin embargo, pese a la bienvenida intención igualitaria del texto, el desdoblamiento masculino/femenino de cada palabra genéricamente marcada presentó y presenta todavía, al menos, tres inconvenientes:

a) Atenta contra la economía verbal, hace pesada la lectura y distrae del contenido a comunicar (por ejemplo, el artículo 39 dice: “Los venezolanos y venezolanas que no estén sujetos o sujetas a inhabilitación” …);

b) Prioriza lo masculino, al nombrar siempre primero a ese género; y

c) No considera la existencia de identidades sexuales por fuera del rígido binarismo masculino/femenino.

Durante esos mismos años iniciales del milenio, los flamantes teléfonos celulares con teclado alfabético –cada vez más sofisticados y accesibles a una mayor cantidad de personas– permitieron al público usuario trabajar en la economía del lenguaje de muy diversas maneras. Desde abreviar palabras o frases (“ke” en lugar de “que”, “tkm” en vez de “te quiero mucho”) hasta simples emoticones que condensaban oraciones enteras con su expresividad (, ), los dispositivos personales se convirtieron enseguida en mucho más que un aparato para conectarse a distancia: el carácter informal de las comunicaciones escritas tramitadas por esta vía muy pronto habilitó la creatividad popular y comenzaron así las intervenciones frecuentes en la lengua común.

La primera novedad en este sentido fue el uso de la arroba4 como estrategia sintética para referirse a grupos mixtos, integrados tanto por femineidades como por masculinidades. Porque “todos y todas” hubiera sido engorroso de escribir en los telefonitos, el “tod@s” apareció como una solución extraordinaria que no sólo era eficiente en términos de economía lingüística, sino que aparentemente evitaba la priorización de lo masculino al nombrar en un mismo espacio físico y simbólico a los dos géneros humanos hasta entonces legitimados.

Sin embargo, las críticas no tardaron en llegar. Algunos feminismos leyeron el signo @ como una pequeña a subordinada a una gran O y repudiaron entonces su carácter todavía inequitativo, mientras que ciertas personas y colectivos (como el intersex5, que empezaba a cobrar finalmente alguna visibilidad social) denunciaron el espíritu binario de la propuesta y tampoco la aceptaron. Aun así, a estas alturas los activismos ya habían asumido el compromiso social de encontrar una manera para nombrar seres humanos sin incurrir en discriminación sexual, de modo que a partir de ese momento se idearon múltiples formas sexo-político-gramaticales destinadas a incluir/incluirse en el discurso cotidiano.

Dado que los géneros humanos no estaban dispuestos a ser mal representados por los binaristas géneros gramaticales, las propuestas superadoras que se hicieron de ahí en adelante evitaron por completo cualquier alusión a las marcas de género con a y con o que habían impuesto desde siempre la academia y las costumbres. Así, bajo este nuevo paradigma anti-binario, surgió la x como marca indefinida de género con el firme propósito de incluir efectivamente a todxs. Porque la equis es una letra muy poco frecuente en nuestra lengua, su estratégica presencia disruptiva dirigía la atención del público hacia las terminaciones de las palabras (las desinencias) y las marcas de género arbitrarias que se intentaba problematizar/eliminar. En palabras de SaSa Testa, la xseñala que ahí hay una disputa”6, pero –además– en matemática la x representa una incógnita, por lo que su aparición en el discurso escrito cotidiano permitía des-naturalizar la ansiedad social por explicitar la identidad sexual de cada persona del público cuando no resultaba necesario: por ejemplo, al escribir en un cartel “Bienvenidxs todxs”.

Pese a su innegable carácter disruptivo, por tratarse de una letra vigente y no de un signo desconocido como la arroba, la equis se amoldó sin problemas a la estética de la lengua escrita, lo que facilitó que el lenguaje inclusivo con –x se popularizara como el mecanismo más divulgado (y mejor tolerado por detractores) para la denuncia sexo-política. Esta grafía recibió una aceptación tan generalizada que no sólo se propagó en comunicaciones informales y en las incipientes redes sociales, sino que en pocos años alcanzó a filtrarse en cierto sector de la industria editorial (aunque únicamente en textos de corte activista o social) e incluso en no pocas academias (también de índole vanguardista y relacionadas con las ciencias sociales). Tal fue el éxito de la propuesta que el lenguaje inclusivo con –x todavía hoy se utiliza en gran medida y es, sin lugar a dudas, la versión con intención inclusiva más difundida en plataformas escritas.

Aun así, pese a la notoriedad obtenida, hubo quienes leyeron a esta x como una tachadura e interpretaron que la propuesta llevaba implícita alguna intención de tachar/anular la identidad sexual individual, a fin de homogeneizar el mundo y crear una sexualidad única, artificialmente unisex. En especial, algunas mujeres y lesbianas adultas –que habían luchado tanto por que se nombrara y visibilizara al género femenino– hicieron una lectura del fenómeno algo apresurada y entendieron a la x como un retroceso, porque nuevamente sintieron que –al no nombrarlas explícitamente con la histórica terminación en a– la lengua no las visibilizaba en el plural “todxs”.

Al mismo tiempo, hubo alguns que optaron por eliminar directamente la vocal con marca de género, y otr_s que ensayaron el uso del guion bajo para evidenciar que sí había una identidad sexual subjetiva en ese espacio en blanco, aunque se tratara de una que no siempre era necesario especificar. Sin embargo, estas versiones fueron las menos populares y no parecen haber perdurado.

En cambio, el activismo intersex adoptó entonces el asterisco y lo hizo marca propia con argumentos sumamente potentes y poéticos: así como los cuerpos intersex resultan disruptivos y se destacan por apartarse del cuerpo estándar legitimado, del mismo modo el asterisco es un signo disruptivo que se alza por encima del cuerpo promedio de las letras y refleja así la incomodidad que siente gran parte de la sociedad ante la “indefinición” sexual-genital de algun*s.

Con mayor o menor consenso logrado, entonces, las militancias por la inclusión de todas las identidades sexuales diseñaron y desarrollaron distintas estrategias de visibilización y equiparación, cada una de ellas digna de franco reconocimiento en términos de intención igualadora. Sin embargo, pese a la innegable ambición de estos colectivos por escribir una lengua más amable y equitativa, de manera involuntaria quedó varado en el camino otro colectivo humano. Porque las palabras “todos/as”, “tod@s”, “todxs”, “tods”, “tod_s” y “tod*s” no pueden ser reconocidas por los programas de lectura que usan las personas ciegas, las innovaciones planteadas perdieron al unísono su carácter inclusivo y comenzaron a entenderse como simples expresiones de disconformidad ante el sexismo de la lengua y de la sociedad.

De todos modos, el aspecto más insalvable de las propuestas mencionadas era que quien escribía podía pensar y sentir su discurso en términos no sexistas, pero –al ser impronunciables palabras como “médicxs” o “enfermer*s”– durante la lectura cada persona reponía la letra faltante según su propio criterio, e incluso muy probablemente terminaba leyendo –aun sin querer– “médicos” y “enfermeras” por influencia de los estereotipos de género internalizados y naturalizados de manera inconsciente a lo largo de la vida. Así, no sólo no se respetaba la intención equitativa de quien había escrito el texto originalmente en lenguaje inclusivo, sino que se reforzaban involuntariamente los roles de género mandatados, y volvíamos con frustración al punto de partida.

Finalmente, como resultado de todos estos antecedentes insatisfactorios, en 2018 irrumpió en la escena social argentina el lenguaje inclusivo con –e en un intento por incluir, ahora sí, definitivamente a todes. La innovadora propuesta juvenil no sólo permitía llamar la atención sobre las flexiones de las palabras y denunciar el sexismo heredado, sino que se podía pronunciar, y venía a anunciar y a enunciar un nuevo paradigma de género verdaderamente equitativo.

Resulta imposible asegurar si esta nueva gramática surgió como reflote de aquella incomprobada propuesta de las feministas pioneras de los años ´80 (transmitida quizá de generación en generación en el ámbito familiar) o si fue una construcción original de quienes en 2018 eran adolescentes y –por haber crecido en el nuevo milenio, en una época de ampliación de derechos en Latinoamérica– necesitaron idear una manera amorosa y eficaz para nombrar y nombrarse equitativamente en la diversidad. Lo cierto es que esta versión actualizada de lenguaje inclusivo parecía haber logrado sortear todos los obstáculos encontrados hasta el momento: adhería a la economía del lenguaje, no priorizaba ningún género, consideraba la existencia de identidades por fuera del binarismo masculino/femenino, permitía ser reconocida por los programas de lectura que usan las personas ciegas y, fundamentalmente, podía pronunciarse de manera sencilla e inequívoca. A sólo un año de su presentación en sociedad, el lenguaje inclusivo con –e ya se había convertido en el sello característico de la generación adolescente, y se había extendido –además– a distintas edades, ámbitos y geografías, tanto en el país como en la región.

INCLUSIVO, un lenguaje hacia la(s) equidad(es)

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