Читать книгу Falacias, dilemas y paradojas, 2a ed. - Manuel Sanchis i Marco - Страница 11
ОглавлениеPrólogo a la presente edición
La obra sigue manteniendo el hilo conductor de la edición inicial. En ella se persigue satisfacer los intereses formativos del alumno de 2° y 3er curso de Economía y de ADE (Administración de Empresas) en el ámbito de la economía española. A este fin, con ese mismo espíritu, y aconsejado por la propia docencia, hemos añadido nuevas píldoras hasta un total de 60, y las hemos agrupado con un criterio temático en diez capítulos o bloques compactos, que son lo que se corresponden con los diez temas en los que está dividido el programa de la asignatura Economía Española.
Como novedad, en esta segunda edición, abrimos el libro con una introducción al mundo de la argumentación y al bosque de las falacias en economía. Al mismo tiempo, hemos añadido al final de cada capítulo tres apartados: (i) el primero, contiene ejercicios y actividades ; (ii) el segundo, nos envía a la dirección de una página Web del servidor de la Universitat de València creado al efecto (http//www.adeit.uv.es/libros), en la que el alumno podrá encontrar resueltos muchos de los ejercicios propuestos, así como otros nuevos, ejercitarse en la resolución del cuestionario de autoevaluación y buscar por su cuenta fuentes estadísticas; y, (iii) el tercero, recoge un cuestionario de autoevaluación para que el alumno pueda comprobar cómo ha avanzado en el dominio de la materia, lo cual requiere, además de trabajar el libro, la asistencia a clase de forma regular. Siempre se ha tratado de que dichas actividades, ejercicios y cuestionarios sirvan a los fines generales que justificaron el primer objetivo de esta obra. El alumno que haya asistido al curso de Economía Española debería de estar en condiciones óptimas para resolver los ejercicios y responder a las cuestiones sin mayor dificultad.
Este prólogo apareció publicado, en parte, en forma de artículo en el diario El País – Tribuna,, el martes 19 de enero de 2010, p. 31.
Me preguntaba en la primera edición sobre la misión de la universidad ¿Consiste ésta en formar estudiantes y enseñarles un oficio con el que ganarse la vida? ¿Ha de limitarse la universidad a transmitir información y conocimiento? No lo creo. La universidad debe, más bien, pertrecharles con el instrumental y la cartografía necesarios para que no pierdan el rumbo a la hora de construirse como universitarios y profesionales pero, sobre todo, como personas. Con ese bagaje, pero sin la muleta del profesor, a los estudiantes les compete elaborar su propio pensamiento y, siguiendo el ideal kantiano de la ilustración, saturar su Sapere aude!, atreverse a servirse de su propia razón, tener el valor de colmar su saber, pensando por cuenta propia.
En lugar de divulgar informaciones o conocimientos asequibles pero que debilitan el espíritu, el profesor está llamado a influir sobre las capacidades del alumno para que construya su propio pensamiento. Ni la función de la universidad consiste en presentar ante los estudiantes un conocimiento previamente masticado y después regurgitado, ni la del profesor en situarles ante la fuente del saber. Aún así, nunca podríamos obligarles a beber de él. Se trata de actuar como guías indicando la dirección que puedan llevar sus pasos hasta alcanzar la fuente, estimulando así, su necesidad de saber que todos llevamos dentro, como se encarga de recordarnos Nietzsche. Además, nuestra preocupación se centraría no sólo en la transmisión de conocimientos, en su mayor parte con fecha de caducidad, y en un saber utilitario y necesario para ejercer una profesión; sino también, en infundir en el ánimo del estudiante un impulso moral hacia una cultura de vida anclada en actitudes y valores, que le permita ser una persona cabal, capaz de una cordialidad amistosa.
Más que encorsetar al estudiante en un corpus teórico asfixiante, ejerzamos nuestra docencia como una actividad orientada a fecundar su inteligencia, a desarrollar en él una actitud positiva, en el sentido de añadidora de algo personal, aunque sea muy liviano, a lo que recibe desde la tarima. Nuestra docencia no puede quedar reducida a un saber libresco, a una cháchara que decrepita al fuego fatuo de los manuales al uso. Para el estudiante, más importante que amontonar un saber sabido es reflexionar sobre lo aprendido, como ya nos enseñó Antonio Machado por boca de Juan de Mairena: «Aprendió tantas cosas [...] que no tuvo tiempo para pensar en ninguna».
En ocasiones, sin embargo, la endogamia y la escolástica de manual, el pitagorismo doctrinal de clanes y camarillas, lo emponzoña todo. Mejor será, pues, que estimulemos proyectos educativos que respondan a las reflexiones que los mismos profesores realizan sobre su propia disciplina, para no acabar siendo, como nos enseña Descartes, «como la yedra que no sólo no alcanza mayor altura que la de los árboles, sino que frecuentemente desciende después de haber alcanzado la copa», hasta convertirse en humus.
Seguramente cada cual logra tener una visión personal sobre su propia disciplina después de un proceso lento y a veces árido, de contrastación, análisis y reflexión, que ha pasado por fases de fascinación y desencanto, y de rebelión ante la sabiduría convencional de cada profesión y posterior reelaboración personal. Como economista, reconozco que salimos de las facultades con una visión ciclópea de la economía, es decir, unidimensional, pues, al igual que el cíclope homérico Polifemo, la aproximamos con un único ojo. Sólo el contacto con la vida económica, social y política nos convierte en economistas de una pieza, con una visión macroscópica de la economía. Quizás sea esta la razón por la que, desgraciadamente, existan muchos licenciados en economía pero muy pocos economistas.
La obra está elaborada pensando, sobre todo, en mis alumnas y en mis alumnos de la Facultad de Economía de la Universitat de València y, en general, en los estudiantes de la Universidad española y, entre ellos, en mis hijos Lluìs y Alex. Por eso, no quiero desaprovechar la oportunidad que me ofrece este prólogo para transmitirles mi visión de lo que debe ser la docencia universitaria. Quiero que sepan que me parece inútil intentar encorsetar la sagrada autonomía moral de las personas y la libertad docente de los profesores universitarios; que el saber y la libertad van tan unidos que no puede darse el uno sin la otra; que los profesores universitarios no sabemos estar acuartelados, pues el toque de queda académico es letal para la universidad, lo que no es excusa para instalarnos en la rutina fácil del manual y de las clases magistrales; que un profesor universitario se hace con sus libros; y, que la elaboración de una obra como esta constituye, a mi modo de ver, el acto más positivo, en el sentido de ponedor o de añadidor, que cualquier profesor puede realizar durante su vida académica.
Deseo aprovechar la oportunidad que me da este prólogo para expresar mi más sincero agradecimiento a las nuevas colaboraciones que he recibido desde la primera edición. A los profesores Rafael Beneyto Torres, Jesús Alcolea Banegas, Enrique Sanchis Peris, Ana Zorio Grima, y María Concepción Ferragut Domínguez, de la Universitat de València. Al profesor José García Solanes, de la Universidad de Murcia. Al profesor Vicente Royuela Mora, de la Universitat de Barcelona. A Tomás García Azcárate, Octavi Quintana Trías, y Bernard Connolly, de la Comisión Europea. Y, ya dentro de mi propia Facultad, a Vicente Almenar Llongo, querido compañero del Departamento de Economía Aplicada, por su inestimable ayuda en algunos ejercicios prácticos y en la preparación de todo el material docente en el sitio Web; a Lucía Marrahi Gomar, Licenciada en ADE y alumna del curso 2007-08, a quien le agradezco sinceramente haber colaborado conmigo en la discusión, concepción y redacción de los cuestionarios de autoevaluación; y, a mi hijo Lluìs quien, en plenos exámenes, ha estado siempre disponible para leer algunas píldoras y opinar desde la perspectiva del alumno, así como por haberme sacado de más de un atolladero informático y de otros zarzales en los que, en forma de cuadros y gráficos, me metí muy a mi pesar.
Al igual que nos pasa cuando comemos con gula invencible, en este prólogo me he dejado para el final el mejor de los bocados. Lo mejor empieza ahora, porque es ahora cuando quiero agradecerle a mi esposa Yvonne, ejemplo de paciencia y discreción para mí, por su ilimitada comprensión a la hora de dejarme horas y horas enfrascado con mis fantasmas y luchando, como Don Quijote, con mis molinos de viento económicos.
Mil gracias a todos por sus consejos y por su ayuda.
La Canyada, 11 de enero de 2010
Introducción.
Falacias, dilemas y paradojas en economía
Píldora 1
Sobre la teoría de la argumentación y las falacias1
En un libro sobre falacias, dilemas y paradojas en el ámbito de la economía española, quizá valga la pena introducir la materia con algunas referencias, aunque sólo sean muy someras, a la teoría de la argumentación y a las nociones de argumentación, argumento, falacia, sofisma, paralogismo, dilema y paradoja.
Se denomina argumentación o argumento a aquel enunciado o conjunto de enunciados que se expresan con el ánimo de establecer algo con el fin de que aquel ante quien se presenta la argumentación o argumento acepte como verdadero o falso aquello que se le presenta como conclusión, o bien siga un determinado curso de acción.
Aunque las nociones de argumento y de argumentación pueden ser utilizadas de forma indistinta, se entiende por argumento, en un sentido general, aquel razonamiento o conjunto de razonamientos, enunciados o proposiciones que se utilizan para justificar, apoyando o refutando, una afirmación o una tesis. Por su parte, se entiende por argumentación un conjunto de argumentos o razonamientos como los anteriores a los que hay que añadir una intención de persuasión o seducción2 con el fin de conseguir que alguien acepte la verdad o falsedad de una tesis o su acción siga un curso determinado.
Existen diferencias de matiz, aunque importantes, entre tales términos (Quintás Alonso, 2002: 32-33). Mientras el argumento se encuentra en un plano más conceptual, abstracto y nocional, la argumentación se sitúa en el plano lingüístico-retórico, y el razonamiento en el psicológico-mental. Cuando hablamos de argumento en la lógica simbólica, matemática o logística, nos estamos refiriendo a pruebas demostrativas y concluyentes que se derivan de aplicar las reglas del cálculo lógico, o del álgebra lógica. Es decir, hemos utilizado como materia prima el lenguaje natural, lo hemos vaciado de cualquier contenido, incluido el lingüístico o semántico, y lo hemos transformado en nuevo lenguaje, el lenguaje lógico.
Por el contrario, si nos encontramos en un domino intermedio en el que se combinan la lógica, la dialéctica y la retórica, con el término argumentación nos estamos refiriendo a la presentación de una o varias pruebas que no son concluyentes y que, por ese motivo, han de ser presentadas de una forma seductora para que atraigan al auditorio a su favor. Aunque la teoría de la argumentación se apoya, en primer lugar, en la lógica, nos encontramos también en contacto con la retórica, que luego se transformó en oratoria con Cicerón y Quintiliano, de donde surgirá la dialéctica a partir del siglo xvi con Petrus Ramus (Pierre de la Ramée).
Diferencias en el ámbito de la lógica simbólica
Incluso dentro del propio ámbito de la lógica formal se observan diferencias entre argumento y argumentación. La distinción fundamental estriba, para algunos lógicos (Falguera López y Martínez Vidal, 1999: 26 y ss.), en que un argumento es una entidad conceptual abstracta, es decir, desligada de cualquier conexión lingüística, vaciada de su contenido semántico y formada por proposiciones, es decir, por lo expresado por un enunciado. Mientras que una argumentación es un pasaje lingüístico concreto, también formado por una serie de enunciados u oraciones declarativas en términos gramaticales, en el que si aceptamos los enunciados que preceden –es decir, las premisas– tenemos necesariamente que aceptar el que sigue –es decir, la conclusión–, a los cuales les corresponde un valor de verdad o falsedad.
Por lo tanto, un argumento lógico o una argumentación formal es aquella estructura constituida por tres elementos: (i) una conclusión, es decir, un enunciado o una proposición susceptible de ser declarada verdadera o falsa a partir de la argumentación; (ii) unas premisas: conjunto de enunciados o razones cuya verdad se aduce para apoyar la verdad de la conclusión; y, (iii) una intención: una conexión, nexo o consecuencia lógica entre las partes, es decir, entre las premisas y la conclusión. La conclusión y la intención (nexo de consecuencia lógica) no pueden faltar. Las premisas, por su parte, son un conjunto finito de enunciados eventualmente vacío (Ø).
Una argumentación o un argumento formalizados contienen enunciados del lenguaje natural que, mediante el uso de fórmulas bien formadas, se ha transformado en un lenguaje lógico formalizado. Un argumento o una argumentación formales son, por lo tanto, entidades conceptuales abstractas que expresan un acto del habla en la medida en que las constantes lógicas tienen un contenido semántico establecido.
Si nos encontramos en el plano conceptual y nocional, hablaremos de argumento inductivo fuerte si la conclusión se sigue probablemente de las premisas, y de argumento inductivo débil si la probabilidad es baja. Por el contrario, hablaremos de argumentación inductiva si nos encontramos en el plano lingüístico o retórico, ya sea en un acto de habla o en un escrito, y ésta podrá ser igualmente fuerte o débil según el grado de probabilidad de que se confirme un determinado valor veritativo.
En lógica clásica de primer orden, los argumentos pueden ser deductivos o inductivos. Los argumentos deductivos sólo pueden ser válidos o correctos y noválidos o incorrectos. Un argumento deductivo es válido o no-válido dependiendo de su estructura lógica. Según los manuales, validez es lo mismo que corrección, de modo que un argumento será formalmente válido o correcto si tiene valor apodíctico, es decir, si de él se deduce inferencia lógica. Dicho de otro modo, cuando la conclusión se siga necesariamente de las premisas; mientras que será no-válido en caso contrario.
Sin embargo, como en la lógica formal los argumentos no contienen valores de verdad, es posible que un argumento sea válido y, al mismo tiempo, sea falso, debido a que su validez o no-validez es de naturaleza óntica, ya que depende de su estructura lógica y no de su naturaleza epistémica, es decir, no depende de lo que sepamos sobre dichas proposiciones y de los valores de verdad o falsedad que correspondan a las premisas y la conclusión, salvo en el caso de premisas verdaderas y conclusión falsa.
De acuerdo con la distinción que acabamos de ver entre validez o corrección (óntica) y verdad (epistémica) de los argumentos, podemos afirmar, siguiendo los manuales de lógica formal (Beneyto y Úbeda, 2008: 21 y ss.) o formalizada, que un argumento es formalmente correcto si no puede darse un caso, en ningún mundo, universo de discurso o colección de entidades reales, abstractas, etc., que hay en él, en el que todas las premisas sean verdaderas y la conclusión falsa, en ese mundo o bajo esa interpretación. Un mundo en el que sí se dé lo anterior constituye un contraejemplo, es decir, un mundo en el que la argumentación falla. El argumento es correcto si no hay contraejemplo, incorrecto si existe contraejemplo, e indefinible si no puedo contestar a la pregunta, pues no se da ni lo uno ni lo otro.
Ya hemos visto que la lógica trabaja con un lenguaje formal vaciado de contenido. Sin embargo, no es fácil poder determinar a simple vista la validez o corrección de un argumento. Para ello necesitaremos pruebas que nos conduzcan desde la verdad de las premisas a la verdad de la conclusión: (i) mediante la aplicación de las reglas de un cálculo lógico adecuado (derivación), es decir, que tenga la propiedad de ser consistente, de forma que en él no se puedan demostrar enunciados falsos, y completo, es decir, que demuestre todas las verdades o tenga la capacidad de fundamentar todo cálculo correcto; o, (ii) demostrando que no existe un contra-ejemplo, es decir, que no existe un caso en el que la premisa sea verdad y la conclusión falsa.
Cuando un argumento deductivo sea correcto, y además todas sus premisas sean verdaderas, tendremos entonces lo que en lógica simbólica se denomina argumento coherente. Un argumento coherente ha de tener necesariamente la conclusión verdadera, pues no puede darse el caso de que exista un argumento válido con premisas verdaderas y conclusión falsa. A este tipo de argumentos también se les denomina argumento coherente en la teoría de la argumentación. Por último, un argumento deductivo incorrecto o inválido puede ser un argumento formal falaz, o también, una falacia formal.
Diferencias en el ámbito de la teoría de la argumentación
Analicemos ahora algunas de las discrepancias que existen entre argumentación y argumento en el ámbito de la teoría de la argumentación.3 Una argumentación, o un argumento, es un encadenamiento de argumentos o de razones justificativas en apoyo de una afirmación o de una tesis, cuyo fin es convencer a alguien de su verdad. En otras palabras, se denomina argumento al conjunto de razones que se expresan y entrelazan con el ánimo de establecer algo, justificando una opinión o una acción, para que la persona ante quien se presenta el argumento o la argumentación acepte lo que se le presenta como conclusión o bien siga un determinado curso de acción.
La teoría de la argumentación parte de la validez formal de los argumentos, pues requiere la validez formal del argumento desde el plano de la lógica, de modo que de él se deduzca una inferencia lógica. A partir de aquí, se necesita que el argumento sea coherente desde el plano de la semántica, es decir, que contenga inferencia lógica y premisas verdaderas; y que sea cogente,4 es decir, que sea fuertemente convincente y, por lo tanto, que afecte a la psicología del receptor.
Por lo tanto, en la teoría de la argumentación el objetivo no consiste sólo en obtener una inferencia lógica que demuestre la validez del argumento, sino también en convencer o persuadir al oyente o al receptor de la verdad del argumento. Vemos pues que contiene tres elementos: (i) el sujeto: que es quien teje el argumento respetando las reglas de la inferencia lógica para producir un argumento válido en términos formales; (ii) el auditorio: que también aplica la lógica a aquello que recibe y que lo acepta como un argumento coherente; y, (iii) la psicología del receptor: que se deja seducir por la fuerza persuasiva del argumento coherente y lo capta como un argumento fuertemente convincente o argumento cogente.
Lo anterior se encuentra enmarcado en el ámbito de la pragmática –del estudio de las significaciones de los signos para los sujetos– mediante la utilización del llamado triángulo RAS, que define las condiciones de relevancia, aceptabilidad y suficiencia que debe cumplir todo argumento genuino: (i) la razón de relevancia: según la cual deberemos rechazar aquellas razones que tengan poca o nula relación con la tesis que se pretende apoyar y justificar; (ii) la razón de suficiencia: por la que deberemos rechazar aquellos argumentos que tengan escasa capacidad para poder justificar y fundamentar la tesis; y, (iii) la razón de aceptabilidad: aunque la verdad sea siempre elusiva, esta tercera condición obliga a contrastar el contenido veritativo de la argumentación y, en la medida de lo posible, a verificar la veracidad de las premisas.
La lógica, la dialéctica, la retórica y la oratoria son disciplinas que se ocupan de la argumentación. Mientras que la lógica se encarga del análisis crítico de un texto o de un argumento, la dialéctica lo hace del procedimiento, en tanto que la retórica y la oratoria tienen por objeto embellecer las palabras mediante el estilo con el fin de persuadir al auditorio. Tanto es así que una falacia no existe simplemente porque alguien la elabore, sino que requiere que haya otros que incurran en ella para que podamos decir que existe como tal.
Lo usual es utilizar los términos falacia, sofisma o paralogismo en el mismo sentido, esto es, como un argumento aparente o forma de argumento o de refutación no válida con la que se quiere defender algo y confundir al contrario. A veces se distingue entre sofisma y falacia, entendiendo por falacia aquel argumento aparentemente válido que es simplemente un error o un descuido propuesto por alguien; mientras que por sofisma se entiende aquel argumento que ha sido tejido para hacer caer en él intencionadamente al auditorio o derrotar al oponente.
Otras veces se establecen algunas diferencias entre sofisma y paralogismo, entendiendo el sofisma como una refutación con conciencia de su falsedad y con el objetivo de confundir al contrario, de vencer mediante engaño; mientras que en el paralogismo falta dicha conciencia de falsedad, se trata de un pensar desviado y erróneo, pero involuntario y no intencionado. Además, el sofisma consiste en una refutación basada en pruebas no adecuadas, por lo que no es propiamente una refutación ya que es defectuosa.
Dentro de las falacias lógicas podemos distinguir de dos clases:5
a) falacias formales: son las que atentan contra una forma argumentativa válida, es decir, las que contienen una inferencia no fiable (i. e.: premisas verdaderas y conclusión falsa); como son la falacia de negar el antecedente y la falacia de afirmar el consecuente; y,
b) falacias no formales o materiales: que son las que nos interesan aquí, por tener mayor relevancia en el ámbito de la economía. Entre ellas podemos distinguir las siguientes:
1. Falacias informales del lenguaje: como las de ambigüedad (v. gr.: la falacia de composición, que es importante en economía y que consiste en afirmar del todo lo que es cierto de una parte sin mejor razón. Esta falacia nos ayuda a comprender la paradoja de la frugalidad, es decir, las razones por las que los intentos individuales de ahorrar en épocas de recesión, como la actual en España, pueden deprimir demasiado el consumo y llegar a disminuir los ahorros de todos) y las retóricas (v. gr.: Argumentum ad populum).
2. Falacias de relevancia o de apelación irrelevante: como la falacia de razón irrelevante (Non sequitur), la de conclusión irrelevante (Ignorantia elenchi), la de apelación a la persona o Argumentum ad hominem, la falacia de apelación a la autoridad o Argumentum ad verecundiam (v. gr.: Argumentum ad antiquitam), la de apelación a las emociones (v. gr.: Argumentum ad choleram, Argumentum ad baculum) y las falacias de distracción (v. gr.: Tu quoque).
3. Falacias de evidencia: como son las falacias de inferencia estadística (v. gr.: Secundum quid), las falacias de comparación, las de causa cuestionable (v. gr.: Post hoc ergo propter hoc que nos explica por qué algunos economistas confunden la forma en la que se manifiesta el crecimiento con los factores que lo determinan) y la de supuestos injustificados (v. gr.: Petitio principii, aunque ésta sea en realidad una falacia formal, y Argumentum ad ignorantiam).
4. Falacias adicionales: como las falacias de apelación a las consecuencias (v. gr.: Argumentum ad consequentiam).
En cuanto a los dilemas, señalemos que se trata de argumentos en forma de silogismo con una proposición disyuntiva cuyos dos miembros conducen a la misma conclusión; por eso se le llama syllogismus cornutus. En economía, solemos hablar de los dilemas en el mismo sentido que en el lenguaje corriente, es decir, como el conjunto de dos opciones contradictorias entre las que hay obligatoriamente que elegir una que producirá efectos negativos sobre la otra no elegida. En economía y en el marco de la teoría de juegos, es famoso el dilema del prisionero o, por poner un ejemplo más actual, el nuevo dilema que tiene planteado el Banco Central Europeo que consiste en la necesidad de gestionar una política monetaria que sea eficaz a la vez para países con inflación y para otros con peligro de deflación.
Por último, las paradojas consisten, como ocurre con las famosas aporías de Zenón de Elea, en proposiciones extraordinarias y abracadabrantes que, por una parte, aparecen como portadoras de verdad y, al mismo tiempo, van a contracorriente de la opinión convencional sobre un asunto. Se trata de argumentos que no cabe asimilar a un puro juego banal, más bien al contrario, constituyen un acicate para la revisión de los conceptos teóricos y de las doctrinas que desafían, pues como nos señala Giorgio Colli (2006: 22): «Las aporías suscitadas por Zenón no deben tomarse a la ligera, desde el momento en que grandísimos pensadores, como Aristóteles (...) y Kant, en la Crítica de la Razón Pura, intentaron superarlas». Tienen gran importancia en economía, como es el caso de la famosa paradoja de la frugalidad antes mencionada.
La argumentación y la ciencia
La pretensión de argumentar y de debatir, además de ser consustancial al hombre, es necesaria para poder vivir como tal. Hemos visto también que la argumentación es un juego de lenguaje en el que los participantes están comprometidos y se esfuerzan en conseguir, mediante el diálogo argumentativo, un acuerdo intersubjetivo y válido que añada conocimiento con pretensiones de verdad o de verosimilitud al ya existente. Es difícil, sin embargo, poder afirmar que un argumento cumple las pretensiones de validez cuando nos situamos en el marco de la racionalidad dialógico-trascendental (pragmático-universal) de Jürgen Habermas. La razón reside en que, según ésta, el diálogo intersubjetivo busca acuerdos con pretensiones de validez para los argumentos utilizados, y que dichos pactos están siempre sujetos a revisión y refutación ulterior. Es decir, estarán siempre aceptados con un carácter de provisión al modo en que Descartes, en la tercera parte de su Discurso del Método, decide elaborar «una moral para proveerse» (Quintás Alonso, 1999: 44) –une morale par provision– con el fin de no permanecer irresoluto en sus acciones.
La argumentación, por otro lado, es imprescindible para el avance de las ciencias, ya que toda ciencia de la que no se pueda demostrar que es falsa, falseada o falsada no puede ser ciencia. Como señala Thomas S. Kuhn (2006), las leyes científicas nunca se demuestran, pues aunque se confirmen en su validez al tener evidencia empírica a su favor, siguen siendo falseables. Si se llegase a demostrar la ciencia, entonces sólo tendríamos matemáticas y lógica simbólica, es decir, ciencias formales que enuncian verdades formales llenas de rigor analítico, pero vacías de contenido; mientras que las ciencias experimentales o empíricas, como la física o la química, enuncian verdades materiales que dan lugar a un corpus teórico del cual se obtienen leyes derivadas. A la física de Ptolomeo, que dicho sea de paso es la que utilizan los marineros por resultarles la más útil, siguió primero la de Copérnico y luego la desarrollada por Galileo. Esta última fue mejorada por Newton, y la de éste fue superada, a su vez, por la de Einstein.
Las leyes científicas empiezan siendo hipótesis, conjeturas, y no sabemos de dónde nacen dichas hipótesis; si surgen de las analogías, de la experiencia o de la intuición no lo sabemos con certeza. Aunque las falacias no son aceptables como argumentos genuinos, cumplen un importante papel en el avance de la ciencia en la medida en que ponen a prueba nuestros afanes por superar nuestros propios errores. Las ciencias empíricas, por ejemplo, se apoyan en razonamientos falaces debido a que no afirman mediante la utilización de reglas de derivación, como las matemáticas o la lógica, sino por empeiria, es decir, por una forma de conocimiento basado en la experiencia y en la observación, por oposición al conocimiento metafísico o especulativo.
En las ciencias no formales, las llamadas ciencias sociales, como la economía, el énfasis en la formalización matemática les añade rigor y las hace más útiles para el análisis y la predicción. Sin embargo, al mismo tiempo, el abuso de la matematización y la confianza ciega, y por otro lado no siempre justificada, en la formalización como palanca para hacerlas más científicas, las vacía de contenido, las aleja de la realidad económica que pretenden analizar y las vuelve rígidas, dogmáticas y, a veces, inservibles.
Es precisamente en los momentos de crisis, que en economía son recurrentes, cuando se manifiestan las «anomalías» (Kuhn), y es precisamente la existencia de «contraejemplos» lo que hace que se revisen acuerdos epistemológicos previamente pactados por la comunidad científica (paradigma científico). Por esta razón, es de esperar que surjan nuevos contraejemplos de la actual crisis financiera global que den lugar a revisiones epistemológicas de la ciencia económica en los próximos años.
Bibliografía
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Píldora 2
Trampas del lenguaje y economía6
A diferencia de lo que ha ocurrido con la lógica clásica de primer orden, con la psicología o con la filosofía analítica, las relaciones entre el lenguaje y la economía no han sido muy fecundas. A excepción de John Stuart Mill, la mayoría de los economistas no sienten una enorme inclinación hacia las sutilezas que encierran las paradojas lógicas o semánticas cuando se refieren al ámbito económico. Y ello es así a pesar de la enorme confusión que creamos los economistas cuando descuidamos nuestras expresiones semánticas y, al hacerlo, damos a entender a nuestro interlocutor una realidad muy diferente de la que queremos representar. Por eso, en lo que sigue, voy a intentar poner de manifiesto, con la ayuda de algunos ejemplos muy habituales, la importancia que tiene en economía saber distinguir con claridad los modos en los que una expresión lingüística puede ser significativa.
En efecto, habitualmente utilizamos expresiones del lenguaje natural que, mezcladas con argumentos de naturaleza económica o matemática, dan lugar a ciertos equívocos. E11o es debido, a veces, a las diferencias entre el significado de dicho lenguaje natural y su significado económico o matemático. Analicemos, por ejemplo, la frase «La renta per cápita de los españoles ha crecido dos veces más que la renta de los colombianos».
En ella estamos utilizando un sintagma diferencial con el que construimos una comparación en la que la expresión dos veces más tiene un significado doble:
a) Por una parte, podemos entender que dos veces más significa el doble de la cuantía inicial sobre la que establecemos la comparación, pues es esto lo que de una manera espontánea se nos viene a la mente. Según este significado, la frase querría decir que si los colombianos tienen una renta per cápita de digamos 100 euros, nosotros la tendríamos de 200 euros. En el lenguaje natural decir dos veces más tiene una representación psicológica que nos hace pensar en el doble, del mismo modo que cuando digo «tres veces más» o «diez veces más» estoy utilizando esta expresión como equivalente del «triple» o del «décuplo», y así me entienden los demás.
b) Sin embargo, si repasamos y repensamos la expresión dos veces más, nos daremos cuenta de que tiene otro significado, y que dicho significado no consiste en el doble. Decir el doble significa multiplicar por dos la dimensión del objeto que se esté considerando; mientras que, por el contrario, el doble sólo representa una vez más (¡y no dos veces!) aquello a lo que nos estamos refiriendo; sencillamente porque si fuese dos veces más tendríamos el triple y no el doble.
¿Cómo explicar toda esta confusión? Una primera aproximación al problema del significado de la expresión «dos veces más» la podríamos encontrar en Wittgenstein, para quien el significado de la palabra está determinado por su uso, es decir, «el significado es el uso que hacemos de la palabra» (2008: 137-141). En nuestro caso, el uso habitual que hacemos de la expresión «dos veces más», la figura mental que construimos es la del doble. Sin embargo, lo mismo ocurre cuando decimos «una vez más», pues la figura psicológica que se nos aparece es la de una extensión de igual tamaño a la que tenemos como muestra y que, por lo tanto, supone el doble del original.
En la lengua castellana, el sustantivo vez hace referencia a la operación matemática de multiplicar o de dividir dependiendo de lo que siga a continuación. Si lo que sigue es la voz más, entonces multiplicamos; si se trata de «dos veces más», multiplicamos por dos; si trata de «tres veces más», multiplicamos por tres. Pero, si lo que sigue es la voz menos, entonces dividimos, de modo que si se trata de «dos veces menos», dividimos por dos, o sea, estamos queriendo decir «la mitad», y si decimos «tres veces menos», dividimos por tres, es decir, estamos queriendo significar «un tercio».
Además de lo anterior, la voz más –como también sensu contrario la voz menos– hace referencia a la operación matemática de sumar, a la función aditiva de la suma. Por eso, cuando ambas funciones, la multiplicativa vez y la aditiva más, se confunden en una sola en la expresión lingüística dos veces más, objeto de nuestro análisis, en términos matemáticos estaremos multiplicando por dos, e inmediatamente después, añadiendo una unidad adicional al resultado de la anterior multiplicación, por lo que obtendremos el triple y no el doble.
Otro error de comprensión muy común entre los economistas, y que viene inducido por la falta de precisión en el uso del lenguaje, consiste en afirmar que el coste marginal de una producción cualquiera es el coste de la última unidad producida. Cuando en realidad el marginalismo razona, por el contrario, en términos de incrementos discretos y, por eso mismo, nunca habló de las unidades últimas, sino de las unidades adicionales o de una unidad más. Está claro que el coste de un determinado número de piezas es el mismo tanto para la primera pieza física que se haya producido como para la última, y que dicho coste se corresponde con el coste medio de producción o coste por unidad producida (coste unitario), es decir, con el coste total dividido por el número de unidades producidas.
Bibliografía
Blasco, Josep Lluís, Tobies Grimaltos y Dora Sánchez (2006): Signo y Pensamiento, Ariel Filosofía, Barcelona, 238 pp.
Garrido, Manuel (20054): Lógica Simbólica, Tecnos, 540 pp.
Wittgenstein, Ludwig (20084): Investigaciones Filosóficas, Crítica, Barcelona, 547 pp.
Píldora 3
Un poco de matemática, física y economía7
La economía ha venido promoviendo e impulsando una utilización muy intensa de las matemáticas con el fin, entre otros, de superar su complejo de inferioridad como ciencia. Sin que esto sea reprobable, pues es bueno que la economía se interese por el rigor y la forma, también sería bueno que a la par no se olvide del contenido, a menos que queramos convertirla en una disciplina más interesada en el rigor formal de sus métodos y modelos, y en la precisión de sus estimaciones y cálculos, pero completamente desvinculada de la realidad y desinteresada por la verdad de los argumentos económicos.
Además, la imposibilidad de llevar a la práctica verificaciones empíricas al modo de las ciencias experimentales ha inducido a la economía a utilizar las matemáticas muy intensamente. Como la economía no puede realizar experimentación, un recurso muy habitual ha consistido en utilizar la expresión caeteris paribus para poder verificar el impacto que produce el cambio en una variable cuando las demás se mantienen invariables. En términos matemáticos, esta expresión es equivalente al concepto de derivada parcial, y expresa la necesidad de establecer relaciones de causalidad sin ser entorpecidos por la interacción simultánea de los determinantes últimos de las variables económicas consideradas.
Otra expresión económica que puede dar lugar a cierto despiste conceptual es el término desaceleración económica, del que tanto se habló a principios del 2007. El Gobierno utilizaba esta expresión como eufemismo para negar la realidad y evitar la connotación negativa que tenían y tienen las palabras crisis o recesión. La obsesión por soslayar la cruda realidad y dulcificarla llevó al ministro de Economía y Hacienda a afirmar que la economía española se encontraba en una situación de desaceleración acelerada. Antes utilizar expresiones pintorescas y ejercitarse en el funambulismo lingüístico que reconocer abiertamente ante los españoles que estábamos ya al filo de la recesión.
En términos de la física y las matemáticas el concepto está muy claro, sobre todo cuando nos encontramos en el universo de las funciones. La física aplica las matemáticas para estudiar funciones concretas, como puede ser el estudio de la posición de un objeto o masa puntual. Por analogía con la física, podemos entender el crecimiento del PIB como la velocidad a la que se desplaza un objeto, que en el ámbito de la economía podría ser el PIB. En nuestro caso, la función que nos interesa es la derivada de la posición inicial con respecto al tiempo, que es la velocidad.
Mientras que la aceleración sería la derivada de la velocidad, es decir, la segunda derivada de la posición respecto del tiempo dos veces. Por lo tanto, la aceleración se puede interpretar como «la velocidad a la que cambia la velocidad», mientras que «la velocidad con que cambia la aceleración» sería la tercera derivada. Del mismo modo, hablar de «acelerar la velocidad a la que cambia la velocidad» consistiría matemáticamente en la cuarta derivada de la posición respecto del tiempo cuatro veces, y así sucesivamente, hasta la n-ésima derivada.
La interpretación del concepto de aceleración que hacemos cuando en el lenguaje coloquial hablamos de un objeto que se acelera o, lo que es lo mismo, que varía (incrementa o disminuye) la velocidad respecto de la variable tiempo es la correcta. ¿Se puede hablar de «acelerar la velocidad»? Seguro, todo es posible, pero nos estaríamos refiriendo entonces a la «velocidad de cambio de la aceleración» (tercera derivada) y así sucesivamente con todos los términos (y derivadas) que se nos puedan ocurrir.
La velocidad de la velocidad o aceleración (segunda derivada) la puedo cambiar a mi gusto (tercera derivada, etc.). La puedo aumentar, acelerando, es decir, aumentando la velocidad. También la puedo disminuir, ralentizando, es decir, disminuyendo la velocidad de cambio en el tiempo. La aceleración es la variación de la velocidad con el tiempo y, por tanto, no se mide en kilómetros por segundo, como se podría pensar, sino en kilómetros dividido por segundos al cuadrado, ya que hay que dividir la velocidad (km/s) por el tiempo (s).
La noción de crecimiento en economía es exactamente la misma que en la naturaleza, como puede ser, por ejemplo, el crecimiento de una planta. Por eso, la fórmula del tipo de interés compuesto continuo –que necesita del uso de los límites y de los logaritmos neperianos para su cálculo– explica por qué, en este asunto, no hay ninguna diferencia con la física.
La lengua castellana y el lenguaje físico-matemático no coinciden siempre al cien por cien. En castellano, la palabra acelerar –y supongo que, por su significado en física, también en otras lenguas– significa ‘incremento de la velocidad en la unidad de tiempo’, es decir, aumentar la velocidad de alguna cosa en una unidad de tiempo. En física también tiene el mismo significado. Desgraciadamente, el diccionario de la RAE no nos clarifica si este incremento es constante y estable, es decir, en el sentido de una segunda derivada con valor constante, o por el contrario, variable en el sentido, por ejemplo, de una función de crecimiento exponencial.
Si el aumento de la velocidad no es continuo en el tiempo, sino que sólo se produce en un intervalo temporal finito, entonces la velocidad se incrementa hasta un nuevo valor, pero se estanca o –lo que es lo mismo– se estabiliza. Por eso, aunque no lo recoja el diccionario, el «sentido» del verbo acelerar, en la forma en que habitualmente lo utilizamos, es el de incremento continuo, que podría tomar la forma de función parabólica, exponencial u otra distinta, y no el de un salto discreto desde un nivel anterior de velocidad en la unidad de tiempo –y, por tanto, desde un nivel «estable» de velocidad– a otro nivel «estable» de velocidad.
En resumen, matemáticamente todas las derivadas son posibles. La interpretación «física», por su parte, determina el «sentido» de las funciones y se refiere a «cosas», siendo posibles todas las derivadas de esas cosas y, por lo tanto, «la función o variable posición de una partícula y la función o variable economía» podrían interpretarse del mismo modo.
Retomando el inicio de la píldora, cuando el ministro de Economía y Hacienda afirmaba que existía una «desaceleración acelerada», ello suponía y supone, según lo expuesto, que la desaceleración con el tiempo sigue una función que no es lineal –ya sea parabólica, exponencial o polinomio de orden mayor que la unidad– y, por lo tanto, hay que entender sus palabras como que «nos desaceleramos cada vez más rápidamente», ya que en el caso de que fuese una función lineal ese ritmo de desaceleración sería constante.
En otras palabras, si hoy la economía se desacelerase a razón de un cierto valor/día, digamos 10, mañana nos desaceleraríamos a razón de, por ejemplo, 100, pero pasado mañana no a razón de 1.000 (como cabría esperar si la relación fuera lineal), sino a razón de una magnitud superior, digamos 10.000, y el día siguiente, digamos 10.000.000.000, y así sucesivamente. Por suerte, el señor ministro de Economía no concretó si la aceleración de la desaceleración era constante o acelerada. En el caso de que fuese constante, la desaceleración se aceleraría de forma vertiginosa y se haría casi incalculable. Pero si la aceleración de la desaceleración se incrementase con el tiempo, es decir, fuese a su vez acelerada... ¡Qué mareo! En su lugar, casi que habría preferido utilizar la palabra recesión, o el término crisis económica, no sé... algo más tranquilo... ¿no?
Píldora 4
El dilema Goodhart
Las variables económicas tienen vida propia y, cuando se sacralizan, todavía más. Conviene tener esto muy en cuenta cuando se aborda cualquier análisis de tipo económico. En primer lugar, porque tanto la buena investigación empírica como el buen análisis económico requieren, para empezar, un examen detenido de los escollos y las trampas que nos tienden los propios datos, lo cual, en muchas ocasiones, sitúa la economía más cerca de un arte que de una ciencia. En segundo lugar, porque los datos están cargados de teoría la mayor parte de las veces, y este hecho produce un debilitamiento del proceso de objetivación en economía y del valor pretendidamente objetivo del análisis económico, de las verificaciones empíricas y de su carácter predictivo y, por lo tanto, científico.
Por esta razón, es conveniente que, antes de empezar cualquier investigación, sopesemos con cuidado lo apropiado que resulta elegir una u otra serie de datos; valoraremos lo que llamaría «limpieza de los datos». También conviene evaluar qué problemas nos pueden crear las observaciones extremas, las interacciones y, sobre todo, las variables irrelevantes que tantas malas pasadas juegan a los sistemas abiertos y complejos, como es el caso de la economía, cuyas predicciones no pueden tomar en cuenta dichas variables a pesar de que vienen determinadas por ellas. Por eso, muchas veces, éstas impiden que se le pueda aplicar a la economía la definición clásica de conocimiento, es decir, la de creencia verdadera justificada.
La importancia de utilizar datos económicos apropiados, limpios y descargados de teoría quedaría en parte englobada en lo que los económetras han etiquetado con el nombre de «errores de medida» (measurement errors), y que tienen una importancia capital, especialmente en los análisis económicos relativos a las cuestiones del mercado de trabajo. Pero hay más. Aun teniendo datos «limpios» y evitando la influencia de las variables irrelevantes, todavía es posible un comportamiento perverso de éstos, y aquí es donde entra en juego el famoso dilema Goodhart.
El origen de este dilema se encuentra en otro que veremos en la píldora que se refiere a la controversia entre la instrumentación de la política económica, ya sea mediante reglas o normas (rules) –como, por ejemplo, ocurría en los años setenta y ochenta con el establecimiento de normas monetarias para el crecimiento anual del stock de dinero– ya sea, por el contrario, mediante la discrecionalidad y el buen juicio económico (judgment) (Sanchis y Bekx, 1994: 21). En efecto, el dilema Goodhart nos habla de la capacidad que tienen algunas variables económicas para comportarse de forma caprichosa e inconsistente con lo que había sido, hasta ese momento, su trayectoria vital, una vez que las autoridades las sitúan bajo los focos de la observación pública y atribuyen a su evolución un elevado valor político. De este modo, se encuentran sometidas a un estricto control y presión políticos.
Charles Goodhart, profesor de la London School of Economics, criticaba el pretendido valor taumatúrgico que los monetaristas atribuían al control –mediante el establecimiento de reglas– de las distintas definiciones de stock monetario al analizar la estabilidad de la demanda de dinero, y planteó el dilema que subyacía a la relación entre magnitud monetaria y gasto nominal, en los siguientes términos: «cualquier relación estadística estable tenderá a debilitarse tan pronto como pretenda utilizarse como mecanismo de control».
Pero el dilema Goodhart se extiende más allá de lo monetario e invade otros terrenos de la economía, como puedan ser el de la política fiscal o el del mercado de trabajo, entre otros. También va más allá de lo económico e invade cualquier otro ámbito del comportamiento humano que se encuentre bajo presión, ya sea la política o de otro tipo, siempre que tenga lugar bajo los mismos presupuestos. En definitiva, el dilema Goodhart no es otra cosa que nuestro castizo: «hecha la ley hecha la trampa». En el terreno de la industria armamentística, por ejemplo, España prohibió hace poco la fabricación de bombas antipersonas, pero sigue fabricando cuatro tipos distintos de bombas racimo cuyos efectos sobre el terreno son equivalentes a los de las bombas antipersonas.
Recordemos también el período anterior a los informes de convergencia de la Comisión Europea y del Banco Central Europeo que hicieron luego posible el nihil obstat del consejo Europeo para permitir la entrada de los países de la Unión Europea en el euro. En aquellos años, la prensa europea hablaba continuamente de «contabilidad creativa» al referirse a los criterios estadísticos y de contabilización para determinadas operaciones de la contabilidad nacional que establecían algunos países con el fin de alcanzar la cifra objetivo de déficit a la que obligaba el Tratado de Maastricht.
Algo parecido empezó a ocurrir en materia de empleo desde que se lanzó en 1997, durante la Cumbre de Luxemburgo, la Estrategia Europea para el Empleo. Y sigue ocurriendo hoy, sólo basta con leer algunos de los titulares de aquella época y otros más recientes: (i) «El paro se reduce en 202.600 personas hasta marzo tras los cambios introducidos en la EPA» (El País, 20/05/1999); (ii) «Los métodos de la EPA, en entredicho. Los cambios metodológicos en la Encuesta de Población Activa desatan la polémica sobre la fiabilidad de la muestra» (El País, 1999), y (iii) «La nueva EPA endurece los requisitos para calificar a los parados y los reduce en 334.600. Un cambio por imperativo europeo» (El País, 3/02/2002). En realidad, lo que está actuando sobre la EPA es el dilema Goodhart; por eso, como señalaba en el prólogo a la primera edición de este libro, es conveniente que en economía procuremos siempre discernir entre apariencia y realidad.
Bibliografía
Conthe, M. (1998): «El dilema de Goodhart», El País, 15 de julio de 1998, p. 44.
El País (1999): «El paro se reduce en 202.600 personas hasta marzo tras los cambios introducidos en la EPA», El País, 20 de mayo de 1999, p. 57.
— (1999): «Los métodos de la EPA, en entredicho. Los cambios metodológicos en la Encuesta de Población Activa desatan la polémica sobre la fiabilidad de la muestra», El País, 20 de mayo de 1999, p. 58.
El País (2002): «La nueva EPA endurece los requisitos para calificar a los parados y los reduce en 334.600. Un cambio por imperativo europeo», El País, 3 de febrero de, 2002, p. 42.
Sanchis, M. y P. Bekx (1994): «Money Demand and Monetary Control in Spain», Brookings Discussion Papers in International Economics, 105: 21, The Brookings Institution, Washington, D.C.
Píldora 5
Còmo medir variables cualitativas en economía
Aunque a veces somos capaces de observar con facilidad las diferencias de calidad que hay entre distintos bienes –en principio, más o menos homogéneos– en un momento del tiempo, los cambios en la calidad también suelen ocurrir a lo largo del tiempo para un mismo bien. Tanto es así que una de las cuestiones del análisis económico más debatidas en la actualidad consiste en saber cómo se deben medir los cambios en la calidad a lo largo del tiempo para un mismo bien que –aunque se supone homogéneo en el tiempo– ha sufrido mejoras en la calidad debido, sobre todo, a los cambios tecnológicos asociados al desarrollo de la nueva economía.
Al estudiar la posibilidad de medir la calidad en términos económicos, el análisis se centró, al principio, en los índices de precios, pero uno de los defectos de estos índices consistía –y aún consiste– en que no eran capaces de reflejar debidamente los cambios en la calidad de un mismo producto. Para remediar este problema, el análisis económico propuso los precios hedónicos como base para poder analizar los cambios en la calidad. La construcción de índices de precios hedónicos, es decir, de índices de precios ajustados por la calidad para distintos tipos de bienes, se realiza mediante la utilización de métodos econométricos de regresión múltiple, que permiten tomar buena nota de los cambios en la calidad de unos mismos bienes a lo largo del tiempo o de unos mismos bienes entre sí –y, en principio, homogéneos– en un mismo momento del tiempo. En otras palabras, el enfoque hedónico convierte el problema de la «calidad» en una medida de cantidad.
El padre fundador del análisis de los precios hedónicos es Zvi Griliches (1961), aunque el trabajo más ampliamente citado en la literatura que dio origen a esta forma de abordar la medición de las variables cualitativas en economía fue el desarrollado por Andrew T. Court (1939). Aunque Andrew Court se ha llevado toda la gloria, en realidad, este método de medir la calidad tiene su origen, en realidad, en los trabajos pioneros de Haas (1922) para estimar el valor de las tierras agrícolas. Haas desarrolló una metodología consistente básicamente en estimar una regresión con el precio final del producto como función de las características actuales de las casas.
Sea como fuere, la General Motors le encargó a Court un estudio para que demostrara que las quejas que GM recibía por parte de los consumidores sobre los elevados precios de los automóviles no estaban justificadas. Esto era debido a que el aumento en la calidad del vehículo –que el consumidor suponía invariable en el tiempo– no se veía reflejado en el incremento de precios. Partiendo del paradigma del utilitarismo inglés de finales del siglo xviii y de principios del siglo xix, según el cual, el único fin legítimo de cualquier institución era «la mayor felicidad para el mayor número»,8 Andrew T. Court definió las comparaciones de precios hedónicos en los automóviles como aquellas que tenían en cuenta la contribución potencial de cualquier elemento constitutivo del automóvil –como, por ejemplo, el motor– al bienestar material del comprador y de la comunidad.
Además, señaló que los automóviles proporcionaban toda una serie de servicios para el disfrute de los usuarios y que, por lo tanto, sería deseable poder medir directamente el incremento en el bienestar y la felicidad derivado de dichos servicios. Aunque esto es lógicamente imposible, sí que podemos relacionar la satisfacción y el bienestar que recibe con el automóvil el consumidor con las características físicas –como, por ejemplo, el diseño, la maniobrabilidad, etc.– y los atributos operativos y técnicos –como, por ejemplo, la potencia, la velocidad, la seguridad, etc. –del vehículo. Combinando los datos que reflejan dichos atributos se puede construir un índice de utilidad y deseabilidad, es decir, de contenido hedónico, y, si dividimos los precios del automóvil por dicho índice hedónico, podemos obtener comparaciones relevantes en términos de calidad.
Pero la utilidad del enfoque hedónico no se ha limitado a los automóviles o a los índices de precios. Esta metodología se ha usado también en otros productos como, por ejemplo, los ordenadores (Chow, 1967: 1117-1130) o los espárragos, estudiando la influencia de los atributos de los espárragos sobre su precio (Waugh, 1928: 185-196). Y se ha hecho uso de ella con profusión en otras áreas de la economía como las primas en la industria del seguro o los costes del transporte por camión, no mediante una medida de output única –como toneladas por kilómetro recorrido–, sino ajustado por los atributos de lo transportado, dado que el output transportado es muy heterogéneo (Spady y Friedlaender, 1978: 159-178). Idealmente, se podrían construir índices hedónicos para medir la calidad de otras variables económicas con mayor contenido político, y obtener mediciones del gasto público o del PIB, por ejemplo, ajustadas por la calidad. Es muy probable, sin embargo, que las enormes dificultades metodológicas a las que tendríamos que hacer frente hiciesen inviables o controvertidas dichas estimaciones hedónicas.
Otro aspecto de la realidad económica sobre el que también podríamos medir la calidad es la fuerza de trabajo, la cual constituye un elemento determinante en los modelos de crecimiento. Tanto es así, que algunos de los economistas americanos más prestigiosos consideraron clave el deterioro de la calidad de la fuerza de trabajo para explicar la caída de la productividad en EE. UU. después del primer shock del petróleo (Baily y Gordon, 1988: 370).
Tomemos entonces este último caso, por ser un ejemplo importante y porque nos concierne de cerca, pues recordemos que el Consejo Europeo de Lisboa de marzo del 2000 estableció como objetivo para el año 2010, entre otros, obtener «más y mejores puestos de trabajo». Esto se ha traducido en una serie de importantes trabajos elaborados por la Comisión Europea, que ha sido la encargada de reflexionar sobre el mejor modo de alcanzar «mejores» puestos de trabajo, y de analizar y medir las transformaciones que los cambios tecnológicos asociados al desarrollo de la nueva economía podían inducir en la calidad del trabajo.
Teniendo en mente todo lo anterior, sería interesante explorar las posibilidades que puede ofrecer el enfoque hedónico en el análisis de la calidad del trabajo, ya que puede resultar relativamente fácil transponer el mismo procedimiento que se utiliza en la construcción de índices de precios ajustados por la calidad, para construir índices de ganancias salariales ajustadas por la calidad del trabajo.
Del mismo modo que ocurre en el estudio de Andrew T. Court, sería plausible asociar la satisfacción de los trabajadores en el trabajo al conjunto de atributos de ese puesto de trabajo. Aunque los salarios son un elemento importante en la calidad de un trabajo, no son el único. Sin embargo, dado que hay una estrecha relación entre ganancias salariales y calidad en el trabajo, sería razonable considerar las ganancias salariales como una variable (proxy) que se aproxime a la calidad del trabajo. Por consiguiente, podríamos defender que la calidad de un trabajo, medida por el nivel de sus ganancias salariales, puede ser ajustada a un conjunto de características adicionales de calidad, y que dicho conjunto de atributos puede evolucionar a lo largo del tiempo. Se trataría de atributos tales como el nivel de educación, la formación profesional, la formación profesional en el puesto de trabajo, las condiciones de salud y seguridad en el trabajo, la satisfacción en el trabajo debido a la distancia entre el lugar de trabajo y el domicilio del trabajador, el tipo de trabajo y las condiciones del contrato de trabajo según fuese a tiempo completo, a tiempo parcial, contrato indefinido, contrato temporal, etc.
Bibliografía
Adelman, Irma y Zvi Griliches (1961): «On an Index of Quality Change», American Statistical Association Journal, septiembre, pp. 535-548.
Baily, Martin Neil y Robert J. Gordon (1988): «The Productivity slowdown, Measurement Issues, and the Explosion of Computer Power», The Brookings Papers on Economic Activity, 2, Washington, D.C., pp. 347-431. Bentham, Jeremy (1990): Falacias Políticas, Centro de Estudios Constitucionales, Madrid, 227 pp.
Berndt, Ernst R. (1990): «The Measurement of Quality Change», capítulo 4 de The practice of Econometrics, Addison-Wesley, pp. 102-149.
Chow, Gregory C. (1967): «Technological Change and the Demand for Computers», American Economic Review, 57:5, diciembre, pp. 1117-1130.
Comisión Europea (2001): Políticas sociales y de empleo: un marco para invertir en calidad, Comisión Europea, Bruselas, COM(2001) 313 final.
Court, Andrew T. (1939): «Hedonic Price Indexes with Automotive Examples», en The Dynamics of Automobile Demand, The General Motors Corporation, Nueva York, pp. 99-117.
Griliches, Zvi (1961): «Hedonic Price Indexes for Automobiles: Аn Econometric Analysis of Quality change», The Price Statistics of the Federal Government, General Series, 73, Columbia University Press for the National Bureau of Economic Research, Nueva York, pp. 137-196.
Haas, G. C (1922): «Sales prices as a basis for farm land appraisal», Technical Bulletin, 9, University of Minnesota, Agricultural Experiment Station, St Paul, Minnesota.
Spady, Richard H. y Ann F. Friedlaender (1978): «Hedonic cost functions for the regulated trucking industry», The Bell Journal of Economics, primavera, pp. 159-178.
Waugh, Frederick V. (1928): «Quality Factors Influencing Vegetable Prices», Journal of Farm Economics, 10:2, abril, pp. 185-196.
ejercicios
1 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «Un argumento es válido o correcto en el ámbito de la lógica formal si no puede darse el caso de tener las premisas verdaderas y la conclusión falsa».
2 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «En lógica formal es posible que un argumento sea correcto y, al mismo tiempo, falso».
3 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «Un argumento es válido o correcto en el ámbito de la teoría de la argumentación si es válido desde el plano de la lógica, coherente desde el ámbito de la semántica y cogente para la psicología del receptor».
4 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «En la teoría de la argumentación, el triángulo RAS define las condiciones de relevancia, aceptabilidad y significatividad que debe cumplir todo argumento genuino».
5 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «falacia, sofisma y paralogismo son términos equivalentes entre los que no existen matices».
6 En una de las píldoras se menciona: «El señor Trichet se enfrenta a un nuevo dilema: gestionar una política monetaria que sea eficaz tanto para países con inflación, como para otros en peligro de deflación». Defina dilema y explique por qué podemos hablar de ello en este caso.
7 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «La economía no tiene nada que ver con la teoría de juegos y con los dilemas».
8 Acuda a un periódico de información económica y descubra titulares o noticias que contengan argumentos económicos falaces del tipo: «Si no aumenta la productividad laboral o aumenta la tasa de empleo, la economía española no crecerá». ¿Por qué es falaz este argumento? ¿Qué tipo de falacia representa?
9 Acuda a un periódico de información económica y descubra titulares o noticias que contengan argumentos económicos falaces del tipo: «Si se reducen los salarios disminuirá el consumo agregado». ¿Por qué es falaz este argumento? ¿Qué tipo de falacia representa?
10 Indique si es correcta la siguiente frase y justifique su respuesta: «Los datos económicos son siempre fiables pues reflejan la cruda realidad, y utilizarlos como observaciones de una muestra estadística nos permite elaborar predicciones económicas, lo que constituye uno de los atributos de la economía y nos permite hablar de ella como de una ciencia».
11 El director del Servicio de Estudios de FUNCAS, Ángel Laborda, escribió en el periódico El País (18 de enero del 2009, p. 22): «... la inflación se redujo bruscamente, cerrando el año [2008] en un 1,4%. [mientras que] La inflación media anual se situó en el 4,1%, la más alta desde 1995». Explique cómo es posible que la economía española tenga dos cifras de inflación tan distintas en un mismo año.
actividades de la web
En la dirección de la página web se pueden encontrar una serie de actividades relacionadas con este capítulo que se consideran de alto nivel formativo.
cuestionario de autoevaluación
1. La teoría de la argumentación...
a) ... no tiene nada que ver con la ciencia.
b) ... no tiene nada que ver con la economía.
c) ... sólo es útil en el ámbito de la lógica simbólica y la retórica.
d) Sin la argumentación el avance de las ciencias no sería posible.
2. Una disciplina es ciencia porque...
a) ... sus leyes se pueden demostrar.
b) ... sus leyes no se pueden demostrar.
c) ... se apoya en conjeturas y falacias.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
3. La economía es una ciencia porque...
a) ... se pueden demostrar todos sus teoremas y lemas.
b) ... en época de crisis, manifiesta anomalías y contraejemplos.
c) ... hace un uso intenso de las matemáticas.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
4. En economía, la frase «la renta nacional ha crecido dos veces más que el año pasado» significa...
a) ... que somos el doble de ricos que el año pasado.
b) ... que somos el triple de ricos, o sea, tres veces más ricos que el año pasado.
c) ... que somos dos veces más ricos y que, a este resultado, le añadimos una más.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
5. En economía, la expresión caeterisparibus equivale...
a) ... a que las variables permanecen constantes.
b) ... a que todo permanece constante.
c) ... a que las variables económicas se convierten en parámetros.
d) ... al concepto de derivada parcial en matemáticas.
6. Cuando decimos que la economía está en una fase de «desaceleración acelerada» estamos queriendo señalar que...
a) ... se desacelera pero luego se acelera.
b) ... la desaceleración con el tiempo sigue una función lineal.
c) ... el ritmo de desaceleración es constante.
d) ... la desaceleración con el tiempo sigue una función no lineal.
7. Si utilizamos datos económicos en investigaciones económicas sabemos...
a) ... que reflejan con rigor científico la realidad económica.
b) ... que aportan un conocimiento objetivo, seguro y científico.
c) ... que pueden contener errores de medida, estar cargados de teoría o sufrir el dilema Goodhart.
d) Ninguna de las respuesta anteriores.
8. La calidad de un bien, de una variable económica como pueda ser la inflación, el gasto público o el PIB,...
a) ... sólo se puede intuir o describir.
b) ... representa características o atributos del bien, pero no se puede medir.
c) ... se puede medir mediante regresiones hedónicas.
d) Ninguna de las anteriores respuestas es correcta.
1. Agradezco a los profesores Rafael Beneyto Torres, Jesús Alcolea Banegas y concepción Ferragut Domíngez los comentarios y las sugerencias a un borrador inicial de este texto; cualquier error que subsista es, por supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
2. Del latín seducere (se: preverbio que indica separación; y ducere: llevar, conducir), que significa llevar a parte o apartar de su camino a alguien y conducirlo a nuestro terreno.
3. Еn lo que sigue nos hemos apoyado en las notas manuscritas del curso sobre teoría de la argumentación del profesor Jesús Alcolea (2006).
4. Del verbo en latín cogere (cum: con; y, agere: llevar, mover). El verbo cogere significa empujar, impeler hacia un lugar, excitar a hacer una cosa, constreñir. Еп términos filosóficos se usa en el significado de deducir, concluir, inferir en sentido lógico, extraer una conclusión. Por ello, un argumento cogente nos pone en movimiento -como guiados por él, como por un auriga- para hacernos concluir lógicamente.
5. Sobre este asunto recomiendo la resolución de los ejercicios y la realización de actividades propuestos en Tomás Miranda Alonso (2002: 79-100).
6. Agradezco al profesor Francisco caballero Sanz sus comentarios al borrador de este texto; cualquier error que subsista es, por supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
7. Agradezco al profesor Enrique Sanchis peris sus comentarios al borrador de este texto; cualquier error que subsista es, por supuesto, de mi exclusiva responsabilidad.
8. Véase, Jeremy Bentham (1990: 175). En efecto, Jeremy Bentham es el padre del utilitarismo -en el que beberá su joven discípulo John Stuart Mill̶. pues fue él quien formuló con mayor claridad la doctrina utilitarista. Sin embargo, no hay que olvidar que, con anterioridad, John Locke había establecido el principio de utilidad y, sobre todo, que fue Hobbes quien desarrolló una filosofía política utilitarista y hedonista. A Mandeville, por su parte, le cupo el honor de establecer la carta simbólica del utilitarismo en la Fábula de las abejas (1723), donde convierte los vicios privados en virtudes públicas.