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1. La familia de Pablo VI

«Al amor de mi padre y de mi madre, a su unión,

debo el amor a Dios y el amor a los hombres».

La ciudad de Brescia

La ciudad de Brescia, de origen tal vez ligur, entró pronto en la órbita de Roma. Y los romanos la llamaron Brixiar, un sonido delicado como el gemido de una golondrina al volar. Durante la Edad media fue propiedad de los Visconti, y luego pasó a Venecia, que la tuvo desde 1428 al año 1796. Brescia es una ciudad que se basta a sí misma, tiene vida propia. Por eso en la época del Risorgimento italiano fue un fermento de laicismo militante y de vivaz oposición a la Iglesia católica.

El municipio cuenta en la actualidad con 190.000 habitantes, capital de la provincia de Brescia (1.193.275 habitantes) en la región de Lombardía. Es la segunda ciudad de la región por número de habitantes. Se la conoce también como la Leonessa d’Italia, según el apelativo atribuido a Giosuè Carducci. La ciudad está situada en el fondo del valle denominado Val Trompia. Siempre ha sido una ciudad hacendosa y dinámica. Sus habitantes son famosos por su tenacidad y dedicación al trabajo.

La calle donde vivían los Montini

Los Montini vivieron primero en la calle Trieste, pero a partir de 1907 se trasladaron a la Via delle Grazie, 17, muy cerca del célebre santuario de Santa Maria delle Grazie. En este santuario mariano tienen todos los cristianos de Brescia una referencia, y también la familia Montini. Y en esta iglesia dedicada a la Virgen dirá su primera misa Juan Bautista Montini.

La calle había recibido el nombre del santuario recién construido en honor de la Madre de las gracias, Santa Maria delle Grazie. Según los informes coetáneos todo el complejo tenía «algo de conventual», aunque sobre todo los dos patios interiores estaban animados por la presencia de numerosos hijos, niños y adolescentes, 25 en total, de tres familias emparentadas entre sí.

Hay que decir que los padres del papa Montini se conocieron en Roma con motivo del 25 aniversario del episcopado de León XIII. En 1893 el papa León XIII celebró el 25 aniversario de su episcopado, y la diócesis de Brescia quiso rendir un homenaje al Vicario de Cristo con una numerosa peregrinación. Y entre los peregrinos estaban Giorgio Montini, director del Cittadino di Brescia, de 33 años, y Giuditta Alghisi, de 19 años. En una carta que escribió a su futuro marido le decía: «Oh, cómo recuerdo aquel momento de entusiasmo en que, sintiéndome del todo prendida por algo sobrenatural, me postré confiada a los pies del santo anciano, con la persuasión de que en aquel momento mi porvenir se resolvería de un modo feliz y seguro».

La madre de Pablo VI

Su madre se llamaba Giuditta Alghisi, y había nacido en Verolavecchia (Brescia), el 17 de julio de 1874, hija del notario del lugar y además alcalde, Juan Bautista Alghisi, y de la bresciana Orsola Rovetta. Su madre quedó huérfana muy pronto, y la crió una tía, Catina Rovetta, y un tutor llamado Giuseppe Bonardi, de tendencias anticlericales. Se educó con las monjas en Milán. Su madre era una gran lectora de novelas, pero también una mujer muy piadosa.

En una entrevista le contó Pablo VI a Jean Guitton: «A mi madre le debo el sentido del recogimiento, la vida interior, la meditación que es oración y la oración que es meditación. Toda su vida ha sido un don. Al amor de mi padre y de mi madre, a su unión, debo el amor a Dios y el amor a los hombres».

El padre de Pablo VI

Giorgio Montini nació en Brescia, el 30 de junio de 1860, hijo de Lodovico, médico, y de Francesca Buffali, abuela que influiría mucho en su nieto Battista, que un día sería papa, y que no se dedicó a la medicina como habían hecho su padre y su abuelo, sino a la jurisprudencia. Estudió Derecho en Padua, y pronto entró en contacto con el movimiento juvenil católico. Y sin tener la carrera terminada, asumió la dirección del diario católico de Brescia, Il Cittadino di Brescia. Y pronto lo hicieron diputado del Partido Popular Italiano (PPI). Giorgio Montini, al margen de su trabajo en el periódico, era un lector empedernido de libros, y un libro que leía y releía era La moderna disidencia entre la Iglesia e Italia, del jesuita disidente padre Curci, que había sido el fundador de la Civiltà Cattolica.

Un día el papa Montini le contará a Jean Guitton esta confidencia: «Debo a mi padre ejemplos de coraje, la obligación de no rendirse fácilmente al mal, la promesa de no preferir nunca la vida a lo que da sentido a la vida. Su enseñanza puede resumirse en una palabra: ser un testigo. Mi padre no tenía temores».

La piedad de los Montini

En su tiempo era frecuente entre las familias profundamente religiosas de Lombardía y también del Véneto elegir a suertes al comienzo de cada año un santo protector para cada uno de los miembros de la familia y de los criados. Así, por ejemplo, con el año nuevo de 1924 le tocó en suerte al joven Battista santa Isabel; cosa que su madre le comunicó con la indicación de que se alegraba muchísimo de que aquel año le acompañase la madre del precursor, Juan Bautista.

En la familia se practicaba aún ese sorteo de un patrón celestial cuando Battista fue elegido papa. Un día, durante la audiencia general su hermano mayor, Lodovico, le entregó con cierto disimulo una nota con el nombre del Santo protettore que le había caído en suerte para aquel año. Los periodistas lo advirtieron y se enteraron de lo que se trataba. Y alguno que otro pensó que sería bueno poder seguir contando con tales protectores.

Los rasgos físicos que Pablo VI heredó de sus padres

Los que conocieron al papa Montini de niño dicen que tenía los ojos de su madre, y esa mirada que penetraba en el interior de las personas. Y de su padre había heredado las grandes orejas, su nariz prominente y ese valor sereno ante los acontecimientos.

La abuela del papa Montini

La abuela del papa Montini se llamaba Francesca Buffali y muy joven se había quedado viuda. Había sido una buena esposa, y una madre llena de dignidad y prudencia. Y se fue a vivir con su hija soltera Maria, a casa de su hijo mayor Giorgio, siendo para su nuera Giuditta como una madre. Eran tiempos patriarcales, y Francesca, que tenía grandes cualidades, siempre tuvo un lugar importante en casa de su hijo Giorgio, lo mismo que la tía Maria, la hermana soltera, que era la que se ocupaba de las labores domésticas de la casa de los Montini. Se conserva una carta de Giuditta a su suegra, antes de casarse, donde le decía: «Voy a vivir con vosotros, orgullosa de mi puesto, persuadida de que vuestro afecto, después de la ayuda de Dios, será mi asidero para cumplir aquellos deberes que asumo de todo corazón, aunque temblando por mi poquedad».

Una abuela aristócrata

Esta mujer aristócrata estaba impregnada de una fe cristiana excepcional, que compartía con su marido Lodovico Montini, que en Brescia era la cabeza visible de la juventud católica organizada.

En su juventud había curado a los soldados heridos en la lucha bresciana para liberar la Lombardía del extranjero. Y fue cumplimentada por el general garibaldino Nino Bixio.

También ella, igual que su marido Lodovico, tras el violento saqueo de 1870 en Roma, parecía sufrir el «mal de Roma», que consistía en su amor al papa, y se lo contagió a sus hijos y nietos.

Se conserva una foto del papa Montini con su abuela Francisca

Todavía se conserva una de las fotografías del pequeño Battista en brazos de su abuela, flanqueado y casi sostenido por Lodovico, mientras el hermanito se empina sobre los brazos de la abuela. Está elegantemente vestido, lleva un faldón con un amplio babero. Su mirada curiosa y pensativa se dirige a lo lejos. La abuela sujeta fuertemente con la mano su manita derecha, aquella diestra del futuro papa que el artista Floriano Bodini esculpirá gigante e imperiosa, por la carga de bendición que contenía y que dispensaba a la humanidad.

La fe de la abuela del papa Montini

El 13 de junio de 1900, Francesca escribía desde Roma a su nuera Giuditta: «Esta mañana he estado tres horas en San Pedro y he rezado con el mayor fervor posible para que la fe en Jesucristo, sellada con la sangre de Pedro, no venga nunca a menos en mis hijos y nietos queridísimos; ni tampoco la adhesión inquebrantable al Vicario de Cristo». Y añadía un saludo para el «buen niño» Battista: «Queridísimo Battista, si eres siempre tan bueno como yo pido que seas, verás cosas mejores en el cielo». El pequeño Battista le correspondía con un cariño intenso. Siempre que estaba lejos de casa, escribía a la abuela Francisca.

Una carta del joven Battista Montini a su abuela

Un día de 1916, Battista escribirá a su abuela para hacerle esta declaración: «Tú eres la que nos da unidad. Y nos hace un bien inmenso tu palabra y tu ejemplo. ¡Qué fuerte me siento, abuela, cuando tú me das ánimos! Me parece que tú engendras en mí una cierta obligación de correr, correr con todas mis fuerzas, con toda la perfección posible en mi nueva vida. ¡Esa vida que el Señor quiso que comenzase en la familia: quizá lo estableció la Providencia para que yo apreciase mejor el nido en que me hizo crecer».

La tía Maria Montini

En la vida de Montini ocupó un lugar importante su tía Maria, hermana de su padre, don Giorgio. La tía Maria «administraba una presencia femenina distinta y más tranquilizadora». Vivió siempre en casa de sus padres, y acompañó a su sobrino en los grandes y pequeños sucesos de su vida.

Eran famosos entre sus nietos los platos que cocinaba tía Maria. Con catorce años, Juan Bautista devoraba todo lo que pillaba, y a veces le decía: «Tía, soy el más holgazán. Como de costumbre estoy hambriento; espero los buenos bocadillos que tú me prepararás cuando regrese».

La tía Bettina Montini

Era hermana de su padre y vivía en Milán. A los seis años fue con sus padres a visitarla a Milán y siempre recordaría que lo llevó a un pequeño zoológico que había en la parroquia del Carmen, para que viera el bello y multicolor pájaro del paraíso. Su tía enviudó en 1909, y se entregó a la atención de los niños pobres dentro de una congregación laical. Cuando su tía murió, su sobrino, ya papa, hizo de ella un encendido elogio: «Mujer de vivísimas dotes naturales, gran inteligencia, pero sobre todo gran corazón»...

Ludovico, el hermano del Papa

Ludovico nació en 1896, y le tocó combatir en la I Guerra mundial. De ella sacó sus experiencias y, al concluir sus estudios de jurisprudencia en Roma, empezó como pequeño funcionario en la Oficina Internacional del Trabajo, en Ginebra, durante los años 1921-1923. Décadas más tarde, el 10 de junio de 1969, su hermano el Papa visitará la institución, comprometiéndose ante aquel foro internacional con la línea de su predecesor en pro del derecho y del trabajo, en favor de una colaboración internacional para remediar el paro; en una palabra: en favor de las personas trabajadoras.

Ludovico se casó con Giuseppina Folonari, tuvo siete hijos y tras su regreso de Ginebra a Italia se comprometió con el movimiento obrero católico contra el fascismo, fue miembro de la asamblea constituyente a la caída de Mussolini, tres veces diputado y, finalmente, fue elegido para el senado italiano. Su labor como presidente de las obras de socorro italianas e internacionales sigue siendo inolvidable.

Francesco, el hermano pequeño del Papa

Su hermano pequeño, Francesco, nació en 1900, continuó la tradición paterna y estudió Medicina en Padua y Siena. Fue un hombre de preocupaciones científicas y muy reflexivo. Durante tres décadas y media dirigió el laboratorio-hospital de los Hermanos de la Misericordia de Brescia. Durante algún tiempo fue presidente del colegio médico de la ciudad y miembro de la presidencia del partido democristiano regional. Se casó con la condesa Camilla Cantoni Marca, con la que tuvo dos hijas. En 1973 tuvo un infarto de miocardio, pero se recuperó y siguió trabajando hasta el momento de su muerte. En el elogio necrológico su hermano, el papa Montini le recordaba como «un hombre sabio, piadoso, caritativo y ejemplar».

El niño Juan Bautista Montini

Juan Bautista Montini nació el 26 de septiembre de 1897, a las diez de la noche, en la finca que los Montini tenían en Concesio, a unos diez kilómetros de Brescia, aldea que hoy es una pequeña ciudad de 15.000 habitantes en los prealpes italianos. En la iglesia parroquial de Concesio fue bautizado cuatro días después con el nombre del abuelo materno: Juan Bautista Enrique Antonio María. Es una iglesia alta y barroca, aunque un poco fea, pero orgullosa de su pila bautismal, que tiene anotados, junto con Montini, tres obispos y un papa en su registro. Vino al mundo usando una expresión literaria del papa Montini, «en esta tierra dolorosa, dramática y magnífica». La familia Montini era un árbol vigoroso de sabiduría, de modales, de cultura, de fe. Cada uno de los miembros de la familia podría ser un personaje por sí mismo.

Los primos del papa Montini

Luigi Montini era hijo de su tío Giuseppe, médico y buen literato. Se hizo salesiano después del servicio militar en Bressanone, hacia 1930. Partió para China al año siguiente, y estudió Teología en Hong Kong y en Macao. Se ordenó sacerdote en 1940. Luego, durante la guerra del Pacífico, cayó prisionero de los japoneses. Una vez liberado, atendió con entrega heroica a los leprosos de una de las islas Hawái. Acabó sus días de misionero en río Negro, en el corazón de la Amazonia, y allí mismo fue sepultado.

Carlo Montini fue otro primo sacerdote (1903-1972), que era ingeniero. Pero en 1935 se ordenó sacerdote y fue capellán militar durante la II Guerra mundial. Y acabó siendo el rector del Seminario de Brescia, provicario general en 1960, y finalmente canónigo de la catedral de Brescia.

La nodriza del niño Montini

Siendo un bebé el aire de la ciudad no resultó saludable para Juan Bautista, y sus padres lo entregaron a una nodriza. Eligieron a Clorinda Zanotti de Peretti, madre de cuatro hijos y campesina de Nave, a ocho kilómetros de Brescia. El pequeño Battista reemplazó, mamando la leche de la mujer, a la pequeña Emma, que había volado al cielo.

El niño permaneció en la rústica casa de los Peretti, entre viñedos y castañares, durante 14 meses, recibiendo frecuentes visitas de mamá Giuditta y su padre Giorgio. Margherita, la hija crecida de Clorinda, que lo quería como a un hermanito, le enseñó a caminar. Entonces sus padres, desde el campo y la hospitalaria casa, lo volvieron a llevar a Brescia. Pero el niño se iba desmejorando a causa de su precoz sensibilidad, aquella escondida sensibilidad que será característica de Pablo VI hasta su último aliento. Echaba de menos a la cariñosa nodriza que le había estrechado en su pecho como una mamá. Para que se desligase poco a poco de aquella nostalgia, fue preciso tener a la mujer en casa durante algún tiempo.

Ya sea porque la madre no andaba sobrada de fuerzas, ya sea porque así se acostumbraba en las mejores familias, al lactante le dieron una nodriza, que se llamaba Clorinda Peretti, una campesina de 30 años. La nodriza recibía por sus servicios 25 liras de oro al mes. Montini se mantuvo siempre unido a su hermana de leche y en ocasiones la visitaba. Cuando, siendo ya arzobispo de Milán, supo que el hijo de Margherita había sufrido un accidente laboral, inmediatamente se puso en camino para visitarlo y consolar a su madre. «Siempre le repugnó expresar sus sentimientos –según decía su hermana de leche–; tenía un corazón de oro; se lo digo yo».

El nomignolo de Giovanni Battista era Migolino

Giovanni Battista era el niño mimado de su padre Giorgio y de su madre Giuditta. La abuela Francesca, que le vigilaba en sus juegos y en ausencia de sus padres, escribía: «El morito –así llamaba a Battista– está siempre contento y se porta bien. El pequeño morito en este momento juega alegremente con Tita y le ayuda a poner la mesa». Después el niño fue devuelto a la ciudad, pero sintió tanto la ausencia de la nodriza que fue necesario devolverlo por algún tiempo a la casa de campo, hasta que poco a poco se pudo destetar al flacucho rapazuelo.

La fe probada de los padres de Montini

En la penúltima carta que le dirigió le aseguraba que, desde la lejanía, «llamaba con los dedos» a la puerta de su habitación de enfermo «para proporcionarle unos minutos de compañía..., pensando en tu coraje, en tu serenidad, de la que siempre nos has dado ejemplo, en el bien que la providencia amorosa oculta incluso bajo sus dolores, en los dolores infinitos y mucho mayores del mundo actual».

Pasaron casi dos meses hasta que encontró tiempo para escribir la última carta a su progenitor asegurándole su «consonancia espiritual». A primeros de diciembre el padre, de 82 años, hubo de someterse a una operación de próstata, que discurrió bien; pero pronto se sumaron los trastornos circulatorios. La madre informó de todo ello al hijo, que el segundo día de las fiestas navideñas marchó a la casa de Brescia para una estancia de tres días. Giorgio Montini moría el 12 de enero de 1943 a las 19.30 horas. Y su hijo llegó esa misma noche a Brescia para el entierro.

Fue con tal motivo cuando vio a su madre por última vez. Ella continuó escribiéndole regularmente y comunicándole cómo de todas partes le llegaban muestras de respeto a la memoria del difunto, como un hombre de fe inconmovible y de carácter intachable, sacando de todo ello consuelo y estímulo indecibles para santos propósitos. Tenía la sensación de que era un «regalo el que papá esté ahora en el lugar de la verdadera vida». La buena mujer le recordaba al hijo triste y abatido la exhortación a la acción de gracias, tan empleada por el padre: «Agimus, sempre!», «¡Gracias sean dadas a Dios siempre!».

Al cabo de cuatro meses, la mamma seguía el paso de su marido el 17 de mayo de 1943; murió repentinamente, teniendo todavía en la mano unas rosas que acababa de cortar en el jardín.

Su padre, don Giorgio, nunca quiso escribir sus memorias

Juan Bautista invitó a su padre a escribir sus memorias. Podría haber sido una oportunidad para aportar algo a la historia de Italia y también a la historia de la Iglesia italiana, pero su padre se excusó diciendo que estaba viejo para escribir. Su hijo le dijo que él le trazaría un esquema para ayudarle a escribir, pero su padre no estaba animado a hacerlo, y se quedaron sin escribir. Cuando su padre le preguntó: «¿Por qué tienes tanto interés en que escriba mis memorias?», su respuesta fue: «Porque con tu experiencia puedes ayudar a otros».

Pablo VI, ese gran desconocido

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