Читать книгу Efecto Polybius - Manu J. Rico - Страница 11

Оглавление


Sevilla, 3 de Febrero de 2029

Barrio de Triana. Calle López de Gomara

Flotaba sin rumbo, libre, en un espacio cuyo volumen se reducía rápidamente. Tras la oscuridad le esperaba un universo infinito de datos, que se le insinuaban como puntos titilantes adoptando el aspecto de estrellas, nubes de gas y galaxias. No podía ver los límites de la realidad en que se hallaba inmerso, pero de algún modo percibía que estos se acercaban. Aceleró el vuelo buceando en el éter con todas sus fuerzas, desesperado por escapar, hasta que se dio de bruces con los confines de su jaula menguante. El proceso continuó inexorable, consumiendo el aire hasta que las fronteras llegaron a rozarle el vello de la nuca. Y ahí se detuvieron. Inmóvil. Prisionero de una segunda piel que le separaba del Olimpo.

Comenzó a sonar una música infernal, pues no había otra forma de calificar aquel ritmo enloquecedor. Toda la escena le resultaba familiar; la había vivido cientos, quizás miles de veces en el pasado, con aspectos diferentes, pero esencialmente idéntica.

A continuación su cuerpo comenzó a encoger a toda velocidad, exprimido por una fuerza arrolladora. El universo ideal de datos volvía a alejarse tanto como para permitirle ver átomos del aire a su alrededor. Luchó por aferrarse a aquellas esferas primordiales indivisibles, pero estas le devolvían chispazos de energía. Menguó más y alguien le susurró al oído que aquel era el límite: la naturaleza cuántica del espacio y el tiempo.

La contracción frenó y la música cesó. Ante él se desplegaba la realidad, con sus reglas y esencias desnudas. Le pareció hermosa. Se sorprendió a sí mismo odiando el tiempo que pasó persiguiendo nubes de gas virtual, pensando que tras ellas se escondía el Olimpo. Jamás querría volver a vivir en el espejismo que habitó. Le abrasaba el alma pensar que en cualquier momento podría perder de vista aquel mundo de ensueño al que no pertenecía.

Deambuló maravillado por el nivel cuántico contemplando las interacciones entre unidades de energía, el hipnótico y elegante viaje de las ondas electromagnéticas, y los campos de las cuatro fuerzas fundamentales que, centelleantes y coloridos, formaban bucles en todas las dimensiones de lo real. Pero su relajación no duró mucho. Volvía a contraerse.

Impotente, se vio a sí mismo filtrándose entre las rendijas del nivel cuántico.

Se precipitaba en un pozo interminable, acelerando a una velocidad asombrosa hasta que sus miembros empezaron a pixelarse, al tiempo que percibía su propio grito como un sampleado de mala calidad. El vértigo aumentaba, su corazón palpitaba desbocado y la respiración se aceleró hasta que sus pulmones amenazaron con estallar. Los oídos vibraban al ritmo irregular, sincopado, de sus latidos al tiempo que comenzaron a bombardearle enloquecedores fogonazos de luz negra. La música enervante volvió, torturando sus sentidos hasta hacerle vomitar. No llegó a distinguir melodía o instrumentos. Arañaba los tímpanos, metálica, resonando en su cráneo de forma frenética. La sensación de caída libre se prolongó, cada vez más intensa, como un tormento.

Finalmente se estampó contra una superficie gris y sus pedazos saltaron en todas direcciones. Eran cubos con colores planos, brillantes, que se convirtieron de inmediato en sangre, vísceras, astillas de hueso y girones de músculos.

Despertó ahogando un grito, con la boca seca y la frente empapada en sudor. Su mente exigía una dosis de realidad virtual, por más que le fuese la cordura en ello.

El mundo digital le asfixiaba en el sentido físico de la palabra, exactamente igual que la soga en el cuello de un reo. ¿Cómo explicar entonces su dependencia? Se veía a sí mismo como un pobre adicto esclavo de una droga cruel, que primero niega su problema, luego reniega de su grillete y finalmente desea ciegamente aquello que le aniquila. Él había sufrido cada una de las fases hasta entregarse a la adicción a Internet.

Debía escapar de todo aquello, por el bien de su raciocinio. Evitaría todo el tiempo que le fuese posible las malditas redes sociales, los mensajes emergentes, los correos electrónicos y, por encima de todo, la realidad virtual. Manipular ordenadores resultaba inevitable a causa del trabajo, pues era programador, pero se limitaría a interactuar con máquinas solo lo imprescindible. Desde hacía varios años notaba que sus dedos ardían cuando escribía en el teclado. No tenía una explicación para su enfermedad. De hecho su enfermedad no existía. Ninguna de las bases de datos médicas que consultó recogía el síntoma que, por otra parte, padecía sin lugar a dudas. Asumía el tormento por su familia, pero soñaba con liberarse.

Sofía continuaba dormida. Se preguntó cómo una mujer como ella le había elegido a él. Dejó caer la cabeza en la almohada, con la mente saturada, bullendo sin control.

La madrugada acababa.

Detestaba cumplir años. Para su desgracia, la fecha coincidía con el aniversario de Rooftop. Era esclavo, como todos, de la red social que gobernaba una fracción considerable del flujo de información en Internet. Ellos restaban importancia a su éxito. Siempre recordaban que sus clientes eran libres para conectarse desde otras plataformas. Según decía su eslogan, solo eran una más de las muchas formas de relación que ofrecía Internet.

Pero habían aniquilado a la competencia.

Se mostraban como una alternativa a la navegación por la red, amigable y compatible con todas las demás. Lo cierto era que en poco tiempo habían pasado de un éxito arrollador, al práctico monopolio de Internet.

Se prometió desconectar su mente de la realidad virtual, por lo menos durante unas horas.

Ignoraría con todas sus fuerzas, al igual que cada uno de los cinco últimos años, la celebración del aniversario de Rooftop. La red social había prevalecido definitivamente sobre otras que surgieron antes y tenía mucho que festejar. Ganaron la partida: game over para todas las demás que, en el mejor de los casos, habían sido absorbidas. Otras corrieron peor suerte, víctimas de maniobras financieras que las asfixiaron u olvidadas por los inversores. Los usuarios se lanzaron en masa a explorar las espectaculares prestaciones de Rooftop.

Habría regalos tentadores y espectáculos extraordinarios, pero Martín no se sentía en condiciones de soportar semejante bombardeo de información. Aquella temporada estrenaban su propio perfume, gracias al gran éxito que tuvieron los interfaces químicos. No eran una novedad, pues los centros comerciales y algunas tiendas ya empleaban ambientadores para excitar a los compradores desde hacía décadas, pero Rooftop consiguió introducir aquella tecnología en los hogares. «Nos dirigimos directos al cerebro reptiliano», susurraban a escondidas los desarrolladores.

La mañana anterior había solicitado los permisos para trabajar por la tarde.

Se levantó mucho antes que su esposa. Ella murmuró algo que no entendió. La besó en los labios con suavidad, casi sin rozarla.

Desayunó ligero y se dispuso a salir hacia el mercadillo que se celebraba cada jueves en la calle Feria. El café estaba demasiado caliente y le había abrasado la lengua.

—Hola, papá, ¿dónde vas? —Ángela tenía el oído muy fino y despertaba temprano, como su padre. Medio dormida, tomó un vaso de agua. Se frotó los ojos y bostezó.

—Buenos días, cariño, voy a dar un paseo por el centro.

—¡Es tu cumpleaños, felicidades!... —Se tapó la boca. Mamá y ella preparaban una sorpresa y no querían que papá se enterase. Tenía sueño. Temía hablar de más.

—¡Gracias!

—¿Vas a ver a tus amigos?

—Sí, quizás desayune con Marvelis y José Manuel, si no están muy ocupados con los clientes —forzó una sonrisa.

Martín necesitaba compañía. Trató de evitar que la niña, su queridísima hija, descubriese que se sentía triste y padecía ansiedad. Ella tenía una sorprendente habilidad para saber lo que pensaba la gente solo con mirarla, y la iba afinando de forma natural conforme se hacía mayor. «¿Por qué tenemos que vivir siempre separados por alguna razón absurda? El colegio, el trabajo, las condenadas redes sociales. ¡Maldito sea este teatro de locos!». Era muy pequeña para comprender los entresijos de la mente de un adulto.

Ángela le miró a los ojos. Se encogió de hombros y sonrió.

—Tráeme un regalito, ¿vale? —Se acercó a él y le besó en la mejilla. Martín solo tuvo que inclinarse un poco, sorprendido por lo mucho que su hija había crecido en el último año. En un abrir y cerrar de ojos se convertiría en una preciosa adolescente. Se preguntaba si sería capaz de representar el papel de padre de una chica guapa rodeada de moscones. Haría un esfuerzo por espantarlos, y trataría de parecer enfadado de veras cuando ella quisiera llegar un poco más tarde los fines de semana. Pero se veía mayor para tomar en serio una guerra perdida de antemano.

Quizás en aquella ocasión el sexto sentido de su hija había fallado.

—Pareces cansado. Pasas demasiado tiempo trabajando y navegando en Rooftop. Menos mal que pronto llegarán las vacaciones de Navidad, pero tienes que dejar el ordenador apagado, papá. —La niña era inteligente y, sin duda, intuía aquello que no llegaba a entender del todo.

«Eres muy lista, mi niña», pensó.

—Prometido. Pero debes dormir. Dentro de un rato mamá preparará el desayuno y os marcharéis al colegio. Entonces tendrás sueño.

La conversación se desarrolló entre susurros, pero había acabado de despertar a Sofía. Su marido solía ser un hombre afectuoso y comunicativo. Sin embargo en ocasiones se volvía reservado. En muchos aspectos se comportaba como lo hacía su padre, al que echaba mucho de menos desde que murió junto a su madre en un accidente de tráfico. Sofía sabía que Martín se resistía a hablar de sus problemas cuando estos le preocupaban de veras, pero poco podía hacer para romper su hermetismo. No le forzó. Ella entendía que el matrimonio implicaba escuchar lo que el otro quisiera contar, y dar su espacio a cada cual cuando era preciso.

—Cariño, descansa un poco, todavía falta media hora para que suene el despertador. —Sofía encendió la luz de la habitación.

—Sí, mamá. Hasta luego, papá. Feliz cumpleaños.

Martín la contempló mientras caminaba con los pies descalzos hasta la cama.

Se asomó por la puerta para despedirse de su mujer. Ella abrió los ojos. Apartó un mechón de sus rizos. Tenía algunas canas, se hacía mayor, pero a Martín le encantaban y no quería ni oírla hablar de teñirse el pelo.

—Feliz cumpleaños. ¿Vas a ver a los libreros? —preguntó.

—Sí, quizás desayune con ellos.

—¿Y no me vas a dar otro beso antes de salir?

—Claro que sí.

Salió a la calle azorado. Le ocurría desde hacía dos años, pero el síntoma era cada vez más intenso. Notó cómo su estómago se contraía. Los espacios abiertos empezaban a asfixiarle, pero era peor sentirse vigilado. Siempre detestó llevar encima un pequeño fisgón, con geolocalización, cámara y micrófono incorporados; odiaba los mensajes publicitarios en los que de algún modo entendía que sabían dónde había estado, qué cosas había comentado en privado o el tipo de información que había consultado en la red. La tecnología de los teléfonos inteligentes quedó obsoleta en poco tiempo, sustituida por prendas que incorporaban todo tipo de funciones informáticas. Con la ropa electrónica era más fácil obviar el hecho de portar una baliza que le identificaba en cualquier lugar, y los publicistas lo sabían. Camisa y pantalón con teclado, proyección en mangas, regulación de temperatura y humedad incorporada. Cinturón con CPU, GPS y funciones básicas. Solo trescientos gramos adicionales. Un buen hacker podía averiguar rápidamente dónde se encontraba alguien si lo deseaba, y ello enervaba a Martín, que conocía el poder de la tecnología integrada.

La lluvia deslucía el ambiente, normalmente bullicioso y festivo. Se ajustó la capucha del impermeable. El mercadillo era un refugio. Un recuerdo de su infancia cercado por el mundo digital, donde un puñado de idealistas mantenía viva la tradición, y otros tantos mendigos, alcohólicos y desheredados conseguían lo mínimo para no morir de hambre. Abundaban las historias sobre hallazgos increíbles en un mercadillo con tanta tradición. Según las crónicas más antiguas de la ciudad, ya se mencionaba su celebración cuando el rey San Fernando tomó Sevilla a los árabes en el siglo XIII. Los borrachos que se sentaban a la puerta de la iglesia de Montesión eran los mismos que pintó Velázquez, y en cuanto a la fauna de pícaros que pululaban por él, poco había cambiado desde que los describió Cervantes en sus novelas.

Pero Martín no se sentía inspirado para ojear chatarra. La mayoría de los puestos estaban protegidos por sucias sábanas de plástico y comenzaban a formarse charcos. Solía disfrutar de los paseos, el regateo y las charlas con los vendedores.

Desde hacía algunos años aquella fecha le producía nauseas. Se notaba más viejo, y no podía evitar hacer inventario de su vida. En una palabra: gris.

Su hija nació cuando él pasaba generosamente de los cuarenta. Quizás tarde, pero Sofía y él nunca llegaron a plantearse la paternidad antes y prefirieron dejar que surgiera naturalmente. Tenía un trabajo cómodo y rutinario revisando código en una modesta empresa cercana a su casa en Triana, La Andaluza De Software S.L., que sobrevivió en tiempos difíciles a costa de ampliar la jornada laboral de sus empleados. Su mujer era profesora de matemáticas en un colegio cercano, y trabajaba más horas que él. Su hija había crecido entre comedores escolares y actividades extraescolares vespertinas. Además estaba Rooftop, que cada vez era más perfecto. Empezaba a ser una parte importante de sus vidas.

Quedaban lejos sus años de juventud, cuando vivió la época dorada de los primeros hackers y soñó con ser uno de ellos. Un día quiso poner en evidencia al sistema, pero el sistema finalmente pudo con él. Había superado la frustración que suponía asumir su propia mediocridad; solo afloraba en contadas ocasiones, justo al cerrar los ojos antes de dormir, pero disponía de un arma muy eficaz para acabar con el nudo que se formaba en su garganta: la indiferencia. Tenía mucho que agradecer a la vida y ello era más que suficiente para ser moderadamente feliz.

Depurar código diez horas al día y sumergirse en Rooftop hasta la noche, cuando su mujer y su hija volvían, le dejaba un estrecho margen para relacionarse físicamente con otras personas. Incluyendo a su familia.

Martín luchaba contra una íntima animadversión hacia ciertos aspectos de la tecnología, dolorosa para alguien con su profesión. Cada minuto que pasaba en el mundo virtual le desgarraba el alma, pues no podía evitar pensar que fuera, en la realidad física, era donde verdaderamente se debía desarrollar una vida. Se trataba de un problema frecuente en gente de su edad, que no solían padecer los nativos digitales. Sabía que la vida en el hiperespacio, el pomposo término que se usaba en Rooftop para definir los entornos virtuales, no era más que una ilusión. Pero las posibilidades infinitas le seducían, como a todos.

Rooftop enseñaba que las relaciones en persona no eran importantes. El sucedáneo de vida que ofrecía la realidad virtual consistía en que cada cual tenía libertad para buscar su propia tribu, por encima de barreras geográficas o idiomáticas. Los individuos elegían su aspecto y se podían comportar como les viniera en gana, relacionarse con quienes quisieran y ser los dueños absolutos de sus parcelas en aquel universo. Martín pensaba que ello acababa aislando a la gente, que tendía a rodearse de clones desmejorados de sí mismos. Pero nadie se daba cuenta, encantados con la compañía de idiotas que repetían en bucle las mismas bobadas.

Rooftop era la síntesis perfecta del fenómeno conocido como «redes sociales», gestado durante las décadas precedentes, que llegaba a todos por diferentes medios. La mayoría prefería emplear potentes interfaces de realidad virtual para sumergirse y navegar en el espacio sintético.

La lluvia amainó y algunos vendedores se animaron a retirar los plásticos protectores. Los que vendían libros antiguos eran más cautelosos. Un rayo de sol entre las nubes infundió valor a José Manuel, amigo de Martín y dueño de la librería Alejandría en el cercano pasaje de los Azahares, para dejar al descubierto su mercancía. Martín saludó a la esposa de José Manuel, Marvelis.

—¿Qué tal se da el día? —Martín besó en la mejilla a la mujer.

—Regular. La lluvia no es amiga de los libros —respondió con un suave acento cubano.

Trató de conducir el agua que se había acumulado sobre un pliego de plástico para que no chorrease sobre los libros.

—Ya nadie compra en persona, todo se hace desde lejos. —José Manuel detestaba Internet y cómo había cambiado su negocio los últimos años. Era sin embargo un hombre pragmático, que aceptaba por pura disciplina laboral las horas que debía pasar cada día haciendo contactos y vendiendo en el mundo virtual. Rooftop, por otra parte, había simplificado su trabajo, que tiempo atrás implicaba acciones en múltiples espacios sociales. Desde hacía dos años solo existía una red de la que ocuparse. Le seguía exasperando enfrascarse en el mundo virtual, pero las cosas eran más fáciles desde que tanta gente vivía inmersa en Rooftop.

—La próxima semana nos trasladaremos al pueblo. Abriremos la tienda física solamente los sábados y quizás llegaremos a cerrarla definitivamente el próximo año. —Marvelis adoraba Sevilla y no quería marcharse, pero el alquiler era un gasto del que podían prescindir, teniendo en cuenta cómo conseguían el grueso de sus ingresos.

—Es una lástima.

—Llevo cuarenta años en el pasaje de Los Azahares por la lástima.

El librero destapó una superficie atestada de mercancía. Un leve aroma a papel antiguo se mezcló con el de la calle mojada.

—A muchos nos encanta pasear por tu tienda.

—Exactamente. Pasear. Pero no vivimos de paseos. —Martín le conocía y sabía que aquel reproche no iba dirigido a él—. Tampoco de tertulias ni de regalar café. En una frutería no se puede pagar con opiniones ni discursos de bohemios. Si así fuera, sería el librero más rico de Sevilla.

—José Manuel, a mí tampoco me gusta lo que nos está ocurriendo. Sabes que lo sufro más que nadie, pero al parecer nos ha tocado vivir de esta manera. El mundo está evolucionando hacia la idiotez. No hay alternativa.

—Discrepo. Cada cual puede elegir, por más que solo nos permitan actuar dentro de ciertos márgenes. Pero la gente se resigna como borregos. —El librero apartó con cuidado una caja forrada de plástico, que había retenido agua encima hasta formar un charco considerable—. No entiendo cómo puedes pasar tantas horas pegado a una pantalla sin volverte loco. Luego, además, en casa todo el mundo se dedica a hacer el bobo con un maldito artefacto encasquetado en la cabeza y el trasero encajado en una butaca. No nos libramos de la lluvia de anuncios en ningún momento; el día en que alguien sea capaz de controlar toda esa basura, nos hará desfilar como marionetas. ¡Es de locos, amigo! Apuesto a que acabaremos imbéciles y gordos como morsas.

—No le hagas caso, Martín, José Manuel se pone de mal humor cuando tiene que entrar en Rooftop fuera del horario de la tienda. Además la lluvia siempre le empaña las gafas, y eso le enfada aún más. ¡Mírale! —Marvelis tenía una sonrisa encantadora. Las lentes estaban salpicadas y sucias, de tal modo que resultaba milagroso que su dueño viese algo a su través.

El librero mascullaba mientras escurría sábanas de plástico. Desde que comenzó Rooftop había duplicado sus ingresos. La pulsera conectada al sistema no dejaba de vibrar y los pedidos llegaban procedentes de todo el planeta. Los diferentes husos horarios y la escasa tolerancia a la espera de los clientes, le obligaban a trabajar sin descanso.

Continuaron la charla unos minutos, sin advertir que una nube oscura volvía a cernirse sobre la ciudad. La lluvia les sorprendió prácticamente sin tiempo para cubrir los libros. No pudieron evitar que una parte se empapase. José Manuel protestó mientras volvían a colocar los plásticos protectores, sin parar de repetir que no volvería más al mercadillo de los jueves. Iba a proponerles desayunar en un bar cercano cuando un grupo de turistas nórdicos se arremolinó ante el puesto, curioseando la mercancía sin reparar en la humedad ni en los plásticos.

Los dos amigos se despidieron con un apretón de manos. Marvelis negociaba en inglés el precio de una lámina del mapa urbano de Sevilla en el siglo XVII, con una señora casi albina cuya piel cubierta de pecas ya había sufrido el castigo del sol andaluz. Le señaló el punto donde estaban en aquel momento y cerró rápidamente la venta.

La conversación había animado a Martín, pero no podía quitarse de la cabeza el hecho de que era su cumpleaños, y aquella insana tendencia a repasar su vida del modo más sombrío posible. Como la pulsión enfermiza de un drogadicto, notó que le invadía el deseo de sumergirse en el mundo virtual de Rooftop. La sensación iba adueñándose de su conciencia, como otras veces, nublando el resto de sus percepciones.

Caminó unos metros ojeando puestos, tratando de ocupar su mente con pensamientos banales. Se aceleraba su respiración. Llamaron su atención algunos libros antiguos, consolas de ocho bits y juguetes electrónicos apilados al pie de un contenedor de basuras. Pero era tarde. Las manos le temblaban. Su corazón acelerado delataba que estaba a punto de sufrir un ataque de ansiedad. O, pensó, quizás era algo peor.

La lluvia arreció y notó las perneras empapadas. Se estremeció. Tenía frío y las tripas revueltas. Volvían las ideas intrusas que, implacables, a menudo se colaban en su cabeza: «Ya no soy un jovencito invulnerable sino un programador adulto, y bien adulto, que en cualquier momento puede sufrir un infarto o morir de un ictus». Reparó en el paseo de media hora que quedaba hasta su casa, y dudó de sus fuerzas para completar semejante odisea. «Otro efecto secundario de la edad», se repetía. Cuando padecía ataques de pánico los sobrellevaba intentando no mover ni un músculo del rostro; no le quedaba otro remedio. Ya había recurrido demasiadas veces a los servicios de emergencias y todo quedaba en un informe indescifrable, y miradas de reproche. En el mejor de los casos le dedicaban algunas palabras condescendientes antes de darle el alta.

¿Era opresión en el tórax lo que sentía? Seguramente un vello del pecho infectado, o que de algún modo había quedado atrapado en el tejido del chaleco y se arrancó con un movimiento del brazo. Se repetía que aquellas sensaciones eran solo pánico. Ahora que su hija dependía de él, no podía morir. No quería morir.

Rachas de viento. Notó una gota de agua recorriendo su espalda y frescas salpicaduras en el rostro. Reconfortantes, le animaron a continuar su paseo. Quizás una tila en algún bar le relajaría. Miró alrededor y localizó un establecimiento, pero estaba atestado. La gente se protegía de la lluvia. Tendría que salir de la calle Feria para tomar una infusión y relajarse.

Apretó el paso, pero las rodillas le temblaban. Necesitó reunir todas sus fuerzas para caminar y dejar de pensar en enfermedades imaginarias. Volvió a ver, sin prestar verdadera atención, los puestos a ambos lados de la calle.

A su izquierda un vendedor demacrado, cubierto de mugre, bebía cerveza de una botella. El tipo apuró las últimas gotas del litro que acababa de tragar y emitió un sonoro eructo. Luego se apretó contra un escaparate en el que malamente se resguardaba. La ropa deportiva raída que vestía no era abrigo suficiente para soportar aquella temperatura, ni le protegía de la lluvia.

En aquel momento su cerebro más primitivo captó una instantánea.

Martín, sumido en sus pensamientos, no había mirado en realidad ningún trasto en concreto. El borrón en su campo visual era solo un conjunto caótico de bultos dispersos por el suelo. Una parte estaba expuesta, la reservada a objetos de metal oxidado y abollado, no siempre reconocibles. También había algunos juguetes de plástico descolorido y sucio. La botella de vidrio anaranjado se escurrió entre los dedos nudosos del vendedor. Cayó y se hizo añicos que saltaron sobre una zona protegida por plástico.

El programador se detuvo. Estaba considerando si el calor que le derretía la garganta se debía a un infarto que asfixiaba sus ventrículos, o era solo una faringitis incipiente. Olvidó prestar atención al dolor y este, como un espectro que se alimentase de su miedo, se disolvió en segundos. Tenía el cuerpo empapado de sudor por un repunte de su ansiedad, pero los tenebrosos pensamientos que rondaban su cabeza se esfumaron. Reconoció una imagen, justo un segundo durante el cual el vendedor aventó el plástico de su puesto. No cabía duda. Él había visto antes aquel dibujo.

—Oiga, por favor, ¿puede enseñarme el casete que tiene ahí? —Tenía la boca seca y su garganta emitió algunos sonidos quebrados.

—¿Cuál? —La voz del propietario de aquel montón de chatarra sonaba como un serrucho masacrando madera vieja y húmeda.

—Ese, el que está ahí, debajo del plástico —señaló hacia una imagen turbia que le era familiar. Se esforzó por mostrar toda la indiferencia posible. Tenía mucha práctica tratando con los tipos que frecuentaban el mercadillo y sabía que una mirada de más o una inflexión emocionada de cualquier frase significaban más dinero. En ocasiones hasta podían volver imposible el trato.

El vendedor escurrió las gotas que le chorreaban por la cara y buscó bajo la fina cubierta hasta dar con el artículo. Se lo tendió a su cliente sin molestarse en protegerlo de la lluvia.

—Aquí está, socio. Baratito por ser para ti. Si quieres escuchar la «cinta» también tengo el cacharro para hacerla sonar, te la dejo por un billete si la quieres.

—No, gracias, ya tengo en casa un aparato para eso. —Recordó que los casetes de audio también se llamaban «cintas» en su juventud. Desconocía si se trataba solo de una costumbre local, pues no había vuelto a oír la expresión en muchos años, pero se propuso emplearla más a menudo.

Horrorizado, Martín observó cómo el agua comenzaba a calar el papel de la portada. Al abrir la caja sintió una oleada de calor en las mejillas. Jet Speed Wilson. Copyright Soft Projects 1984. El plástico del casete estaba amarillento, pero aparentemente en buenas condiciones. Cuando desplegó la carátula casi gritó al comprobar que aún conservaba entre sus dobleces el cartón con el sistema de claves y colores.

—¿Cuánto vale? —preguntó, cubriendo su hallazgo bajo el chubasquero.

—Dame veinte euros, jefe. Es un juego antiguo muy bueno. Funciona en un ordenador viejo, de hace por lo menos cincuenta años nada menos, pero no lo he podido probar porque el mío se rompió hace mucho. Pero era de un chaval, muy buena persona, que lo cuidaba bien. Cuesta mucho más en Internet, puedes comprobarlo cuando quieras —respondió el vendedor, tratando de aparentar que sabía de lo que hablaba. La cerveza le producía un agradable sopor pero el gas luchaba por escapar de su estómago.

Le sorprendió que Martín aceptara el precio sin objetar. Dobló el billete y lo metió en una bolsa de plástico, enfadado consigo mismo por no haberle propuesto un precio más elevado. Un acceso de tos le atacó en aquel momento. Acabó limpiándose la boca con un pañuelo sucio. El alcohol borró de inmediato su mal humor y, cuando recobró el aliento, se despidió de su cliente recitando algunos versos de un fandango mal entonado.

No hay nube que nuble el sol

cuando yo salgo de pesca

con mi niña en el timón.

No hay nube que nuble el sol

ni amenaza de tormenta

ni una jabega mejor.

Martín guardó su tesoro en el bolsillo de la camisa. Su corazón palpitaba, pero no pensó en embolias cerebrales, anginas cardíacas o arritmias imaginarias. Se sentía emocionado por haber encontrado por fin una copia de Jet Speed Wilson, quizás de la primera edición, después de décadas ojeando anuncios y viviendo el mundillo de los foros dedicados a la informática clásica.

Aún era pronto para cantar victoria. Martín conocía bien la historia de JSW, pero no pudo evitar la tentación de consultar algunas páginas web mientras volvía a casa. No solía pasear cargado de dispositivos, como era costumbre general en aquellos días, pero el cinturón informatizado era sorprendentemente potente para su precio. Acabó sucumbiendo a las prendas electrónicas, que no le hacían sentir estúpido como otros gadgets más absorbentes.

Según leyó existían numerosas unidades de Jet Speed Wilson falsificadas, como ya sabía, confeccionadas de modo artesanal durante los años dorados de la retroinformática, cuando muchos nostálgicos quisieron conseguir copias físicas de juegos considerados míticos. Prácticamente todas las copias modernas partían de versiones nuevas del juego; algunas eran mods —modificaciones hechas por aficionados— con los gráficos alterados, y obviaban el original sistema de protección contra la piratería. En otras ocasiones el engaño era más elaborado, y se grababa la variante de JSW reparada por Soft Projects, crackeada para no requerir clave de acceso. Difícilmente una de esas copias envejecidas, por otra parte casi indistinguibles de las originales, incluirían el «Copyright 1984» y la tarjeta de códigos.

Un artículo de la web oldgames.com mencionaba que, durante 1984, Soft Projects produjo menos de cuatro mil unidades del programa con los errores que lo hacían imposible de completar sin corregir. La mayor cantidad fue fabricada en 1985, pero el juego ya estaba reparado y se habían solucionado sus fallos iniciales. Muchos aficionados trataron de recuperar el programa primitivo, escrito íntegramente por Matt Statham. Los bancos de juegos antiguos disponían de infinidad de variantes preservadas, pero aquel JSW original se había esfumado. Como si nunca hubiese existido. Se llegó a decir que nunca fue programado, que era solo una leyenda, y por tal hubiera pasado de no ser por la cantidad de artículos, reseñas y cartas en revistas que mencionaban aquel juego roto.

Las escasísimas copias físicas supervivientes del primer JSW estaban tan cotizadas en las páginas de subastas que resultaban prohibitivas. Cuando alguien ponía a la venta un casete con apariencia de ser real, siempre surgía algún comprador en el último momento que ofrecía una puja superior. Martín solo conocía a un amigo, Juanfra, cuyo nick en Rooftop era Arkos, que consiguió comprar una posible primera edición, y la empresa de mensajería extravió el envío.

Otros programas eran mucho más deseados por los coleccionistas que el JSW original de 1984, pero este tenía un significado especial para Martín.

Se palpó varias veces el bolsillo de camino a Triana. El juego seguía allí.

Volvió a casa en una nube, excitado como un colegial. Ni rastro de pánico, palpitaciones o temblor de piernas. Prueba inequívoca de que su enfermedad era un producto de su mente, pero se encontraba tan emocionado que ni siquiera pensó en ello. No podía esperar para probarlo, oír los sonidos de carga y comprobar los errores que conocía desde niño. Bugs que habían hecho de la primera versión de JSW toda una obsesión para quienes se empeñaron en acabarlo.

En una esquina de su pequeña sala de estar, arrinconado por los aparatosos interfaces de realidad virtual de la familia, había un escritorio de madera con un amplio cajón donde guardaba un puñado de recuerdos de la infancia. Una televisión de tubo catódico de catorce pulgadas, dispuesta sobre el santuario de su juventud, era otra licencia que le permitió su esposa. Para sorpresa de Martín, ella opinaba que resultaba decorativa. Su hija preadolescente se avergonzaba de aquellos trastos viejos cuando sus amigas iban a casa. Por otra parte, desde muy pequeña había disfrutado jugando con su padre a juegos antiguos, como Abu Simbel Profanation o Terra Cognita, los favoritos de Martín.

Su Speccy ya no funcionaba. La comunidad de aficionados a la informática clásica había desarrollado repuestos para solucionar cualquier problema, pero él no quiso tocar a su viejo compañero. Era el responsable de su vocación por la informática y un amigo más de su niñez, no solo un chisme que reparar de cualquier manera. Cuando se sentía melancólico y necesitaba revivir aquellas sensaciones de antaño, o le abrumaba la vida de adulto, recurría a un moderno clon del Speccy bautizado como ZX-DOS por sus creadores, con el que cargaba sus juegos viejos usando un radiocasete de la época.

Su hallazgo reunía todos los indicios para ser auténtico. Tenía las mejillas encendidas, como cuando probaba un juego que acababa de comprar en el mercadillo de la Alameda. Ya no era un niño, y aquel mercadillo solo existía en sus recuerdos, pero se sintió transportado en el tiempo.

El montaje le llevó algunos minutos. Se trataba de una ceremonia que consistía en enchufar los diferentes artefactos listos para activar la regleta de corriente: televisión, ordenador y reproductor de casetes. Como en los viejos tiempos. Sin embargo desde que su querido Speccy se estropeó, la mesa era presidida por una caja oscura y pequeña con franjas arcoíris, en la que confluía el cableado. También necesitaba un teclado auxiliar y el transformador de corriente era mucho menos voluminoso. El conjunto, aparatoso y anticuado, era un buen sucedáneo del antiguo Speccy.

ZX-DOS podía ejecutar cualquier programa instantáneamente, o acelerar cien veces el registro de un casete, pero Martín no solía abreviar el tiempo normal de carga. El cable de audio estaba manipulado para conectarse también a un ordenador tipo PC y grabar la señal, cuya representación gráfica aparecía en otro monitor.

Rebobinó el casete y pulsó Play en el reproductor de cintas. La grabación sonaba atenuada y arenosa pero a pesar de su mala calidad comenzó la carga. Una imagen simple de bienvenida se dibujó en la pequeña pantalla: «Jet Speed Wilson» escrito con letras de colores. Junto a una caótica danza gráfica, los datos iban apareciendo durante la carga en el monitor del PC. Una segunda columna traducía el binario a hexadecimal simultáneamente.

Dos minutos y sin problemas. La emoción de Martín crecía mientras avanzaba el proceso. En cualquier momento podía surgir una interrupción, o una señal tenue e indescifrable; un solo bit mal leído por culpa de una mota de polvo, humedad o grasa de los dedos arruinaría la carga, en ello consistía parte de la aventura que suponía emplear aquel anticuado sistema de registro. Un programa congelado durante décadas estaba resucitando ante sus ojos. Era algo mágico, más allá de la nostalgia. Al menos él lo vivía así.

Un chasquido en la señal de audio. La ejecución resultaba imposible desde ese punto.

—Joder.

No estaba todo perdido. Los juegos de la época con frecuencia eran grabados en ambas caras de la cinta, por lo que dejó que el sonido continuase, alimentando al PC. La cara B comenzó con una serie de silencios que impidieron la ejecución de la pantalla de bienvenida. Dejó que acabase la carga recopilando todos los datos posibles en el PC. Hubo algunos silencios más. Esta vez el tiempo le pareció eterno.

—Ánimo, Alf, ahora a editar.

El ordenador que él llamaba Alf era un antiguo PC486 cuyo módem de 32Kbps impedía cualquier conexión a la red de fibra óptica. Él mismo escribió el programa que mostraba el código cargado en tiempo real y podía comparar distintas secuencias de instrucciones. Ello resultaba especialmente útil cuando se trataba de reconstruir juegos antiguos, pues era suficiente contar con algunas copias deterioradas para rellenar los huecos hasta completar el código original. Llamaba a su creación LPJ, o Laboratorio de Parque Jurásico, y tuvo cierto éxito en la comunidad de aficionados a la informática clásica.

La primera cara tenía solo dos fallos. Martín los completó rápidamente con los fragmentos de código máquina correspondientes de la otra carga, e imprimió el resultado, que comenzó a depositarse folio a folio en la bandeja de la impresora. Un recuerdo de su niñez, cuando disfrutaba estudiando el código de los pocos juegos que consiguió obtener en aquel formato. Los aficionados comenzaban a preservar los programas impresos; una tendencia que se generalizó cuando algunos juegos se perdieron en inmensas bases de datos mal ordenadas que, al ser depuradas o manipuladas, los arrinconaron en paquetes de datos basura. Por último, navegando entre distintos menús llegó a la opción que le permitía generar los .TXT/.TAP para la conservación digital. Ejecutó el pequeño archivo .TAP en un emulador primitivo instalado en su 486. Existían programas más eficaces, capaces de convertir un PC moderno en cualquiera de los múltiples modelos y clones del Speccy, pero él siempre prefirió una versión completamente operativa del primer emulador de la historia. Su autor, Peter Jimeno, comenzó su diseño en 1989.

Hacía décadas que no introducía el código de seguridad del juego. Él, no obstante, nunca tuvo en sus manos la genuina cartulina con las claves. No recordaba cómo se las ingeniaban para prestar a los amigos aquella ingeniosa llave necesaria para activar el juego pirateado. Las fotocopias en color resultaban prohibitivas a mediados de los ochenta. Su cartulina estaba algo descolorida y, pese a su buen estado de conservación, la clave no acababa de verse bien por culpa del minúsculo tamaño de la cuadrícula de color. En su lugar, Martín encontró una imagen suficientemente nítida en un buscador de recursos y resolvió la clave sobre la marcha. Tragó saliva y se dispuso a jugar, situando los dedos sobre el teclado: O-izquierda, P-derecha, Q-arriba, A-abajo, Space-disparo o acción, como a él le gustaba. JSW solo requería tres teclas, izquierda, derecha y salto, pero estaba habituado a aquel gesto en sus manos cuando iba a entrar en acción. Jamás se adaptó a los mandos analógicos, ni sentía el más mínimo interés por los videojuegos que llegaron después.

Uno tras otro fue comprobando que su programa contenía los diferentes errores o bugs de JSW sin corregir, a diferencia de las versiones preservadas hasta aquel momento. La prueba definitiva le esperaba en la habitación que Matt Statham llamó «Ático», donde una flecha salía de la pantalla corrompiendo el código. Desde aquel punto el juego resultaba imposible de completar. Una serpiente le amenazaba desde la esquina inferior izquierda lanzando bocados en una secuencia predeterminada. La versión original se volvía loca en ese momento. Desaparecían elementos necesarios para progresar en la aventura, y se alteraba la irrupción de enemigos en otras pantallas. No era posible recorrer por completo el resto del mapeado, desordenándose también la transición entre habitaciones. Martín comenzó a notar los efectos del bug inmediatamente.

El paso de una pantalla a otra dejó de ser coherente con el mapa. Tenía la sensación de que se había perdido. En fin, todo ocurría como habían descrito los nostálgicos que recordaban el juego original y explicaban las revistas de la época.

El personaje ya no acabaría con la cabeza metida en el inodoro, pataleando después de una noche de borrachera, como en el transgresor final de JSW.

Excitado por su hallazgo, decidió romper con su propósito para aquel día. Iba a entrar en Rooftop y comunicaría inmediatamente la noticia a sus amigos en la comunidad: tenía un Jet Speed Wilson original en buenas condiciones externas, con su cartulina de claves, y había conseguido reconstruir el programa gracias al LPJ partiendo de una sola cinta.

Solo tardó unas décimas de segundo en transferirlo a su espacio privado. Tomó la casete en sus manos y sintió que volvía a tener diez años. La carátula, ajada por el paso del tiempo e incontables dedos descuidados, representaba a un psicodélico personaje del que solo se podían ver las piernas y el trasero, pues el resto estaba sumergido en el inodoro. Justo antes de acostarse después de completar su misión, que consistía en recoger una serie de desperdicios que había dejado por su casa, Wilson tuvo que vomitar por culpa de la borrachera que agarró esa noche en una fiesta. «Solo una vez. La ocasión lo merece», se dijo. Estaba decidido a recortar drásticamente las horas que dedicaba a navegar por el espacio sintético.

Martín ajustó el cinturón de su interfaz de realidad virtual, enfundado en el traje de sensores. Realmente necesitaba sumergirse en aquel mundo que detestaba, en el que el torrente de estímulos le hacía sentir anestesiado. Hacía rato que había desaparecido todo rastro de ideación hipocondríaca, y entregarse a Rooftop portando aquel tesoro le proporcionó cierto placer insano.

El estudio y ejercicio más seguro en materias de gobierno es el que se aprende en la escuela de la historia. La única y más eficaz maestra para poder soportar con igualdad de ánimo las vicisitudes de la fortuna es la memoria de las infelicidades ajenas. Ello no tiene duda (…). ¿Habrá hombre tan estúpido y negligente que no apetezca saber cómo y por qué género de gobierno los romanos llegaron en cincuenta y tres años no cumplidos a sojuzgar casi toda la tierra, acción hasta entonces sin ejemplo? ¿O habrá alguno tan entregado a los espectáculos, o a cualquier otro género de estudio que no pretenda instruirse en materias tan interesantes como éstas?

Polibio

Ángela se sobresaltó cuando despertó desequilibrada sobre el retrete. Casi cayó de bruces.

La columna de luz se había desplazado sobre el escritorio hasta un mazo de folios polvorientos. Era la hora del almuerzo en Christiania, según dedujo al ver a varios muchachos masticando un smørrebrød, sentados al sol junto al establo que quedaba frente a su ventana. Después de tantos años llegó a acostumbrarse a los horarios de comida nórdicos, pero su estómago siempre protestaba hacia las dos de la tarde. Los daneses se levantaban al alba. Desayunaban y a media mañana tomaban un almuerzo frugal que les dejaba hambrientos para la cena, sobre las cinco o seis de la tarde.

Pensó que un bocado la haría sentir mejor. La cocina era pequeña y humilde; estaba equipada con lo indispensable, salvo un electrodoméstico que echaron de menos toda la vida. Sin lavadora, debían acudir regularmente a un local situado a más de un kilómetro de casa para limpiar y secar la ropa. Los daneses disfrutaban del breve paréntesis de socialización, durante el cual conversaban un poco con desconocidos e incluso llegaban a entablar relaciones sentimentales. Pero para un español, resultaba chocante no disponer de lavadora en casa. Ángela cortó un trozo de queso. Recordó a alguien que pasó brevemente por su vida y adoraba el queso.

Comenzó a convivir muy joven con su primer compañero.

No fue el primer choque cultural que sufrieron sus padres, pero quizás se trató del más difícil de afrontar para ellos. Los jóvenes empezaban a mantener relaciones sexuales mucho antes que en España, e iniciaban periodos de vida en pareja más o menos prolongados cuando eran casi adolescentes. Ella se adaptó bien a la nueva mentalidad, en especial cuando su danés llegó a ser operativo. Aquella época resultó estimulante en todos los sentidos. Copenhague era tan cosmopolita que pronto conoció a gente de todo el mundo.

Un mundo que cambiaba sutilmente, al principio de forma lenta, casi imperceptible.

Iván era ancho, muy musculado y vigoroso. Ángela sonrió cuando recordó su apetito. Era un tragón, pero el queso le gustaba por encima de todo. Su cabello casi albino contrastaba con el color de su barba, pelirroja. De origen ruso, pero con abuelos maternos mongoles, su estatura y ojos levemente rasgados eran propios de la raza que conquistó el Gobi. Podría haber pasado por modelo, y a ello se hubiese podido dedicar, de no haber insistido tanto en cultivar sus escasas dotes para el arte. Ángela se divertía viendo cómo se esforzaba por crear algo remotamente parecido a una obra de arte, y le escuchaba embelesada cuando fantaseaba sobre su futura vida entre marchantes y galeristas.

La ayuda de estudios que les ofrecía el Gobierno era más que suficiente para su sustento, y ella vendía muebles en los muchos «mercados de pulgas» que se celebraban en el área metropolitana. Iván pasaba cada vez más tiempo en casa pintando, y menos practicando deportes a los que era aficionado como la natación, el baloncesto o la carrera de fondo. Solo había que ver a su inmenso progenitor, una especie de abotargado forzudo barrigón, para saber cómo iba a ser en el futuro.

Ella no llegó a perder el contacto con sus padres, pero se veían muy poco. Su madre intentaba poner orden en un hogar turbulento, con una hija rebelde y bohemia, un yerno con poco seso y mucho apetito, y un marido que pasaba demasiadas horas trabajando.

Sin haber cumplido los dieciocho dio a luz a su primer hijo, Niels. La cosa más bonita que había sostenido en sus manos. Nunca sintió nada parecido a la paz que la poseyó cuando le pusieron por primera vez sobre su pecho.

No se planteó en ningún momento qué sería de él, ni si tendría dinero para mantenerle o si su pareja era en realidad la persona adecuada. Simplemente ocurrió, y fue maravilloso. Sus padres la acogieron cuando él se marchó, decidido a hacer carrera como pintor en París. La Ángela anciana sonrió cuando recordó los lienzos del padre de Niels, cuyos trazos bien pudo haberlos pintado su hijo a los tres años. Era un soñador, muy guapo pero no demasiado listo. Sus defectos eran tan evidentes como sus virtudes, y no llegó a estar realmente enamorada de él durante los dos años que convivieron, de modo que la separación no resultó traumática.

Caminó hasta el escritorio y ojeó los folios iluminados por el sol. Le encantaba la caligrafía de su padre. No era bonita, ni escribía como un profesional, pero había tanta verdad en sus textos, tanto de sus tripas, que llegaba a engancharse a su lectura sin importar las veces que los repasara. Poca gente escribía con sus manos en la época en que él empezó a registrar sus pensamientos. Por fortuna muchos se aficionaron después al arte de la escritura sin dispositivos electrónicos, y se animaba a los escolares a llevar un diario manuscrito.

Un amigo senegalés, algo más viejo que ella, la saludó por la ventana. Vio cómo se movían sus gruesos labios, enmarcados por una barba debilitada por la edad. Ángela señaló su oído y negó con la cabeza. Él abrió una lama y repitió en danés:

—¿Cómo está usted, bella sevillana?

Rhoderik nunca dejó de piropearla desde que se conocieron. Mantuvieron una breve relación hacía casi setenta años, y desde entonces se adoraban. Era un genio informático que colaboró con su padre desde los diecisiete, cuando llegó a Dinamarca por sus propios medios después de una terrible odisea de la que nunca quiso hablar.

—Un poco resfriada. Estaba leyendo historias de mi padre.

—Él era un gran tipo, sí señor. De lo mejor que ha pisado este lugar. ¿No le apetecería a usted dar un paseo? Si es que no le avergüenza que la vean con un viejo como yo, evidentemente —rio. Rhoderik tenía una sonrisa capaz de alegrar un día nublado.

Ángela también rio al recordar por qué le gustaba aquel hombre, que por otra parte también era una gran persona. Él captó un matiz sutil en su mirada y su risa. Eran muy ancianos, pero el sexo era parte de sus vidas y después de tantos años estaban libres de vergüenza.

—Qué buenos días pasamos juntos, sevillana. Era usted una bomba. Tenía que tomar vitaminas para seguirle el ritmo.

—Nunca he visto a nadie salir tan rápido por una ventana. Por esta misma ventana, ahora que lo pienso.

—Sí, sus padres casi nos cazaron un par de veces. Ahora lo recuerdo y me divierto, pero entonces casi me dio un infarto. Anduvimos muy cerca. Además, no imagina usted el frío que pasé corriendo en pelotas de noche por estos barrizales. Una vez llegué a casa con nieve en... bueno, por todas partes. Entre el susto y el frío, imagínese.

Ambos rieron con ganas, incapaces de seguir la conversación.

—Pero mereció la pena. Sin duda. Es usted uno de mis recuerdos más preciados. Un beso, mi niña, la veré mañana.

Ángela le despidió melancólica. La primera vez que se acostó con Frederik no podía creer que aquel hombre fuese real. Pero no fueron sus atributos físicos los que la enamoraron. Con él descubrió otra dimensión de las relaciones. Fue su primer amor, tan efímero y doloroso que solo pudo recobrarse cuando conoció a quien se convertiría en el hombre de su vida.

No quiso pensar más en él. Tenía hambre y decidió que su última comida sería también especial. Quizás un par de velas para celebrar la ocasión. No tenía hambre, pero el sabor de la fruta de Ahmed era exquisito. Cuando acabó, bebió un poco de leche y se acercó al escritorio para curiosear los papeles de su padre.

Tomó un manuscrito y lo leyó, dejándose llevar por las palabras.

Efecto Polybius

Подняться наверх