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EL PESO DEL VAC ÍO O LA AUTOPSIA DE LA MODERNIDAD
ОглавлениеHubo un tiempo en el que el hombre tenía un cielo dotado de una riqueza pletórica de pensamientos y de imágenes. El sentido de cuanto es radicaba en el hilo de luz que lo unía al cielo; entonces, en vez de permanecer en este presente, la mirada se deslizaba hacia un más allá, hacia la esencia divina, hacia una presencia situada en lo ultraterrenal, si así vale decirlo. Para dirigirse sobre lo terrenal y mantenerse en ello, el ojo del espíritu tenía que ser coaccionado; y hubo de pasar mucho tiempo para que aquella claridad que solo poseía lo supraterrenal acabara por penetrar en la oscuridad y el extravío en que se escondía el sentido del más acá, tornando interesante y valiosa la atención al presente como tal, a la que se le daba el nombre de experiencia. Actualmente, parece que hace falta lo contrario; que el sentido se halla tan fuertemente enraizado en lo terrenal que se necesita la misma violencia para elevarlo de nuevo. El espíritu se revela tan pobre que, como el peregrino del desierto, parece suspirar tan solo por una gota de agua, por el tenue sentimiento de lo divino que, en general, necesita para confortarse. Por esto, por lo poco que el espíritu necesita para contentarse, puede medirse la extensión de lo que ha perdido.
G. W. F. Hegel, Fenomenología del espíritu
El ruido de los medios es la sinfonía de la época. El barroco de los datos, nuestro arte proliferado y viral. La agenda global, la arquitectura cívica e ideológica. Después del entierro de lo humano, parece haber florecido una nueva civilización. Estos nuevos humanos parecen haber alcanzado el infinito, disparados de la Tierra más allá de Marte, al ciberespacio sideral de la información. Al menos se alcanzó la igualdad (u homogeneización) total, ya que no hay ninguna distinción entre lo real y lo virtual, lo humano y lo artificial. Así es la vida en la biosfera de información de la Aldea Global: todos somos eco y sobre todo friendly y, a cambio, la liturgia de lo orgánico libera la conciencia (fat free, sugar free, GMO free, TACC free, CO2 free) y la red digital, el cuerpo; cada vez más liviano, cada vez más dócil, como la vida o el vacío.
En su momento, habíamos inventado el cielo. La Tierra no había sido suficiente para calmar las incertidumbres terrenales, ni para la inmortalidad. El espacio del cosmos era demasiado gigantesco para estar vacío, para haberse creado de la nada. Lo inundamos de mitos, de historias, de deseos. Para llenar la inmensidad del cosmos, creamos una idea más grande que el universo mismo. Lo llamamos Dios. Era tan solo cuestión de tiempo que lo que una vez estuvo vacío se convirtiera en un dogma, en un reino, en un peso. El Creador jamás habría sospechado que la génesis del hombre terminaría siendo su propio asesinato y que, al final, terminaría muriendo él también (como tal vez nos suceda a nosotros con los robots). No hay lugar para el hombre y Dios. Dios ya está muerto (como la historia o la Ilustración). Ni siquiera congelado (como Walt Disney) para la posibilidad de una futura resurrección. Y la muerte (o el olvido) no es fatal por ser el fin de las cosas, sino por ser el principio del vacío.
El hombre muere para que nazca Dios. Luego Dios muere para que nazca el sujeto. Luego muere el sujeto, y nos queda tan solo un mundo objetivo y realizado.
Se dice que vivimos en un periodo llamado Posmodernidad (que ni siquiera somos capaces de definir). El delirio posmodernista no es más que la histeria de la pérdida. Dios ha muerto, Marx ha muerto, el hombre ha muerto, la economía ha muerto y solo queda el caos de las apariencias (Sokal y Bricmont). Ni la Modernidad ni sus sólidos pudieron sobrevivir a esta fatalidad, a esta delirante reproducción hacia el infinito por el olvido del sentido (o del relato). Incluso más que una pos Modernidad, deberíamos llamarla anti Modernidad, pues es la antítesis histórica (e histérica) de la Idea moderna. La Modernidad liberada de su Idea convirtió el progreso en progresismo, la libertad en liberación, la Razón en inteligencia artificial, el hombre en información, el humanismo en transhumanismo y así sucesivamente hasta el infinito. La paradoja es que la ideas se destruyen tanto por su desaparición como por su exceso. Tanto el progresismo como la liberación o el transhumanismo son formas de lo excedente, de lo canceroso, de lo que abandona sus raíces (ya muertas) y crece por encima de su razón original (con la fórmula de Gehlen: «Las premisas de la Ilustración están muertas, pero sus consecuencias siguen en marcha»). Habermas: «Una vez rotas las conexiones internas entre el concepto de Modernidad y la comprensión que la Modernidad obtiene de sí desde el horizonte de la razón occidental, los procesos de modernización que siguen discurriendo de forma automática pueden relativizarse desde la distancia para un observador posmoderno. La modernización social, desprendida de la ya obsoleta modernización cultural, seguirá ocurriendo autárquicamente, ejecutando las leyes funcionales de la economía y del Estado, de la ciencia y de la técnica. Pero la modernización social —concluye Habermas— no podrá sobrevivir a la declinación de la Modernidad cultural de la que ha surgido, no podrá resistir al anarquismo irreparable por el pensamiento, en cuyo signo se pone en marcha la Posmodernidad». Al término de la Revolución Francesa y de la Ilustración, Hegel ya intuía que estábamos atravesando el último estadio de la historia, y como escribía Gehlen: «Si la historia de las Ideas está conclusa, hemos desembocado en la poshistoria». Se ha hablado del fin de la historia hasta el hartazgo. Pero, vale preguntarse, ¿se puede llegar al fin de lo que ya se ha perdido?
Todo lo pos también está atravesado por lo trans. La Posmodernidad a veces parece ser un momento de transición, un tiempo suspendido entre la Modernidad (ya muerta) y el poshumanismo (o la desaparición); ese tiempo de desintegración de una forma en pos de un nuevo estadio (hacia el final de la Modernidad, Hölderlin ya describía su tiempo como ese «tiempo de vacío en que los viejos dioses ya se han ido y los nuevos aún no han llegado»). La Posmodernidad también es trans en el sentido en que rechaza su origen y se excede a su naturaleza; transmutación y transfiguración radical de la Modernidad, sin olvidar la transparencia y la transitoriedad. Es la era de la transeconomía, la transpolítica, la transestética, la transexualidad, el transgénero y el transhumanismo; todas ellas por excelencia categorías de lo liberado, nuevas formas en donde todos los signos se sueltan, se entremezclan, se confunden, se vuelven indiferenciados y, en última instancia, se vuelven indiferentes (pues ya no hay reglas ni de sentido ni de combinación).
El mundo por sí solo no significa. Son las Ideas de las mentes de los hombres las que, a través de la Razón, se encuentran en las Ideas del mundo. Sin sus Ideas, el mundo (y todo) se desordena. La Modernidad era este proceso de racionalización histórica (Weber) como nueva forma de comprender, estructurar y significar el mundo (y el lugar del hombre en ese mundo). Por primera vez, ya no hay un hombre a imagen y semejanza de Dios, sino un mundo a imagen y semejanza del hombre. La duda pasaría de ser la causa de la herejía a la raíz de la existencia y, precisamente, a ser origen del conocimiento. El shock de la duda metódica (que sacudiría varias cúpulas y altares) no era escéptica-destructiva, sino epistémica-constructiva, porque su fin era llegar a la evidencia indubitable. Si en el Renacimiento la luz del sol había pasado a ser el centro del sistema solar, en la Ilustración, ahora, la luz de la Razón pasaría a ser el centro de la Modernidad. La Razón animaba el movimiento del espíritu moderno que acababa de nacer y que, pronto, se expandiría a todos los ámbitos de la cultura occidental. Las Luces del siglo XVIII buscaban reconstruir una forma de interpretación y generación de la historia, no solo en el campo filosófico y científico, sino también en la economía, la política, la estética, en fin, en todas los órganos que constituyen la totalidad del hombre. El espíritu de la Modernidad era la expresión de un optimismo radical hacia el mundo y el hombre, y a través del cual se escribirían las metanarrativas de las sociedades. Desde la certeza cartesiana hasta el movimiento dialéctico del absoluto hegeliano, la conciencia era la base del sujeto, quien sería la génesis de la producción de sentido (siendo la filosofía hegeliana la consumación y la absolutización del sujeto por medio de la dialéctica histórica). La Posmodernidad pone fin al sentido mismo en beneficio de una simulación generalizada que pone fin a la dialéctica del sentido. Ya no sabemos cuál es nuestra representación del mundo. Abajo el imperialismo ilustrado de la Razón, huelga de la verdad y del progreso, demolición de los grandes relatos, rechazo al monolito de la Modernidad. Este es el brindis de la Posmodernidad.
¿Y cómo comienza el desorden? Con el olvido. Lo liberado, ante todo, olvida. Olvida su Idea, su esencia, su causa, su propósito, su memoria, su futuro y, ante todo, su muerte. El hombre liberado de su Idea prolifera descontrolado hacia el infinito, con sus tecnologías, sus circuitos, sus emancipaciones, sus derechos, sus ideologías. Cuando esta misma anomalía de liberación radical se expande y coloniza todo el cuerpo social, este se debilita por exceso de materia inútil, por la proliferación infinita de la unidad mínima sin consideración de la totalidad del organismo. Este mismo fenómeno pero a nivel celular es lo que, comúnmente, llamamos cáncer. Por lo general, la totalidad del sujeto termina muriendo, y junto con él, sus propias células enfermas.
Lo liberado es aquello que prolifera más allá de sus fines, pero una proliferación insensata o desordenada. No es casualidad que el ethos posmoderno esté atravesado por lo virulento, pues ese es el destino de todo lo que pierde su Idea o su esencia. Si la Modernidad estaba fundada en el antropocentrismo, hoy ya no tenemos ni «ánthrōpos» ni «centro», ya que todo está liberado de su razón y de su sentido original. Para la mecánica newtoniana, cuanto más se aleja un cuerpo de su centro giratorio, más aumenta su fuerza centrífuga (basta con liberar a un cuerpo de su eje para que este se despegue indefinidamente). Nuestra civilización se ha convertido a sí misma en un acelerador de partículas inestables y efímeras que desaparecen en milésimas de segundo. En nuestro colisionador de la historia, los acontecimientos chocan unos con otros, se mezclan, se confunden, proliferan, desaparecen. Y así comienza la confusión de una humanidad que no tiene pasado, que liberada de todas sus funciones ya obsoletas (la naturaleza humana, la muerte, la belleza, la historia, el lenguaje, el pensamiento, etc.) se vuelve radicalmente antropocentrígufa. Adiós a la Modernidad, adiós a ese momento histórico que mantenía ese equilibrio singular entre Razón y emoción, entre ciencia y arte, entre subjetividad y colectividad (y que ya ha pasado a los archivos del revisionismo posmoderno).
Estamos en la era de lo pos, pero una posterioridad no del porvenir, sino de la flotación, es decir, un tiempo de transición; tan solo la hinchazón del cadáver de la historia, el afterparty de la razón histórica, la fiesta del eterno presente. Augé se preguntaba: «¿Qué ha pasado con la confianza en el futuro? La historia, hasta hace un pasado relativamente reciente, se había escrito desde el punto de vista del porvenir: restauración, progreso y revolución». Pero hoy todo se agota, las rebajas de fin de temporada, los bestsellers, las ediciones limitadas, así como las Ideas, las esperanzas, las ilusiones, la mismísima Modernidad. Una Posmodernidad tan low-cost que ya ni siquiera tenemos héroes o ídolos, tenemos influencers. Lo perdimos todo, solo nos queda nuestro presente petrificado como categoría de comprensión de nosotros mismos; tan minimalistas y ecologistas que incluso nos deshicimos del pasado y del futuro, idiotizados con la ideología del presente y, como dice Augé, «habituándonos a la imagen de un mundo sin pasado y sin futuro». Una humanidad sin pasado se pierde, pues no tiene rastros para volver ni para avanzar; una humanidad sin futuro intercambia el progreso por la excrecencia, y al final se paraliza en su propio desorden.
Anteriormente mirábamos hacia atrás para el respeto o el reciclaje, hoy ya solo para el revisionismo: desfosilización de la historia para rematarla por el vértigo de la imposibilidad de producirla (como no hay visión, hay revisión). Hay una suerte de revisionismo generalizado, sobre todo, contra el Siglo de las Luces, que lleva a los intelectuales (como Habermas o Pinker) a tener que salir en su defensa, pues se ha convertido en un acontecimiento histórico en peligro de extinción, una herencia ya fósil que además de ser defendida tiene que ser probada. Desde Nietzsche a la Teoría Crítica, no solo será necesario desenterrarla y rematarla, sino, además, reducir su legado a razón instrumental o revisarla al punto de hacer de ella una suerte de mito. A este paso, algún día nos preguntaremos si Rousseau había existido, o alguien llamado Newton, todos ellos personajes míticos de un relato cultural. Nos convencemos a la fuerza de que, en realidad, ni la Modernidad ni el progreso han existido, de que la Edad Oscura no era tan oscura, de que la Ilustración no era tan luminosa, de que era demasiado utópica pero que marcó el comienzo del asesinato de Dios. Los neocons religiosos la acusan de secularización, individualización, corrupción y hedonismo (que no es más que su propio resentimiento histórico por el destierro a Dios de su autoridad). Amnesia total y fatal, que no dejará más remedio que renombrar la Posmodernidad, o reescribir los manuales de historia. Borramos al humanismo de la historia con el revisionismo, y a los humanos con los robots, quedando suspendidos en un estadio intermedio entre fósiles y máquinas.
Para el orden epistémico de la Ilustración, la historia (como la física) se desenvolvía de acuerdo a una ley fija, inmanente, irreversible y universal; y el progreso histórico (como los objetos en movimiento) mantenía una trayectoria rectilínea (como en la mecánica newtoniana). Para el desorden metastásico de la Posmodernidad, el sentido de continuidad histórica queda totalmente pulverizado por la aniquilación del concepto de progreso (que también se ha liberado de su significado original para convertirse en excrecencia indefinida e indiferente). Ya no hay ni unidad histórica ni poder unificador de la Razón; ese hilo conductor del que hablaba Kant se ha hecho pedazos, esa intención que la Naturaleza había ocultado en el hombre (y en la historia) para ser descubierta y practicada se desvanece. «Parece que la idea del progreso ha desaparecido, pero el progreso continua», nos dice Baudrillard, aunque ya en su versión politically correct, lo que llaman progresismo. El clon fósil del progreso hizo creer que radicalmente liberadas las cosas funcionan mejor, pero terminó resultando en una sociedad que perdió el criterio por haber perdido la crítica (que es el primer síntoma de aniquilación de la Modernidad), que por falta de referencias se condenó a un dualismo insoportable: zen pero positivista, tribal pero cyborg, vegan pero tech, liberal sexual pero dogmática, revisionista pero escéptica. Quién diría que el progreso terminaría siendo un tipo de involución o, peor aún, una parálisis (de la historia y, en última instancia, del pensamiento).
La Posmodernidad es una época de ruinas. Pero nuestras ruinas no son como Luxor o la Acrópolis, que han sobrevivido al tiempo o que se resisten al olvido por su grandeza simbólica e histórica. Inversamente, las nuestras son desechos sin historia y sin tiempo, pues nada de lo que creamos parece sobrevivir a él (aunque tampoco sobrevive lo que nos fue dejado). Más que una época de ruinas, la Posmodernidad, un gran generador de residuos. El ecologismo no es más que la homeostasis artificial de la Globalización (una suerte de fotosíntesis colectiva que repentinamente intenta hacerse cargo de todos los residuos de la humanidad, vaya a saber uno a cambio de qué). Por todas partes, boom ecologista, Green New Deal, Fridays For Future, derechos de los animales y de las plantas (a pesar de la continua violencia contra el hombre). Los activistas verdes y los clan del «efecto Greta Thunberg» nos hablan de los residuos industriales y nucleares, pero nunca mencionan todos los residuos históricos e ideológicos, los derechos (o desechos) humanos y todo el montón de desperdicios insoportables que generamos cuando destrozamos la Modernidad. ¿Le ha preguntado alguien a Greta Thunberg qué haremos con todos los residuos de la Modernidad?, ¿y con el progreso?, ¿y con el pensamiento?,¿qué sucederá con los fósiles de la historia?, ¿podrán biodegradarse en la biosfera de la información, o quedarán flotando como satélites?, ¿sabe alguien por qué no hablamos de la contaminación digital?, ¿a dónde van a parar todas las sobras de los medios y de las redes?, ¿y todos aquellos humanos cuyas labores fueron reemplazadas por máquinas? Es más, ¿figura también la especie humana en la lista de especies en peligro de extinción?
La Modernidad es a la Posmodernidad lo que el miembro fantasma es al cuerpo. Amputamos la Modernidad porque ya no necesitábamos de ese residuo insoportable de la historia (amputación que también coincide con la descorporeización y la virtualidad características de nuestro tiempo); pero, por alguna razón, aún sentimos secretamente su presencia (o ausencia), aún percibimos las sensaciones que derivan del miembro faltante, que de alguna forma sigue conectado al cuerpo y continúa funcionando virtualmente con él. Y por eso mismo aún seguimos en el posoperatorio, siendo la operación el grado cero de la ruptura y la liberación. Incluso su propio nombre, «Posmodernidad», la delata como una época que ni siquiera se define a sí misma por lo que es, sino por lo que dejó de ser (de ahí su prefijo pos, es decir, todo lo que viene después de la Modernidad, pero sin definición o sustantivo propio, sino más bien como prótesis o metástasis cancerosa). Ya no sabemos qué hacer con el cadáver de la Modernidad. Tampoco sabemos si es la Modernidad el fantasma que nos acecha o si somos nosotros el espectro fantasmagórico de la muerte de la Modernidad.
Tampoco es casualidad que nuestra época sea la Era Digital. Incluso las mismas pantallas, secretamente, están siempre reflejando nuestra imagen fantasmagórica, nuestro clon holográfico del más allá cibernético. El holograma no es una sombra, un retrato o un espíritu. El holograma es la radiación del sujeto que se desintegra ante la técnica, es su un clon lumínico y artificial que se pixela en la pantalla del ordenador. Lo más interesante es que ese doble virtual siempre esta ahí, pero nunca logramos verlo porque se pierde ante el blanqueamiento lumínico de la información. Nuestra propia imagen se borra frente a nosotros, solo sobrevive el clon fantasmal de la realidad virtual. Somos visibles para la máquina, pero hologramas para nosotros mismos. A lo mejor esta era la función de la tecnología, recordarnos nuestra propia desaparición; y es precisamente porque la máquina ha reemplazado al hombre por lo que tratamos de convertirnos en máquinas (para no perdernos en el olvido).