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Muchos dirigentes de la Concertación de Partidos por la Democracia despertaron con satisfacción y también inquietud al día siguiente de la elección que el 14 de diciembre de 1989 dejó a Patricio Aylwin Azócar como presidente electo de Chile, la primera en 20 años, desde 1970, cuando había triunfado Salvador Allende.

La coalición opositora se impuso con mayoría absoluta en primera vuelta sobre una derecha dividida en dos candidatos –el exministro de Hacienda Hernán Büchi, que representaba la continuidad de la dictadura, y la opción populista del empresario Francisco Javier Errázuriz– pero con resultados apenas por sobre los del No a Augusto Pinochet en el plebiscito del 5 de octubre de 1988. Aylwin alcanzó 55,1%, con una ventaja sobre el segundo, Büchi, de 25,7 puntos porcentuales; mientras que el No había conseguido un año antes el 55,9% en el plebiscito de 1988.

Los dirigentes opositores estaban satisfechos, pero no había euforia entre ellos. A pesar de sus esfuerzos, la campaña no les permitió superar la marca del plebiscito. No se había producido una avalancha de votos por el candidato de la Concertación ni tampoco el fenómeno de “asegurar el voto”, en que las personas se pronuncian por quien creen ganará.

En tres meses más iba a terminar la dictadura. Pero no se iba con una derrota aplastante. Dejaba tras de sí a una derecha más fuerte que en el pasado y enormes resguardos institucionales.

Las urnas dieron otras señales. Si se sumaba la votación de Büchi y Errázuriz, la derecha salía fortalecida después de casi 17 años como base de apoyo y parte integrante de una dictadura. Terminaba el proceso con un mayor porcentaje de votos (44,8%) que en 1958, cuando triunfó el presidente Jorge Alessandri (31,5%). Visto así, el de 1989 era el mejor resultado electoral de la derecha en su historia.

Aylwin logró 117.000 votos menos que el No a Pinochet –en la presidencial votaron menos personas que en el plebiscito de 1988, el cual ostenta el récord de participación electoral–, a pesar de la división de sus adversarios.

Además, inesperadamente se habían perdido en las urnas dos de los máximos dirigentes del Comando del No que disputaron un escaño senatorial: Ricardo Lagos, en Santiago poniente, y Luis Maira en la circunscripción costa de la región del Biobío.

Lagos, el presidente del Partido por la Democracia (PPD), el mismo que saltó a la fama al encarar por televisión al dictador durante la campaña del No, apuntándolo con su dedo índice, fue derrotado en 1989 por el sistema binominal.

Su compañero de lista, el presidente de la Democracia Cristiana (DC), Andrés Zaldívar, obtuvo 8.506 votos más que Lagos, en una circunscripción en la que votaron 1.305.000 personas. El estrecho triunfo de Zaldívar sobre Lagos lo aseguró para el Senado.

Como duplicar a los adversarios era casi imposible, el sistema electoral binominal, que debutó en esos comicios, conseguía que la verdadera competencia ocurriera entre los compañeros de lista.

La suma de los votos de ambos opositores, Lagos y Zaldívar, fue insuficiente para duplicar al binomio que presentaron los partidos oficialistas, la Unión Demócrata Independiente (UDI) y Renovación Nacional (RN): Jaime Guzmán y Miguel Otero, respectivamente.

En rigor, Guzmán podría haber obtenido menos votos de los que logró e igualmente ser electo senador. Se produjo un resultado difícil de explicar a los observadores extranjeros, en que la ingeniería electoral pinochetista burlaba las matemáticas: a Lagos, que tuvo 399.721 votos (30,6%), lo dejaba fuera del Senado el padre de la Constitución de 1980, Guzmán, con solo 224.396 votos (17,1%).

A pesar de ganar a Guzmán por 175.325 votos, Lagos no llegó a la Cámara Alta. A Lagos y Zaldívar les faltaron exactamente 40.556 votos para duplicar a sus contendores.

Solo un 3,1%.

Una pequeña colectividad, con un nombre propicio a confusiones entre votantes que completaban 17 años sin elecciones parlamentarias, el Partido Liberal-Socialista Chileno, presentó dos candidatos (Sergio Santander y Rodrigo Miranda), que reunieron sobre 73.000 votos. Más de los que le faltaron al binomio Lagos-Zaldívar. El papel de Santander y Miranda en esa elección sirvió como el que muchos creen cumplió el cura de Catapilco en 19581.

La derrota de Luis Maira fue diferente. Perdió en la senatorial de la octava costa por la falta de unidad de la oposición.

Arturo Frei Bolívar, de la DC, que resultó electo senador, no compitió en lista común con Maira, del Partido Amplio de Izquierda Socialista (PAIS), una colectividad instrumental que reunió a la izquierda más allá de la Concertación.

De haberse presentado Frei Bolívar y Maira en una lista común, con los mismos votos que lograron por separado habrían derrotado al sistema binominal en esa circunscripción y más que duplicado a sus contendores de la UDI y RN: Eugenio Cantuarias, electo senador, y Renato Gazmuri, respectivamente.

La de Maira era una derrota menos emblemática que la de Lagos, pero también dolorosa para los opositores de izquierda.

“Para haber salido”, reflexiona Maira, “necesitaba al sector progresista de la DC”, en una región donde este partido era muy fuerte. Pero estos votos se volcaron con Frei Bolívar2.

Patricio Aylwin aseguró una holgada mayoría en la Cámara de Diputados, pero quedó en minoría en el Senado, por el peso de los designados y no por los votos: de los 38 senadores que elegían los votantes, la Concertación se quedó con 22 y la derecha 16.

Pero de los 47 senadores de la Cámara Alta, un total de nueve, equivalentes al 19,1%, casi uno de cada cinco, fueron designados. Algunos de ellos, muy influyentes en la derecha, como el dos veces ministro del Interior de la dictadura, el abogado Sergio Fernández.

La Concertación iba a quedarse con 22 senadores y la derecha, a pesar de perder la elección, tendría 25. El peso de los designados dejaba a la minoría en las urnas como mayoría en la Cámara Alta.

Los perdedores se quedaban con el mango de la sartén en el Senado. El escenario no permitía la euforia ni un carnaval de celebración. En un artículo en revista Qué Pasa, de derecha, escribieron: “Andamos como los mayordomos en los campos, con las llaves de la transición”, recuerda Lagos en sus memorias.

Salvo, nada menos, porque terminaban casi 16 años y medio de dictadura.

Desde el día siguiente de la elección de Aylwin las fuerzas políticas que lo apoyaron entendieron que no habría fuerzas propias en el Congreso Nacional para cambiar la Constitución de 1980.

Para hacerlo, requerirían a una parte de la derecha.

La alegría llegó.

Pero no era tanta.

Donde sí se respiraba un aire muy optimista por los nuevos tiempos que se aproximaban era en la DC. Uno de los suyos volvería a la Presidencia de la República en marzo de 1990, lo que no ocurría desde septiembre de 1964, cuando asumió Eduardo Frei Montalva.

La Democracia Cristiana terminaba la dictadura como el mayor partido político del país, y el más numeroso de la coalición que iba a gobernar: de sus 15 candidatos a senadores eligió 13 y de los 45 candidatos a diputados, 38. Sus votos eran el 25,9% del total.

La ventaja de que el candidato presidencial fuera de sus filas se expresó en las votaciones parlamentarias. Uno de cada cuatro chilenos votó en esos comicios por el centro político.

El costo electoral de los 17 años de dictadura lo absorbía la izquierda. Los comunistas no pudieron participar con sus emblemas partidarios en la elección de 1989. Los socialistas todavía no estaban unificados de la división que tuvieron después del golpe de 1973, aunque se aprestaban a hacerlo pocos días después de la elección.

La izquierda estaba dividida entre los partidos que estaban dentro de la Concertación y quienes se encontraban fuera de este conglomerado. Incluso si sumaban todos sus votos para la elección de diputados en ambas listas, más los sufragios de aquellos partidos inexistentes en 1973 –como el PPD, Partido Humanista y Verdes– e incluso de algunos independientes, representaban casi el 28% de los votantes. En la última elección de diputados en democracia, en marzo de 1973, la Unidad Popular y la Unión Socialista Popular (Usopo) alcanzaron el 44,5% de la votación.

Electoralmente, el retroceso de la izquierda después de 17 años de dictadura era del 16,5%.

A lo anterior, la izquierda debía agregar la debilidad de sus partidos y de las organizaciones en que influía después de los miles de víctimas y exiliados por la dictadura, muchos de ellos cuadros y dirigentes, los medios de comunicación requisados en 1973 y la influencia de años de neoliberalismo. Además, la caída del Muro de Berlín en noviembre de 1989 había abierto un nuevo escenario internacional, que en la práctica se tradujo en que este sector político perdió parte importante de su “retaguardia” y el apoyo externo que le ayudó a sobrevivir en dictadura.

Maira rememora que, en 1989, en la octava región, conocida como la “zona roja” de Chile antes del golpe, al finalizar la dictadura quedaba muy poco de la organización que tuvo ahí la izquierda. “Fue una carnicería. Nos habían matado a todos nuestros dirigentes, nos habían desaparecido todos los dirigentes de Huachipato. En lo que era considerado el cinturón rojo de Concepción de los años de Allende fue donde hubo más muertos”, recuerda.

Si bien persistían los tres tercios en que tradicionalmente se dividió el electorado chileno en la segunda mitad del siglo XX, la derecha aseguraba una representación del 40% en la Cámara Baja, gracias al sistema binominal, pues reunía solo el 34% de los votos. De los tres tercios, el de la derecha era el mayor en 1989.

Dentro de la derecha, RN más que doblaba a la UDI y era el partido más fuerte al terminar la dictadura.

Los líderes de RN advirtieron que la presidencia del Senado estaba a su alcance. Si llegaban a un acuerdo con los senadores designados, podrían quedarse con la testera de la Cámara Alta.

–Nos parecía un objetivo político razonable –plantea Andrés Allamand, entonces presidente de RN–. Siempre me imaginaba que en esa foto histórica de la testera era importante que hubiese alguien que hubiera participado desde nuestro punto de vista en la transición. Yo pensaba que la persona que tenía mejores atributos para serlo era [Sergio Onofre] Jarpa. Empujé mucho esa fórmula, que demostraba que nosotros también habíamos sido parte muy importante de la transición.

Una semana después de triunfar en la elección, Aylwin fue a visitar a Pinochet en el Palacio Presidencial de La Moneda el 21 de diciembre de 1989, por primera vez en dictadura.

Dos días antes, lo había visitado en su domicilio el ministro del Interior, Carlos Cáceres y su jefe de gabinete, Gonzalo García, con una carta de Pinochet felicitándolo por el triunfo e invitándolo a La Moneda para conversar sobre el cambio de mando.

Aylwin aceptó, a pesar de que la tradición republicana era a la inversa: el presidente en ejercicio visitaba al presidente electo. Era un momento simbólico, especial, tanto para el gobierno entrante como para el saliente.

Los opositores lo sentían como una ratificación del reconocimiento del triunfo del presidente electo. De que no habría jugadas en los descuentos para impedir que Aylwin asumiera. La reunión les servía cual señal de tranquilidad y confianza para todos sus votantes.

Para La Moneda era también importante el encuentro con el futuro presidente. La reunión del gobernante saliente y el entrante era una tradición de la democracia, a la que Pinochet quería sumarse, sin pudor.

La derrota de Büchi no había constituido una sorpresa en La Moneda. Era esperada, aunque por menos diferencia. El escenario para la reunión fue preparado con antelación y cuidadosamente.

Toda la prensa pudo asistir al encuentro de Aylwin y Pinochet.

También se prepararon en la Concertación. Uno de los problemas que preocupaba a los dirigentes de la coalición era la forma facial de expresarse de Aylwin, que a veces generaba percepciones equivocadas en quienes lo veían en televisión o en fotos. Ante los problemas y tensiones, el presidente electo tendía a sonreír en forma algo nerviosa, quizá con cierta ansiedad, en ocasiones de manera sarcástica e inclusive irónica. Pero sonreía, y eso era visto como un gesto de cordialidad.

Los caricaturistas se solazaban dibujando a menudo un Aylwin sonriente ante cualquier tipo de mensaje que recibiera. Los humoristas se deleitaban imitando su sonrisa y voz de púlpito. Lo que solo sus conocidos comprendían era que su sonrisa no siempre significaba aceptación, simpatía o aquiescencia con el interlocutor.

Enrique Krauss recuerda que el tema inquietaba a Enrique Correa, el futuro ministro secretario general de Gobierno.

Las futuras autoridades no podían evitar que Aylwin saludara a Pinochet, dado que ambos se iban a reunir. Pero los opositores no querían la imagen de un Aylwin sonriente junto al dictador, tomados de la mano. Ellos creían que Pinochet iba a tratar de hacerlo sonreír porque esa imagen quedaría registrada en la historia. Tal como antes, con astucia, Pinochet había logrado en 1987 la foto con el Papa Juan Pablo II saludando desde un balcón de La Moneda a una multitud, como se narra en el capítulo VI.

Los consejos de los cercanos a Aylwin fueron claros: el saludo debía ser distante, lejano, algo adusto y cortés. Lo cortés no quita lo valiente, creían. Le pedían que no pareciera el reencuentro de dos amigos que se veían después de un tiempo, porque no lo eran. Apenas se conocían en persona. Tampoco debía parecer como un civil subordinado al general.

Preocupaba la imagen.

Como tenían escolta de un radiopatrulla, Aylwin y Krauss llegaron con anticipación a la reunión. “No podíamos entrar antes, porque era feo”, recuerda Krauss. “Aylwin me preguntó: ¿Qué hacemos?”. El futuro ministro del Interior, conocido como un bromista empedernido, una de esas personas ocurrentes que, en cualquier circunstancia, incluso las más solemnes, son capaces de una salida inesperada, respondió: “Podemos ir al zoológico”. “A don Patricio no le pareció”, dice y ríe. Dieron una vuelta y llegaron con puntualidad a La Moneda.

Unas mil personas con carteles de Aylwin y banderas chilenas lo vitorearon cuando arribó a La Moneda: “¡Dale duro, dale duro!”. Cuando los funcionarios de La Moneda se asomaron a mirar la escena desde los balcones, los manifestantes les gritaban: “¡Chao, chao!”.

En la puerta del Palacio los recibió el jefe de la casa militar, coronel Sergio Moreno y su ayudante, el capitán Alfredo Repenning. Moreno subió con Aylwin al salón amarillo. Pinochet, que lo esperaba con uniforme militar en la sala de audiencias acompañado por su jefe de prensa, el periodista Andrés Saiz, había instruido poco antes a los reporteros gráficos: “Yo me voy a quedar aquí, y el señor Aylwin va a entrar por esa puerta y vendrá a saludarme”.

El saludo de ambos fue formal. Sin solemnidad. El presidente electo mantuvo la distancia y permaneció serio, mientras Pinochet lo miraba. “¿Cómo está señor Aylwin ?”, le dijo el general, mientras tardaba en soltar la mano del presidente electo, como si quisiera forzar una sonrisa.

Más que un ritual fue un duelo de gestos.

Durante los 55 minutos de reunión, en la que estuvieron presentes Cáceres y Krauss, además de Ballerino, resolvieron establecer una coordinación para el traspaso del poder en tres ministerios. En Interior, Cáceres y Krauss; en Hacienda, el ministro Martín Costabal y Alejandro Foxley, quien iba a ocupar este cargo; en la Presidencia, el ministro, general Jorge Ballerino y Edgardo Boeninger.

Primero abordaron la fecha en la que asumiría Aylwin . El nuevo gobernante no quería recibir de manos del dictador la banda presidencial. Su deseo tenía una sólida base legal. Como la Constitución establecía que el nuevo presidente asumiría 90 días después de su elección, no le correspondía asumir el 11 de marzo de 1990, sino tres días después, el 14 de marzo. También según la Constitución, Pinochet debía dejar la presidencia el 11 de marzo. Si la ceremonia era en la fecha que querían Aylwin y la Concertación, el nuevo primer mandatario no recibiría la banda presidencial de Pinochet. El gobierno quería hacer el traspaso el 11 de marzo por el símbolo que significaba el capitán general entregando la presidencia a su sucesor electo en las urnas.

Acordaron dejar la resolución de esta disputa en manos del Tribunal Constitucional.

También Aylwin planteó reparos sobre la Ley Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas. Resolvieron que le haría llegar por escrito al gobierno sus objeciones, para buscar acuerdos.

Además, criticó el nombramiento de senadores designados que hicieron el Consejo de Seguridad Nacional y Pinochet. Cáceres replicó que en el acuerdo de las reformas de 1989 se había establecido un aumento del número de senadores electos a cambio de que se mantuvieran los senadores designados. La dúplica de Aylwin fue que el nombramiento de designados habría correspondido hacerlo una vez que funcionara el Congreso, después que él asumiera. Esto implicaba que el nuevo presidente podría nombrar senadores designados e influir en el nombramiento de otros.

El tema quedó sin resolver.

Finalmente, en lenguaje jurídico, pero claro, Aylwin le planteó a Pinochet que quería gobernar con apego a la Constitución y que quería tener las mejores relaciones con las Fuerzas Armadas. En ese espíritu, agregó, tenía clara la facultad de Pinochet de decidir si permanecía o no en su cargo de jefe del Ejército después de dejar la presidencia.

–Creí mi deber hacerle presente –explicó después Aylwin en una conferencia de prensa– que creía preferible para el país que él no hiciera uso de esa facultad.

Era una forma muy diplomática de pedirle que no siguiera al mando del Ejército en democracia.

“Don Patricio entró al área chica”, recuerda Krauss. La respuesta del dictador fue tranquila. Estaba preparado para esa petición. Aylwin no lo sorprendió. Pinochet replicó:

–La mayor garantía de lealtad del Ejército al respeto a la Constitución y a las futuras autoridades es mi propia permanencia en la jefatura de la institución3.

Pinochet quería seguir al mando del Ejército.

Hoy, 30 años después, Krauss cree que Pinochet tuvo entonces razón: “Él era el muro de contención de cualquier ambición que viniera después”.

Al término de la reunión, Aylwin la calificó como “seria, recíprocamente muy respetuosa”, mientras Cáceres también la valoró positivamente: “Grata y fluida”, en un ambiente de “extrema cordialidad”, dijo.

El año 1989 terminó con la reunificación del Partido Socialista, que puso fin a la fractura interna que significó el golpe militar y la derrota de la Unidad Popular para el que hasta 1973 era el mayor partido de la izquierda chilena. Sus dos sectores, los almeydistas y los renovados, que después de polemizar durante la década de los ochenta habían convergido y se reencontraron para apoyar el No a Pinochet, resolvieron el 29 de diciembre de 1989 coexistir bajo la bandera de la colectividad que habían fundado en 1933 Marmaduque Grove, Óscar Schnake, Eugenio Matte y Eugenio González, al calor del influjo de la efímera República Socialista que gobernó Chile en 1932 en medio del caos económico y político post Gran Depresión, acogiendo a amplios sectores de la izquierda no comunista.

Las luchas intestinas y fraccionales que habían caracterizado al PS en toda su historia eclosionaron con vigor después del bombardeo de La Moneda. Con buena parte de sus dirigentes asesinados, encarcelados, asilados o en la clandestinidad, el partido se fracturó entre la dirección interna y la externa, con análisis diferentes sobre las causas de la derrota y estrategias distintas sobre cómo luchar contra la dictadura y qué alianzas establecer. La detención, tortura y desaparición de sus principales dirigentes clandestinos durante los años setenta por parte de los aparatos represivos, en especial de la DINA, por un lado, y la influencia del socialismo y socialdemocracia europeas, contribuyeron a ahondar las distancias internas.

Pero el escenario era otro después del triunfo del No y de la victoria opositora en las elecciones presidencial y parlamentaria de 1989. Aunque habían comenzado antes, los pasos concretos hacia la unidad los dieron con un intercambio de cartas Clodomiro Almeyda y Jorge Arrate, que encabezaban el PS Almeyda y el PS renovado, respectivamente. Los unía el anhelo histórico de la reconstrucción del partido de Allende, pero con perspectivas de poder, ahora que se iba a reiniciar la democracia. Tras la ceremonia en el hotel Tupahue, Almeyda quedo encabezando el PS y Arrate como el secretario general. Al año siguiente hubo un congreso de unidad.

A la unificación se sumaron los dos Mapu. El Movimiento de Acción Popular Unitaria (Mapu) era una escisión de la DC que, en 1969, desencantada con las insuficiencias de la “revolución en libertad” del gobierno de Eduardo Frei Montalva, se sumó a la Unidad Popular. Durante el gobierno de Allende se dividieron en dos partidos, el Mapu Obrero Campesino (MOC), que encabezó Jaime Gazmuri, de tendencia más de centro, y el Mapu que conservó el nombre, cuyo secretario general fue Óscar Guillermo Garretón, situado más a la izquierda.

Las vertientes socialistas que se unificaron no tenían el mismo peso. Los almeydistas eran la mayor parte de las bases socialistas, tenían el acervo de la tradición y los símbolos partidarios, mientras que los renovados predominaban entre los intelectuales y los cuadros dirigentes. Sin embargo, en las elecciones para el estreno del Congreso en 1990, los renovados a través del PPD, al ir en la lista de la Concertación, habían triplicado a los almeydistas, que fueron con el PC en el partido PAIS. El sector de Arrate requería recuperar a sus militantes que eran la mayor parte de las filas del naciente Partido por la Democracia (PPD), de carácter instrumental.

De alguna forma, el PPD pagó un tributo para la unificación socialista. La derrota de Lagos los debilitó. Desde el PPD, Lagos sintió este proceso como un error histórico. El sueño de quienes estaban con él era el de una fusión de todo el progresismo situado en la izquierda no comunista.

Ricardo Lagos admite que se deprimió después de su derrota en las urnas del 14 de diciembre. “Fue un mazazo como nunca lo había sentido”, describe en sus memorias”4.

El peculiar sistema electoral chileno implicaba que si un pacto obtenía un 62% y otro un 32%, ambos elegían un parlamentario.

–Yo nunca le eché la culpa al sistema –dice Lagos–. Hay que ser hombrecitos. Esas eran las reglas del juego.

Para eso diseñó estas reglas la dictadura, sostiene: “Para ganar”.

Tras la derrota, Lagos partió a descansar en la casa de un amigo en Pirque, Patricio García.

El 18 de diciembre, cuatro días después de su elección, Aylwin lo invitó a la casa en Lampa donde relajaba las tensiones de la campaña y comenzaban otras actividades, igualmente estresantes: la articulación del primer gabinete ministerial de la democracia, usando sus atribuciones presidenciales, pero con el criterio de evitar que algunos de los socios de la coalición se sintieran menoscabados o en desventaja.

Aylwin le informó a Lagos que ya tenía varias carteras resueltas, en las que no haría modificaciones.

Enumeró. Enrique Krauss, el jefe de la campaña presidencial, sería su ministro del Interior; Alejandro Foxley iba a encabezar el equipo económico desde Hacienda; Enrique Silva Cimma era el próximo canciller.

–Elija usted de lo que queda libre –le planteó Aylwin a Lagos.

–Perdón. Yo soy presidente del PPD y no puedo dedicarme a ser ministro –respondió Lagos.

–Piénselo. El resto está libre…

Lagos recuerda que Aylwin le propuso ser su ministro de Justicia. Cree que lo hizo por su condición de abogado y porque fue profesor en la Facultad de Derecho de la Universidad de Chile.

–Yo creo que a usted no le conviene –refutó Lagos–. Si tengo éxito y hago justicia, capaz que lo echen a usted. Y si no, voy a ser un ministro que sirve para nada…

–Piénselo y seguimos hablando…

Al día siguiente, Lagos se encontró con Enrique Correa. Le contó su conversación con Aylwin y tras escucharlo, Correa le preguntó si quería ser embajador en París, algo que no estaba en la agenda de Lagos, como le respondió. Recuerda que este le preguntó en qué ministerios había pensado.

–Yo pediría para el PPD el de Obras Públicas. Esa es una gran cartera, porque estos brutos han jibarizado todo –contestó Lagos–, pero lo que queda parado más o menos, en lo que hay un sentido de país, es en Obras Públicas. Ahí se pueden hacer cosas...

En su siguiente reunión, dos días después, rememora Lagos, Aylwin le dijo que le parecía razonable su negativa a Justicia y le ofreció Obras Públicas.

Lagos sonrió.

Nuevamente comprobaba que Correa y Aylwin actuaban en estrecha sintonía.

Respondió Lagos:

–Lo agradezco mucho, pero nosotros tenemos un gran candidato a Obras Públicas, Sergio Bitar. Yo no sé nada de Obras Públicas.

Con seriedad, Aylwin le explicó que Bitar estaba para otras cosas, en Codelco, lo que finalmente no se concretó5. Además, que el ofrecimiento de Obras Públicas era para él, no para su partido.

Agregó el presidente electo:

–Le quiero explicar a usted, que cuando anuncie el gabinete voy a tener que decir que usted no está en mi gabinete porque rechazó ser ministro mío…

A Lagos, que todavía no se acostumbraba a decirle presidente a Aylwin , la respuesta lo desacomodó, confiesa. No se la esperaba.

–Patricio, ¿pero cómo se le ocurre decir eso?

–Pero si usted no quiere colaborar conmigo. Hay dos candidatos que fueron derrotados: Juan Hamilton y usted. Yo a los dos los quiero en mi gabinete. ¿Le queda claro? –recalcó Aylwin.

–Sí –le dijo Lagos.

–Si al de Justicia me dice que no, a Obras Públicas, que según me dijeron usted creía que era un buen ministerio, me dice que no… Usted sabe de mis compromisos, elija un cargo ministerial. Diré que le ofrecí todo, menos Interior, Relaciones Exteriores y Hacienda, porque esos ya están con nombre. ¿Supongo que usted no querrá la cartera de Defensa? –replicó Aylwin con ironía.

“Sinceramente, me encontré ahí sin saber mucho qué hacer. Ahí ya me pareció que tenía que decirle presidente”, rememora Lagos.

–Presidente, si lo pone así, si es lo que usted va a decir mientras anuncia el gabinete… yo puedo ser ministro de Educación.

–¿Educación? Le van a hacer una huelga los profesores –contestó Aylwin .

–Pero es que yo fui secretario general en la universidad –dijo Lagos recordando su experiencia como docente y el cargo que tuvo en la Universidad de Chile entre 1969 y 1971.

–Si usted dice Educación, cerrado. Sigamos hablando del gabinete...

Lagos insistió con Obras Públicas para Bitar, recuerda, pero Aylwin volvió a descartar la idea.

Días después los dos líderes tuvieron una nueva reunión.

Lagos ya se estaba preparando para asumir la cartera de Educación. “Nombrar a un ministro es igual que nombrar a un Papa: el Papa sale hablando diez idiomas altiro, y los ministros ya salen hablando con la propiedad de como si hubiesen estado diez años en la cartera”, reflexiona.

Tomaban té en la casa de Aylwin cuando este le preguntó a Lagos:

–Usted, en mi caso, ¿qué sería lo primero que haría?

–¿Sabe lo primero que haría? Le pido la renuncia a Pinochet –respondió Lagos.

–“¡¿Cómo?!” –le dijo, sorprendido.

–Le pido la renuncia a Pinochet.

–¿Por qué? –preguntó Aylwin.

–Porque ese es el momento de mayor poder de usted. Cada día que pasa después es un día menos de gobierno. De entrada, pegue el zarpazo altiro.

–Pero me va a decir que no –replicó Aylwin .

–Bueno, entonces usted pida reforma constitucional altiro.

–Mire –le dijo a Lagos–. Yo voy a comenzar por invitar a La Moneda a tomar té a los dos representantes del Poder Judicial. Me los voy a ir ganando.

Aylwin le explicó a Lagos cómo pensaba hacerlo. “Le retruqué que no”, recuerda Lagos, “y él me insistió en sus puntos de vista”. El futuro ministro advirtió que no valía la pena seguir la discusión.

Lagos le dijo:

–Presidente, dejemos la discusión aquí.

–Pero, ¿cómo? Si está entretenida la discusión…

–Es que usted no ha dado el argumento más importante –respondió Lagos.

–¿Cuál es?

Lagos entonces imitó el tono de Aylwin para responder lo que este le preguntaba:

–Mire Ricardo, yo con mis modos llegué a Presidente de la República, con el suyo, usted a ministro no más.

“Ahí quedó la discusión”, sentencia Lagos.

Uno de los cargos que decidió tempranamente Aylwin, incluso antes de su elección como presidente, fue el de jefe del equipo económico, Alejandro Foxley.

Ocurrió durante una gira por Europa en septiembre de 1989 que encabezó el entonces candidato presidencial de la Concertación por la Democracia, y en la que participaron también Foxley y Carlos Ominami, como organizadores de la parte económica del programa de gobierno.

Era la primera salida de Aylwin a Europa como virtual próximo presidente de Chile. Después del triunfo en el plebiscito sobre el dictador, en el Viejo Continente ningún gobernante dudaba de su triunfo.

Aylwin quería asegurar apoyo, asistencia técnica y cooperación para el gobierno democrático que probablemente presidiría a partir de marzo de 1990.

A pesar de ser uno de los economistas con mejor reputación entre los opositores, Foxley conocía poco a Aylwin . Siendo presidente de la Corporación de Investigaciones Económicas para Latinoamérica (Cieplan) había reunido un equipo de excelencia, en su gran mayoría democratacristianos.

Los “cieplanes”, como los llamaban, eran conocidos por estar entre los economistas más críticos de las transformaciones neoliberales emprendidas por la dictadura. Se basaban en fundamentos técnicos y no solo en la pasión. Creían en el mercado, pero con regulaciones, estaban en desacuerdo con el desmantelamiento del Estado y reprochaban la falta de diálogo social. Dos de ellos, René Cortázar y Jorge Marshall, descubrieron una manipulación o error del Índice de Precios al Consumidor (IPC) del Instituto Nacional de Estadísticas (INE), que subestimó la inflación en los primeros años después del golpe, lo que perjudicaba a los consumidores y trabajadores6.

Foxley era considerado bastante más cercano al principal contendor de Aylwin en las elecciones primarias de la DC, Gabriel Valdés, excanciller del presidente Eduardo Frei Montalva, del llamado sector “chascón”, situado más en la izquierda de este partido.

“Para mi sorpresa, me pidió que lo acompañara”, cuenta Foxley.

Valdés y Foxley tenían un muy buen amigo en común, Edgardo Boeninger, exrector de la Universidad de Chile. “Con él jugábamos de memoria”, rememora Foxley. En temas políticos, Boeninger era el consejero al que más escuchaba Aylwin, y él consideraba esencial que Foxley y Ominami acompañaran al candidato presidencial en la gira.

Foxley aceptó la invitación de Aylwin. Junto con Ominami recorrieron Europa acompañando al candidato. Los recibían los mandatarios y primeros ministros con ceremonias y honores como si ya gobernara la Concertación. En Francia, lo hizo el presidente François Mitterrand, quien en 1970 vibró con el triunfo de Salvador Allende, porque mostraba un camino democrático amplio para la izquierda, incluidos los comunistas, que también lo llevó a él al gobierno de su país entre 1981 y 1995. Siendo secretario general del PS francés, a los 55 años, Mitterrand visitó a Allende en La Moneda en 1971. En una reunión le preguntó a Allende si se podía lograr el socialismo cambiando las estructuras económicas y preservando la democracia7.

Mitterrand sabía que Aylwin había sido un tenaz opositor de Allende. Cuando visitó al presidente Mitterrand, Aylwin le explicó gráficamente que quienes en el pasado habían sido adversarios entre sí, socialistas y democratacristianos, eran ahora “una coalición: ganamos el plebiscito, somos una coalición entre centro e izquierda. Aquí está la izquierda”, dijo y mostró a Ominami, “y aquí está la Democracia Cristiana”, e indicó a Foxley y a él mismo.

En cada país, Aylwin explicaba qué quería hacer, y Foxley y Ominami planteaban las cifras de las necesidades económicas y la cooperación que la naciente democracia requeriría.

Ominami y Foxley estaban entre los cuadros técnicos y políticos más conocidos de la Concertación. El primero, socialista renovado, tienda a la que se incorporó en el exilio, al emigrar desde el Movimiento de Izquierda Revolucionaria (MIR), en el que militó siendo adolescente; y el segundo, democratacristiano desde joven, sin experiencia en el gobierno, pero sí con una amplia trayectoria de trabajo académico con la izquierda socialdemócrata.

–Todo fue muy formal –recuerda Foxley– hasta que llegó el momento de partir de regreso desde Madrid. Yo me iba a quedar unos días en España y me iba a juntar con mi señora para descansar un poco y fuimos a dejar a Aylwin al aeropuerto Barajas. Cuando yo me despedí de él, me dijo: “Bueno, hasta luego ministro”.

“Era una forma muy parca, muy aylwinista, de decir las cosas. Esa fue la primera señal. Después las cosas se dieron”, cuenta Foxley.

Ominami recuerda que su designación fue por “la vía de los hechos” en este periodo. Sin que hubiese un nombramiento formal, todos entendían que él iba a ser ministro. Pero “igual Aylwin hizo el rito”, recuerda. Antes de anunciar el gabinete ministerial, el presidente electo lo llamó por teléfono para que se reunieran.

–¿Usted sabe a qué viene? –le preguntó Aylwin.

–Más o menos –respondió Ominami.

“Era obvio, estaba cantado”, agrega.

La gira constituyó también una temprana señal para los empresarios y agentes económicos: las cabezas del equipo económico de la Concertación serían Foxley y Ominami, y las relaciones con Europa mejorarían con el retorno de la democracia.

–Lo esencial de la gira –recuerda Ominami–, era mostrarle a Chile que nosotros éramos capaces de gobernar este país y que el mundo iba a estar con nosotros. Eso se hizo ampliamente. A Aylwin lo recibieron, literalmente, como el futuro presidente de Chile. Fuimos a Alemania, Italia y Francia, y en los tres países fue recibido como Presidente de la República. Eso tuvo mucha repercusión internamente, porque era la democracia: Chile estaba volviendo nuevamente al escenario internacional.

Con una enorme deuda social pendiente, que se expresaba en un índice de pobreza sobre el 40%, una economía sobrecalentada como efecto del aumento del gasto estatal por el plebiscito y la campaña presidencial, y una inflación anual que en 1989 se estiró al 21,4%, muy por sobre el 12,7% de 19888, la preocupación prioritaria de Foxley y Ominami era que la marcha de la economía en democracia fuese funcional al proceso de transición y no lo torpedeara bajo la línea de flotación.

Ambos tenían muy presente el fracaso del gobierno del presidente Raúl Alfonsín, en Argentina, quien llegó a la Casa Rosada en diciembre de 1983, después de siete años de dictaduras militares en el país vecino, precedido de enormes expectativas. Las Fuerzas Armadas debieron devolver el poder a los civiles tras la derrota en la guerra de las Malvinas, enfrascadas en recriminaciones mutuas entre sí y con el baldón de los atropellos a los derechos humanos. El primer gobierno civil en Argentina había enfrentado problemas como los que podía tener la democracia chilena a partir de 1990.

Aunque Alfonsín, un abogado radical, tenía respaldo, no supo lidiar con la economía de su país durante la llamada “década perdida” de los años ochenta, asfixiado por la deuda externa y la deuda social heredadas, y por una rebelde y desbordada inflación.

Tampoco Alfonsín terminó los juicios que inició su gobierno contra los altos mandos de las Fuerzas Armadas por los crímenes cometidos por la represión en dictadura. En medio de los chantajes, amenazas y hasta tres levamientos fallidos de los militares en su contra –conocidos como los carapintadas por la pintura de camuflaje que usaron en sus rostros–, y presiones políticas, dictó a fines de 1986 la Ley de Punto Final, que acotaba los juicios por violaciones a los derechos humanos a los jefes militares y a mediados de 1987 otra de Obediencia Debida, que estableció el perdón para mandos medios y subalternos. Ambas fueron rechazadas por las organizaciones defensoras de los derechos humanos y familiares de las víctimas. El gobierno que sucedió a Alfonsín enfrentó un cuarto alzamiento9.

En medio de la crisis política y económica, Alfonsín puso término anticipado a su mandato de seis años, que iba a culminar en diciembre de 1989. Seis meses antes, en julio, entregó la presidencia al peronista y opositor Carlos Menem, quien se impuso al candidato de la Unión Cívica Radical en mayo.

El fracaso económico y las asonadas de los carapintadas que ocurrían en el país vecino fueron analizados con cuidado por los líderes de la oposición chilena, que estaban en plena campaña presidencial. También las observaban los empresarios y La Moneda.

Las lecciones que dejó el naufragio del gobierno de Alfonsín marcaron a los dirigentes de la Concertación. No querían repetir sus errores. El manejo de la economía debía ser responsable, planteaban, y en materia de derechos humanos, la fórmula iba a ser “aylwinista”, con avances, pero en la medida de lo posible.

En la perspectiva de los concertacionistas, “lo posible” en Chile era todo aquello que no tentara al destino: evitar que los militares salieran de sus cuarteles. Exigía, creían ellos, un equilibrio delicado entre un buen manejo económico y político, y las reivindicaciones legítimas de justicia.

–El fracaso de Alfonsín nos golpeó mucho –recuerda Foxley–. Desde el punto de vista político sentíamos mucha afinidad con lo que estaba intentando hacer Alfonsín. La consolidación de la democracia en Argentina nos parecía un gran ejemplo para América Latina y, por lo tanto, fue extremadamente decepcionante cuando se demostró que los ajustes de la economía no estaban dando resultados y estaban sufriendo en un desajuste muy fuerte.

Los dirigentes concertacionistas entendían que debían generar en democracia un clima que imposibilitara asonadas golpistas y el descrédito económico. Ambos factores, combinados, eran explosivos.

El fantasma de Alfonsín estaba muy presente.

“Alfonsín era bastante parecido a Aylwin ”, plantea Ominami.

Agrega:

– Aylwin no entendía de economía, pero tenía una gracia. Confiaba en nosotros. Nos preguntaba mucho. No podíamos fallar y teníamos que hacer que la economía fuera funcional. Debíamos tener una economía en crecimiento, pagar la deuda social, y todo esto con respeto a los equilibrios macroeconómicos. Si no, nos íbamos a la cresta.

Para quienes como Ominami provenían de la izquierda, existía otro fantasma presente: el de no repetir la crisis económica de la Unidad Popular.

Foxley tenía patente la experiencia de otras transiciones a la democracia, un tema que habían estudiado en Cieplan con cientistas políticos y economistas de países de América Latina, Europa y Estados Unidos. Examinaban gobiernos autoritarios –en los años ochenta hubo muchos– y cómo eran las transiciones a la democracia.

En uno de esos encuentros internacionales correspondió examinar el caso de Chile. Era el país que aparecía con menos probabilidades de transitar a la democracia. Los factores eran varios: el control férreo de Pinochet sobre las Fuerzas Armadas, el extenso periodo de consolidación que tuvo, la fragmentación de los opositores, la represión.

“Salí de ese encuentro medio deprimido”, cuenta Foxley.

El economista Albert Hirschman, nacido en Alemania pero radicado en Estados Unidos después del triunfo de Hitler, uno de los que estudiaba estas transiciones, se refería al “posibilismo” y decía: “Nunca los dados están echados”. Esto significaba que el tránsito del autoritarismo a la democracia dependía “de la capacidad de la gente de transformar sus propias condiciones y las de otros en forma gradual. Así las cosas pueden cambiar”, recuerda Foxley.

Cercano a Aylwin desde que estudió en la Escuela de Derecho de la Universidad de Chile, Enrique Krauss, militante democratacristiano, resolvió desde temprano en la campaña vincular su destino político al de “don Patricio”.

Siendo estudiante de Leyes, Krauss eligió cursar con Aylwin la asignatura de Derecho Procesal Administrativo. Esa decisión cambió su vida. Aunque no fue el primero del curso y era 15 años menor que su profesor, se hizo amigo del democratacristiano riguroso, que dictaba por primera vez ese ramo, y lo había preparado en el verano. Quizás los unieron tanto sus diferencias como sus semejanzas.

Krauss, un hombre jovial y con la simpatía a flor de piel, capaz de reírse de sí mismo –y de los demás– sin trepidar, fue cultivando su relación con Aylwin . Se conocieron más en los años sesenta, cuando Krauss fue funcionario de la Cámara de Diputados, mientras paralelamente Aylwin era senador.

Todavía con el impulso de los primeros años de la marea azul de su gobierno, el presidente Eduardo Frei Montalva llamó a Krauss en 1966 para el cargo de subsecretario del Interior. Dos años después lo designó ministro de Economía, hasta que Krauss partió a la secretaría de la campaña presidencial de Radomiro Tomic, quien quería proseguir la “revolución en libertad”, como la llamaban entonces, que había iniciado el mandatario falangista en 1964.

La oratoria portentosa y florida de Tomic, capaz de hablar horas seguidas de una variedad de temas en forma coherente, y de seducir auditorios como pocos en la historia chilena, no fue suficiente en la reñida elección del 4 de septiembre de 1970. Con un programa que tenía parecidos con el de la Unidad Popular, Tomic terminó tercero, detrás de Allende y Alessandri.

Krauss se integró en 1973 a la Cámara Baja como diputado por la provincia de Cautín, en la actual región de la Araucanía. No perdió el vínculo con esa zona del país en la dictadura. Su aspiración en 1989 era ser candidato por Cautín.

Ese año, mientras caminaban por la terraza cercana a la playa Torpederas, en los faldeos del cerro Playa Ancha, en la zona sur de Valparaíso, Aylwin sondeó a Krauss. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó.

La pregunta era de largo aliento y no baladí.

Krauss le contó a Aylwin que mantenía sus contactos en Cautín. Este último reflexionó y le dijo que prefería que siguiera en la campaña con él. Krauss accedió. Sentía que Aylwin era su amigo y camarada de partido.

Fue el jefe inicial de la campaña presidencial cuando Aylwin era el candidato democratacristiano. Al pasar a ser el abanderado de toda la coalición opositora, nombró en reemplazo de Krauss al radical Enrique Silva Cimma.

Pero Krauss era mucho más cercano a Aylwin que Silva Cimma. Aparecía como el poder tras el candidato presidencial. Su papel era articular la relación territorial y con la DC10.

“No fui el generalísimo. Esa palabra no nos gustaba”, recuerda Krauss.

Todavía no terminaba la campaña y la mayoría de las encuestas daba como ganador al candidato de la Concertación en primera vuelta, con mayoría absoluta, cuando Aylwin nuevamente conversó con Krauss.

Otra vez el tema fue el futuro. “¿Qué quieres hacer?”, le preguntó Aylwin.

Krauss recordó el papel destacado de Gabriel Valdés como canciller de Frei Montalva, que era reconocido en toda la oposición. Además, le atraía el trabajo en el exterior. Le respondió que quería ser ministro de Relaciones Exteriores.

Aylwin se sorprendió. “Me puedes pedir todo, menos ese cargo, que ya está reservado. Es el único que no puedes escoger”.

Krauss permaneció en silencio y Aylwin le dijo:

–Quiero que seas mi ministro del Interior.

Krauss no dudó. Es el cargo más importante del Poder Ejecutivo después del presidente. Asume como vicepresidente ante la ausencia del jefe del Estado. La mayor responsabilidad de su vida, en el primer gobierno democrático después de la dictadura.

Era quedar en la historia.

Los nominados se sentían imbuidos de la épica envuelta en las tareas que Aylwin les asignaba.

Dos personas fueron clave en las designaciones ministeriales: Edgardo Boeninger y Enrique Correa. De profesiones diferentes, el primero ingeniero y economista, el segundo con estudios en filosofía y antes para ser seminarista, compartían un ávido interés por la política y el análisis. Ante los problemas, estructuraban escenarios y desenlaces posibles, lo que los hacía parecer calculadores. Ambos provenían del tronco común democratacristiano, pero estaban en trincheras distintas.

Boeninger tenía trayectoria académica –fue decano de Economía y después rector de la Universidad de Chile, cargo que ocupó hasta poco después del golpe militar de 1973– y había sido director de Presupuestos del presidente Frei Montalva. Fue un activo opositor a la Unidad Popular.

Correa, en cambio, tras su paso por la Juventud Demócrata Cristiana se había desplazado hacia la izquierda en los años sesenta bajo el influjo de la teología de la liberación y el acercamiento que hubo de sectores cristianos y marxistas. Partió hacia las filas del Movimiento de Acción Popular Unitaria (MAPU), que se escindió de la DC, con críticas a las insuficiencias de las transformaciones que encabezaba Frei Montalva, y desde este partido se incorporó a la Unidad Popular. Después del golpe se asiló en la embajada de Perú, de donde partió al exilio, y después reingresó a Chile en varias oportunidades, con identidades falsas e incluso modificando su apariencia física, para trabajar en la clandestinidad contra la dictadura.

El acercamiento de sectores de la izquierda y la DC en los años ochenta, las protestas sociales que comenzaron en 1983, y su cercanía mutua con Aylwin generaron el terreno propicio para que ambos trabajaran en armonía, primero en el plebiscito de 1988 y después en la organización de equipos en la campaña de 1989.

Confiesa Correa que en 1989 aspiraba a ser el “subsecretario de Boeninger”, en el gobierno democrático que partiría en marzo de 1990. No dudaba que Aylwin nombraría a Boeninger en un cargo ministerial en La Moneda. Pero no se esperaba uno para él.

Y menos el que le ofrecieron.

Al día siguiente del triunfo opositor en las elecciones del 14 de diciembre, Correa fue a la casa del presidente electo. Aylwin estaba con Boeninger. Inesperadamente, ambos recibieron una reprimenda cariñosa de Leonor Oyarzún, esposa del presidente electo. Ella venía llegando de compras.

–Ustedes metieron a este señor en este lío.

“Fue inolvidable”, sonríe Correa.

Aylwin les dijo que debía hablar con ellos sobre el gabinete ministerial.

Meses antes, cuando todavía no comenzaba la campaña electoral, Aylwin les había pedido a ambos que prepararan el programa y los equipos de gobierno, porque de ahí saldría el gabinete. “Nos dijo que no quería que estuviésemos en la campaña, sino en esta tarea”, recuerda Correa.

Alquilaron una vivienda en calle Almirante Simpson, muy cerca de Plaza Baquedano, que les facilitó el dueño del Hotel Principado de Asturias. Nadie más quiso arrendarles. La bautizaron como “La Moneda chica”.

–Ahí hicimos el programa –recuerda Correa–, lo que íbamos a hacer en cada ministerio. Creamos los equipos y cada jefe de equipo pensó que iba a ser el ministro. Fue así, con algunas excepciones.

En una celebración por el triunfo electoral a la que asistió todo el equipo, Mariana Aylwin le deslizó una advertencia a Correa sobre su futuro en el siguiente gobierno: “Tus ideas no son las que está pensando el presidente”.

Al día siguiente, Boeninger, Correa y Aylwin se reunieron en el jardín de la casa del presidente electo. Este les preguntó:

–¿Ustedes saben la distinción que hay entre las dos secretarías ministeriales de La Moneda?

“Esto no va bien”, recuerda Correa que pensó.

Contestó él.

Explicó que la Secretaría General de la Presidencia lleva las relaciones con el Congreso y la marcha de las leyes, mientras que la Secretaría General de Gobierno es la vocería del Ejecutivo y se preocupa de las comunicaciones.

Su explicación era correcta. Así es hasta el presente.

–He pensado que tú, Edgardo, seas secretario general de la Presidencia, y usted secretario general de Gobierno –dijo Aylwin.

Correa intentó una réplica:

–Presidente, yo tenía otra idea…

–No, usted va a ser secretario general de Gobierno –insistió Aylwin–. Ahora tienen que proponerme un equipo ministerial. Ustedes están a cargo.

Mientras caminaban con Boeninger hacia la puerta para irse, Correa miró hacia atrás y esbozó un nuevo argumento para cambiar la decisión de Aylwin:

–El secretario general de Gobierno es el vocero, y yo voy a tener muchos problemas para aparecer en la televisión.

–Ya se va a acostumbrar –replicó Aylwin, con el tono de “no ha lugar” de un juez.

Correa se quedó sin posibilidades de apelar.

“Ahí conocí a Aylwin como presidente”, cuenta.

El criterio ordenador que adoptaron Boeninger y Correa fue que todos los partidos del conglomerado tuvieran asiento en el gabinete. La coalición gobernante quería evitar estrenarse con fisuras o polémicas internas. El segundo criterio fue que los cargos recayeran en quienes encabezaron las comisiones programáticas sectoriales de la Concertación.

Así fue en la mayoría de los casos.

Sobre varios puestos no había dudas. Uno era el cargo de ministro del Interior, que iba a ser Krauss, con quien ambos tenían muy buenas relaciones. Tampoco tenían dudas respecto de que Foxley debía ser el titular de Hacienda. Lagos ya estaba resuelto en Educación.

En cuanto a Economía, sí hubo ciertas dudas. Lagos pensaba que también podía ser Sergio Bitar, recuerda Correa. Pero finalmente fue Ominami, que hacía dupla con Foxley, y que también era muy cercano a Lagos.

Defensa era otro cargo estratégico. Esperaban que quien fuera designado tuviera bajo su mando las relaciones con las Fuerzas Armadas y en especial con el dictador, pero ahora como comandante en jefe del Ejército. No era una decisión sencilla: el terreno era con campo minado.

Boeninger y Correa creían que el ingeniero Alberto Etchegaray era una muy buena carta como ministro. Durante la visita del Papa Juan Pablo II, en 1987, había logrado capacidad de interlocución con todos los sectores, desde la Iglesia Católica a los militares, políticos y empresarios. Conseguía consensos, pero también tenía capacidad de decisión. Se había especializado en el tema. Estaba en el grupo civil que había participado en la comisión de Defensa del programa concertacionista. Era independiente y cercano a la DC. Existían múltiples razones para proponerlo.

Pero Aylwin rechazó la propuesta de Boeninger y Correa:

–No, Defensa me la quiero reservar para mí.

Tiempo después les informó que sería el abogado Patricio Rojas. El cargo “perteneció a las designaciones propiamente presidenciales”, afirma Correa.

Aylwin tuvo una duda con la designación del ministro de Justicia. Dudaba si nombrar al académico y DC Francisco Cumplido, o al socialdemócrata Eugenio Velasco. Ambos tenían sólidas credenciales. Finalmente se inclinó por el democratacristiano, que había participado en las reformas a la Constitución de 1980 acordadas con la dictadura.

–Todo el resto del gabinete y de los subsecretarios fueron parte del trabajo de las propuestas nuestras –plantea Correa.

Para Agricultura, pensaron primero en el socialista Jaime Tohá, que presidía la comisión de este tema en la Concertación. Sin embargo, para un sector de la derecha, que apoyó el No y después a la Concertación y a Aylwin –Carlos Hurtado, Germán Riesco, Hernán Errázuriz Talavera, entre otros–, era muy difícil aceptar a un socialista en el ministerio de Agricultura. Jaime Tohá fue el último titular de Agricultura de Allende, y desde su cargo fue trasladado a Isla Dawson donde estuvo prisionero más de un año hasta que en octubre de 1974 fue expulsado del país.

Todavía tenían fresca la experiencia traumática –para ellos– de la Reforma Agraria, que impulsó Frei Montalva y profundizó Allende.

La solución vino por el lado del Partido Radical (PR), que así consiguió inesperadamente dos cargos en el primer gabinete, pese a su pequeño tamaño e influencia. El abogado Juan Agustín Figueroa, que en dictadura había integrado el Grupo de los 24, en que entre otros participaban figuras como Aylwin, Boeninger, Raúl Rettig11, y presidía la Fundación Neruda, quedó en Agricultura, y Jaime Tohá, dotado de una “cultura tecnocrática multipropósito”, según define Correa, en Energía.

El primer cupo ministerial del PR estaba blindado desde antes en la campaña electoral. Era la Cancillería, que quedó asegurada para el radical Enrique Silva Cimma.

Masón y ex contralor general de la república, Silva Cimma levantó su precandidatura presidencial a fines de 1988. Recibió apoyo del PPD, el PS-Núñez, el Partido Humanista (PH) y, desde luego, de su colectividad, el PR. Ricardo Lagos, que no quiso lanzar una postulación a La Moneda porque pensaba que no era –todavía– su momento, alentaba la campaña de Silva Cimma. Desde el primer momento era una carta para negociar. Nadie creía que el primer presidente de la democracia pudiera ser alguien que no fuera de la Falange.

En marzo de 1989, Aylwin, que ya era candidato de la DC, le pidió a Lagos conversar en forma tranquila. El dirigente PPD le preguntó:

–¿Patricio, va a ir a Algarrobo para Semana Santa?

–Sí.

–Yo voy a ir a El Quisco –respondió Lagos y se pusieron de acuerdo.

Lagos pasó a buscar a Aylwin a Algarrobo. “Vámonos hacia Mirasol”, le propuso Aylwin.

En esa época Mirasol era una playa solitaria, sin edificaciones ni condominios.

“La marea estaba alta –recuerda Lagos–, por lo que solo se podía caminar por la arena seca. Ahí aprendí del buen estado físico de Aylwin y su caminar a buen paso, por esa arena en la que uno se enterraba”. Recorrieron desde Algarrobo hasta el final y después volvieron.

Lagos calcula que fueron unas dos horas de caminata.

Aylwin le contó a Lagos que iba a pedirle a Krauss que dirigiera la campaña. “También pienso que, en Economía, yo no entiendo nada, creo en Alejandro Foxley. ¿Usted qué piensa?”, sondeó Aylwin.

“Alejandro es un tipo brillante, fuimos compañeros”, respondió Lagos.

“Fue lo único que hablamos”, cuenta.

Aylwin no le advirtió qué pasaría poco después.

Más tarde, mientras Lagos regaba un nogal que había en la casa donde alojaba, escuchó la típica fanfarria con tambores de la radioemisora que sintonizaban entonces los opositores, “¡Radio Cooperativa está llamando! ¡Urgente!”.

“Por la radio me informé: ‘Patricio Aylwin ha llegado a un acuerdo y Enrique Silva Cimma ha depuesto su candidatura en favor de él’. Yo, que había sido su generalísimo, su jefe de campaña, no tenía idea” –rememora Lagos.

Su candidato se había bajado. Y no le informó a quien lo había propuesto. Reflexiona Lagos:

–La política es así. Sin llorar.

Los otros partidos que apoyaban la candidatura del radical tampoco fueron previamente informados por Silva Cimma. Fue su jugada, de ajedrecista. Antes que los dirigentes de los otros partidos que lo apoyaron negociaran el precio de que se bajara de la carrera, el gambito o sacrificio lo hizo él. Y tal como en el deporte ciencia, lo hizo para lograr una ventaja.

Fue así como Silva Cimma llegó a canciller.

–Era muy buen político. Supo negociar muy bien –explica Correa con cierta admiración–. Y eso le significó tener dos ministerios a los radicales.

Las designaciones de los subsecretarios obedecieron al criterio de que, si había un ministro de un partido o “sensibilidad”, el subsecretario correspondiera a otra distinta.

Así fueron los nombramientos en la mayoría de las carteras. Pero hubo excepciones.

Una de ellas fue en el Ministerio del Interior.

Aylwin , Krauss, Boeninger y Correa discutían los nombres de los subsecretarios. Cuando llegó la hora de Interior, Krauss planteó reparos.

–Yo quiero que sea un democratacristiano –dijo.

–¿Así que el presidente no puede designar al subsecretario del Interior? –preguntó tajante Aylwin a Krauss.

Con discreción, Boeninger y Correa pidieron permiso y dejaron a solas a Krauss y Aylwin para que conversaran.

–Por supuesto que sí, presidente. Sí puede. Es un cargo de confianza presidencial –respondió Krauss.

–¿Qué quiere, entonces?

–Yo trabajaría mejor con un democratacristiano, además, de otra manera se puede armar un problema con la DC.

Para evitar las presiones que podía ejercer su partido, Aylwin había congelado su militancia en la DC hasta que terminara la presidencia, en marzo de 1994.

Estaba consciente de que las complejidades de la transición y los problemas que se iban a enfrentar, hacían necesarios equipos afiatados desde el primer día, que trabajaran en forma armónica. Desde el inicio quería hacerlo mejor que otros gobiernos democráticos en el pasado.

–¿En quién ha pensado? –Preguntó a Krauss.

Este le respondió que en Jorge Navarrete. Aylwin le dijo que no, que a Navarrete lo quería en Televisión Nacional (TVN). Era el fundador de ese canal y la persona indicada para levantarlo del pantano en que lo había hundido la dictadura, al reducirlo a un vehículo de propaganda del régimen, sin credibilidad y desfinanciado, cuyo noticiero central, 60 Minutos, era motejado popularmente como 60 Mentiras.

Entonces Krauss recordó otro nombre. En enero había llamado a Belisario Velasco sondeando su interés para la Intendencia de la región Metropolitana12. Pero Velasco se negó. No le interesaba. No esperaba la propuesta y tenía otro cargo en mente, aspiraba a encabezar TVN. Él era un dirigente democratacristiano de los chascones, el sector más a la izquierda de este partido, uno de los trece que firmó la declaración de un sector de la DC que condenó el golpe militar, y con experiencia en medios como exdirector de radio Balmaceda, la emisora de su partido, y expresidente del directorio de revista Análisis.

Cuenta Krauss que propuso el nombre de Belisario Velasco como subsecretario del Interior a Aylwin. Este lo pensó un momento y aceptó, a pesar de que en el pasado ambos habían tenido roces.

El cargo implicaba una función singular: asumir siendo Pinochet todavía dictador, para cumplir las funciones de enlace y coordinación de la entrega del mando entre la dictadura y la democracia.

Velasco iba a ser el ministro de fe del proceso de cambio de gobierno.

A principios de febrero Aylwin citó a Velasco a su oficina en calle Amapolas, relata este último en sus memorias. Al entrar, varios de los presentes en la antesala, entre ellos su hija María del Pilar, jefa de prensa del presidente, lo saludaron: “Buenos días, señor intendente”.

Estaban equivocados.

Aylwin le pidió ser subsecretario del Interior. Velasco planteó su aspiración de ir a TVN y le objetó que no era abogado y para ese cargo era casi imprescindible serlo. El presidente electo le respondió que ya había designado a Navarrete en TVN y que, curiosamente, este deseaba la subsecretaría del Interior. Para el cargo, agregó, por su experiencia, no necesitaba ser abogado. Iba a tener a su disposición un departamento jurídico. Y le recordó que él se había ganado el respeto de la izquierda, se relacionaba bien con la derecha, conocía el sector público y el país.

Lo convenció. “Acepto, presidente”, respondió Velasco. “Cuente cien por ciento conmigo”13.

El Ministerio del Interior tiene una segunda subsecretaría, muy influyente en la distribución de recursos a los municipios y regiones, pero menos conocida, la de Desarrollo Regional y Administrativo. Para ella Krauss tenía otro nombre, el DC Carlos Eduardo Mena.

Pero Aylwin, que ya había cedido con una subsecretaría DC a Krauss, no estaba dispuesto a hacerlo con ambas. Además, ya había aceptado una petición especial de Foxley y Ominami.

En Hacienda, Foxley prefería trabajar también con alguien cercano como subsecretario, el democratacristiano Pablo Piñera, llamado Polo por sus amigos. Como contrapartida, Ominami, quería también a alguien cercano a su sensibilidad política en la subsecretaría, a Jorge Marshall, que provenía de las filas del PPD. Ominami cuenta hoy que primero le propuso ser su subsecretario a Velasco, pero este lo rechazó.

Como Foxley y Ominami querían articular equipos homogéneos, hablaron con Aylwin. Este aceptó la fórmula sin cuoteo del equipo económico, recuerda Ominami.

Boeninger y Correa tenían otros nombres en carpeta para las subsecretarías de La Moneda. Eran dos socialistas jóvenes, que habían surgido desde los dos mayores sectores del partido: Ricardo Solari, proveniente del almeydismo, y Gonzalo Daniel Martner, del PS-Núñez, y en ese momento en el PPD.

Martner había trabajado en el programa, y antes en el recuento paralelo del Comando del No para el plebiscito de 1988. Solari era el puente hacia el almeydismo, el sector mayoritario del PS.

Como Boeninger y Correa iban a ser ministros, lo lógico era que Solari y Martner fueran subsecretarios, porque también habían trabajado en el programa de gobierno. Así se lo dijo este último a Correa en un almuerzo en el restaurante El Biógrafo, en el corazón del barrio Lastarria, muy cerca de donde había estado el Comando del No.

Martner ya le había comentado a Solari que prefería no ser subsecretario del Interior, “porque por ningún motivo quería hacerme cargo de las cuestiones de seguridad”. Había comenzado a trabajar con Boeninger, hasta que este le advirtió que se iba a entender con Solari.

“A buen entendedor, pocas palabras”, comenta Martner.

Él fue designado en la subsecretaría de Desarrollo Regional, y Solari en la subsecretaría de la Presidencia.

Un subsecretario designado no alcanzó a asumir.

El cientista político Carlos Huneeus, director del Centro de Estudios de la Realidad Contemporánea (CERC), miembro del Comando técnico del No y uno de los pocos que en una encuesta anticipó casi exactamente el porcentaje que obtendría el No en el plebiscito de 1988, designado por Aylwin para la Subsecretaría de Guerra (Ejército) no alcanzó a estar ni un día en el cargo. Debió renunciar antes de asumir.

En una entrevista que le hizo la periodista María Eugenia Camus, de revista Análisis, y que el medio opositor publicó el 29 de enero de 1990, Huneeus aparece como el tema principal de portada.

“Conozco bien a los militares” es el título en la tapa de Análisis.

Nieto e hijo de militar, excadete de la Escuela Militar, Huneeus participó en la comisión sobre el tema militar en el programa de gobierno. La designación de civiles para este ministerio generó críticas en la dictadura. El titular de Defensa, vicealmirante Patricio Carvajal, aseguró que el nombramiento de civiles provocaría “atraso” en el trabajo de esta cartera por el desconocimiento que tenían de los asuntos castrenses.

En la entrevista con Análisis, Huneeus replicó a Carvajal: “El presidente Aylwin estimó que estamos calificados profesionalmente para asumir estas altas responsabilidades. Los temores del ministro Carvajal están fuera de contexto”.

También planteó que Pinochet se equivocó “drásticamente” al ir al terreno electoral, donde fue derrotado en el plebiscito de 1988 al quedar “cazado por el propio sistema que había establecido”. Recordó que “un militar debe elegir estratégicamente la arena en que se desempeñará mejor”.

A partir del 11 de marzo de 1990, “Aylwin pasa a ser el generalísimo de las Fuerzas Armadas, y él [Pinochet] uno de sus subordinados”, subrayó.

Criticó a Pinochet por heredar a la democracia un ejército “sobredimensionado” en su cuadro de oficiales superiores, puesto que estos asumían labores de gobierno.

En cuanto a la salida del general Pinochet de la comandancia en jefe del Ejército, Huneeus fue categórico: “Mientras antes se vaya, mejor”14.

Sus palabras no fueron mucho más allá de lo que solían decir los dirigentes opositores. Pero cuando faltaban menos de 45 días para el reinicio de la democracia, la epidermis de los líderes de la Concertación estaba delicada, tan hipersensible como la de quienes permanecen muchas horas bajo el sol veraniego en la playa.

A fines de enero de 1990, los futuros ministros y quienes tenían esos cargos en dictadura se reunían para acordar los traspasos. En una de esas reuniones, el ministro de la Presidencia, general Jorge Ballerino, le expresó a Boeninger el malestar del Ejército y de Pinochet con lo que había planteado Huneeus.

El asunto podía tener repercusiones, discutieron los futuros ministros Boeninger, Correa, Krauss y Rojas. Hubo distintas posiciones entre ellos.

Correa relata que se opuso a que Huneeus fuese removido. Asegura que defendió frente a sus colegas futuros ministros la entrevista del director del CERC. Hoy piensa que, justamente por esa entrevista, Huneeus debió haber sido el subsecretario de Guerra, porque a partir de ese asunto “se fueron delineando distintas formas de entender el tema militar”.

Finalmente, Huneeus no asumió.

Aylwin optó por trasladar a Huneeus de la subsecretaría de Guerra, pero con una designación “hacia arriba”. No lo sancionó y lo nombró en otro cargo, en una responsabilidad mayor, una embajada estratégica para el principal partido de la Concertación: Alemania Federal, el país más rico de Europa y gobernado por la Democracia Cristiana, una función de la que él sería responsable, en lugar de una subsecretaría donde el margen de acción iba a ser escaso, y bajo las instrucciones del ministro Rojas. Lo designó embajador en Alemania Federal, lo que a Huneeus le acomodaba no solo porque domina el idioma, sino porque era doctorado en Ciencias Políticas en la Universidad de Heidelberg.

–Fui la primera víctima de la transición. Había miedo a los militares –resume Huneeus.

Su nombramiento en la representación diplomática de Chile en la RFA tuvo un inesperado efecto colateral: implicó un enroque en otra embajada del Viejo Continente. Mariano Fernández, que ya tenía sus maletas listas para partir a la embajada de Chile en Alemania Federal, debió irse a Bélgica y la Comunidad Europea con el mismo rango diplomático.

En reemplazo de Huneeus asumió la subsecretaría de Guerra el DC Marcos Sánchez.

No todos aceptaron los llamados de Aylwin a integrar su gabinete.

Dos días después de su derrota en la senatorial de la octava región costa, todavía abatido, Maira volvió a la zona central. Se fue a descansar al valle de Mallarauco, en las cercanías de Melipilla, a una casa de madera que construyeron con la escritora Marcela Serrano, entonces su esposa, en terrenos de su suegra.

“Dormí casi dos días en forma intermitente”, relata Maira, hasta que llegó un carabinero de la delegación local, menos que un retén.

–Lo llama el presidente Patricio Aylwin –le dijo el uniformado, que fue a dedo desde la delegación, a unos tres kilómetros de la cabaña. Los carabineros de esa localidad no disponían de vehículos.

–¿Qué quiere que haga? –respondió Maira, que no tenía celular en esa época.

–Véngase conmigo. Nosotros tenemos teléfono para llamar al presidente –contestó el carabinero, todavía orgulloso de haber recibido una llamada de parte de Aylwin en el valle de Mallarauco. Maira accedió y conversó allí con el Comando de campaña.

Maira se reunió con Aylwin en su casa y se volvió a admirar de la sencillez y austeridad con la que vivía.

El presidente electo le agradeció a Maira los esfuerzos que hizo durante la campaña y su lealtad. Le explicó que tenía armado el gabinete ministerial, pero no podía ser indiferente a lo ocurrido en la elección. Había resuelto ofrecer un puesto a tres derrotados en las elecciones senatoriales, que apreciaba mucho por su apoyo y nobleza: al PPD Ricardo Lagos; al exsenador DC y exministro de Vivienda de Frei Montalva, Juan Hamilton, que perdió estrechamente en Valparaíso a manos de su compañera de lista, la PPD Laura Soto, y a Maira.

Con el sistema electoral que había hasta el golpe militar de 1973, los tres habrían sido elegidos.

La votación lo permitía con creces.

Pero eso era el pasado.

Aunque no llegaron a hablar de cargos específicos, Maira entendió que Aylwin quería que fuera presidente de la Comisión Nacional de Energía, puesto con rango de ministro de la confianza exclusiva del presidente, aunque sin un ministerio, lo que le permitiría ocupar un lugar en el gabinete del primer gobierno democrático después de la dictadura.

“Aylwin fue muy amable”, cuenta Maira. Pero él prefirió declinar la oferta del presidente electo. “Le di las gracias, pero yo no hice esto para lograr un puesto”. Le dijo:

–Mire, lo voy a ayudar en todo lo que pueda, pero no quiero tener un cargo en su gobierno. Mis opiniones no siempre van a coincidir con las suyas y mi presencia le podría facilitar mucho el trabajo a sus adversarios, que hablarían de contradicciones y posturas incompatibles en la coalición que lo apoya.

Maira se refería a que podrían acusar a Aylwin de tener relaciones con la izquierda más allá de la Concertación.

Le contó al presidente electo que la Izquierda Cristiana, de la que era secretario general, se iba a disolver para integrarse en el PS, que estaba en proceso de reunificación. Quería partidos más fuertes.

Maira estaba dispuesto a ayudar a Aylwin como un dirigente de izquierda, pero desde fuera del gobierno.

“Me dio las gracias con alivio, como diciendo ‘un estropicio menos que me obligan a hacer’”, recuerda Maira. Aylwin agregó:

–Le quiero proponer una cosa. Me interesa conocer su opinión. Yo le propongo que cada seis meses vaya a tomar té conmigo.

–Encantado –respondió Maira sin vacilar.

Recuerda que Aylwin “cumplió rigurosamente. Cada seis meses yo iba a La Moneda, a la oficina pequeña que tenía al lado de la oficial, la grande, y tomábamos té”, cuenta Maira15.

Para la Junta de Gobierno y Pinochet, 1989 y 1990, hasta el 10 de marzo, fueron años muy intensos en materia legislativa.

Como en La Moneda preveían el triunfo opositor en las elecciones de diciembre, hubo un empeño decidido en dejar las cosas “atadas y bien atadas” para el momento de entrega del Poder Ejecutivo.

Esto se tradujo en un conjunto de leyes y decretos dictados desde fines del invierno, en la primavera y el verano de 1989 y 1990. Varias de ellas sorprendieron y disgustaron a la oposición, que entendía zanjados los principales temas de la transición con las reformas constitucionales aprobadas por el plebiscito de julio de 1989.

Al día siguiente de ser electo, faltando todavía tres meses para asumir como presidente, Aylwin le pidió al general Pinochet que el gobierno no siguiera dictando leyes en el periodo que le restaba.

El dictador no lo escuchó.

Tampoco la Junta de Gobierno, el Poder Legislativo en ejercicio.

Cual marejada incontenible continuó la promulgación final de leyes y decretos hasta el penúltimo día de gobierno. Incluso hubo normas que salieron publicadas en el Diario Oficial con la firma de Pinochet después del 11 de marzo de 1990, cuando ya no estaba en La Moneda y Aylwin era presidente. Habían sido dictadas en su periodo, pero la publicación se atrasó.

Entre octubre de 1989 y marzo de 1990, en los últimos seis meses de gobierno, la dictadura promulgó seis leyes orgánicas constitucionales: Banco Central (4 de octubre), Estados de Excepción (24 de enero), Congreso Nacional (26 de enero), Fuerzas Armadas (22 de febrero), Carabineros (27 de febrero), Enseñanza (10 de marzo)16.

Las leyes orgánicas constitucionales son las más difíciles de reformar porque requieren un quorum de 4/7 de los parlamentarios en ejercicio de ambas cámaras.

Es solo inferior al quorum establecido para reformar la Constitución.

Según explica el entonces ministro del Interior, Carlos Cáceres, en el cargo hasta el 11 de marzo de 1990, la legislación que dictó el régimen en los últimos meses era esencial para el funcionamiento de la nueva institucionalidad:

–La Ley Orgánica Constitucional de la Educación, la Ley de Radio y Televisión, la Ley de las Fuerzas Armadas, la Ley de Partidos Políticos, la Ley del Sistema Electoral, eran leyes que tenían que ser aprobadas antes del inicio de la plenitud democrática. Se entendía que, por parte de la oposición, ellos querían participar en la elaboración del proceso legislativo y probablemente ahí nace esta idea de que hubo una “traición” o alterar esta convergencia, pero aquí se cumplió con un mandato constitucional, y se entregaron las leyes que después han sido modificadas según quien ha estado en el gobierno.

Los opositores se inquietaron, pero tampoco subieron la temperatura de las quejas hasta el nivel de una ruptura o de convocar a protestas. Era verano y no querían incidentes en el epílogo de la dictadura. Les preocupaba que cualquier incidente pudiera servir de pretexto para alterar el calendario de la transición. Faltaba muy poco para el comienzo de la democracia y creían que no era necesario correr riesgos.

Además, confiaban en su capacidad de cambiar las normas en democracia, si ya habían podido lograrlo en dictadura. Contaban con el compromiso logrado con RN en las reformas constitucionales.

No todas las normas que dictaba el gobierno saliente parecían tan significativas entonces. En el fragor de la lucha política y la campaña para las elecciones presidencial y parlamentaria, una ley de dos líneas, dictada por la Junta de Gobierno el 28 de agosto de 1989, a iniciativa del almirante y miembro de la Junta de Gobierno, José Toribio Merino, la 18.826, que sustituyó el artículo 119 del Código Sanitario, mereció escasa atención de la prensa.

No sabían entonces que, décadas después, ese cambio iba a generar numerosos y apasionados debates en los medios de comunicación y redes sociales.

La Ley 18.826 estableció el nuevo texto del artículo 119 del Código Sanitario: “No podrá ejecutarse ninguna acción cuyo fin sea provocar un aborto”.

Con esa ley, la Junta de Gobierno derogó un derecho vigente en el Código Sanitario desde 1931, hacía 58 años, que permitía el aborto solo con fines terapéuticos, cuando dos médicos cirujanos diagnosticaban que la interrupción era necesaria porque estaba la vida de la madre en riesgo.

El Diario Oficial, el boletín estatal que publica las leyes17, tuvo ediciones especialmente abultadas en el epílogo de la dictadura, lo que reflejó una especie de “fiebre legislativa”. En las últimas 24 horas que gobernó Pinochet, el sábado 10 de marzo de 1990, este medio tuvo una edición de 48 páginas, más del doble de lo habitual.

Días atrás, el 1 de marzo, la edición del Diario Oficial llegó a 96 páginas y el 7 de marzo al récord de 104 páginas.

El jueves 8 de marzo, el Diario Oficial publicó la Ley 18.956, que reestructuró el Ministerio de Educación; el miércoles 7, la Ley 18.961 Orgánica Constitucional de Carabineros, y el 27 de febrero la Ley 18.948 Orgánica Constitucional de las Fuerzas Armadas.

Cuando la Junta de Gobierno aprobó esta última legislación, en enero, la prensa cercana a la dictadura informó que había un acuerdo con la Concertación.

Fue un enfoque al menos precipitado. Primero había que analizar la “letra chica” de la iniciativa.

Los opositores criticaron que había doce diferencias entre el texto aprobado por la Junta y el que ellos conocieron. Eran limitaciones a las atribuciones del Presidente de la República, entre ellas la de llamar a retiro a oficiales, a la acción del ministro de Defensa, permitía que los comandantes en jefe fijaran la doctrina de su arma, designaran fiscales militares, compraran y vendieran bienes. Además, se mantenía el cargo de vicecomandante en jefe del Ejército, que los opositores querían eliminar. La idea era dar una suerte de autonomía incluso económica a las Fuerzas Armadas.

La Ley Orgánica Constitucional de Enseñanza (LOCE), 18.962, apareció publicada el sábado 10 de marzo de 1990, en la víspera de que Pinochet dejara la presidencia.

En la reunión que Lagos tuvo a mediados de febrero con el ministro de Educación saliente, en la que estuvieron también presentes Cáceres y Ballerino no le informaron al futuro secretario de Estado que estaban preparándose para dictar la LOCE antes de dejar el gobierno. Los opositores lo ignoraban. “A uno tampoco se le ocurre preguntar: ‘¿Me encontraré con alguna sorpresa el día antes de asumir?’...”, dice Lagos. Él se quedó con la sensación de que lo habían “pistoleado completamente. ¿Acaso Cáceres no sabía eso?”.

No hubo tiempo el 10 de marzo para examinar con detención la LOCE. Se venía el cambio de mando.

Solo décadas después, las movilizaciones estudiantiles contra esta legislación criticaron su ilegitimidad de origen y que hiciera prevalecer la libertad de enseñanza por sobre el derecho a la educación, lo que favoreció el lucro y negocio en este derecho social.

El mismo sábado 10 de marzo, la Junta de Gobierno dictó la Ley 18.963, que modificó la Ley Orgánica de Municipalidades y estableció la posibilidad de plebiscitos comunales.

Otros cambios legislativos y decretos del último periodo de la dictadura fueron secretos. Nunca se publicaron.

Entre agosto de 1989 y el 10 de marzo de 1990, nueve leyes que introdujeron modificaciones en las plantas de personal de las Fuerzas Armadas no fueron publicadas en el Diario Oficial.

Un total de 57 leyes, 40 decretos leyes y 28 Decretos con Fuerza de Ley dictados entre el 11 de septiembre de 1973 y el 11 de marzo de 1990 nunca fueron publicados en ese periodo.

Muy pocos los conocían... y, sin embargo, regían y se aplicaban a todos.

Varias modificaciones legales de los últimos meses apuntaron a conferir inamovilidad a las plantas de funcionarios del Estado, así como resguardar garantías y prebendas de los integrantes de las Fuerzas Armadas y de Orden. El nuevo gobierno se encontró con las plantas copadas en ministerios y servicios, casi sin posibilidad de colocar a sus propios equipos de confianza.

Una de las más controvertidas de esta legislación del epílogo de la dictadura fue la Ley 18.918 Orgánica Constitucional del Congreso Nacional, publicada el 5 de febrero de 1990. A través de su artículo 3° transitorio, esta normativa cerró la posibilidad de que el Parlamento sometiera a juicio político a las autoridades por hechos, actuaciones u omisiones anteriores al 11 de marzo de 1990.

Esto implicó blindar a quienes tuvieron responsabilidades funcionarias en dictadura, cerrando el poder fiscalizador del Congreso respecto de la dictadura.

Era una norma clave para la oposición.

Profesores de Derecho Público, los partidos Radical y Demócrata Cristiano y la Comisión Chilena de Derechos Humanos objetaron esta ley ante el Tribunal Constitucional (TC) porque cercenó las facultades parlamentarias, entre otros cuestionamientos.

Pero el TC falló a favor de la norma dictada por la Junta de Gobierno, en una resolución dividida por 5-2.

El veredicto argumentó que las acusaciones constitucionales están entre las atribuciones que no regían mientras el Congreso Nacional no comenzara a funcionar. Durante el periodo del gobierno militar, “no se contó con un órgano con jurisdicción relativa al juicio político, el que solo surgirá después del 11 de marzo de 1990. Por lo mismo, no resulta procedente admitir que se puedan fundar acusaciones de las que considera el artículo 48 de la Constitución Política, en hechos acaecidos antes que tal órgano tenga real existencia jurídica”, sostuvo el texto.

Además, el TC estableció que no es posible admitir que el Congreso Nacional tuvo plena vida jurídica antes del 11 de marzo de 1990, “ya que expresamente la Constitución lo sustituyó, durante ese periodo, por la Junta de Gobierno, no siendo posible aceptar que coexistieran jurídicamente ambos órganos”18.

Votaron a favor de este fallo los ministros Marcos Aburto, Eduardo Urzúa, Manuel Jiménez, Hernán Cereceda19 y Luz Bulnes.

La sentencia del TC tuvo dos votos de minoría.

Uno correspondió al presidente del organismo, que en esa fecha también encabezaba la Corte Suprema, Luis Maldonado, quien criticó la limitación de facultades del Congreso Nacional. Planteó que desde que la Constitución entró en vigor eran conocidas las actividades ilícitas y que, para perseguirlas, existía el mecanismo constitucional del juicio político.

Agregaba: “(...) Si se da el supuesto de que alguna autoridad no sometió sus actos a la Constitución y a las normas dictadas conforme a ella o no los ejecutó dentro de su competencia y en la forma prescrita por la ley, debe perseguirse por medio de la acusación constitucional su posible responsabilidad penal, civil y funcionaria. Lo contrario sería consagrar el injusto principio de que las autoridades de la Nación puedan actuar impunemente en contra de los preceptos constitucionales y legales, dando con ello carta de existencia a personas o grupos privilegiados, constituyendo esto una flagrante inconstitucionalidad por trasgredir los artículos 6, 7 y 19, N° 2, de la Constitución”20.

El ministro Ricardo García –extitular de Interior y de Relaciones Exteriores en la dictadura– planteó en su voto de minoría que el orden jerárquico de las normas jurídicas “no hace factible que una disposición legal restrinja anticipada y genéricamente el ejercicio de una atribución del Congreso Nacional”21.

Añadió que solo la Cámara de Diputados y el Senado, en uso de sus atribuciones “podrían resolver que no corresponde formular una determinada acusación sino con respecto a actos posteriores a la vigencia de la ley dictada para su funcionamiento”22.

Una de las primeras “leyes de amarre”, como las llamaba la oposición, estaba elaborada desde antes, pero la Junta no la había promulgado. Después del plebiscito de 1988, cuando fue claro para el gobierno que la oposición iba a asumir el próximo gobierno, el ministro de Justicia Hugo Rosende presionó para apresurarla.

Fue la Ley 18.805, del 17 de junio de 1989. Estableció indemnizaciones millonarias para los jueces de la Corte Suprema que jubilaran antes del 15 de septiembre de 1989.

En su primer artículo fijó una indemnización para estos magistrados de la remuneración total del grado y demás beneficios pecuniarios vigentes a la fecha del retiro, con un máximo de 28 mensualidades. El mismo beneficio estableció en su artículo segundo para las viudas de aquellos que fallecieron entre diciembre de 1987 y la fecha de dictación de la Ley 18.80523.

La oposición la bautizó como la “ley caramelo” y la criticó con vigor.

La defendieron los partidos y la prensa oficialistas.

Su efecto fue nítido: buena parte de los ministros más antiguos se retiraron y Rosende llenó los cupos vacantes con aquellos jueces que creía más proclives a la dictadura.

Rosende quería una Suprema dócil, una suerte de “seguro” para evitar riesgos a las autoridades salientes. El tema que más le preocupaba era garantizar que continuara la aplicación de la Ley de Amnistía de 1978 para impedir juicios por los atropellos a los derechos humanos cometidos antes de esa fecha.

El ministro Rosende logró que 12 de los 17 jueces de la Corte Suprema con que comenzó la democracia el 11 de marzo de 1990 fueran nombrados por él.

El máximo tribunal, que en dictadura rechazó miles de recursos de amparo por los detenidos, quedó en el reinicio de la democracia con facultades como nunca tuvo antes. El presidente de la entidad quedó con un asiento en el Consejo de Seguridad Nacional, que elegía a los cuatro senadores designados: tres excomandantes en jefe de las Fuerzas Armadas y un ex general director de Carabineros. Además, la Corte Suprema nombraba directamente tres senadores designados –en comparación, por ejemplo, los votantes de la región Metropolitana elegían cuatro senadores–, dos de ellos exministros de este tribunal y un ex contralor general de la República24.

Un examen del Diario Oficial de los últimos meses refleja la premura y desprolijidad con que se actuó. Varias leyes recién publicadas experimentaron modificaciones a los pocos días, incluso antes que terminara la dictadura. Algunos cambios fueron para rectificar errores generados por la prisa legislativa y, en general, buscaron ampliar el alcance de las normas.

Hubo también “perdonazos” varios.

La Ley 18.942, del 22 de febrero de 1990, condonó saldos de deudas al Fisco y sus respectivos intereses para las personas naturales que compraron inmuebles con destino habitacional a través del Ministerio de Bienes Nacionales, cuyas escrituras se suscribieron antes del 1 de enero de 1987. El monto máximo de condonación fue de 200 UF.

Otra de las normas finales fue la Ley 18.919, que el 1 de febrero perdonó las deudas de soluciones habitacionales adquiridas a través de la Fundación CEMA Chile.

Otras dos iniciativas del epílogo fueron publicadas el mismo día.

El 13 de febrero de 1989 se conoció la Ley 18.944, que derogó el decreto ley 50, de 1973, el cual impuso desde ese año los rectores delegados en las universidades. Esta ley implicó que las casas de estudios superiores pudieron volver a gobernarse por sí mismas y recuperar su autonomía.

También ese día se disolvió la Central Nacional de Informaciones (CNI). A través de la Ley 18.943 los recursos, bienes, patrimonio y obligaciones de la CNI se traspasaron al Ejército y quedaron en manos de la Dirección de Inteligencia de esta rama castrense (DINE). La norma incluyó al personal, dando garantías a quienes se desempeñaron en ese órgano represivo de que los años de trabajo se les reconocieran como “tiempo servido en el Ejército”.

Fue una retribución a los exagentes.

Otras leyes finales autorizaron la existencia de casinos en Iquique, Pucón y Puerto Natales (18.936), crearon el Consejo Nacional de Televisión (18.838) y autorizaron a las Fuerzas Armadas, Carabineros y PDI a comprar y vender bienes raíces (18.872).

Enrique Correa recuerda que, durante el proceso de traspaso, el general Ballerino, entonces ministro de la Secretaría General de la Presidencia, “nos dijo a Boeninger y a mí que nos iba a mantener informados de las actividades legislativas de la Junta”.

Hoy cree que esa fue una “trampa de Ballerino”. Pero esa idea no la tuvo entonces.

Como la Concertación había ganado las elecciones, “naturalmente pensamos que [la promulgación de leyes] iba ser una actividad restringida”, dice. La envergadura y número de proyectos sorprendió a las futuras autoridades.

Asegura Correa:

–Ballerino nunca nos dijo ni nosotros habríamos aceptado esas leyes. Nosotros no podíamos dar opinión sobre las leyes que generara un cuerpo legislativo tan sui generis como los comandantes en jefe de las Fuerzas Armadas, además que teníamos un Congreso electo. Boeninger iba recibiendo las llamadas de Ballerino y a medida que avanzaba el tiempo, nos dimos cuenta de la envergadura de lo que se estaba aprobando.

Boeninger resumió su percepción de cómo operaron las leyes de amarre: “El régimen saliente se esmeró en preservar, en la medida de lo posible, su modelo de democracia protegida, en base a una estrategia combinada de imposición y consenso, procurando asegurar mayoría parlamentaria para la derecha y autonomía plena y rol tutelar efectivo para las Fuerzas Armadas y el predominio por largo tiempo de la cultura conservadora en el ámbito judicial –Corte Suprema y Tribunal Constitucional– mediante la designación del mayor número posible de adherentes en los cargos pertinentes. De este modo se pretendía asegurar que la inevitable entrega del gobierno no significara una real transferencia del poder25.

Tal como ocurrió muchos años después, durante el segundo gobierno de Michelle Bachelet (2014-2018), para la aprobación de la reforma tributaria, la residencia del senador DC Andrés Zaldívar en calle Espoz, en la comuna de Vitacura, fue en 1990, en la alborada democrática, el escenario de negociaciones clave.

Como la Concertación estaba en minoría en el Senado considerando los parlamentarios designados, la presidencia de esta cámara iba a quedar en manos de la derecha.

El problema era importante.

En el Consejo de Seguridad Nacional (Cosena) participaban ocho personas, cuatro civiles y cuatro uniformados, según las reformas constitucionales de 1989, y sus decisiones eran por mayoría de sus miembros. Por tanto, se requería de cuando menos cinco votos.

De los cuatro civiles, dos representaban el poder político y eran elegidos por votación (Presidente de la República y presidente del Senado); dos encarnaban el poder jurídico (presidente de la Corte Suprema y contralor general de la República) y cuatro al poder militar (uno por cada rama de las FF.AA. y otro de Carabineros).

Que el presidente del Senado fuera concertacionista evitaba que los uniformados tuvieran mayoría automática en un Cosena que podía “hacer presente” a cualquier autoridad algún hecho o materia que atentara contra la institucionalidad26.

“Nos faltaban votos para elegir al presidente del Senado”, dice Zaldívar. Con el equipo técnico y Aylwin acordaron que él negociara con la derecha. Esa es una de las especialidades de este político: negociar. Ofrecer y dar para llegar a acuerdos, convencer a otros, blufear con las cartas propias y especular sobre cuáles son las ajenas. Adversarios y amigos reconocen por igual que Zaldívar tiene estas capacidades desarrolladas en grado superlativo. Lo consideran una “máquina política”.

–Con Narciso Irureta27 fuimos a hablar con Sergio Onofre Jarpa, que estaba con Miguel Otero28 y le dije: ‘Mira, necesitamos que el presidente del Senado sea democratacristiano para poder facilitar la transición’. Podrían ser Gabriel Valdés o Eduardo Frei –cuenta Zaldívar.

Jarpa no vaciló. Le respondió:

–No, por ningún motivo Valdés. ¿Y por qué no usted?

–No, yo no voy a ser –contestó Zaldívar y se retiró de la reunión con RN sin lograr esta vez un acuerdo.

El dirigente DC sabía que Jarpa descartaba a Valdés porque todavía tenía presente la experiencia del diálogo fallido con la Alianza Democrática en 1983-1984, que le había costado su cargo de ministro del Interior de Pinochet. La combinación de “garrote y zanahoria” que había usado el titular RN para desmovilizar en ese periodo no había prosperado con la oposición, entonces insuflada con la energía de la calle, que provenía de las protestas sociales. Él desconfiaba de Valdés.

Además, en RN creían tener el premio mayor al alcance de la mano. “Con los resultados que habíamos obtenido, más los senadores designados, la posibilidad de ejercer la presidencia del Senado nos parecía un objetivo político razonable”, explica Andrés Allamand, entonces secretario general de este partido.

–Yo siempre me imaginaba –evoca– que en esa foto histórica de la testera era importante que hubiera alguien que hubiera participado desde nuestro punto de vista en la transición. Pensaba que la persona que tenía mejores atributos para serlo era Jarpa. Empujé mucho esa fórmula, pensando en el sentido histórico que iba a tener.

Para Allamand, que hubiese alguien de RN en la testera del Senado “demostraba que nosotros también habíamos sido parte muy importante de la transición”.

–Pero la UDI, con mucha astucia, no coincidió con ese propósito... Fue una jugada astuta de la UDI, particularmente de Guzmán –agrega Allamand.

Zaldívar tenía un comodín en su mano, que el resto de los jugadores en la partida desconocía. Era su carta ganadora si no lograba el apoyo de RN, el partido mayoritario de la derecha.

Con discreción, se había conseguido el voto de un senador designado por Pinochet, el ex general director de Carabineros (1964-1970), Vicente Huerta. Explica Zaldívar que tenía una muy buena relación con Huerta, porque durante el gobierno de Frei Montalva, cuando fue ministro de Hacienda, le había entregado a Carabineros los recursos para la compra de aviones policiales, que el entonces general director quería para su institución.

–Tenía comprometido el voto de Huerta. Yo le había pedido: “Pero no le diga a nadie... calladito, que no sepa nadie” –recuerda Zaldívar con orgullo.

Las reglas no escritas de las negociaciones políticas suelen ser misteriosas para quienes no han incursionado en estos pasillos enrevesados. Protagonista de la política en primera fila desde los 26 años, cuando fue uno de los dirigentes que elaboró el programa con el que Frei Montalva llegó a la presidencia en 1964, Zaldívar las domina con maestría. Combinaba este conocimiento con un despliegue de energía que a sus interlocutores les hace pasar por alto su estatura. Fue subsecretario y ministro de Economía y después de Hacienda de Frei Montalva, senador en 1973, exiliado por la dictadura, presidente de la Internacional Demócrata Cristiana, y ya de regreso en Chile, timonel de la DC entre 1988 y 1990.

Al conseguir Zaldívar el voto de Huerta, la ventaja de la derecha en el Senado, incluidos los designados, que era de 25 a 22, se redujo de 24 a 23. Era su secreto y del exuniformado.

Todavía faltaba conseguir más votos de la derecha o de los designados que se inclinaran por un candidato de la Concertación para ganar, o al menos se abstuvieran. Si RN no estaba disponible para entregarlos, solo quedaba conseguirlos en la UDI.

Pero la UDI era el partido más cercano a la dictadura saliente.

A Jaime Guzmán también le rondaba la idea de lograr un acuerdo con la Concertación. Era la única forma que tenía el partido de conseguir algún protagonismo y mostrar credenciales legítimas de que podían actuar en democracia, y no solo con la tutela militar. Aunque RN casi los había duplicado en las urnas en 1989, en esta colectividad se sentían los herederos legítimos del gobierno saliente, los encargados de defender su legado, y creían que su voz debía ser escuchada. Guzmán sabía que para todo esto tener tribuna en el Parlamento era importante.

Corría el cálido febrero de 1990, recuerda el entonces diputado electo de la UDI Juan Antonio Coloma, cuando lo llamó por teléfono el senador electo Guzmán, líder de este partido y uno de los padres de la Constitución de 1980.

Guzmán fue directo al punto, como solía hacerlo cuando una idea bullía en él.

–Tú que conoces más a la gente de la Concertación, ando con una idea que puede ser decisiva –le dijo.

–¿Qué idea? –preguntó Coloma.

Guzmán estaba enterado que, desde hacía años, Coloma asistía a reuniones periódicas en la opositora revista Hoy, cercana a la DC. Habían partido organizadas por el periodista Emilio Filippi, director del semanario. A los encuentros asistían algunos periodistas del semanario y dirigentes políticos como Gutenberg Martínez (DC) y Ricardo Núñez (PS renovado), entre otros. Después que Filippi emigrara a formar el diario La Época con el editor de la sección Política de Hoy, Ascanio Cavallo, el nuevo director de esta revista, Abraham Santibáñez, que ascendió desde su cargo de subdirector, continuó las reuniones y se incorporó en ellas el periodista y sociólogo Alejandro Guillier, que redactaba la principal nota política semanal de esa publicación. En las tertulias discutían sobre la coyuntura política y los escenarios posibles. Coloma asistía con regularidad. Él dice que lo habían invitado para que los análisis que hacían fueran “un poquito más equilibrados”.

Coloma era el político de la UDI que mejor conocía cómo pensaban los concertacionistas.

Por eso Guzmán lo había llamado por teléfono. El líder de la UDI creía que el papel de los nueve designados debía ser el de “articuladores de acuerdos” entre la Concertación y la derecha para dar estabilidad a la transición. Era su proyecto.

Guzmán estaba preocupado por el efecto político de deslegitimación que se produciría si los senadores de la derecha votaban en bloque junto con los designados para elegir la testera de la Cámara Alta.

–Esto no será aceptable –le dijo a Coloma, relata este último–, una cosa es que tengamos los votos, y otra muy distinta es que, este mecanismo, que está destinado a ser un articulador, pase a ser decisivo. ¿Por qué no negociamos que nosotros como UDI vamos a dar los votos para que alguien de ellos sea presidente?

Ellos eran los concertacionistas. La idea era entonces como intentar mezclar el aceite y el agua.

–¿Te volviste loco? –replicó Coloma, uno de los pocos que podía abordar con este nivel de confianza a Guzmán–. ¿Cómo vamos a votar por ellos?

Guzmán insistió.

–El presidente del Senado tiene que ser alguien con la personalidad suficiente, debe ser con un compromiso, que el compromiso está en la Constitución, y comprender el rol histórico de la transición.

Coloma no estaba muy convencido. Guzmán remachó.

–El que yo creo que lo puede hacer mejor es Gabriel Valdés...

–¡¿Pero cómo?! –interrumpió Coloma, estupefacto.

En esa época, para Coloma, Valdés era la antítesis de la UDI, aunque sostiene que posteriormente llegaron a ser amigos. Pero Guzmán creía que el dirigente democratacristiano podría dar brillo al cargo. Reconocía su peso intelectual.

En 1982, al regresar desde el Programa de las Naciones Unidas para el Desarrollo (PNUD) en Nueva York, del que fue subdirector tras su experiencia como ministro de Relaciones Exteriores de Frei Montalva, Valdés se hizo cargo de la dirección de la DC en vísperas de las protestas nacionales, donde se terminó de forjar la reconciliación y unidad del centro y la izquierda socialista. Encabezó el llamado sector chascón de la DC, el ala más progresista de ese partido, cuyos adversarios eran los guatones, los más conservadores, encabezados por Aylwin. En ese periodo de intensas movilizaciones, Valdés fue el líder de la oposición. Muchos creían que después iba a encabezar la transición. Pero en no pocas ocasiones procesos de esta intensidad devoran a sus protagonistas. La historia chilena y de otros países es abundante en ejemplos.

Valdés tenía mayor liderazgo que Aylwin, más aceptación en la izquierda, estatura internacional y había prohijado varios de los principales think tanks opositores. Fue decisivo en el acercamiento que hubo entre el centro y la izquierda socialdemócrata en dictadura. Hablaba idiomas, era culto, refinado, conocía el mundo y, a ojos de los militantes democratacristianos de base, parecía algo distante; más que querido era en cierto modo envidiado por estas características suyas. Su cercanía con la izquierda era considerada con suspicacias entre los guatones. Era llamado el Conde, por su estilo aristocrático. Pero tras su derrota en la ruda disputa con Aylwin por la presidencia de la DC, un cargo que constituía el pasaporte indispensable para erigirse como el candidato presidencial de la Concertación y el casi seguro primer Presidente de la República en 1990 después de la dictadura, ya no fue el líder enérgico y corajudo de comienzos y mediados de los ochenta, en que incluso encabezó una manifestación en Plaza Italia, que fue reprimida y terminó con él víctima del carro lanzaguas y de gases lacrimógenos29, ni el dirigente detenido en dictadura por convocar a protestas pacíficas. Tal como otros líderes políticos lo hicieron entonces, Valdés sacrificó sus legítimas ambiciones personales en aras de conseguir que finalizara la dictadura y después de la derrota en las internas de la DC no ahondó las diferencias con Aylwin y, sobre todo, con los democratacristianos que le habían dado la espalda.

Krauss reflexiona hoy que, para encabezar la transición, en la falange “teníamos nombres más brillantes, como Gabriel Valdés”, pero cree que él no hubiese hecho una transición como la que encabezó Aylwin. “Don Patricio fue el hombre justo en el momento adecuado”, remacha.

A los ojos de la UDI, Valdés era uno de los más izquierdistas dentro de la DC.

Para no dejar espacio a dudas, Guzmán reiteró a Coloma por teléfono:

–Tenemos que hacerlo.

–Pero ¿tenemos piso, algo? –preguntó Coloma.

No hubo respuesta. Había que construirlo.

La reunión donde se enrieló el acuerdo fue en casa de Zaldívar, recuerda el político. Tal como ocurriría muchos años después, su residencia en calle Espoz era epicentro de una negociación política fundamental. Pero en 1990 no era la cocina. Zaldívar dice que por la UDI asistieron, además de Guzmán, Andrés Chadwick y Juan Antonio Coloma, entre otros.

“La oferta que se les hizo fue compartir la mesa del Senado y les dábamos un espacio en comisiones”, relata Zaldívar.

Que Valdés fuera el candidato facilitaba el acuerdo con la UDI. Guzmán y él tenían un parentesco lejano entre ellos. La madre de Guzmán, Carmen Errázuriz, era prima en segundo grado del DC.

“Pongan ustedes el vicepresidente”, pidió Zaldívar.

El nombre que esgrimió Guzmán fue el del senador y empresario naviero Beltrán Urenda. Era controlador de la Compañía Chilena de Navegación Interoceánica y el sistema binominal lo había dejado electo como parlamentario independiente30 por la sexta circunscripción, Valparaíso costa –junto con la PPD Laura Soto–, a pesar de obtener 43.457 votos menos que el abogado DC Juan Hamilton, exministro de Vivienda de Frei Montalva, y uno de los propietarios de la revista Hoy y el diario La Época. El sistema electoral había ungido a Urenda con el 17,51%, mientras que Hamilton perdió con el 28,52%.

Pero la UDI quería algo más a cambio de entregar los votos para que la presidencia del Senado fuese de la Concertación: la segunda vicepresidencia de la Cámara de Diputados, donde la Concertación tenía mayoría absoluta y no requería de un acuerdo con la derecha para quedarse con la testera completa.

El escogido por la UDI para ese cargo fue Coloma.

La UDI logró además encabezar varias comisiones en la Cámara de Diputados.

Después del acuerdo Guzmán fue a hablar con Valdés en persona porque se necesitaba una articulación, garantías de que el pacto se iba a cumplir.

La reunión fue en casa del excanciller. Guzmán iba a ofrecer el cargo y quería garantías de respeto a Pinochet. Valdés sabía que hablaba con el padre de la Constitución. Solo se parecían en que ambos tenían inquietudes intelectuales, pero estaban situados ideológicamente en las antípodas. Tras un largo diálogo en el living, Guzmán le dijo:

–Usted fue el más duro enemigo del general Pinochet, el número uno; esto lo sabemos todos. Pero yo sé que usted es un hombre de bien y un caballero. Presiento que sería la última persona en permitir que se cometiera un atropello contra una autoridad de la República, como es y va a ser el general. Estoy tan convencido de eso, que no he venido a preguntárselo, como me sugirieron, sino a confirmárselo.

Valdés asintió. Él no iba a cambiar la ruta que el país había tomado. No estaba dispuesto a destruir las instituciones que eran base de la República. Guzmán tuvo un acuerdo con los adversarios31.

El líder de la UDI debió esmerarse también para convencer a los más reacios dentro de su partido y al gobierno.

No fue fácil.

Coloma recuerda lo que Guzmán explicaba en la UDI con su estilo pedagógico, propio de la experiencia académica del abogado:

–Compartamos la mesa. Nosotros hacemos este gesto y generamos confianza. Obliguemos a que nuestro mundo tenga que confiar en alguien de ellos. Pero también obliguemos que ellos confíen en alguien nuestro.

Pero que hubiese confianza entre las partes requería de más puentes de los que existían en dictadura. La votación de los senadores y diputados para elegir las mesas directivas de ambas cámaras iba a ser secreta. Con ese procedimiento no se podía saber cómo había votado cada parlamentario hasta que ya lo hicieran.

Había que confiar en los propios y también en los ajenos.

–Jaime nos convenció de que era el paso decisivo para hacer una transición con las confianzas, que no fuese una transición obligada, sino que todos lo sintiéramos –plantea Coloma.

Durante dos semanas, RN criticó y resistió infructuosamente el acuerdo. Desde La Moneda presionaron para desmoronar la iniciativa y Pinochet estaba disgustado. Cáceres tampoco se convencía. Y RN, en especial Allamand, buscaban otra salida. Exploraron que fuera otro DC, pero no Valdés. La Concertación sondeó compartir el periodo de la presidencia del Senado entre Valdés y un RN, pero en este partido insistieron en el veto al excanciller. La última idea de RN fue aceptar compartir los años de presidencia, pero que la derecha ejerciera el cargo en el primer periodo. Era demasiado para la centroizquierda: las conversaciones se terminaron32.

Fue la primera de muchas negociaciones parlamentarias que después la Concertación hizo en democracia con la UDI y RN, e incluso con los designados. La transición a la democracia, a la que la dictadura debió resignarse para respetar su propio itinerario tras la inesperada derrota de Pinochet en el plebiscito de 1988, fue el resultado de múltiples negociaciones como esta.

Quienes habían estado en la oposición en las calles eran simples espectadores de estas negociaciones. A menudo, ni siquiera eso, porque las conversaciones no eran públicas. Pero entonces la participación no era tema como lo es hoy: la preocupación era lograr la democracia.

Dentro de la Concertación también había negociaciones frenéticas.

Como la presidencia del Senado quedaba para un DC, la de la Cámara Baja debía quedar para la izquierda. En el PPD disputaron este puesto los diputados José Antonio Viera-Gallo y Jaime Estévez, ambos provenientes del tronco común del MAPU.

Viera-Gallo se impuso a Estévez.

Por los equilibrios internos en la Concertación, la primera vicepresidencia de los diputados debía ser de un democratacristiano. Quedó para Carlos Dupré.

A fines de enero y comienzos de febrero los futuros ministros se reunieron con los que iban a salir en marzo.

Krauss recuerda que a él le correspondió ir a La Moneda a una de estas reuniones el martes 30 de enero. Durante la noche del lunes 29, un total de 49 presos políticos, en su gran mayoría del Frente Patriótico Manuel Rodríguez (FPMR), entre ellos siete condenados a muerte por el atentado contra Pinochet en septiembre de 1986, y también miembros del Partido Comunista y de las Juventudes Comunistas, habían finalizado un túnel subterráneo de unos 50 centímetros de diámetro en promedio, que partía en una de las celdas de la cárcel pública de Santiago y terminaba cerca de 60 metros después, cerca del cauce del río Mapocho.

Partieron excavando antes del plebiscito del 5 de octubre de 1988, en el que muchos de ellos no creían o esperaban un fraude de la dictadura.

Una regla no escrita, pero de toda lógica, sostiene que en cuanto se termina un túnel en una cárcel debe ocurrir la fuga. Si no lo hacen en ese instante, las probabilidades operan en su contra: la salida puede ser descubierta en el penal o en el exterior, y perderse así toda la labor de construcción.

Los presos políticos trabajaron durante 18 meses. Se inspiraron en la película El gran escape, en la que actuaron Charles Bronson, Steve McQueen, James Garner y James Coburn, entre otros, como militares de los países aliados, prisioneros en un campo de concentración nazi durante la Segunda Guerra Mundial, que huyeron a través de un túnel33.

El cine se hizo realidad. Y la realidad puso en ridículo a la dictadura en sus postrimerías. En la tarde del martes 30, la Agrupación de Familiares de Presos Políticos marchó por el paseo Ahumada, en el centro de la capital, para celebrar la evasión de la Operación Éxito gritando: “¡Con cucharas y cuchillos, se fugaron los chiquillos!”.

Tal como en el filme, la principal dificultad para los 18 que excavaron fue dónde depositar la tierra que extraían, más de 50 toneladas. La solución que encontraron fue ponerla en bolsas al entretecho de la cárcel. También pusieron rieles de madera para trasladar la tierra en un depósito plástico por dentro del túnel. Con un motor artesanal, que tenían para hacer artesanías, y una hélice fabricaron un sistema casero de oxigenación que fluía hacia el interior a través de una tubería hecha con botellas plásticas de bebidas. Ampolletas de bajo consumo los iluminaban. Aplicaron el sistema de construcción de bóveda, muy estrecho, en el que apenas cabe una persona arrastrándose y sin incorporarse, de hasta 50 centímetros de altura, y usaron algunas tablas para reforzar la estructura, sin vigas de madera porque carecían de ellas, una técnica inspirada en los combatientes vietnamitas de la guerra contra tropas estadounidenses. Excavaron con destornilladores, cucharas, tenedores, tarros, ollas, palos y hasta con las manos. El último que intentó fugarse, Jorge Martínez, a quien sus compañeros llamaban Guatón, quedó atrapado en el túnel y no pudo salir, según la versión de las autoridades que el afectado desmintió. Ladridos de perros callejeros los delataron.

Recibieron apoyo externo. Al salir, en un patio de la Estación Mapocho de Ferrocarriles, muy cerca del cauce del río Mapocho, se cambiaron de ropa. En los alrededores del Parque de los Reyes los esperaba un bus que trasladó a los 24 que salieron primero y habían planificado la evasión. Allí les entregaron un poco de dinero, un pasaje de Metro y los llevaron a distintas casas de seguridad.

Ellos dejaron el túnel abierto. En la cárcel, más de una hora después otros presos políticos se percataron de que 24 de ellos no estaban en sus celdas. En una prisión no hay muchos lugares para ocultarse. Rápidamente comprendieron que se habían fugado. Buscaron el pasadizo y cuando lo encontraron, la decisión que tomaron fue que se evadieran quienes tenían las mayores condenas. Veintiséis lo hicieron en este segundo grupo y el último fue Martínez. Pero otros 25 lograron sumarse a la fuga. Siete fueron recapturados rápidamente.

La evasión fue incruenta.

Carabineros instaló controles en carreteras y helicópteros sobrevolaron Santiago en busca de los fugados.

En el palacio de gobierno fue como un temblor.

–Cuando llegué a La Moneda –rememora Krauss– me di cuenta que estaba vacía. Entré al gabinete de Cáceres y no había nadie. La reunión se suspendió.

Pasaron décadas para que se reconociera la épica y el descomunal esfuerzo que requirió la Operación Éxito, la mayor evasión en la historia del país. Lo hizo el filme Pacto de fuga, del director de cine chileno David Albala, que se estrenó en 2020, inspirada en este episodio. Los actores Benjamín Vicuña y Roberto Farías interpretaron a los líderes, Amparo Noguera a la abogada de los presos y Francisca Gavilán a la esposa de uno de ellos y militante del PC, que los apoyó desde el exterior34.

La fuga trajo al primer lugar de la agenda el tema de los presos políticos en dictadura, casi 500 personas que habían combatido al régimen, algunos con las armas, todos brutalmente torturados después de su detención y víctimas de juicios encabezados por fiscales militares, sin garantías procesales.

¿Qué iba a hacer la democracia con ellos?

Por esos días finales de la dictadura, Krauss se encontró en Antofagasta con Volodia Teitelboim, secretario general del Partido Comunista. Tras el saludo, el líder PC le preguntó:

–¿Cuándo vas a soltar a los presos políticos?

–¿Cómo?

–Pero si tienen que abrir las cárceles...

–Estamos haciendo una recuperación de la institucionalidad democrática. Tenemos que ajustarnos a eso –explicó Krauss.

–Puchas, eras mi esperanza de que podías cambiar el pulso a tu presidente –respondió Teitelboim.

La libertad de los presos políticos tardó años en concretarse. Las “leyes Cumplido”, conocidas así por el apellido del ministro de Justicia de Aylwin, Francisco Cumplido, quien las impulsó a través de una negociación con RN, fueron la llave para abrir las puertas de las cárceles.

A los pocos días de asumido el gobierno concedió la libertad y/o amnistió a 47 de ellos. El proceso completo requirió de tiempo, huelgas de hambre y movilizaciones de los presos políticos, sus familiares y organizaciones defensoras de los derechos humanos. En 1994 salieron en libertad los últimos, conmutando sus penas por extrañamiento o exilio forzoso.

Los presos políticos se quedaron con una sensación amarga.

Habían combatido a la dictadura –algunos de ellos, literalmente– y no tuvieron un reconocimiento de la democracia, ni fueron recibidos como héroes, salvo por algunos de sus más cercanos. Como el fin de la dictadura se produjo sin romper la institucionalidad que esta generó, quienes lucharon con las armas quedaron olvidados. Pasaría más de una década antes que hubiese reparación del Estado para quienes, como ellos, habían sido torturados y encarcelados, y más tiempo todavía para que algunos, una minoría, lograran cierta justicia. Quienes habían realizado acciones armadas estuvieron entre los últimos en recuperar la libertad.

Fue uno de los tantos peajes que pagó la transición chilena a la democracia.

–En los países latinoamericanos –plantea Krauss–, las dictaduras terminan o con una asonada, en que hay derramamiento de sangre, desaparece el dictador, lo cuelgan en la plaza pública o logra arrancar. Aquí lo hicimos al revés. Hicimos una operación que muy pocos países han podido hacer y nos han tratado de imitar... En una transición con quiebre no importa nada. Se tiene al dictador preso y se hace justicia. En una como la nuestra hay que medir las fuerzas. Fuimos capaces de reconocer la realidad.

Aylwin reaccionó en forma pragmática.

En una entrevista al diario español El País reconoció que la fuga de los presos políticos “nos va a aliviar cierta parte de la carga... gracias a Dios se produjo antes”. Si la evasión hubiese ocurrido durante su gobierno, los partidarios de Pinochet los habrían acusado de que era un “signo de complicidad”.

Diferenció entre los presos políticos y los encarcelados por hechos de sangre contra la dictadura. Era una separación que no hacían quienes estaban en las prisiones por haber resistido. Ante la pregunta de si matar a un carabinero en dictadura lo consideraba un asesinato, Aylwin respondió al matutino español:

–Para mí, matar a un hombre es matar a un hombre. Las razones políticas, como las pasionales, pueden ser atenuantes de un crimen, pero matar a un hombre es un crimen35.

Las reuniones de las autoridades salientes y entrantes tuvieron algo de surrealistas. Ambas partes desconfiaban de la otra y de sus intenciones. Todos temían trampas y engaños del adversario. A pesar de esto, en la mayoría de esos encuentros primó cierta cordialidad y formalismo. Pero hubo excepciones.

Una de las reuniones tensas fue la que tuvieron en La Moneda el ministro portavoz del nuevo gobierno, Enrique Correa, y el titular saliente, el coronel Cristián Labbé, que participó en la DINA y casi 30 años después fue condenado por torturas en primera instancia36.

–Él me recibió con particular hostilidad, aunque no peleamos –cuenta Correa–, Labbé me dijo las cosas que iban a hacer de todos modos, sin importar la opinión de nosotros. Que iban a privatizar radio Nacional. Y me hizo una serie de consideraciones que en ese momento me resultaron muy desagradables, pero que francamente olvidé en qué consistían. Debieron ser tonteras, no en el sentido de tonto, sino de maltrato.

Al terminar la reunión, molesto, Correa cruzó dentro de La Moneda hacia la oficina del general Ballerino. “Me recibió y le reclamé por el maltrato del ministro”. Después lo llamó el subsecretario de Labbé, Jaime García Covarrubias –como Cristián Labbé, también perteneció a la DINA, de la que fue jefe de contrainteligencia, y acusado años después por la justicia en casos de atropellos a los derechos humanos37– y le informó bien qué era el ministerio: cómo funcionaba y su estructura. Correa cree hoy que García lo llamó por petición de Ballerino.

Lagos interrumpió sus vacaciones en Tongoy para acudir a mediados de febrero a la reunión que tuvo en Palacio con su antecesor en Educación, en la que estuvieron presentes Ballerino y Cáceres. Le impresionó lo cambiada que estaba La Moneda, a la que no entraba desde el gobierno de Allende. En la cita no le informaron que en pocos días más promulgarían la Ley Orgánica Constitucional de Educación (LOCE).

Las futuras autoridades de gobierno tenían instrucciones precisas de Edgardo Boeninger de no firmar ningún papel que les entregaran los mandos salientes. En todas las reuniones estaba presente el ministro Carlos Cáceres.

Para muchos de los concertacionistas, sobre todo los más jóvenes, llegar al gobierno era entonces algo completamente nuevo. Nunca habían estado en oficinas de ministerios.

El nombrado por Aylwin subsecretario de Desarrollo Regional, Gonzalo Daniel Martner, recuerda que lo recibió el subsecretario en ejercicio, general Luis Patricio Serre. Lo describe como un militar alto, autoritario, rodeado por sus “acólitos”, y cuenta que en la reunión se esforzó por ser cordial y diplomático.

“Mi general Pinochet está muy contento con todo el proceso”, recuerda Martner que le dijo el general Serre, “y nosotros estamos seguros de que ustedes quieren mantener la continuidad de las buenas políticas que se llevaron a cabo, porque hemos sacado el país del caos”.

Martner relata que permaneció en silencio hasta esta última frase. Ahí no pudo soportar más. “Mire señor, nosotros hemos sido elegidos por el pueblo, y de aquí en adelante es el pueblo el que va a determinar la orientación de la política. Nadie más”, replicó. “Ya”, le dijo Serre, “entonces firmemos los papeles”.

Dúplica de Martner: “Mire, tengo instrucciones del presidente de la República, electo por todos los chilenos. Yo soy un mero servidor de él, y él me ha dado la instrucción de no firmar nada”.

El ambiente se puso tenso, describe Martner. Pero el general Serre no insistió. “Ah, ya, muy bien”, le contestó.

El primer funcionario de la democracia que entró a La Moneda para asumir un cargo fue el democratacristiano Belisario Velasco. Llegó en un taxi destartalado el jueves 8 de marzo de 1990, mientras a Pinochet le quedaban horas para terminar su gobierno el domingo 11. Lo acompañaban su jefe de gabinete, Héctor Muñoz, y la periodista Ximena Gattas, que iba a ser su encargada de prensa.

Debió insistir en la puerta porque la guardia de Palacio no quería dejarlo entrar. “A contar de mañana seré el subsecretario del Interior”, les dijo. No se impacientó. Esperó un cuarto de hora hasta que pudo ingresar. Tenía instrucciones detalladas y precisas de Aylwin y Krauss, de comportarse como un “demócrata, con la serenidad, el respeto y la firmeza que la situación requería”, cuenta.

Velasco estaba nombrado por Aylwin y Krauss como coordinador del traspaso de mando, una especie de avanzada del nuevo gobierno y de “los sueños, anhelos y desvelos de millones de chilenos. Era el inicio de un momento cumbre que se producía gracias a la voluntad y el arrojo de miles de compatriotas, muchos muertos, torturados, desaparecidos, presos aún, exiliados, relegados, ofendidos en su dignidad y destrozadas sus familias. Eran ellos los que ingresaban a La Moneda”, relata Velasco en sus memorias38.

Cáceres y el subsecretario del Interior, Gonzalo García, fueron amables con Velasco. Pinochet lo recibió vestido de uniforme con chaqueta blanca, y le recordó que lo conocía desde antes y que su hija Lucía le había hablado bien de él. Ella fue secretaria ejecutiva de Velasco cuando este era gerente de operaciones en la Empresa de Comercio Agrícola (ECA), durante el gobierno de Frei Montalva. Velasco le replicó que siempre había tenido buenas relaciones con su hija.

Pinochet le contestó con un dejo irónico:

–Por eso sería que tuve que mandarlo un par de veces de vacaciones al norte–. Se refería a la relegación en Putre que Velasco sufrió en dictadura cuando dirigía radio Balmaceda, de la DC, opositora a la dictadura, y a otra en Parinacota, después de ser detenido en una reunión con camaradas suyos.

El dictador le informó que había firmado el decreto para que ejerciera como subsecretario a partir del día siguiente, el 9 de marzo. Un día antes de la transmisión del mando Velasco fue a observar cómo estaba el Congreso para las ceremonias de transmisión del mando del 11 de marzo39.

Los años que dejamos atrás

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