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EL PROBLEMA
HACE MÁS DE CUARENTA AÑOS que me dedico vitalmente a la medicina. Mi interés está en el ser humano en sí mismo, con todos sus problemas y dificultades, que intento abordar mediante la consideración del fondo verdadero de la persona. He afrontado toda clase de enfermedades en cualquiera de sus descripciones clásicas, con la intención siempre de curar y aliviar los síntomas físicos y psíquicos con los que aquellas se manifiestan en cada enfermo. Ser médico es más que saber medicina, es saber mucho de la vida y saber observar lo que sucede alrededor. De hecho, creo firmemente que el oficio de los médicos es observar; observar y deducir conclusiones. No solo los signos de enfermedad, sino también los signos mostrados a través de las conductas y señales del lenguaje no verbal de los que buscan ayuda.
El trabajo de un médico internista tiene como misión principal ocuparse de la globalidad de la persona enferma, sin olvidar ninguno de los factores que condicionan el modo de enfermar —que siempre es diferente en cada persona—, ni pasar por alto las consecuencias de la enfermedad. En efecto, la relación entre el médico y el enfermo, cuando es verdadera, no trata solo de los síntomas de una enfermedad; abarca además el fondo cognitivo de una persona que sufre y el modo existencial en que padece su enfermedad.
En mi condición de médico, hay un síntoma, el cansancio, que me ha producido interés, intriga y, al mismo tiempo, intranquilidad. La intranquilidad de saber que, ante esa situación, el correcto desarrollo de la relación entre el paciente y yo será clave, y se ha de ser muy cuidadoso. El interés que declaro ante este síntoma tan invalidante procede de mi vocación por aliviar a las personas que lo solicitan. Pero también la expresión de cansancio en una persona concreta me lleva en primer lugar a un interrogante en el juicio ante el múltiple significado que tiene ese padecimiento en el género humano según la experiencia me ha mostrado. Ser médico no consiste solo en el conocimiento académico del diagnóstico y tratamiento las enfermedades, con su fundamentación anatómica y fisiopatológica, sino que, como he señalado antes, también exige un profundo conocimiento de las influencias sobre la conducta humana de aquellas circunstancias personales y de las costumbres sociales contemporáneas.
El cansancio es, como acompañante de una enfermedad física, un mal signo. Por eso, siempre que aparece, me preocupa. Cualquier infección, enfermedad maligna, proceso inflamatorio, anemias o problemas endocrinológicos pueden debutar con cansancio progresivo. Pero también hay quien busca ayuda por un malestar del que no se encuentra una explicación biológica. Es desconcertante para el paciente y para mí. El cansancio puede ser el único síntoma por el que este pide ayuda. Cualquiera que alguna vez se haya sentido cansado sin motivo aparente no cesa de hacerse esta pregunta: «¿Por qué estoy tan cansado si no he hecho nada?». Hay veces que esa situación se prolonga en el tiempo y es origen de mucho sufrimiento e incertidumbre.
Por otra parte, me llama poderosísimamente la atención que el cansancio, como presentación de un paciente en la consulta, es cada vez más frecuente, y lo es más en los adultos jóvenes. Tanto es así que, desde hace años, me propongo tratar de explicarme este hecho.
Muchos llegan a la consulta con un preconcepto de lo que les pasa, y, como el propio interior suele ser mal reconocido por uno mismo, vienen convencidos de que los medios de diagnóstico serán capaces de darles una solución. Entre el médico y el enfermo se han instalado un gran número de intermediarios. Hay una pérdida paulatina de la humanidad en la relación entre los actores de un diagnóstico y tratamiento, tanto en el sentido de atención, empatía, preocupación y cercanía por parte del médico como en el sentido de elección, confianza e intimidad compartida por parte del enfermo. Ahora es común que el paciente acuda al médico que le toque socialmente, o al que le proporcione el hospital. Es decir, cualquier profesional, en quien quizá se confíe tangencialmente y al que se mira con sospecha. Además, en muchas consultas es evidente el hermetismo por parte del enfermo, que no permite que el médico conozca cómo vive realmente. El paciente exige la realización de pruebas en las que deposita su confianza. Acudir al médico es un trámite necesario. La materialización utilitaria de la relación es tediosa, infructuosa, decadente. Mi maestro (con esta palabra quiero expresar muchas experiencias), Eduardo Ortiz de Landázuri, empleaba considerables periodos de tiempo en privadas conversaciones con sus enfermos. De esa manera, podía conseguir una relación de totalidad que tantas veces se echa de menos en la práctica de la medicina actual.
La inquietud que siento ante el cansancio de un paciente en el que no encuentro enfermedad orgánica me ha llevado a indagar con detalle en las influencias que inciden sobre todos nosotros desde el mundo en el que vivimos, y en el modo en que estas nos afectan modificando el modo de percibir nuestro cuerpo. Este libro recoge gran parte de mi pensamiento con respecto a las formas en que el hombre resulta influido por las modas imperantes y la conducta social. El comportamiento del hombre posmoderno está condicionado por nuevas costumbres que proceden de la autogestión de la satisfacción, que se confunde con lo que llamamos felicidad, y también del escepticismo emocional y el abandono de la razón, en favor de la constitución de un organismo múltiple humanoide en el que se pierde la individualidad y la referencia a una verdad totalizadora, diluida en pequeñas verdades de utilidad fugaz. Un organismo sin corazón.
Externamente, el ser humano es un cuerpo, pero es más, es un organismo vivo que expresa todo lo que sucede en su interior gracias a que está dotado de razón, sentimientos, emociones. Y en el interior del hombre suceden muchas cosas que le son desconocidas, aunque no extrañas a sí mismo, capaces de modificar su modo de estar en la vida, que le impulsan a búsquedas conscientes o inconscientes, y le crean inquietud o sosiego, que le configuran como un ser en relación consigo mismo y con un entorno.
En su ambiente, el hombre experimenta la historia de sí mismo y de todo lo que le rodea. Y todo eso que es conocido para él, y lo que ese conocimiento le suscita le lleva a modificar el sentimiento de sí mismo a lo largo de su vida. Por ejemplo, puede saber que una enfermedad amenaza su vida, o que un dolor le incapacita para hacer lo que más le gusta, o experimentar la angustia de perder a un ser querido; de ese modo, se sume en una incapacidad, al menos temporal, para demostrar al exterior la misma actividad o alegría que en otro tiempo tenía.
Además, sobre el hombre se producen influencias que se califican como normales en cada época histórica, o en las diferentes etapas de la vida humana, y se tildan de normales porque son habituales, consecuencia oculta del lento cambio social. Estos factores que subrepticiamente se implantan en la sociedad, son fruto del paulatino evolucionar del pensamiento común. Si nos fijamos bien, estamos, en el medio de este primer cuarto del siglo XXI, invadidos de novedades para la humanidad, que nunca había llegado al estado en que nos encontramos por lo que se refiere a la exigencia en el trabajo, o a la fatuidad de una comunicación que, por su exuberante abundancia, se ha convertido en indiscriminada en su valor, o a la superficialidad en las relaciones, conducidas por una invasión de banalidad considerada socialmente normal y que lentamente avanza desde hace más de un siglo.
Esto me lleva a preguntarme si hay un paralelismo entre la aparición del cansancio subjetivo y el desarrollo de nuevas formas de vivir, si el cansancio está relacionado con una concepción evolucionada del juicio que de sí mismo tiene el hombre, si el hombre está perdiendo sustento vital por deterioro de las relaciones que establece con el ambiente y con otros seres humanos o pudiera estar condicionada por una interpretación de la realidad en clave personalista y utilitarista.
Uno de los factores de mayor impacto social, que afecta desde la relación interpersonal hasta el establecimiento de amplias redes sociales, es la comunicación; sobre ella descansa gran parte del sustento de la relación humana. La comunicación, cuanto más global es, menos impacta en la persona; cuanto más extensa, menos precisa; cuanto más fácil, menos incisiva. Se ofrece una comunicación de hechos absolutamente irrelevantes en todos los sentidos, consistentes en curiosidades banales que, como máximo, impactan un segundo en el sistema nervioso para caer en el olvido total, y con ello se llenan páginas enteras de los medios de información e innumerables mensajes en los smartphones. La comunicación, imprescindible en las relaciones humanas, tiende también a trivializarse en las redes sociales y a minimizarse en el contacto interpersonal directo. Las cartas, antaño escritas desde la intimidad, se han sustituido por mensajes de WhatsApp colectivos o pragmáticos mensajes telefónicos. Se reciben tantos datos cada día que los más importantes pueden pasarnos desapercibidos y, bajo la apariencia de un íntimo contacto con muchas personas, el ser humano posmoderno está solo. La soledad no percibida es el ingrediente extremo del cansancio. Y la pérdida del sentido de la soledad es aún peor, porque revela una dramática pérdida de la intimidad, del significado del yo. Únicamente en el silencio de la soledad el hombre se reconoce tal como es en su relación con Dios y con el mundo.
No puedo, a priori, afirmar o descartar cualquiera de las posibles influencias externas en mis pacientes que solamente están cansados, sin ninguna otra molestia consciente. Es necesario desarrollar una relación de confianza, que el paciente tenga la intuición primero y la seguridad después de que cualquier situación o estado emocional que atraviese es de primario interés para llegar a un conocimiento que explique su cansancio. El hombre suele creer que controla su entorno, sin caer en la cuenta de que todos los seres humanos partimos de incapacidades ciertas para dominar nuestra vida. Y, cuando tenemos una desgracia o desconcierto motivado por algo externo, podemos llegar a pensar que esta vida es imposible. A este pensamiento se suele asociar un cansancio existencial que se traslada al ámbito físico del hombre. El cansancio intelectual, psicológico e incluso el cansancio espiritual o integral, finalmente se traduce en cansancio físico, solo físico. La queja de los pacientes es «Estoy cansado». Esa afirmación puede manifestar un inmenso cúmulo de experiencias de hartazgo, y corresponde a un amigo, familiar o profesional el esfuerzo de acompañarlos para averiguar de dónde procede, sin lo cual cualquier aproximación para encontrar una solución será estéril. Sin embargo, casi siempre se debe empezar por hacerles conscientes de que lo que vienen a buscar, el diagnóstico, pasa por un nuevo enfoque para indagar en las causas ocultas de unas quejas no originadas en lo orgánico. La recapacitación y la introspección también pueden identificar el origen de los sentimientos causantes de la ansiedad agobiante que tanto cansa.
Las vivencias y experiencias previas del médico pueden impelerle a iniciar este camino de búsqueda del modo de estar en la vida de sus pacientes o a delegarlo en otros. No todos los padecimientos que provocan un estado de agotamiento son propios de la psiquiatría. De hecho, el paciente puede haber tenido siempre una vida plena y sana, como se verá en alguno de los ejemplos que se presentarán a lo largo del texto. Por su parte, el médico tiene una forma de ser previa, unas capacidades personales determinadas a través de su educación y de su propia vida que condicionan el contacto con los pacientes; la relación entre el médico y el enfermo recae en ambas personalidades y en el desarrollo de la confianza entre ambos, cosa que no siempre sucede, tal como comprobamos en cualquier encuentro humano. Para que se desarrolle la confianza, existen tres condiciones necesarias: la transparencia en la comunicación, la percepción de empatía y la coherencia en una relación ética. No se puede despertar la amistad, común o profesional, entre personas que no muestran cercanía a través del tiempo o que guardan silencio ante temas candentes.
El cansancio, en primer lugar, puede proceder de la frustración de vivir una vida en la que no se encuentra recompensa, en la que una desgracia intrínseca se alimenta de una frágil esperanza que se seca y queda desprovista de cualquier ilusión, cualquier recompensa humana, y la persona se agota en un intento ciego, incapaz de ver un sentido a todo lo que hace. El cansancio de la frustración y el sufrimiento produce una parálisis del ser humano: no sabe qué pensar ni actúa de forma congruente, más bien se retrae, o, peligrosamente, huye hacia delante ocultándose de su realidad. Pero hay otras formas de cansancio, como el que sobreviene ante la incertidumbre vital, en la que no se sabe qué hacer, no hay un asidero que proporcione seguridad, no se tiene certeza de nada, uno se sitúa en una especie de agnosticismo vital por el que nada recibe su valor, y sucede que se actúa sin saber por qué; es este un cansancio que no lo parece, pero se manifiesta antes o después por una actividad sin sentido que el hombre no tolera. Porque el ser humano tiene un valor al que no puede renunciar: ser yo mismo. Y ese yo tiene una conciencia de sí que puede estar adormilada pero nunca aniquilada, puede ser errónea pero sentirse presente, egocéntrica pero irremisiblemente situada en el mundo, y el hombre con su conciencia de vivir no soporta existir como perdido en un laberinto en eterna búsqueda hacia una ignota salida hacia su verdadera realidad. Solo la progresión interior hacia una visión de sí mismo que no elimine factores de lo real, que asimile con valentía su presencia en un mundo inteligible, nos puede abrir los ojos a la Verdad, última meta de la autoconciencia humana. Pero las gentes del hoy posmoderno no ven ni oyen lo que está en la base de la verdadera humanidad. Entender lo que el corazón necesita es la premisa necesaria para andar hacia lo que lo colma, lo cual es común a toda la humanidad; pero hoy comprobamos que cada cual enarbola orgulloso su propia verdad mientras todos se alejan, agotados por la frustración, de la única Verdad que el hombre desea alcanzar.
Hay otro tipo de cansancio que, en este caso, podemos llamar cansancio de carencia, aquel en que el problema es que el hombre se siente llamado a conocer algo que le sustente en la totalidad del sentido de la vida, es decir, se identifica con una necesidad del corazón, no del conocimiento; el hombre está suspendido en una acción a la que pretende dar sentido, no sabe qué hacer salvo alimentar la esperanza; es la persona que reza para fortalecer un mundo interior que siente débil. Además, el esfuerzo continuo en tareas cargadas de una emoción permanente puede despertar en la persona que lo ejerce un sentimiento de pérdida de algo genuino y propio, porque la entrega continua exige una renuncia a lo propio, y, en algunos, esto puede agotar.
En último lugar, sin estímulo psicológico o vital alguno, está el cansancio genuinamente físico, producido por enfermedades que inducen una situación de desgaste orgánico e incapacidad de producir la energía necesaria para mostrar una actividad física normal. Siendo este cansancio el más original y objetivo, puede vivirse interiormente con una energía interior desbordante que anuncia el poder concedido al hombre, capaz de ver la verdad de sí mismo sumido en la penumbra del sufrimiento físico. Por el contrario, a otros muchos este cansancio físico los lleva al desaliento y a la claudicación hacia el hundimiento de su yo. Debo decir que estoy muy de acuerdo con la aseveración de X. Zubiri: «Todo lo orgánico es psíquico y todo lo psíquico es orgánico». El hombre es una completa unidad.
Me propongo, como dije antes, investigar el modo en que afectan a la persona las influencias internas y externas que inciden sobre ella para llevarla a que su queja sea el cansancio. Son características no solo observadas en nuestra época, ya están presentes de alguna manera en la historia de la humanidad, porque el hombre de hoy no es diferente al que vivía en eras anteriores. Sin embargo, son más propias del tiempo actual, por ejemplo, la exigencia de la aceleración social que se manifiesta como hiperactividad, la pérdida o rechazo de la intimidad personal, la fragmentación cultural en el mundo posmoderno, la ausencia de deseo de totalidad que se sustituye por minideseos icónicos y la depresión escondida. La esclavitud de los sentidos, específicamente de la vista o el oído, la luminosidad de las modas o la tiranía del ruido nos llevan a una incapacidad de mantener un interior silenciosamente activo que alimente la original esperanza humana.
No es que el cansancio no invadiera al hombre en tiempos anteriores, pero la forma en que recuerdo la forma de vivir algunos de estos factores hace simplemente unas pocas decenas de años, no tiene nada que ver con lo que actualmente experimento con mis pacientes. La situación de la que quiero ocuparme, intrínsecamente humana, intuyo que se agrava en la civilización actual, y es ese el motivo de este libro.
Aquí voy a investigar en las características de aspectos clave en la conducta social contemporánea, en la influencia de la sociedad y el papel del temperamento posmoderno en los fundamentos del carácter actual del ser humano y de la función de la historia en la evolución de la conducta social e individual; además me centraré en posibles soluciones ante la creciente incertidumbre que lleva al hombre hasta el hartazgo de sí mismo y le conduce a desear otra cosa que sea capaz de resolver su cansancio existencial. Esa otra cosa capaz de resolver las íntimas dificultades no puede partir del propio ser humano porque, en tal caso, no existiría el problema. El hombre no puede darse felicidad, a lo sumo puede buscar satisfacciones que, por definición, son pasajeras e insuficientes para aliviar el cansancio profundo de su ser. Lo que la persona necesita es algo que le sujete y le trascienda, reconocido de algún modo superior a sí, con poder para vencer la soledad y el cansancio a través de la ilusión de vivir, de la alegría y del entusiasmo ante la totalidad de la existencia. A esa sujeción corresponde la fe en el misterio que para la razón supone la existencia de un Dios personal, manifestado en el poder de lo real como indefectible atracción para el hombre, de donde nace el deseo humano de completitud. Esa fe puede asumir muy diversas configuraciones religiosas, entendiendo como tales todas aquellas religaciones con realidades basadas en la aceptación de la dependencia última del hombre.
El cansancio es humano, solo se produce en el hombre. Adopta muchas formas, desde la desesperanza y el hastío hasta la dejadez y la apatía, o se manifiesta como una dulce nostalgia. Esta nostalgia, a veces presente en el estar cansado, no es una sensación indeseable ni sugiere la existencia de una pobreza de espíritu en el sentido negativo (no evangélico) en la mayor parte de los casos, porque puede aparecer en personas bien asentadas en la vida. Solo expresa la insuficiencia de la fuerza humana que, a partir de ciertas experiencias, revela su limitación para mantener a la persona capaz de dar todo de sí. Por lo tanto, el cansancio traduce la insuficiencia meramente humana en la relación con el entorno, con las cosas de la realidad que nos influyen, con las demás personas y con uno mismo. Y puede ocurrir solo de modo transitorio, sobre todo en las personas con una potente autoconciencia de su yo.
Por cada persona que pide ayuda, hay una pléyade de otras que viven sin motivación, obligadas, extrañadas de la realidad que les envuelve y con el deseo de vivir de otra manera. Esto también es cansancio, pero inconsciente, confundido con una vida que fluye sin más, sin preguntas expresas personales, sin contemplación de uno mismo y de lo que le pasa, en búsqueda del entretenimiento y del consuelo como se puede.
La naturaleza y el origen del cansancio sin causa aparente es el objeto de este estudio.