Читать книгу Cuentos con paraguas - Manuel Arduino Pavón - Страница 4
Nunca llueve cuando uno sale con paraguas
ОглавлениеUn señor muy delgado y muy alto, como si el cielo lo mantuviera cerca; un piloto negro coronado con un sombrero de una oscuridad incierta, crepuscular, y un paraguas finísimo, como una liana sombría enredada en la mano diestra, que pretendidamente controlaba toda la imagen del caballero avanzando por la cuadra nocturna, cercado por borrachos y ladrones lanzando piedras.
Un bar ladeado e intenso, del que emergía una luz hipnótica, una especie de resplandor mortuorio que atrapaba al caminante y lo inducía a entrar, a sentarse a la mesa, a pedir un café con coñac, a no quitarse el piloto ni el sombrero y a no desligarse del paraguas.
Nadie más en las otras mesas, sólo el silbido del camarero entonando una milonga provocadora y un espumoso humo que surgía de ninguna parte y que delataba a alguien enviciado y escondido; placeres silenciosos.
Una media hora de catacumba, sin párpados pintados ni bocas entreveradas, con un rumor a muela cariada ganándolo todo, y en este rincón, en la mesa de los santos difuntos el caballero negro.
El extraño sacó un juego de naipes del interior de su piloto y se puso a sondear un solitario, un solitario tras otro. Y a medida que iba labrando su suerte esquiva con cada solitario, la mano, el brazo ocupado de retener al paraguas iba cediendo. Hasta que en un determinado momento el paraguas se deslizó imperceptiblemente y cayó al piso, y como estaba nuevo y en su enjutez rodaba por el piso, llegó rodando hasta el camarero que silbaba la milonga ladina.
El hombre vio el paraguas a sus pies, miró al caballero distraído en componer un nuevo juego solitario y pasó el paraguas por detrás del mostrador. Trofeo de guerra que le dicen.
Una media hora después, cuando la obsesión con los naipes había concluido, el caballero negro reparó que le faltaba el paraguas negro, que no le sobrevivía el paraguas.
Se puso de pie sin recoger los naipes, fue hasta el mostrador e interpeló al camarero.
–¿No vio mi paraguas?
–Se lo deben de haber robado.
–¿Robado? ¿Quién? Acá no entró nadie.
–Si uno se descuida le roban todo lo que lleva puesto, hasta los botines, así están las cosas.
El caballero negro se pasó una mano tiesa por la cabellera larga y engominada y suspiró:
–Me da igual, sólo llueve cuando uno no lleva paraguas.
Fue hasta la mesa. Pagó la consumición. Dejó unos pocos centavos de magra propina. Atravesó la puerta lúgubre bajo la luz amortajada y se perdió en la larga sombra de la noche.
El camarero dejó pasar una media hora más, por las dudas que fuera otro de esos parroquianos desconfiados que siempre vuelven al lugar del crimen. Una vez que se sintió seguro extrajo el paraguas del escondite y lo admiró.
–Es caro.
Le sacó la capucha y lo abrió.
Era un paraguas inmenso, una carpa del circo africano.
Oyó el tambor de los truenos.
Recordó las últimas palabras del extraño y sonrió.
Nadie tiene razón cuando le desaparece un paraguas.