Читать книгу De Cataluña a Chamariapa - Manuel Cedeño - Страница 9
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Barcelona, España
A pesar del frío que sentía Don Carlos en el estómago contemplando las costas de Venezuela, tenía la sensación de que este era el día más feliz de su vida, ¿o tal vez el más feliz fue el día de 1876 cuando resucitó su papá, el abuelo Francisco Urbáez?
La historia solía contársela Don Carlos con frecuencia a sus hijos. Un día de 1872 el abuelo Francisco, siendo aún un hombre joven, dejó a la abuela Juliana Iriarte, con sus hijos pequeños en su casa ubicada en los campos de Cataluña para unirse al ejército realista, los Alfonsinos, quienes defendían a su Rey Alfonso XII ante las pretensiones de Carlos, Duque de Madrid, al trono de España. Los Alfonsinos, estaban apostados en Barcelona bajo el mando del General Domingo Moriones. Francisco interpretó la cercanía en que se encontraba el ejército Alfonsino, como una señal de que no podía seguir evadiendo el asunto. Tenía ir a alistarse.
Francisco no había sido obligado a ir a la guerra, pero sentía que era su deber como súbdito de la corona, que debía defender a su Rey, darles el ejemplo a sus hijos y demostrarle a su esposa que él era un verdadero hombre. En mayo de ese año el pretendiente Carlista cruzó la frontera de Francia, entrando a España por Navarra. La Tercera Guerra Carlista había comenzado. Le daba pena a Francisco Urbáez, como ciudadano español, como hombre y como padre, quedarse en casa durmiendo con su esposa y disfrutando de sus hijos pequeños cuando había cientos de hombres como él y más jóvenes que él entregando sus vidas por su patria y por su Rey. De manera que un mal día, de ese mismo mes se despidió de su esposa y de sus hijos pequeños y se fue a entrevistar con el General Domingo Moriones quien estaba en Barcelona apertrechando su ejército.
Don Carlos, ahora un hombre en sus cuarenta, era entonces un niño de dos años, por lo que no tenía ningún recuerdo de ese día. Sí tenía en sus más remotos recuerdos, a su madre Juliana, pidiéndole a Dios en oración porque guardara la vida de su padre, que su padre regresara. Recordaba la tristeza de su madre, la soledad y la pobreza. También recordaba que pasaba el tiempo y los años y no tuvieron nunca noticias de su padre, hasta que un día, tres años después de que se marchó, llegó a su casa una comitiva Alfonsina con una medalla en una cajita negra con dorado, para darle el pésame a Juliana. Carlos y los otros niños se pusieron a llorar y se alarmaron ante los gritos de la desconsolada madre quien cayó de rodillas diciendo:
5—No puede ser, no puede ser—.
Eso no podía borrarlo de su memoria.
Ya estaban adaptados a la vida sin el padre, viviendo en la pobreza y en la soledad desde hacía cuatro años, cuando una mañana, la mujer estaba restregando la ropa de los niños en el lavandero ubicado en la parte de afuera de la casa, frente al corral de las gallinas, y vio a lo lejos, muy lejos, una figura masculina, sin el brazo izquierdo, que venía como en dirección a la casa, y le dijo al niño:
—Ese hombre camina como tu papá—.
Carlos estaba sentado a sus pies jugando con unos soldaditos y miró a lo lejos una figura pequeña acercándose. La mamá siguió restregando la ropa indiferente y al rato volvió a ver hacia al horizonte y le dijo a Carlos:
—ese hombre camina igualito a tu papá.
El niño se extrañó de que cada persona pudiese tener una manera particular de caminar, y pensando en eso siguió jugando con sus soldaditos tratando de darle a cada uno un modo distinto de caminar.
Al rato Juliana vuelve a levantar la mirada y le dice al niño:
—Carlos ese hombre se parece a tu papá—.
El niño ve al extraño que viene a distancia considerable todavía, se levanta y se queda viendo, tratando de adivinar en qué se parecía ese hombre, que no se divisaba bien aún, a su papá. Tenía curiosidad de saber cómo había sido su padre.
Pocos minutos después la mujer vuelve a quitar su mirada de la batea y ve al hombre sin un brazo que ya viene a suficiente distancia para percibir las facciones de su rostro. Suelta el cepillo de lavar y grita emocionada:
—Carlitos es papá, es papá—
Hace un amago de entrar a la casa a peinarse y ponerse un poco de labial, pero la emoción la frena, se devuelve y pega un grito que se escuchó en el horizonte
—Franciscoooooo—,
Se quita las cotizas en el camino y sale corriendo repitiendo una y otra vez el nombre de su esposo. Carlos entró a la casa agitado diciéndoles a sus hermanos:
—Llegó papá, llegó papá—.
Todos los niños salieron de la cabaña de madera corriendo detrás de la madre para abrazar al padre que llegaba después de cuatro años en el frente de batalla. Juliana llegó primero y se lanzó al cuello de Francisco, besándolo sin parar. Carlos y los otros niños, llegaron más atrás gritando:
—Papá, papá.
Carlos lo abrazó muy fuerte a nivel de la cintura para luego, como era el menor, ser alzado por él con el único brazo que le dejó la guerra.
Aquél día remoto seguía siendo definitivamente el más feliz de su vida. Pero después de ese, este, avistando las costas de Venezuela, treinta y ocho años después, era el día más feliz.
Francisco Urbáez había sido confundido con otro soldado y había sido reportado como fallecido. El gobierno de Alfonso XII, años después de que pasó la guerra, le otorgó a Francisco Urbáez una compensación monetaria importante por su brazo y por el error de papeleo. Pudieron mudarse a Barcelona a una cómoda casa de cemento y vivir con una holgura relativa. Pero esa es otra historia. Ahora estaban allí frente a las costas de Venezuela y una nueva vida estaba por empezar.
5 Guerras Carlistas. Imágenes públicas de google.