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I

Cataluña, España

Corría el año 1926, Carlos Urbáez Iriarte se tambaleó vacilante. No podía creer lo que le estaba pasando, ¡ni en la guerra contra los Estados Unidos, con todo y el miedo que tenía en el fragor de la batalla había sido herido! Pensó en sus nietos, que no conocía, en sus hijos a quienes nunca les había dicho que los amaba, en Mariana, en su botica, en la vieja y muy lejana cabaña de madera donde se crio, y en todas las cosas que tenía pendientes por hacer. Sus tres amigos, desesperados y sin conocimiento alguno de primeros auxilios, pedían ayuda a gritos y lo animaban a resistir, a no rendirse. Finalmente cayó al pavimento, se llevó las manos al vientre y estas se empezaron a bañar de sangre.

A Don Carlos, como solían decirle desde sus días en Cataluña, la vista se le comenzó a nublar y las voces de sus amigos se le fueron haciendo más y más lejanas. En medio de ese sopor, revivió nítidamente el día de 1914 que en San Pedro de Cataluña, tuvo la siguiente conversación con su madre Juliana Iriarte:

—No te vayas— le dijo ella, — Tú estás joven todavía. Esta peste va a pasar, esta guerra va a pasar, este malestar va a pasar, y España va a ser grande de nuevo

—Mamá — la interrumpió él casi gritando. — Amo a mi país, pero aquí no hay más esperanzas, vente con nosotros. ¿Qué más vamos a esperar? El agua está contaminada, estamos a punto de estallar en una guerra civil, la Guerra Europea nos arropa, yo tengo un hijo varón. ¿Me voy a quedar para que se lo lleven y le pase lo que le pasó a mi hermano o a papá? ¿O esperamos a que nos mate el tifus a mí, a mi esposa o a mis hijos? Los enfermos ya no caben en los hospitales mamá.

La mujer lo veía con tristeza, no podía concebir una vida fuera de España, ni para ella ni para sus descendientes, allí habían nacido y crecido, ellos y sus antepasados desde un tiempo inmemorable cuando España era tierra de moros.

—Hijo ten paciencia. Este es nuestro país.

Don Carlos pensaba si era por amor a la patria o por miedo al cambio que en realidad su madre no quería ni irse ni que él y su familia se fueran.

—Mamá, necesito darle una oportunidad a mi familia, en un lugar donde el mundo no se esté desmoronando, donde haya paz y progreso. Si quieres quédense tú y el viejo, pero yo no voy a esperar que la desgracia toque la puerta de mi casa.

—Haz lo que quieras, yo estaré orando por ti. Pero esta es tu tierra.

¿Será que soy un cobarde y estoy huyendo por miedo?, tal vez sea miedo, sí, pero es un miedo válido. ¡Me voy!. Decía Don Carlos dentro de sí.

Don Carlos estaba saliendo de una depresión, y lo primero que hizo después de comunicarle a su esposa y a sus hijos la decisión que había tomado, fue ir a hablar con su mamá. Antes de que se desarrollaran todos los acontecimientos que ahora vamos a narrar, nunca había sufrido de depresión. Ahora, por primera vez se había sumido en una tristeza espesa que lo hacía más callado y taciturno de lo que normalmente era. La depresión es un animal vivo.

Podría decirse que era más un hombre de acciones que de palabras, pero en los últimos días ni palabras ni acciones. Sus vecinos de la entonces empedrada Calle Laurel o Carrer del Llorer como aún le dicen en catalán, pensaban que debía ser la crisis de los cuarenta, pero su familia: su esposa Carmen Cecilia Cano de Urbáez (Carmen Cecilia), su hijo quinceañero Carlos Urbáez Cano (Carlitos), y Mariana Urbáez Cano (Marianita) de doce años de edad, sabían la verdad. Y la verdad era que Don Carlos, había perdido todos los ahorros de la familia al dárselos a su amigo el Duque Goicochea quien le había prometido comprar para él el título de Conde de Ciudad Vieja (Comte de Ciutat Vella) y había desaparecido hacía tres meses con el dinero. Hacía una semana le había llegado la noticia de que el Duque estaba en la República de Francia a donde había huido. Había sido, esa semana, execrado por la nobleza española debido a varias denuncias en la corte por estafa, y ahora era prófugo de la justicia en su país.

Don Carlos y Carmen Cecilia Cano no habían hablado con sus hijos del timo que los dejaba prácticamente en la pobreza. Eran niños y no querían preocuparlos. Pero los chicos no eran tontos y habían escuchado a sus padres en varias oportunidades discutir por lo ocurrido. En la primera de estas oportunidades, Don Carlos, encerrado en su habitación con su mujer, gritaba llorando y maldiciendo al Duque mientras Carmen Cecilia trataba de calmarlo con mimos en catalán, que era el idioma que hablaban cuando eran niños. Los niños también notaron que sus padres despidieron a la servidumbre y ahora Carmen Cecilia hacía todo el trabajo de la casa, ayudada de mala gana por Marianita quien entre la “explotación” a la cual, según ella, la sometía su madre y la “represión férrea” de su padre, quien no la dejaba ir para fiestas que no fueran de familias “de sociedad”, ni recibir el ocaso en el ventanal, porque eso estaba prohibido en el manual del venezolano Manuel Carreño, soñaba con crecer e irse pronto muy lejos, a donde nadie la pudiera encontrar, cabalgando en un brioso caballo negro con un joven aventurero y libre que no fuera esclavo de las apariencias, los títulos y las normas de sociedad, como sus padres.

Con respecto a las normas de sociedad Don Carlos y Carmen Cecilia eran muy estrictos, habían crecido ambos estudiando el Manual de Carreño, el cual para entonces formaba parte del pensum de toda escuela de primaria que se preciara de ser para familias acomodadas, y en algunas de niños pobres también, no solamente en España, sino en muchos países latinoamericanos. Don Carlos le prestaba especial atención a este manual de etiqueta y sociedad y no solo él lo aplicaba al pie de la letra sino que se lo exigía a su esposa y a sus dos pequeños. Cierto día le espetó una bofetada a Carlitos y lo tumbó con silla y todo porque este no se levantó cuando llegó la mamá de la cocina a la mesa a sentarse con ellos. —Un caballero debe levantarse cuando llega una dama—, le gritó sin más explicación.

1A pesar de los buenos modales y las apariencias estiradas, ni en la familia de Don Carlos, ni en la de Carmen Cecilia había habido nunca nobles, ni aspiraciones serias a títulos nobiliarios, pero el 17 de mayo de 1886, cuando seis meses después de la inesperada muerte de Alfonso XII, la Reina Regente, María Cristina de Habsburgo, dio a luz a Alfonso XIII, y se celebró la ceremonia de coronación de su hijo a los cinco días nacido, algo cambió en el interior del entonces joven Carlos Urbáez Iriarte. La Plaza del Palacio Real estaba atiborrada de gente de toda España, querían ser testigos del histórico acto. Nunca antes un niño había nacido rey. Había un acuerdo, antes del nacimiento de Alfonso XIII de que fuera coronado Rey si nacía varón, si nacía hembra estaban barajeando varias opciones. Por lo general, una ceremonia de coronación era algo que se podía ver una sola vez en la vida, y esta era una coronación especial, de manera que había gente del exterior y por supuesto, de todas partes de España, aunque no tanto de Cataluña donde un sentimiento separatista cada vez más popular amenazaba la estabilidad del reino. Entre los visitantes a la coronación de Alfonso XIII estaba el joven Carlos, quien para ese entonces contaba con diez y seis años y había ido con sus padres desde Cataluña. Ellos, a diferencia de muchos catalanes partidarios del “Nacionalismo Catalán” eran simpatizantes de la corona y de la unión.


Esa ceremonia fue el primer “contacto” que el joven tuvo con la nobleza y lo predispuso a aceptar la propuesta que le hizo el Duque Goichochea años después. Pero ese día en la ceremonia de coronación el joven Carlos se preguntaba:

—¿Cómo alguien puede nacer rey? ¿Qué ha hecho en la vida este niño para merecer tal distinción? ¿Se ha preparado? ¿Ha estudiado? ¿Ha peleado batallas como sí lo ha hecho mi papá en la Cochinchina contra el reino de Annan, y en la tercera Guerra Carlista donde perdió su brazo? ¿Qué ganó mi papá con ir a la guerra? Nada, al contrario perdió un brazo, y lo más insólito es que está orgulloso de eso. A mí ni a mis hijos, cuando los tenga, no nos van a mandar a morir por ningún rey. Quiero morir tranquilo y de viejo viendo a mis hijos y a mis nietos crecer en paz.

Carlos observaba la ceremonia con atención y curiosidad, y ante los vítores de “Viva el Rey” y “Dios salve al Rey” el joven Carlos Urbáez Iriarte, pensó por primera vez en tener un título nobiliario, que le diera privilegios a él y su familia. Los nobles no eran forzados a ir a la guerra como carne de cañón. Por eso cuando el Duque Goicochea, veintiséis años después de la coronación de Alfonso XIII, comenzó a seducirlo ofreciéndole el título de Comte de Ciutat Vella, Don Carlos sintió que algo se le movió dentro y que era un guiño de la providencia que lo había escuchado cuando aquella mañana de 1886 había deseado con todas sus fuerzas tener una distinción nobiliaria (aunque fuese tan solo Barón, pensaba entonces), pero ahora veía que Dios le daría mucho más, sería Conde, “Conde de Ciudad Vieja”.

Sin embargo Don Carlos, tenía miedo de que le rechazaran la solicitud, no tenía ancestros nobles, y no quería convertirse en blanco de burla de sus vecinos. Este obstáculo lo salvó prometiendo él y su esposa, no contarle a nadie de sus aspiraciones, hasta que, por supuesto, la solicitud fuera aprobada, si era el caso. La posibilidad de ser estafado, era para Don Carlos muy pequeña, sabía dónde vivía Goicochea y a este no le convenía ensuciar su nombre, ya no poco empañado por lo ostentoso, presumido y exagerado que era.

Una vez que Don Carlos le dijo al Duque Goicochea que aceptaba su ayuda para adquirir el título nobiliario, este último pasó dos años en “el proceso” sin cobrarle nada, lo que aumentó la confianza de Don Carlos porque a todos los demás, un pequeño grupo de burgueses de clase alta, les cobraba por adelantado, cosa que hubiese hecho con él si quisiera estafarlo, según él pensaba. Goicochea se excusaba por la demora del proceso diciendo que si tenía una reunión con Fulano para presentarle el caso, que si la solicitud estaba siendo estudiada por Zutano y allí duraba meses, que si el Rey Alfonso XIII tenía suspendido por ahora el otorgamiento de nuevos títulos nobiliarios, pero que tuviese el dinero listo, le decía, porque en cualquier momento aprobaban el título, y tendría que pagar los emolumentos.

Eso fue así hasta abril de 1914 cuando el Duque le dijo a Don Carlos que su solicitud había sido aprobada por “su amigo el Rey” y debía darle el dinero cuanto antes para la emisión de la gaceta y la logística de la ceremonia respectiva en el Palacio, en la cual varios privilegiados serían beneficiados. Otra cosa que hizo que Don Carlos se aferrara a las esperanzas del título era el entusiasmo de su esposa por darle más oportunidades a sus hijos, y el drástico cambio positivo de su suegra Doña Cano, a favor de él, una vez se hubo enterado de la posibilidad de que su hija Carmen Cecilia fuese nombrada Condesa de Ciudad Vieja, cosa que la llenaba de orgullo, y que según ella, era la respuesta de sus peticiones a Sant Jordi durante muchos años.

La familia de Don Carlos estaba entusiasmada. No podía quedarles mal. Después de todo conocía al Duque hacía doce años, cuando coincidieron en la Real Escuela de Medicina, a donde Goicochea, con solo 16 años había sido enviado por su padre, Duque del Principado de Cataluña, a estudiar medicina. Don Carlos estaba terminando ya sus estudios y el pequeño Duque, que nunca los terminó por estar más inclinado a los negocios, estaba recién entrando en la escuela donde solo cursó un año de estudios antes de desertar.

Desde entonces Don Carlos sabía que Goicochea era hablador y echón, que le gustaba alardear que había estudiado equitación y esgrima con el Rey Alfonso XIII cuando ambos eran niños, y aunque eso era cierto, se notaba que exageraba y enfatizaba de una amistad que seguramente no existía y se reducía al mínimo contacto cortesano que debía tener el Monarca con los nobles, pero de allí a ser un estafador, había una distancia muy grande.

De manera que cuando se enteró de que su solicitud “había sido aprobada”, después de dos años de diligencias, Don Carlos, después de celebrar con su familia, fue al banco, retiró todo lo que le quedaba de su herencia, Carmen Cecilia extrajo sus joyas del viejo baúl que mantenían bajo buen resguardo, y completando la enorme suma de dinero que le pedía Goichochea, se la entregó en sus manos con la esperanza de que esto les abriera las puertas para modernizar su botica y les diera influencias para impulsar a Carlitos, y para casar a Marianita con un buen prospecto. Nada de eso ocurrió. El día del pago fue la última vez que vieron al Duque Goicochea.

Lo esperó durante días, durante semanas, durante meses y nunca perdió la esperanza, siempre excusándolo con algún cuento imaginario que se inventaba para no darse por vencido, hasta hacía un mes, que recibió la noticia de que el Duque estaba en Francia viviendo como rico después de haber estafado a varias familias prometiéndoles títulos nobiliarios. Ahora estaba por ser juzgado en ausencia por estafa agravada y traición a la corona.

En ese momento Don Carlos perdió el apetito, las ganas de hablar, dejó de ir a la farmacia que le quedaba muy cerca de su casa, justo al lado del “Bar los Gallegos”.


2 Don Carlos no quería sino estar acostado, leyendo el periódico, “Tarzán de los Monos” o viendo a un punto fijo en la pared, mientras murmuraba en voz baja “maldito Goicochea”... Pero muy pronto la estafa y Goicochea pasaron a un segundo plano. En Sarajevo fue asesinado el Archiduque Francisco Fernando, y las consecuencias de este crimen se fueron convirtiendo rápidamente en un conflicto armado multinacional. Ahora Don Carlos temía por que se llevasen a su hijo reclutado para uno de los frentes de Guerra. Aunque el Consejo de Ministros de España había decidido permanecer neutral ante la Gran Guerra recién comenzada, estaban rodeados de países beligerantes y se sabía que Alfonso XIII simpatizaba con la Triple Alianza y podía tomar en cualquier momento la decisión de sumarse al conflicto.

Que fueran en ese momento un país neutral era un respiro, pero históricamente España no paraba de salir de una guerra para entrar en otra (las últimas habían sido la Guerra de Melilla, apenas cinco años atrás en la cual Don Carlos había perdido a su hermano menor, y la guerra contra los Estados Unidos en el 98, en la cual él mismo había participado de manera forzosa.

De manera que todo esto hizo caer a Don Carlos en una depresión sin precedentes. Cuando pensaba que ya estaban en el fondo del foso y que no podían caer más bajo, se desató una plaga de tifus en Barcelona. Un vecino acá y otro más allá iban contagiándose. Se ponía una cruz al lado de la casa donde alguien había muerto y en pocas semanas las calles de Barcelona se llenaron de cruces, hasta los perros y los gastos amanecían muertos en las calles, podridos y llenos de moscas.

Fue entonces cuando Don Carlos reaccionó y dejó de esperar que todo terminara de derrumbarse sobre ellos. Volvió en sí, se levantó de la cama, se bañó, se afeitó, se vistió como para trabajar, le dijo a su familia sorprendida que no se iba a dejar tragar por todo lo que estaba aconteciendo, y comenzó a elaborar en silencio un plan que una semana después, el día anterior de hablar con su mamá, se lo reveló a su familia a la hora de la cena.

Cuando estaban reunidos a la mesa, Carmen Cecilia le dijo angustiada que había escuchado que la fiebre tifoidea era causada por el agua del pozo Municipal de Montcada (ellos recibían el agua del pozo privado de la compañía SGAB - Sociedad General de Aguas de Barcelona). Don Carlos le hizo con la mano un ademán de “basta de eso ya” y les contó que había tomado la decisión de que se fueran para Venezuela. No se sabía a ciencia cierta si era solo el agua de Montcada o la de la empresa SGAB también la que estaba contaminada, pero daba terror hasta comer. Una de las amigas de Carmen Cecilia le contó aterrada y privada en llanto esa mañana a Carmen Cecilia que había amanecido con unos pequeños rosetones en la piel. Se sabía que rosetones como esos luego se extendían a todo el cuerpo, excepto a las palmas de las manos y de los pies, se volvían rojo pálido, daban a la piel un olor a podrido y encendían a la persona en fiebres delirantes que se llevaban a la víctima al otro mundo.

Fuera como fuera Don Carlos no estaba dispuesto a quedarse sentado esperando que la miseria, la guerra o el tifus tocaran a su puerta.


3Había leído muchas veces en “El Imparcial” que en Venezuela, el país que le arrebató media América a España el siglo anterior, gobernaba un campesino llamado Juan Vicente Gómez, que aunque bruto y semi-analfabeta había acabado con las guerras civiles en ese país, de manera que había paz, y muchas oportunidades de negocio para los extranjeros. Había leído además que el país suramericano tenía una moneda fuerte y estable, y que estaba iniciando la explotación de petróleo (llamado el oro negro) a gran escala. Las expectativas no podían ser mejores para un país, no había mejor lugar para criar a los hijos que Venezuela. Aún estaban a tiempo.

De manera que el 28 de octubre de 1914, tres meses después de iniciada la Primera Guerra Mundial, y en plena peste del tifus en Barcelona, los Urbáez Cano, se embarcaron junto con otras decenas de familias españolas, en un vapor donde cruzaron el Atlántico hacia la tierra prometida en un viaje costoso, pero que según todos decían, valía la pena. Los emigrantes que tenían pocos años en Venezuela, contaban que en apenas un mes de trabajo recuperabas las cuatro mil pesetas del pasaje y en menos de un año podías tener casa propia aunque no llevaras una sola peseta.

El viaje fue incómodo y lleno de penurias, casi sin agua potable ni comida, el dinero que traían lo guardaron para invertirlo en el país en una casa modesta y la botica de los sueños de Don Carlos quien había vendido su casa y farmacia en España y todo lo que tenían para el viaje sin planes de retorno. Debían pasar la cuarentena en una ciudad, cercana a la capital, llamada La Guaira, y llegar a Caracas a posadas de paisanos que no garantizaban cupo. Pero aun así estaban llenos de esperanza. No solo era la Gran Guerra, el tifus y la estafa de que habían sido víctimas, las causas que los impulsaban a emigrar. España tenía una crisis política y social en la cual muchos cuestionaban ya el derecho divino de los reyes a gobernar, esto, unido al Nacionalismo Catalán, amenazaba con implosionar al reino. Los Urbáez Cano, así como todas las otras familias que constantemente salían de España sin boleto de regreso, querían huir de todo esto antes de que fuera demasiado tarde.

Un mes y tres días duró el viaje durante el cual afrontaron peligrosos temporales, y hasta, en una oportunidad, en una tormenta de tres días con sus noches, pensaron que el barco se hundiría y se arrodillaron a orar como les había enseñado la abuela Iriarte, quien no pudo convencer a su hijo de que se quedaran.


4 Dios parecía haberlos escuchado, las tormentas habían cesado y ahora Don Carlos, Carmen Cecilia, Carlitos y Mariana, junto a todos los otros pasajeros en las barandas de la proa, divisaban a lo lejos emocionados, con los ojos húmedos y un vacío en la boca del estómago, las costas del país del cual muchos hablaban en España.

1 El Rey Alfonso XIII y María Cristina de Habsburgo, la Reina Regente. Imágenes de Wickipedia.

2 En la foto el Archiduque Francisco Fernando instantes antes del magnicidio.

3 Foto de Juan Vicente Gómez.

4 Vapor llegado a Venezuela hacia 1914

De Cataluña a Chamariapa

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