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Prólogo
ОглавлениеUn día de fines de 2020, me llamó mi gran amigo Manuel Délano para pedirme que prologara Los años que dejamos atrás. Apenas pude hacer un alto en mis propias responsabilidades académicas en la Universidad de Chile, lo leí página a página y línea a línea, a ratos en el formato digital, a ratos en hojas que fui imprimiendo.
El tiempo de lectura se pasó volando, atrapada en un relato atractivo y documentado que trae a la memoria aquellos años finales de los ochenta y comienzos del noventa, cuando después de tantos esfuerzos y desvelos se lograba poner fin a la dictadura. Y se fraguó lo que sería el destino político y económico de Chile en las décadas siguientes.
Manuel Délano y el equipo integrado por Sebastián Alaniz, Karen Trajtemberg y Cristián Cuevas, quienes junto a él investigaron y escribieron, merecen una calurosa felicitación. Resaltan con esta obra la ineludible importancia del periodismo, no solo en el cotidiano rol de informar sobre lo que ocurre, sino que –como es evidente a través de este trabajo– para recordar y conocer la historia y construir memoria.
Es sin duda un libro que llama al recuerdo, pero también a revisar y quizá a reinterpretar lo que fue ocurriendo, lo que pudo ser y lo que nos ha llevado hasta el punto en que estamos hoy, en medio todavía de una pandemia feroz e incierta, y después de un estallido social –como lo hemos llamado– en que uno de los lemas principales pasó a ser “no son 30 pesos, son 30 años”.
Con excelente formato periodístico, los autores relatan en seis capítulos los episodios clave que marcaron la transición pactada entre la dictadura y los dirigentes de lo que llegó a ser la Concertación de Partidos por la Democracia. Cada uno se detiene en los hitos fundamentales de ese intenso tiempo 88-90. A manera de grandes reportajes de época, con imágenes, datos y descripciones, los episodios del primero se centran en “Luces y sombras en la alborada democrática”, es decir, en las jornadas siguientes a la elección de Patricio Aylwin como presidente de la República, seguido por “Los primeros días de la nueva era”.
Más adelante –como en el flashback de una película–, los autores vuelven a mirar atrás y se sitúan en el 5 de octubre de 1988, rebautizado como “El día que los chilenos vivimos en peligro”, para pasar más adelante a “La negociación de las reformas a la Constitución”, y luego a “El rompecabezas tras 16 años”, donde reconstruyen el escenario y los sucesos de las elecciones presidencial y parlamentarias del 14 de diciembre de 1989.
Profundizan así con pormenores y rigor en hechos y situaciones que muchos de los lectores de hoy vivimos, pero que en su momento no conocimos en profundidad o en detalle. Y que ahora, con la nueva mirada que da el paso de los años y de los acontecimientos, lleva a evocaciones y reflexiones que quizá dormían en nuestra imaginación o eran motivo de conjeturas y especulaciones.
Así pueden surgir desde estas páginas otras líneas para el análisis del pasado que saltan y se refuerzan apoyadas en el reporteo minucioso que refleja este proceso, con luces, pero también con nubes y sombras, como lo describen los autores.
Para las generaciones más jóvenes este debiera ser un libro que ayude a conocer y comprender qué sucedió en este país en esos días inciertos, fascinantes e inquietantes del 88, cuando se impuso el No en el plebiscito. Cuando eran niños o no habían nacido. Y podrán saber que no se llegó al 5 de octubre de ese año solo por efecto de una creativa y muy bien lograda campaña publicitaria –como quedó plasmado en el cine–, o que fue solo el resultado del tan mentado papel y lápiz del que muchas veces se ha hablado como causa y motivo.
Con este libro en sus manos, quien lo lea podrá observar y escudriñar a fondo en los entretelones de cientos de conversaciones, ocultas unas, abiertas otras, entre los “señores políticos” de entonces –como los llamaba Pinochet–, de diferentes lados del abanico. Y percibirá cómo el proceso que había tenido origen en la movilización social impulsada desde principios de los ochenta por trabajadores, estudiantes, mujeres, profesionales, artistas y pobladores a través de las regiones del país, se fue transformando después en episodios de negociaciones y transacciones que culminaron con la llegada de Patricio Aylwin a La Moneda, en marzo de 1990. Mientras, el dictador lograba su objetivo de no cambiar demasiado la Constitución de 1980, y se mantenía como jefe del Ejército, con el poder de las armas.
El relato se construye a partir de lo investigado y de testimonios y apreciaciones de personajes que vivieron en forma directa el principio de la transición y mantuvieron su presencia en buena parte de este período con fecha de término aún incierta. Entre la cincuentena de entrevistas realizadas cobra vida la palabra de Ricardo Lagos, la de Enrique Correa, la de Luis Maira, Enrique Krauss, Andrés Zaldívar, Carlos Ominami, Tomás Hirsch, José Antonio Viera-Gallo, por el lado de los opositores a Pinochet, y la de Andrés Allamand, Juan Antonio Coloma, Patricio Melero y Carlos Cáceres, en el ámbito de la derecha. Entrevistados especialmente para este libro entregan vivencias e interpretaciones que ayudan a comprender mejor el sentido de lo que ocurrió y aportan su mirada actual.
Al leer estas páginas no he podido dejar de relacionar lo de entonces con lo de ahora. Pensé en las fuertes desigualdades generadas por el modelo económico que en lugar de ser superadas fueron acrecentándose en las últimas décadas y que finalmente “estallaron” en octubre de 2019; en las privatizaciones de las grandes empresas del Estado que nunca se revisaron, como lo había anunciado Aylwin cuando era el candidato en 1989; en el cuestionado sistema de AFP y sus promesas incumplidas; en la educación pública desmantelada que no garantiza el derecho a la educación de calidad; en los serios problemas de la salud que han quedado en cruda evidencia desde que se declaró la pandemia; en los agudos conflictos ambientales, en los campamentos que crecen, mientras los pobladores reclaman vivienda digna. En tanto abuso que se ha manifestado…
Las preguntas y cuestionamientos surgen casi en forma natural mientras trascurre la bien contada historia.
La Constitución y el modelo económico implícito, sus “leyes de amarre”, que limitaron la actividad en los diferentes sectores de la vida nacional; las reformas negociadas y las que no llegaron a ser traen el recuerdo aplastante ya desde el primer capítulo. Ese escenario lo complementan los senadores designados que duraron quince años –hasta 2005–, el sistema binominal, que recién se logró modificar en 2015, y las tantas otras trabas aún pendientes que ponen límites a un desarrollo sustentable y a una convivencia más justa y solidaria.
Y ahí estuvo por quince años ese binominal que provocó en la primera elección parlamentaria –la de 1989– la derrota de dos hombres que habían sido bastiones de la oposición: Ricardo Lagos en Santiago y Luis Maira en la región del Bío-Bío, y que hasta hoy con su voz aportan a la comprensión de este tiempo.
Entre las muchas anécdotas y entretelones relatados destaca el conocimiento previo que tenían el último ministro del Interior de Pinochet, Carlos Cáceres con Alejandro Foxley, el ministro de Hacienda de Aylwin y exdirector de Cieplan. Ambos eran de la región de Valparaíso: uno provenía de la Escuela de Negocios de la Universidad Adolfo Ibáñez, de la que era profesor, y el otro de la Universidad Católica de Valparaíso. A la larga, se puede concluir que ambos fueron factores decisivos en que el modelo económico fuera perdurable en los términos en que lo ha sido. Cáceres en estas páginas se declara conforme con su misión. Y resulta comprensible: fue un eximio negociador y –habría que reconocerlo– un ganador. Foxley, quien asumió la batuta de Hacienda en el gobierno de Patricio Aylwin e hizo equipo desde el primer instante de 1990 con el exministro de la Presidencia Edgardo Boeninger –quien falleció en 2009– fue determinante en el diseño del nuevo gobierno y en el curso de los acontecimientos.
Democratacristiano desde su juventud, más cercano en los años setenta y ochenta al ala progresista que encabezó el excanciller y exsenador Gabriel Valdés, Foxley destaca al final de estas páginas los resultados de las cuentas macroeconómicas obtenidas en esa temprana transición. Expresa la legítima satisfacción de quien le correspondió asumir en ese momento crucial de marzo de 1990 y muestra con orgullo los logros obtenidos desde su cartera que –indica– se transformaron en significativos resultados en el desarrollo económico del país y en la consecuente estabilidad y reconocimiento internacional.
En el libro, recuerda Foxley haber conversado con Boeninger desde el primer día sobre la disposición “a pagar los costos personales y como grupo para hacer las cosas bien y para que el país tenga una democracia estable, una economía que se desarrolla y sobre todo que se reduzca la desigualdad y la pobreza”.
Confiesa que el concepto del “modelo económico” nunca le gustó, aunque reconoce que, en dictadura, “le dimos contra el modelo muy fuerte, porque era la manera de darle muy fuerte a Pinochet. Y después, cuando entramos en el proceso de transición, nos tuvimos que plantear de una manera distinta: ¿Qué de lo que se ha hecho en estos años en materia económica, debería –con los ajustes necesarios– mantenerse? Y lo primero que nos pareció era que esta apertura de la economía con el resto del mundo –con todas las dificultades que esto había tenido– era un paso adelante para una economía tan chica como la chilena y tan distante de los mercados. Y aunque era arriesgado, era un camino que había que hacerlo gradualmente, no drásticamente y eso había que rescatarlo de lo que había hecho el gobierno anterior”.
Por eso –explica– “Patricio Aylwin transmitió una idea de continuidad y cambio”. Admite el exministro que esa declaración “nos cuesta a nosotros, personalmente en ‘reputación’ ante los sectores más de izquierda. Que en ese momento eran los autoflagelantes, que hasta el día de hoy nos dicen los neoliberales”.
No se observa en sus palabras, sin embargo, algún dejo de autocrítica, ni matices que cuestionen en retrospectiva lo actuado por el equipo que dirigía en aquella época, pese a que son varios los asuntos que han estado al centro de significativas polémicas en las últimas décadas.
En un cierto contrapunto aparece Carlos Ominami, quien fuera el ministro de Economía del primer gabinete, haciendo equipo con Foxley, quien afirma: “La negociación constitucional fue muy mala y marcó muy fuerte el futuro de la transición”.
Entre los muchos comentarios ilustrativos efectuados a los autores figura el diputado Tomás Hirsch, quien –como líder del Partido Humanista– era en ese tiempo uno de los dirigentes máximos del Comando opositor. Al referirse a la espontánea manifestación en Santiago del 6 de octubre, al día siguiente del plebiscito, recuerda una reunión como “una de las escenas más surrealistas de toda la transición”. Se refiere así a lo que sucedía en Santiago esa tarde: “Por Providencia pasaban cientos de miles de personas hacia la Plaza Italia celebrando, mientras en esa oficina se discutía cómo parar la movilización para que esto no se escapara de las manos. Era un millón de personas movilizándose para celebrar. Si el triunfo era de ellos, no de los que estaban en la oficina celebrando…”.
Luego vendría la hora de las reformas constitucionales y del pragmatismo. De las largas y tensas negociaciones que culminaron con la primera reforma que arregló algo la Carta Magna que había sido aprobada en el polémico plebiscito de 1980. De reuniones en casas y oficinas no conocidas donde, como en un tablero de ajedrez, se iban moviendo las piezas con cuidadas estrategias que llevaron finalmente al texto sometido a otro plebiscito en julio de 1989, antes de las elecciones presidenciales y parlamentarias. No tuvo ese acto el atractivo ni la mística del que había dado el triunfo al No el año anterior, pero las cifras dieron más del 85% a la Constitución reformada. A lo que fue el anticipo de la “democracia de los consensos”.
Después de todo, de mucha discusión no sabida y de mucha “cocina” –como se le llama hoy– se logró poner fin a la dictadura y el aire que se respiró en Chile desde esos mismos días marcó otro clima. La sensación de libertad lograda a partir de marzo del 90 nos acompañó y es algo indescriptible, aunque el temor en la ciudadanía dejó su huella y estuvo siempre presente por años.
Pero, como señalan los autores, citando al periodista Rafael Otano, en su libro Crónica de la transición, escrito años después, “las reformas constitucionales no surgieron de una común mística hacia una construcción unitaria de futuro, sino de un cálculo mutuo de mal menor”.
Y en un elocuente párrafo los propios autores resumen: “La épica del No quedaba rápidamente atrás. Las protestas, la campaña, la franja, las movilizaciones, el coraje y la creatividad. El heroísmo. Todo había sido necesario para la acumulación de voluntades que requería el triunfo. Vendrían ahora los tiempos del pragmatismo, de la negociación, las componendas y la ‘medida de lo posible’ como la marca de hasta dónde se podrían llenar los vasos”.
Casi inevitable resulta que nos alcance una cierta nostalgia al leer y rememorar esas líneas.
Tanta como el recuerdo a los medios de comunicación que existían en dictadura y después fueron muriendo, sin que nadie desde los gobiernos de la Concertación de entonces ni de los que vinieron después entendiera cuál debía ser el rol de la comunicación y los periodistas en una democracia. Sin que se preocuparan del necesario pluralismo ni de la regulación. Sin que comprendieran que el debate público requiere espacios y la libertad de expresión no puede limitarse a una declaración de principios. En esa línea que hoy plantea desafíos urgentes y claros hay también contenido para meditar en este libro en su capítulo dedicado a la “Transición en la cultura y la prensa”.
Les expreso un entusiasta “gracias” a los autores por haberme entregado la responsabilidad de escribir estas palabras introductorias. La oportunidad de esta lectura anticipada en un momento crucial para el país, en medio de la pandemia y cuando estamos en un proceso constituyente que ha sido un estímulo para rememorar y reflexionar, así como en la sucesión de elecciones de este 2021, no pudo ser mejor ocasión para volver la mirada atrás.
Y para finalizar, un comentario al cierre: los protagonistas de todas esas bien relatadas conversaciones y decisiones de hace tres décadas fueron solo hombres. No es extraño ni “culpa” de los autores el que no aparezcan más mujeres; lo que ocurría por aquel entonces es que las mujeres no estaban en el primer plano de las decisiones políticas, aunque desde el primer instante en los duros años desde septiembre de 1973 hubo muchas que estuvieron en las agrupaciones de víctimas de la dictadura y luego, en organizaciones que fuimos formando, en movimientos, en la calle y en los medios de comunicación, colaborando activamente en la conquista de la democracia, pero –la gran mayoría– fuera de la estructura de poder de los partidos.
Entre las nombradas se puede observar, en el desfile de personajes apenas unas pocas –caben en los dedos de la mano– que llegaron a ser parlamentarias.
Sin duda la decisión del Congreso en 2019 que aprobó la paridad de género para la elección de representantes en la Convención Constitucional marca un avance que abre una esperanza y un punto de atención a nivel mundial. Al menos es una muestra de que las cosas han cambiado al hacerse cargo la sociedad de esta gran ausencia que existía hace tres décadas, cuando se inició la transición. Y así en esta Convención también tendrán por primera vez posibilidad de expresarse los pueblos originarios con cupos reservados, después de tanta marginación.
El 25 de octubre de 2020 marcó otro hito en nuestra historia, cuando el Apruebo una nueva Constitución bordeó el 80% de los votos, con una inesperada concurrencia a pesar de las cuarentenas y cuidados sanitarios.
El momento actual plantea así una paradoja: en un momento en que todas las instituciones –incluyendo los partidos políticos, el Congreso y el Ejecutivo, las iglesias, el Ejército, Carabineros y la justicia– se han visto fuertemente cuestionadas y afrontan una crisis sistémica, por primera vez se puede abrir la posibilidad de recuperar confianzas perdidas o gastadas. Pero para que eso ocurra no bastarán las palabras. Habrá que poner sobre la mesa de las discusiones temas que se han abierto, a la luz de necesidades y experiencias fallidas y que están pendientes. Asuntos como el rol del Estado –o el término del Estado subsidiario que muchos esperan–, los derechos sociales, los ineludibles desafíos de la innovación y el desarrollo de la ciencia y tecnología, la descentralización y regionalización, entre diversos y candentes asuntos están en espera de discusión y de respuestas.
Pero, sobre todo, habrá que concordar estrategias y métodos para enfrentar en profundidad la abrumadora desigualdad expresada en los diferentes planos que se ha resumido en cifras elocuentes que indican que el 1% de la población concentra el 30% del Producto Nacional. Los cambios parecen necesarios si se quiere vivir en un país que se desarrolle respetando y asegurando los derechos básicos de todas las personas. Y que genere estabilidad y paz. A esta altura ya eso no parece una opción, sino una obligación ética y política. Lo demás sería tapar el sol con un dedo, después de releer estos pedazos de nuestra historia y –sobre todo– si se perciben a fondo los alcances de lo ocurrido y lo vivido en los últimos dos años.
María Olivia Mönckeberg Pardo
Premio Nacional de Periodismo 2009
Profesora Titular Universidad de Chile