Читать книгу Efecto Polybius - Manu J. Rico - Страница 9

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Ángela despertó antes del alba. Una vez leyó que los viejos podían presentir la propia muerte.

Los murmullos del viento helado silbando por las rendijas parecían voces humanas, pero ella estaba segura de que sus sentidos no la engañaban. Alguien le acababa de susurrar su nombre al oído, y continuó hablándole.

Palabras tranquilizadoras pronunciadas en un idioma que solo ella entendía.

Habría esperado una revelación espiritual. Quizás mensajes sutiles, difíciles de descifrar para una mujer tan pragmática como ella. Sin esfuerzo comprendió, de forma natural, lo que la voz le transmitió. Supo que aquel día iba a ser el último de su vida.

Tomó una bocanada de aire y la saboreó con todo su ser. Contempló el techo desconchado de su habitación mientras ordenaba sus ideas. Le costó toda una vida aprender que necesitaba muy poco para ser feliz: su manta, un poco de calor y sus recuerdos.

Hacía mucho frío en aquella época del año. Solía preparar café cada mañana, se calzaba sus zapatillas de deporte y calentaba los músculos todo lo que la dejaban los años. Le gustaba el tacto del algodón y la ropa ligera sin sistemas electrónicos auxiliares, casi obligatoria durante su infancia. Pasear por Christiania, donde vivió gran parte de su vida, era lo mejor de su rutina diaria desde que se jubiló. Llegó a Dinamarca siendo una niña, pero no había perdido el acento andaluz ni había olvidado sus orígenes. Un regalo de sus padres.

No se veía a sí misma como una persona mayor, su espíritu siempre fue joven, pero cuando cumplió los noventa comenzó a aceptar lo inevitable. Su vida había sido tan plena que aquella nueva perspectiva no la inquietó.

La lata de café le pareció pesada entre los dedos. Sus muñecas crujían mientras diluía el azúcar y casi no podía elevar el codo derecho para llevarse la taza a los labios. Bebió pequeños sorbos, pues sus pulmones contenían el aliento justo para vivir.

Aquel día era especial. Debía despedirse del mundo.

Se sentó en una butaca que ella misma había fabricado poco después de instalarse con su familia en aquel rincón pintoresco de Copenhague. En ella había reído, llorado, amado y sufrido. Cuando era niña le gustaba estar allí, junto a su padre, mientras se mecía y escuchaba sus historias. Vio cambiar a la humanidad desde su humilde hogar, del que nunca se desligó por completo y al que volvió cuando falleció su marido, ya muy anciano. Al principio no entendió por qué la mirada de su padre también pasó de ser gris, teñida de rutina, a luminosa. Del hastío a la ilusión.

Tantos recuerdos colgados en las paredes. Viejos recortes de periódicos, soportes informáticos obsoletos y libros de apuntes de sus padres amontonados en las estanterías. Ella quiso dedicarse a la carpintería desde pequeña. No tenía las inclinaciones académicas de mamá y papá, pero se sentía en la gloria cuando fabricaba cosas con las manos. Contempló sus dedos, delgados y nudosos. La piel fina, las venas marcadas y manchas seniles por todas partes. Aquellos frágiles instrumentos habían cincelado, cortado y barnizado la práctica totalidad del mobiliario de la casa.

Pensó en la gente joven. Recién llegados a un mundo que ella misma no habría soñado al principio de su existencia, daban por hecho que la humanidad, toda la humanidad, se debía gobernar de modo lógico y solidario. No siempre fue así. La inexperiencia hacía que la gente fuera arrogante, egoísta, influenciable y torpe. Con razón creían que antes de mediados del siglo XXI los Homo sapiens eran solo un poco más evolucionados que cualquier otra especie animal. Bípedos, dotados de lenguaje y cierta capacidad intelectual, que vivían sobre sus propios excrementos —entonces todos pensaban que solo con perder de vista sus desperdicios estos ya desaparecían— y solucionaban sus problemas por la fuerza. En realidad eran peores que otras bestias, pues con frecuencia empleaban el cerebro para hacer mucho más daño que ningún otro habitante del planeta.

Su padre contribuyó al cambio. Por primera vez en la historia, un paradigma radicalmente opuesto a todo lo anterior triunfó sin necesidad de guerras ni otro tipo de conflictos. Las religiones dañinas, los nacionalismos enfermizos, el odio al vecino, la codicia desmedida... todos los cánceres de las sociedades primitivas que acababan en enfrentamientos sangrientos y miseria, simplemente se diluyeron como el azúcar.

Ángela se meció en la butaca y dejó que sus valiosos últimos minutos transcurriesen plácidamente. Percibió un tenue aroma a marihuana. Ahmed llegaba desde el supermercado con algunos encargos: leche —una botella que no acabaría—, pan, fruta, un poco de fiambre de carne cultivada y ensalada. El muchacho llamó a la puerta y aguardó a que su cliente y amiga llegase para abrirle.

Ahmed la encontró débil, le preguntó si necesitaba compañía o si quería que la visitase el médico, pero ella le respondió que su salud era de hierro. Mintió.

Intercambiaron unas palabras. El chico estaba contento como todos, porque aquella noche era «la del lanzamiento». Ángela sabía que aquel maravilloso acontecimiento se produjo gracias a la semilla que plantó su padre décadas atrás. Sonrió y se despidieron.

Era musulmán, como otros que décadas atrás fueron causa de tanto dolor. Occidente reaccionó con violencia desmedida y murió mucha gente. Cuando cambió el mundo se castigó a los que tenían las manos manchadas de sangre, sin importar su religión, a quienes saquearon poblados y a los ladrones de guante blanco que expoliaron países enteros. Los acaparadores que procuraron la miseria de millones fueron privados de sus bienes, acumulados a costa de hambre, explotación y mentiras, y aquellos que no renunciaron a la guerra acabaron apartados del mundo civilizado. Las religiones sin excepción, y todas las ideologías, estuvieron tan sujetas a los límites del respeto y la cordura como los individuos. Se impuso una especie de sensatez global. La consideración de «humano» implicaba acatar unas reglas de convivencia básicas; quienes no las aceptaban solo recibían el respeto que se debe a un ser viviente, pero eran apartados de la sociedad. La peor pena imaginable consistía en aislarles, y se reservaba para los seres vivientes que no merecían perdón por sus crímenes, en especial si no trabajaban para enmendarlos.

Ángela recordó la voz de su padre, los abrazos de su madre, las caricias de su marido, el perfume de sus hijos y los besos de sus nietos y biznietos. Había recibido tanto amor que solo podía estar agradecida a la vida. Se sintió rodeada por ellos, los vivos y los muertos. Todos acudieron a su mente, con sus manías, momentos especiales, confidencias y aventuras compartidas con ella, la abuelita, y se dejó llevar por sus recuerdos. Una lágrima se deslizó por su mejilla. Les iba a echar de menos.

La abuelita no llegaría a la reunión familiar para ver «el lanzamiento».

Decidió salir a respirar el aire de Christiania. Pero no encontró el pomo de la puerta.

Sorprendida, reparó en que sus ojos no le respondían. Solo percibía imágenes turbias. Palpó la pared y necesitó reunir todas sus fuerzas para desplazarse, guiándose a tientas hasta la cama. Su corazón palpitaba cuando se sentó en el colchón. Guardaba las medicinas en un cajón. Tres pastillas acabaron con el dolor de su pecho, pero la dejaron amodorrada.

En la butaca estaba su padre con un libro entre las manos. Ella era una adolescente atolondrada y triste, porque el chico que le gustaba no le hacía caso. Le había conocido en los talleres de carpintería que se organizaban en Christiania, pero ella no hablaba bien el danés y él tampoco dominaba el inglés. Tenía la cabeza echa un lío y el cuerpo repleto de hormonas en ebullición. Quería apartarle de su mente, donde irrumpía como un ciclón a todas horas. Pero era tan guapo. Rubio, muy alto y con los ojos azules. Casi podía ver su pecho bajo la camisa, delgado y fibroso. Aquellas miradas descaradas que le dedicaba a su escote, y a su pelo moreno, la hacían estremecer.

—¡Todo apesta, papá, soy una desgraciada y me quiero morir! —Lloró desesperada. La Ángela anciana esbozó una sonrisa.

—¿Qué te ocurre, chiquilla?

—¿Por qué no nos vamos de aquí de una vez? ¡Estoy harta de estos jipis que hablan tan raro! ¡No quiero ver más a ninguno en toda mi vida!

Su padre cerró el libro que estudiaba, un grueso tratado de matemáticas aplicadas a la computación, se acercó y la abrazó.

—Creo que ya eres mayor para saber exactamente por qué es tan importante que estemos aquí.

Ante sus ojos, que ya solo veían trazos del mundo real, se dibujaron las imágenes de la historia que narraba su padre.

Efecto Polybius

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